19. LOS LLANOS

De Bata continué viaje al Gabón; de allí volé nuevamente a Nigeria —donde no me permitieron poner pie en tierra por carecer de visado— y seguí luego hasta Senegal, en un itinerario de escaso interés, debido a que me encontraba muy mal de fondos y bastante quebrantado de salud.

Decidí, por tanto, que era hora de regresar a casa. Hice una corta escala de descanso en Tenerife, y llegué por último a Barcelona sin un centavo en el bolsillo, pero con una maleta llena de fotografías y experiencias.

Una buena mañana me presenté ante José Vergés, propietario entonces del semanario «Destino», y le mostré mis trabajos. Como catalán de pura cepa, Vergés se limitó a prometer que leería la larga serie de reportajes que yo había titulado «Momento Africano».

El día de Año Nuevo me trajo la maravillosa sorpresa de abrir «Destino» y encontrarme —ocupando todas las páginas centrales— mi primer trabajo sobre África.

Quince días después, Vergés me llamaba para ofrecerme una nueva serie de reportajes a realizar en Sudamérica.

De la noche a la mañana me había convertido en un auténtico periodista, e incluso a mí me costaba trabajo admitirlo. Interiormente, continuaba siendo el muchacho de la chaqueta a rayas que deambulaba por la Escuela de Periodismo sin aprender demasiado, pero, a la vista de los demás, era ya todo un «Enviado Especial» de la más prestigiosa publicación española.

Era, además, uno de los pocos «no catalanes» a los que «Destino» abría sus puertas, y ni yo mismo acababa de explicarme el porqué. Los reportajes sobre África habían tenido una buena acogida, pero, en el fondo, no me consideraba capacitado para representar en el exterior a una publicación que contaba con firmas como las de José Pla, Néstor Luján o Miguel Delibes.

Fue el mismo Vergés el que se encargó de disipar mis temores.

—Precisamente —dijo— lo que quiero es traer a la revista juventud y espontaneidad… La frescura de una obra hasta cierto punto inmadura…

No sabía si mostrarme orgulloso u ofendido. Fuera como fuera, no estaba en mi ánimo pensar demasiado sobre la oportunidad que se me daba, sino tan sólo aprovecharla.

Para empezar, el dinero no era mucho, pero estaba acostumbrado a los apuros económicos, y no me preocupaban. Me dieron un billete de avión que me llevaría al confín de América; al mismo Chile; con la posibilidad de llegar a Santiago por un lado y regresar por el otro. Era más de lo que había tenido nunca.

Así fue como una mañana —no recuerdo el día, no recuerdo el mes— subí a un avión que me depositó en Caracas, ciudad que había elegido como primera escala, no sólo por el hecho de que en ella viviera mi hermano, al que no veía desde hacía años, sino porque, para mí, Venezuela tenía, desde siempre, un extraño atractivo.

En Venezuela habían vivido mis tíos y mis abuelos, que llenaron mi imaginación de muchacho con infinitas historias de emigración y ciudades que surgían de la noche a la mañana y en las que el dinero corría por las calles tras los peatones.

En Venezuela habían encontrado refugio los desesperados de todos los países, que descubrieron en ella una segunda patria y una forma de rehacer sus vidas tras las catástrofes que asolaron Europa.

Y en Venezuela tenía un amigo, Miguel Avalos, «el loco Avalos», que ya el primer día me habló del encanto de los llanos, en cuyas quietas noches podríamos cazar al tigre, de largos colmillos y «mano de plomo».

—Más allá de Puerto Nutrias, el mundo es otro —me aseguraba—. Más allá de Puerto Nutrias, es como si acabara el siglo XX. ¡Vamos a verlo!

Era una locura; una locura en opinión de todos, que aseguraban que al llano no se podía ir nunca en un solo vehículo, pero a media mañana del día siguiente se presentó Miguel con su camioneta ford, aprovisionada para quince días de viaje.

—Ni siquiera he tenido tiempo de ver a mi familia —protesté.

—La familia siempre es la misma, y esperará a que vuelvas —replicó—. ¡Andando…!

Y enfilamos una larga, larguísima carretera que parecía no acabar nunca, y que nos llevó, en toda esa tarde, la noche y parte del día siguiente, hasta Puerto Nutrias, a orillas del río Apure.

Tenía razón Miguel. En Puerto Nutrias era como si hubiera acabado el siglo XX.

En verano, con las aguas bajas, un cuarto de hora de camino separa aún el pueblo de la orilla del río y el punto donde atraca la balsa; pero en invierno, cuando las lluvias dan al Apure toda su fuerza y esplendor, la balsa y el pequeño remolcador navegan por sobre ese terreno y las copas de sus árboles, y va a atracar a la ribera misma de Puerto Nutrias.

Para cruzar el Apure hay que tener paciencia y también una cierta simpatía. La balsa y el remolcador pertenecen a un solo dueño —el mismo que los maneja—, y si alguien no le cae en gracia, no lo pasa a la otra orilla, así ofrezca todo el oro del mundo.

Al otro lado, Bruzual, el primer pueblo del llano o, tal vez, el último del mundo.

Más allá no sé de ningún otro, y de encontrarse, ha de ser por casualidad, pues no existe carretera, ni camino, poste o señal alguna que indique cómo se llega a él o a cualquier otra parte de aquel universo dilatado y sin accidentes.

El llano no es siempre el mismo; ni tan siquiera semejante, y no se lo reconoce de una estación a la siguiente, de un mes al próximo. Con las grandes, las torrenciales, las inconcebibles lluvias de los meses de invierno —que empiezan por abril o mayo—, los arroyuelos, los caños, los torrentes y los ríos comienzan a correr, la tierra va empapándose, y un día tras otro de caer agua, de no cesar ni un instante, hace que los caudales se salgan de madre, que la llanura entera se anegue, que el nivel suba poco a poco y alcance los diez, veinte, treinta centímetros de altura en cuanto abarca la vista, y más allá del nuevo horizonte, y del otro, y del otro.

Todo el llano se convierte en un inmenso mar, del que sobresalen acá y allá los troncos de los árboles o las copas de los arbustos, y en el que flotan los cientos de cadáveres de cuantos animales no pudieron ponerse a salvo, y que pronto son devorados por los insaciables cocodrilos, los caimanes y las babas.

Como islotes, los pequeños desniveles del terreno aparecen un poco más secos, y en ellos se alzan, a veces, las viviendas de los hombres, y hasta allí acude ahora el ganado, las bestias libres de la llanura e, incluso, las fieras que no han encontrado otro refugio.

La inmensidad del llano queda, pues, reducida a islas que destacan en la monotonía del agua, y en las que se dan cita y tienen que convivir amigos y enemigos, serpientes y ratones, tigres y venados y, a menudo, el hombre.

Y la lluvia continúa cayendo, y el nivel del agua asciende más y más, y el precario refugio resulta insuficiente, va perdiendo terreno metro a metro, y al final las bestias han de encaramarse a los árboles o echarse a andar en busca de otro islote más seguro. Muchas mueren ahogadas en el camino, o sufren el ataque de los saurios, o, raramente, de alguna anaconda, las enormes serpientes de agua que han acudido desde el Orinoco o el Meta al olor de la presa.

Pero, al fin, un día cesa de llover. Podría ser un descanso que se toman las nubes; pero no, todos en el llano lo saben, desde el hombre a la última bestia; todos miran al cielo y comprenden que el sol, ese ardiente sol del trópico, se ha adueñado otra vez de la situación, y con su poder Las aguas comienzan a retirarse; el espacio disponible es mayor día a día, y todo parece renacer a la vida. Muchos animales salen de su letargo invernal, de sus cuevas protegidas, o sus refugios, mientras otros —cuyo apetito y furia pareció disminuir en ese tiempo— recuperan ahora uno y otro y miran a su alrededor con los ojos encendidos, con la mirada ávida, con las fauces entreabiertas. Es el momento de la desbandada; apenas se vislumbra una oportunidad, los venados emprenden la carrera, saltan sobre las aguas, se pierden en la distancia, seguidos por todos aquellos que temen la voracidad de sus vecinos, el hambre desatada de las serpientes, de los tigres, de cualquiera de las otras fieras que pueblan el llano.

Aún pasará tiempo antes de que el agua desaparezca por completo, antes de que el fango deje de agarrarse a las patas; pero el sol cumple aprisa su cometido, va secando y secando, mientras los río, los caños, los arroyuelos y los torrentes continúan arrastrando hacia el Orinoco, el Meta o el Apure, su tumultuosa carga líquida, que correrá durante miles de kilómetros hasta llegar al mar.

Los árboles se visten de verde, y de verde se cubren también las tierras ya al descubierto; cientos de flores surgen aquí y allí, y la primavera estalla con una fuerza y una belleza deslumbrante. El hombre abandona, al fin, la protección de su chamizo, cava un pedazo de terreno y planta su cebada, su maíz, su yuca o sus patatas. Después, deja a la mujer y a los pequeños al cuidado de esas faenas de la minúscula huerta y, montando su yegua, rápida y nerviosa, se lanza por la llanura a la búsqueda de su ganado, a contarlo, a reunirlo, a saber cuántas reses perdió en el invierno.

Durante días, el hombre galopa solo, completamente solo, y, en ocasiones, no regresa a casa en algún tiempo. Lleva consigo lo poco que necesita para su frugal alimentación, el «chinchorro» que colgará entre dos árboles y que es su cama, y envuelto en la funda de cuero —la «maleta» para él— una manta, una toalla y un pedazo de jabón.

A la cintura, el machete, un largo cuchillo impresionante, cuya hoja mide casi treinta centímetros; en la cabeza, un ancho sombrero y, probablemente, escondido entre las ropas, un revólver de gran calibre.

El llano no se presta a bromas.

Al llanero no le importan las serpientes, grandes o chicas, cascabeles que tiene a tres pasos de su casa, mapanares que se le atraviesan en el camino o víboras que se ocultan entre los matojos. Está acostumbrado desde niño, y anda descalzo sin temor alguno, sin pensar siquiera en ellas.

El llanero no teme tampoco a los tigres que rugen de noche, y lo único que le molesta es que se aproximen demasiado y le inquieten el ganado o asusten a los niños si están solos. No es por ellos por lo que lleva un arma; pero es que al llanero no le gustan, ni soporta, ni confía en los cuatreros, los ladrones de ganado que constituyen la maldición del llano, una más entre las muchas que ya tiene, y que contribuye a hacerlo más duro y difícil.

Los cuatreros. Tan sólo la palabra indigna a los habitantes de la llanura, que ven, impotentes, cómo todos sus esfuerzos, toda su lucha contra la Naturaleza para lograr criar su ganado, aumentarlo poco a poco, año tras año, se estrella contra esos grupos de bandoleros que recorren sus tierras llevándose a las bestias y que en un solo año robaron casi la quinta parte de las reses del llano venezolano. Todo es inútil contra ellos; nada hace la ley, que aquí no tiene fuerza ni alcance, y nada pueden hacer los mismos llaneros que se ven solos frente a bandas numerosas y bien armadas, dispuestas a todo.

Los cuatreros trabajan de noche y se esconden cuando amanece; son como sombras, y nadie sabe de dónde vienen, ni adónde se llevan las reses. A veces, las grandes cuadrillas forman una manada importante, atraviesan con ella el territorio como ganaderos y acaban cruzando la frontera e internándose en Colombia con cientos de cabezas. Otras, son pequeños ladrones, vagabundos que, en grupos de dos o tres, van afanando los animales que encuentran más alejados de los ranchos de sus dueños, y otras muchas son los mismos rancheros que se roban entre sí y cambian luego los hierros, marcándolos de nuevo con el suyo encima.

Una historia del Oeste, en fin, en este llano en el que todo es igual y todo parece salido de una película americana, con la diferencia de que aquí no hay sheriff ni se trata de saber quién saca el revólver con más rapidez.

El llano es tierra para hombres muy duros. Porque después llega el verano, las aguas comienzan a descender, desapareciendo bajo el sol, o llevadas por los desaguaderos, y tan sólo aquí y allí, en pequeñas hondonadas, quedan ahora lagunas que también, día a día, van perdiendo su altura. Lo que antes fueron ríos se convierten ahora en caños, en los que apenas existe corriente, aunque aún conserven agua.

Sus orillas están pobladas de árboles, y forman la parte más bella y fértil del llano; algunas de sus riberas son verdaderas selvas vírgenes, en las que la maraña se vuelve impenetrable y a cuyo alrededor, en inmensas extensiones, las hierbas alcanzan una altura de dos metros. Los caños forman en el horizonte una línea inequívoca; una línea de árboles y vegetación que serpentea sobre la tierra, y que el hombre conoce a la perfección: Caño Guarítico, Caño Setenta, Caño Balsa, que parecen rivalizar con verdaderos ríos de renombre: Capanadaro, Matiyure, Arauca, Apure, Meta, pues de ellos no los diferencia más que la cantidad y el movimiento de sus corrientes.

Pero aquí, en el llano, todos saben que si el verano es largo; que si es tan sólo «normal» y las lluvias no llegan antes de lo previsto, los caños quedarán secos, totalmente secos, y la tierra se abrirá entonces al sol, resquebrajada, y ni una gota de líquido se encontrará en cientos de kilómetros alrededor. A medida que el calor aumente, las hierbas, antes verdes, se secarán, los árboles aparecerán quemados y sin hojas, todo se convertirá en un infierno de polvo, abrasado, asfixiante, y las bestias, los animales salvajes e incluso los hombres, si no lo remedian, morirán de sed.

Se puede ver entonces a las reses vagando por la llanura mugiendo desesperadas, buscando acá y allá una gota de agua con la que aplacar la sed que comienza a hacerse insoportable, mientras bandadas de zamuros, de aves de rapiña negras y tétricas vuelan formando círculos o se posan en las ramas de los árboles, esperando que la bestia caiga rendida y muera ahora por falta de esa agua de la que unos meses antes tuvo que librarse porque sobraba.

Ese es el panorama que se presenta ante el recién llegado y, sin embargo, no sentirá deseos de volver atrás; su entusiasmo no disminuirá un ápice, y tan sólo lamentará que el calor sea tan agobiante, que el sol brille con tanta fuerza y el llano todo esté ya tan seco que se alcen de continuo nubes de polvo; un polvo ligero, casi impalpable, pero que pronto lo invadirá todo e irá levantándose tras la camioneta una columna tan densa que ocultará el sol.

Miguel, ¡increíble Miguel!, no conocía bien el camino; estuvo aquí tan sólo una vez, hace ya más de un año, acompañado por otros que sabían la ruta; pero eso no es un grave problema para él. De momento había que continuar hacia delante, siempre hacia el Sur, y cruzar un río o un caño, y después otro, y aun después otro que, si los cálculos no fallan, debe ser ya Caño Setenta. Desde allí, hacia el Suroeste, deja muy a la izquierda Merecure y Mantecal, hasta alcanzar la parte más lejana de Caño Guarítico. Por aquellos andurriales encontraríamos algún rancho, un vaquero, la forma de llegar hasta la casa de Sebastián, el llanero que mejor conocía la zona.

La conclusión, ¡increíble Miguel!, fue esa: El llano es nuestro y ya regresaríamos por donde buenamente pudiéramos.

Caño, caño, caño… La palabra se repetía una y otra vez, y llegamos al primero, y pude verlo con mis propios ojos. Es como un río —a veces más ancho, a veces más estrecho—, pero no corre. En realidad, algunos más importantes que lo hacen e incluso van a desembocar a algún río caudaloso, pero, por lo general, el movimiento del agua en la mayoría es tan ligero que apenas si se advierte.

Sin embargo, están poblados, y mucho. Cientos de peces saltan en ellos, y tanto más saltan cuanto menos agua queda a medida que aumenta el verano y la persecución de los caribes, la terrible «piraña», los hace agitarse más y más.

Parece mentira, pero es así: las «pirañas» del Amazonas, capaces de devorar una res en pocos minutos, de dejar en los huesos a un ser humano en menor tiempo del que se tarda en contarlo, y que siempre había creído privativos de los grandes ríos —Orinoco, Amazonas, Paraná—, abundan en estos tristes caños como arena en el mar; se lanzan implacables sobre cuanto se pone a su alcance, y cualquiera que se eche al agua, hombre o bestia, en especial si lleva alguna herida de la que mane sangre, no tardará en sentirse atacado por cientos de estas pequeñas fieras de mandíbulas de una fuerza y una constitución inaudita, de dientes de sierra, que acabarán con él todo lo aprisa que se lo permitan los cocodrilos, los caimanes y las «babas», que no tardarán mucho en acercarse al festín.

Atravesar el llano es ver transcurrir las horas iguales unas a otras sin distinguir más que sueltas cabezas de ganado que pastan cansinas acá y allá, un caballo que galopa, salvaje, nadie sabe hacia dónde, y una bandada de zamuros que revolotean sobre una res muerta. A veces, cada treinta, cuarenta o más kilómetros, un grupo de árboles se alza sin razón alguna en el centro de la llanura y, entre ellos, las cuatro paredes de barro y un techo de paja que forman la vivienda de un llanero.

Eso es todo; pero, más tarde, cuando se llega a la orilla del agua, cambia. La hierba aparece aún casi verdosa en contraste con la sequedad que alcanzaba antes; los árboles inclinan sus ramas sobre la corriente o adornan sus copas con cientos de aves, entre las que destacan por su número el «garzón soldado», blanco, de largo pico y altas y delgadas patas, de alas ribeteadas de negro y que lo mismo aparece encaramado de forma inverosímil en una rama a punto de quebrarse, que se alinean por docenas, unos junto a los otros, formando lo que parece una verdadera parada militar, de donde les viene el nombre.

Y además las garzas, y los patos, y las zancudas; y en los árboles más altos, los loros verdes, las cotorras de colorines, los guacamayos de un rojo violento; y volando de acá para allá palomas y paujiles o muchas otras especies difíciles de reconocer y clasificar.

Y en la arena húmeda, en el fango, en la tierra, aparte de los cocodrilos y galápagos, las huellas de otras muchas bestias: de zorros, de dantas, de jabalíes, de monos araguatos; de venados grandes y pequeños; de tigres…

En los caños se reúnen los habitantes del llano; en los caños se toma el pulso a su vida.

Durante el día, el llano arde bajo un sol de fuego y se diría que se está en el mismo infierno, pero en la noche, el frío es tan intenso que hace dar diente con diente. Es el mismo, idéntico fenómeno que en el desierto, y nos cogió desprevenidos.

Pasamos la noche tiritando, y al día siguiente llegamos al fin a casa de Sebastián —un baquiano que conocía el llano como nadie— y que se alegró al vernos:

—Habéis llegado a buena hora —dijo—. Me ronda la casa un tigre y ya me apetecía despacharlo.

Nos extrañó que necesitase ayuda para tal faena. Contaba con más de quince en su haber, pero hacía tiempo que se había quedado sin munición.

Comenzó a preparar el coroto. En Venezuela corotos son, en general, un conjunto de cachivaches, pero en lo que se refiere a la caza del tigre, el coroto es una especie de calabaza hueca, cortada por su parte alta y baja, hasta formar una especie de megáfono. El coroto se sitúa a cuatro o cinco dedos del suelo —lo más, a un palmo— y por arriba se emite algo semejante a un rugido que, al reflejarse en el suelo, se expande, imitando al del tigre, y constituyendo un magnífico reclamo.

El macho y la hembra tienen distintos tonos, pero un buen baquiano los conoce ambos y es capaz de reproducirlos perfectamente.

Preparado el coroto, listas las armas, no quedaba más que esperar, pero el tigre no se presentó la primera noche, ni la segunda, ni aun la tercera.

Cuando ya habíamos perdido toda esperanza, cuando llegué a pensar que jamás hubo tigre alguno en aquella zona y todo eran sueños de Sebastián, surgió al fin de la noche, quedó deslumbrado por el foco de la linterna, se aproximó despacio como perro atraído por el olor de un hueso, y cuando se encontraba a menos de treinta metros, dos disparos lo alzaron en el aire, y lo dejaron tumbado panza arriba, muerto.

No fue una muerte digna para una bestia libre, que había sido en vida el rey de la llanura; no me gustó lo que vi esa noche, y me pareció un engaño solapado y sin gloria; un frío crimen nocturno y alevoso.

Lo comenté allí mismo, ante la piel manchada y sangrante; dejé que otros la despellejaran para convertirla en triste trofeo que se apolillara lentamente, y a la mañana siguiente, con las primeras luces, abordé una curiara de asmático motor que descendía el cauce del viejo Apure hasta San Fernando, y de allí continué el lento camino de las cenagosas aguas hasta desembocar en el primer gran río de mis sueños: el sonoro Orinoco, hermano de sangre y tierra del inmenso Amazonas, con el que a veces lo confundieron los viejos exploradores que buscaban las tierras de «Eldorado».