18. MUERTE EN EL BOSQUE

Durante tres días perseguimos al gran macho de más de seis mil kilos.

Teníamos la cara y las manos destrozadas por los espinos, los pies deshechos de tanto caminar por lo más intrincado de un bosque sin otro camino que las huellas de la bestia y el cuerpo molido de pasar las noches bajo una lluvia que a veces se convertía en diluvio.

No cabía luego la oportunidad de calentarse al sol, que nunca llegaba al suelo en aquella selva, ni en un buen fuego, que no ardía con la madera empapada.

Y aunque hubiera ardido, mis compañeros no habrían consentido en encender una hoguera que alertara al fino olfato del elefante la presencia cercana del hombre.

A veces pienso que la humedad de esos días se me quedó en los huesos para siempre; el cansancio, en las piernas; la fatiga, en el pecho.

Pero ni Alfredo, el «pistero», ni Mario Corcuera, ni aun los porteadores, parecían darse cuenta de que llevábamos cuarenta horas caminando sin apenas descanso, sin comida decente, sin siquiera un respiro.

Para ellos nada contaba más que el elefante; la «pieza», para Mario; diez dólares de comisión, como guía, para Alfredo; montañas de carne fresca, para los porteadores…

Pero a mí no me interesaban los colmillos, ni llevaba comisión, ni pensaba comer jamás carne de paquidermo, y empezaba a maldecir una vez más mi estúpida manía de meter las narices en todo lo que no me conducía más que a increíbles caminatas y docenas de malos ratos.

Perdí la cuenta de los pantanos en que nos hundimos hasta las rodillas, y los riachuelos que vadeamos o por los que anduvimos durante horas.

Cuando el elefante siente calor en la selva, busca un arroyuelo en el que el agua le llegue a la tripa, y comienza a recorrerlo aguas abajo, dejándose arrastrar a veces por la suave corriente mientras va arrancando de las orillas, acá y allá, los frutos más apetitosos.

Para seguirlo, no queda entonces más que el mismo camino, con el agua al cuello, nadando y vadeando con las armas y la comida sobre la cabeza, buscando atentamente el lugar por el que al dichoso animal se le ocurrió salir al fin.

Luego, sacudirse como un perro mojado y reemprender la marcha, confiando en que no aparezca demasiado pronto un nuevo riachuelo.

La selva, a nuestro alrededor, permanecía en calma. Al rumor de la lluvia golpeando contra las hojas de las altas copas sucedían el grito de los monos, el canto de infinidad de pájaros y el pesado vuelo de faisanes gigantescos que surgían de nuestros mismos pies y nos obligaban a dar un respingo. De tanto en tanto, alguna culebra —venenosa o no—, y al cruzar diminutos senderos de caza, huellas de jabalí, de antílope y leopardo.

A veces —no demasiado a menudo por fortuna—, la alta selva de grandes árboles de ancha copa y suelo llano y claro, poco tupida, dejaba pasar al bícoro, la selva primaria, hecha de matojos, espinos y caña brava, donde el elefante se adentra siempre, irremediablemente, buscando tallos y frutos tiernos.

El bícoro se forma en lo que han sido antiguos campos de cultivo de los indígenas, que talaron los árboles, plantaron allí durante años y lo abandonaron luego a merced de la selva baja y densa.

Para el elefante no es esa su zona predilecta únicamente por la abundancia de buenos bocados, sino porque constituye, además, su mejor refugio, ya que entre la vegetación puede esconderse mucho más fácilmente su enorme corpulencia.

Cuando se sabe perseguido, y de algún modo lo averigua casi siempre, busca el bícoro y allí se queda, muy quieto y en silencio, con el oído atento y venteando el aire con la trompa en alto, porque para un animal que ve poco y mal, no hay mejor campo de batalla que aquel en el que su enemigo nada ve.

Luego, a la hora de la verdad, si un elefante se lanza a la carga a través del bícoro, lo destroza todo a su paso, se abre camino fácilmente y aplasta a su perseguidor, que no tiene posibilidad de escapar, atrapado por los mil brazos de la selva primaria.

Y cuando un elefante pasa sobre un cazador; cuando lo ha lanzado al aire con su trompa una y otra vez, golpeándolo contra los árboles y machacándolo con todo el peso de sus seis mil kilos, de ese cazador no queda más que una pasta informe, ensangrentada e irreconocible.

No podía evitar el pensar en ello, cuando, al tercer día de marcha, un nuevo bosque primario apareció ante nosotros y Alfredo susurró convencido:

—Debe de estar ahí dentro… No nos lleva más que media hora de ventaja, y esa es buena zona para él.

—No hay viento —hizo notar Mario—. Esperemos que llueva.

—¿Por qué? —quise saber.

—El ruido de la lluvia cubrirá el rumor de nuestros pasos… Si intentamos aproximarnos ahora, nos oirá inmediatamente.

Nos sentamos, sobre un tronco caído, a esperar la lluvia, y transcurrió lo que me pareció la hora más larga de mi vida. Comenzaba a caer la tarde; si no llovía pronto, se haría de noche y el elefante escaparía con las sombras. Eso significaba otro día más de caminata.

Miré a mis compañeros. Alfredo permanecía inmóvil, como un árbol muerto.

Mario se había dormido. Yo rogaba por que la lluvia cayera, y al mismo tiempo me aterraba ante la idea de lanzarme a la búsqueda del gran macho.

De pronto me llegó primero imperceptible casi, luego cada vez más claro, un rumor extraño, como de motor lejano y asmático. Miré a Alfredo con sorpresa, y este despertó de un codazo a Mario. prestaron atención, interesados, y Corcuera se inclinó sobre mi oreja.

—Son sus tripas —susurró apenas—. Está haciendo la digestión. Es un ruido clásico de los elefantes en libertad, que se alimentan de ramas leñosas y frutos duros… Está muy cerca… Si no llueve pronto, le llegará nuestro olor y escapará.

Pasó un largo rato. Algo se movió allá delante, y se oyó luego chasquido de ramas rotas y cañas que se agitaban. A los pocos instantes, la selva se cubrió de un rumor monótono, un repiqueteo insistente, que cubría cualquier otro ruido del bosque.

Llovía.

Mario Corcuera se puso en pie y amartilló su arma:

—Bien —comentó—. Como dicen los toreros: «Que Dios reparta suertes».

Y echó a andar hacia donde habíamos oído por última vez al elefante. Alfredo le siguió a dos metros de distancia y yo cerraba la marcha aferrando con fuerza el enorme Express 500 que rogaba a Dios no tener que usar.

Un metro, luego otro, luego otro… Juraría que no íbamos a llegar nunca, porque a cada instante nos deteníamos a escuchar, intentando captar algo más que el rumor de la lluvia.

Pero si la lluvia servía para cubrir nuestros pasos, también servía para cubrir los ruidos del elefante.

Seguimos adelante. No veía a tres metros de distancia, y a menudo, incluso Mario y Alfredo desaparecían como tragados por la espesura, y me sentía entonces terriblemente solo; el único ser sobre este mundo.

—¿Y si el macho estuviera a mis espaldas?

Me volví, pero a mis espaldas no había más que vegetación. Aun así, los árboles se me antojaban elefantes; las ramas, colmillos.

De improviso Mario se detuvo e hizo un gesto con la mano señalando un punto. Indicó que esperáramos allí, y continuó solo, apartando con cuidado las zarzas y lianas. Lentamente comenzó a echarse el arma al rostro. Agucé la vista, pero continuaba sin distinguir nada. Me pareció que Mario iba a disparar al vacío, pero en ese instante advertí una sombra gris que se movía ante él, a no más de cuatro metros de distancia. Fue sólo una especie de espejismo intangible, porque, en ese mismo instante, Mario Corcuera movió su rifle a la derecha y apretó el gatillo una sola vez.

Al estampido siguió un ruido sordo, como si el mundo se hubiera venido abajo, y Mario tuvo que dar un salto atrás para evitar que la trompa del animal, en la agitación del último estertor, le golpeara las piernas.

Un minuto después, todo había pasado. El gran macho ya no era más que un montón de carne inerte: seis toneladas de piel, grasa y músculos, adornados con treinta kilos de marfil amarillento. Lo rodeaba una vegetación tan espesa, que para fotografiarlo tuvimos que cortar todo cuanto crecía a su alrededor.

Esa noche dormimos allí, acurrucados junto a la pequeña colina gris que había sido un elefante, y al amanecer, con las primeras luces, comenzaron a llegar —nunca supe de dónde— indígenas cargados de grandes cestos y armados de enormes y afilados machetes, que acudían al reclamo de la carne fresca.

Nadie había dado la noticia; nadie había hecho sonar el «tam-tam» que tanto gusta a la gente de cine, pero allí estaban, como si el ruido del disparo hubiese atravesado cientos de kilómetros, gritando de pueblo en pueblo, de cabaña en cabaña, que los blancos habían matado un elefante.

—Vamos a tener problemas —comentó Mario—. Ver tanta carne fresca y sentir el olor de la sangre, los excita… Comenzarán a pelearse por los mejores trozos…

Y tuvimos problemas. Tantos, que llegó un momento en que fue necesario amartillar las armas e imponer toda nuestra autoridad para evitar que el descuartizar la bestia se convirtiera en una auténtica carnicería humana.

Afilados como navajas de afeitar, los machetes volaban intentando atravesar la gruesa y dura piel, sin que sus propietarios se inquietaran demasiado ante la posibilidad de cercenarle un brazo o la cabeza a su vecino.

Primero le cortaron las orejas; luego la trompa, que una mujeruca se llevó corriendo como si fuera lo más preciado de los tesoros, y después cada cual se preocupó de desollar su parte y alzarse con la mayor cantidad posible de carne, grasa e, incluso piel, pues los pamúes son capaces de comerse el cuero de un elefante tras haberlo cocido durante días enteros.

Un machete rebotó contra la dura cabeza del animal, saltó al aire, cruzó como una flecha por entre el grupo y fue a clavarse en la pierna de un indígena, llegándole al hueso. El hombre soltó un aullido, maldijo al mundo, se vendó la herida con mi sucio pañuelo y continuó, cojeando, su macabra tarea.

De pronto alguien gritó, y todos buscaron refugio o se tiraron al suelo.

Instintivamente los imité, justo a tiempo.

Un negro enorme había llegado con su machete al estómago del paquidermo, que reventó como un balón o una bomba de mano, cubriéndolo todo de excrementos y alimentos a medio digerir.

Hombres, mujeres y niños se alzaron lentamente, se sacudieron toda aquella hediondez y continuaron una vez más su trabajo chorreando, de pies a cabeza, sangre, suciedad y barro.

Me alejé a lavarme en un riachuelo. Mario me siguió, y al poco llegaron Alfredo y los dos porteadores, cargados con los colmillos del animal. Traían también una de las muelas, de casi treinta centímetros de largo por quince de alto.

Pesaría por lo menos tres o cuatro kilos, y se encontraba ya muy estropeada.

Alfredo me explicó que los elefantes de la selva, al alimentarse casi siempre de ramas y frutos duros, desgastaban muy rápidamente las muelas que llegan a mudar hasta tres veces a lo largo de su vida. Ya viejos, cuando se les agotan las últimas, quedan irremediablemente condenados a morir de hambre.

Durante años tuve aquella muela como pisapapeles sobre mi escritorio. Luego, en alguna mudanza, se perdió.

Horas más tarde, cuando ya no quedaban restos de elefante sobre los que pelearse, emprendimos lentamente el camino, hacia Sevilla de Niegfang. A medio camino encontramos a un indígena que venía a nuestro encuentro.

—Me envía el comandante —dijo—. Un macho viejo está arrasando los campos del Oeste… Pide que lo maten.

Volvimos atrás, y Mario cazó un segundo elefante, luego otro, y aún otro más… Cuando quince días después regresamos a Bata, yo me sentía muerto de cansancio, tiritando de malaria y con unos terribles dolores de estómago que no sabía si atribuir a que habíamos bebido agua de un riachuelo cuajado de bichos, o me había indigestado para siempre con un pedazo de trompa de elefante que me dieron para cenar cierta noche como si se tratara de lo más exquisito del mundo.

Fuera lo que fuese, me encontraba casi con un pie en el otro barrio, y recuerdo que todo el viaje de vuelta me lo pasé temblando, devolviendo y creyendo que, justo hasta allí, habían llegado mis andanzas.

Como se vería años más tarde, habría de escapar por un pelo.