A principios de junio, con el final de las grandes lluvias —si es que alguna vez acaban allí las lluvias—, me encontraba en Bata, capital de la Provincia de Río Muni, una de las dos que formaban la Guinea Española, tras haber pasado una corta temporada en la otra, Fernando Poo, un auténtico lugar paradisíaco a ratos, contemplando desde la terraza del hotel el Monte Camerún, justamente por el lado opuesto al que lo había estado viendo desde Douala.
¡Qué satisfacción hablar nuevamente mi propio idioma, entenderme fácilmente con blancos y negros, no tener problemas a las horas de las comidas y la posibilidad de ir al cine sin miedo a no comprender la mitad de los diálogos!
¡Qué placer encontrar el viejo sabor de los guisos, los vinos conocidos y los cigarrillos familiares…!
Era como volver a casa, aunque el clima, el paisaje y los nativos no se diferenciasen demasiado de los del resto del África que acababa de dejar atrás.
Daba gusto sentarse en un bar, cara a la playa, y pedir un chato de vino de Jerez, aunque lo sirviera un boy negro y no un camarero gaditano.
¡Manzanilla y camarones; calamares fritos y callos a la madrileña; valdepeñas y fabada asturiana…! Era en verdad como un pedazo de España en el corazón del bosque africano…
Encontré allí viejos conocidos, oficiales que habían estado antes en el Sáhara de los buenos tiempos; compañeros de la Escuela de Periodismo; tripulaciones de Iberia que hacían una corta escala de un par de días llegando desde Madrid, o que residían permanentemente en Guinea, cubriendo el servicio diario Bata-Santa Isabel de Fernando Poo.
En la isla me había tropezado también con dos de mis antiguos alumnos de submarinismo del «Cruz del Sur» que se dedicaban a la recuperación y desguace de barcos naufragados en aquellas costas siempre peligrosas. Juntos fuimos a pescar a una preciosa ensenada, donde tuvimos un desagradable encuentro con los tiburones.
Entre los tripulantes de Iberia conocería a alguien con quien más tarde habría de unirme una firme amistad, y con el que recorrería en aquellos días todo el interior del territorio.
Mi primer trato con él fue a través de una partida de póquer en la que, como era normal en él, nos «limpió» a todos. Mario Corcuera —por aquel entonces comandante de «Caravelle»— era el mejor jugador de póquer con que me hubiera tropezado jamás. Frío, sereno, impenetrable, astuto, desalmado e inmisericorde, era capaz de sacarle el pellejo a quien se pusiera frente a él con las cartas en la mano, hasta el punto de que podría muy bien dedicarse al juego como profesional si no tuviera su carrera de piloto.
Lógicamente, aquella primera noche me resultó particularmente antipático, no sólo por el hecho de haberme ganado, sino porque supe que se encontraba de vacaciones en Guinea dedicado a su deporte favorito: cazar elefantes.
En aquellos días yo ya despreciaba, por no decir odiaba, a todo el que se dedicaba a asesinar animales, y cuando al día siguiente me lo encontré en un bar y salió a relucir el tema, no pude por menos de decirle lo que pensaba.
No pareció molestarse por ello.
—Cada cual es muy dueño de tener su opinión —admitió—. Pero si vieras lo que es perseguir durante tres días un elefante por lo más intrincado de las más espesas selvas, y acabar matándolo a menos de cuatro metros de distancia, sabiendo que, si fallas, eres hombre muerto, tal vez pensarías de otra forma.
—No veo por qué… —señalé—. Siempre es un asesinato.
—En absoluto… —negó—. Asesinato es cazar en pradera, a sesenta o cien metros de distancia, a menudo con un rifle con mira telescópica y un jeep para salir huyendo si las cosas se ponen difíciles… Eso es un crimen, y también a mí me repugna. Pero cazar en selva, no… En selva el animal tiene tantas o más oportunidades que tú, pues está en su ambiente y cuenta con todas sus defensas. El elefante averigua pronto que le vienen siguiendo la pista, y desde ese momento pone en práctica todas sus artimañas para sorprender. Y en el momento supremo, cuando tienes que aproximarte metro a metro para lograr distinguirlo en la espesura de la selva, la bestia cuenta con su oído y su increíble olfato. Si en este instante ataca a través de la vegetación, lo arrasa todo y te aplasta sin tiempo de echarte el fusil a la cara.
—Bien… —admití—. Aunque así sea… ¿Por qué tienes que perseguirlo y matarlo? ¿Qué mal te ha hecho…?
—Ninguno, desde luego —reconoció—. Pero todos los elefantes que yo cazo están condenados a muerte. Únicamente persigo aquellos que acostumbran asaltar los campos de los indígenas, arrasando sus cosechas. Los que descubran esa comida fácil, se convierten en un peligro para los agricultores y hay que acabar con ellos. Si no lo hago yo, lo hará un cazador profesional pagado por el Gobierno, o los mismos indígenas, que expondrán la vida porque no tienen armas apropiadas.
—Es un trabajo de verdugo, entonces… —objeté.
—Lo sería si me limitara a matarlos —replicó—. Pero yo les doy siempre su oportunidad… Te juro que cuando me meto en el bosque a seguirle las huellas a un macho, nadie puede asegurar cuál de los dos saldrá con vida.
—Es posible… —dije—. Muy posible. Pero lo cierto es que cada año se matan más de treinta mil elefantes en África y raro es que muera un cazador…
¡Treinta mil elefantes! ¿Te das cuenta de la barbaridad de la cifra…? A ese ritmo pronto no quedará uno solo ni como recuerdo. Será triste que la historia futura diga: «El frío hizo desaparecer los mamuts, y el hombre, a los elefantes».
—Bueno —sonrió—. No sigas por ese camino. Yo también he leído «Las raíces del cielo». También conozco los argumentos que daba Morel, pero también sé que hay cosas que nadie puede evitar, y una de ellas es el hecho de que África se está quedando pequeña y no hay sitio en ella para animales y civilización.
Poco a poco los elefantes tendrán que ir desapareciendo, y creo que más vale que los maten gente como yo, que los respeta, los admira y les da una oportunidad de defenderse. Lo hago limpia y rápidamente de un tiro en el cerebro, sin que sufran. Los indígenas son chapuceros la mayor parte de las veces. Los hieren de mala manera, los acosan a lanzazos e incluso prenden fuego a los pastizales para abrasarlos. Los pobres animales sufren durante días y semanas. Se vuelven furiosos, locos y sumamente peligrosos. Los matan como a perros sarnosos, no como a las bestias magníficas que son.
Me pareció inútil continuar la discusión. Teníamos puntos de vista muy opuestos y no me parecía probable que ninguno de los dos cambiara de opinión, aunque, en mi fuero interno, reconocía que algunas de las razones que daba resultaban, hasta cierto punto, válidas. Continuaba, sin embargo, repugnándome el hecho de que alguien pudiera encontrar placer en matar un elefante.
Dejamos, pues, las cosas como estaban y no volvimos a encontrarnos hasta tres días después, en una nueva partida de póquer en la que, para no perder su costumbre, Mario Corcuera ganaba.
Sobre la medianoche llamaron a la puerta. Un indígena traía la noticia que Corcuera esperaba desde hacía una semana: un gran macho estaba arrasando plantaciones en el Norte, cerca de la frontera con el Camerún, más allá de Sevilla de Niefang. Las autoridades habían dado orden de matarlo antes de que causara más daños.
Mario dejó las cartas y cambió sus fichas.
—Me voy —dijo—. Mañana tengo que madrugar… —luego se volvió hacia mí—. ¿Por qué no me acompañas? Eso te convencería.
Al amanecer estábamos en marcha en una ranchera Peugeot que Mario tenía alquilada desde el día de su llegada. A media mañana atravesamos Micomeseng, donde comimos algo, y pasamos la noche en casa del comandante de Infantería de Sevilla de Niefang.
Allí teníamos que esperar la llegada de Alfredo —según Mario el mejor «pistero» de toda Guinea— y esperar también nuevas noticias del elefante, que ya podía estar a cien kilómetros de donde se le vio dos noches antes.
Alfredo apareció a media mañana, con su viejo fusil, sus ojos eternamente inyectados en sangre y su gesto hosco; gesto de estar siempre odiando al mundo y en especial al hombre blanco.
Apoyó su arma en un árbol del patio y se sentó a la sombra, a esperar. Mario me lo señaló a través de la ventana:
—Puede pasarse ahí tres días —dijo— o caminar, siguiendo una pista, otros tres más… Es un tipo extraño. Nunca habla, y se diría que no tiene sentimientos; que no le importan el frío, el calor o la fatiga. Es como una máquina, pero una máquina que jamás pierde un rastro.
Luego llegaron las noticias. El elefante había arrasado una nueva plantación, cincuenta kilómetros al Norte. Buscamos el lugar en el mapa. La plantación pertenecía a un poblado que se alza al borde de una pista de tierra utilizada por una compañía maderera. En opinión del comandante, si no llovía esa tarde, nuestra furgoneta podría llegar fácilmente hasta allá.
Aún era de noche cuando nos pusimos en camino, y de noche también cuando nos adentramos en la pista de tierra, apenas algo más que un sendero fangoso que se abría camino a través de una selva de cuarenta metros de alto. No había llovido, pero, de hacerlo, a buen seguro que nos hubiéramos quedado clavados, en el primer kilómetro o hundidos en cualquiera de los riachuelos que cruzan la pista.
Sobre las siete llegamos al poblado. No se diferenciaba mucho de cuantos he encontrado en mi camino de Liberia al Camerún, de Gabón a Costa de Marfil.
Un grupo de cabañas formando semicírculo con la selva a la espalda, un patio en el centro y la «carretera» al frente. Los habitantes eran pamúes o fang del grupo de los ntumos, directamente emparentados con los cazadores furtivos del Camerún, por lo que sus costumbres eran casi las mismas. Estaban, sin embargo, algo más civilizados, y, sobre todo, mucho más cristianizados, hasta el punto de que apenas vieron mis cámaras fotográficas, el jefe se apresuró a traerme a su hijo para que le hiciera una foto, pues acababa de hacer la primera comunión. Realmente resultaba un espectáculo un tanto curioso ver a aquel negrito vestido de marinero, con unos guantes que le quedaban enormes, junto a toda una serie de familiares semidesnudos.
Apenas había concluido de fotografiar al muchachito, cuando llegó una mujeruca malhumorada. El elefante había destrozado esa noche su campo de maíz. Meses de trabajo y esperanzas habían quedado reducidos a nada, en menos de dos horas. El gran macho se había tragado trescientos kilos de maíz de una sola sentada.
—¿Ves lo que te decía? —señaló Mario Corcuera—. Ese animal ya no perderá nunca el vicio de alimentarse de maíz tierno. Hay que matarlo, o condenará al hambre a toda esta gente.
Realmente el campo daba lástima. Ni una sola planta había quedado sana, y era como si hubiera sufrido el embate de un huracán. Alfredo lo recorrió de punta a punta con la vista fija en el suelo, y al fin señaló un punto, hacia el Norte, a través del bosque, que se abría casi en las mismas lindes de la plantación.
—Por aquí se fue —indicó—. Nos lleva cinco horas de ventaja.
Y por allí iniciamos la marcha.
Alfredo en primer lugar, unos metros delante, siguiendo el rastro. Detrás, Mario y yo —él con su «30-06»; yo, con un Express 500 que me había prestado el comandante de Sevilla de Niefang—, y en última posición, dos muchachos indígenas que habíamos contratado en el mismo poblado como porteadores y que no parecían muy felices con la aventura.
En realidad —y eso es algo que iría aprendiendo con el tiempo, y con sucesivos viajes al continente—, al negro africano no le gusta la selva. Aun viviendo en ella, el indígena aborrece adentrarse en la espesura, lejos de los caminos que le son familiares, y raramente se aparta de los límites de su poblado y sus campos de cultivo.
Caza en el bosque y pesca en los ríos, pero siempre en los estrechos límites de su territorio, pues en su primitivismo cree que más allá de lo que conoce habitan los espíritus malignos.
Siembra sus senderos de peligrosas trampas, en las que hará caer al venado, al mono o al jabalí, pero raramente se enfrentará a los grandes animales con el arco o la lanza en la mano como suelen hacer sus hermanos de las praderas.
Se encierra cuando ruge el león, escapa cuando encuentra la huella del leopardo y tiembla cuando presiente o huele la proximidad de una familia de gorilas.
Los gorilas constituyen quizá, la peor pesadilla de los fang del bosque guineano, pese a ser en realidad animales pacíficos y poco amigos de meterse en pendencias. Su principal peligro estriba aquí en su extraordinario número, ya que la región, y sobre todo, el cercano «monte Chocolate», es uno de los lugares del mundo en que más abundan.
Un gorila macho adulto puede superar fácilmente los dos metros de altura y los ciento cincuenta kilos de peso. Su fuerza es tan enorme, que de un solo abrazo aplasta a un hombre destrozándole todos los huesos, y de un mordisco puede quebrar un cráneo.
Cuando grita airado, produce escalofríos de terror, y cuando se golpea el pecho, resuena como un tambor en kilómetros a la redonda. Sin embargo, se alimenta de frutos, raíces y tallos tiernos, y resulta totalmente inofensivo si no se le molesta.
Pese a ello, muchos indígenas y bastantes blancos han muerto en Guinea a manos de los gorilas, debido al arraigado sentimiento de comunidad y autodefensa que tienen estas bestias.
Los gorilas recorren la selva formando grandes familias de veinte a cincuenta individuos, en un constante nomadeo en busca de alimentos. Cuando llega la noche, las hembras y las crías se suben a los árboles, mientras los grandes machos montan guardia en el suelo, en los extremos del campamento.
Cuando, con la amanecida, un intruso atraviesa sin advertirlo los límites de ese territorio, está prácticamente condenado a muerte. Desde los árboles y desde los cuatro puntos cardinales, le caen encima gorilas furiosos y asustados, que lo destrozarán sin darle tiempo a reaccionar. En cierta ocasión, todo un grupo de cazadores murió de ese modo. Por lo general, ningún cazador de la selva se moverá al amanecer, antes de haberse cerciorado de que ya los gorilas han abandonado sus campamentos nocturnos.
Por mi parte, únicamente tuve un encuentro con ellos, encuentro que me sirvió para averiguar hasta dónde llegaba la sangre fría de Mario Corcuera.
Llevábamos dos días persiguiendo al elefante, y de pronto, a menos de seis metros, apareció un gorila gigantesco que comenzó a aullar y golpearse el pecho, amenazador. Era el espectáculo más espantoso que hubiera visto en mi vida; los porteadores, que venían unos metros detrás, salieron huyendo, y no regresaron en dos horas. Uno de ellos se llevó mi rifle, por lo que me encontré sin más armas que un bastón y una máquina fotográfica frente a aquella gigantesca mole de músculos y dientes.
A mi lado, Corcuera permanecía tranquilo, casi indiferente. Ni siquiera hizo ademán de empuñar su rifle.
—¿Qué haces? —le susurré—. Dispárale.
—¡Estate quieto! —ordenó—. No puedo disparar… Luego te explicaré.
Me pareció que aquel «luego» no iba a llegar nunca y que la bestia iba a acabar con nosotros de un solo manotazo. Sin embargo, a los pocos instantes, como cansado de gritar y golpearse el pecho, la fiera dio media vuelta y desapareció tal como había surgido.
—¿Por qué no disparaste? —exclamé—. Pudo habernos matado.
—No es probable —replicó—. Era un macho viejo, de los que ya han abandonado las familias y viven solos, esperando la muerte. Seguramente dormía y lo molestamos, pero no nos hubiera atacado sin crías que defender.
Además, está prohibido matar gorilas.
—¿Incluso en defensa propia?
—No. En caso extremo de defensa propia, no; pero lo peor que podía hacer era dispararle.
—¿Por qué?
—Tengo el fusil cargado con bala de acero, buena para matar elefantes, porque les atraviesa la frente y penetra en el cerebro, pero mala para matar un gorila. Un macho como ese puede soportar que le atraviesen de parte a parte cinco o seis balas calibre 30-06, y aún le quedan fuerzas para echarse sobre nosotros y liquidarnos. A un gorila hay que detenerlo con balas de plomo, que se aplastan al golpearle y le tumban de espaldas. El plomo es prácticamente inútil contra el elefante, y el acero, contra el gorila. Calculé que no tenía tiempo de cambiar mis balas de la recámara y no disparé.
—¿Pensaste todo eso en ese instante…? —inquirí asombrado.
Sonrió:
—El piloto de reactores y el cazador de elefantes, o piensa rápido, o pronto deja de pensar para siempre.
Ese día, en ese instante, comprendí por qué Mario Corcuera jamás perdía una partida de póquer.
No volví a jugar con él.