Me sentí feliz cuando dejamos atrás el poblado de los cazadores furtivos.
Adonis Lotemonte también se sentía feliz, aunque me daba la impresión de que su satisfacción se debía a llevar en el jeep —bien escondidos— los colmillos del elefante y los enormes cuernos del búfalo.
—Los venderé en Douala —dijo—. Por allí pasan barcos, y los tripulantes suelen ser buenos clientes… Sobre todo, los rusos. Compran colmillos de elefantes, pieles, figuritas de marfil, cabezas disecadas… A cambio, ofrecen caviar, vodka, whisky escocés, relojes suizos… Ya cuando se grita: «¡Que vienen los rusos!», nadie aguarda una invasión armada… Ahora todos esperan una horda de marineros cambalacheros que se gastan cuanto ganan en las tabernas y las casas de prostitución del barrio indígena… Ya verás… Douala es una de las ciudades con más prostitutas por metro cuadrado de todo el continente… Todo Douala es como una Via Véneto de Roma, pero en negro.
Tenía razón el griego, y con los años el problema de Douala aumentó. Durante mi último viaje al Camerún, en 1971, Douala había sustituido a Dakar, en Senegal, como capital del vicio africano. A partir de la caída de la tarde, las cercanías del puerto y el centro de la ciudad se convertían en una sucursal de los mejores tiempos de la parisiense Plaza Pigalle, y oscuras muchachas de llamativas minifaldas, rojas y verdes, daban su precio en dólares, francos, libras, marcos o rublos.
También abundaban los borrachos y los drogadictos, pues el problema mundial de la droga no ha dejado a un lado a la juventud de color. Algunos muchachos negros apenas han salido de la selva y ya vuelan a mundos fantásticos de la mano del LSD y la marihuana.
Como resultado, la delincuencia juvenil —que hasta hace unos años parecía un lujo reservado únicamente a los países superindustrializados— está afectando también a los subdesarrollados, y no resulta difícil encontrar en las ciudades africanas pandillas de rebeldes sin causa, ladronzuelos, salteadores y explotadores de mariposas nocturnas.
El cine ha contribuido en mucho a este proceso. África admira ahora al James Dean o al Marlon Brando de hace veinte años, y sus muchachos imitan sin reservas a los duros de gesto agrio y chaqueta de cuero.
No importa que el cuero tenga que ser sustituido por plástico de baja calidad que hace sudar a mares en el calor del trópico; no importa, tampoco, que —casi siempre— la moto tenga que limitarse a la más modesta bicicleta… Lo que importa es que las condiciones: vida difícil, drogas, vicio y mal ejemplo, están a mano, y eso es lo que lleva, pronto o tarde, a hacer de los barrios africanos una triste sucursal de los puertos de Nueva York.
Sin embargo, durante mi primera visita a Douala, las cosas no habían llegado aún a tal extremo, y eran otros los problemas que preocupaban a la ciudad y al país. La lucha por la independencia había sido en Camerún más violenta y sanguinaria que en ninguna otra parte del África Occidental, y en los dos o tres años que precedieron al 1§ de enero de 1960, bandas de fanáticos aterrorizaron a los residentes blancos, asesinándolos y obligándolos a salir del país. De los diez mil que existían en un principio no quedaron, al fin, más que ochocientos.
Los supervivientes de aquellos tiempos recordaban con espanto cuando en sus casa, en los automóviles o bajo el mostrador de sus comercios, debían tener siempre al alcance de la mano una ametralladora.
—A veces —contaban— veíamos llegar los comandos de la UPC (Union des Populations du Cameroun) en pleno día, con su camisa azul y su pantalón caqui. Llevaban al cuello, en una bolsa de amuletos, una efigie de Stalin, otra de su jefe, Moumié, y un llavero que según ellos los libraba de la muerte.
Venían como locos, borrachos de una droga que hacían a base de maíz fermentado y raíces amargas, y no les preocupaba en absoluto la muerte.
Aquí, en esta esquina, en el corazón mismo de la ciudad, matamos doce una mañana.
Por fortuna, aquella época quedó atrás. Se logró la independencia, Stalin murió, Moumié fue envenenado en Ginebra, los llaveros volvieron a las tareas propias de su condición y, en febrero de 1962, Douala era como un tranquilo pueblo de montaña, con hermosos rincones en los que grandes villas se ocultaban tras frondosos jardines y tupidos árboles, todo entre rumor de hojas, susurrar de ramas y canto de pájaros.
¿Cómo es posible un lugar semejante en el corazón de África, junto a un puerto tan sucio como el de la desembocadura del río Wouri? Ese es uno de los misterios del Camerún, pero puedo asegurar que es la impresión que Douala produce al viajero. Douala no recuerda el abandono de Monrovia, la monstruosidad de Lagos o la desolación de Fort-Lamy. Altas palmeras y frondosos árboles parecen proteger constantemente los viejos caserones de piedra del barrio residencial, y en el centro, en Akwa o junto al puerto, los grandes edificios modernos lo son sin estridencias, y los comercios, los policías, el tráfico e incluso las «caminadoras», parecen querer adaptarse a la fisonomía de la ciudad y al país de las selvas y el ancho Wouri, bajo cuyos puentes dormitan cocodrilos de seis y siete metros.
En Douala apenas existen monumentos, como no los encontramos en casi ninguna otra ciudad de esta parte de África, demasiado joven aún para historia y estatuas. El más antiguo data de hace setenta años, y es la tumba del Gran Jefe Bell, viejo cabecilla rebelde, ahorcado por los alemanes. También existe un monumento a los caídos en la guerra del 14, mohoso y desconchado, frente al palacio del Gobierno.
La historia de Douala es de triste recuerdo. Aquí montaron los holandeses, a fines del siglo XVI, una factoría que luego se convirtió en puerto de esclavos, de donde salieron, encadenados, miles de infelices que jamás volverían a ver sus hogares.
La esclavitud ha sido siempre uno de los grandes males del Camerún, y los señores feudales del interior, lejos de las rutas comerciales y las carreteras, continúan disponiendo de cientos de esclavos cuyo destino no ha mejorado en cuatro siglos.
Mas, pese a ello, al canibalismo, a la lepra, a la malaria y al calor, podría decirse que Camerún es un país simpático, en el que el extraño se encuentra mucho más a gusto que en otros países vecinos más tranquilos.
¿Por qué? Eso es algo que nunca he podido explicarme, pero lo cierto es que Camerún me gusta, como gusta a casi todos los que lo conocen.
Pocas cosas para mí tan agradables como sentarse al atardecer bajo un cocotero y contemplar la puesta del sol sobre el estuario del Wouri, al pie del gigantesco Monte Camerún, que con sus cuatro mil seiscientos metros parece presidir siempre —sin perder un solo detalle— la vida nacional. Mosquitos enormes, como aviones de caza, vienen a molestarnos con sus largos aguijones, pero poco caso se les hace ante la fascinación de las mil tonalidades que va tomando el cielo. Durante toda la tarde suele llover sobre Douala, y la ciudad rezuma agua, pero hacia las cinco el sol se abre paso entre las nubes para teñirlas de un rojo violento.
Instantes después, cuando ya el sol se oculta por completo en el mar, más allá de la isla de Fernando Poo el Wouri cobra una tonalidad cenicienta, rota acá y allá por las luces de las piraguas indígenas que se retiran a sus chozas de las orillas.
El «Hotel des Relais Aeriens», con su magnífica situación sobre el estuario y sus azafatas de compañías aéreas que se detenían un par de días en su eterno volar de pájaros sin nido, me pareció, por tanto, el lugar más apropiado para quedarme a poner en orden mis ideas y hacerme una composición de lugar de cuanto había visto hasta el momento.
Debía tener en cuenta, además, el estado de mis finanzas y calcular mis posibilidades de continuar adelante o la necesidad de regresar a Europa, a punto ya de liquidar mis ahorros de años.
Había reunido, a mi entender, un material suficientemente valioso como para interesar a alguna revista, aunque, a mi modo de ver, aún me faltaba algo en lo que no había sido capaz de profundizar suficientemente.
No deseaba en modo alguno que mi visión de la Nueva África se limitara a las cacerías de elefantes, el tráfico de esclavos, los problemas políticos o las secuelas de la colonización.
La auténtica Nueva África era, más bien, la que me rodeaba allí, en Douala, y que había encontrado en Monrovia, Abidján, Lagos o la misma Fort-Lamy. Era el África del choque brutal entre el primitivo hombre de la selva y el complejo mundo de las ciudades modernas.
El África de hoy se agolpa en las ciudades, algunas reúnen en su interior más gente que cientos de kilómetros a su alrededor, y en todas pueden encontrarse los mismos barrios miserables, en los que se amontonan millares de seres humanos en ínfimas condiciones de vida.
¿Por qué eligen esta miseria en lugar de volver a sus tradicionales formas de existencia en las selvas y praderas vacías? Con un 25% de la superficie cultivable de la Tierra, África tan sólo mantiene a un 7% de su población total, mientras el Asia tropical, por ejemplo, tiene que mantener a un 27% de la población del Globo con únicamente un 8% de la superficie cultivable de nuestro planeta. Quiere eso decir que el continente negro ofrece extraordinarias posibilidades para la agricultura y el nativo no debería radicarse en las ciudades sino, por el contrario, buscar su futuro en el campo.
¿A qué se debe el éxodo hacia el hambre y los problemas de las grandes urbes industrializadas? Tan sólo existe una respuesta: el vicio.
El indígena africano no sabía lo que era el vicio, ni tan siquiera la simple diversión. En sus selvas y praderas llevaba una existencia sencilla y sin grandes fantasías, pero descubrió en las ciudades una forma de vida que por desconocida ejercía sobre él una fascinación irresistible.
El africano es como un niño al que de pronto se le han mostrado cosas para las que no estaba preparado, no por falta de capacidad, sino por falta de costumbre. Su reacción espiritual fue tan confusa, que jamás se pudo predecir cómo iba a comportarse frente a un estímulo.
El alcohol, el cine, los automóviles y su velocidad, el juego, las drogas, la prostitución…, todo surgió ante el indígena de la noche a la mañana, y lo sacó de sus selvas con la misma fuerza con que un imán atrae las limaduras de hierro.
Ni siquiera la prostitución que encontró ahora en las ciudades era igual a la de su lugar de origen. En la tribu, prostitutas no eran más que aquellas mujeres —viudas o separadas de su marido— que esperaban una nueva oportunidad de contraer matrimonio.
Su actividad, necesaria para vivir, no estaba en absoluto mal considerada por sus vecinos, que tan sólo les exigían discreción, no tratar con hombres casados y procurar no tener hijos. Jamás debían intentar atraer clientes con nuevas experiencias o ropas y gestos provocativos, y tampoco padecer enfermedades, ya que la sífilis fue uno de los muchos regalos que el hombre blanco hizo, en su día, al africano.
Sin embargo, con el éxodo hacia las ciudades —sobre todo de hombres jóvenes—, las mujeres se encontraron muy solicitadas, a menudo en proporción de ocho a uno, lo que dio como fruto un desmesurado desarrollo de esa prostitución e incluso del adulterio, antes poco corriente entre los nativos.
Las leyes tribales castigaban duramente, incluso con la muerte, el adulterio, pero la relajación del sistema en las ciudades dio lugar a una promiscuidad y una inmoralidad tan acentuada, que llegó a escandalizar al europeo.
Como era de esperar, las enfermedades venéreas causaron pronto estragos, hasta el punto de que hoy, siete de cada diez prostitutas africanas están infectadas.
Por su parte, el hombre, el nativo que llegaba de la selva o la pradera, se establecía en un principio en los arrabales de la gran urbe, lejos del auténtico núcleo urbano, procurando unirse siempre a los que le resultaban más afines por pertenecer a su propia tribu, raza o creencia. Conservaban aún su respeto por las viejas tradiciones, las leyes y los dioses, y esto le contenía y le ayudaba a luchar por su ideal, recordando siempre a los que habían quedado en la aldea.
Sin embargo, el tiempo, el hambre y la miseria, le hicieron ir perdiendo, poco a poco, la fidelidad a su origen para convertirse lentamente en un ser hosco y solitario al que nada importaba fuera de sus propias necesidades y su hambre.
Con la ruptura de sus raíces, venía el desmoronamiento de su moral, por lo que, al fin, la mentira, el robo e incluso el asesinato entraban a formar parte de su vida.
La ciudad había destruido por completo al hombre.
El hombre, en África, no estaba preparado para la ciudad.
Pasar de la choza al rascacielos es un salto en el que resultaba muy fácil estrellarse.