Tenía razón Ansok, y había leones cerca.
Toda la noche rugieron, molestos porque habíamos acampado en la cañada, junto al arroyuelo que constituía el abrevadero de su territorio y su punto de caza predilecto.
No tuve tiempo, sin embargo de sentir miedo. Me encontraba demasiado cansado y no me hubiera importado que un león me comiera, con tal de que lo hiciera en silencio; sin despertarme.
También abundaban las hienas, los chacales y toda clase de bichos, pues aquel rincón del Camerún ofrecía la mayor abundancia y variedad de bestias libres que haya podido encontrar en mi vida, exceptuando los grandes parques nacionales.
A las cuatro de la mañana estábamos nuevamente tras la huella de nsok, el elefante. Sobre las nueve alcanzamos la charca en que había tomado su baño diario, y muy cerca, los excrementos aún humeaban. Los indígenas se miraron, y advertí que sus expresiones iban de la satisfacción por saberse cerca de la presa, al miedo ante la realidad de que al fin iban a enfrentarse, una vez más, a la gran bestia.
Al reanudar la marcha advertí que Ansok tomaba la delantera, portando el Mannlicher 475, probablemente uno de los rifles más potentes que existen, y a mi modo de ver, el más seguro para matar un elefante, si este no se encuentra demasiado lejos.
Muchos aficionados prefieren el Springfield 220 o el Máuser, que les permite un disparo más lejano y más rápido, pero esas armas tienen la desventaja de que si no se acierta exactamente en el cerebro, el animal suele escapar simplemente herido, para convertirse entonces en un peligroso asesino deseoso de venganza.
Esa plaga de cazadores aficionados, que casi nunca suelen tener valor para aproximarse a un elefante a menos de cincuenta metros, han sembrado África de elefantes heridos, y ello ha contribuido a darle a este inofensivo animal una injusta fama que jamás hubiera alcanzado de otro modo.
Mi buen amigo Gianni Roghi, enviado especial de «Oggi» y «L. Europeo», magnífico periodista, brillante investigador y representante de Italia en el Primer Congreso Mundial de Actividades Subacuáticas —donde nos conocimos—, murió aplastado por un elefante al que estaba fotografiando. Se comprobó luego que el animal tenía una vieja bala incrustada bajo un colmillo, lo que debía de ocasionarle tan irresistible dolor, que acabó enloqueciéndolo.
Ansok sabía muy bien que es muy difícil matar de lejos con un «475», arma de cañones paralelos y bala demasiado pesada. Sabía también que en aquellos tiempos era prácticamente imposible conseguir ese tipo de municiones en el Camerún, y debía mostrarse muy avaro con las pocas que le quedaban.
Su compañero, el propietario del Máuser, no disponía ya más que de cuatro balas, y el día que las consumiera tendría que guardar su arma, quizá para siempre. Por ello se mantenía en segundo término, listo para entrar en acción únicamente en caso de extremo peligro.
Marchamos de ese modo, en fila india, durante poco menos de una hora. Las huellas indicaban que se trataba de un buen macho; un animal que tendría por lo menos cincuenta kilos de marfil en los colmillos, lo que hoy en día es ya una cifra respetable. Los gigantescos elefantes de increíbles defensas de más de cien kilos, desaparecieron hace años de la mayor parte de la superficie de África.
Bruscamente, las huellas giraron hacia el Norte, y se adentraron en una suave colina cubierta de arbustos, matojos y unas altas gramíneas que llegaban casi a la cintura. Ansok señaló hacia la cumbre y dijo sin sombra de duda:
—Ahí está.
Luego estudió el viento y pareció satisfecho al advertir que llegaba sesgado hacia nosotros. Resultaba muy difícil que le llevase nuestro olor a la bestia.
Avanzamos en silencio. Ansok, unos metros delante; los demás, abiertos en semicírculo, procurando agitar lo menos posible la vegetación.
A los diez minutos, allí donde antes no había más que arbustos, apareció, como un fantasma, la mole del elefante, que nos observaba. Estaría a unos sesenta metros, y en verdad que no podría decir de dónde había salido: era como si de pronto hubiese crecido de la nada.
Me detuve y disparé mi cámara. Aunque parezca increíble, el ligero «clic» debió de llegar hasta él, porque agitó sus enormes orejas. Ansok y los demás indígenas continuaban avanzando. El griego Adonis se había detenido, y yo continué al paso de los indígenas, con la cámara dispuesta, aunque uno de ellos —que también había oído el «clic»— me lanzó una mirada reprobadora.
La bestia no parecía alarmada. Nos miraba, y eso era todo. Agitaba el aire con los gigantescos abanicos de sus orejas y tenía la vista clavada en Ansok, que iba primero.
Llegamos a unos cuarenta metros —tal vez menos—, y todos se detuvieron.
Ansok se echó el «475» a la cara y apuntó cuidadosamente. Los restantes indígenas aprestaron sus armas, y los que llevaban únicamente lanza las alzaron sobre sus cabezas, listos para dar una corta carrera y arrojarla en el momento preciso. El gran macho pareció inquietarse por primera vez. Sus menudos ojillos iban de uno a otro. Cuando me miraron directamente, apreté de nuevo el disparador y en lugar del «clic» acostumbrado escuché el estruendo increíble del Mannlicher, que atronó la llanura.
Di un salto; el estampido me había dejado sordo unos instantes y, aún desconcertado, hice un esfuerzo para correr la palanca de la cámara y tomar una nueva foto.
Cuando miré a través del objetivo, tan sólo había gritos.
El elefante no estaba, y en su lugar aparecía únicamente la columna de polvo que había levantado al caer pesadamente. Los gritos eran de mis compañeros, que saltaban de alegría. Un solo disparo, uno solo en el centro de los ojos había acabado con los casi cinco mil kilos de vida de nsok. Cuando nos aproximamos, estaba definitivamente muerto y parte de su masa encefálica escapaba por la punta de la trompa. Había caído de rodillas, clavando las defensas en tierra, lo que significa que era el disparo más perfecto que se podía lograr. Cuando el elefante se desploma de ese modo, es como cuando se apuntilla a un toro, da un salto y aterriza sobre su vientre, muerto en una décima de segundo.
La sangre aún estaba caliente, pero ya el grupo se había lanzado sobre la bestia como bandada de buitres y comenzaba por arrancarle, ante todo, las defensas. Otros, con un hacha, le cortaban las patas para convertirlas luego en papeleras, y el más viejo se entretenía en desencajarle las gigantescas muelas, que algún turista usaría más tarde como pisapapeles.
El espectáculo me pareció repugnante; habían acudido centenares de moscas, y los buitres comenzaban a girar en el calor del mediodía, listos a caer sobre el cadáver en cuanto los hombres se apartaron. Decidí alejarme colina abajo, hacia un arroyuelo que habíamos cruzado media hora antes.
Adonis Lotemonte, el griego, vino conmigo. Allí esperamos tranquilamente mientras, a lo lejos, los indígenas continuaban su macabra tarea.
Señaló hacia la nube de rapaces que giraban nerviosas en el aire.
—Este es el peor momento —dijo—. Esos buitres pueden llamar la atención de cualquier patrulla del Ejército que se encuentre por los alrededores, y saben bien lo que significa. En un instante caen sobre los que están desollando al elefante y no se lo piensan a la hora de disparar. A veces se entablan auténticas batallas.
—Creí que el Gobierno no tenía tiempo de ocuparse de los cazadores furtivos.
—El Gobierno no, pero los oficiales sí. No intentan detener a los cazadores, sino apoderarse del marfil. El capitán del puesto de Yakadouma me vendió en cierta ocasión catorce defensas que había obtenido de ese modo… Y en el fondo… ¿Quién puede culparle? Hacía ocho meses que el Gobierno no pagaba los sueldos a sus funcionarios. De algún modo tenía que vivir…
—Acabarán con sus países antes de haber aprendido a ser independientes…
—¿Y quién ha dicho que aprenderán algún día…? —replicó. Yo no soy racista, y los griegos nos acostumbramos, hace siglos, a no ser colonialistas. Pero, conociendo como conozco a esta gente, considero que ha sido absurdo concederles la independencia. Se comerán sus elefantes, se comerán sus antílopes, se comerán sus jirafas y sus cebras, y al final se comerán entre ellos.
—El colonialismo tampoco era la fórmula… Usted lo sabe. No era más que una explosión inicua, sin ofrecerles a cambio nada que valiera la pena.
—El que algo quiere, algo le cuesta. África estaba pagando con materias primas su aprendizaje. Cuando Europa se repartió este continente en 1885, aquí no había absolutamente nada. ¡Salvajes! Salvajes con mil años de atraso… Las metrópolis se llevaron mucho, estoy de acuerdo, pero también fue mucho lo que trajeron… No eran filántropos, y querían cobrar en marfil, oro y caucho las enseñanzas que prodigaron… Es el precio lógico que el maestro exige al discípulo. Pero los discípulos creyeron que ya lo sabían todo cuando apenas habían comenzado a leer y escribir…
—¿Y qué podían hacer…? ¿Soportar cincuenta años más de imperialismo…?
Mire a su alrededor… Esto es África: el África auténtica… ¿Qué han aportado los europeos? —Señalé a los buitres—. Sólo eso: enseñar a matar, inútilmente:
a acabar con toda riqueza… Antes, un elefante muerto daba de comer a toda una tribu durante un mes… Ahora no es más que un par de colmillos de adorno, cuatro papeleras y un montón de carroña para los buitres… Nadie vendrá a aprovechar esa carne, porque estamos demasiado lejos de cualquier poblado, y porque los que lo han matado se librarán de dar la noticia…
Resultado: carroña…
—¿Y cuánto pagará usted por ese par de colmillos…? Veinte dólares… Treinta, como mucho… En definitiva, los blancos hemos enseñado a los africanos a cambiar su comida de un mes por veinte dólares, que se gastarán luego en ginebra… La verdad; no me parece que hayan salido ganando… Y pronto, no quedará en el continente un solo elefante. Ni para comer, ni para marfil…
—¡Quizá sea lo mejor…! ¿Tiene idea de lo que consume un elefante…? Cuando invaden de noche una plantación de maíz, son capaces de acabar, de una sentada, con toda una cosecha… ¡Quinientos kilos diarios se traga una de esas bestias…! También la comida de un mes de toda una tribu…
—Pero son minoría los que invaden plantaciones… La mayor parte se conforma con ramas tiernas, frutas y raíces inútiles al hombre… Es como si me dijera que porque una cabra se mete en una casa y se come un fajo de billetes, hay que acabar con todas las cabras…
Ansok y el indígena del Máuser regresaron. Venían cubiertos de sangre y se lavaron en el riachuelo. Luego tomaron asiento a nuestro lado.
—Debemos irnos —señaló el guía—. Ellos se encargarán de llevar las defensas y las patas al poblado… Nosotros podemos seguir las huellas que vimos esta mañana. Son búfalos… Muchos búfalos, y alguno muy grande… Van hacia el Nordeste…
Yo no había visto nada, pero di por descontado que si Ansok decía que los búfalos eran grandes, lo serían.
—Lo prefiero a ir con los de las patas y los colmillos —indicó el griego—. En marcha…
Y en marcha nos pusimos, dejando a nuestra espalda la nube de buitres y el montón de carroña, avanzando ahora mucho más aprisa que a la ida, pues el guía no siguió la tortuosa ruta que habíamos traído en pos del elefante. Cortó directamente hacia el punto en que suponía debía de encontrarse, a aquellas alturas, la manada de búfalos.
Consulté el reloj; era apenas la una de la tarde y el calor se estaba volviendo insoportable… ¡Largo día aquel! Tantas cosas habían ocurrido y, sin embargo, era la hora en que yo, a veces, cuando estudiaba, me levantaba de la cama.
Largos son los días en África, y anchas sus praderas. A veces creo que allí se vive el doble que en cualquier otra parte, porque se está más cerca de la vida y de la muerte, de la Naturaleza y aun de los mismos hombres.
Y se está más cerca de los propios pensamientos cuando se marcha en silencio, horas y horas, siguiendo los pies descalzos de un pistero que marca el paso infatigable.
Dormían otra vez cebras y antílopes, juntos, a la sombra, y de nuevo las jirafas asomaban la cabeza sobre las copas de los arbustos, redondeadas de tanto triscarlas. Un zumbido de chicharras calentaba el ambiente. De tanto en tanto, en oleadas, un rumor de miles de insectos cantando subía de tono hasta alcanzar un límite casi insoportable, para descender luego nuevamente, como si de pronto el mar se retirase.
—Es el «ruido de la muerte» —comentó el griego—. Unos productores de cine se pasaron un mes aquí captándolo con aparatos especiales, para reproducirlos luego en una película de terror. Creo que los espectadores salían con los nervios destrozados…
Me alegré cuando el ruido cesó, no sé si porque dejamos atrás la zona en que vivían los insectos o porque con el declinar del sol y las primeras brisas perdieron su deseo de cantar a coro.
Sobre las cuatro y media, Ansok se detuvo y señaló hacia delante, al otro lado de una línea de arbustos:
—Los huelo —dijo—. Están pastando allí detrás…
Dimos un gran rodeo, y cuando al fin salimos de la maleza, nos encontramos a unos doscientos metros de la manada.
Había más de un centenar de búfalos y se movían lentamente, levantando nubes de polvo de la tierra seca. Pastaban tranquilos, y sus figuras negras, macizas, de casi mil kilos en algunos casos, resultaban realmente impresionantes.
Miré a Ansok con su Mannlicher y a su compañero con el liviano Máuser y me pareció que aquello era ridículo. ¿Cómo pensaban enfrentarse, con semejantes armas, a toda una manada de búfalos salvajes…? Si se lanzaban sobre nosotros, sería como si nos pasara por encima un escuadrón de tanques…
Continuamos avanzando contra la suave brisa, y disparé un par de veces la cámara, pero dejé de hacerlo porque me dio la impresión de que su «clic» sonaba atronador y provocaría la desbandada de las bestias. Busqué un posible refugio, pero los árboles resultaban absurdamente pequeños. Estábamos totalmente al descubierto y a menos de cien metros de los primeros animales.
—Esto es una locura —murmuré—. Nos van a convertir en felpudo…
Ansok no me había entendido, pero poco a poco comenzó a desviarse hacia la izquierda, dejando a un lado la manada, buscando un enorme macho solitario que aparecía algo apartado hacia el Norte.
Fuimos tras él, mientras los demás seguían pastando. El animal nos descubrió cuando nos encontrábamos a unos cincuenta metros, pero no pareció inquietarse. Tenía una hermosa frente, con enormes cuernos, y era mucho más grande que el mayor toro que yo hubiera visto en mi vida.
Durante unos instantes nos observó muy quieto. Luego, cuando Ansok avanzó de nuevo hacia él, soltó un prolongado mugido de advertencia y siguió su lenta marcha. El pistero avivó el paso y nos hizo un gesto para que nos quedáramos quietos. Yo no quitaba los ojos de la manada, que había quedado a unos cuatrocientos metros. Si el disparo la atraía hacia nosotros, en cinco minutos pasarían por encima como un tren rugiente. Seguía sin existir lugar en que buscar refugio.
Ansok comprendió que no podía aproximarse más, se echó al suelo, buscó apoyo para su pesado Mannlicher y, tras unos segundos que me parecieron horas, apretó el gatillo.
El estampido atronó la pradera y llegó hasta la manada, que volvió grupas y se alejó trotando entre nubes de polvo.
El gran macho pateaba en el suelo, agonizando, con un enorme boquete en el cuello, del que manaba un caño de sangre. Ansok llegó hasta él y lo remató a machetazos.
Yo me senté a la sombra de un matojo, cansado de la muerte.