14. ANIMALES EN LIBERTAD

Faltaban dos horas para el amanecer y ya estábamos en pie y en marcha a través del espeso bosque. Éramos nueve, contando al griego, y presentábamos el más abigarrado aspecto que ofreciera jamás pandilla humana alguna.

Yo «estrenaba» un viejo uniforme de camuflaje que me vendió un paracaidista francés en Chad y cuyo anterior dueño pesaba —a simple vista— sus buenos doce kilos más. Sin embargo, me sentía feliz y «aventurero» dentro de aquella especie de tienda de campaña que se me iba enganchando en cada arbusto.

Adonis Lotemonte usaba una prenda parecida —pero a su medida—, y los indígenas evolucionaban del traje caqui del Ejército, al simple taparrabo.

Las armas… ¡Lindo ejército! Un Mannlicher 475, capaz de tumbar de espaldas a un autobús municipal; un viejo Máuser para el que sólo quedaban cuatro balas; varias escopetas cargadas con «balarrasa» y amarradas con cuerdas, y tres lanzas de madera con punta de hierro carcomido.

Habíamos atravesado ya el tercer riachuelo con el agua a la cintura y el sol comenzaba a iluminar la selva, cuando nos sentamos a descansar y comer algo. Me entró sed y eché mano a la cantimplora, pero el que parecía jefe o guía del grupo, un negro alto y delgado que respondía al nombre de Ansok, me pidió que conservara el «agua buena» para más adelante. Buscó con la vista a su alrededor, las ramas de los árboles vecinos, se encaminó a uno de ellos y me dijo que le siguiera.

Escogió una gruesa liana de color marrón rojizo del ancho de mi brazo y la cortó a la altura de mi boca.

—Prepárese a beber cuando corte por arriba —dijo.

Con su afilado machete dio un nuevo tajo como a un metro por encima del anterior, y casi al instante comenzó a manar agua fresca y agradable, casi carbonatada. Desde mi salida de Fort-Lamy no había probado nada tan refrescante.

—¿Cómo se llama esta planta? —pregunté.

—Liana de agua… —replicó Adonis Lotemonte—. Supongo que tendrá algún nombre científico, pero nadie lo usa. La encontrarás de aquí al sur de Angola y acostúmbrate a reconocerla, porque en más de una ocasión te puede resolver un problema. Huye del agua de los ríos y arroyos, incluso de los manantiales, por muy limpios que te parezcan…

Tiempo después recordaría sus palabras. Beber de un manantial cristalino que surgía de una roca me costó una de las enfermedades más largas y fastidiosas que he soportado nunca.

Terminado el desayuno, continuamos la larga caminata, atravesando malolientes pantanos de nipa, un barro oscuro y blando en el que nos hundíamos hasta media pierna. Nipa es en realidad el nombre que se da a unas anchas hojas con las que se cubren las cabañas, pero que abundan en estos pantanos, caen al barro y allí se pudren, por lo que —a la larga— se ha terminado por denominarlos comúnmente «pantanos de nipa».

Afortunadamente, un par de horas después salíamos a terreno libre: una sabana de altas gramíneas que llegaban a medio muslo, salpicada de grupos de pequeños árboles leñosos de pelado tronco y ancha copa.

Era aquel el más típico de los paisajes africanos —larga llanura calentada por el sol, adormilada por el canto de las chicharras, agitada apenas por una brisa suave y seca—, y a medida que íbamos dejando atrás la selva se iba apoderando de mí la sensación de que, ¡al fin!, alcanzaba el África de los libros de aventuras de mi infancia.

De pronto Ansok señaló un punto, como a doscientos metros de distancia.

Forcé la vista y advertí que algo se movía entre las altas hierbas de color trigo maduro. Todos se habían detenido, mirando hacia allí, y nos llegó, claro, el «crac» de dos objetos duros al golpearse. Comprendí lo que ocurría casi al mismo instante en que el espectáculo se presentó claramente ante mi vista:

dos antílopes machos libraban una batalla por el amor de sus hembras.

Podría asegurarlo: aquella era el África de mis leyendas.

Apresté mi cámara y avancé lentamente. Nunca me había sentido tan nervioso. Tenía la impresión de estar invadiendo un terreno prohibido; violando la Naturaleza; penetrando a escondidas en el más fabuloso de los reinos; el reino de los animales en libertad.

Un paso tras otro, calladamente, mientras mis compañeros quedaban atrás, descansando, indiferentes a un espectáculo para ellos cotidiano. Veinte metros, treinta, cuarenta, y los antílopes continuaban su lucha, avanzando hasta entrechocar sus cuernos para retroceder de inmediato y tomar nuevas fuerzas, instante en que uno de ellos aprovechaba para mugir furiosamente, amenazador, intentando asustar a su enemigo.

Seguí mi camino, disparando la cámara y procurando pasar inadvertido entre las altas matas. Llegué a unos cincuenta metros de distancia, y me detuve a observarlos, fascinado, feliz como nunca; olvidado del grupo que quedaba a mi espalda, a solas con el mundo y con dos machos que libraban la eterna lucha del amor y la muerte como venían haciéndolo sus antepasados, desde que el mundo era mundo, en la soledad de una pradera centroafricana.

Estábamos allí, los tres —actores y testigo—, bestias, Naturaleza y hombre… y el silencio. ¡Dios! Me hubiera quedado para siempre a verlos.

Alcé una vez más la cámara y de improviso se detuvieron al unísono, como si mi olor les hubiese llegado en una ráfaga.

Me miraron, y se dirían el uno reflejo exacto del otro. Apreté el disparador y logré una de las fotos más bellas que recuerdo. La cornamenta en alto, la mirada atenta, las orejas alerta, el hocico venteando… Bajé la cámara y nos miramos. Comprendieron de inmediato que no corrían peligro; que no era un cazador; que sólo quería verlos…

Por un momento fueron mis amigos… Luego, se alejaron despacio, sin miedo, a continuar su discusión algo más lejos, sin testigos, quizás a la sombra de los próximos árboles.

Volví sobre mis pasos. Los indígenas habían reanudado la marcha, y el griego Adonis me aguardaba.

—Si tanto te gustan los animales, con esta gente pasarás un mal rato… —dijo—. Para ellos, el único animal bello es el animal muerto. Los antílopes son piel y cuernos… Los elefantes, marfil; los búfalos, cuero y testuz… Esos dos antílopes siguen vivos porque cerca ronda un elefante de buenos colmillos y no quieren asustarlo disparando sobre bestias pequeñas. Pero mañana, cuando regresemos, si aún siguen ahí, acabarán con ellos…

Recuerdo que un haussa pedía por una piel de antílope cincuenta francos CEFA —¡diez dólares!—. ¡Dios! ¿Valía la pena destruir una bestia tan hermosa por ¡diez dólares…!?

No. No la valía, pero aquellos pobres salvajes que marchaban ante mí con su desgarbado aspecto y sus armas absurdas, no tenían la culpa de lo que hacían.

Para ellos, diez dólares era una pequeña fortuna, y no inventaron el matar por matar.

Pasado el mediodía alcanzamos una quebrada por cuyo fondo corría un riachuelo. Por todas partes se distinguían huellas de animales que acudían a abrevar, y en la charca del centro, donde el riachuelo se extendía, aparecían claras, enormes, las pisadas del paquidermo.

Sus huellas eran como bandejas de más de cuarenta centímetros de diámetro, profundas y frescas, húmedas aún en su fondo; inconfundibles.

—Aquí se estuvo bañando esta mañana —señaló Ansok—. El agua aún está revuelta, porque anduvo sacando barro del fondo.

El elefante centroafricano acostumbra bañarse muy temprano, y cuando termina, busca fango y con la trompa se lo extiende por el cuerpo, para librarse así de los insectos. Esa costra se le va secando y cayendo a lo largo del día, y a la mañana siguiente él mismo se libera de los residuos, sustituyéndola por una nueva. Su «aseo diario» suele durar una o dos horas, según el calor reinante.

Otro de los indígenas, un viejo armado de una lanza, descubrió en lo alto de la quebrada un enorme montón de excrementos de la bestia, y sin dudarlo un instante, introdujo dentro la mano, intentando descubrir algún calor, para calcular de ese modo el tiempo que llevaba allí.

—No más de cuatro horas —sentenció.

—Se fue hacia el Sur…

Y desde el gran mojón del estiércol seguimos las huellas hacia el Sur, por una pradera que se llenaba más y más de vida, aunque esa vida, en el calor de la tarde, buscaba refugio bajo los copudos árboles…

África estaba quieta…

Era la hora de la siesta. Si las bestias dormían o no, no podría decirlo, pero lo cierto era que permanecían inmóviles a la sombra, como estatuas, y a menudo varias especies distintas se agrupaban cabeza con cabeza, grupa con grupa.

Abundaban las cebras y los antílopes, que parecían convivir en la mejor de las armonías, y cerca dormitaban los ñus, cuyas colas no cesaban de espantar moscas un solo instante.

Más tarde comenzaron a hacer su aparición —sobre la copa de los arbustos— las afiladas cabezas de las jirafas que observaban nuestra marcha unos instantes para protegerse de nuevo con la sombra de las más altas ramas.

Éramos lo único que se movía en la pradera.

Bajo un sol que amenazaba derretirme las ideas, con la garganta seca y los pies ardiendo, maldije la ocurrencia de perseguir a un elefante andarín.

Me hubiera gustado quedarme allí y esperar que aquel mundo quieto comenzara a agitarse y a cobrar vida para asistir al diario milagro de África a la caída de la tarde.

Mas para mis compañeros —el griego incluido— no había tal milagro; no había más que el hecho de que pronto el sol comenzaría su descenso, y eso quería decir que se perderían las huellas. Y el elefante, que nunca se detiene —que apenas duerme—, ganaría toda una noche de camino.

Apretaron el paso. Un nuevo montón de excrementos marcó el tiempo que nos llevaba por delante: apenas una hora. Tal vez si se había detenido a comer algo, estaría ya cerca. La marcha se volvió endemoniada, y por unos instantes llegué a temer que me dejarían atrás. No me sentía capaz de soportar mucho tiempo aquel ritmo inhumano.

El sol comenzó a descender; ante nosotros apareció una barrera, un terreno abrupto de pequeñas montañas de cinco metros de altura desparramadas que desalineaban la llanura. Eran las grandes termiteras africanas que aquí —no sé por qué— abundaban más que en cualquier parte. Teníamos que rodearlas en un continuo zigzag, que hacía más largo el camino. En algunos puntos las patas del elefante las habían aplastado, y se podía ver las obreras luchando afanosamente para remediar el mal causado, antes de que el sol africano afectara la suave oscuridad de los mil pasadizos de sus enormes viviendas.

Al salir de las termiteras nos topamos —a no más de veinte metros— con una gran manada de antílopes de todo tipo, que pastaban tranquilamente. El viento venía de cara y no les había llegado nuestro olor, por lo que continuaron su tarea sin prestarnos mayor atención.

Seguimos adelante. Yo no había caminado tanto en mi vida. La pradera comenzó a agitarse, a cobrar vida, pero me costaba trabajo ver más allá de la punta de mis botas. Tenía el corazón en la boca, los pulmones colgados de un árbol y las piernas insensibles, andando como un autómata, sin que interviniera para nada mi inexistente voluntad. Mi enorme traje de paracaidista, empapado de sudor, pesaba como manta mojada, y a cada minuto yo era más pequeño y el maldito traje más grande. Cuando el viento llegaba de frente, era como si anduviese por el mundo tirando de la carpa de un circo.

Un chacal acababa de cazar una liebre y nos vio pasar mientras la devoraba a la sombra de un matojo. Ansok señaló hacia unas hierbas altas, a la izquierda, y murmuró:

—Leones.

Pero por más que agucé la vista sólo distinguí algo de color pardo que se alejaba. Podía ser un león, o un antílope que arrastraba la tripa por el suelo.

Alcanzamos un nuevo grupo de árboles junto a una cañada por la que corría un hilo de agua. Ansok buscó afanoso, estudió detenidamente las huellas del elefante, que había cruzado el arroyuelo, siguiendo hacia el Sur por la orilla opuesta y, al fin, se dejó caer abatido junto a un tronco.

—Era nuestra última esperanza de que se detuviera hoy —dijo—. Esta noche ya no lo encontramos. Mañana, muy temprano, lo alcanzaremos cuando se esté bañando.

Me lavé los pies en el arroyo y me tumbé en la hierba, a esperar la hora de la cena, que preparaba el viejo.

Dos minutos después dormía como un tronco, y no me hubiese despertado ni el mismísimo elefante.