—Adonis Lotemonte, para servirle —se presentó—. Comerciante.
Me presenté a mi vez, un tanto sorprendido, y el hombre, amablemente, pidió permiso para sentarse a mi mesa.
—Madame —la dueña del hotel— me ha dicho que usted quiere viajar a Douala y que es periodista —dijo—. Yo también voy a Douala. Tengo un jeep, un buen vehículo, y no me gusta viajar solo por estas tierras. Podríamos compartir los gastos. Le saldrá más barato que el avión.
La propuesta resultaba interesante. El hombre —cuarenta años, grueso, fuerte y algo sucio— parecía simpático. Le prometí pensarlo esa noche y me informé con Madame respecto a Lotemonte.
—No sé qué decirle —replicó ella—. Viene con frecuencia, es educado y paga puntualmente. Trafica en figuras de marfil, pieles de cocodrilo, sosa del lago, ganado cebú, algodón, cacao, medias de nylon, máquinas de coser, bicicletas… Siempre busca un compañero de viaje. Sólo tiene un problema:
habla demasiado.
No sé hasta qué punto Madame conocía bien al griego, pero había algo en que sí acertó:
En inglés, en francés, en italiano, en español, en griego, en árabe y en cien dialectos nativos, Adonis Lotemonte habla demasiado, y llegué a la conclusión de que su temor no era viajar solo, sino viajar callado.
¡Dios qué buena radio si tuviera interruptor…!
Tenía, sin embargo, una ventaja: lo sabía todo y conocía a todo el mundo.
Tenía sobornados a aduaneros, policías, guardias fronterizos, alcaldes y gobernadores de Nigeria, Chad o Camerún, y cuando pasábamos por un poblado, los indígenas le saludaban amistosamente aunque no detuviera la endiablada marcha de su jeep.
Mil kilómetros en línea recta separan Fort-Lamy de Yaundé, capital del Camerún, pero la «carretera» da tantas vueltas y llega a ser tan arbitraria en la mayor parte de su trazado, que en realidad se puede decir que recorre el doble de esa distancia.
Llamarla carretera es llamarla algo. En realidad se trata de una simple pista de tierra que en los meses de lluvia —de junio a septiembre— se vuelve intransitable.
Entre octubre y noviembre se espacian algunas tormentas que cortan el tránsito por un par de días, y a partir de diciembre, hasta finales de mayo, aparece tan seca y polvorienta que incluso se ruega por la vuelta de las lluvias.
Aquellos días, sin embargo, eran los mejores, a juicio de Adonis, con la sabana aún verde y poco polvo, un calor seco al principio y muy húmedo después, cuando nos aproximamos a unos doscientos kilómetros de la costa.
—Un bello país este —comentaba el griego—. Bello y salvaje. Conozco una región más adelante, al nordeste de Ngaounderé, donde un tipo con ganas de trabajar puede hacerse millonario si no se lo comen los caníbales. Es tierra de los fulbé y los bamilenké: ¡kilómetros y kilómetros de pradera fértil ideal para el algodón y el lino! Si quieres establecerte allí, a poner en marcha esas tierras inexploradas, el Gobierno te regala miles de hectáreas. ¡Oh, el algodón!
Pueden hacerse fortunas con el algodón.
—¿Y usted por qué no lo intenta?
—No sirvo para campesino. No; no sirvo. Lo mío es esto: el comercio. Viajar de un lado a otro, ver caras nuevas, conocer a todo el mundo… Hoy compro pieles de cocodrilo en Chad y vendo linternas para cazarlos.
—Mañana puedo comprar diamantes en Gabón o colmillos de elefantes… Cada día trae algo nuevo; cada lugar, una sorpresa o una posibilidad de enriquecerme de pronto. Nací nómada y nómada moriré. Los que quieren echar raíces es porque tienen espíritu de árbol. ¿Has visto algo más aburrido, más fastidioso, más «vegetal» que un árbol?
Seguimos la marcha. Horas y horas de estepas, de sabana y pradera en la que de tanto en tanto hacían su aparición grupos de ceibas. Chozas aisladas, nativos que saludaban… Luego, el paso del río Benué, tras haber dormido en un cuchitril de Maroua.
—Tierra de caníbales —aseguraba el griego—. Por aquí te comen con más gusto que a un pollo cebado. Y no es por hambre, no; es rito, superstición.
Para esta gente no hay manjar comparable a las plantas de los pies de un tipo como tú, o los pechos de una mujer. Los doran a la brasa sobre un fuego de ceiba seca… Son brutos, muy brutos estos salvajes, pero buenos. En el fondo no quieren hacer daño. Tan sólo quieren recibir tu espíritu, convertirse en ti mismo; ser rubio y blanco… No se les puede culpar porque quieren imitarnos.
¿No crees?
—¿Y cuando se comen a otros negros?
—Lo mismo. Se comen a la mujer bonita, al guerrero valiente, al hombre rico o al anciano inteligente. Quieren recibir esas virtudes.
—En ese caso, lo mejor aquí es ser feo, tonto, cobarde y pobre…
—Tú lo has dicho. Tú lo has dicho… —rió—. Debe de ser por eso por lo que hasta ahora nadie me ha comido…
Poco después preguntó de improviso:
—¿Cómo andas de estómago? Lo que vamos a ver ahora no es bonito.
Desvió el auto de la carretera y se metió por un sendero lleno de baches. Se detuvo bajo un árbol, a la vista ya de un puñado de chozas.
—Ahí están los peores leprosos de África —señaló—. Si quieres, quédate aquí.
Si vienes, guarda tus cámaras y no demuestres asco. Esta gente ya tiene bastante.
Dudé. Al fin me fui con él. Creía estar acostumbrado a los leprosos. Tan sólo en el norte de Nigeria había más de trescientos mil, y muchos andaban por las calles de las ciudades y los poblados pidiendo limosna, a veces reunidos en grupos que cantaban a coro solicitando caridad. No sé por qué la mayoría eran ciegos, y sus cuencas vacías y sus llagas me habían impresionado en un principio. Pensé que ya lo había visto todo respecto a ellos, y estaba equivocado. Durante dos noches no pude luego dormir.
También estaba equivocado —en parte— respecto a Adonis Lotemonte. Lo creía un mercachifle capaz de engañar a su padre, sin el menor sentimiento para con nadie. No era cierto. Apenas entramos en el poblado, los enfermos acudieron, felices, como si fuese Papá Noel. Abrió la parte posterior del jeep, tiró un cajón al suelo y comenzó a repartir saquitos de arroz, de azúcar, de harina, de judías; incluso de café. También regalaba tabaco, caramelos, chicle… Por último, al que parecía cacique le entregó un paquete con medicinas.
Me sentí avergonzado. Yo no tenía nada que dar.
Me miró y lo comprendió. Jamás me pareció tan humano, tan distinto.
—Seguro que te sobra alguna camisa, o un pantalón. O pañuelos para hacer vendas. No se ofenden. Todo es bueno si protege las llagas de las moscas.
De nuevo en la carretera, agitó la cabeza pesaroso.
—Es el gran problema de esta parte de África. La lepra. Ya los has visto: no hay hospitales, ni médicos, ni medicinas, ni aun comida… De tanto en tanto, alguien hace algo, como Albert Schweitzer en Lamberené, pero eso no es nada: una gota de agua. Se necesitarían mil como él para alejar la lepra de África. Si vas al Gabón, no dejes de visitarle. Es el hombre más grande de nuestro tiempo. El único que merece llevar pantalones. Si un día me canso de hacer negocios, me iré a Lamberené. (En aquel año —1962— Schweitzer aún vivía).
Llegamos a Ngaounderé, donde pasamos la segunda noche. Cenamos en el restaurante del diminuto aeropuerto, regentado por un tipo alto y fuerte, de unos sesenta años, amigo de Adonis. Creo que era alemán, pero no estoy muy seguro. Camerún fue colonia alemana hasta 1918. Ngaounderé era pequeña y agradable, con buen clima, al menos en la noche. Adonis me explicó que pronto —con el auge del algodón— se convertiría en una ciudad importante.
Era la única ciudad digna de tal nombre en todo el norte del Camerún, y aquel territorio tenía un gran futuro.
—Un gran futuro, sí señor —repitió—. En Camerún el algodón es futuro; el marfil, pasado.
Hizo una corta pausa; estábamos de nuevo en marcha, muy temprano, por la inacabable pista que cruzaba la pradera.
—Este era antes país de marfil. Las manadas corrían libres por todo lo que alcanzas a ver: elefantes, cebras, búfalos, impalas, jirafas, leones, leopardos… aquí mismo, al borde del camino… Pero están acabando con ellos. Los «furtivos», ¿sabes? Matan y matan ilegalmente por unos kilos de marfil o por cortarles las patas a los elefantes para hacer papeleras. A las cebras las matan por la piel; a los impalas y los búfalos, por los cuernos; a los hipopótamos, por los colmillos. No me gusta esa gente. No; no me gusta. Están acabando con África… Con mi África.
—Pero comercias con ellos…
—Es cierto. Sí, es cierto; comercio con ellos, pero cada vez que lo hago me maldigo. Aunque si no soy yo son otros. A los turistas les gustan esas cosas.
Vienen tres días al continente y quieren llevarse cien recuerdos, pieles de leopardo que dicen haber cazado ellos, colmillos de elefantes, cabezas disecadas… Son los auténticos culpables. No los traficantes ni los cazadores furtivos.
—¿Conoces a muchos?
—Más de los que quisiera. De todos los tipos, clases y colores. Aquí, en Guinea, Gabón, Congo, Nigeria y la República Centroafricana. Es una especie muy extendida en África, como las hienas y los chacales.
—¿Dónde podría encontrarlos…? Me gustaría verlos.
Aflojó la marcha y me miró con el rabillo del ojo. Pensó largo rato. Al fin asintió.
—Okey —dijo—. Los conocerás… ¡Pero recuerda! Yo no sé nada de esto; nunca los he visto; no tengo idea de quiénes son. Si te agarran, incluso negaré que te conozco… Es un feo asunto, muy feo.
No volvimos a hablar de ello hasta que quedaron muy atrás los montes Mbang y enfilamos el camino de la costa y los grandes bosques. La pradera aparecía más verde, salpicada de grupos de árboles, clásico paisaje africano, con abundancia de baobabs e infinidad de otros muchos de enormes copas.
Comenzaron a aparecer pequeños rebaños de ovejas y alguna que otra plantación de cacao e incluso de café. Los poblados se hacían más frecuentes, aunque no solían ser más que un puñado de chozas desparramadas por la llanura.
El río Sanaga andaba cerca, a nuestra izquierda. Pronto llegaríamos a la selva.
De improviso, antes de llegar a Yoko, el griego se adentró por un diminuto sendero, hacia el Sudeste. Durante toda la tarde, corrimos junto a un río que, según unos, era el Dyerem, según otros, el mismo Sanaga, y según Adonis, ninguno de los dos. En aquel tiempo los mapas del interior del Camerún estaban plagados de inexactitudes. Aún hoy, ciudades, ríos y montes aparecen y desaparecen de los mapas con increíble facilidad. En ocasiones, lo que señalan como ciudad son dos cabañas; otras, donde debía estar un río, no hay nada.
Al atardecer, casi oscureciendo, llegamos a un poblado que se alzaba entre la selva y la pradera a un kilómetro del río. Adonis era allí tan popular como entre los leprosos, y lo saludaron como a un viejo asociado. Nos proporcionaron una cabaña ancha y cómoda, atestada de gallinas y con varios catres, en la que ya el griego debía de haberse hospedado varias veces.
La puerta trasera daba al bosque; la delantera, a un amplio patio en forma de semicírculo, alrededor del cual se alineaban las restantes cabañas, que no pasarían de una docena. En el centro del semicírculo —ancha y sin paredes— como un vagón de ferrocarril aislado, aparecía la «Casa de la Palabra», especie de casino y lugar de reunión de los hombres del poblado. Las mujeres no podían entrar en ella bajo pena de severos castigos, y cuando querían charlar entre ellas tenían que hacerlo en sus chozas o fuera del poblado, bajo una copuda ceiba.
La civilización había llegado al poblado en forma de ollas de metal, cubos para el agua, machetes de acero, algunas escopetas, pantalones de franela y vestidos de percal.
Sus habitantes pertenecían a la raza bantú, con incrustaciones de fulbé y alguna que otra gota de sangre bamilenké y fang, aunque, si quiero ser honrado, debo admitir que me resulta realmente difícil diferenciar las características propias de la mayoría de estas razas.
Un haussa es desde luego muy diferente a un fulbé, un yoruba, un ibo, un bantú un fang o un pigmeo, pero en la actualidad, la mayor parte de estos pueblos están ya tan mezclados, que resulta difícil distinguirlos. Las cicatrices de la cara, su número y disposición, señalan al experto —sin ninguna clase de dudas— a qué raza, tribu, poblado e incluso familia pertenece cada cual, pero, a mi entender, sería necesario andar con una especie de manual recordatorio en el bolsillo para saber quién es quién: dos cortes en la mejilla y uno vertical en la frente, ibo de Calabar… Uno en la mejilla, ancho y sinuoso, y dos horizontales en la frente, yoruba de Ilorín… Tres en la barbilla y uno en la nariz… ¡No hay memoria capaz de recordar todo eso!
Cenamos temprano. Mataron una diminuta cabra en nuestro honor, y estaba apetitosa, simplemente asada sobre las brasas. Luego Adonis descorchó con gran ceremonia una botella de coñac español traída de contrabando desde Guinea. Era el peor «matarratas» capaz de producir las bodegas jerezanas, pero a aquella gente les pareció ambrosía; lo más exquisito que hubieran probado nunca.
Nos acomodamos a «paladearlo» en la «Casa de la Palabra», acompañados por mis últimos cigarrillos Gitane comprados en Fort-Lamy. Dentro del recinto de la «Casa» se sentaban con nosotros el anciano jefe del poblado, sus hijos y dos o tres «notables» del lugar. Acomodados en la baranda exterior los demás hombres, y más allá, en cuclillas, las mujeres, que seguían atentamente la conversación comentándola con cuchicheos y risas ahogadas. Cuando escandalizaban demasiado, el viejo miraba hacia allá severamente, y se hacía entonces un silencio absoluto, que perduraba durante largo rato.
La mayor parte de la conversación se desarrollaba en francés, excepto cuando Adonis y los nativos se enzarzaron a parlotear rápidamente en un dialecto del que no fui capaz de reconocer más que una palabra: nsok, elefante.
Al concluir, el griego se volvió a mí:
—Están dispuestos a llevarte de cacería, bajo mi responsabilidad de que no los vas a denunciar. Pero dicen que ahora no hay elefantes cerca. Únicamente, búfalos; muchos búfalos y algunas cebras e impalas. Si quieres elefantes, tendrás que esperar; tal vez un par de días.
—Pero yo no quiero que maten por mí —señalé—. Ni elefantes, ni búfalos, ni nada…
—¡Oh! —rió—. No te preocupes. Los matarán contigo o sin ti. En este poblado viven de eso: todos son cazadores furtivos. Elefante que se acerca, elefante muerto. Lo mismo les pasa a los grandes búfalos de buenos cuernos.
—¿Y el Gobierno no hace nada?
—¿El Gobierno…? ¿Qué Gobierno? Acaba de cumplir dos años de independencia el primero de enero. Aún no han tenido tiempo ni de calentar la silla. Con los problemas que tienen, no van a perder su tiempo investigando de qué vive cada pueblo… Además, estos, como todos, tienen su cortina de humo: su actividad legal: cacao y maíz, y plátanos, y aceite de palma, y pesca en el río… Saben cuidarse…
Advirtió que aún dudaba y se impacientó.
—¿Qué pasa? —inquirió—. ¿Tienes miedo ahora?
—No. Pero nunca me ha gustado matar animales… Ni verlos matar. Pero ya que estamos aquí… ¿Usted se quedará…?
—Naturalmente —respondió—. Si consiguen marfil, más vale que me lo lleve yo que otro… No tengo prisa. Ninguna prisa…
La botella pasó de nuevo de mano en mano hasta quedar vacía.
Las mujeres comenzaron a disputársela, pero el anciano les dirigió una de aquellas miradas que las hacían callar. En ese instante, llegando de la selva, se escuchó un aullido espeluznante; especie de llanto o de lamento desgarrador.
Todos se volvieron hacia allí. Una racha de miedo atravesó el poblado y lo sentí en mis propios huesos. Era como un viento helado en el calor de la noche.
—Mayo —murmuró un viejo.
Todos asintieron convencidos y asustados.
—¿Qué es Mayo? —quise saber.
—Mayo era un hombre —respondió lentamente Adonis Lotemonte—, un hombre blanco que amaba a los elefantes y odiaba a los cazadores. Aquí, en esta parte del Camerún, vivió muchos años, y aquí lo mataron. Dicen que era medio compatriota tuyo, hijo de españoles. Incluso escribieron un libro sobre él, un libro famoso.
—Oí hablar de él: «Las raíces del cielo», de Romain Gary. Pero el protagonista se llamaba Morel.
—Los indígenas siempre le llaman Mayo. En Mayo, con las lluvias, se adentraba en la selva y no volvía a aparecer hasta setiembre. Entonces, con la seca, perseguía y castigaba duramente a los cazadores. Los indígenas decían:
«Cuando llegue mayo, Mayo se irá y podremos cazar…». Pero Mayo tenía espías y sabía quién había cazado durante su ausencia. Por cada elefante muerto daba cien latigazos al culpable. Por cada búfalo, cincuenta; por cada cebra, veinte… Un día los furtivos le tendieron una trampa y lo mataron a lanzazos. Cuando acabaron con él, era una masa informe, irreconocible. Luego, Moumié, el revolucionario comunista, acusó a los blancos de haberlo matado porque era partidario de la independencia del Camerún, y lo convirtió en un símbolo. Los guerrilleros se dejaban matar en su nombre, el de Moumié y el de Stalin. Él, que nunca habló de política, que jamás tuvo otra preocupación que los animales, que tan sólo pretendía conservar el mundo tal como el Creador nos lo entregó, se encontró, a su muerte, metido en un lío de mil demonios.
Moumié murió hace un año en Suiza, envenenado, pero los nativos dicen que no lo asesinó un agente francés: fue el espíritu de Mayo el que se vengó de él.
Y ahora, ese espíritu ronda por las selvas y las praderas, llorando como acabas de oírle, y no descansará hasta que sus amigos, los elefantes, maten a cuantos intervinieron en su asesinato. Mira los rostros de esta gente —me hablaba en español y no entendían—. Tienen miedo porque es seguro que, entre ellos, alguno tuvo que ver con aquello…
Luego la conversación se desvió hacia los «hombres-pantera» y hacia un extraño animal, mitad gorila, mitad ser humano —que habían cazado meses antes muy al interior de la selva—. Su cráneo aparecía sobre el marco de la puerta de una choza, y en verdad que no necesitaba ser un experto para admitir que pertenecía a un ser desconocido. Según los que lo habían visto, era alto —metro ochenta—, fuerte y velludo. Caminaba como un hombre, pero únicamente lanzaba aullidos, y pasaba más tiempo en los árboles que en tierra. Cuando lo hirieron, lloraba como un niño, y no paró de hacerlo hasta que lo remataron. Con la piel, que era bastante suave, la mujer del jefe forró un taburete, y las cuencas vacías de sus ojos contemplaban ahora el poblado desde su sitial a la entrada de la choza.
Durante la noche, el «espíritu de Mayo» aulló por dos veces, y tumbado en mi camastro me estremecí. Adonis Lotemonte roncaba a mi lado, pero me costaba trabajo conciliar el sueño. ¿Sería el espíritu de Mayo, o el de aquel desgraciado mitad mono mitad hombre al que habían desollado sin darle la menor oportunidad en esta vida? ¿Era un monstruo, quizá, pero un monstruo que lloraba? ¿De dónde vendría? Aquella era tierra de gorilas, y cuentan las leyendas que a veces los gorilas raptan mujeres para convertirlas en sus esposas. ¿Podría nacer algo de esa unión? ¿Era eso lo que estaba ahora convertido en taburete, o era quizás un lejano antepasado de la especie humana que se había conservado —sin evolucionar— en lo más intrincado de la selva?
También podía ser Mayo el que aullaba… Aquel era un pueblo de cazadores furtivos, y los furtivos lo mataron. Sus asesinos podían estar durmiendo en la cabaña vecina, temblando al escucharle. África es misterio y superstición, y todo puede ocurrir en una noche de selva. Es de noche cuando los hombres se transforman en leopardos; cuando los caníbales salen a devorar a sus víctimas; cuando la fiera busca la caza… Es de noche cuando las leyendas pasan de boca en boca, el aire se las lleva, cruzan por encima de los más altos árboles, llegan a lo más intrincado de la espesura y allí se convierten en realidad.
Es de noche, cuando el hombre ama a la mujer, cuando el elefante come, cuando el amigo asesina al amigo, cuando la gran serpiente silenciosa se desliza en la choza para llevarse al niño.
Pero en el día los colores de la selva revientan y revientan las risas de las mujeres que lavan en el río y el charloteo de los hombres que recogen la cosecha en el cacaotal.
Me despertó un muchachito desnudo, y me saludó el vozarrón de Adonis. Los pisteros habían salido hacia los cuatro puntos cardinales a buscar huellas frescas de snok —el elefante—, y tal vez a la noche volverían con noticias de un buen macho de enormes colmillos.
Pasé la mañana en el cacaotal, viendo a los hombres recoger los gruesos frutos que otros iban partiendo con afilados machetes para extraer las semillas que una vez secas se convertirán en chocolate. Cantaban a coro mientras trabajaban, y era una hermosa escena. Me costaba trabajo creer que entre ellos hubiera asesinos y caníbales, y más aún me costaba admitir que ese trabajo no fuera en verdad más que la fachada de un pueblo carnicero.
Tal vez el griego exageró, o me había engañado. Quiso burlarse de mí contándome todas aquellas historias, cuando en el fondo eran tranquilos campesinos que cantaban mientras reunían semillas de cacao.
Fui a bañarme al río con los niños. Desde lejos, las mujeres se rieron del color de mi piel. Las muchachas se mostraban coquetas y atrevidas, y Adonis me aconsejó que invitara a alguna a pasear al caer la tarde. Si tenía que quedarme varios días, no sería malo buscarme una «novia».
Tras la cena, nueva reunión de los hombres en la «Casa de la Palabra». Nueva botella de coñac y la conversación se centró en la cosecha.
De pronto, de la noche llegó corriendo un hombre. Señaló al nordeste y dijo:
—Nsok!
Cada cazador se dirigió a su choza a preparar sus armas.