Llegué a Fort-Lamy en un autobús desvencijado, y lo abandoné en una piragua que hacía agua. Chad no es país para turistas.
Había contratado los servicios de un kotoko de nombre Dómboro, y quedamos en el embarcadero del río cuando naciese la primera luz del día.
Dómboro debía ser algo cegato, porque a las ocho de la mañana el sol partía las piedras y aún no aparecía. Sentado sobre mi caja de latas de agua de Evian, con una mano sobre la maleta y la otra sobre el maletín de máquinas fotográficas, aguardé durante horas a la sombra de un tingladillo, rodeado de indígenas vociferantes que llegaban del lago o del otro lado del río —del Camerún— cargados de frutas, pescados o grandes piedras de sosa.
Al fin, una mano me empujó de mi asiento, cargó la caja de agua y víveres y se encaminó con ella a una piragua. Era Dómboro, que no creyó necesario dar explicaciones por su retraso. Lo seguí, y quedé sorprendido al advertir que en el fondo de la embarcación aparecían más de tres dedos de agua. No tenía intención de arruinar mi ropa y mis cámaras, y pasamos más de una hora intentando colocar unas maderas que sirvieran de doble fondo, manteniendo mi equipo y mi persona en seco.
Dómboro parecía convencido de que resultaba inútil. Según la filosofía Chadiana: «Todo el que navega, se moja».
Pasaba de los cuarenta grados centígrados cuando iniciamos al fin la marcha, río abajo, y el termómetro se aproximaba a los cincuenta cuando el río comenzó a abrirse cansinamente, señal de que alcanzábamos la cuenca del lago.
Madame, la dueña del hotel, me había aconsejado llevarme algo que me protegiera del infernal sol centroafricano, y cuanto conseguí fue un gran paraguas negro bajo el que me sentía escandalosamente ridículo. De tanto en tanto, una racha de viento lo volteaba patas arriba, lo que hacía estallar en carcajadas a Dómboro.
A medida que dejábamos atrás Fort-Lamy, la soledad crecía, como crecían el calor y mi propia angustia ante aquel paisaje sin horizontes. Las casitas de barro de los kotoko que pueblan las orillas del Chari se hacían cada vez más escasas, así como las embarcaciones que encontrábamos en nuestro camino e incluso los negros pájaros carroñeros.
Tan sólo aumentaba el número de los islotes de papiro, y llegó un momento en que me pregunté si realmente Dómboro sabría encontrar un paso hacia las abiertas aguas del lago.
¡Lago!
Ambiciosa palabra para lo que no es en definitiva más que el mayor charco del mundo: veinte mil kilómetros cuadrados de agua desparramada por la llanura, sin sobrepasar nunca los dos metros de profundidad. Cuando Dómboro se cansaba de remar, empujaba la piragua con el agua a la cintura. Me juraba que toda la parte norte del Chad puede recorrerse con el agua a las rodillas, y en grandes extensiones la piragua roza el fondo.
Antiguamente, el lago ocupaba un millón de kilómetros cuadrados y podía considerársele, con gran diferencia, el mayor existente. El mar Caspio no llega a la mitad de esa extensión. Cuando el Sáhara era una gran pradera verde, el Chad recibía infinidad de tributarios; hoy no le queda más que el Chari y algún otro de menor importancia que la mayor parte del año baja seco.
Esa falta de aportes, la carencia de lluvias y la increíble evaporación, están desecando el lago a ojos vistas, y pronto llegará el día en que no sea más que un lejano recuerdo.
El terreno en que se encuentra asentado es tan llano, que no existen orillas claramente definidas, sobre todo en su parte oeste, y cuando sopla el viento del desierto, el harmattan, las aguas, en diminutas olas, inician un rapidísimo avance tierra adentro, ganándole hasta tres y cuatro kilómetros a la pradera.
Cuando eso ocurre, los escasos pobladores de la orilla, los tubu, tienen que salir corriendo perseguidos por las aguas, arreando su ganado y abandonando sus míseras chozas. No se lamenta, porque a cambio de esas chozas —que vuelven a levantar en un par de horas— obtendrán buenos pastos al retiro de las aguas.
Llegó la hora de los treinta grados —la puesta del sol—, y el paisaje gris ceniciento del Chad cobró de pronto una tonalidad dorada y ocre, realmente hermosa. No tuve ocasión de disfrutar a gusto el mejor momento del día; casi de inmediato nos asaltó una nube de mosquitos con tal sed de sangre que hubiera dejado en ridículo al mismísimo conde Drácula.
Prevenido por Madame, convertí mi paraguas en mosquitero con ayuda de una gasa, pero aun así se colaban por entre las rendijas, y me pasaba el tiempo dándome de bofetadas.
Dómboro también sufría el asalto, aunque en menor proporción, y optó por dirigir la piragua hacia un pequeño islote donde se apresuró a encender cinco o seis hogueras de yerba seca cuyo humo auyentaba los mosquitos, raspaba la garganta e irritaba los ojos.
Cenamos poco y mal: una lata de atún, queso de cabra y pan duro. Dómboro se construyó una especie de tienda de campaña de no más de veinte centímetros de alto por un metro de largo y se acurrucó dentro. Parecía imposible que pudiera caber allí, pero los indígenas del lago están acostumbrados a dormir así para escapar al asalto de los mosquitos. Duermen toda la noche de un tirón y sin mover un músculo. La menor sacudida echaría abajo el tingladillo.
Por mi parte, me las ingenié como pude clavando en tierra mi «paraguas mosquitero», cubriéndome con una manta y con el maletín de las máquinas por almohada.
¿Era el miedo o la sensación de abandono lo que me mantenía despierto?
Treinta años antes, los buduma —habitantes de las islillas del lago— tenían fama por su extraordinaria afición a comerse a la gente, fuera cual fuera el color, raza o religión. Las autoridades aseguraban que eso estaba olvidado, pero a mí me costaba trabajo olvidar que toda la orilla izquierda del río que había estado contemplando durante el día pertenecía al Camerún, y el Camerún tiene fama por la abundancia de sus caníbales.
¿Podría algún buduma hambriento recordar aún las costumbres de sus padres? Dómbaro juraba y perjuraba que no; había hecho varias veces el viaje hasta las minas de sosa de Bagassola, e incluso hasta N. Guimi, en la punta norte del lago, y jamás tuvo problemas con los buduma. Eran salvajes asustados a los que el simple estampido de un disparo ponía en fuga.
Si no era miedo, era soledad.
Mi niñez en el Sáhara me había acostumbrado a las noches al aire libre, tumbado en la arena contemplando las estrellas del desierto, pero en aquellos tiempos siempre había alguien cerca que consolaba mi abandono: el inolvidable Lorca; el fiel Mulay; mi tío Mario…
Era un desierto amigo; «mi» desierto, que tan sólo se parecía físicamente, a este que ahora me rodeaba. Tres mil kilómetros a vuelo de pájaro me separaban del Cabo Ruby de mi infancia; tres mil kilómetros de arena, viento y soledad. Y más allá aún, estaban mis islas, mis amigos, mi familia…
Hubiera deseado sentirme explorador, aventurero, luchador indomable frente a la hostilidad de África salvaje, pero lo cierto es que me sentía cohibido, sorprendido, desconcertado. Me sentía como lo que en realidad era: un muchacho asombrado por su propia inconsciencia, que de pronto, una noche, a tres mil kilómetros de desierto de su casa, se preguntaba confundido: ¿Y ahora cómo vuelvo?
Llegó la hora de los diez grados —aproximadamente las tres de la mañana— y un rumor del lago me despertó pese a que parecía que acababa de dormirme.
Presté atención, inquieto; efectivamente, el rumor existía. Algo chapoteaba y se arrastraba por la orilla. Las hogueras no eran ya más que una balsa. No había luna, y las estrellas no bastaban para alumbrar los diez metros que nos separaban del agua. El rumor se hizo insistente y vinieron a mi mente historias de canibalismo. Me puse nervioso y llamé a Dómboro.
—Dómboro… ¿No has oído ese ruido?
Me respondió su voz soñolienta:
—¿Qué ruido, Monsieur?
—¡Escucha…!
Pasó un rato sin que se sintiera nada, como ocurre siempre en estos casos.
Cuando comenzaba a sentirme en ridículo, sonó claramente el arrastrar y el chapoteo. Llegó, tranquilizadora, la voz de Dómboro.
—Duerma, Monsieur. Son los cocodrilos, pero en esta parte del lago son pequeños y no vale la pena molestarlos.
¿Molestarlos? Yo no pensaba molestarlos… ¡Eran ellos los que me molestaban a mí! ¿Quién puede dormir con un cocodrilo a diez metros de su cama?
Dómboro. Dómboro dormía a pierna encogida, acurrucado en su ridículo refugio. Al día siguiente me mostró los cocodrilos de la noche antes. Medían metro y medio, tal vez dos, pero al kotoko tan sólo le interesaban los que —aguas adentro— pasaban de los tres metros. Esos ya eran buena pesca; ya su piel adquiría un precio por el que valía la pena «molestarse».
En el lago —que los hombres comparten con los cocodrilos— son las fieras las que tienen que cuidarse para no acabar convertidas en zapatos de señora.
No resulta raro, sin embargo, que en las noches roben a veces una cabra enana, una oveja, e incluso, en más de una ocasión, un niño buduma que sus padres descuidaron.
Estos buduma comenzaron a verse al día siguiente —de lejos— nadando la mayor parte de las veces a popa de sus embarcaciones —las kadeyas— que preferían empujar a remar. Las kadeyas, construidas con un alma de troncos de ambay rodeada de miles de tallos de papiro, se parecen bastante a las barcas de totora del lago Titicaca en el Perú.
Los buduma pobres que no disponen de ganado y viven únicamente de la pesca, no abandonan jamás sus embarcaciones, cuyo centro está ocupado por una laja de piedra sobre la que eternamente arde el fuego. Nacen, crecen, se reproducen y mueren sobre la kadeya sin poner el pie en tierra firme durante meses.
Los otros, los ricos, poseen rebaños de cabras enanas, ovejas, e incluso bueyes y cebúes, y se trasladan con ellos de islote en islote permaneciendo en cada uno el tiempo justo de arrasar con los pastos.
No construyen viviendas; todo lo más, una cerca para el ganado y un tinglado que proteja a los niños del sol durante las horas de más calor. Duermen como lo hacía Dómboro, andan casi siempre desnudos, y cuando un extraño se aproxima, huyen, perdiéndose de vista entre los islotes, llevándose a sus hijos y abandonándolo todo. Las razzias de los cazadores de esclavos los han vuelto increíblemente desconfiados, y están en continua enemistad con sus vecinos: los kotoko y los tubu.
Más que nadadores, los buduma son especialmente excelentes «vadeadores», capaces de andar a velocidad increíble aun con el agua al cuello, sin sentir el menor temor por la presencia de cocodrilos, anguilas eléctricas o rayas de venenosa picada.
La asombrosa riqueza piscícola del lago basta para alimentarlos, y al igual que ocurría en el Nokué de Dahomey, no se necesita más que una pequeña red o un sedal y su anzuelo, para tener resuelto el problema del día.
De tanto en tanto, hacían su aparición junto a la piragua tímidos hipopótamos que se apresuraban a sumergirse, y cada vez que los veía, Dómboro agitaba la cabeza y repetía incansablemente:
—Antes había millones en el lago, Monsieur; millones, pero los cazadores furtivos del Camerún están acabando con ellos. Son mala gente esos cazadores. No dejan nada vivo. Nada. Pronto en África no quedarán más que bicicletas.
En Fort-Lamy me habían contado que diez años atrás una compañía francesa intentó montar una línea aérea servida por hidroaviones entre Douala, en el Camerún, y el lago Chad. Tuvieron que desistir porque los aparatos capotaban al estrellarse contra los hipopótamos. Al principio, los asustaba el ruido. Se acostumbraron y les dispararon; se acostumbraron también, y les lanzaron cartuchos de dinamita, pero siguieron sin hacer caso. La línea aérea quebró cuando cuatro aparatos fueron a parar, uno tras otro, al fondo del lago.
Y junto a los ahora escasos «hipos»: cigüeñas, silbones, ánades negros, cormoranes, marbellas, pelícanos, garzas… e infinidad de otras aves que me sentía incapaz de reconocer.
A medida que nos adentrábamos en la maraña de islotes, el calor se iba haciendo más y más denso. No corría ni una ráfaga de aire que refrescara, y de la superficie del agua —tersa y casi aceitosa— ascendía un vaho denso, como de sauna finlandesa.
Dómboro, incapaz de remar, se echó al agua y comenzó a vadear empujando ante él lentamente la piragua. Busqué refrescarme a mi vez, pero el lago era como un plato de sopa o una taza de chocolate caliente. Un agua marrón, pegajosa, casi maloliente, y un fondo de limo pringoso en el que me hundía hasta las pantorrillas. Y de tanto en tanto, algas, nenúfares o peces que me rozaban las piernas y que mi imaginación convertía en cocodrilos de cuatro metros.
Le pedí a Dómboro que buscáramos un islote donde pasar las peores horas del calor, y allí me senté, bajo mi paraguas, tan desolado y abatido como no lo había estado en mi vida. Me escocían los ojos de mirar sobre la superficie que reverberaba; me ardía la garganta de aspirar aire caliente; me dolían los pulmones de intentar llenarlos de oxígeno, y todo mi cuerpo era como una inmensa esponja a la que estuvieran exprimiendo hasta la última gota de agua.
Quise descabezar un sueño y me asaltó una pesadilla. Iba a morirme de sed, allí, en el centro mismo del mayor charco del mundo. No parecía que aquella agua hedionda sirviera nunca para calmar mi sed.
Me despertó el silencio. Un silencio como de mundo muerto. En el mediodía del Chad, a casi cincuenta grados centígrados, ni las chicharras cantan, ni los pájaros vuelan, ni la brisa agita siquiera los cañaverales.
Era como el fin del mundo, o como el universo antes de que naciera el primer ser viviente. El Chad está fuera de cualquier descripción.
Es el antipaisaje; la desolación total.
Tres días aseguraba Dómboro que tardaríamos en llegar a las minas de sosa de Bagassika, y comencé a creer que no sería capaz de llegar vivo hasta ellas.
Mi paraguas se derretiría; mi cerebro estallaría; la última gota de mi sangre estaría ya hirviendo para entonces.
En Fort-Lamy me habían dicho que a un día de Bagassola estaban las minas de sosa de Kanem, en las que trabajaban cientos de esclavos en las peores condiciones que haya sufrido jamás un ser humano.
Durante los meses de crecida, el lago se comunica subterráneamente con las lagunas o davas de Kanem, y a su paso bajo tierra encuentran ricos yacimientos de sosa. Con la sequía se inicia el trabajo de arrancar con herramientas primitivísimas las costras salinas en grandes panes de unos veinticinco kilos de peso que alcanzarán luego muy buen precio en los países vecinos. Esta sal de sosa no es apta más que para el ganado, pero vienen a buscarla incluso desde el Senegal.
En las dayas trabajan esclavos y adas —hombres libres de raza inferior— desnudos bajo el sol del desierto, que cae a plomo, reflejándose en la blanca salina; descalzos sobre las cortantes aristas, con los pies inflamados y mil heridas siempre supurantes. La temperatura sube hasta los cincuenta grados, y el viento que constantemente barre la llanura arroja a los ojos polvo de sal.
El agua corrosiva que queda bajo esa sal quema como un cáustico, y ulcera de inmediato el punto de la piel que toca. Un infierno: el peor que existe sobre la faz de la Tierra y que —según todos los indicios— no había sido visitado por ningún europeo en quince años.
Kanem era el inframundo africano.
Estaba decidido a llegar allí, pero aquel mediodía del Chad empezaba a ser superior a mis fuerzas…
Eran los cincuenta grados —las cuatro y media de la tarde— cuando nos pusimos de nuevo en marcha. Aún me sentía aturdido, embotado, diría que drogado, y tan sólo recuerdo que Dómboro remaba o vadeaba a ratos.
Comenzó a soplar una ligerísima brisa e izó la vela. Como si ello fuera una señal, las aves comenzaron a elevar el vuelo y el lago pareció renacer a la vida.
El atardecer fue realmente bello bajo el sol más rojo que haya visto nunca, y le pedí a Dómboro que se detuviera un instante para captar la escena en toda su magnitud.
Disparé seis o siete fotos; al sol, a las aves y a un hipopótamo que vino a husmear, y me dispuse a cambiar el rollo. Al hacerlo, me llevé la más desagradable sorpresa de mi vida. La película, una película que me habían vendido como especial para el trópico, herméticamente cerrada y precintada bajo la garantía de que soportaba cualquier calor y cualquier grado de humedad, se había convertido en una pasta gelatinosa, un pingajo que rezumaba goma retorcida como serpentina de feria.
Alarmado, busqué en mi maletín los rollos vírgenes. Todos presentaban idéntico aspecto: todos eran pura melaza.
Incrédulo, saltándoseme las lágrimas, mostré a Dómboro aquella porquería; sonrió, divertido, porque no tenía idea de lo que podía significar. Jamás había visto una fotografía.
Cuando lancé los carretes al agua se apresuró a recogerlos para adornar con ellos el mástil de su piragua. Al poco, llegó la invasión de los mosquitos y buscamos un islote para pasar la noche.
Nunca me había sentido tan abatido, tan fracasado, tan estúpido.
Afortunadamente, la mayor parte de las fotos que había hecho hasta el momento se habían quedado en el hotel de Fort-Lamy con el resto de mi equipaje, pero de los rollos que había traído al lago no se salvaría gran cosa.
Continuar hasta Bagassola en tales circunstancias me pareció absurdo. ¿De qué servía hablar sobre las salinas y sobre la vida de sus esclavos si no podía demostrarlo?
«Una buena foto vale por cien palabras», me enseñaron en la Escuela de Periodismo y siempre había sido fiel a ese concepto. Nadie iba a creer que yo —un muchacho— había llegado solo al infierno de las salinas de Kanem, y si nadie iba a creerme, mejor era no ir.
Dormí inquieto y antes de amanecer ya estaba en pie, pidiéndole a Dómboro que me llevara de vuelta a Fort-Lamy. No pareció extrañarse en absoluto. Se diría que desde el primer momento había estado aguardando esa orden convencido de que un europeo, un blanco, no soportaría más de un día en el lago.
Hay que tener la piel muy oscura para aguantar aquello. Hay que haber nacido bajo el sol del desierto y haber sufrido toda una vida de valor y privaciones.
Hay que ser muy fuerte, o muy insensible, o muy valiente. Hay que ser lo que yo no era.
En el fondo, ¿a qué negarlo?, me alegraba lo ocurrido. Necesitaba una disculpa para abandonar el lago y olvidar toda aquella historia de las salinas y los esclavos.
Tenía calor, miedo, cansancio, y me sentía solo, espantosamente solo pese a la presencia de Dómboro. Era demasiado, kotoko demasiado primitivo para considerarlo compañía. En cualquier instante, cuando menos lo esperase podía desaparecer entre los matorrales e irse en la piragua dejándome sobre un islote. Y si me abandonaba, no sabría salir de aquella maraña de papiros.
Me sentía como un náufrago en un mar dulce de un metro de profundidad.
Unos rollos de película pringosa fueron mi tabla de salvación.
Cuarenta y ocho horas más tarde, estaba tranquilamente sentado en la terraza del «Hotel Chadienne», disfrutando de una cerveza helada y un buen plato de cuzcuz. A todo el que quería escucharme, le repetía mi indignada historia sobre los estúpidos que no eran capaces de fabricar un material fotográfico que realmente soportara el calor africano.