Llegué a Fort-Lamy, capital del Chad, una tarde de noviembre, cansado, sudoroso y cubierto de polvo.
Algo que se parecía a un autobús —se necesitaba buena voluntad para admitirlo— me había traído desde Zaría, en Nigeria.
Tuve que cambiar cuatro veces de vehículo; la última, al cruzar la estrecha lengua de tierra que —como una cuña— mete el Camerún entre Nigeria y Chad, para asomarse así al gran lago centroafricano.
Situada en plena frontera con el Sáhara, corazón geográfico del continente, blanca y recogida, Fort-Lamy es, sin duda, una de las ciudades más calurosas del mundo.
Del río le llega, a veces, una brisa fresca en los atardeceres, pero el resto del día es como un horno donde hombres y máquinas se cuecen por igual. Produce calor el simple hecho de asomarse a la ventana y ver pasar a los innumerables ciclistas pedaleando cansinamente.
La bicicleta se ha convertido en el vehículo predilecto de los africanos de estos tiempos, y no deja de tener una cierta gracia contemplar a una gigantesca yoruba de más de cien kilos haciendo equilibrio sobre dos ruedas, mientras flotan al viento sus innumerables velos.
También se puede ver a una misionera; un negro vestido con la elegancia de un lord, o una nativa con los pechos al aire y un cántaro en la cabeza, realizando sobre su montura piruetas dignas de un circo.
En Fort-Lamy, hoy, por cada auto hay tres camellos; por cada camello, diez bicicletas.
Existen tres pequeños hoteles en la ciudad: «Chari», «Chadienne» y «Du Chad».
Nunca me he puesto de acuerdo sobre cuál es cuál, y cada vez que he vuelto me he hospedado en uno distinto. En el fondo, casi en lo único que varían, es en el precio.
En aquella ocasión, siendo mi situación económica bastante precaria, me hospedé en el más barato, situado en una esquina de la Plaza Independencia y regentado por un matrimonio francés: exlegionario él, magnífica cocinera ella.
El cuzcuz de Madame no tiene nada que envidiar al mejor de Marruecos, incluidos los sofisticados restaurantes de Tánger o Casablanca.
Comida excelente, habitación calurosa —como todo— y una ducha de la que manaba un agua marrón y espesa, llegada directamente del río Chari.
Chad es, quizás, el último país del mundo. En el corazón de África, sin salida al mar, sin apenas comunicaciones, industria, ni agricultura, sus tres millones de habitantes subsisten gracias a la ganadería y a que la misericordia de Alá es infinita.
Desierto al Norte; estepas y sabanas aquejadas de frecuentes sequías en el Centro y Sur; algunos cultivos a orillas del lago en el Oeste, y apenas dos habitantes por kilómetro cuadrado, que se disputan los oasis y dejan la mayor parte del país sumido en una espantosa desolación.
Una extraña fatiga —sensación de dejadez en que nada me importa nada— me invade cada vez que llego al Chad. Las horas pasan mirándome las puntas de las botas sentado a la sombra, en la terraza del hotel, contemplando a los vendedores haussa extender sus mercancías por la plaza, a la espera de algún incauto que se deja atrapar por el encanto de sus figuritas de marfil y cabezas talladas en ébano.
«Dernier prix! Dernier prix!», gritan constantemente, llegando con una hermosa gacela de caoba. «Dernier prix!», «veinte francos… Bonita, muy bonita».
Recuerdos…
Los recuerdos no están en una gacela de caoba o un colmillo de elefante. No están, la mayor parte de las veces, ni siquiera en una fotografía. Los recuerdos son cosas que se olvidan dentro, y surgen de improviso, cuando menos se espera.
A mi lado, en la terraza del «Hotel Chadienne»…, ¿era «Chadienne»?, se sentaba a menudo uno de esos hombres que siempre son recuerdo; más personaje africano que cualquier nativa de argolla en la nariz.
No fue en aquel viaje de 1961 cuando conocí a René, sino nueve años más tarde. Regresé entonces al Chad intentando averiguar algo sobre la misteriosa guerra secreta que convulsionaba al país; guerra civil, como siempre; guerra que enfrentaba a los musulmanes del Norte —del Tibesti— con los animistas negros del Sur. En realidad, más guerra de razas que tribal; más religiosa que política.
Sentado allí, en la terraza del hotel, René dejaba pasar las horas y los días esperando a que alguien viniera a contratarle: viniera a ofrecerle precio por su capacidad —y la de los suyos— de matar y morir.
—Pronto o tarde, el presidente Tombalbaye tendrá que llamarnos —aseguraba—. Ahora los franceses le están sacando las castañas del fuego, pero Francia se cansará de que sus paracaidistas mueran aquí. Entonces vendremos nosotros.
—¿Quién es «nosotros»?
—Los profesionales. Los únicos capaces de pacificar estos países. Los ejércitos indígenas son un cuento; gente mal preparada y cobarde. Cincuenta de ellos no valen por un buen mercenario, y todos los mercenarios somos buenos en nuestro oficio.
—¿Y dónde están?
—Algunos aquí, esperando. Otros, en Sudán, el Congo o la misma Europa. Pero a la primera llamada, con un simple telegrama estarán listos para entrar en acción. Siempre nos llaman. África nos necesita. Pasarán años antes de que pueda prescindir de nosotros. Primero fue Katanga; luego, Biafra; pronto, esto o Sudán.
—Pero en Chad no hay dinero. Chad no tiene detrás los intereses mineros de Katanga ni el petróleo de Biafra. No creo que Tombalbaye pueda pagar quinientos dólares mensuales a cada mercenario que venga al país.
—Los pagará cuando no le quede otro remedio; cuando los «paras» franceses se vayan y las tribus del Norte se le echen encima con sus viejos fusiles y sus camellos. Son guerreros del desierto, gente feroz y combativa; musulmanes dispuestos a todo. Y estos del Sur, los massa y los moundang no sirven para nada. Al primer empujón, acaban con ellos. Tombalbaye lo sabe. Si Francia se va, tendrá que pagar o morir. Y la opinión pública internacional empieza a presionar a Francia para que deje de intervenir en África. Eso es neocolonialismo.
Hablaba como el buitre que en la rama del árbol aguarda para devorar a su víctima. No había pudor en sus palabras —ni aun en sus ideas—, e incluso se diría que sentía un secreto orgullo por su oficio.
Tendría treinta años y un aspecto agradable. No muy alto, sonrosado, pelo rubio, pecas y una sonrisa divertida. Podría pasar por dependiente de comercio, universitario o guía de turismo. Cualquier cosa, menos profesional de la muerte, y, sin embargo, Tenía tres agujeros de bala en el cuerpo —regalo nigeriano según él— y confesaba haberse llevado por delante a doce o trece «morenitos», sin contar los fusilados en juicio sumarísimo o los agonizantes rematados.
Hablaba de ello como hablo yo de países y paisajes, y aunque me repugnaba su desfachatez, había algo en su misma morbosidad que me obligaba a seguir escuchándole.
Confesaba —¡eso sí!— no haber matado nunca a un blanco, y daba al hecho gran importancia, como si la vida de los africanos no fuera igual a la nuestra, y no padecieran dolor lo mismo que nosotros.
Ante la dueña del hotel —cuarentona aún atractiva— se mostraba tremendamente tímido, e incluso azorado, pero refería sin reparos cómo él y los suyos violaron hasta el cansancio a muchachitas indígenas que apenas habían alcanzado la pubertad.
Al mismo tiempo, tenía amigos chadianos a los que trataba como a sus iguales, sin el menor asomo de racismo, por lo que se podía llegar a la conclusión de que su discriminación se limitaba a la muerte y a la violencia.
Viéndolo allí, al otro lado de la mesa, tranquilo y sonriente mientras sorbía su cerveza y veía pasar a los ciclistas, parecía incapaz de hacerle daño a nadie.
Imaginándolo luego de uniforme y gorra de visera, con un arma en la mano y acompañado por una pandilla de asesinos, me parecía que sí, que, en efecto, para aquel hombre con cara de bueno, matar no era problema.
¿De dónde venía y cómo había llegado allí?
—Argelia —comentó—, Argelia, ahí comenzó todo. Me sacaron del taller de mi padre, en Lyon, y me mandaron a matar argelinos. Luego estuve con los paracaidistas, pero descubrí que los mercenarios ganan más. Es una buena vida. Cuando trabajas, la emoción y el peligro no te dejan pensar en la fatiga.
Cuando no trabajas, vives de los ahorros. No tienes que llenarte de grasa bajo un camión.
—¿Y el miedo? ¿Y la muerte?
—La muerte no es más que una bala que equivocó el camino. El miedo es el gran enemigo. El pánico al que hay que vencer. Los de enfrente no son congoleños, ni nigerianos ni tropas de la ONU… Son miedo, y hay que luchar con él en cada batalla y en las emboscadas. Eso es lo más divertido: ganarle al miedo; correr menos que él.
¿Era eso realmente lo que iba buscando en cada nueva guerra: vencer su propio miedo? Tal vez. Y tal vez sea ese también el auténtico motor de los valientes.
¿Hasta qué punto es una droga? ¿Hasta qué punto constituye en algunos un placer casi sexual superar sus temores? ¿Cuántas hazañas maravillosas son hijas de la más escondida cobardía?
Quizá —como él mismo aseguraba— René hubiera continuado siendo un tranquilo mecánico de Lyon, de no surgir el asunto argelino. Allí le acostumbraron a matar, torturar, asesinar y violar en nombre de supuestos derechos colonialistas, y eso habría de marcar su vida. Lo malo de Argelia, como del Vietnam, como la mayor parte de las guerras, no son los muertos —que se entierran—, sino la cantidad de desquiciados que quedan luego sueltos por el mundo.
René no era más que un inadaptado que necesitaba una guerra para sentirse «alguien». Que yo sepa, Tombalbaye no llamó en su ayuda a los profesionales.
En Sudán capturaron recientemente algunos, que fueron sumariamente pasados por las armas. Nunca pude saber si René se encontraba entre ellos.
A veces, después de cenar, íbamos a dar un paseo por la ciudad, llegando hasta la orilla del río o al único bar con cerveza y billar. Cuanto tiene de espantoso Fort-Lamy bajo el calor del sol, lo tiene de agradable en la noche tibia. A partir de las nueve, las calles quedan desiertas, y en las tinieblas no se escucha más que el canto de las aves nocturnas y algún perro ahuyentando a los chacales. Las voces resuenan contra las paredes de barro de las casas indígenas, o se deslizan sobre el río que corre calmoso en busca del gran lago.
Cuando la luna está llena, deslumbra desde un cielo sin nubes, y es bueno sentarse entonces a contemplar las aguas y, en la otra orilla, el Camerún.
Largas charlas hasta el amanecer con el exlegionario propietario del hotel, el delegado de la «Comisión de las Naciones Unidas para la Abolición de la Esclavitud» y un importador de agua griego.
Allí, a orillas del Chari, junto a uno de los mayores lagos de la Tierra, existe, sin embargo, un hombre que vive de importar agua; de traerla en botellas en largas caravanas de pesados camiones que tardan diez días en atravesar el Sáhara desde Argel. Cinco francos cuesta en Fort-Lamy una botella francesa de agua de Evian, y no se puede soñar en tomar otra, porque la infección lleva a la tumba en poco tiempo.
Esos, más que los leones, las serpientes o el Mau-Mau, constituyen los auténticos peligros del África: mosquitos, infecciones, aguas contaminadas, disenterías agudas, amebas, lepra…
Pero allí, a orillas del Chari, no se pensaba en ello, y se discutía durante horas de lo divino y lo humano. Del pasado de África; del presente de África; del confuso futuro de África.
Quien no conoce el Chad no conoce África.
Las orillas del gran lago no son sólo su centro, sino también su esencia. Hay un África de racismo en Johannesburgo; otra, de leones, en Kenya; una tercera, de conflictos, en Nigeria; una cuarta, de sed, en el Sáhara; una quinta, de mezquitas, en Marruecos; una sexta, de pirámides y política, en El Cairo… Y una séptima, y octava, y novena… Porque el continente es demasiado grande y diverso, poblado por demasiadas razas y demasiadas gentes distintas.
En Chad, pese a su soledad y lejanía, coinciden mercaderes árabes que descienden de Libia y Argelia; traficantes haussa —los gitanos— que llegan de Kano; sudaneses y senegaleses que vienen en busca de la sosa del lago; negros del Camerún que cruzan el río; pamúes o fangs de Guinea y Gabón; pastores fulbé; congoleños…
En Chad chocan, se entremezclan, intercambian productos y culturas; crean una nueva raza que tiene algo de bantú, de targí, de buduma, de árabe, de francés, de griego…
El nativo del bosque, de color betún y semidesnudo, se sienta junto a la mujer del Norte, cubierta por mil haiques y rostro oculto, mientras su vecina lleva tal vez los pechos al aire.
¿Cabe imaginar un punto de América en el que conviviesen indios de la selva, pastores andinos, pescadores antillanos, ejecutivos de Nueva York, vaqueros de Texas y esquimales del Canadá…? Eso es Chad para África, y por ello vale la pena —pese al calor— pasear por sus calles; detenerse en su mercado; hablar con los que pasan. Cada cual cuenta algo nuevo; cada quien tiene un problema distinto; todos desprecian a todos.
El racismo en el continente no tiene cura. No la tendrá en siglos, lo cual no impide que convivan en la más absoluta promiscuidad. Tal vez cuando el número de mestizos supere al de las razas puras, todo se solucione por sí mismo.
Por extraño que pueda parecer, el racismo africano no es físico, sino mental.
Todos están de acuerdo en que los otros son inferiores, pero todos están de acuerdo —también— en que nada de malo tiene mantener relaciones íntimas con ellos. Quizá la única excepción sea el caso de la mujer europea y el hombre de color. Aunque en el fondo —si ocurre—, los africanos se sienten satisfechos. Cuando una europea se une a un africano, es como si humillara a todos los europeos; a todos los colonizadores; a todos aquellos que durante cincuenta años humillaron a los africanos quitándoles sus tierras, sus riquezas y sus mujeres.
En cierta ocasión, en Lagos, la esposa de un funcionario inglés abandonó a su esposo y se fue a vivir con un estudiante nativo. El funcionario no protestó —dicen que a él también le gustaban más los estudiantes nativos que su esposa—, pero sus compañeros de club se ocuparon de enviar matones que imposibilitaran la vida de la pareja. Aunque cada día ellos perseguían muchachas indígenas, el «honor» de los blancos no podía consentir semejante escándalo.
Consiguieron devolver la mujer a Inglaterra y expulsar al muchacho de la Universidad. En aquel tiempo me pareció una canallada, pero cuando años después vi cómo Sudáfrica condenaba a los bantúes a muerte cuando habían mantenido relaciones con blancas, la historia de Lagos me pareció un juego de niños.
¿Puede alguien extrañarse del odio africano hacia los blancos?
Por fortuna, en Chad siempre ha habido pocos blancos, y estos han sido en su mayoría franceses.
Debían ser franceses precisamente quiénes me proporcionaran uno de los espectáculos más espeluznantes con que habría de enfrentarme en mi vida.
Fue el 10 de diciembre de 1970. Llegando desde Libia, debía reunirme en For-Lamy con mis compañeros de Televisión, que estaban rodando en el Tibesti parte de un reportaje sobre la guerra civil. Tenía que hacerme cargo del equipo, terminar el rodaje y seguir viaje a la Guinea de Sékou-Touré, que acababa de ser invadida por comandos mercenarios.
A media mañana, un paracaidista nos informó de que once compañeros suyos habían muerto días antes en una emboscada de los guerrilleros. Los cadáveres permanecían encerrados en un pabellón del cementerio, aguardando la oportunidad de enviarlos a Europa. Todo se mantenía en el más estricto secreto militar. Ni al gobierno de Fort-Lamy, ni al de París, les interesaba que corriera la voz de que paracaidistas franceses estaban muriendo en Chad.
Oficialmente, Francia no intervenía en la guerra civil. Hasta el presente nadie podía demostrar lo contrario.
Después de comer, con las cámaras ocultas bajo los asientos, enfilamos la carretera del Norte, bordeando el río hasta el cementerio. Éramos cuatro:
Michel Bibín —uno de los mejores cameraman del mundo—; mi ayudante, Tacho de la Calle; Jesús González-Grim, jefe del equipo de Tibesti, y yo.
El cementerio aparecía desierto, y el único pabellón, cerrado con cadenas y candados. Tuvimos que recorrer todas las chozas en dos kilómetros a la redonda hasta localizar al guardián del camposanto. Nos costó cien francos CEFA que nos entregara las llaves. Arrastrándonos para que no nos vieran desde la carretera, saltando de tumba en tumba como ladrones o profanadores, llegamos al pabellón, que González-Grim comenzó a abrir.
Aguardamos, agazapados, con miedo y repugnancia. Por un lado estaba el temor a ser descubiertos, lo que nos hubiera costado años en una cárcel chadiana; por otro, la desagradable sensación de estar violando el descanso de los muertos.
Cuando la puerta se abrió, un vaho pestilente de cuerpos en putrefacción nos golpeó el rostro. Resultaba imposible soportarlo. Cubriéndonos la cara con pañuelos, saltamos dentro. Bajo el sol africano, el pabellón cerrado se había convertido en un horno a más de cincuenta grados centígrados. Los ataúdes descansaban sobre simples caballetes de madera, pero uno había reventado, dejando al descubierto un cadáver agusanado, mientras en el suelo aparecía un charco negruzco. Al no poder refrigerarlos, dentro de cada ataúd se había introducido carbón, que debía absorber los gases de los cuerpos en descomposición, pero eso no había bastado. Varias cajas más parecían a punto de reventar.
Me sentí incapaz de resistir el espectáculo, y salí al aire libre, a devolver cuanto había comido en una semana. Los otros me siguieron. Meses antes, tanto Bibín como yo habíamos acudido al terremoto del Perú, en el que perecieron más de cien mil personas. Aquello, no obstante, era distinto.
El calor, asfixiante. El olor, insoportable. La vista de la muerte, inenarrable.
Nunca nada estuvo tan muerto como aquel pobre paracaidista francés en un cementerio del Chad.
Me negué a volver dentro y me fui lejos, a pasear por la orilla del río, intentando recuperar la respiración y el color. Tacho me siguió. González-Grim insistía en que aquella era, periodísticamente, la ocasión del año. En esos momentos me importaba un rábano el periodismo y la Televisión. No quería saber nada más de todo aquello.
Regresaron, rodaron la escena y esa noche González-Grim voló a Europa con su sensacional filmación bajo el brazo. Los «altos jefes» de Televisión, temiendo meterse en problemas políticos al demostrar que Francia intervenía en la guerra del Chad, mandaron destruir el negativo.
Aquel fue un día que nunca debió existir.