Constituidas por los caprichos de unos políticos que jamás han puesto el pie en el continente, algunas naciones africanas albergan en su seno un maremágnum tal de razas, lenguas, costumbres y religiones, que les resulta imposible convivir con armonía. Al propio tiempo, aquellos que formaron durante cientos de años auténticas comunidades, se ven separados, siendo ahora parte de dos, e incluso tres países distintos.
A nadie puede extrañar que, a la vista de este hecho, África tenga que sufrir hondas transformaciones políticas y las rayas de colores de su mapa oscilen hasta encajar al fin de modo más natural y lógico en las aspiraciones de sus gentes.
El ejemplo nigeriano constituye probablemente uno de los más representativos. Por las características de su forma de vida y sus razas, habrá de sufrir terribles convulsiones internas antes de llegar a la paz y la serenidad necesarias para su perfecto equilibrio.
Los párrafos anteriores corresponden a mi libro «África encadenada», escrito y publicado a mi regreso del continente en 1963. Cuatro años más tarde estallaba en Nigeria la terrible guerra tribal de Biafra. A esta seguía la «guerra olvidada», del Chad, e inmediatamente las de Sudán y Burundi, efectos, todas, de la misma causa; frutos de idéntico error político.
No me enorgullece haber ejercido de oráculo o pájaro de mal agüero. No tiene mérito, pues resultaba claro, para quien recorriera Nigeria en 1961, que los odios de razas, las tensiones religiosas y los intereses económicos acabarían por hacer estallar el país.
Nigeria, antigua colonia inglesa, independiente desde el primero de octubre de 1960, alberga entre sus fronteras a la quinta parte de la población total de África, y con sus cincuenta millones de habitantes constituye un país inmenso, complejo y sorprendente.
Se encuentra dividida por el río Níger y su afluente, el Benué, en tres grandes provincias: La del Norte —mayor que las otras dos juntas— es la tierra de los haussa, de los fulbé, de los kanuri, e incluso de los kotoko de las orillas del lago Chad. Nigeria comienza por el Norte en el Sáhara de los hombres de la llanura, de los tuareg y el eterno camello, y continúa luego hacia el Sur por las grandes praderas secas y las sabanas verdes, por las que corren manadas de bestias salvajes, para acabar, al fin, en las espesas, húmedas e impenetrables selvas de la costa guineana.
¡Qué gente tan distinta la del Sur!: en el Este, los yoruba, agrupados en grandes núcleos urbanos; al Oeste, los ibo, individualistas y extraordinariamente inteligentes y activos. Haussa y fulbé son mahometanos; los yoruba, animistas; los ibo, cristianos. ¿Idiomas?
Oficialmente el inglés, pero existen 250 tribus, y cada cual tiene su propia lengua y sus propias costumbres. ¿Cómo pueden formar un solo país?
Es este, no cabe duda, un gran misterio. Misterio que yo —en mi ignorancia— trataba inútilmente de aclarar aquel 1§ de octubre de 1961 —primer aniversario de la Independencia— en que puse los pies en Lagos, la capital.
Entré en ella por la carretera de Ikeja —la más concurrida del continente—, en la que todo el mundo conduce por la izquierda como en Inglaterra.
Cuando se deja atrás la estación del ferrocarril, sorprende el enclave de la ciudad, apelotonada en el centro de una pequeña isla, con los barrios residenciales en otras dos: Ikoyi y Victoria, unidas a la península de Iddo y a tierra firme por el largo puente de Carter.
A la izquierda se extiende el barrio más miserable y sucio de África, y casi inmediatamente comienzan a aparecer enormes edificios; auténticos rascacielos que sorprenden por el brusco contraste. Luego, por un bello paseo marítimo y dejando a un lado el campo de fútbol, se llega al «Hotel Federal Palace».
¡Qué explosión de color! Las fiestas de la Independencia estaban en su apogeo, y de todos los rincones del país habían llegado gobernadores, caciques y reyezuelos ataviados con sus trajes típicos. La mayoría se hospedaban en el hotel e iban de un lado a otro envueltos en sus enormes turbantes; cubiertos con largas túnicas que arrastraban por la alfombra, acompañados de hermosas mujeres oscuras como la noche, pero con el arco iris completo en sus vestidos.
Y a su lado, docenas de otros africanos de bombín y paraguas —sombras de los gentlemen ingleses de la Citytan satisfechos con su indumentaria, a todas luces inapropiada al clima— como lo estaban los reyezuelos con sus espadas de plata a la cintura.
Días más tarde vería a un juez de color, con toga y peluca como si en lugar del tórrido calor de Lagos estuviera en el frío Londres. Y en el hotel se exigía corbata para tomar el té de las cinco, y etiqueta para la cena y el baile.
¡Oh, Inglaterra! Adondequiera que vayas llevas contigo el espíritu y la letra; lo esencial y lo superfluo.
En Nigeria lo inglés está en todo: en las costumbres; en el tráfico; en el idioma…, pero todo lo inglés se odia.
Ya lo he dicho en otra ocasión. El África francesa ama a Francia; el África inglesa aborrece a Inglaterra.
Y a través de Inglaterra, a todo lo que sea blanco, europeo, «no africano».
¿Por qué? Inglaterra ha dado más progreso, más libertad, más técnica y más dinero a sus colonias que Francia a las suyas. Les ha dado también la independencia más fácilmente, sin necesidad de revoluciones o sangre en muchos casos. Fundó escuelas y universidades, llevó a Londres a los africanos más inteligentes y los preparó para el futuro… ¿Por qué ese trato ahora, frente al que recibe Francia, siempre mucho más egoísta, más avara, más despreocupada por el bienestar de sus colonias?
Sólo hay una respuesta: Racismo.
El inglés siempre fue racista, despreció al indígena y lo trató como a un inferior aunque se graduara en Oxford. «Conservó las distancias», y esa es la distancia que lo separa ahora de sus excolonias. El francés fue más sencillo, más amigable, más capaz de compartir su vida con el nativo, aunque eso era lo único que le dejara compartir y todo lo demás se lo estuviera robando descaradamente. El africano prefiere el robo a la altivez; la explotación, al racismo. África ha perdonado a Francia la expoliación, pero no ha perdonado a Inglaterra el desprecio.
Una semana me bastó para visitar Lagos; de los misérrimos barrios de Yaba y Ebute Metta —auténticos vertederos humanos— a las villas de Victory Island, pasando por el centro comercial de kingsway, donde se puede comprar desde un turbante de tres chelines a una lancha fuera borda de doscientas cincuenta libras nigerianas.
Lagos no tiene mucho que ofrecer al extraño. Como la mayor parte de las ciudades coloniales africanas, parece andar buscando aún su personalidad, siempre en inestable equilibrio entre un africanismo adulterado y un falso europeísmo.
En la laguna, los nativos lanzan sus redes prehistóricas junto a los más modernos buques de todos los puertos del mundo. En el «Federal Palace» —el hotel más caro del continente— cada huésped dispone de su propio criado de librea, que cuando acaba su jornada de trabajo cambia la librea por un simple paño atado a la cintura. Las más bellas muchachas del África Occidental pasan vistiendo los últimos modelos de París, pero luciendo al propio tiempo pelucas de los tiempos del Rey Sol.
Fuera de sus contrastes, la ciudad es activa, inquieta, vivaz. Ha quedado muy lejos la decadencia de Monrovia, la paz de Abidján o el tranquilo reposo de Cotonou. Lagos es como el Nueva York de África: combativa y egoísta, comercial y aprovechada. Todos quieren hacerse ricos, y cualquier camino parece válido: la política, la especulación, el contrabando o el tráfico de esclavos.
No creí nunca que Lagos fuera la auténtica Nigeria, ni aun la más interesante de sus ciudades cuando tanto había oído hablar de la populosa Ibadán y la legendaria Kano de las mezquitas.
Ibadán, con sus setecientos mil habitantes albergados en chozas de un solo piso, está considerada, con razón, la mayor ciudad auténticamente negra del mundo; un mar de paredes de adobe y techos de cinc en que apenas puede encontrase media docena de hombres blancos.
Decidí conocerla, y un taxi colectivo que compartí con cuatro yoruba parlanchines, me llevó en tres horas a través de los ciento sesenta kilómetros de la selva que la separan de Lagos.
Es, desde luego, la más africana de cuantas ciudades haya visto en mi vida; mundo negro mil por mil; un sinfín de chozas agrupadas sin orden ni concierto, abigarrado hormiguero humano; pesadilla de urbanistas.
Y por todas partes, hombres semidesnudos junto a infinidad de estudiantes de toga y birrete azul; los eternos contrastes de África que hacen que esta ciudad que nada tiene, posea, sin embargo, una de las mejores universidades del mundo, ligada directamente a la de Londres.
De ella han salido los hombres más importantes del país, y en ella enseñan los más privilegiados cerebros de piel oscura que se conocen.
¿Qué hacer en Ibadán cuando se han visto diez chozas de barro y se comprueba que todas son iguales? Los estudiantes no quieren hablarnos; no quieren saber nada de los blancos, y hasta me cuesta trabajo entenderlos.
Hablan yoruba, o un inglés fuerte, rápido, despectivo, entremezclado de palabras dialectales que hacen inútil cualquier esfuerzo por seguir la conversación.
Al fin emprendí el larguísimo viaje de Ibadán a Kano, en un tren atestado de gente sudorosa, maloliente y antipática. Cuarenta horas oyendo dialectos o soportando insultos. Nada decente que comer; Coca-Cola caliente por toda bebida, durmiendo entre un haussa esquelético y una gorda inmensa que eructa ininterrumpidamente.
Horas y horas de selva bajo una lluvia torrencial. Luego, hierba y árboles aislados en llanuras sin límites. Al fin, la pradera secándose a ojos vistas, camino del desierto, como si en lugar de un país estuviese recorriendo una lección de geografía. Los tres paisajes de África: selva, pradera y desierto, tan seguidos, que se diría que están puestos allí, tras la ventanilla, para que yo pueda aprendérmelos de una vez para siempre.
Y en el centro, el Níger, ancho y caudaloso, aún navegando en Jabba. Me habían advertido que el puente sobre el río es una obra digna de ser tenida en cuenta, pero lo tenía bajo mis pies, bajo las ruedas, y no pude verlo, aunque lo intenté. Vi, eso sí, el río y los barcos buscando puerto. Estábamos casi a quinientos kilómetros de la costa, pero apenas a cien metros sobre el nivel del mar. Todo era llanura hasta la desembocadura, y el Níger corría pausado, monótono y cansino.
Más adelante se romperá en un inmenso delta de noventa bocas que se abren en un frente de trescientos kilómetros, gigantesco pantanal laberíntico, una de las regiones más insanas y desagradables del Planeta.
Y, al fin, Kano, puerta del Sáhara, ciudad de leyendas que, con Tombuctú, se reparte la capitalidad del mundo subdesértico.
Si el lago Chad está considerado el centro geográfico de África, Kano —a seiscientos kilómetros— es su centro natural. Su aeropuerto era —hasta la llegada de los gigantescos reactores de largo alcance— escala obligada de todos los aviones que recorrían el continente de Norte a Sur y de Este a Oeste, y aún hoy sigue siendo la encrucijada de Nigeria y todo el centro de África.
De Kano parten las caravanas —antes de camellos, ahora de camiones— que atraviesan el Sáhara hasta Argelia, y es paso obligado de quienes vienen de la costa oeste, de camino hacia Sudán o Egipto.
Kano equidista del Senegal, de Marruecos, del mar Rojo, del lago Victoria, de Angola, e incluso, casi, de la pequeña isla de Santa Elena, último refugio de Napoleón.
Kano está enclavada, por último en pleno corazón del mundo de los esclavos, y cerca de ella —no por ella misma— cruzan los mercaderes malditos, que han ido cazando hombres, mujeres y niños por todos los países vecinos: de Liberia al Gabón; de Malí a Dahomey, y los llevan a vender a La Meca.
Treinta mil nuevos esclavos entran cada año en Arabia —según cifras oficiales de las Naciones Unidas—, pero muchos más pasan por las cercanías de Kano y no alcanzan nunca su destino. Unos son vendidos por el camino, pero la mayoría muere de hambre, sed, desesperación y malos tratos. Al esclavo que trata de huir, sus captores lo condenan a muerte.
Un millón de esclavos viven hoy en Arabia; varios millones más, a todo lo largo y ancho de África, y los precios que se pagan por ellos —mil dólares por una muchacha virgen; quinientos por un hombre fuerte— convierten su tráfico en uno de los negocios más lucrativos del continente. La mercancía no cuesta nada —tan sólo hay que capturarla en las chozas aisladas o a la orilla de los ríos— y se conserva en magníficas condiciones con un poco de mijo y agua.
«Es como ir cortando margaritas en un prado hasta reunir un buen ramillete y venderlo a precio de orquídeas».
Cuatro o cinco hombres salen a pie de Costa de Marfil, Gabón o cualquier otro rincón del continente. Llevan buenas armas, dinero para las provisiones y un guía experto que conoce bien los más apartados caminos. Cuando llegan a las afueras de un poblado o a una cabaña solitaria, se apoderan de una criatura, de una mujer joven o un hombre bien constituido. Le ponen una cadena al pie o le atan las manos a la espalda y lo obligan a caminar ante ellos. Cuando los familiares se vienen a dar cuenta, ya están lejos, muy lejos, hacia el Norte.
Nuevo poblado y nueva captura —«como cortar margaritas»…, me decía un miembro de la Sociedad Antiesclavista de Londres destacado en Kano—, «un hermoso paseo…».
Cuando alcanzan los límites de las selvas y llegan a las praderas abiertas o el desierto, tienen ya treinta o cuarenta víctimas con ellos. Demasiadas, pero deben contar con las pérdidas del viaje. En este negocio no hay Compañía de Seguros que pague la mercancía estropeada.
Viene entonces la parte más difícil. Viajar de noche y ocultarse de día. A veces emplean camiones; otras, aprovechan los ríos, que recorren en grandes almadías. Lo normal es seguir a pie, en un itinerario que puede durar meses.
Los escondidos senderos —alejados de toda ruta comercial— que siguen los traficantes de esclavos a lo largo del Sáhara o las grandes praderas africanas se encuentran jalonadas por pozos secos, anchos y profundos. Una noche de viaje separa uno de otro. Cuando llega el amanecer, los esclavos son obligados a descender al fondo de esos pozos y permanecen allí durante el día, con un calor asfixiante, sin poder respirar apenas. Una «giraba» de agua y un puñado de mijo o maíz es cuanto les dejan. Como los pozos no tienen brocal y están cavados a ras de tierra, resulta imposible distinguirlos para quien pase a menos de veinte metros de distancia. Sería necesario un servicio de helicópteros que cubriese toda la inmensidad del desierto para lograr localizar a esas pobres gentes hacinadas a seis metros bajo tierra.
No tienen sitio para acostarse, y deben dormir acurrucados, peleándose y matándose por un metro de espacio o un sorbo de agua.
Con la caída de la tarde, les lanzan una escala de cuerda y se reanuda la marcha. Algunos, los más débiles, han quedado allá abajo, muertos. Los demás continúan su camino en la noche.
La mitad, tal vez la tercera parte, llegarán a Suakin, a orillas del mar Rojo. Su destino será entonces peor que el de los muertos.
Conocí en Chad a un sueco. Figuraba como miembro de la «Comisión Económica de Ayuda a Países Subdesarrollados», pero en realidad no era otra cosa que el delegado para la zona de la «Comisión de las Naciones Unidas para la Abolición de la Esclavitud», cosa que se libraba muy bien de pregonar, pues le hubiera costado la vida. Había pasado varios años a orillas del mar Rojo al mando de las lanchas rápidas que trataban de controlar el tráfico de esclavos desde Suakin y Port-Sudán al puerto de Jidda, ya en Arabia, muy cerca de La Meca.
—Tuvimos que abandonar la lucha —confesaba amargado—: Los traficantes eran demasiado astutos. Embarcaban a los esclavos en lanchones de vela que tenían dos grandes aberturas a los costados. Los cautivos iban en la bodega, cada uno con una gran piedra atada al pie. Si nuestras patrullas aparecían por babor y se aproximaban con intención de registrar el carguero, los traficantes abrían la compuerta de estribor y lanzaban al fondo del mar a aquellos desgraciados. Cuando abordábamos la embarcación, no había en ella más que sacos de maíz e individuos que fingían inocencia. Jamás los cazamos con las manos en la masa, y éramos culpables indirectos de la muerte de docenas de inocentes. Llegamos a la conclusión de que necesitábamos detenerlos mucho antes. Por eso estoy aquí.
—¿Y ha logrado algo?
Agitó la cabeza tristemente, con amargura:
—Poco, muy poco —confesó—. No tenemos fuerza, ni apoyo, ni dinero. Las autoridades de estos países se dejan comprar por los traficantes para que hagan la vista gorda, y no hemos logrado crear nuestra propia Policía. Necesitamos armas, gente y respaldo de los grandes Gobiernos. Dinero, para comprar información… Los indígenas saben muchas cosas sobre las rutas de los esclavos, pero no hablan por miedo, habría que darles dinero para que denunciaran a los traficantes.
—¿Quiénes manejan ese tráfico? —quise saber.
Se encogió de hombros.
—Toda clase de gente —señaló—. Incluso europeos, aunque ellos no intervienen directamente en la caza de los esclavos. Más bien actúan como dirigentes, desde El Cairo o Addis-Abeba… También hay algunos pilotos que los trasladan en la última etapa del viaje hasta los Emiratos… —Hizo una pausa—. En realidad, la mano de los blancos suele estar más arriba, a nivel internacional. Cada vez que la ONU trata de tomar medidas contra los países que aceptan la esclavitud, alguien se interpone… La razón, amigo mío, es la que mueve al mundo… ¡Petróleo!
—¿Petróleo?
—Exactamente —recalcó—. Todos esos emires y príncipes tienen toneladas y toneladas de petróleo, y gustan de los esclavos. No es únicamente para conseguir carne fresca para sus harenes, o por el gusto de violar muchachitos… Es ya casi una tradición histórica; una necesidad de sentirse superiores… Pese a sus millones; pese a sus Cadillac de oro, sus doscientas mujeres y su corte de aduladores, esa gente padece en el fondo de gran complejo de inferioridad. De unos años a esta parte, el petróleo los ha convertido, de mugrientos pastores de la Edad Media, en los más poderosos señores del mundo, que se permiten poner en peligro la civilización por el simple gesto de cortarle el suministro de energía. Pero, en el fondo, están conscientes de su ignorancia, y de que sin ayuda ajena no sabrán ni extraer ese petróleo del que tanto presumen… Van a Europa y se gastan fortunas en los Casinos, pero sienten que se los miran como a monos de feria, y si de pronto la Humanidad dejase de necesitar petróleo, volverían a morirse de hambre en sus desiertos.
—¿Qué tiene eso que ver con la esclavitud? —quise saber, un tanto desconcertado por la larga perorata.
—Ser dueños de la vida de esos seres humanos; poder jugar con ellos a su antojo e incluso matarlos en un momento de hastío, es la máxima sensación de poder que se puede experimentar… A menudo compran hombres jóvenes y fuertes, buenos corredores, para divertirse dándoles caza como si fueran antílopes.
—No puedo creerlo —negué, convencido.
—Como quiera… —Se encogió de hombros—. Si algún día pasa por Londres, no deje de visitar el 49 de Vauxhall Bridge. Pregunte allí por el coronel Patrick Montgomery, secretario de la anti-Slavery Society, y dígale que va de mi parte. Podrá mostrarle documentos irrefutables, cifras exactas sobre el número de esclavos y sobre los tres mil harenes que aún funcionan en el Oriente Medio. Algunos, como el del sheik Suleiman al-Huzaul, cuentan con más de cincuenta esposas y centenares de esclavas.
—¿Por qué no se escribe más sobre esto? ¿Por qué no se combate…?
—¿Cuándo ha visto a una gran potencia luchando de verdad en favor de los miserables? Existió el «Escuadrón Blanco», pero lo aniquilaron.
—¿Qué era el «Escuadrón Blanco»?
—Una asociación de idealistas de todo el mundo, que se propuso combatir el tráfico de esclavos en la frontera libio-sudanesa. Jóvenes de las más distintas nacionalidades que, por amor al prójimo, sin recibir premio alguno, e incluso teniendo que pagarse sus propios gastos, sus armas y sus camellos, se establecieron en Trípoli, extendiéndose por todo el desierto, en un intento de patrullar un área de tráfico gigantesco. Los fueron matando uno a uno hasta su extinción total. Cuando vaya a Trípoli podrá visitar su Cuartel General.
Años más tarde, cuando visité el Trípoli del coronel Gadafi, me mostraron el viejo palacio que había constituido la base del Escuadrón, pero nadie quiso darme una información exacta de lo que había ocurrido con sus escasos supervivientes. Para la Nueva Libia de Gadafi, el «Escuadrón» no era más que una muestra del «imperialismo colonialista».
Sin embargo, con los años, todo cuanto aquel día me contaron sobre el tráfico de esclavos y todo cuanto más adelante pude averiguar sobre el «Escuadrón» me daría pie para escribir «Ébano», una de mis novelas que más aprecio.
Pese a ello, siempre abrigué el convencimiento de que escribir una novela o un cierto número de reportajes no bastaba. Lo lógico, lo importante, hubiera sido quedarse allí y ayudar a un sueco amargado a luchar contra el tráfico de esclavos.
Mas, para eso, me faltaba valor.