9. NUNCA EN ÁFRICA

Costa de Marfil era un país sin aventura.

Lo único destacable era aquella paz; aquella tranquilidad dentro del agitado mundo negro; la simpatía de su gente. Nada que pudiera interesar a los lectores futuros.

En poco más de una hora, un avión me depositó en el aeropuerto de Accra, en Ghana, donde un policía malcarado me señaló que el Gobierno de Kwame Nkrumah —de claras tendencias comunistas— no tenía el menor interés en recibir la visita de un aprendiz de periodista occidental. Cortésmente me invitaron a seguir viaje.

La próxima escala era Cotonou, en el pequeño Dahomey, y allí me quedé, aunque no tenía visado de entrada en el país. Una amable azafata de tierra de Air France se apoderó de mi pasaporte, entró en la oficina de aduanas, le puso tranquilamente un sello y me lo devolvió sin más problemas. Dos semanas después, la Policía me buscó para expulsarme, pero por el momento pude quedarme en la pequeña Cotonou, hospedado en un hotel de la playa y atendido por la más hermosa hotelera que haya visto en mi vida.

Michele, natural de Marsella, hija de los dueños del «Hotel France»; veintidós años… Un imposible amor de juventud.

Juntos recorrimos al caer la tarde la gigantesca playa ante el hotel, llegando hasta la punta del espigón de hierro y madera, en el que los indígenas pescaban, sin necesidad de cebo, pequeñas sardinas. Juntos paseamos por entre los gigantescos bloques de cemento armado —de extrañas formas— que habrían de constituir la base del nuevo puerto, y juntos fuimos a un cine al aire libre, en el que infinidad de nativos chillaban siguiendo las incidencias de un western calamitoso. Cuando el malo estaba a punto de violar a la muchacha, un negrazo enorme se subió a una silla y comenzó a golpear en la pantalla el rostro del canalla. Luego apareció el bueno y se tranquilizó, pero cuando de nuevo el malo pareció ir ganando la pelea, alguien le arrojó desde la última fila una botella de cerveza que reventó con fuerza contra la pared.

Como esa pared no era otra que la parte posterior del hotel, resultaba difícil conciliar el sueño entre los aullidos y las risas de los espectadores.

Entrañable Dahomey; diminuto país lleno de encanto, infectado de serpientes.

—¡Ojo con ellas! —me advirtió Michele el día que se atravesó una en el camino—. No se te ocurra matarla. Si te ven haciéndoles daño, morirás antes de veinticuatro horas…

El caimán es la bestia sagrada de Costa de Marfil; la araña reina en Camerún; allí, en Dahomey, la ofidiolatría es la más firme y arraigada de todas las creencias.

En consecuencia, es también el país de los venenos y los envenenadores, que tienen fama no sólo en el continente, sino incluso en el mundo. En Dahomey, existen venenos que matan al instante entre horribles dolores, y otros que actúan con el tiempo, cuando la víctima está a miles de kilómetros, tal vez en la vieja Europa.

Líbrese el hombre blanco de buscarse una enemistad profunda en Dahomey.

Nunca nadie —ni aun haciéndole la autopsia— sabrá de qué murió. Un brujo cualquiera; un veneno muy especial; una enfermedad desconocida… Un enemigo menos…

Fetichismo y feticheros; hechicerías y hechiceros; brujerías y brujos…

Para el hombre blanco todos son iguales, y sin embargo, nada hay en el mundo tan opuesto, tan irreconciliablemente enemigo.

Hechicero y brujo vienen a ser lo mismo, aunque se los distinga en algunos lugares. Son los portadores del mal, practicantes de la magia negra, que atraen sobre el hombre todos los espíritus diabólicos, la enfermedad, e incluso la muerte. Entre sus poderes se les atribuye incluso el de la conversión en bestias, lo que ha dado origen a las leyendas de los «hombres pantera» y los «hombres leopardo».

Frente a ellos, combatiéndolos, se alzan los feticheros, también dotados de extraños poderes, pero puestos siempre al servicio del bien.

Por lo general, suelen ser curanderos y conocedores de herboristería, que sanan a los enfermos, los libran de los ju-ju, o los bortis —los espíritus malignos—, y forman una mezcla primitiva de médico y psiquiatra.

Se asegura —algunos blancos juran haberlo visto— que pueden resucitar a los muertos o convertirlos en el árbol que preferían en vida. Libran una feroz lucha con brujos y hechiceros, y viven de vender amuletos a los indígenas. Aún es posible verlos por las calles de Cotonou y Ouidah, cargados con mil extraños objetos —de rabo de mono a pico de loro, pasando por piedras y yerbajos secos— listos para poner en comunicación a los mortales con el Todopoderoso Vodú-Fá, señor de los cielos y la tierra.

También acostumbran colgarse del cuello grandes rosarios de cuentas negras que llaman «bokonos» y le sirven para leer el futuro arrojándolos al suelo y observando la posición en que quedaron.

Había entonces uno que se sentaba cada mañana a la puerta de un moderno edificio y daba sus consejos a todo el que lo pedía sin aceptar nada a cambio, pero en estos años han dejado de ser cosa corriente en las ciudades, y hay que adentrarse en los poblados de la selva para asistir a una ceremonia en honor a Eleg-bá la diosa de la fertilidad, o de Azoón el protector de los hogares.

También se puede encontrar en Dahomey a quienes —para demostrar que no mienten— se colocan por tres veces una azagaya al rojo sobre la lengua. Si salen indemnes, son sinceros; si se queman, mienten.

Cuando dos individuos se disputan el derecho a una propiedad, o el amor de una mujer, se les invita a tomar veneno. Normalmente, el que no tiene razón se niega, pero si acaban tomándolo ambos, el que vomita y sobrevive se considera auténtico dueño o merecedor del amor de la bella. Si los dos mueren, la propiedad pasa a poder del brujo, y la muchacha tiene que buscarse otro novio.

En Ouidah —una ciudad relativamente moderna— existe aún el Templo de las Serpientes, en el que vírgenes vestidas de blanco se dedican exclusivamente a cuidar ofidios. Cuando alguna resulta mordida y muere, dicen que es debido a que perdió su virginidad y las diosas la castigaron.

Desgraciadamente, en el templo está rigurosamente prohibido tomar fotos al igual que en el lugar que muestran las mesas y los degolladeros donde se ofrecían sacrificios humanos a Eleg-bá.

En 1958, infinidad de dahomeyanos fueron expulsados de Costa de Marfil por asesinar a cientos de mujeres como culto a esta diosa sedienta de sangre.

—¿Podría ver una de esas ceremonias religiosas? —pregunté.

—Podrías —me contestó el padre de Michele—. Pero sería lo último que vieras en este mundo. Este es el país más tenebroso de África, que es como decir del mundo. Aquí reinaron los ashantis y fue luego Costa de los Esclavos, y esos esclavos llevaron a América el Budú, que no es más que una caricatura de los auténticos ritos dahomeyanos. En Dahomey sólo hay algo menos importante que la vida de un hombre: la vida de una mujer.

—Eso es poco galante —comenté.

Rió.

—Aquí la mujer no vale nada —añadió—. El día que murió el último gran rey dahomeyano, enterraron con él —vivas— a sus trescientas esposas. En el interior del país, docenas de muchachas desaparecen y nadie se preocupa por ellas. Casi siempre acaban sacrificadas a Eleg-bá.

—¿Tú no tienes miedo? —le pregunté más tarde a Michele.

—Soy blanca —replicó— y, como los nativos dicen, «los blancos están contados». Si uno de nosotros desaparece, interviene la Embajada, el Gobierno, la Policía… Pronto o tarde se encuentra a los culpables y se les castiga. Pero si desaparece un indígena, sobre todo una muchacha, nadie reclama. «No están contados…». Es triste, pero cierto.

—¿Aun así te gusta este país?

—Aquí he vivido desde que era niña. A veces vuelvo a Francia por unos meses, pero siempre acabo por echar de menos mi pequeño Cotonou. Aquí estoy bien.

—¿Y el miedo? Las serpientes, el veneno, los raptos… La posibilidad de que cualquier día una revolución lo barra todo… Miles de blancos han muerto en África por culpa de esas revoluciones.

—Es nuestro riesgo. El precio que debemos pagar por lo que África nos ha dado. En Marsella, de niña, vivíamos en un cuartucho y no tenía zapatos.

Había guerra y miseria por todas partes… Y frío. Mi padre era estibador, con un jornal de hambre. Un carguero nos trajo. Mi padre fregaba las cubiertas; mi madre ayudaba en la cocina. Ahora tenemos un lindo hotel, me llaman Mademoiselle y viajo a Europa en avión, siempre que quiero. Esta es mi tierra, y esta es mi gente.

—¿Te casarías con un africano?

—No. Odio la discriminación, y «ellos» me discriminarían. La blanca que se casa con un africano no está bien vista, ni por unos ni por otros. Sus hijos siempre son infelices. Puedo enamorarme de un africano, pero no casarme aquí, en África. Tendríamos que marcharnos a Francia, o a América del Sur, donde la gente pudiera comprendernos. Pero aquí no. Nunca en África.

—¿Sucedería lo mismo si yo me casara con una africana?

—No.

—¿Por qué?

Meditó largamente. Estábamos sentados sobre una piragua varada en la playa, contemplando a un grupo de pescadores que remendaban sus redes. El sol se ocultaba más allá de las palmeras, a nuestras espaldas. La tarde estaba en calma, vistiendo ya su pijama de noche.

—No es fácil explicarlo —dijo al fin—. Todos parecen admitir que un blanco se pueda enamorar de una africana por algo más que su cuerpo. Puede enamorarse de su ternura, de su inteligencia, de su simpatía o feminidad…

Ocurre cada día. Pero nadie cree que una mujer blanca pueda enamorarse de un africano por las mismas razones. Piensan que se trata únicamente de una cuestión sexual. Creen que anda buscando esa virilidad de la que tanto se habla; ese estar más desarrollados, ser más potentes o aguantarse más tiempo. Es el más sucio y ruin de los prejuicios humanos, alimentado, sin duda, por blancos realmente inferiores.

—¿Y es cierta esa virilidad?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Lo único que sé es que en África también hay homosexuales e impotentes. Y problemas matrimoniales.

—Nunca se me hubiera ocurrido.

—Porque nunca pensaste en África más que como una gran pradera por la que corrían leones. Dime… ¿Cuántos leones has visto hasta ahora?

—Ninguno.

—Exactamente… Y sin embargo, mira a tu alrededor. Ese pescador quizá tenga problemas con su esposa. Los dos muchachitos que se paran a vender telas a la puerta del hotel son homosexuales, y el cocinero siempre anda refunfuñando porque no puede comprarse una nevera. Nuestro administrador lee a Proust, y tampoco ha visto jamás un león en la pradera. Ni siquiera ha visto la pradera…

—Esto no es lo que yo venía buscando —comenté.

—¡Oh! Lo sé —rió con amargura—. Tú quieres tipismo, brujos, leones y danzas rituales… Bien. Tienes suerte: también los encontrarás. Eso es lo bueno de África hoy. Todo está revuelto, confundido. Proust convive con los feticheros, y Freud, con los «hombres-leopardo». Lo importante es que no seas de los que tan sólo ven leones. Eso no es África. En África ya nadie lleva salacot, y ningún indígena llama bwana, al «gran cazador blanco».

—¿Por qué me lo dices en ese tono? —protesté—. Yo no tengo la culpa…

Se puso en pie, malhumorada, y echó a andar hacia el hotel.

—Me molestan los que vienen a «descubrir África» —masculló—. Me molestan los curiosos, incapaces de comprenderla…

Se fue, dejándome desconcertado y confuso. ¿Qué había hecho yo? ¿Qué fue lo que dije?

No me dirigió la palabra ni a la hora de la cena ni en todo el día siguiente. Al otro, sin embargo, me esperaba muy temprano, al volante de su viejo Simca.

—Hoy verás el África que quieres —dijo.

—¿Dónde vamos? —me atreví a preguntar cuando llevábamos ya un rato de camino.

—Al poblado lacustre de Ganvié —se dignó contestar—. «Very tipical». «Hombres blancos gustar mucho». «Bwana estar contento viendo africanos auténticos».

No puedo recordar cuánto tiempo anduvimos, pero sí que fue bastante, pese a que Michele corría como buena francesa en su viejo trasto. La carretera se fue haciendo cada vez más estrecha, cada vez más polvorienta, cada vez más invadida por la selva. Ya no era más que un triste caminejo a punto de desaparecer tragado por la espesura, cuando desembocamos a orillas del gran lago Nokoué.

Había un grupo de chozas indígenas, con piraguas varadas en la arena, y Michele contrató una tripulada por dos fuertes nativos que clavaban largas pértigas en el fondo del lago. Era una embarcación primitiva, labrada a fuego en un gran tronco de okumé, tan vieja y rajada que constantemente teníamos que achicar el agua con una calabaza y mantener los pies en alto.

El lago es muy poco profundo —un metro por término medio—, sin llegar a cuatro en su parte más honda. Una espesa vegetación, semejante a la totora del lago Titicaca o del Chad, lo cubría, sobresaliendo a veces hasta un metro sobre la superficie. Eso obligaba a las embarcaciones a seguir siempre estrechos canales abiertos entre la maraña de espesura y, con frecuencia, gruesas ramas rascaban la quilla, amenazando con un inesperado chapuzón.

Junto a la nuestra, marchaba otra piragua con cinco indígenas de gesto hosco, que en ocasiones se aproximaban gritando algo que no lograba entender. Me vinieron a la memoria las historias de asesinatos y desapariciones, y me pregunté —algo inquieto— qué ocurriría si aquella gente tenía la infeliz idea de apoderarse de Michele para ofrecérsela en sacrificio a Eleg-bá.

Por su parte, parecía convencida de que no la desaprovecharían de ese modo, y se limitó a espetar a los otros alguna grosería en dahomeyano para ensimismarse de nuevo en el paisaje.

Al cabo de una hora de navegar por entre aquel laberinto, salimos a aguas abiertas y al poco comenzó a distinguirse en la distancia la quebrada línea de los techos de Ganvié.

A medida que nos aproximábamos, el espectáculo sobrepasaba mis propias esperanzas. Cuanto alcanzaba la vista no era más que un bosque de chozas rectangulares construidas con troncos y hojas de palma, que se alzaban a dos metros sobre el agua, entre una maraña de delgadas y torcidas ramas.

Ocho mil habitantes viven en el poblado —el mayor del mundo en su especie—, pero más de cuarenta mil dicen que tuvo en su tiempo, cuando un poderoso rey lo edificó allí para librarse de los ataques de sus muchos enemigos.

Se necesita un ejército inmenso; una flota de piraguas asombrosa, para lograr tomar por asalto bastión semejante. Hoy, dormido el tiempo de la guerra, Ganvié está poblado por pacíficos pescadores de una rama de los toffin —los aizó— que viven casi exclusivamente de la pesca y la caza del pato. Hay mujeres que nacen, viven y mueren de viejas en el poblado, sin haber pisado jamás tierra firme.

La pesca es la gran riqueza del lago, y podría alimentar a una población cien veces superior. Las redes cuelgan de las casas secándose al sol, y acá, y allá se distinguen —sobresaliendo del agua— los extremos de las ramas, que forman una acadja, el sistema de captura más común. Consiste en clavar en el fondo del lago un sinnúmero de ramas verdes, formando un círculo de unos tres metros de diámetro, y dejarlo durante varios meses para que los peces se acostumbren a vivir en él. Un buen día, el indígena lo cerca con su red y quita las ramas para recoger después su aparejo. Un acadja alimenta a todo el pueblo.

Lo normal, sin embargo, es que el pescador, que no tiene paciencia, se asome a la puerta de su choza y lance al agua su red circular. La red cae de plano sobre la superficie y se hunde lentamente aprisionando cuanto hay bajo ella.

Basta para solucionar el problema alimentario del día.

Por las anchas avenidas del agua del poblado —extraña Venecia en miniatura—, docenas de piraguas marchan de un lado a otro, conducidas con mano experta por nativos de todas las edades y condiciones. Los vendedores vocean su mercancía: peces, patos o frutas de tierra firme, y las mujeres cargan agua en gruesas vasijas de barro. Es este un pueblo que no anda; que siempre va sentado a la popa de sus embarcaciones, pues casi no existen pasarelas de una casa a otra. Únicamente los familiares se comunican por un pequeño puente entre las chozas. Los demás circulan constantemente en esas frágiles piraguas que siempre están amenazando zozobrar, y por doquier resuenan voces, gritos y cantos.

Las casas ricas —que en todas partes hay diferencias sociales— se distinguen de las pobres por el alegre colorido de sus puertas, cuajadas de extraños dibujos geométricos, y de tanto en tanto un coral se eleva sobre las aguas, guardando pequeños cerdos o pollos esqueléticos.

Me llamó la atención que junto a una cabaña enorme se amontonara un número inusitado de piraguas. Michele me explicó que se trataba de la peluquería o «salón de belleza», pues allí las mujeres eran tan coquetas como en cualquier lugar del mundo. No pudiendo ocuparse de su vestimenta —inexistente la mayor parte de las veces— dedicaban gran atención a sus peinados, a base de grandes moños entrecruzados de largos palillos.

Michele conocía al viejo cacique del pueblo —Cholok o Soloc—, que nos invitó a subir a su cabaña y comer algo. La carne, tanto de cerdo como de pollo, sabía a pescado, ya que ese era su único alimento, pero las frutas: cocos, dátiles, mangos, naranjas y plátanos eran excelentes, así como una especie de refresco alcohólico que el viejo consumía en grandes cantidades y que estaba fabricado a base de arroz.

La cabaña era amplia y sencilla, casi sin muebles, con un fuego que ardía constantemente sobre una piedra, algunos recipientes de barro y una cesta de mimbre en cuyo interior se revolvía una serpiente de poco más de un metro, «protectora» del hogar.

Un agujero en un rincón servía de excusado, e iba a dar directamente al lago en el que luego se bañaban, lo que no me pareció particularmente higiénico.

Michele me indicó, sin embargo, que tenían la costumbre de ir a lavarse un poco más lejos, empleando un rústico jabón que se fabricaban ellos mismos.

Me hubiera parecido más lógico bañarse bajo la casa y hacer sus necesidades lejos, pero no era cuestión de ponerse a discutir con el cacique sobre las costumbres de su pueblo.

Debo reconocer que la gente parecía muy limpia, y no existía, por parte alguna, ese penetrante olor a africano que se encuentra en casi todas las poblaciones indígenas. Me llamó la atención, no obstante, la deficiente dentadura, con abundancia de caries y falta de piezas, cosa extraña en los individuos de su raza, que suelen tener justa fama por la fuerza, tamaño y brillantez de sus dientes. Lo achaqué a las características de su dieta, que no parecía afectarles, fuera de ello, en ningún otro aspecto. Por lo general eran delgados y bien constituidos, no demasiado altos, pero de aspecto saludable.

Según Michele, los hombres alcanzaban edades muy avanzadas, si bien las mujeres —que soportaban la mayor parte del trabajo— solían morir jóvenes.

Me dieron la impresión, en conjunto, de una comunidad sin excesivos problemas, que se mantenían al margen del correr de los tiempos, viviendo en su lago como vivieron sus antepasados durante cientos, o tal vez miles de años, indiferentes al siglo XX, los viajes a la Luna y los conflictos chino-soviéticos.

Caía la tarde y era tiempo de emprender el regreso. No sé por qué, el camino era distinto; más complicado entre el dédalo de canales y las altas hierbas, mientras los rumores del poblado iban quedando atrás muy lentamente. El silencio fue creciendo tanto, que podíamos verlo junto a los grandes nenúfares.

Los piragüeros clavaban sus largas pértigas sin un rumor, y las blancas garzas y los patos surcaban el aire calladamente, para perderse de vista en la distancia.

De pronto una hermosa voz llegó desde la lejanía. La tarde se teñía ya de rojo, el sol me daba en los ojos y no podía distinguir al que cantaba: tal vez algún pertiguero; tal vez un pescador oculto entre los matorrales.

Nubes de insectos nocturnos comenzaron a alzar vuelo y se mezclaron con largas libélulas que jugaban a rozar el agua con sus vibrantes alas. El desconocido continuaba cantando, y nuestros remeros unieron su voz —cálida y profunda— a la del hombre. Sentí un estremecimiento. Ante nosotros, lejos, el sol —de un rojo increíble— se escondía en la orilla encendiendo el cielo y recortando contra sí mismo cada una de las ramas de los baobabs y las palmeras. Reconocí en aquel el espectáculo de mis sueños; el que venía buscando: el paisaje de África.

Paisaje africano, voces negras y una auténtica canción de remeros, tan antigua como el mismo lago…

Me volví a Michele y le dije que la amaba.

Sonrió con ternura.

—Te vas mañana —replicó—. Y no volverás.

—Por ti me quedaría —afirmé convencido—. Me gusta Dahomey.

—Pero yo no te quiero —comentó suavemente—. Hace mucho, mucho tiempo, que quiero a otro, aunque él no lo sabe. Tan sólo piensa en Proust.

—¿Tu administrador? —pregunté, sorprendido—. ¿El africano?

—Es el hombre más inteligente que he conocido.

—¿Te casarías con él?

Negó con firmeza, tristemente.

—Nunca. Nunca en África.