Al comenzar a escribir, mi primera intención fue seguir un orden cronológico exacto en cada uno de mis viajes, pero llegó un momento en que comprendí lo absurdo y enrevesado de estar saltando constantemente de un continente a otro y de uno a otro país para relatar situaciones, aventuras, o anécdotas, que yo mismo no recuerdo con claridad si ocurrieron durante un determinado viaje, el anterior, o el siguiente.
Sin pretender pecar de presuntuoso, existen países en los que he estado más de cincuenta veces —como Venezuela— o en los que he vivido largas temporadas —como Brasil—, y de intentar seguir un orden cronológico se iría todo en relatar llegadas y salidas como un monótono altavoz de aeropuerto.
Puesto a elegir mi primer destino, decidí que fuera África, tanto por ser mi continente preferido, como, sobre todo, por el hecho de encontrarse más cerca, y parecerme, en esos momentos, mucho más interesante que cualquier otro.
En 1960 África nacía a la Independencia. Los vientos de Libertad que comenzaron a soplar cuando yo estaba en el Sáhara, se habían convertido en huracán incontenible, y de Egipto al Congo todo estaba en ebullición: nuevas ideas, nuevas palabras; guerra y confusión.
Al fin y al cabo, era mi continente. Nací en Canarias, pero antes de cumplir un año, mi padre fue desterrado a Marruecos a causa de sus ideas republicanas. A los nueve regresé a Canarias y a los doce me marché al Sáhara. En el fondo, era más africano que europeo.
Reuní, por tanto, cuanto tenía, que no era mucho, vendí lo que me estorbaba, y conseguí que un cuatrimotor «Electra» de la KLM, me depositara en el aeropuerto Robersfield, de Monrovia, donde llovía a cántaros, mientras de la tierra ascendía un vaho caliente, como de baño turco.
Robersfield es, en realidad, el aeropuerto de la inmensa plantación cauchera que la Firestone posee en Liberia y que se extiende por cientos de kilómetros alrededor. Más de dos horas tarda un taxi del aeropuerto a la capital, y durante todo el trayecto no existe más que un árbol de caucho cada tres metros, en auténtica sucesión obsesionante.
Nueve millones de gomeros forman la mayor plantación cauchera del mundo, a través de la cual el taxista conducía con lentitud desesperante sin sobrepasar nunca los cincuenta kilómetros por hora.
—¿No puede ir más aprisa? —pregunté al fin.
—No, señor, no puedo.
—¿Por qué no…? El auto es nuevo, la carretera, ancha y asfaltada, sin curvas… No hay tráfico…
—Aun así, no puedo… Este taxi lo compré hace seis meses. Gasté en él todos mis ahorros. Si tengo un accidente o se me para por cualquier razón, perdí mi dinero.
—¿Cómo que perdió su dinero…? Puede hacerlo reparar.
—¿Por quién? En toda Liberia no hay nadie capaz de arreglar un automóvil. El que se estropea o accidenta, ¡plaff!, se perdió para siempre.
—Pero ¡eso es imposible…! Ser mecánico no es tan difícil.
—Hay uno. Un portugués. Pero tiene tanto trabajo y cobra tan caro, que es como si nada… ¡Mire! Mire lo que le digo.
A la orilla de la carretera, tumbado en la cuneta, junto a los inevitables gomeros, aparecía un Cadillac último modelo, nuevo, reluciente, estrellado contra un árbol. Ya lo habían despojado de los vidrios y los asientos, pero se advertía que apenas estaba usado. En cualquier lugar del mundo lo habrían puesto a caminar en veinticuatro horas. Allí, estaba ya definitivamente perdido, guarida de culebras o nido de escorpiones.
—¿Y paga el seguro? —quise saber.
El negro rió:
—En Liberia no hay compañías de seguros —replicó—. Bueno: hay una, pero sólo para blancos. Cobra, de prima anual, la quinta parte del valor del auto nuevo. ¡No vale la pena!
Al poco rato distinguí entre los árboles un camión. También casi nuevo; también abandonado. Luego me acostumbraría a verlos por las calles de Monrovia; en cualquier rincón o en las mismas aceras. Donde se accidentaban, se quedaban para siempre como juguete de los niños.
De pronto, al borde de la carretera surgieron unas mujeres con cestos en la cabeza. La mayoría llevaban los pechos al aire y se cubrían con un simple taparrabo. Algunas se protegían del sol con paraguas y sombrillas de colores.
El taxista masculló despectivo.
—¡Salvajes!
—¿Cómo dice…?
—Digo que son salvajes… Andan semidesnudos y son como animales. Nada se puede hacer por ellos.
Notó mi desconcierto. No podía comprender que hablara así de sus compatriotas, y se apresuró a añadir:
—No son auténticos liberianos. Son wais, gente primitiva de la que no se puede sacar ningún provecho. El Gobierno acaba de concederles la ciudadanía, pero resulta inútil. No sirven… No son como nosotros… —Se llevó el dedo a la frente—. No tienen nada aquí dentro… ¡Nada!
Yo permanecía hundido en mi asiento, desconcertado y confuso. A la media hora de haber llegado al mundo negro, acababa de hacer mi primer descubrimiento: «No hay racista más racista que un racista africano».
Liberia es hija primogénita de la esclavitud y el racismo. Cuando, en 1820, los norteamericanos comprendieron que los esclavos y los negros se convertirían en un problema difícil de resolver, llegaron a la conclusión de que lo más práctico sería devolverlos a África. Así se fundó Liberia, a base de descendientes de esclavos africanos que eran devueltos a sus selvas de origen cuando ya hacía tres generaciones que se habían acostumbrado a vivir en Nueva Orleans o Alabama.
Primero cien, luego cincuenta, más tarde algunos más, fueron desembarcados cerca de lo que hoy es la capital, Monrovia, tierras habitadas por una veintena de tribus autóctonas ferozmente atrasadas.
Más civilizados, con mejor armamento y conocimientos aprendidos al otro lado del mar, los «libertos» se enfrascaron en una lucha a muerte con los «salvajes»; lucha que en parte continúa: la última gran matanza se dio en 1930, y hoy, los cincuenta mil descendientes de aquellos «libertos» subyugan a casi un millón de «salvajes», a los que tratan con un despotismo que recuerda el que utilizan los blancos sudafricanos con los bantúes.
Pedí al taxista que me llevara al «Ducor-Palace», del que me habían asegurado que era el único hotel habitable de Monrovia, situado sobre una colina, que domina el mar y la desembocadura del río Saint-Paul. Apenas acomodado, quise telefonear a la Embajada de mi país. Un conserje italiano, amabilísimo, me respondió sonriente:
—En primer lugar, no hay Embajada. En segundo, no hay teléfono.
Lo primero resultó fácil entenderlo. En aquellos tiempos tan sólo teníamos Consulado. Lo segundo me sorprendió. En mi habitación, sobre la mesilla de noche, aparecía un precioso teléfono de color verde.
—No funciona —señaló con naturalidad el italiano—. La mayor parte de los teléfonos de Liberia no funcionan. Llueve demasiado, ¿comprende…? La humedad se come los cables de teléfono, e incluso las cañerías del agua. Como hay pocos técnicos, pasan meses antes de que se repare algo. Mejor vaya a pie. Baje todo recto; pasada la Logia masónica tuerza a la derecha; llegará a una gran plaza llena de tumbas: el cementerio. No cruce entre las tumbas porque hay mucha serpiente venenosa… Luego, a una cuadra, encontrará una casa en ruinas sobre cuatro pilotes amarillos. Es su Consulado.
Cumplí sus instrucciones, y, en efecto, todo era como había dicho, incluso el edificio del Consulado. Cuando un lápiz caía al suelo, desaparecía entre las tablas e iba a parar a la calle, dos metros más abajo. Las paredes rezumaban humedad, y trozos de techo caían sobre expedientes y pasaportes. Buscaban desesperadamente dónde mudarse, pero tardaron un año en conseguirlo. No era fácil encontrar casa en Monrovia.
Dejé el Consulado y me encaminé al puerto. Sentía curiosidad por conocer el puerto de Monrovia. De cada diez barcos que había visto en mi vida, por lo menos uno estaba matriculado en Liberia. Los astilleros y el puerto que tuvieran capacidad para tanto navío eran dignos de verse.
Dos sucios muelles y tres tristes barcos. Nominalmente, Liberia posee una flota de veinte millones de toneladas de desplazamiento, lo que significa que es la mayor potencia mundial en marina mercante con el 11% del tonelaje total. En la práctica, no tiene más que un régimen fiscal lleno de triquiñuelas, que permite a los grandes navieros abanderar sus barcos sin pagar impuestos.
No puedo negar que mi primer día de África Negra iba de desilusión en desilusión. Empezaba a creer que todas las cosas fantásticas que había leído o imaginado sobre aquel mundo no eran más que eso: fábulas, y fantasías.
A la hora de cenar entré en un pequeño restaurante, cerca del hotel.
Resultó que la camarera era española, gallega por más señas. Había poco público, y comenzamos a hablar. Acabó sentándose a la mesa, y al rato me pidió que la invitara a una copa. Le dije que sí, y al instante apareció con una botella de champán francés ya descorchada. A la hora de pagar querían cobrarme el presupuesto de una semana y ahorro de un mes. Protesté y apareció el dueño: un «matón» francés sacado de una película de gánsters.
Seguí protestando —mucho más tímidamente— y llamó a un policía negro que indudablemente era amigo suyo. El tipo de la mesa vecina me advirtió:
—No deje que intervenga el policía, o pasará la noche en la cárcel y le costará el triple mañana. Pague, pague… Esto no es Europa.
Pagué. ¿Qué otra cosa podía hacer?
El incidente limitó a diez días mi estancia en Liberia, y contribuyó a mis escasas simpatías por el país. No me gusta Monrovia; no me gusta su gente; no me gusta cómo se tratan entre sí, ni cómo tratan a los de fuera. En los años que siguieron, volví a África diez o quince veces, pero jamás quise poner los pies nuevamente en Liberia.
Le conté al secretario del Consulado lo que me había ocurrido, y no se extrañó:
—Aquí los policías tienen una costumbre —replicó—. Cuando pasas en auto, te dan el alto, suben a tu lado y exigen que te saltes el primer semáforo en rojo que encuentres. Te niegas, porque está prohibido, pero él insiste una y otra vez, diciendo que es la autoridad y debes obedecerle. Al fin, lo haces, y entonces te pone una multa de veinte dólares por saltarte una luz. Luego añade que si le das diez dólares, rompe la papeleta. Ocurre todos los días.
—Es una forma fácil de ganarse la vida.
—A veces… Uno me hizo la jugada. Cuando me pidió los diez dólares, le advertí que yo iba en el auto oficial del Consulado, al que había subido sin permiso. Eso significaba violación de territorio extranjero, y estaba castigado con veinte años de cárcel. Acabó dándome veinte dólares para que le dejara bajar sin denunciarle. Aquí hay que tomarse las cosas así, o volverse loco.
Realmente, era un país como para volverse loco. Cuando quise enviar mi primera carta, el conserje italiano sujetó el sello con una grapadora.
—El pegamento es tan malo —comentó—, que la estampilla se cae. Entonces el correo no admite la carta, y en lugar de devolverla la tira a la basura.
Creo que exageraba, pero lo cierto es que aquella carta nunca llegó a su destino.
Sólo hubo una cosa que me llamó la atención en Liberia: cualquiera que sea la situación del país, y cualquiera que sea la condición moral de sus habitantes, algo está claro: quieren aprender; quieren superarse; quieren ser algo o alguien el día de mañana.
Niños, niñas, adolescentes, adultos y ancianos llevan dentro una especie de ansia de saber, y se los puede ver a todas horas y por todas partes con los libros en la mano, entrando y saliendo de escuelas diurnas y nocturnas; preguntando y preguntando cosas absurdas; leyendo textos que para muchos deben de resultar incomprensibles, como si el mundo se fuera a acabar si no lo aprenden pronto.
El camarero que se ocupaba del piso del hotel —un negro alto y barbudo con cara de urogallo— pasaba sus horas libres sentado en su banco del pasillo, devorando libros. Cuando le pregunté qué estudiaba, me miró como si la pregunta le resultase absurda.
—Leyes —respondió, como si no hubiera otra respuesta.
Tenía cuarenta años. Ya no era un niño.
—¿Por qué leyes? —insistí—. ¿No le convendría más una carrera corta…?
—¿Cuál? Si quiero ser algo, tengo que ser abogado. Todos los políticos, todos los diplomáticos, todos los hombres importantes del país son abogados…
—Pero hay otras cosas… Algún peritaje… Técnico… Mecánico… Este país necesita buenos mecánicos.
Me miró de arriba abajo, despectivo. Se diría que estuviera tratando de insultarle. Ahí se acabó la conversación.
Más tarde, mucho más tarde —después de recorrer infinidad de países africanos— llegué a darme cuenta de algo significativo que me hubiera permitido comprender las razones de aquel camarero: casi el ochenta por ciento de los estudiantes africanos de los años sesenta se habían matriculado en la Facultad de Leyes.
¿Por qué?
Existen dos respuestas. La primera es que leyes es la carrera de los políticos, y en la nueva África, la forma más rápida y cómoda de llegar a algo es a través de la política. Países regidos por las metrópolis europeas se encontraron de pronto con un montón de puestos vacíos: desde Presidente de la República, a ministro o senador. El sistema más fácil de llegar a uno de ellos era a través de la dialéctica o el abuso de las armas. En la mayor parte de las naciones africanas, un título de abogado es casi certificado de poder, y a los nativos —como a todo el mundo— les gusta mandar.
La segunda razón está en la mentalidad de los africanos, mucho más dotados para la dialéctica y la palabrería que para las matemáticas, la física o cuanto requiera una especial concentración.
Por eso, hoy, África, es como un inmenso gallinero en el que todos charlan y charlan, discuten bizantinamente y se enzarzan en inacabables debates sobre absurdas nimiedades, mientras permiten que sus auténticas posibilidades se pierdan y su economía se hunda.
Al propio tiempo —y esto es lo más curioso—, la mayor parte de las leyes que se discuten y se crean no sirven nunca para nada, ya que continúan rigiéndose por ancestrales costumbres tribales.
Lejos de las capitales —y al decir lejos, digo cien kilómetros—, quien dicta la ley es el cacique de la tribu, que se basa en el Corán o en tradiciones orales que se remontan a miles de años.
Que el Congreso Nacional dicte una proclama que anule el divorcio, prohíba la poligamia o derogue la pena de muerte, les importa tanto la mayor parte de las veces, como que nieve en Moscú o truene en Acapulco.
Una mañana, muy temprano, sin despertar a nadie y sin despedirme de ningún liberiano, subí a un avión de la Air-Afrique y me marché al país vecino.
Debo admitir que no iba muy contento. La experiencia de Liberia me había predispuesto a lo peor durante el resto de mi viaje.
Pocas sorpresas me resultaron nunca tan agradables. Aunque fronterizos, Liberia y Costa de Marfil son como la noche y el día: como el aceite y el agua.
Pocos países existen en África tan agradables y acogedores como Costa de Marfil.
Abidján, la capital, es, a mi modo de ver, una de las más hermosas ciudades del mundo, desparramada por una amplia península a la orilla de la laguna Ebrié, con largos puentes, amplias autopistas, altos edificios, flores por todas partes, increíbles árboles, césped cuidado, jardines espléndidos y calles limpias… Si por aquel entonces me produjo ya una impresión inmejorable, más tarde, en cada viaje, la fui encontrando más y más hermosa. Tiene algo de Brasilia, algo de Casablanca, incluso algo de Caracas, y su clima, aunque cálido, no resulta agobiante, refrescado por las brisas que le llegan del mar.
La gente es amable y extraordinariamente educada, sin ese odio al hombre blanco que se encuentra con frecuencia entre los africanos recién independizados.
En aquellos países que fueron antiguas colonias de Inglaterra, Alemania o Bélgica, los nativos conservan un marcado rencor contra los extranjeros y procuran expresarlo constantemente con insultos, molestias y malos tratos.
Sin embargo, las ex colonias francesas de África Negra constituyen la gran excepción. En casi todas he encontrado amabilidad, sonrisas y casi absoluta falta de resentimientos.
Costa de Marfil es una prueba de ello, y el nativo se desvive por atender al extranjero, hasta el punto de que hoy, a los quince años de su independencia, se está convirtiendo en el primer país turístico del continente.
Durante aquel viaje de 1961, existían en Abidján tres o cuatro hoteles estimables: «Du Parc», «Plateau», «Cocody»… Diez años más tarde habían proliferado de forma increíble, y uno de ellos: el «Ivoire» de la «Intercontinental», es —sin ninguna clase de dudas— el mejor, más bello y más lujoso que haya visto en todos los días de mi vida.
Resulta curioso encontrar allí, en el corazón de África, una enorme pista de patinaje sobre hielo dentro del mismo hotel; un zoológico, cine, tiendas, salas de fiestas, siete restaurantes y dos piscinas, una de las cuales tiene casi un kilómetro de largo y se puede navegar por ella en lanchas con motor eléctrico.
La alta torre de casi treinta pisos, del hotel, clava sus pilotes dentro de esa piscina que forma recovecos, lagunas, cataratas y playas escondidas junto a la decoración y el gusto más exquisito que pueda imaginarse.
No lejos de allí, en las afueras de Abidján, el Gobierno y una empresa internacional levantan lo que se llamará «Rivera Africana», conjunto de más de treinta hoteles y urbanizaciones residenciales, que atraerán a unos cinco millones de turistas anuales.
En 1961 no era, sin embargo, todo tan plácido, y cuando alquilé un auto con la idea de dar una vuelta por el interior del país, me recomendaron que me lo pensara dos veces.
Selva adentro, la secta poro cometía robos, asesinatos e incluso actos de auténtico canibalismo.
La Sociedad Secreta de los Poros no es más que una de las muchas —quizá la más importante y sanguinaria— de cuantas existen en Costa de Marfil, que se destaca dentro del continente por la gran proliferación de esta clase de asociaciones, algunas exclusivamente femeninas, como el «Bundú» y el «Sondé». La mayor parte no persiguen otro objetivo que proteger a sus miembros de injerencias extrañas y ayudarse mutuamente, pero en casos especiales —como en los poros— los fines son puramente criminales.
Cubiertos con horrendas máscaras; disfrazados con pieles de leopardo o león, los poros invaden de noche las aldeas, roban, violan y asesinan con exorbitante salvajismo, y desaparecen con el amanecer, llevándose a menudo alguna víctima, que les sirve de banquete al día siguiente.
¿Por qué lo hacen? Algunos científicos sostienen que obedecen a antiquísimos ritos religiosos, y devoran a sus víctimas para recibir de ese modo sus virtudes: belleza, valor o inteligencia. La Policía, por su parte, prefiere creer que se trata de simples bandas de malhechores que tratan de ocultarse tras ritos olvidados.
Un indígena se atrevería a denunciar a un ladrón o un asesino; nunca denunciaría a un poro.
Por mi parte, como no poseía nada que pudiera despertar la avaricia de los poros, ni confiaba en que mis escasos sesenta kilos despertaran tampoco su apetito, acabé por alquilar el auto y encaminarme al Norte, a Agboville y Azopé, para seguir luego a Ouelle y Bouzaké.
Durante los primeros ochenta kilómetros todo fue bien. La carretera ancha y asfaltada, flanqueada por una selva alta y espesa, cuajada de flores e interrumpida de tanto en tanto por diminutos poblados indígenas, algunos ríos con su correspondiente puente, y una línea férrea por la que corrían pequeños trenes atestados de nativos que agitaban la mano al pasar.
Era, en verdad, un paisaje idílico, con buen clima, un cielo muy azul y un sol radiante.
Un kilómetro antes de concluir el asfalto, justo en la bifurcación de la carretera que seguía hacia Ghana, me detuve en el único puesto de refrescos de todo el camino: un miserable cafetín de madera pintado de colorines.
Dos franceses de unos sesenta años —uno de ellos cubierto de tatuajes— jugaban al ajedrez. Me sirvieron un refresco más bien caliente y me senté a observar la partida. De pronto uno de ellos agarró la reina contraria sin decir palabra y la lanzó por la ventana, de modo que fue a parar al centro de la carretera. El otro le imitó, y las dos piezas quedaron allí, sobre el asfalto, separadas por un par de metros. Los jugadores las contemplaban fijamente.
Yo, por mi parte, me sentía confuso. Se escuchó el ruido de un motor, y un camión apareció en la curva. Los dos hombres se pusieron tensos y adelantaron el cuello prestando atención. El camión llegó a toda velocidad, pasó rugiendo y aplastó la reina blanca. El que la había lanzado, comentó:
—Ganan las negras. Ocho a seis…
Luego comenzó a colocar las piezas para una nueva partida, mientras el compañero iba a buscar las maltrechas damas a la carretera.
Aquello me parecía absurdo:
—¿Siempre juegan así? —pregunté.
—Sólo cuando la partida se pone pesada… —contestó.