7. TIBURONES

En el «Cruz del Sur» me aficioné a la pesca submarina.

Según la mayoría de los escafandristas, la pesca submarina es a la inmersión autónoma lo que una cabaretera barata a una mujer decente. No cabe duda de que algunas cabareteras también tienen su aliciente.

En los años siguientes, y a medida que comencé a viajar por el mundo, me fue resultando más y más difícil conseguir un buen equipo de inmersión para sumergirme en los mares que recorría. Un botellón de aire comprimido con todos sus atalajes, plomos, etc., pesa más de treinta kilos. Un buen fusil corto, una máscara y las aletas, apenas pesan cuatro kilos, y caben en cualquier parte.

La necesidad, y las compañías aéreas decidieron mi dedicación a la pesca submarina.

En el «Cruz del Sur» se pescaba poco, sólo en los ratos libres y para llenar la nevera. Frente a Lloret de Mar capturamos un atún de más de cincuenta kilos, que el cocinero nos sirvió en filetes esa misma noche. Ese atún y un mero gigante de Cabo Frío, al sur de Río de Janeiro, son las piezas más grandes que he logrado en mi vida.

No se puede decir que sea un gran pescador. Al menos, en comparación con los auténticos superdotados. Recuerdo un campeonato internacional, en Almería, en el que tomaban parte —entre otros—. Juan Gomis, excampeón del mundo, y Amengual, campeón de España por aquellas fechas.

Dediqué parte de mi tiempo a observarlos. Amengual pescaba en mar abierto, a unos veinticinco metros de profundidad en un fondo de algas en el que yo —las veces que llegaba abajo— no era capaz de distinguir absolutamente nada. Era como un mar de hierba crecida y apenas tenía tiempo de rozarla cuando ya me estallaban los pulmones y tenía que salir a buscar aire.

Amengual, sin embargo, descendía pausadamente, buscaba con detenimiento, y de improviso, desaparecía de mi vista introduciéndose en cuevas cuya existencia yo no había sospechado siquiera. En ocasiones le sobresalían los pies; otras, ni siquiera eso.

De pronto se escuchaba el apagado estampido del fusil, y al momento reaparecía llevando en la punta del arpón un mero de diez o doce kilos.

Ascendía tranquilamente, dejaba la pieza en la barca, tomaba aire y volvía a repetir la operación. Así pescó las seis horas que duró el campeonato. Sus inmersiones duraron —por término medio— alrededor de tres minutos.

Creía que ya lo había visto todo, hasta que me indicaron que Juan Gomis le iba ganando. Lo busqué. Había elegido como lugar de pesca la punta de un cabo donde el mar batía con fuerza. El fondo era de roca, con una profundidad media de treinta metros, y Gomis bajaba a él una y otra vez sacando sin descanso meros impresionantes.

Quien ve a Juan Gomis fuera del agua no puede imaginar, ni remotamente, que sea capaz de hacer lo que hace. Diminuto —apenas metro sesenta—, calvo, delgado…, es lo menos parecido a un atleta que existe, y la primera vez que asistió a un campeonato mundial, los participantes extranjeros se reían de su aspecto. Se coronó campeón del mundo, y él solo consiguió más capturas que todo el equipo italiano, que quedó en segunda posición. Se diría que m s que hombre, es pez y tiene agallas en lugar de pulmones. No se explica de otro modo que pueda permanecer casi cuatro minutos sin respirar, luchando a treinta metros de profundidad con un mero más grande que él.

Junto a tipos así se hace el ridículo, aunque nunca estuviera en mi ánimo imitarlos. Amengual, Gomis, Noguera, el canario Tabares… Con este último me sentía más a gusto; su forma de pescar, se adaptaba mejor a mis posibilidades: aguas menos profundas, fondo de cuevas y grandes rocas…

Para pescar, a mi juicio, hay dos o tres lugares en el mundo: la isla de Alegranza, en las Canarias; la costa de la República Dominicana cuando no abundan los tiburones; el archipiélago de las Galápagos en el Pacífico.

A mi modo de ver, Galápagos no es el mejor lugar que conozco por una sola causa: demasiada pesca. Hay puntos en los que se puede cerrar los ojos y apretar el gatillo del fusil con la absoluta seguridad de que al menos un pez resultará arponeado. El canal que separa Santa Cruz de Seymur es como un hervidero; como una sartén en la que se frieran boquerones. Un día, en la isla Hood, capturamos cuarenta meros de entre cinco y diez kilos en poco más de quince minutos. Era cargar y disparar; cargar y disparar; cargar y disparar…

Esa noche, todos los pasajeros y la tripulación del yate «Linna A» cenaron mero, pero debo confesar que no me divertí en absoluto. Lo que hace la pesca submarina interesante es la búsqueda; la persecución; el fallo si la pieza es lista. Matar por matar no tiene gracia; no se justifica ni para dar de cenar a un yate.

En ese aspecto, el mar Caribe y las pequeñas islas del norte de Canarias se llevan la palma. Hay buena pesca; toda la que se pueda desear, pero obliga a buscarla.

Al pie del faro de Alegranza, quinientos metros mar adentro, se alza un bajío que los pescadores lanzaroteños conocen bien. Sus fondos se parecen un poco a los de Cabo Codera, en Venezuela, y oscilan entre los seis y los veinte metros de profundidad. La primera vez que me sumergí en él, los peces venían a verme como a Blanca Nieves los animalitos del bosque. Luego, poco a poco, aprendieron a ser más prudentes, y pescar allí se convirtió en una delicia.

Cierto que de tanto en tanto hace su aparición un pequeño tiburón o una gran manta-raya, pero ni uno ni otra significan peligro para el pescador.

Los lanzaroteños gustan del tiburón, la tintorera o el pequeño cazón, que cortan en largas tiras y secan luego al sol, hasta formar una especie de tasajo llamado tollo. La captura de estos animales —cuando no sobrepasan el metro y medio de largo— es realmente divertida y no entraña ningún riesgo.

Otra cosa resulta el tiburón adulto, al que se debe considerar siempre con respeto. Si bien lo normal es que no ataque, cuando se ve acosado se vuelve temible.

Mi primer «tropiezo» con un tiburón adulto fue en Guinea, una mañana que me encontraba pescando con dos amigos. Nos lanzamos al agua juntos para evitar encuentros desagradables, pero al poco tiempo —como siempre ocurre— nos habíamos separado. Acababa de dispararle a un hermoso mero de unos doce kilos y luchaba por subirlo, cuando advertí que me faltaba el aire. Ascendí, y desde la superficie di un fuerte tirón para no permitir que el animal herido se refugiara en una cueva. Fui cobrando liña y lo vi subir agitándose y removiéndose entre una nube de sangre.

De pronto, me invadió el pánico. A no más de dos metros del mero y a unos cuatro por debajo de mis pies, había surgido —sin saber de dónde— una forma gruesa y larga, aerodinámica. Mi primer tiburón de cuatro metros insistentemente interesado en el mero y en mí mismo.

Sin poder remediarlo, la liña escapó de mis manos, y el mero, al notarlo, trató de nadar desesperadamente hacia el fondo, en busca de su cueva. Cruzó ante el tiburón, y este, con un movimiento suave, pasó por encima. Sentí un tirón que estuvo a punto de arrancarme el fusil, y donde antes había un mero de doce kilos no quedaba ya más que un arpón vacío, doblado en la punta.

Sin el menor esfuerzo, como una dama que prueba un pastelillo, el tiburón se había zampado el mero, y, no del todo satisfecho, se detenía a mirarme de un modo muy feo.

Como pude, retrocedí hasta buscar precario refugio en un entrante de la roca, sin dejar de mirar a la bestia. Por fortuna, a los pocos instantes se escuchó claramente el chasquido del fusil de uno de mis compañeros —que sin duda había arponeado alguna pieza—, y el tiburón, como si comprendiera que había comida en otra parte, desapareció tal como había llegado: se esfumó en el agua.

Salté a tierra y comencé a dar gritos, a los que contestaron los de mi compañero, al que acababan de quitar de las manos —como a mí— una «dorada» gigantesca. El tiburón había encontrado, al parecer, quien le diera de comer sin grandes trabajos.

Nos fuimos. Al día siguiente regresamos, y él volvió. Al tercer día decidimos que era una compañía demasiado molesta y lo matamos. Aún estaba agonizando, girando como loco sobre sí mismo y lanzando chorros de sangre, cuando aparecieron cinco o seis nuevos tiburones, que comenzaron a devorarlo.

Era un espectáculo dantesco; aterrador.

Nunca más volvimos al lugar.

La verdad es que no pude averiguar a qué especie pertenecía aquel tiburón, y si habría acabado o no por atacarnos. Por aquel tiempo sabía yo muy poco sobre la vida de los escualos y no me sentía capaz de diferenciarlos por su simple aspecto. Menos aún, calibrar de entrada si eran o no peligrosos.

Existen unas trescientas especies de tiburones, y de ellas, un organismo tan serio como el «Departamento de Tiburones del Instituto Americano de Ciencias Biológicas», considera que tan sólo veintiocho pueden atacar al hombre.

Sus tamaños y costumbres varían mucho, pues desde los pequeños «gatos de mar» extremadamente voraces y de uno o dos metros de longitud, hasta los inofensivos «tiburones ballena», de casi veinte metros del morro a la cola, se extiende toda la extensa gama de la familia.

Se ha dicho muchas veces que el tiburón no ataca al submarinista, al que teme por verlo armado y desenvolviéndose en su mismo ambiente, pero recuerdo que, en el año 1959, un tal Robert Pamperín estaba buceando en aguas de California, cuando un tiburón lo devoró a la vista de su compañero de inmersión. Meses más tarde, y esta vez en la costa atlántica, James Neal desapareció a veinte metros, y cuanto se encontró de él fue su traje de goma despedazado.

El primer caso se debió a un «tiburón blanco», Carcharodon carcharius —el peor asesino de los mares—, al que siguen en peligrosidad el «tiburón azul» y el «tiburón tigre», de aguas tropicales.

Por fortuna, todos ellos, al igual que el «tiburón martillo» —el cuarto de los asesinos—, prefieren por lo general las aguas profundas y resulta raro que se aproximen a las costas, donde realizarían terribles carnicerías entre los bañistas.

Para protegerse de sus ataques existen realmente pocas defensas. La más práctica es golpearlos o pincharles en la punta del morro, que tienen muy sensible. Se quedan desconcertados y se alejan momentáneamente, pero casi siempre vuelven al ataque y ya no vale el truco.

De tener un buen cuchillo o un fusil de pesca submarina, lo mejor es tratar de herirlos en las branquias. Eso los debilita instantáneamente, ya que les produce una gran hemorragia y rápida asfixia. He visto morir tiburones de cinco metros en cuestión de minutos por un simple arponazo en las branquias, mientras soportaban tranquilamente, sin embargo, un disparo en la cabeza.

Se ha comprobado que si bien sus ojos están perfectamente adaptados para ver el mar —pues la retina está formada por un conjunto de espejos que aumentan los objetos, aclarándolos—, son, sin embargo, casi inofensivos en aguas turbias. No ven y se sienten acobardados y confusos. Poseen, además, un olfato muy desarrollado, en especial para captar la sangre, y a todo lo largo de su cuerpo se extienden unas papilas que les permiten advertir las diferencias de presión, las sensaciones producidas por productos químicos, y, en especial, las vibraciones, que se transmiten por el agua. La agonía de un pez los atrae desde dos kilómetros de distancia, a una velocidad que puede superar, a veces, los cien kilómetros por hora.

En definitiva, enemigos peligrosos con sus cuatro filas de dientes afilados como navajas de afeitar, pero mucho menos temibles de lo que se acostumbra contar.

Recuerdo que un italiano escribió un libro titulado «Mis amigos los tiburones», y al cabo de un año uno de ellos lo devoró en aguas de Capri, no lejos de la «Gruta Azzurra». Capri es una de las islas más civilizadas del mundo, donde normalmente se bañan, sin peligro, desde el sha a Sofía Loren. Cuantas veces me sumergí luego en sus fondos, increíblemente limpios, sin asomo ya de vida submarina, me pregunté qué demonios fue a buscar un tiburón asesino a aquellas aguas.

A veces el destino gasta bromas pesadas.

Un campeón automovilista se mató al caer de una bicicleta. Lawrence de Arabia se estrelló en una moto. El mejor trapecista de todos los tiempos se desnucó en la bañera.

Siempre hay una maceta en un balcón aguardando al más audaz de los héroes.

O al más pusilánime de los peatones.

Por ello, no vale la pena pensar en el peligro a la hora de bajar al fondo del mar o subir a una cumbre andina. Aún no he visto a un taxista a cien por hora por un fondo de algas, ni a un motociclista en las nieves del Cotopaxi. Mata más gente un tráfico de fin de semana que las aventuras de tierra y mar de todo un año. En un mundo que cambia tan aprisa; que vive tan agobiado; que transforma tan radicalmente los valores, la selva es la quietud; las fieras son la paz; los abismos mismos, el refugio.

¡Pobre Stanley si tuviera que buscar a Livingstone en la jungla sin esperanzas de un Nueva York! ¿Cuántos años pasaría atravesando calles, sorteando autobuses, librando batallas campales con asaltantes y drogadictos…?

Antes, los audaces abandonaban la paz ciudadana, se echaban un fusil al hombro y se marchaban a África a buscar aventuras. Hoy son los hombres de la selva los que se vienen a luchar a las ciudades, y los cansados, los hartos, los asustados ciudadanos, lo abandonan todo y se marchan al África, al Amazonas o a una isla perdida en busca de un rincón tranquilo en el que vivir en paz y sin peligros.

El siglo XX, con sus máquinas y su técnica, ha trastocado por completo los conceptos. ¿Qué podía existir más seguro, pacífico y tranquilo que una pequeña aldea campesina a orillas del lago Sanabria en el mes de enero de 1959, cuando ni guerras, ni terremotos, ni tempestades azotaban el mundo?

Sin embargo, fue allí en Ribadelago, donde tuve mi primer encuentro con la muerte y la tragedia, y pasarían muchos años —hasta el terremoto de Perú— antes de que volviera a tropezarme con un espectáculo tan alucinante.

Ribadelago: una aldea que duerme, una técnica mal aplicada y una presa que se viene abajo arrastrando al pueblo y a todos sus habitantes a las heladas aguas del lago Sanabria.

La noticia conmovió a España y al mundo, aunque no fuera ni la primera ni la última de idénticas características. En Ribadelago tan sólo algo era ligeramente distinto: los muertos no podían ser recuperados porque se hallaban aprisionados en el fondo de un lago de casi setenta metros de profundidad.

Días de espera de los parientes aguardando que el agua devolviera a sus víctimas, pero estas no volvían, retenidas en el fondo por cables, autos, carretas, vigas, postes de teléfono…

Al fin se pidió la colaboración de submarinistas voluntarios, y allí nos presentamos los viejos compañeros del «Cruz del Sur»; los hermanos Manglano, Padrol, De la Cueva, Ribera… y los del CRIS: Vidal, Admetlla, Casa-de-Just…

Fue, quizás, una de las más tristes y desagradables experiencias de mi vida sumergirnos en un agua a punto de congelación sin trajes de inmersión apropiados, con una visibilidad nula a causa del barro y los detritos, tanteando acá y allá a la búsqueda de cadáveres que se deshacían al tocarlos.

Por absurdas razones de índole política, el mando de la operación no había ido a parar a manos de Padrol, Admetlla, o Vidal, submarinistas de experiencia, sino a las de un dentista, exalumno mío del «Cruz del Sur», donde había obtenido un carnet de tercera clase, que a punto estuvo de aumentar la cuenta de los cadáveres de Ribadelago con algunos de nosotros, a causa de un absoluto desconocimiento de las más elementales reglas de la inmersión.

Al pobre Manolo de la Cueva tuvieron que sacarlo inconsciente y a punto de ahogarse, y todo acabó como suelen acabar estas cosas: marchándose cada cual a su casa, asqueado y resentido.

Fue ese, quizás, el final de mi vida como submarinista en activo, y coincidió, también, con el final de mi vida como estudiante. Mal que bien, obtuve mi título de periodista y me encontré de pronto frente a un mundo en que tenía que abrirme paso, aunque no me sentía en absoluto preparado para ello.

No creía haber aprendido mucho en la Escuela de Periodismo. O, si lo había aprendido, no sabía cómo utilizarlo. Supongo que le ocurre a la mayoría de los graduados de cualquier Universidad o escuela especial.

A mi problema se unía, además, el estar enamorado por primera vez en mi vida. Gloria era catalana, compañera del último curso de la Escuela, inteligente y bonita. Una muchacha extraordinaria, y mucho mejor preparada que yo para hacerle frente a la vida. Debería haberme casado con ella, pero a los veintidós años cuanto se desea es ser libre y huir de las responsabilidades.

Durante un tiempo acepté seguirla a Barcelona y giré en torno a ella y a su mundo catalán, sin lograr adaptarme por completo a él. Mucho se ha escrito —y se continuará escribiendo— sobre la aparente hostilidad del catalán hacia todo lo foráneo; pero no fue ese mi caso. Cataluña me aceptó desde un principio, y estoy convencido de que —de haber continuado allí— habría madurado más rápidamente, pues, a mi modo de ver, el ambiente literario e intelectual de Cataluña tiene mucha más enjundia y personalidad que el del resto del país.

Sin embargo, en aquel tiempo no estaba en mi ánimo entrar a formar parte de él. Mi juventud en el desierto y el comienzo de mi madurez en el mar, habían encauzado mi carácter hacia otros derroteros, y había nombres que resonaban en mi mente: Machu-Picchu, Amazonas, Galápagos, Caribe, Chad, Nigeria, Sudáfrica, atrayéndome con la fuerza de lo fascinante, con la sonoridad de lo exótico.

De un modo u otro yo sabía que el mundo estaba allí, y había que verlo. No me parecía justo —ni para mí ni para quien lo había creado— que pasara treinta, cincuenta o setenta años de mi vida en este mundo sin conocerlo más que en una milésima parte, sin admirarlo en toda su variedad y toda su grandeza.

Hubiera sido como cruzar por la vida sin haber comido más que patatas, haber distinguido más que un solo color, conocido a una única mujer o haber percibido exclusivamente un perfume.

Presentía —aún ignoro por qué— que mi ruta de nómada ya estaba marcada, y desde el día en que murió mi madre y me enviaron al desierto a compartir mi destino con los saharauis, comenzó a brillar mi estrella errante. Aún hoy, tantos años después, escribo en la habitación de un hotel, y todo cuanto tengo —incluidas mujer e hija— caben en un coche en el que vamos de un lado a otro sin detenernos demasiado tiempo en parte alguna.

El día que elegí ser periodista no fue para encerrarme en la redacción de un diario.

El día que elegí ser periodista lo hice con la convicción de que era el camino que habría de llevarme a los lugares que yo deseaba conocer y que alguien había puesto allí para que algún día los conociera yo.

Luego, mucho más tarde, regresaría a contar lo que había visto, e incluso, si la suerte me acompañaba, tal vez sería capaz de describirlo de tal modo que interesara a aquellos que no tuvieran la oportunidad de ir.

¡Escribir! Escribir de lugares, de gentes, de historias y costumbres tan distantes y tan nuevas que hicieran soñar en su butaca a quien no había tenido ocasión de alejarse más que unos cuantos kilómetros del punto en que nació.

Era joven y estaba solo. Mi padre había vuelto a casarse al cabo de los años, y vivía en paz en Tenerife. Mi hermano había emigrado a América, y no me ataba por tanto ninguna responsabilidad para con nadie. Tenía una vida y quería vivirla a mi manera, sin preocuparme ni el futuro ni el presente. Era libre, ¡auténticamente libre!, y hubiera sido un crimen anclarme a un trabajo; a una persona, incluso a un «futuro»…

Ya en la Escuela de Periodismo había podido advertir cómo otros compañeros preparaban desde muy temprano ese «futuro», anhelando acomodarse de algún modo para el momento en que acabaran la carrera. Buscaban un periódico, una revista, un «sueldo» que significase la seguridad de comer cada día, pero que significaba, también a mi juicio, el fin de toda libertad aun antes de haberla vislumbrado.

¿Qué recuerdos podrían quedar años más tarde —cuando ya la vida tan sólo se compone de recuerdos— de ese sueldo, esa seguridad, esos puestos que habían logrado ir escalando…?

Quizá la idea de «Hacerse un Porvenir» sea la que haya castrado más gente en este mundo, pues hacerse un porvenir significa hipotecar el presente, y resulta siempre que ese porvenir no llega nunca, y en pos de esa quimera se han desperdiciado la juventud y la vida.

El porvenir tan sólo llega el último día de nuestra vida, en el último minuto, y lo queramos o no, detrás del porvenir no hay nada.

¿Podía yo dejar de ver el mundo por nada?