6. MUERTE BAJO EL MAR

El tiempo que pasé en el «Cruz del Sur», hizo nacer en mí la afición por el mar.

Esa afición me llevaría más tarde a sumergirme en cuantos se prestaran a ello:

del Pacífico al Atlántico; del Mediterráneo al Caribe.

Todos son iguales, y todos son distintos. Cada uno tiene algo nuevo que ofrecer, y en todos se experimenta idéntica sensación de paz, olvido, alejamiento del resto del mundo…

En cuanto hay más de un metro de agua sobre nuestras cabezas, la tierra y sus problemas dejan de tener significado; nada importa más que los peces, las algas y los corales; nada cuenta más que la aventura de ver surgir un tiburón en el Caribe; una manta-diablo en el Pacífico; un mero de trescientos kilos en el Atlántico Sur; una diminuta tuta muerta de hambre en la costa mallorquina.

El tiempo no existe bajo el mar.

Una hora de inmersión para un escafandrista; seis horas en el agua para un pescador submarino, son apenas instantes. Abajo se pierde la noción de todo, los minutos vuelan y se diría que los océanos tienen su propio reloj. Un reloj que adelanta.

¡Hay tanto que ver bajo las olas…!

Con frecuencia me preguntan:

—De los lugares en que te has sumergido…, ¿cuál te impresionó más?

La respuesta es difícil: ¿Cabo Frío en Brasil…? ¿La República Dominicana?

¿Sudáfrica…? Quizá lo que más grabado me haya quedado nunca fue una inmersión en el archipiélago de las Galápagos, en el Pacífico.

Recuerdo lo que entonces escribí sobre ella:

Bordeando San Salvador por su costa sur, fondeamos en una pequeña ensenada en la que Argenmeyer me aseguró que podía encontrar abundancia de corales. Me sumergí en un fondo de unos quince metros, y lo que vi me impresionó: era como el juego de unos pintores que se hubieran vuelto locos y que, manchando acá y allá con rojos, ocres, verdes, amarillos y violetas, hubieran contribuido a formar un cuadro deslumbrante.

Abundaban las madréporas, que hacían del conjunto un gran jardín, y entre ellas sobresalían las meandrinas, que semejan el cerebro de un hombre; los alcionarios, en forma de hojas lobuladas, y las inclinadas láminas amarillentas de los corales de fuego, que queman al tocarlos.

Los había también en forma de estrellas, no mayores que un botón, y algunos como setas, con el sombrero del tamaño de una bandeja. Y todos ostentaban su color particular o su dibujo típico, que los diferenciaba de cuantos los rodeaban y no obstante formaban con ellos un conjunto armónico.

Y por todas partes esponjas de mil colores, tamaños y formas; briozoos y mariposas de mar que se agitaban como relámpagos; peces rana y escorpenas de espantoso aspecto. Erizos de mar y peces barbero con estiletes como bisturíes…

Cruzó un pez aguja parecido a un caballito de mar, feo como si llevara una máscara, y con una bolsa en el vientre en la que guardaba a sus hijos. Luego me llamó la atención una exuberante flor que descansaba sobre un coral. Me aproximé y me miró con fríos y tranquilos ojos. No tenía miedo porque era un «pez de fuego» seguro de su veneno.

Todo el universo de los arrecifes pululaba en torno mío, sueño de cualquier pescador submarino; sueño mayor aún, del más exigente de los naturalistas.

Más tarde, al aproximarme a tierra, encontré allí, bajo las rocas, a medio metro de profundidad, colonias enteras de langostas que asomaban los bigotes bajo las piedras, y no tuve más que calzarme un grueso guante e irlas sacando una por una para echarlas al fondo de la barca de Argenmeyer.

Y es que en ningún otro lugar del mundo se da la circunstancia de que las aguas templadas del ecuador —que cruza por mitad del archipiélago— se encuentren con una corriente fría de la potencia de la de Humboldt, que subiendo desde el Antártico, a todo lo largo de las costas de Chile y Perú, trae consigo la increíble riqueza de sus aguas, las más abundantes en pesca del Planeta.

Y no resulta raro que cuando se está allí, contemplando tranquilamente la fauna tropical de los arrecifes de coral, aparezca de pronto a nuestro lado una manada de focas o un pingüino que vienen a merendarse a los habitantes de los corales…

Al rememorarla, pienso que fue, en verdad, una inmersión inolvidable; una de mis más bellas experiencias en el mar, que nunca se me mostró antes tan plenamente, tan esplendoroso, tan apasionante.

El mundo en que vivimos, el siglo que corre, no nos ofrecen demasiadas oportunidades de contemplar la vida en toda su magnificencia. Para muchos —la mayoría—, los animales no son ya más que láminas de libro, escenas de televisión, cromos coleccionables o, en el mejor de los casos, tristes habitantes de zoológico.

La bestia de zoo, el pez de acuario, están —a mi entender— más cerca de su imagen en fotografía que de su auténtica realidad. Un elefante en cautiverio no es más que la caricatura grotesca de un elefante que corre por las praderas africanas; un pez-luna en su acuario, apenas juega a imitar al pez-luna de los arrecifes.

Por eso, aquel día, en la costa sur de San Salvador, fue como si la Naturaleza se mostrara completamente virgen y la vida de aquellos arrecifes apareciese tal como fue creada.

Tuve la sensación de encontrarme frente a la Naturaleza, limpia y desnuda.

Como si yo fuera el primer hombre que existió en el mundo.

No creo, sin embargo, que deba considerar esta la inmersión «más impresionante» de mi vida, si quiero utilizar el término «impresionante» en su punto de vista positivo, mientras hubo otra que, negativamente, dejó en mí una huella mucho más profunda.

Ocurrió el día en que, por primera vez, le vi la cara fea al mar, y me di cuenta de hasta qué punto el ser humano está inerme cuando se enfrenta a él.

Por extraña casualidad, coincidió ese día con la clausura del Primer Congreso Mundial de Actividades Subacuáticas, del cual habíamos salido la mayoría de los participantes convencidos de que el mar era nuestro.

Para celebralo, el Centro de Recuperaciones e Investigaciones Subacuáticas (CRIS) de Barcelona había organizado una inmersión exploratoria a las galerías submarinas que atraviesan una de las islas Medas, frente a Estartit, en la Costa Brava.

Tomaban parte en la expedición la mayoría de los congresistas, y me tocó compartir la lancha con Gianni Roghi, periodista italiano, que murió años después aplastado por un elefante en África; el fotógrafo norteamericano Luis Mallé, y otro americano, Lindbaugh, notable biólogo marino, que venía en representación de una Universidad californiana.

La lancha vecina la ocupaban Jacques Ives Cousteau y Philippe Taillez, inventores de la escafandra autónoma y auténticos padres del submarinismo moderno; Frederic Dumas, «Dili», el mejor buceador de todos los tiempos; Vidal, presidente del CRIS, y creo que Eduardo Admetlla, exrecordman mundial de inmersión.

Fue ese el grupo que se sumergió en primer lugar. Se lanzaron al agua a unos quince metros del acantilado y desaparecieron bajo la superficie. Segundos después, se había perdido el rastro de las burbujas de aire que señalaban su posición. Era como si los hubiera tragado el mar.

A los pocos minutos seguimos nosotros. Me cercioré —mejor que nunca— de que mi aparato funcionaba a la perfección y estaba cargado al máximo: ciento cincuenta atmósferas de aire comprimido, que me garantizaban casi una hora de inmersión a treinta metros de profundidad. Quisiera reconocerlo o no, meterme, en una larga cueva bajo tierra y bajo el mar, me preocupaba.

Lindbaugh se echó al agua. Le siguió Mallé y luego fuimos Roghi y yo. Cuando llegué al fondo, me encontré con la cámara fotográfica de Mallé, y la cinematográfica de Lindbaugh enfocándonos directamente. Con gestos nos pidieron que nos introdujéramos por la abertura de la primera caverna para tomar la escena.

No me costó trabajo encontrar la entrada; un grueso cable descendía desde un lanchón en el que descansaba una planta eléctrica. El CRIS había realizado una magnífica labor estableciendo focos a todo lo largo del laberinto de galerías submarinas que atravesaban la isla, y bastaba seguir ese cable y su rosario de luces. Nos habían advertido muy seriamente: cualquier desvío podía significar perderse y no salir más de aquella trampa de agua y roca.

A dos metros en el interior de la primera caverna, la oscuridad era casi absoluta, rota tan sólo por un débil foco, allá delante, y el círculo de luz de la entrada —apenas metro y medio de diámetro— que iba quedando a la espalda.

Miré hacia atrás. Mallé se recortó en la boca de la cueva, su escafandra golpeó contra el techo, y con un hábil pataleo se introdujo dentro. Lindbaugh venía detrás. Seguí mi camino. Era como adentrarme en un caserón en ruinas: salas y salas como grandes habitaciones que se sucedían sin interrupción, con desviaciones a derecha e izquierda, pozos que bajaban nadie sabía a dónde, y chimeneas que ascendían hasta perderse de vista, amenazantes.

La vida era poca. Algunos pececillos que se agolpaban en torno a los escasos focos —uno por sala—, algún pulpo, y corales diminutos en las paredes. El suelo, de arena, se revolvía con nuestros movimientos enturbiando el agua, y se hacía necesario nadar sin rozarlo para mantener alguna visibilidad.

El silencio absoluto del lugar se rompía ahora con el sonido del aire al escapar por la boquilla, el murmullo de la cámara cinematográfica de Lindbaugh, que rodaba cuanto podía pese a la escasa luz, y el intermitente golpear de alguna escafandra, contra las paredes de roca.

El espectáculo resultaba, en verdad, dantesco. Nuestras figuras no eran más que sombras que se destacaban de tanto en tanto contra los focos y desaparecían luego en la siguiente sala.

De pronto, todo quedó a oscuras. El corazón me dio un vuelco y me subió a la garganta. Sentí deseos de gritar, y del susto perdí la boquilla de aire. Traté de serenarme, me aferré a la pared y busqué en mi pecho la boquilla, que lanzaba ya borbotones de burbujas. Me la coloqué nuevamente y esperé.

Sobre nuestras cabezas teníamos tres metros de agua, y más arriba, cincuenta de roca impenetrable. Detrás, unos treinta metros, quizá, de salas y salas a oscuras que incluso nos había costado trabajo recorrer con luz. Delante, lo desconocido: mil probabilidades contra una de encontrar la salida, el mar abierto, el aire libre.

En lo más profundo de mí mismo, el terror luchaba por abrirse paso hasta mi conciencia. Sentía que me estaba invadiendo; que pronto o tarde acabaría por vencer la poca calma que me quedaba, y comprendí que si lo lograba nunca saldría de allí, me ahogaría sin remedio en las entrañas mismas de la isla.

Sentí deseos de llorar, de gritar, de llamar a mi madre. Todo daba vueltas, y no me creí capaz de recordar una sola oración. Algo se agitó a mi lado, una mano se movió en la oscuridad, y me tomó del brazo. Me apretó con fuerza, amistosamente, como para infundirme valor. Nunca supe quién había sido; tan sólo, que permanecimos así largo rato, uno junto a otro, consolando nuestro miedo.

Mi instinto retrocedió a millones de años: a cuando ni siquiera éramos aún seres humanos y todo era terror a lo desconocido en la eterna oscuridad de los abismos marinos. De alguna parte surgiría un monstruo para devorarnos; de cualquier punto llegaría la muerte.

Alguien golpeó su cuchillo contra la escafandra, allí, delante. Era una llamada insistente, y nadamos hacia ella. Una mano nos buscó en la sombra, tomó a la vez nuestra mano y la condujo hacia el grueso cable eléctrico, que había encontrado. Comprendí la intención: aquel cable nos llevaría, pronto o tarde, a la salida.

Comenzamos a seguirlo en fila india, y no era fácil. Constantemente tropezábamos con quien iba delante o detrás, o contra las paredes de roca y el techo. De apoyarme en lugares que no veía, me desgarraba las manos, que tuve una semana ensangrentadas. En esos momentos no me daba cuenta del dolor. Lo que importaba era salir de allí.

No puedo saber cuánto avanzamos: quizá no más allá de quince o veinte metros, que a mí me parecieron una eternidad. De improviso, tal como se había marchado, regresó la luz. El foco más cercano apenas alumbraba, pero nos golpeó en los ojos como si del mismísimo sol se tratara. Sentí deseos de gritar, de saltar, de abrazar a mis compañeros, pero me limité a continuar aprisa mi camino para salir cuanto antes de allí.

Cuando al fin distinguimos el enorme arco de veinte metros de altura de la salida de la cueva, por el que entraba la luz a raudales, di gracias a Dios.

Busqué a mi alrededor: estábamos los cuatro. En ese instante prometí que nunca volvería a sumergirme en una cueva submarina.

A la semana siguiente, Lindbaugh se fue a Francia, a explorar la caverna sumergida de la «Calanca de Cassís». Nunca salió. Un mes después encontraron su cadáver. Perdido, desorientado, al tratar de encontrar la salida, Lindbaugh se equivocó, adentrándose en lugar de salir. Debió de ser una muerte espantosa, advirtiendo cómo poco a poco el aire de su escafandra se agotaba; arañando las paredes; desesperándose, con la tierra y el agua sobre su cabeza, sin más compañía que su propia soledad.

Su cámara de cine estaba en el fondo, a sus pies, y en ella aún, las escenas de la exploración de una de las islas Medas.

Han pasado quince años. He mantenido mi promesa de no volver a practicar la espeleología submarina. Todo hombre debe saber hasta dónde llegan sus posibilidades, y yo sé que, justo hasta ahí, llegan las mías.

—¿Hasta dónde llegan las de otros en el fondo del mar?

Mirando hacia atrás me maravillo de lo que ha progresado el ser humano en ese campo.

En 1957 nos considerábamos los pioneros del mar. Aún estaba muy lejos el Primer Congreso Mundial de Actividades Subacuáticas, y los que participaríamos en él creíamos estar descubriendo para la Humanidad un mundo nuevo. Durante la Segunda Guerra Mundial, Cousteau, Taillez y Dumas habían inventado la escafandra autónoma, pero pasaron casi diez años antes de que comenzase a usarse normalmente, primero en los países mediterráneos; luego, en los Estados Unidos; casi inmediatamente, en el resto del mundo, que la adoptó con entusiasmo.

Pero sus posibilidades parecían muy limitadas. Todavía no se habían investigado a fondo las mezclas de helio y otros gases que impedirían más tarde la narcosis y la embolia, y por aquellos días, el simple aire comprimido de las botellas no permitía descensos más allá de los setenta u ochenta metros. Un español, Eduardo Admetlla, había logrado batir el récord mundial, estableciéndolo en cien metros de profundidad. Para la mayoría de los expertos, era una locura que a nada conducía. A más de setenta metros —incluso a sesenta— la mayoría de los submarinistas sufrían «borrachera de las profundidades», y por lo tanto, ir más allá no sólo era arriesgado, sino también inútil.

Durante el Congreso, algunos de los más soñadores, entre ellos Rebicoff —inventor del primer vehículo submarino individual—; aseguraban que antes de diez años el hombre atravesaría la barrera impuesta por la necesidad de la descompresión y llegaría a permanecer largas temporadas en los fondos marinos.

Pocos parecían creerle. En quince años se había avanzado mucho, del buzo clásico al ágil submarinista, pero no convenía hacerse demasiadas ilusiones. El camino era largo; el mar, demasiado profundo.

Pero hoy no hay mares demasiado profundos para el hombre. Ya se ha descendido a once mil metros en batiscafo, y ya los submarinistas pueden trabajar a trescientos respirando mezclas de gases. Ya no existen casi problemas con la descompresión.

Y lo que parece más increíble: se comienza a pensar en la posibilidad de dotar al ser humano de agallas para que pueda vivir en el fondo de los mares.

El doctor Walter L. Robb realizó experimentos con un hámster al que introdujo en el agua dentro de una caja cuyas paredes estaban formadas por una serie de láminas que cumplían la función de las agallas de los peces. El hámster vivió perfectamente, obteniendo oxígeno del agua por medio de esas agallas artificiales.

Se cree que llegará un momento en que, a través de una sencilla operación quirúrgica, muchos de nosotros podremos adaptarnos a la vida marina cuando la Tierra se encuentre superpoblada.

Pero cabe preguntarse: ¿Sería realmente habitable el mar cuando estemos en condiciones de conquistarlo, o para entonces ya el ser humano, el Gran Destructor, habrá acabado con sus formas de vida si continúa arrojándole, como hasta ahora, cincuenta mil toneladas de residuos de DDT cada año y millones de toneladas de basura?

En menos de veinte años hemos reducido en un 75% la capacidad de fotosíntesis de las algas marinas, encargadas de renovar el oxígeno de las aguas, y ya el plancton ha comenzado también a sufrir el ataque de los pesticidas y venenos, perdiendo, por lo tanto, gran parte de su capacidad reproductiva.

A medida que ese plancton disminuye en número, disminuyen los peces que se alimentaban de él, y los que se alimentaban de esos peces, y así la gran cadena se debilita día a día, y existen mares, como el Mediterráneo, a los que se podrá considerar definitivamente muertos dentro de treinta años.

¿Cómo es posible que extensiones de agua tan gigantescas que alcanzan los diez mil metros de profundidad y ocupan el 70% de la superficie del Planeta, no puedan absorber y eliminar nuestros desechos?

La respuesta es sencilla: El 90% de la vida marina está concentrada en las plataformas continentales, a profundidades inferiores a los doscientos metros, lo que constituye menos del 10% del área de los océanos y una cantidad muchísimo más pequeña aún de su volumen total.

En los estuarios de los ríos, en los manglares y en los mismos ríos, agua arriba, es donde desovan por lo general la inmensa mayor parte de los peces, que precisan de esas aguas muy próximas —y por lo común las más contaminadas— para su ciclo reproductivo.

Cuando las cloacas de las grandes ciudades, los residuos contaminantes de las fábricas o los restos de los insecticidas utilizados en la agricultura van a parar a esos ríos, esos manglares o esos estuarios, se está impidiendo la reproducción de millones de peces que habíamos empezado ya a considerar nuestra única y definitiva esperanza de salvación.

Hasta el presente, el hombre no había extraído del mar más que entre el uno y el dos por ciento de su alimentación, y éramos, con respecto al mar, lo que el cazador primitivo de la Edad de la Piedra con respecto a la Tierra.

Nos limitábamos a cazar, y la mayor parte de las veces, a cazar a ciegas a base de lanzar unas redes y unos anzuelos y aguardar pacientes a que la buena suerte y la superabundancia compensaran el esfuerzo.

Pero ahora, cuando el hombre comienza a comprender que, de cazador tiene que pasar a convertirse en agricultor del mar, «cosechador de peces», se encuentra con la dolorosa realidad de que empieza a ser demasiado tarde, y si no pone freno a sus propios desaguisados, no encontrará en el mar, llegado el momento, nada que cosechar.

El ecosistema marino se mantiene sobre un perfecto equilibrio que nada ha sido capaz de romper hasta el momento de la Creación. La cantidad de oxígeno producido por las algas y suministrado por el aire, bastan para mantener las bacterias de la putrefacción, pero, cuando dichas bacterias reciben una cantidad excesiva de desperdicios orgánicos motivados por la desembocadura de un río contaminado, o una cloaca, las bacterias comienzan a trabajar rapidísimamente, consumiendo todo el oxígeno y derrumbando por completo el sistema ecológico.

Ya ese pedazo de mar no será capaz de ofrecer nada, pese a que, en situaciones ecológicas normales, una hectárea de suelo marino puede producir siete veces más cantidad de materia orgánica aprovechable que una hectárea de tierra de cualquier cultivo tradicional.

Como ocurrirá con las selvas amazónicas, que están a punto de desaparecer antes de que hayamos podido conocerlas a fondo y disfrutarlas, el mar corre el peligro de sufrir las consecuencias de nuestra apresurada industrialización, y dejar de ser útil antes de comenzar a serlo realmente.

Cada año, el hombre extrae de los océanos unos cincuenta millones de toneladas de pescado, de las cuales, aproximadamente la mitad pasan a convertirse en harina. En un futuro próximo, si cesara la contaminación y se modernizaran los sistemas de «cosecha» de peces, dicha cantidad podría triplicarse. Sin embargo, más importante aún que la pesca puede ser en un futuro la «agricultura del mar», pues ya existen científicos dedicados a la tarea de buscar un aprovechamiento máximo de las grandes praderas de algas marinas, tanto con fines industriales como alimentarios.

Durante el tiempo que pasé como instructor en el «Cruz del Sur», adiestramos a gran número de submarinistas que se ocuparon más tarde del desarrollo de los grandes campos de algas del Cantábrico, y podíamos advertir cómo, día a día, comenzaba a disminuir de modo alarmante la fauna del Mediterráneo, hasta el punto de que zonas que fueron antaño auténticos viveros y paraíso de los pescadores submarinos, no ofrecían ya ni el más leve rastro de vida animal.

Quizá la pesca submarina no sea —como muchos sostienen— más que uno de los tantos factores que se han sumado a los derrames de petróleo, insecticidas, cloacas, etcétera, y no es en realidad tan exorbitante su importancia a la hora de la destrucción, pero no cabe duda de que, por allí donde pasa un equipo de buenos buceadores, no queda nada con vida en mucho tiempo, y por lo general, nunca se detienen a meditar si lo que van a matar es grande o pequeño, macho o hembra, o se encuentra o no a punto de desovar sus crías.

Entre unos y otros, contaminación o pesca incontrolada, lo cierto es que los mares se agotan y morirán del todo si no comenzamos pronto a «sembrarlos» y cuidarlos como se siembran y cuidan las tierras. Ya existen los planos; ya están incluso diseñados los tractores que circularán por el fondo de los océanos, y Sir Alister Hardy, de la Universidad de Oxford, lleva años trabajando en la selección de la flora y fauna del fondo del mar que deberá cultivar el hombre en su día, y la que deberá ser eliminada como perjudicial e inaprovechable.

La decisión no será fácil, y corresponderá a los ecólogos y oceanógrafos realizar una delicada tarea que puede poner en peligro todo el equilibrio de la vida marina, del mismo modo que hemos puesto tantas veces en peligro —a menudo con resultados desastrosos— el equilibrio de la vida sobre la tierra.

Un ejemplo de cómo el hombre ha comenzado a ejercer su influencia nefasta sobre la ecología oceánica es el de la curiosa historia de las estrellas de mar del Pacífico, que, de pronto, comenzaron a reproducirse en tan gigantesca escala, que iniciaron una masiva destrucción de los arrecifes coralinos de las islas del Sur. Estas estrellas de mar se alimentan de los pólipos de arrecifes, y en unas cuantas horas pueden destruir corales que han tardado medio siglo en crecer, y que una vez muertos y concluido su lento pero constante crecimiento, se parten, caen al fondo y dejan de proteger las islas contra los embates del océano.

La inusitada invasión de las estrellas puso en peligro infinidad de islas, y si se les permitía continuar adelante en su destrucción, corría peligro el futuro de la Micronesia.

Grupos de científicos de todas las nacionalidades acudieron a estudiar el curioso fenómeno, y llegaron a la conclusión de que el exceso de estrellas de mar se debía a que durante años los aficionados a las conchas habían arrancado de los arrecifes más de cien mil «tritones», un hermoso molusco cuyo alimento principal son las estrellas de mar.

El hombre intentó entonces reparar el daño que había causado, y se dedicó tenazmente a la labor de matar a las invasoras, pero resultó que, cuando cortaba en dos una de ellas, obtenía como resultado que ambas regeneraban la parte perdida y se convertían así en «dos» nuevas estrellas de mar. Como solución final, hubo que recurrir a inyectarles —a veces a cuarenta metros de profundidad— una pequeña dosis de aldehído fórmico.

Ejemplos semejantes se presentan a menudo y se presentarán cada vez con más frecuencia a causa de la depredación o la contaminación provocada por el hombre en el mar, y sin embargo, cuando, en 1igd, cinco mil delegados de 149 países se reunieron en Caracas para discutir la forma de repartirse los mares, advertí, consternado, que en la gran conferencia de las Naciones Unidas sobre los derechos del mar, no se mencionó el tema de la contaminación y destrucción de los mares, porque, según parece, los barcos tan sólo contribuyen con un 10% a esta contaminación. El resto viene de tierra dentro, y las gentes del mar creen que ese 90% restante no les concierne…

Qué es lo que van a repartirse cuando ese tanto por ciento que «no les concierne» acabe con los océanos, nadie lo ha dicho…

Bueno: en realidad, ellos mismos lo dicen. Los que más interés tienen en repartirse es el petróleo o los increíblemente ricos yacimientos minerales que se han descubierto a cinco mil metros de profundidad.

Vastísimas regiones del océano están cubiertas de extraños «nódulos» del tamaño de una patata, compuestos por un diente de tiburón o un hueso de ballena alrededor del cual se ha solidificado manganeso, hierro, cobalto, níquel y cobre. Fortunas inmensas, del orden de los cuatro millones de dólares por kilómetro cuadrado aguardan a quienes sean capaces de extraer tales nódulos, y por eso, y por el derecho a pescar atunes o bacalaos, o simplemente, la posibilidad de prohibir el paso por sus aguas o estrechos, es por lo que los Gobiernos del mundo libran hoy una silenciosa pero furiosa lucha.

En 1609, el Jurista Hugo Grotius estableció que «el océano es común a todos porque es tan ilimitado, que no puede ser poseído por nadie». «Los mares nunca podrán ser medidos ni cercados», sentenció.

Hoy día, Grotius está tan sobrepasado como la teoría de que la Tierra es plana, y los mares, tan sólo un río que la circunda.

Ahora lo que se discute es si cada nación dispondrá de las antiguas tres millas de aguas territoriales o las modernas doscientas que pretenden algunos países latinoamericanos.

También se trata de definir hasta qué punto las naciones costeras tienen jurisdicción económica exclusiva sobre sus aguas, y a quién pertenecen los recursos de las profundidades de alta mar.

Para las naciones poco desarrolladas, continuar con las leyes de Grotius significa que las grandes potencias pueden comenzar a apoderarse de lo que hay en los océanos a base de usar su moderna tecnología, enriqueciéndose aún más a costa de lo que debe pertenecer a todos.

En realidad, media docena de países y unas cien grandes compañías se han lanzado ya, más o menos abiertamente, a la conquista de esos océanos, y se calcula que las enormes inversiones que se hagan en el campo de la recogida de nódulos rendirá fabulosos beneficios de casi el 25% neto. A un precio de 200 dólares la tonelada, calcúlese lo que se puede obtener, si únicamente en el Pacífico se dice que existen más de 1500 billones de toneladas de dichos nódulos.

Un especialista opina que tan sólo en el fondo del mar Rojo reposan 3400 millones de dólares en oro, plata, cinc, cobre, etc., y en Sudáfrica ya se están explotando las minas submarinas de diamantes, mientras Indonesia y Tailandia extraen estaño de su plataforma continental.

Presente está también, como siempre, el petróleo, pues aunque hoy día tan sólo el 20% del petróleo mundial se extrae del mar, se espera que dentro de diez años produzcan más petróleo los océanos que la tierra. Un moderno buque, el «SEDCO-445» puede perforar el fondo a 2000 metros de profundidad, resistiendo los embates del viento y de las olas. Para la técnica industrial lo imposible deja de serlo en muchos terrenos.

¿A quién pertenecen todas esas riquezas?

Sobre ello no se pusieron de acuerdo esos cinco mil delegados, y lo más probable es que nunca lo consigan, y si lo consiguen, nunca se acaten las leyes que se den. Como siempre, los grandes se comerán a los chicos.