A los dieciséis años abandoné el Sáhara.
Lo que para otros hubiera constituido, quizás, el fin de un destierro y el regreso a la vida, para mí significaba, por el contrario, el fin de lo que consideraba mi felicidad.
Aún hoy continúo pensando que, en muchos aspectos, aquella fue la época más dichosa de mi vida, y he llegado al convencimiento de que los años de soledad en el desierto forjaron mi carácter para siempre. La adolescencia marca nuestra vida, y mi adolescencia transcurrió sin más compañía que yo mismo, muchos libros y la infinita llanura.
De regreso a Tenerife comprendí que aquel ya no era mi mundo, ni los viejos amigos eran ya mis amigos. Para ellos, la vida del fenec significaba tan poco, como para mí encerrarme en un retrete del colegio a fumar un cigarrillo o ser el primero de la clase para que me nombraran «Príncipe de los Estudios». En dos años tuve que completar la educación que había descuidado tanto tiempo, y de un modo u otro logré mi título de bachiller. Para quemar energías ingresé en un equipo de natación, pero tampoco fui capaz de sacrificarme por conseguir una copa más grande o una medalla dorada y no plateada. Sin darme cuenta, me había convertido en un escéptico en cuanto se refiriese a valoraciones humanas, y quizás una de las peores cosas que pudieron ocurrirme luego fue perder aquel sano escepticismo, para entrar a formar parte nuevamente del gigantesco y estúpido juego de las relaciones sociales.
En aquellos tiempos, el sueño de todos los padres era que sus hijos fueran ingenieros o arquitectos, pero a mí los tinteros se me derramaban, las líneas rectas me salían curvas, y ponía los dedos sucios en todas las esquinas de los planos. Mientras tanto, escribía cuentos, novelas cortas y mi primer libro, «Arena y viento», que recogió mis recuerdos del desierto y aún tardaría cinco años en publicarse.
Al fin, un día me decidí, y confesé que quería ser periodista para acabar convirtiéndome en escritor.
—Lo que tú quieres es no trabajar —me respondieron—. Esa es profesión de vagos…
Yo no estaba de acuerdo y me mantuve firme. Mi hermano, que había emigrado a Venezuela y comenzaba a abrirse camino, hizo un esfuerzo y me envió dinero para que intentara ingresar en la Escuela de Periodismo de Madrid. A él le debo, sin duda, los tiempos que siguieron. Con diecinueve años, una chaqueta a rayas verdes y mi aire de paleto, más parecía el mandadero de traer café que un alumno de una Escuela de Periodismo que reunía a escritores, poetas, abogados, médicos y sacerdotes que discutían de Kant, Huxley y Ortega y Gasset con una naturalidad y una firmeza que me dejaban realmente anonadado.
¿Cuál era mi papel en todo aquello?
Realmente nunca llegué a saberlo ni tampoco creo que me importara en absoluto. Mi mayor preocupación en aquellos años fue, ante todo, matar el hambre; un hambre crónica y sin esperanzas a que me tenía sujeto la propietaria de una pensión oscura y lóbrega de la calle Modesto Lafuente, esquina a García de Paredes.
Si todos los grandes escritores, músicos o pintores llegaron a la fama tras años de penurias en una buhardilla, mi destino andaba desde entonces equivocado, porque yo pasaba mis penurias en el fondo de un sótano donde las ventanas estaban a la altura del techo y por las que tan sólo se distinguían las piernas de los transeúntes. Por fortuna, era aquella la época de las faldas anchas, tipo cancán, con mucho vuelo, y los pobres huéspedes disfrutábamos a menudo del agradable y gratuito espectáculo (y nunca mejor empleada la palabra) de las intimidades de las vecinas del barrio.
Y es que, desde el punto de vista sentimental o sexual, realmente Madrid, en los años cincuenta, no era en verdad una fiesta, y para un estudiante sin dinero, hambriento y mal vestido, conseguirse un «plan», no ya un «plan» de cama, sino tan sólo de última fila de cine o portal a oscuras, constituía una empresa titánica. Alguna muchacha de servicio; las primeras camareras de unas cafeterías que comenzaban a ponerse de moda; el sueño inalcanzable de una «tanguista» del «Morocco» o «Casablanca»…
España no había nacido aún al turismo y la industrialización, al desarrollo económico y la libertad sexual. En Madrid, la matrícula de los automóviles no pasaba de cien mil, y entre los viejos cacharros destacaban —retadores— los enormes Cadillac de los gringos de la Base Aérea de Torrejón, dueños absolutos de la noche ciudadana, asiduos clientes de las prostitutas de «Chicote» y «el Abra», eternos borrachines a los que contemplábamos con asombro cuando lanzaban despectivamente sobre la mesa un billete de mil pesetas que a nosotros debía durarnos todo el mes.
Fueron años difíciles, fríos y difíciles, de los que guardo pocos recuerdos gratos, pese a que —para muchos— la época de estudiante sea a menudo la mejor de su vida. De todo ello, tan sólo conservo memoria de entrevistas con Ernest Hemingway, Cela, Fernández Flórez y algunos políticos sudamericanos en el exilio.
Mis primeros pasos como periodista se veían coartados por mi invencible timidez e incapacidad de comunicarme con los demás, fruto, probablemente, de los años pasados sin tratar gente. Yo no era tan sólo un «provinciano» pobre en la capital; era mucho más: era «desértico». La falta de recursos, de ropa apropiada y del capital mínimo indispensable para llevar a una chica a un club o reunirme con los compañeros a tomar una cerveza o comer juntos, me retraía, y contribuía a encerrarme nuevamente en aquella especie de caparazón en el que había vivido durante gran parte de mi adolescencia.
Mi refugio fueron, como siempre, los libros. Libros que leía y libros que intentaba escribir con muy escaso éxito. Recuerdo mi primera novela, en la que el protagonista —yo— era un tuberculoso moribundo y sin remedio, perdidamente enamorado de una novia fiel y abnegada que no temía al contagio.
Mi desgraciado compañero de habitación, José Luis Lores, tenía que soportar el doble martirio de mis noches escribiendo y mis días leyéndole lo que había escrito.
En época de vacaciones, como no podíamos ir a casa, nos acompañábamos mutuamente y llegábamos a dormir dieciocho horas diarias, para luchar de ese modo contra el hambre y el aburrimiento. Pese a lo que se diga de la vida de estudiante, pasar una Navidad deambulando por las calles de Madrid sin un céntimo en el bolsillo, viendo cómo la gente se divierte, come y bebe, no resulta, en verdad, digno de recordarse.
Pero con la llegada de la primavera, alguien me dio una noticia: el recién creado «Centro de Investigaciones y Actividades Subacuáticas» buscaba submarinistas que —debidamente entrenados— pudieran convertirse a su vez en instructores de inmersión autónoma. Los que consiguieran un puesto, tenían parte del verano asegurado, con cama y comida, en un buque escuela de la Empresa Nacional elcano: el «Cruz del Sur».
Me apunté a la aventura y me lanzaron al agua en una piscina madrileña pidiéndome que buceara. Para un exnadador canario, aquello resultaba francamente sencillo, de modo que pasé el primer examen y me enviaron a Valencia, donde se encontraba el barco.
Desde el momento en que lo vi, el «Cruz del Sur» me pareció el velero más hermoso del mundo, con sus tres altivos palos, sus noventa toneladas de desplazamiento y sus cuarenta metros de eslora.
Al día siguiente nos llevaron a la escollera del puerto, nos dieron una escafandra autónoma y nos enviaron al fondo, en tres metros de agua, para que demostrásemos nuestros conocimientos. Yo no había visto una escafandra más que en fotografía, y todos mis conocimientos de inmersión se limitaban a un folleto que había leído. Pero estaba decidido a conseguir aquel puesto y, sin pensarlo, me eché el equipo a la espalda y me lancé al agua.
El instructor —el único que había por aquellos tiempos— se llamaba Rafael Padrol. Era un magnífico muchacho y excelente submarinista, pero tenía un pequeño inconveniente: tartamudeaba. Si en un momento de apuro quería dar instrucciones, cuando acababa de hablar, el alumno ya se había ahogado o estaba en tierra firme.
Debo confesar que nunca se le ahogó nadie, y es, en realidad, el gran maestro de toda la generación de submarinistas profesionales.
Instintivamente confié en él cuando me lancé al agua. Si aquello no funcionaba, me sacaría de algún modo, y no parecía probable que pudiera ahogarme en tres metros de agua.
Cuando la superficie se cerró de nuevo sobre mi cabeza, y en lugar de cielo vi agua al mirar hacia lo alto, me invadió el pánico.
Lentamente me hundía, y no me sentía capaz de hacer nada por evitarlo. Al otro lado de la máscara, a unos cuatro metros de distancia, Padrol me observaba atentamente, dispuesto a acudir en mi ayuda, pero no me pareció que en aquellos momentos pudiera servirme de nada. Estaba tan desconcertado, tan aturdido, que no hice gesto alguno. No intenté bracear, buscar la luz del sol, salir de allí, respirar al menos. Era como un peso muerto, como un saco de basura echado al mar.
De pronto sentí algo duro debajo de mis pies, y a los pocos instantes me encontré estúpidamente sentado en una roca. A mi alrededor todo era tranquilidad; las burbujas de mi entrada en el agua habían desaparecido ya en lo alto, y allí, a tres metros bajo la superficie, reinaba la paz.
Padrol me miraba con asombro. Hasta aquel momento yo no había respirado aún. Lo había olvidado.
Me hizo gestos de que chupara de la boquilla del aparato, y al cabo de unos instantes comprendí. Aspiré, y una catarata de aire frío y limpio se lanzó hacia mis pulmones, garganta abajo. Era como si todo yo me hubiera renovado, y me sentí feliz. Aquel trasto funcionaba.
Un diminuto pez de escollera, una tuta de color morado, vino a verme y me contempló con el desprecio que se reserva a los novatos.
Alargué la mano para tocarla, pero se escurrió hábilmente entre mis dedos, y volvió a detenerse unos centímetros más allá. Por tres veces repetimos el juego, hasta que se marchó, cansada de mi insistencia. Me dediqué a contemplar cuanto me rodeaba, aunque en realidad no era mucho: las grandes rocas peladas del rompeolas y algunos pececillos diminutos.
No era un espectáculo como para extasiar a nadie, pero su misma calma, su sencillez, su falta de impacto, sirvieron para tranquilizar mis nervios, hacer olvidar que me encontraba en un ambiente hostil.
Era como si el mar me diera su bienvenida, me mostrara el más amable de sus rostros, quisiera hacerme entender que —por el momento— nada malo debía esperar. Quería atraerme con la más inocente de sus sonrisas, dejando que al entrar yo en él fuera en realidad él quien entrara en mí como una droga suave, aparentemente inofensiva, pero que acaba, con el tiempo, por convertirse en vicio.
El fondo del mar es una droga, pero aquel día no hubiera podido imaginarlo.
Cuando busqué a Padrol con la mirada, se había ido, confiándome a mi suerte, seguro, al parecer, de que no me ahogaría. Un mes después me había convertido en uno de los tres profesores de buceo del «Cruz del Sur», puesto que desempeñé durante dos años hasta que el barco fue vendido a una empresa de Nueva Orleáns, que lo transformó en casino flotante.
Mis compañeros eran los hermanos Manglano —Gonzalo y Vicente—, abogado uno, médico el otro, con los que más tarde compartiría aventuras en México —donde acabé en la cárcel—, y en Ecuador, donde descubriríamos juntos un valle de pirámides preincaicas.
Los Manglano habían nacido para el mar y la aventura. Del «Cruz del Sur» se fueron a dar la vuelta al mundo en un barco de la época de Colón, y acabaron naufragando en Acapulco. Luego se marcharon a explorar Groenlandia, y la última vez que los vi, hace un año, estaban empeñados en cruzar la Amazonia en globo.
Juntos recibíamos cada mes un nuevo grupo de alumnos en el barco, levábamos anclas, y el viejo capitán —que bebía anís en lugar de agua a la hora de comer— ponía rumbo a cualquier tranquila ensenada en la que iniciar a los recién llegados en los secretos del fondo del mar.
En realidad, no es mucho lo que se puede aprender del mar en un mes.
Tampoco creo que fuera demasiado lo que aprendí en dos años, ni lo que aprendería en toda una vida de estudiarlo.
Del mar apenas conocemos la superficie, y estamos comenzando a introducirnos bajo su piel. Creemos ser dueños del océano, y el océano, cuando quiere, de un solo manotazo nos echa fuera sin contemplaciones.
Queremos saber lo que hay en la otra cara de la Luna o qué cantidad de oxígeno tiene Marte, y aún ignoramos, casi por completo, cuánto se oculta bajo las olas.
Cuando puse el pie sobre la cubierta del «Cruz del Sur», comenzó para mí un mundo de sorpresas, y la mayor de ellas fue darme cuenta de la cantidad de cosas que ignoraba sobre el mar que había tenido siempre ante mi nariz.
El viejo capitán —que bebía anís en lugar de cerveza a la hora del aperitivo— se quedó un día contemplando el horizonte a proa, y murmuró:
—La primavera está llegando al mar. Pronto estará florido… Precioso…
Nunca me había pasado por la imaginación la idea de que en el mar pudieran existir estaciones, como en tierra firme. Cuando se lo señalé el viejo capitán —que bebía anís en lugar de coñac a la hora del café—, me respondió pausadamente:
—Cierto que la inmensidad de los océanos; la gran masa de las profundidades; los abismos marinos, no se alteran. Pero no todo es así, y las aguas de las plataformas continentales disfrutan cada año de una primavera fértil y maravillosa.
En el hemisferio Norte —continuó—, que es donde más se nota el cambio, las aguas de las regiones templadas se han ido enfriando en sus capas superiores a lo largo del invierno, y con la llegada de la primavera, al ser más pesadas comienzan a hundirse lentamente. Al hacerlo, desplazan hacia lo alto las capas inferiores, más calientes.
La gran cantidad de sales minerales —especialmente nitratos y fosfatos— que se han ido acumulando en el fondo por efecto de la sedimentación y los aluviones de los ríos, se desplazan con esas capas y ascienden también a la superficie.
Al igual que las plantas terrestres necesitan sales para su crecimiento, las algas lo exigen, y así, con la llegada de la primavera y de estas sales que suben, comienzan a despertar de su letargo invernal. Abandonan el enquistamiento en que se hallan sumidas y la vida vegetal submarina se desarrolla entonces con ímpetu incontenible.
Esa multiplicación llega a ser tan asombrosamente desproporcionada, que he visto millas y millas cuadradas de la superficie del mar teñirse de distintos colores: rojo, verde o pardo, debido al conjunto de esos microscópicos granos de pigmentación de las algas que forman el plancton… ¿Sabes lo que es el plancton?
—Bueno… —admití tímidamente—, creo que es el conjunto de seres que se dejan arrastrar por el mar.
—Más o menos —concordó—, si llamas seres tanto a los vegetales como a los pequeños animales. En el plancton, los animales se comen a los vegetales y a su vez sirven de alimento a los peces, desde una minúscula sardina a la mayor de las ballenas. Por eso, cuando en primavera el plancton aumenta desproporcionadamente, todos aquellos a quienes sirve de pasto ascienden rápidamente hacia la superficie, y esta se convierte en un gigantesco manicomio, en el que todos se comen a todos, a la par que se reproducen en número infinito y el mar hierve de vida como una gigantesca máquina de creación y muerte. Unos mueren para que otros vivan, y los excrementos alimentan a otros, y nada se pierde en una cadena sin fin.
—Nunca me había detenido a pensar en eso —dije—. ¿Dura mucho esa batalla…?
Sonrió:
—No, no dura mucho… A mediados de verano, la vida animal de superficie disminuye y los peces prefieren regresar a las profundidades… ¿No has notado nunca que en otoño el mar toma un fulgor fosforescente, frío y metálico, como sobrenatural…? Es que la poca vida que aún quedaba se va marchando, y con el invierno, el mar, gris, frío, parece ya definitivamente muerto. Pero no es así, y al igual que en tierra los brotes aguardan bajo la nieve, en el mar la vida espera, y con la llegada de la primavera florecerá nuevamente.
Luego, el viejo capitán —que nunca había hablado tanto— comentó: «Tengo sed», y un marinero le trajo anís en lugar de Coca-Cola.
Una mañana —navegábamos por la Costa Brava a la altura de Tossa de Mar— nos mandó llamar muy temprano y señaló:
—Dentro de media hora pasaremos sobre un barco hundido… ¿Quieren bajar a verlo?
¡Era el primer pecio de mi vida!
«Pecio» es todo objeto perdido en el mar, se haya hundido ya o se encuentre flotando a la deriva. Para los submarinistas, sin embargo, la palabra «pecio» ha quedado prácticamente limitada a la denominación de barco hundido, no importa si antiguo o moderno.
Aquel sobre el cual el «Cruz del Sur» echó sus anclas media hora más tarde, era un viejo navío dormido en cuarenta metros de fondo, hacía más de veinte años.
El mar estaba en calma, y el agua, limpia. Los alumnos, adelantados ya, porque el curso estaba a punto de concluir, se agolpaban en cubierta y aquellos en quienes teníamos más confianza preparaban sus equipos de inmersión por si se presentaba la ocasión de descender.
Los hermanos Manglano, impacientes siempre, se lanzaron al agua los primeros. Padrol y yo les seguimos al poco. El viejo capitán sabía bien su oficio: las anclas del «Cruz del Sur» descansaban en el fondo, a no más de veinte metros a sotavento del navío, inclinado sobre un costado y con los rotos mástiles a quince metros de la superficie.
Cuando llegué a la cubierta, Gonzalo jugaba a manejar la nave muerta con el timón de proa. Su hermano había desaparecido en una de las bodegas, y tan sólo una estela de burbujas marcaba su posición. Padrol se dedicó —como siempre— a fotografiarlo todo, y yo me introduje por una ventana en el puente de mando y tropecé con un mamparo de hierro que se derrumbó bajo mi presión sin el menor esfuerzo. Las planchas estaban tan podridas que se desbarataban al tocarlas, para hundirse después lentamente con extraño caracoleo.
Me aferré a lo que había sido soporte de la brújula, y por los amplios ventanales delanteros contemplé la proa del barco, como tantas veces lo debió de hacer su capitán. A través de la boquilla de mi escafandra imité el sonido de una sirena, y por unos instantes imaginé que navegaba rumbo a puerto. La visibilidad no alcanzaba más allá de la proa, y luego todo era azul, con partículas en suspensión. Podría pensarse que navegábamos dentro de una niebla espesa, y me acordé de aquel aspirante a oficial al que preguntaron qué debía hacer cuando navegara en medio de la niebla.
—Avanzar a toda marcha para salir cuanto antes —dijo, y se quedó tan contento.
Quizás el capitán del barco hizo lo mismo, y por eso estaba ahora allí a cuarenta metros de profundidad. Aunque era improbable, porque no había rocas, ni bajíos, ni restos de otro barco contra el que hubiera chocado.
Además, la proa parecía intacta.
Me propuse averiguar las causas del naufragio; abandoné el puente de mando y me deslicé por la cubierta superior hacia el costado que descansaba sobre la arena del fondo. Una nube de pequeñas castañolas huyó asustada, y un mero de buen tamaño me miró desde un redondo tragaluz para desaparecer más tarde en el interior de lo que debió de ser camarote de primera clase.
Comencé a nadar hacia la popa, y al poco, en el centro mismo de la nave, casi bajo la chimenea y a menos de un metro de lo que pudiera ser la línea de flotación, apareció un enorme y redondo agujero desgarrado, típico de los torpedos. Por allí había entrado el agua, y ahora entraba también, en parte, la arena.
Permanecí unos instantes pensativo; intentaba cobrar valor para adentrarme en las entrañas de la nave por aquella negra boca, cuando apareció en ella el rostro del mayor de los Manglano, que me saludó con alegre gesto. Luego, como pudo, me dio a entender que allí dentro todo estaba revuelto y complicado y no valía la pena intentar seguir —a la inversa— el camino que él había encontrado desde la bodega de popa. Volví a ascender a cubierta y me colé de rondón en la cocina, donde encontré una vieja cafetera que conservé durante años en mi casa. Siempre me pregunté de qué estaría hecha que resistió el paso del tiempo y los ataques del agua del mar. Donde el acero se deshacía y el bronce sufría carcoma, la cafetera aguantó impertérrita, sin más muestra de sus años en el mar, que algunos moluscos adheridos al fondo.
Acabó utilizándose para regar flores.
Más allá de la cocina estaba el comedor, con una gran mesa clavada al suelo.
Una destrozada escalera conducía a los camarotes, pero la visibilidad era nula, no había traído linterna, y me dio miedo meterme entre aquel amasijo de hierros retorcidos.
Me tumbé sobre la mesa y contemplé el techo. Un hueco me permitía ver, allá arriba, la superficie hacia la que ascendían las burbujas de mi escafandra. Me pregunté qué sentiría el capitán de aquel barco si se encontrara donde me encontraba yo.
Años más tarde, Domeniko, un anciano pescador de esponjas griego, me daría la respuesta. Lo había contratado para que me mostrara el lugar exacto en que se hundiera un barco turco, el «Karacose», pero mientras navegábamos hacia él comenzó a hablarme del que había sido —durante treinta años— su barco esponjero: el «Agogos».
—¿Qué fue de él? —pregunté por decir algo.
—Murió.
—¿De viejo?
Se revolvió como si le hubiera picado una avispa:
—No. Nunca hubiera dejado que se pudriera en un puerto como me estoy pudriendo yo. Está donde debe: en el fondo del mar. Yo mismo lo hundí.
Merecía una tumba digna de un buen barco: el mar. Está entre los escollos de la punta de aquel cabo. Nadie más que yo sabe el lugar exacto.
—¿Cuántos metros?
—Veinticinco.
—¿Quiere verlo?
Tardó en contestar. Parecía confuso. Al fin señaló:
—Yo siempre fui buzo clásico —de casco y manguera—, pero si no se aleja de mí me atrevo a bajar con usted, usando una de esas escafandras suyas. Todo por ver nuevamente mi «Agogos».
Lo bajé. El agua estaba tibia y agradable. El «Agogos» no era más que un esponjero de veinte metros y apariencia vulgar, pero la vegetación submarina no se había apoderado por completo de él y la poca que se fijó en sus partes metálicas y los obenques contribuía a darle un aspecto festivo. Cuando pusimos el pie en cubierta, Domeniko se soltó de mi mano y acarició el palo mayor con el mismo cariño que emplearía una madre con su hijo.
A través de la máscara podía ver sus ojos dilatados, que lo contemplaban todo con arrobo: me sentí emocionado.
No sé cuánto tiempo permanecimos sobre el «Agogos», pero me pareció corto.
Raramente se me volvería a ofrecer un espectáculo como aquel, en el que dos viejos amigos, compañeros de trabajo durante tanto tiempo y tantos mares, se saludaban por última vez. Había tal ternura en los gestos del anciano al acariciar su barco, que nunca me hubiera cansado de mirarle. Cuando el aire comenzó a faltar en las escafandras y le hice gestos de que teníamos que marcharnos, se besó la mano y dejó el beso sobre la barandilla de su barco.
Luego permitió que le llevara a la superficie sin volver ni una sola vez el rostro.
Cuando le ayudé a quitarse la máscara, tenía los ojos rojos.