4. EL BARCO FRANCÉS

Era domingo. Hacía mucho tiempo que había pedido a mi tío que me llevara a pescar al barco francés, y ahora, por fin, lo había conseguido.

El barco francés era un viejo casco de hierro, embarrancado a unos dos kilómetros al norte de Cabo Juby, y tenía fama de ser el lugar de más pesca de toda la costa.

La historia de cómo se perdió aquel barco es curiosa, si se atiende al decir de los testigos.

Llevando a bordo un cargamento de carbón, el capitán tenía orden de los armadores de hacer encallar la nave con el fin de cobrar el seguro. Esto ocurrió unos doce años antes de mi estancia allí, es decir, sobre el treinta y siete o treinta y ocho. Efectivamente: el capitán, buscando el modo de perder la nave sin ponerse en peligro él y la tripulación, enfiló la playa en aquel punto, logrando embarrancar.

Parece ser, sin embargo, que en aquella ocasión, no se sabe por qué motivo insólito, se encontraban fondeados en Cabo Juby tres barcos; dos «correíllos» de los que hacían el servicio semanal, y un aljibe que había ido a llevar agua, cosa que solían hacer cada quince días. Avisados de lo ocurrido, se dirigieron a toda marcha al lugar del suceso y, lanzando cabos de amarre, lograron sacarlo de allí, aunque para ello tuvieron que exponer sus embarcaciones. Llegado el momento en que el barco se encontró de nuevo a flote, avisaron al capitán francés de que ya podía dar marcha atrás; pero este, en lugar de hacer lo que se le indicaba, dio mal la orden —alegó después una equivocación—, encallando de tal forma que ya resultó imposible evitarlo. Allí quedó para siempre.

Durante muchos años los moros sacaron carbón del barco; pero esto ya no llegué a verlo. Cuando fui, ya no era más que un enorme casco, despojado de todo aquello que, por las buenas o por las malas, se habían podido llevar. Aún recuerdo que en una chabola distante vi, clavado en el suelo, uno de los respiraderos del barco; jamás logré saber —y creo que tampoco sus dueños— para qué podía servirles.

Ir a pescar al barco era tener la seguridad de volver con todo el pescado que se quisiera, pero resultaba imprescindible llevar cuatro o cinco cañas, porque se daba por seguro que, entre los marrajos y cazones, que abundaban más que en ningún otro lugar, las irían rompiendo. Se hacía necesario reponerlas si no se quería uno aburrir, porque para subir al barco resultaba imprescindible esperar la marea baja, y no se podía salir de él hasta el próximo descenso de la marea.

Aquel domingo, después de mucho rogar, conseguí que se realizara la excursión. Mi tío Mario, Lorca, un amigo de mi tío llamado Ruiz, y yo, debidamente pertrechados de cañas, carnada, agua y comida, nos encaminamos muy de mañana al barco, para aprovechar el buen tiempo y la marea.

Logramos subir sin mojarnos más que hasta la cintura. En aquel lugar el mar nunca está completamente quieto, y teníamos que aguardar a que las olas se retirasen y aprovechar el reflujo para dar una corta carrera y llegar a la cubierta, inclinada de estribor.

Comenzó a subir el mar y nos preparamos para la pesca. Yo veía avanzar el agua, y pensaba que poco a poco nos íbamos quedando aislados allí, con la playa cada vez más lejos, rodeados de aguas traidoras y plagadas de marrajos.

A medida que la profundidad aumentaba en torno a nosotros hacía su aparición la corriente: una corriente fuerte, violenta, que empujaba el agua, casi con la fuerza de un río, playa abajo, hacia el Sur, por donde habíamos venido, y arrastraba las boyas de nuestras cañas de tal modo que constantemente teníamos que volver a lanzarlas aguas arriba, para dejar que cruzasen rápidamente ante nosotros.

Pronto me olvidé de cuanto me rodeaba, absorto en la maravilla de aquella pesca fascinante. Llegó un momento en que bastaba echar el anzuelo al agua para que inmediatamente mordieran, entablándose de continuo una emocionante lucha entre hombre y pez; unos peces de tres y cuatro kilos que peleaban por su libertad y por conservar la vida y, de hecho, a menudo, pese al fuerte aparejo y los grandes anzuelos, lo conseguían. Esto, sin embargo, no importaba, pues al instante había otro que picaba y pronto sobre la inclinada cubierta se amontonaron los mejores ejemplares. Aquellos que por su calidad o su tamaño no merecían la pena, eran devueltos al mar.

De vez en cuando un marrajo, un gran cazón o una raya picaba; pero eran estos peces de cincuenta, cien y más kilos, imposibles de capturar con nuestros medios en aquel lugar tan poco apropiado para izarlos, y nos dábamos entonces por contentos si se conformaban con cortar el aparejo, porque en más de una ocasión rompían las cañas o nos las arrebataban de las manos, tanta era su fuerza y tan brusco su tirón.

Dos cañas llevaba yo perdidas; las había visto caer al mar, y la corriente se las llevó rápidamente, playa abajo. También los demás habían perdido alguna. A Lorca le había picado un gran cazón, al que pudimos ver un momento, mientras trataba de luchar con él y mantenerlo. Pero al fin la caña cedió, rompiéndose casi por la mitad, y a pesar de que aún la podía sujetar por medio de la cuerda de seguridad, la tiró al mar, porque era inútil continuar aquella lucha desigual.

Esta vez la caña no se alejó flotando, sino que la vimos oscilar de acá para allá, hundiéndose y volviendo a aparecer según lo que hiciera el pez que aún iba sujeto al anzuelo.

De pronto oí un grito; me volví hacia la proa, de donde había llegado, y no pude más que ver a Ruiz, que se asomaba por la borda, y a Lorca, que corría hacia allí. Tiré la caña sobre cubierta y me aproximé a toda prisa. Lorca intentaba echarse al agua, mientras Ruiz pugnaba por contenerle. No vi a mi tío por ninguna parte.

Lorca y Ruiz señalaron un punto en el agua; yo había llegado a su lado, y el corazón me subió a la garganta. Mi tío Mario se había caído al mar, y ahora aparecía en la superficie y trataba de nadar hacia tierra, pasando por delante de la proa del barco; pero la corriente le empujaba hacia fuera, y poco a poco le vimos alejarse y pasar a todo lo largo del barco, mientras las olas le revolcaban y amenazaban con estrellarle contra el casco.

Lorca le lanzó la caña más gruesa que tenía, y con un esfuerzo mi tío logró asirse al nilón, que era recio y resistente. Yo nada podía hacer, sino contemplar los esfuerzos por salvarle, porque el espanto me había inmovilizado de tal forma que no creo que pensara, ni reaccionase, ni pudiera hacer nada que no fuese mirar, en la medida que las lágrimas me lo permitían.

Por unos instantes Mario se sujetó al hilo, mientras la caña se curvaba amenazante, mantenida por Ruiz, y Lorca se descolgaba por la borda, y asido a la barandilla, intentaba tender un pie para que se agarrara.

Las olas iban y venían, arrastrando a mi tío de un lado a otro, impidiéndole ver, haciéndole tragar agua y amenazando estrellarle contra el casco en uno de los embates, mientras Lorca, golpeado también por las olas, sangraba en una pierna y un hombro.

Una ola mayor que las otras barrió contra el casco; estuvo a punto de hacer soltarse a Lorca, y en su reflujo arrastró hacia fuera a Mario. Ruiz hizo esfuerzos por aguantar la caña, pero el nilón cedió y mi tío se perdió entre la espuma.

A duras penas pudo Lorca subir a bordo, y desesperados, intentamos localizar de nuevo a Mario. Alcanzamos a verle por última vez, ya muy alejado, arrastrado por la corriente; aún trataba de nadar, pero de pronto una nueva ola cayó sobre él y desapareció por completo.

Creo que no lloré; no podía llorar. Era todo demasiado trágico, demasiado espantoso, y mi cerebro no había captado aún la idea de que Mario se había ahogado.

Mirábamos al mar, esperando algo, rogando a Dios que hiciera un milagro; y de pronto, allí donde había desaparecido, surgió una aleta negra, enorme, que se deslizó sobre el agua marcando un trágico surco.

Todo dio vueltas a mi alrededor y caí sobre cubierta.

Lorca, sangrante y destrozado, fue a recogerme; pero se tumbó a mi lado, llorando, llamando a Mario, pidiendo a Dios que le devolviera la vida.

No sé cuánto tiempo permanecimos allí; tal vez dos horas; quizá más. La marea descendía, pero aún no podíamos salir de aquel encierro, de aquel barco maldito que de pronto se había convertido en una pesadilla, mientras el golpear de las olas contra el casco, rítmica y monótonamente, se transformó en una música desesperante que no nos permitía olvidar que eran aquellas olas las que se lo habían llevado.

—¿Cómo fue? —preguntó Lorca.

Ruiz no supo responder. Era quien más cerca estaba, pero no se dio cuenta hasta que oyó el grito y le vio ya en el aire, a mitad de caída.

Parecía como si hubiésemos olvidado todo; se habían borrado de nuestra mente incluso las imágenes inmediatamente anteriores a la tragedia.

Lorca estaba deshecho; más aún que yo. Él ya había captado toda la magnitud del desastre. Yo, un muchacho, casi un niño, tardé en percatarme de lo que aquello significaba.

Recuerdo que Lorca, como una obsesión repetía:

—¡Qué espanto, Dios, qué espanto!

No sé mucho más de lo que dijimos en aquellos instantes. Podría inventar unas reacciones, pero no serían auténticas, porque fue como un sueño, y nunca he vivido, ni creo que llegue a vivirlos, instantes más angustiosos.

Al fin, Ruiz, el más sereno de los tres, opinó que la marea había bajado lo suficiente como para intentar saltar a tierra.

Era pronto aún, pero no podíamos resistir más tiempo allí. No nos preocupamos de las cañas ni de nada de lo que habíamos llevado, que quedó abandonado.

Decidimos saltar los tres al mismo tiempo, yo en medio, protegido por ellos, y nos preparamos de pie en la borda, sujetos a la barandilla, esperando que alguna de las grandes olas, en su reflujo, dejara más playa al descubierto.

Al fin llegó la oportunidad. Ruiz dio un grito, saltamos los tres a un tiempo y echamos a correr hacia la playa, con el agua a las rodillas, luchando contra la corriente que retrocedía.

Lorca, cogiéndome de un brazo, tiraba de mí. Estábamos llegando, cuando la siguiente ola nos alcanzó, revolcándonos por la arena.

Lorca me apretó el brazo con fuerza, hasta hacerme daño; durante días tuve en la piel la marca morada de sus dedos.

Cuando la ola se retiró, estuvo a punto de arrastrarme, pero Abel había logrado ponerse en pie y, clavando los talones en la arena, me sujetó. Ruiz vino en nuestra ayuda, y salimos de allí.

Apenas pusimos los pies en la playa, ya fuera de peligro, echamos a correr por ella hacia el poblado que se divisaba a lo lejos. Ni una palabra se había cruzado entre nosotros, y sin embargo los tres corríamos de común acuerdo, desesperados, temiendo llegar y, al mismo tiempo, ansiosos de hacerlo: las dos horas anteriores de forzada inmovilidad nos habían destrozado los nervios.

Corríamos, corríamos sin cesar, jadeantes y angustiados cuando de repente nos detuvimos. Los tres mirábamos lo mismo; a unos cien metros más allá, al borde del agua, lamido por cada ola que llegaba, un cuerpo permanecía inerte, boca abajo, flácido e inmóvil.

Lo veíamos; lo habíamos visto al mismo tiempo, y al mismo tiempo nos habíamos detenido. Sabíamos lo que era y, sin embargo, nuestros pies continuaban clavados en el suelo y las piernas no obedecían las órdenes que el cerebro le daba.

Fue Lorca el que primero, con un esfuerzo, logró reaccionar y dando un salto hacia delante, como impulsado por un muelle de acero, corrió hacia el cuerpo tendido en la arena.

Al verle correr, como si hubiese sido una señal, Ruiz y yo le seguimos; fue aquella la más loca carrera que jamás hayan podido efectuar dos hombres y un muchacho.

Lorca corría y gritaba; Ruiz emitía unos incoherentes sonidos guturales, y yo llamaba a mi tío desesperadamente, pidiendo a Dios que le hubiese conservado la vida, al igual que nos había devuelto el cuerpo.

Fue Lorca el primero en llegar. Se abalanzó sobre él y le volvió boca arriba, escrutando su rostro, lívido y casi azulado, intentando encontrar un resto de vida.

Era un hombre corpulento, y, sin embargo, con las fuerzas de la desesperación, Lorca le levantó en brazos como si hubiese sido un niño y le llevó a terreno seco.

Allí Ruiz le tendió y comenzó a practicarle la respiración artificial, haciéndole subir y bajar los brazos rítmicamente.

Casi al instante, mi tío se estremeció y, tras un estertor, comenzó a arrojar agua. Estaba vivo, sabíamos que viviría y que bastaba seguir haciéndole la respiración artificial hasta que eliminara por completo el agua alojada en sus pulmones.

A Lorca le temblaron las piernas, cayó al suelo y escondió el rostro en la arena, sollozando y dando gracias a Dios. Yo me senté, y miraba a Mario fijamente, en silencio, viendo cómo arrojaba el agua, obsesionado por subir y bajar los brazos, incapaz de pensar en nada que no fuera que estaba vivo y que el mundo que se había derrumbado a mi alrededor seguía en pie.

Al fin Lorca se irguió; llevaba el rostro cubierto de arena y dos rayas húmedas señalaban el camino de las lágrimas. Se limpió a medias el rostro y dijo que iba a buscar una ambulancia. Ruiz asintió y le aconsejó que se diera prisa. Yo continué inmóvil sentado en la arena.

Mario empezó a respirar mejor. En cada estertor arrojaba espuma, y Ruiz me indicó que se la limpiara. Aún seguía pálido, pero poco a poco fue recuperando el color. Aunque no abrió los ojos, sabíamos que estaba vivo, y que ya sólo era cuestión de tiempo.

Yo pensé para mí que si Dios le había devuelto del mar y de los marrajos, no era para llevárselo de nuevo.

Vimos gente que venía corriendo desde el poblado, y supusimos que ya Lorca había llegado.

Un grupo de moros del Barrio del Cabo fueron los primeros en llegar. Cuando estuvieron a nuestro lado, me invadió una sensación de seguridad, y fue entonces cuando tuve la certeza de que mi tío estaba a salvo.

Una mora se sentó a mi lado y me acarició la cabeza, compasiva. Al sentir su mano rompí a llorar desesperadamente. Me ofreció su regazo y yo me apoyé en él, y di rienda suelta a mi llanto. Probablemente aquella mora estaba sucia y olía mal, pero yo no lo advertí. Únicamente me di cuenta de que me sentía seguro llorando allí, protegido por ella.

Era un regazo de mujer, y yo todavía era un niño.

Necesitaba llorar.