Ya habíamos visto a los esclavos; a la muchachita —casi una niña— que iba a ser madre; al mozarrón que cuidaba a los camellos; a las viejas que iban a buscar el agua al pozo… A los treinta años, una mujer ya es vieja en el Sáhara; ya está agotada, destruida, marchita… Puede que aún viva setenta años más, pero serán setenta años de vejez; de hundirse en la nada lentamente…
¡Qué tiene de extraño si pasan de niña a madre sin transición alguna…!
Ya habíamos visto a los esclavos.
Ya habíamos comido hasta reventar un cuzcuz pringoso y eructado después ruidosamente.
Ya habíamos bebido litros y litros de té con hierbabuena, y escuchado docenas de leyendas del Sáhara.
Ya abusábamos de la hospitalidad de Alí ben-Zeda.
Quería que nos quedáramos una semana más en su campamento, porque el tiempo no cuenta en el desierto, pero Lorca insistía en llevarme a conocer las ruinas de Smara, la ciudad santa, y desviarse antes hacia el Este —casi hasta Hagunía—. Para recoger una gran piedra que tenía escondida.
—Cerca de Hagunía tal vez tropieces con el «niño-gacela» —comentó Alí ben-Zeda.
—No existe el «niño-gacela» —replicó Lorca—. Hace tantos años que vengo oyendo hablar de él, que, si existiera, ya sería el «abuelo-gacela».
—Un primo de un primo mío lo vio…
—Siempre son primos de primos… Nunca encontré a nadie que me dijera: «Yo mismo lo vi; es así, y corre de este modo…». Pese a ello, me costaría creerlo si no viera con mis propios ojos.
—Aquel que sólo ve lo que sus ojos ven, nada ve —sentenció el caíd—. La verdadera obra de Alá está siempre más allá del horizonte.
En el desierto, más allá del horizonte nada hay, más que otro horizonte igual, pero los saharauis son gente crédula que suele admitir cuanto se les cuenta por muy lejos que esté de su capacidad de comprensión.
Recuerdo que en cierta ocasión un guerrero targuí de aspecto feroz pero mentalidad de niño, me preguntó:
—¿Cómo es el mar?
Yo no sabía explicarlo.
—El mar es como si toda la arena del desierto se convirtiera en agua y empezara a moverse —dije al fin.
Para él, que no había visto más agua que el sucio fondo de su pozo, aquello parecía un poco exagerado.
—No es posible que exista agua suficiente para cubrir todo el desierto —comentó con timidez—. ¿Estás seguro?
Cuando le señalé que había cien veces más agua en el mar que desiertos en la tierra, se rascó pensativo la cabeza y preguntó:
—¿Cómo son las ciudades?
Eso resultó mucho más difícil. ¿Cómo explicar qué es un lugar donde hay miles de casas, a alguien que empieza por no saber lo que es una casa? Pese a ello, no puso en duda que pudiera existir nueva York, con sus altos edificios, sus ferrocarriles subterráneos y sus millones de habitantes que ocupaban entre todos menos espacio del que su familia disponía para apacentar camellos. Me daba cuenta de que era como si le hablara de la Luna y los marcianos, pero no por ello puso en duda nada de cuanto le decía. Su paisaje era desierto, y jamás vio otra cosa, pero su inteligencia le permitía admitir que más allá había otros mundos, por muy distintos o disparatados que le pareciesen. Si le hubiese jurado que en un planeta existían seres dotados de inteligencia aunque su aspecto fuera muy distinto, estaría igualmente dispuesto a aceptarlo con mucha más facilidad que el más avanzado de nuestros astronautas. En determinados aspectos, el saharaui es más receptivo, ve mucho más lejos que nosotros.
Alguien podría imaginar que por creerse todo lo que se les cuenta, los tuareg son gente estúpida a la que se puede engañar fácilmente.
Nada más fuera de la realidad. Pocas razas he encontrado en mi vida más inteligentes y analíticas. Puede que su forma de vida no haya evolucionado al ritmo de los tiempos, pero no por eso se les debe considerar un pueblo atrasado o primitivo. No cambian, porque el desierto —su hábitat— no ha cambiado en miles de años y sus necesidades son siempre las mismas y están resueltas de igual modo. No crecen en número, no tienen que competir unos con otros en la disputa del espacio vital, y, por tanto, su lucha es la eterna lucha con la Naturaleza y no con sus vecinos.
En el mundo moderno, el hombre ya no tiene que enfrentarse casi nunca a los elementos. Su batalla diaria es contra otros hombres que le disputan los puestos de trabajo o el pedazo de tierra que necesita, y eso le obliga a evolucionar día a día.
La batalla del targuí continúa siendo, no obstante, contra la sed, la arena y el viento…; contra los eternos elementos del Sáhara, y él sabe cómo hacerles frente.
Puede que sea primitivo el ambiente en que vive, pero nunca el targuí mismo.
A veces, en ciudades africanas me he tropezado —trabajando en una fábrica, llenando números detrás de un mostrador o conduciendo un taxi— indígenas realmente prehistóricos en sus mentalidades, que cumplían su función como auténticos autómatas —animales amaestrados—, incapaces por completo de cualquier razonamiento.
El targuí, sin embargo, es capaz de plantear problemas filosóficos; de captar la más sutil argumentación teórica que se le exponga e incluso de tratar inteligentemente temas y cosas que no ha conocido jamás. Si se le traslada a la ciudad, al primer golpe de vista se adueña de la situación, y a los pocos días se desenvuelve en ella casi con la misma soltura que en sus llanuras. Si prefiere regresar a estas últimas, no será por incapacidad de adaptación, sino porque, realmente, el desierto es la forma de vida que desea.
Los hombres del desierto son los últimos caballeros andantes, la más altiva y orgullosa de las razas humanas; los únicos que continuarán siendo libres y ferozmente individualistas cuando el resto de la Tierra no sea más que una masa hirviente de gente numerada.
Cada vez que cien mil personas se agolpan en un estadio, hay un targuí solitario que marcha sobre su camello por la infinita llanura, sintiéndose dueño del mundo, capaz de continuar viviendo exactamente igual, aunque el resto de la Humanidad desaparezca de improviso.
No necesitan a nadie, y cada uno de ellos es como un Robinson en un mar de arena.
Aquella tarde, horas después de dejar atrás el campamento de Alí ben-Zeda, encontramos en nuestro camino a uno de esos jinetes que siempre van de Alá sabe qué, a Dios sabe dónde.
Durante un largo rato se entretuvo haciendo correr su mehari a nuestro lado, e incluso en adelantarnos atajando por dunas y pasos infranqueables para el jeep. Mulay quiso cerciorarse de que la dirección que llevábamos era correcta, y preguntó al jinete hacia dónde se encontraba Hagunía. El hombre giró la vista a su alrededor, a la monótona llanura sin un solo accidente que pudiera orientarle, y luego, con absoluta seguridad, señaló hacia delante, hacia el punto al que nos dirigíamos.
Una vez más, Mulay no se había equivocado. En realidad, jamás lo vi equivocarse en años de vagar juntos por el interior del país.
Es un auténtico «hijo de las nubes» capaz de orientarse con los ojos cerrados en medio de una tormenta de arena.
¿Qué tienen dentro que les marca el camino? ¿Son acaso un injerto de hombre con paloma mensajera, con un nuevo sentido que les dice siempre dónde están y hacia dónde deben dirigirse? Para ellos no existe la brújula ni el mapa.
Juraría que no necesitan siquiera el sol y las estrellas para distinguir el Sur del Norte y el Este del Oeste. Si se encierra a un saharaui en una cárcel sin ventanas, cuando llegue la hora de sus rezos se volverá siempre en dirección a La Meca como si desde allí le llegara una señal que tan sólo él puede captar.
Dos días después, habíamos llegado al lugar que buscaba Lorca: Una especie de cauce seco del viejo río, con escarpadas paredes planas, rocas que constantemente amenazaban caer sobre nuestras cabezas.
Sin pensarlo, metió el vehículo en su centro y siguió la ruta que en otro tiempo siguieron las aguas a la busca del mar. Conducía despacio, no sólo por salvar las rocas caídas, los baches y los matojos, sino porque tenía la vista fija en la pared, a nuestra izquierda, buscando alguna marca que únicamente él conocía.
Cuatro horas después, detuvo el motor.
—Aquí es —dijo, apeándose de un salto—. Cuidado al remover las rocas, que abundan las serpientes y alacranes…
Luego comenzó a trepar por la escarpada pared, llegó a un repecho, se inclinó y agitó la mano alegremente:
—¡Aquí está! —gritó—. Venid a verla…
Cuando llegamos junto a él, limpiaba con ramas de tarfa la tierra que cubría una gran laja de metro y medio de largo. Me incliné, interesado. A medida que el polvo desaparecía, iban quedando claramente a la vista dibujos firmemente tallados en la roca. En un principio me parecieron simples rayas sin sentido.
Luego, poco a poco, comprendí que allí se estaba contando una historia de caza, donde hombres armados de largas lanzas perseguían y mataban elefantes, jirafas y búfalos.
Pasé mi dedo de niño por el bajorrelieve y me sentí importante.
—Debe de ser muy antiguo —comenté.
—Casi tan antiguo como el hombre —susurró Lorca—. Recuerdo de los tiempos en que en este río se bañaban los elefantes y abrevaban manadas de cebras e impalas, como hacen ahora en las praderas del Sur.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—El caíd Sala me lo dijo hace años. Patrullábamos con camellos y no pude llevármela. Esperaba una ocasión como esta.
El caíd Sala era ya por aquel entonces un personaje legendario en el desierto.
Amigo íntimo del célebre «caíd Manolo», guía de innumerables expediciones, había alcanzado el grado de teniente del Ejército, y era uno de los hombres más queridos del territorio.
La última vez que estuve en El Aaiún, aún vivía, aunque ya muy viejo y casi ciego. Recuerdo que fui a visitarle para hablar de los buenos tiempos de Lorca y el caíd Manolo, y mandó traer una caja repleta de antiguas fotos. Me las fue tendiendo una a una, explicando lo que eran y quiénes se encontraban en ellas. Casi todas pertenecían al caíd Manolo, que fuera durante años su hermano de armas europeo; su compañero de cientos de aventuras. De pronto, advertí que muchas de las fotos que me tendía estaban al revés.
Comprendí entonces que —pese a que las miraba— sus viejos ojos ya no las veían. Tan sólo por el tacto reconocía cada una de ellas y las tenía tan grabadas en su memoria, que podía señalar, sin ver, hasta el más mínimo de sus detalles.
«Aquel que sólo ve lo que sus ojos ven, nada ve…».
Nos costó Dios y ayuda… —¿Diría, mejor, Alá, y ayuda…?— bajar la roca hasta el lecho del río, sin que se deslizara por la escarpada orilla y se estrellara en el fondo. Lorca parecía entusiasmado como un niño con su primer juguete, y no se sintió feliz hasta que su tesoro estuvo perfectamente acomodado en el asiento posterior del jeep. Desde ese momento tendríamos que viajar apretujados, pero no me atreví a protestar. Me pareció que sería capaz de abandonarme en pleno desierto antes que dejar su piedra.
Logramos salir del cauce del río, y acampamos al oscurecer en plena llanura, rumbo a Smara. Mientras Mulay preparaba para la cena una liebre imprudente que se puso al alcance de su escopeta, lorca le sacaba brillo a la losa con un trapo.
—Le haré poner patas de hierro, y un vidrio encima para utilizarla como mesa —dijo—. Luego, dentro de un tiempo, quizá la regale a un museo. ¿Te imaginas estar comiendo y ver bajo el cristal estos dibujos que alguien hizo hace miles de años…?
—¿Cuántos miles?
—Seis, ocho… Tal vez diez mil años… Hace tiempo acompañé, como guía de caza, a una expedición hispanofrancesa muy al interior. Iban buscando dibujos grabados en las rocas o pintados en las paredes de las cuevas… Encontramos docenas, centenares. Y decían que tenían eso: ocho mil años por lo menos…
¡Fue algo fabuloso! Había escenas de caza, de amor y de la vida cotidiana de los indígenas… Elefantes, leones, hipopótamos… ¿Te das cuenta?
¡Hipopótamos en el corazón del Sáhara…! ¡Y cocodrilos!
Yo le escuchaba embelesado, y le seguí escuchando más tarde, cuando a la luz del fuego me contó cuanto le había ocurrido en aquel viaje al interior y los cientos de cosas maravillosas que había visto.
Luego me dijo algo que ni a él mismo podía creerle, pese a que Abel Lorca fuera por aquel entonces el mayor de mis héroes. Me dijo que entre aquellas viejísimas pinturas —ya viejas en tiempos de los faraones— había varias, enormes, monstruosas, que representaban figuras de marcianos; hombres de otro planeta que parecían volar sobre la tierra, con grandes cascos y pesados trajes que contrastaban con la fragilidad de las representaciones humanas.
Pensé realmente que me tomaba el pelo… ¡Pobre Lorca! Se enfadó por mi incredulidad. Juraba haberlo visto con sus propios ojos, y los científicos aseguraron que aquella era la prueba de que seres de otro planeta visitaron el Sáhara hace mucho, muchísimo tiempo.
Años después, leyendo el libro del arqueólogo Henri Lhote «A la búsqueda de los frescos de Tassili», me tropecé esta frase que cito textualmente: «Algunas de las figuras humanas son, en efecto, gigantescas. En un abrigo profundo, con el techo curvado, una de ellas medía más de seis metros. El contorno, simple, sin arte, y la cabeza, redonda, donde el único detalle indicado —un doble óvalo en el centro de la cara— evoca la imagen que nos hacemos comúnmente de los marcianos… ¡Los marcianos! ¡Qué título para un reportaje sensacionalista y de anticipación! Si los marcianos pusieron alguna vez los pies en el Sáhara, debió de ser hace muchos siglos, pues las pinturas de Tassili se encuentran entre las más antiguas…».
No creo que Lorca llegara nunca a la meseta de Tassili, ya casi en la frontera con la Libia actual pero sí es muy posible que en su viaje encontrara algún otro rincón del desierto en el que abundaran también los frescos y los grabados.
Tassili, con sus miles y miles de pinturas extendidas por una gigantesca superficie aún no determinada por completo, constituye sin duda el descubrimiento arqueológico más importante de los últimos tiempos, que ha arrojado una nueva luz sobre el neolítico africano y la vida de un desierto que antaño fuera pradera. ¿Por qué tiene que haber únicamente una Tassili en la inmensidad del Sáhara? Hoy me arrepiento de mi incredulidad de aquella noche, pero, en el fondo… ¿quién puede culpar a un niño por no creer en marcianos?
En realidad, por aquellos tiempos mi vida estaba ya suficientemente llena de hechos maravillosos, para tener que recurrir a seres de otro planeta. El desierto, es un mundo de fábula, de leyendas y misterios inexplicables, que bastaban para tener en constante ebullición mi imaginación infantil.
En aquellos momentos lo que más me atraía era la idea de que al día siguiente llegaríamos a las ruinas de Smara, la ciudad santa del desierto, construida con piedras negras traídas a lomos de camello desde la lejanísima cordillera del Atlas, a miles de kilómetros.
Y había aún algo más que hacía la ocasión importante a mis ojos; entraría en Smara acompañado por dos de los hombres que la habían descubierto quince años atrás, sacándola del nebuloso mundo de la leyenda para traerla a la realidad histórica.
En 1934 nadie creía aún que Smara existiese realmente. Muchos indígenas habían hablado de ella, ponderándola como la ciudad santa del Sáhara, maravilla entre las maravillas tragada por la arena, pero tan sólo un hombre blanco, un poeta francés, disfrazado de peregrino, Videchauge, la había visitado hacía ya un siglo. Escribió una oda inolvidable: «Ver Smara y morir», y, efectivamente, murió a los pocos meses. Luego Smara se esfumó en el aire, estuvo perdida, olvidada por años y años, hasta el día en que el caíd Manolo, acompañado de Lorca, Mulay y un pequeño destacamento del Ejército, la hallaron, al fin, en la inmensidad de la llanura.
—¿Qué sentiste ese día?
Lorca se rascó, pensativo, la cabeza.
—Sentí como si el mundo se hubiese detenido, diera marcha atrás y estuviésemos asistiendo al día en que «El Sultán Azul» decidió edificar la primera ciudad santa de las arenas para conseguir así la paz entre todas la tribus del desierto.
Nunca me pareció el Sáhara tan hermoso, tan digno de vivirlo.
—¿Construyeron la ciudad para la paz…?
—Quizá sea la única… Los Ait-Yemel y los Ait-Atman, los dos grandes grupos de la confederación de tribus Tekna, se andaban matando desde hacía siglos.
Era una guerra estúpida iniciada el día que un camello Ait-Atman aplastó a una oveja Ait-Yemel, pero no por estúpida menos cruel y sangrienta: Unos y otros se quedaban sin guerreros, sin hombres, sin muchachos, casi sin niños…
Hasta que surgió un bravo caíd, el «Sultán Azul», que dominó todas las tribus del grupo Ait-Yemel. Atraerse a los Ait-Atman resultaba difícil, pero él sabía que nada impresionaba más a los saharauis que una ciudad. Por ello mandó cavar pozos, plantar palmeras y traer piedras negras desde el Atlas. Fundó Smara para mayor gloria de Alá, y la paz se hizo. Mientras duró, fue como La Meca de Occidente.
—¿Por qué se perdió?
—Murió el «Sultán Azul» y comenzó una guerra de sucesión… Las tribus se dispersaron nuevamente y las arenas invadieron la ciudad. Primero las casas, luego el zoco y el palacio del sultán. No quedó en pie más que la mezquita, a la que aún acudían peregrinos… Pero al fin el desierto fue más fuerte… La arena y el viento vencieron. El desierto es siempre el más fuerte aquí… Smara se convirtió en leyenda.
—Y si la arena venció… ¿qué vamos a ver mañana?
—No lo sé, porque hace años que estuve allí la última vez. Las dunas cambian de lugar como si tuvieran vida: la vida que el viento les da. Hoy pueden enterrar algo que ayer estaba al aire, y mañana dejar al descubierto un tesoro que ocultaban hace mil años… No te hagas muchas ilusiones: quizá de Smara no veas ni la cúpula de la mezquita.
No vi ni la cúpula de la mezquita.
Había caído tiempo atrás, y no era ya más que un informe montón de cascotes que cubrían la nave central.
No vi en realidad mucho de Smara. Las últimas muestras de lo que fuera el más orgulloso palmeral del Sáhara; algunos muros que luchaban día y noche por mantenerse en pie contra viento y arena; un pedazo del zoco, y un aislado palacio de altos muros blancos, que se alzaba, solitario, lejos de lo que fuera recinto de la ciudad.
Dentro no había nada, como no había nada en la mezquita ni en el zoco; como no había nada más que silencio y calor en todo el ámbito de lo que había sido ciudad santa.
Mulay rezaba entre los restos de la mezquita. Lorca dormía en el vacío palacio.
Bajo la cambiante sombra de una palmera, me senté a contemplar, pensativo, la ciudad de mis sueños.
¡Qué poca cosa, Dios, para tanta leyenda…!
Pero, en el fondo, ¿queda acaso algo más de los más grandes nombres?
¿Queda más de Troya o de Cartago? ¡Cómo podía saber qué se ocultaba bajo las altas dunas, allí mismo, a mis pies! Quizá aquella palmera se alzaba en el centro del patio de un jaifa… Quizá era la palmera del harén del sultán…
¿Quién tuvo a los trece años una ciudad perdida para sus sueños…?
¿Quién pudo pasearse a solas por Smara? ¿Quién tocó con sus manos las negras piedras llegadas desde el Atlas, regalo del sultán de Marruecos…?
Tenía derecho a soñar lo que quisiera; a imaginar todo un mundo de «Las mil y una noches». Aquel era el primer día grande de mi vida: era el primer niño que visitaba Smara.
Y agradecí a Mulay sus oraciones, y a Lorca que durmiera, para poder así sentirme solo; dueño absoluto de la ciudad fantasma y por unos minutos reiné sobre un reino ruinoso; fui sultán sin súbditos: Sha sin corona.
¡Es tan poco lo que un niño necesita…!
Era ya un hombre cuando volví a mi reino. El Ejército había convertido Smara en punto clave para la defensa de la nueva frontera. La mezquita había sido reconstruida, y en el zoco ya no quedaba arena. Un fuerte de la Legión se alzaba donde estuvo la ciudad, y los cuarteles de los paracaidistas dominaban el palmeral. Altos, enormes, gigantescos camiones, pasaban y repasaban atronando el antiguo silencio, y mi palmera adornaba ahora el patio de un prostíbulo.
Era un hombre, pero aunque hubiera sido tan niño como aquella mañana, jamás habría podido soñar con mi ciudad perdida, con bramar de camellos, gritos de guerreros y cantos de muecines.
Tres legionarios pasaron llevando sobre un viejo carnero un mono amaestrado.
—Aselamm Aleikum —les saludé.
Me miraron con sorpresa, como a un loco. Para ellos no existía el hassania.
No comprendían que ningún europeo quisiera aprender nunca el idioma de los nativos. En realidad, para ellos tampoco existían los nativos, ni Smara, ni aun el infinito desierto del Sáhara. Estaban allí, porque allí estaban destinados, pero su vida era el cuartel, las órdenes, las armas… El resto… El resto no importaba.
El Sáhara romántico murió. Ya no suena la llamada del África. De Ceuta a Durban todo es distinto; nada recuerda a nada. Los vientos de libertad que comenzaron a soplar siendo yo un niño, se convirtieron en el huracán del Congo o de Biafra. Las piedras negras de Smara son ahora muro de prostíbulo; las patas de los elefantes, papeleras de ejecutivo.
¡Vivimos un tiempo tan confuso…!
Antes, veinte años no eran nada en la vida de un hombre. Hoy, veinte años son muchos en el acontecer de un continente.
Si Hemingway volviera, ya no encontraría verdes colinas en África.