El desierto de piedras de El Tidral había quedado hacía tiempo a nuestra espalda, y a lo lejos, a la izquierda, dominando toda la línea del horizonte, comenzaban a distinguirse altas dunas —algunas de más de trescientos metros—, duras y amarillas como montañas de arena petrificada. Sus laderas aparecían suaves, caprichosas, surcadas de sinuosas curvas, que hacían pensar en una gigantesca ola cristalizada e invitaban a deslizarse por ellas.
—Algún día tengo que fabricarme unos esquís —comentó Lorca siguiendo la dirección de mi mirada—. Tenía unos, pero se rompieron… Lanzarse por una de esas dunas es como esquiar en los Alpes.
—¿Y para llegar arriba…?
—Ahí está el problema —sonrió—. Para trepar a esa duna hace falta un buen camello. Pero llegas arriba, te lanzas pendiente abajo, y el camello se queda en la cumbre. Cuando decide bajar, han pasado tres horas. Vino luego una llanura, lisa como esta mesa, interminable, y el jeep se lanzó por ella a cuanto daba, permitiéndonos descansar un rato de los mil saltos de las piedras, los matojos y los baches.
Planicie en todas direcciones, como si rodáramos sobre el mar sin horizonte, pues hasta las altas dunas se perdieron de vista, ocultas por la colina que subía de una tierra que comenzaba a calentarse.
Una hora después, a mediodía, el sol del desierto jugaba a atravesar el techo de lona del vehículo, que no acertaba a refrescarse con el viento cálido que entraba libremente por los abiertos flancos.
—Busquemos una tarfa —propuso Lorca, y describió una amplia curva a la derecha, hacia donde se distinguían ya, a lo lejos, las oscuras manchas de los arbustos espinosos.
Tiempo después, los tres dormíamos a la sombra de una tarfa inclinada por el viento, tras haber devorado un pan completo y un puñado de dátiles. Nos despertó la llegada de un guayete, un muchachito que pastoreaba camellos en aquellas soledades y que venía a avisarnos de la presencia de gacelas.
Señaló con el dedo. Allí delante, cerca, un macho y varias hembras pastaban siempre en una grara que compartían a veces con sus camellos y sus cabras.
Las graras son zonas verdes del desierto, pequeñas extensiones en las que crece una relativa vegetación, fruto la mayor parte de las veces de aguas subterráneas que humedecen el suelo, o recuerdo de pasadas lluvias que únicamente mojaron aquel sitio, Alá sabía por qué.
Lorca se echó al hombro su rifle, un pesado Máuser del Ejército, y Mulay, el guía indígena, le imitó tras cerciorarse de que no había entrado arena en el alma del cañón.
Iniciamos la marcha tras el guayete, que iba saltando de alegaría ante la idea de que algo de carne fresca le alcanzaría si los blancos se mostraban justos.
Un muchacho saharaui tiene muy pocas oportunidades en la vida de probar carne, sobre todo allí, tierra adentro, lejos del zoco y el poblado. Su alimento suele ser leche de cabra o de camella, algo de mijo, té y cuzcuz como plato de lujo. La mayoría nunca ha visto un pescado y tienen una ligera idea de lo que es un huevo de gallina.
Aquel no había crecido lo suficiente ni tenía aspecto de haber probado la grasa de giba de camello, manjar de dioses para los «hijos de las nubes» y remedio para muchas de sus enfermedades.
Recuerdo que a El Fasi, el tendero de Cabo Juby, le habían dado un año de vida, aquejado de una tuberculosis sin esperanzas, que por aquellos años aún no tenía cura, especialmente en el Sáhara. Vendió cuanto tenía y lo invirtió en obtener cada día la giba de los camellos que se sacrificaban en el matadero del zoco indígena. Se la comía cruda, aún caliente, recién extraída, o derretida luego en grandes vasos que tragaba de un golpe. A los tres años estaba arruinado, pero completamente sano y pesando cuarenta kilos más.
El «allí delante cerca» del guayete, se convirtió en más de cuatro kilómetros de marcha bajo un sol que aún pegaba muy duro. Al fin se detuvo, se llevó el dedo a la boca e hizo un gesto señalando que había una depresión ante nosotros: la grara de las gacelas.
Avanzamos en silencio, agachados, corriendo de mata en mata como protagonistas de película de indios, y sentí que mi corazón de muchacho latía con fuerza ante la emoción de mi primera cacería.
Llegamos al repecho casi arrastrándonos sobre la arena, y allí estaban: un hermoso macho de metro y medio del cuerno a la pezuña, y siete u ocho hembras más pequeñas, dos de las cuales amamantaban crías.
—No te muevas —me susurró Lorca al oído—. Cuando suene el disparo, no te muevas. Como si fueses de mármol.
Y allí me quedé, clavado contra el suelo, asomando apenas la nariz sobre un pedrusco, esperando que Lorca, con la paciencia de un camaleón en busca de una mosca, se echara el fusil a la cara y apuntase.
Retumbó junto a mi oreja el primer disparo de mi vida. Tenía trece años, y no podía imaginar cuántos más escucharía. En cacerías o en guerra; alegres cuando van detrás de un conejo o un elefante, y tétricos cuando buscan seres humanos.
Una hembra sin crías había caído con la cabeza rota. Yacía en el suelo, muerta, y el estampido del arma de reglamento atronó la llanura, rodó sobre las piedras y la arena, saltó las tarfas y matojos y se perdió a lo lejos, llevando al infinito su clamor de sangre.
La quietud del desierto estaba rota; el equilibrio de la Naturaleza se había deshecho; el ruido y la muerte invadieron la grara, y, sin embargo, las gacelas continuaban en el mismo punto: inmóviles, indiferentes, como si nada hubiese sucedido.
Dejaron de pastar, alzaron la cabeza unos instantes y dirigieron —no todas— una curiosa mirada a su alrededor. Inmóviles, como piedras, las mirábamos.
No parecían asustadas; el disparo no tenía para ellas significado alguno; no estaba relacionado con la idea de muerte o de peligro mientras no vieran directamente al enemigo o no sintieran su olor ya conocido.
La más próxima miró a la que había caído. Podía estar dormida o descansando.
La sangre que manaba de su cuello no le decía gran cosa. Las gacelas carecen de imaginación.
Cuando todas pastaron nuevamente, Lorca descorrió el cerrojo de su arma y se la echó a la cara. Lo odié por un instante. A él, que era mi héroe, el hombre que se rebajaba a enseñarme a vivir en el desierto. A él, que me contaba cómo era un mundo que jamás hubiera imaginado, por quien hubiera dado la vida sin pensarlo…
Me miró de reojo y supe que sabía lo que estaba pensando.
—Sólo una más —susurró—. La del guayete.
Y apretó el gatillo.
Se repitió la escena. Y se hubiera repetido diez veces, cien mil… si Lorca no se hubiera puesto en pie gritándole a Mulay:
—¡Esa es la vuestra! ¡Corre! Te la dejé a punto…
Cuchillo en mano, Mulay y el guayete corrieron hacia la segunda gacela, que había caído, herida, pero no muerta. Las demás, al primer movimiento humano escaparon para perderse de vista en la distancia.
Saltaban sobre las piedras y la arena, sobre las tarfas y los matojos, como si trataran de alcanzar al último disparo, conocedoras ya para siempre del ruido de la muerte; del acre olor a pólvora de los hombres.
Y Mulay también saltaba con su chilaba al viento, esgrimiendo el cuchillo y dando gritos, para caer como un buitre sobre el animal herido, girarle el cuello hacia La Meca y degollarla de un tajo, rito sin el cual su fe de musulmán no le permitía comer su carne.
El guayete brincaba a su alrededor en desenfrenada danza, se lavaba la cara con la sangre, y luego la bebía formando cuenco con las manos, dejándola caer del caño aún latente de la abierta garganta.
Los «ojos de gacela» de tantos poemas me miraban con dolor y miedo; con asombro; y aquel día, en aquel instante, sentí mi primer remordimiento…
Me alejé y fui a sentarme a la sombra de un matojo mientras Mulay y el muchacho degollaban las bestias. Algo se había revuelto en mi interior y me asqueaba.
Lorca vino a mi lado. Aún olía a pólvora. Descargó el arma y la limpió cuidadosamente. Sonrió:
—Las armas son como las mujeres —dijo—. Cuando las usas, hay que descargarlas o acaban por pegarte un tiro.
En aquellos momentos no comprendí lo que quería decir, pero me agradaba que me hablara como a un hombre. Lorca era así: trataba a los hombres más duros como si fuesen niños, y a los niños como si fuesen hombres… Y todos le querían.
Era el rey del desierto: el caíd blanco de los «hombres azules»; aquel a quien todos acudían en busca de consuelo, ayuda o consejo, y que tenía siempre la expresión o el gesto a punto. Hablaba el hassania como un Rguibat, y conocía todos los modismos y gestos expresivos de los tuareg. Era capaz de distinguir por el acento a un Ait-Yemel de un Ait-Atman, aunque se hubieran disfrazado y él mismo se disfrazaba con frecuencia, sin que jamás nadie le hubiera descubierto. La mayor parte de las veces lo hacía por simple diversión, pero otras se adentraba solo en el Territorio para averiguar directamente cómo estaban los ánimos de los indígenas, qué pensaban de las nuevas leyes o cómo respondían a los vientos de independencia que comenzaban a soplar sobre África.
Sus opiniones pesaban en las decisiones finales de las autoridades, y era, en pequeña escala y en la paz, una especie de Lawrence de Arabia.
Más tarde, cuando algunas tribus comenzaron a alzarse y se presentó la posibilidad de un enfrentamiento armado, Lorca se sintió incapaz de aprovechar cuanto le habían enseñado los «hijos de las nubes» para combatirlos. Comprendió que tenían derecho a desear ser independientes y, renunciando al Ejército y al Sáhara —que eran toda su vida—, se retiró a la vida civil en Alicante.
Hace dos años fui a verle. Le presenté a mi esposa y pasamos el día juntos.
Vivía de recuerdos; de nostalgias de las grandes llanuras, pero no deseaba volver.
La guerra fue corta, y sólo una pequeña parte del Territorio pasó a poder de Marruecos, pero ya todo había cambiado. Veinte años después, África era otra.
Yo acababa de regresar de un nuevo viaje al Sáhara y lo sabía. Le conté cómo habían desaparecido las gacelas de las graras; cómo los camiones sustituían a los rápidos camellos meharis; cómo la Policía Nómada había sido disuelta y su trabajo lo hacían ahora legionarios y paracaidistas…
—Cada cosa tiene su tiempo —dijo—. Y el mío y el del desierto pasaron ya…
Aún recuerdo cuando te llevé a ver los esclavos… Cazamos dos gacelas y estabas impresionado ante la vista de tu primera sangre… Yo intenté hacer que olvidaras el asunto, pero tú no podías, y esa noche te negaste a comer aquella carne…
…La carne emitía el olor más apetitoso que hambriento alguno hubiera podido imaginar. Mulay, el insustituible Mulay, la estaba preparando a base de la mejor y más antigua de las recetas: atravesar la gacela en una baqueta de fusil y hacerla girar lentamente sobre las brasas de un fuego de tarfa seca.
Al anochecer habíamos montado el campamento en plena llanura, sin protección alguna —que no la había—, clavando bien a fondo las estacas por si el viento arreciaba al amanecer e intentaba llevársenos. Después de un día de sol, de polvo, de emociones y saltos en jeep, mi estómago estaba más vacío que catedral en martes, pero, aun así, y pese al aroma a carne asada, me consideraba incapaz de probar un solo bocado del animal que me había mirado tan tristemente en sus últimos momentos. Era como si una corriente de amistad se hubiese establecido entre nosotros con aquella mirada, y no me sentía con hambre suficiente como para comerme a un amigo.
¡Tenía trece años…!
Lorca dividió las porciones. Colocó una ante mí, en el plato de estaño, y comenzó a comer en silencio. Mulay le imitaba, y no me miraban, como si yo no existiese y estuvieran —como siempre— solos en la noche del desierto; compañeros inseparables de tantas otras noches del desierto.
Al concluir, viendo que no me decidía a probar bocado, Lorca señaló con un gesto la oscuridad; lo que ambos sabíamos que significaba: llanuras, soledad, sed; animales que huían, hombres azules; peligro a veces…
—Si de verdad quieres entrar a formar parte de todo esto —dijo—, tendrás que hacerte un hombre a su medida. Adaptarte. El desierto se traga a los débiles…
Aquí no puedes ir al abasto de la esquina a comprar la cena, ni abrir un grifo para beber un vaso de agua. Lo que necesites has de tomarlo donde lo haya, y esta noche necesitas un buen pedazo de carne. Deja tus remilgos para el día que no encontremos caza y tengas que comer serpiente asada.
Aquella noche me pareció que exageraba. No sabía aún cuántas serpientes, trompas de elefante o costillas de mono habrían de figurar en el menú de mis próximos años.
El hambre arreciaba, y como no había otra cosa, acabé traicionando a mi amiga la gacela. Alguien dijo que en la guerra y en el amor, no hay amistad que valga. En el hambre, tampoco.
Luego me alejé del campamento y fui a tenderme sobre una pequeña duna, a mirar las estrellas, que están más cerca del desierto que de ninguna otra parte de la Tierra. El aire es tan seco y la noche tan quieta, que los antiguos tuareg pinchaban las estrellas con sus lanzas y las clavaban en tierra para marcar de noche los caminos.
Estuve pensando largamente. Pensando en que aquella había constituido mi primera cena de hombre, y de allí en adelante tendría que continuar comportándome como hombre.
Me sentía orgulloso, y no me daba cuenta de lo tremendamente fastidioso que resultaría más tarde.
Cuando regresé a la jaima todos dormían. Acostado en mi rincón, dejé pasar las horas escuchando el viento llorar en la llanura. Cuentan que arrastra los lamentos de todas las madres que perdieron sus hijos en las guerras tribales. Y cuando la arena que arrastra ese viento golpea contra la jaima, dicen que son los puñados de tierra que las madres echaron sobre las tumbas de sus hijos.
En el Sáhara, para todo hay una historia; para cada cosa, una leyenda; para cada animal o planta, una superstición…
Me dormí tarde, con calor, y me desperté temprano, aterido de frío. En el desierto puede existir una diferencia de treinta grados centígrados entre el máximo calor del mediodía y la temperatura más baja del amanecer. A partir de las doce de la noche, el termómetro comienza a descender con la rapidez del agua en una bañera a la que le hubieran quitado el tapón. No es raro que en menos de ocho horas se suba luego de los 5ºC a los 40ºC, y que hay quien asegura que un día en que el termómetro marcó 42ºC tierra adentro, a la mañana siguiente heló en el mismo lugar.
Particularmente no me resultó difícil creerlo; en aquellos años me acostumbré a levantarme más de una vez al despuntar el alba para encontrarme las tarfas y los matojos cubiertos de escarcha.
Aún era de noche, y ya Mulay tenía listo el desayuno: café muy caliente, galletas y queso de cabra.
Mi primera mañana sin que me obligaran a lavarme las orejas.
Ya era un hombre.
Apenas se distinguía la roca del matojo, el freno del acelerador, y ya estábamos en marcha, dando saltos, tragando polvo.
A media mañana alcanzamos a un hombre que marchaba con paso elástico bajo un sol intratable, por la larga llanura sin destino posible.
—Aselamm Aleikum —le saludamos.
—Aselamm Aleikum —nos correspondió.
—¿Adónde vas? —le preguntamos.
—De visita.
Nos ofrecimos a llevarle, y, sin demasiado interés, aceptó.
Contó que llevaba ya tres días caminando —y le faltaban dos más— para llegar a la jaima de su primo, con el que tenía ganas de charlar sobre sus antepasados comunes. Luego, de regreso, tal vez se desviara un par de días hacia el Sur, hasta El Aaiún, por ver si había algo en el zoco que valiera la pena ser comprado.
Al cabo de una hora se cansó del ruido, los saltos y el polvo, y pidió que le permitiéramos continuar tranquilamente su camino, pues no tenía ningún interés en llegar antes a casa de su primo.
Bajó de un salto y seguimos nuestra marcha sin más protocolo.
Es costumbre entre los saharauis saludarse con una larguísima letanía de frases corteses, pero marcharse sin decir palabra, sin el más mínimo gesto de adiós. Al llegar, preguntarán hasta por el estado de salud del último de tus camellos, pero de pronto desaparecerán de tu lado como sombras, sin que puedas saber nunca cómo ni cuándo se esfumaron.
Un día y una noche más.
La tercera mañana, muy temprano, avistamos media docena de jaimas que se alzaban, sin razón aparente, en medio de la llanura. Nada había a su alrededor que distinguiera aquel pedazo de desierto de los cientos de kilómetros que habíamos recorrido, pero era exactamente allí donde Alí ben-Zeda, caíd tekna de la rama de los Ait-Atman, había establecido su campamento. Y allí se quedaría hasta que pasara una nube y se fuera tras ella, o hasta que le diera la real gana de alzar las tiendas y mudarse a otro rincón cualquiera de la inmensa planicie.
El mismo Alí nos recibió a la entrada de la mayor de sus jaimas.
—Aselamm Aleikum —saludó Lorca.
—Rashina ullahi Allahin… Keif Halah… —respondió Alí, deseándole que la Paz de Alá fuera con él, y ofreciéndole desde aquel momento todo lo que había en su casa.
La hospitalidad es la base de la vida de los saharauis, que ofrecen al caminante cuanto tienen y lo toman bajo su protección personal desde el momento mismo en que entra en los límites de su campamento. Jamás se ha sabido de un nómada que traicione esa hospitalidad, porque, de hacerlo, según las leyes no escritas del Sáhara, estarían malditos él y sus descendientes para siempre.
Cuentan que en cierta ocasión un hombre se sabía odiado y perseguido a muerte por un poderoso caíd que había jurado matarle dondequiera que lo encontrara. Astuto, en lugar de escapar lejos, se presentó de improviso en la jaima de su enemigo, pidiendo hospitalidad. El caíd no tuvo más remedio que aceptarlo y respetarlo en tanto estuviera bajo su techo. El hombre se quedó durante una larga temporada, al final de la cual había convencido a su enemigo de que no había razón para tal odio, y pudo marchar tranquilo, hecha la paz.
Alí ben-Zeda hizo servir de inmediato el tradicional té hirviendo con galletas y dátiles. Se sentía feliz de la visita de su buen amigo Lorca —Abel para los amigos— y comenzaron a charlar en hassania, dialecto que yo aún no entendía.
Entró una muchachita con una jarra de agua para que nos laváramos las manos, y Lorca me la señaló con un imperceptible pero significativo gesto de los ojos. La miré sin poder dar crédito a lo que estaba viendo. Ante mí —según Lorca— tenía una bellha, perteneciente a la raza maldita.
Nada la diferenciaba de cualquier niña de su edad, excepto, quizá, su increíble suciedad, los harapos con que iba vestida, y una especie de incontenible temor que emanaba de toda ella. Tenía siempre la vista fija en el suelo, y la única vez que me miró —al alcanzarme la jarra y la jofaina— sus ojos recordaban la mirada de la gacela herida.
Había permanecido todo el tiempo arrodillada, y cuando al fin se alzó para marcharse, advertí con espanto su abultado vientre. Apenas tendría doce años, y ya iba a ser madre.
Súbitamente Lorca comenzó a hablar de nuevo en castellano, y con un gesto señaló a la muchacha que se iba.
—Veo que aún eres un hombre fuerte —bromeó—. Continúas echando hijos al mundo.
Alí ben-Zeda —que debía rondar ya los sesenta— sonrió con orgullo y nada dijo. Lorca insistió:
—¿Es tu nueva esposa?
El otro le miró con asombro. Casi escandalizado.
—No… Ella es… Bueno… Tú sabes…
—Lo sé —admitió Lorca—. Es bellha… —El caíd intentó negar, pero le interrumpió con un gesto—: A mí no vas a engañarme… Sé que los de tu tribu continuáis teniendo esclavos pese a las leyes del Gobierno…
—No son esclavos —protestó el indígena—. Son siervos… Están aquí porque quieren… Si te los llevaras contigo, mañana volverían.
Lorca sonrió con ironía:
—El gri-gri los haría volver… ¿No es eso? ¿O sería tu primo, el caíd Mustafá, o cualquier otro, el que les daría una paliza para enviártelos, de vuelta a casa…? Yo soy zorro viejo en estas cosas… Tú lo sabes.
—El gri-gri es superstición de esclavos…
—¡Oh! Deja ya eso… Es superstición de esclavos, porque al esclavo que huye lo matáis pronto o tarde… No me gusta, Alí… Es lo único que no me gusta de tu pueblo…
—Deberías adaptarte —señaló el caíd—. Los bellhas existen desde que mi pueblo existe. Nos sirven y forman parte de nuestra comunidad hace miles de años… Los europeos llegasteis a África hace apenas un siglo, y pronto os marcharéis. No queráis cambiarlo todo en tan poco tiempo. Cien años en la vida del Sáhara es apenas el tiempo de elevar una plegaria a Alá.
—Pero tú… —protestó Lorca—, tú eres distinto… Deberías ser distinto. Tienes un hijo estudiando en Europa. Algún día será el primer abogado saharaui…
¿Cómo podrá hablar de justicia si sabe que su padre toma por la fuerza niñas de once años por el simple hecho de haber nacido esclavas?
—Hace falta más de una generación y un hijo abogado para que las cosas cambien en África —respondió Alí ben-Zeda—. Los europeos queréis que pasemos del camello al avión sin transición alguna. Yo he viajado, y lo sabes.
He estado en muchas partes y conozco bien vuestras costumbres… Hay menos distancia entre esa esclava y yo, que entre uno de vuestros millonarios y los obreros de sus fábricas. Cuido de mis esclavos porque su salud es parte de mi riqueza… Nunca dejaré que mueran de hambre aunque tenga que darles la mitad de lo mío, y cuando sean ancianos y no puedan trabajar, continuarán perteneciendo a mi familia, igual que ahora… ¿Tomarla por la fuerza, dices…?
Desde el día en que se convierte en mujer, una saharaui sabe que su destino es ser tomada inmediatamente por un hombre. De no ser yo, sería su primo, o su tío, o el primer caminante que pasara… Tiene la alegría de saber que su hijo es mi hijo, nacerá libre y tendrá los privilegios de mi sangre. Privilegios que repercuten, en parte, en su madre.
—Todo el mundo tiene derecho a ser libre…
—Eso es lo que empieza a gritar África, y no queréis oírla. Hacéis mal en intentar liberar a los bellhas, que jamás conocieron otra forma de vida, mientras cada día inventáis nuevas formas de esclavitud para vuestra propia gente, que nació libre.
—Siguen siendo libres. Pueden cambiar de trabajo, de patrón, de lugar de residencia…
—¿Realmente pueden? —inquirió el caíd. Luego, con una extraña sonrisa, añadió—: Escúchame bien, Abel, y recuerda esto: Día llegará y pronto, en que este desierto sea el único lugar habitable de la Tierra.
La frase quedó marcada en mi mente de muchacho. Hoy, veinte años más tarde, viendo las ciudades y sus gentes; atrapado en un tapón de tráfico; con el humo de las chimeneas cubriendo de neblina las calles, y las cloacas volcando sus desperdicios en el río, recuerdo al viejo Alí ben-Zeda, y me pregunto hasta qué punto sabía él más de la vida que nosotros.
Pero en aquellos tiempos no fue quizás una frase lo que más me impresionó, porque había en aquel mundo de jaimas y noches a la luz de una hoguera tantas cosas capaces de fascinar una mente infantil, que me resulta difícil decidir cuál de ellas habría de quedar más firmemente asentada en mi memoria.
Y aún recuerdo en una de aquellas veladas, sentado a la puerta de una tienda perdida en la llanura, con las piernas cruzadas como un guayete más, y los ojos abiertos de asombro, escuché la historia que contó un anciano de larga barba blanca, ojos cansados y rostro curtido por cien años de vientos del desierto.
Dijo así:
—Alá es grande. Alabado sea.
Hace muchos años, cuando yo era joven y mis piernas me llevaban durante largas jornadas por sobre la arena y las piedras sin sentir cansancio, ocurrió que en cierta ocasión me dijeron que había enfermado uno de mis hermanos; y aunque tres días de camino separaban mi jaima de la suya, pudo más el amor que por él sentía que la pereza, y emprendí la marcha sin temor alguno, pues, como os digo, era joven y fuerte y nada espantaba mi ánimo.
Había llegado el anochecer del segundo día cuando me encontré ante un campo de muy elevadas dunas, a media distancia entre El Aaiún y Cabo Juby, y subí a una de ellas intentando avistar una jaima en que pedir hospitalidad; pero sucedió que no vi ninguna, y decidí, por tanto, detenerme allí y pasar la noche resguardado del viento, al pie de una duna.
Lo hice como lo he dicho, y he aquí que el sol y la larga caminata aparecieron de tal modo, que al momento quedé dormido.
Muy alta habría estado la luna si, por mi desgracia, no hubiera querido Alá que fuera aquella noche sin ella, cuando de pronto me despertó un grito tan desgarrador e inhumano, que me dejó sin ánimo e hizo que me acurrucase presa de pánico.
Así estaba cuando de nuevo llegó el tan espantoso alarido, y a este siguieron quejas y lamentaciones en tal número, que pensé que un alma que sufría en el infierno lograba atravesar la tierra con sus gritos.
Pero he aquí que de repente sentí que escarbaban en la arena, y a poco aquel ruido cesó para aparecer más allá, y de esa forma lo noté sucesivamente en cinco o seis puntos distintos, mientras los lamentos continuaban y a mí el miedo me mantenía encogido y tembloroso.
No acabaron aquí mis tribulaciones, porque al instante sentí que ahora escarbaban a mi lado, y se oía también una respiración fatigosa, y cuando mayor era mi espanto noté que me tiraban puñados de arena a la cara, de tal forma que parecía que alguien, al escarbar precipitadamente, no miraba dónde echaba la arena.
Esto era más de lo que yo podía resistir, y mis antepasados me perdonen si confieso que sentí un miedo tan atroz que di un salto y eché a correr como si el mismo Saitán, el apedreado, me persiguiese; y fue así como mis piernas no se detuvieron hasta que ya el sol me alumbró y no quedaba a mis espaldas la menor señal de las grandes dunas.
Llegué, pues, a casa de mi hermano, y quiso Alá que este se encontrase muy mejorado, de tal forma que pudo escuchar la historia de mi miedo, y al contarla aquella noche al amor de la lumbre, tal como ahora estamos, un vecino suyo me dio la explicación, y me contó lo que su padre le había contado:
Y dijo así:
—Alá es grande. Alabado sea.
—Ocurrió, y de esto hace muchos años, que dos grandes familias, una Rguibat y otra Delimís, se odiaban de tal modo que la sangre de unos y otros había sido vertida por los contrarios en tantas ocasiones, que sus vestiduras y sus tiendas y su ganado se podrían haber teñido de rojo de por vida; y sucedía que, habiendo sido un joven Rguibat la última víctima, estaban estos ansiosos de tomar desquite.
Ocurría también que en las dunas en que tú dormiste acampaba una jaima de Delmís; pero en ella habían muerto ya todos los hombres, y sólo estaba habitada por una madre y su hijito. La mujer vivía tranquila, pues había supuesto que a ellos nada les podía ocurrir, ya que, incluso para aquellas familias que se odiaban, matar a una mujer era algo indigno.
Y fue así como una noche aparecieron allí los enemigos, y, tras amarrar y amordazar a la mujer, que gemía y lloraba, se llevaron al hijo. En su desesperación, la pobre madre pudo oír que decían algo así como: …enterrar en una duna, y otra voz que afirmaba, a su vez: «Sí, vivo, sí».
Desesperóse la mujer y trató de romper sus ligaduras, que eran fuertes; pero sabido es que nada es más fuerte que el amor de una madre, y ella logró lo que se proponía; pero, cuando salió, ya todos se habían marchado, y no encontró más que un infinito número de altas dunas, y sabía que en alguna de ellas habían enterrado a su hijo; y se lanzó de una a otra, escarbando acá y allá sin saber en cuál estaría, gimiendo y llamando, pensando en su hijo, que se asfixiaba por momentos; y así la sorprendió el alba, y siguió ese día, y el otro, y el otro, porque la misericordia de Alá le había concedido el bien de la locura, para que de esta forma sufriera menos al no comprender cuánta maldad existe en los hombres.
Y nunca más pudo saberse de aquella mujer; y cuentan que de noche su espíritu vaga por las dunas y aún continúa en su búsqueda y en sus lamentaciones, y no hay viajero que se atreva a pasar por allí después de oculto el sol; y cierto debe de ser todo, ya que tú, que allí dormiste sin saberlo, te encontraste con ella. Alabado sea Alá, el Misericordioso, que te permitió salir con bien y continuar tu camino, y que ahora te reúnas aquí con nosotros, junto al fuego.
Alabado sea.
Al concluir su relato, el anciano suspiró profundamente y, volviéndose a los más jóvenes de los que le escuchábamos, dijo:
—Ved cómo el odio y las luchas entre razas y familias a nada conducen más que el miedo, la locura y la muerte; y cierto es que en los muchos años que he combatido junto a los míos contra nuestros eternos enemigos del Este, los Ait Bel-la, jamás he visto nada bueno que lo justifique; porque las rapiñas de uno, con las rapiñas de los otros se pagan, y los muertos de cada bando no tienen precio sino que, como una cadena, van arrastrando más hombres muertos y las jaimas quedan vacías de brazos fuertes, y los hijos crecen sin la voz del padre.