En junio de 1949, siendo apenas un muchacho, casi un niño, la prematura y trágica muerte de mi madre cambió de improviso mi vida.
En menos de cuarenta y ocho horas pasé de ser el pequeño de la casa, al que todos cuidaban, a encontrarme terriblemente solo y asustado a bordo de un avión que me conducía a un punto perdido en el desierto del Sáhara.
Destrozado mi padre por la súbita tragedia; deshecha la casa; teniendo mi hermano —cuatro años mayor que yo— apenas edad suficiente para cuidar de sí mismo, la única solución fue enviarme con unos tíos que vivían a la sazón en Cabo Juby, minúsculo fuerte militar a la orilla del mar, en el antiguo Sáhara Español.
Resulta difícil intentar describir lo que sentía, atisbando por la ventanilla de uno de aquellos destartalados Junker que hacían el servicio entre las Islas Canarias en 1949, aterrado por el rugir de los motores, con el corazón vacío por la reciente tragedia y viendo quedar atrás —cada vez más lejos, cada vez más pequeño— todo lo que hasta ese momento había sido mi mundo.
El Teide blanco, enorme, asomaba a la derecha, y la isla, verde, viva, cuajada de flores, de bosques, de valles, me traía recuerdos de veranos pasados en familia. Pueblos, casas, caminos. Y luego, abajo, Santa Cruz, con sus calles tan queridas; con su puerto y sus plazas… El colegio en la falda de la montaña, y más allá, mi barrio, mi calle, mi casa… «Mi padre; mi hermano, mis amigos… y el cementerio…». Luego el mar, y Tenerife se convirtió en un punto cada vez más pequeño, cada vez más lejano. Una roca en el agua; un garbanzo en la sopa.
Nubes y cielo; ruido de motores. Escalas y aeropuertos en los que me sentía asustado, minúsculo, perdido…, y al fin, allá, delante, una costa amarilla y plana; una playa inmensa calcinada por un sol de fuego; una soledad inconcebible para un niño canario; un universo monocromo y absurdo… ¡El desierto!
¡Dios!, qué fea palabra me parecía por aquel entonces. Desierto quiere decir «deshabitado, sin vida»… Sáhara: «Tierra que sólo sirve para cruzarla».
A los doce años me dirigía, pues, a encerrarme en la «deshabitada tierra que sólo sirve para cruzarla».
No me sentía mejor que un condenado a la silla eléctrica, y desaparecida mi madre, sin poder ver a mi padre ni a mi hermano, poco me importaba que el viejo Junker se viniera abajo sin dejarme poner nunca pie en aquel infinito arenal sin esperanzas.
Cabo Juby, desde el aire parecía peor que imaginado. Un cuadrado fuerte de paredes rojizas, junto al que se agrupaban un puñado de casas blancas esparcidas como guijarros sobre una playa. Un hangar con techo de cinc, una pista de aterrizaje de arena aprisionada, y un sinfín de jaimas nómadas plantadas por todas partes, sin orden ni concierto.
Y en el mar, en el centro de la bahía, a medio kilómetro de la costa, alzado sobre una roca, un caserón enorme, frío, tétrico.
—¿Qué es? —pregunté al teniente de la Legión que se sentaba a mi lado.
—«Casa Mar» —contestó—. La primera factoría que establecieron los ingleses para estar a salvo de los asaltos de los tuareg y bandoleros nómadas. Luego fue prisión —la peor que ha existido—, cuartel y faro. Ahora está abandonada y no la habitan más que los espíritus.
—¿Qué espíritus?
—Los de los presos que murieron en ella.
El Junker enfiló la cabecera de la pista y se posó en tierra levantando a su paso nubes de arena. Los motores rugieron con más fuerza, y ya me resultó imposible oír lo que decía.
Minutos después, la portezuela del avión se abría y una luz blanca, brillante, violeta, me golpeó en lo más profundo de los ojos. Era la luz del desierto; un sol de fuego reflejándose en los mil millones de espejos de la arena como un cuchillo que se clavase en la retina y al que me costaría años habituarme.
Descendí por la escalerilla al tiempo que un puñado de vociferantes muchachitos indígenas —guayetes— se aproximaban aullando, intentando apoderarse de los equipajes de mano de los pasajeros para trasladarlos junto al muro del fuerte, a cuya sombra aguardaban cuantos acudían a recibir al avión.
El sol estaba en su cenit, y de la tierra ascendía un seco calor de horno de panadero. Abrí mucho la boca, buscando aire, y el aire me llegó, ardiente, a los pulmones, que parecieron incapaces de aceptarlo. Todo daba vueltas a mi alrededor, y los gritos de los guayetes me asustaban. Luché por conservar mi triste maletín, y sentí la necesidad imperiosa de huir de allí, de dar media vuelta y regresar a la penumbra del avión, para que me devolviera a mi casa, a mi isla, a mi madre…
Unos hombres me empujaron, y otro me abrazó: era mi tío Mario, que, casi en volandas, me llevó a la sombra del fuerte sacándome de aquel infierno bajo el sol. Me encontraba aturdido, y aturdido continué mientras recorríamos la calle de arena apisonada, hasta llegar a la casa, blanca y almenada como una mezquita diminuta sacada de un cuento de «Las mil y una noches».
Allí todo era sombras y fresco, y me dio la impresión de volver a la vida. Me senté en un sillón, comencé a responder preguntas sobre el viaje y me quedé dormido.
Me despertó, muy temprano, el furioso berrear de los camellos de la Policía Nómada, cuyo cuartel compartía nuestro patio trasero. Recorrí en silencio la casa aún dormida, salí al patio y me encontré frente a mi primer camello mehari, y mi primer grupo de auténticos saharauis, genuinos hombres azules, «hijos de las nubes».
Se me antojó que tenían un aspecto feroz de bandoleros, asaltantes de caminos armados de pesados fusiles, sin que me tranquilizaran sus correajes militares, su uniforme color arena ni la placa que lucían sobre el pecho.
Un tuerto con un ojo blanco, y el otro tan duro y afilado como una aguja de hacer calceta, me observó un instante, y luego, calmoso, me ofreció té en el vaso más sucio y pringoso que había visto en mi vida.
—Bebe, guayete —dijo—. Tu tío es mi amigo… Buen amigo…
Mario es amigo de todos aquí en Tarfaya…
Más tarde sabría que Tarfaya era el nombre por el que los indígenas preferían designar Cabo Juby. Quiere decir «tierra de tarfas», un arbusto leñoso que crece en agua salobre y abunda por los alrededores.
Tomé el vaso y me quemé. Sostener un vaso hirviendo entre el dedo pulgar y el índice requiere una técnica especial, tan difícil de aprender como sorber el líquido abrasante sin llenarse la boca de ampollas.
Nunca llegaría a comprender la razón de tomar así el té en una de las regiones más cálidas del mundo, pero aquel día tuve que empezar a acostumbrarme.
Fuera donde fuera luego, aun en los 50ºC que llegué a sufrir a veces, muy tierra adentro, en el erg, habría de tropezarme siempre con ese vaso de té hirviendo con que los saharauis dan la bienvenida a sus huéspedes.
Té, azúcar hasta empalagar y hierbabuena. Me pareció lo más repugnante que había probado nunca, y si el frío ojo del tuerto no me hubiera estado observando tan fijamente, lo habría derramado allí mismo.
Dejé pasar el tiempo confiando en que aquel mejunje se enfriara un poco, espiando con el rabillo del ojo al negro de mi izquierda que no cesaba de rascarse un solo instante y amenazaba con echarme encima toda una familia de pulgas y piojos. Sonrió de oreja a oreja, como un viejo piano, y su vozarrón retumbó en el patio al preguntar:
—Bonito, Tarfaya, ¿verdá…? Gran ciudad… La mayor de esta parte del Sáhara… ¿Te gusta?
Si llego a decir que no, las teclas de sus dientes me hubieran arrancado la oreja de un mordisco. Me hice aún más pequeño, asentí varias veces con falso entusiasmo y me arrepentí por la tonta curiosidad que me había sacado de la cama para abandonarme en medio de aquel puñado de ogros de leyenda.
Un viento cálido me golpeó en el pescuezo y me volví vivamente para encontrarme a cinco centímetros de los belfos de un estúpido camello que olisqueaba mi camisa. Di un salto, asustado, y me derramé encima el té caliente y pringoso. Ya no quemaba, pero me dejó la pierna engomada, y una nube de moscas acudió de inmediato.
Los saharauis reían en el colmo del regocijo. Me disculpé tontamente y corrí a la casa a lavarme.
A solas en el cuarto de baño, sentí deseos de llorar. Cuando mi tía Fanny se levantó, me encontró sentado en el porche, contemplando —triste y pensativo— la gigantesca y solitaria playa y la mole de «Casa Mar» que se alzaba al fondo.
—No te gusta esto, ¿verdad? —preguntó, sentándose a mi lado; y como no obtuvo respuesta, continuó—. No te preocupes… A mí tampoco me gustaba. Ni a tu tío Mario. Ni a nadie, creo yo… Pero con el tiempo te irás acostumbrando… La gente es sucia e ignorante; la tierra, yerma y caliente; no ocurre nada, ni existen diversiones, pero hay algo…, una especie de magia que cautiva; una calma que se mete dentro; un misterio que nadie sabe descifrar, y que apasiona… —¡Hizo una pausa, pensativa—: «La llamada de África», le dicen.
—¿La llamada de África? Creí que eso se refería al África Negra. La de los leones y elefantes…
—En África hay más desiertos que selvas; más arena que elefantes. Todo el mundo habla de la otra África, pero esta es más auténtica; más pura. Si te quedas, tal vez comprendas lo que quiero decir…
Necesité años, en verdad, para entenderlo; pero, al fin, lo hice.
Me asomé con desgana a aquel mundo extraño, pero poco a poco mi apatía y mi temor fueron vencidos por mi curiosidad de muchacho; esa curiosidad que siguió luego de hombre y debía marcar mi vida para siempre.
Salí otras veces al patio trasero, y me enfrenté al ojo tuerto, a los enormes dientes del negro y al cálido aliento de los camellos meharis. Le perdí el miedo a los piojos y el asco al té de hierbabuena. Me lancé a la calle abrasada por un sol de fuego y acostumbré a mis pies a caminar descalzos sobre la arena ardiente.
Regresé a casa llorando porque guayetes más pequeños peleaban, sin embargo, mejor que yo, y siempre me vencían. Tenían los pies tan duros que —a patadas— acababan conmigo. Me endurecí también los pies jugando al fútbol, descalzo, con latas vacías…
Y me inicié en los rudimentos del hassania, el dialecto de los hombres azules; los hombres libres, los auténticos «hijos de las nubes», llamados así porque su vida tan sólo se regía por la lluvia. Tras ella marchaban siempre, y su existencia era una constante expectativa de que en alguna parte —no importaba si cerca o lejos— había llovido lo suficiente como para plantar rápidamente la cebada y aguardar la cosecha de una tierra que nunca se mostraba avara.
Más de una vez vi, en aquellos años de muchacho, familias enteras de saharauis vagando por la llanura, con los ojos puestos en una enorme nube baja que amenazaba reventar, aguardando el instante en que al fin se decidiera a hacerlo. A menudo la seguían durante días y días, para acabar la mayor parte de las veces por perderla para siempre, o ver cómo concluía por adentrarse en el océano, para descargar allí, inútilmente, un agua que ellos hubieran necesitado tanto.
Con agua, el Sáhara sería un vergel. La tierra es fértil, salvo en las zonas invadidas por la arena, pero esta no ocupa —contra lo que la mayoría cree— más que una extensión muy limitada. Existen «ríos de arena», del mismo modo que por otros lugares corren ríos de agua, y se sabe de antemano cuál es su itinerario y qué longitud y anchura ocupan. En ocasiones pueden ser gigantescos, pero la mayor parte de las veces no pasan de una faja de pocos kilómetros.
Algunos científicos mantienen que en tiempos muy remotos, el «África Verde» de las grandes selvas, los elefantes y los leones, se extendió por todo lo que ahora es Sáhara, cuando estas tierras estaban regadas por el gran Níger, que por aquel entonces iba a desembocar en el Mediterráneo. Un buen día, el Níger se taponó a sí mismo, cambió de curso, trazó un amplio círculo para ir a morir al golfo de Guinea, y desde ese momento la región comenzó a convertirse en el desierto que es ahora.
Pero en aquellos tiempos nada de eso me preocupaba. Para mí el desierto no era más que una tierra árida por la que corría un viento cálido y a la que poco a poco comenzaba a acostumbrarme.
Advertí que de pronto había ganado algo que hasta esos momentos desconocía: la libertad. No la libertad de hacer lo que me viniera en gana, sino la libertad de sentirme solo frente a un universo sin horizontes, un mundo tan ancho y vasto como no hubiera nunca imaginado antes.
Andar por la llanura es un poco caminar sobre las olas. Girar sobre sí mismo y no ver nada, sentirse infinitamente pequeño en la planicie es también sentirse infinitamente grande; único ser del planeta; dueño de cuanto nos rodea hasta donde la vista alcanza.
Poco a poco comencé a aprender, no obstante, que era esa una sensación falsa; que no era en absoluto cierto que me encontrara solo en el desierto, y al girar sobre mí mismo no hubiera nunca nada ni nadie.
La vida se agitaba a mi alrededor, y fui descubriéndolo por mis propios medios a lo largo de horas sentado a la sombra de un arbusto, viendo cómo de pronto surgía de un agujero, en la tierra, un ratón del desierto, una serpiente, una liebre o un alacrán.
Luego mis ojos se acostumbraron a distinguir en la distancia las manadas de gacelas, de color tan claro y apariencia tan frágil, que se confundía con la arena de las dunas o la tierra rojiza de los pedregales. Aprendí a diferenciar las clases de antílopes según los conocían los indígenas. El mahor, de cortos y gruesos cuernos. El lehma, que los tiene muy largos y afilados, y el urg, cuyas astas crecen en forma de huso y a veces se emplean como puntas de lanza.
Pasé horas haciendo que Mulay, el guía, me enseñara a reconocer las huellas de la hiena, el zorro o el lince, y me sentí capaz —por esas huellas— de saber cuánto tiempo hacía que el chacal había pasado por la llanura.
No me importaba equivocarme. No me importó, ni aun cuando confundí las huellas del lince con las del fahel, el temido guepardo del desierto, dueño absoluto de las llanuras por las que corría a más de sesenta kilómetros por hora persiguiendo gacelas.
Aprendí también a encontrar nidos de avestruces, a robar sus enormes huevos cuando aún estaban frescos y hacer con ellos una tortilla para diez personas.
Aprendí, por último, que compartía aquel mundo con los patos salvajes, las perdices y las tórtolas, y que abundaban también las cigüeñas, las garzas reales y los flamencos.
Era aquel, en fin, un desierto tan poblado, que en nada se parecía a lo imaginado en un principio —cuando lo vi desde el avión—, y así, poco a poco, día a día, en mi soledad de niño y mi soledad de muchacho, comencé a amar firmemente aquellas tierras; traté de comprenderlas, y llegó un momento en que fueron tan importantes en mi vida como no lo ha sido ninguna otra, jamás, que yo recuerde. Arena y viento, soledad y silencio; bestias huidizas y un sol de fuego… No era mucho para llenar la vida en su edad más crítica, pero a mí me bastó, y aún hoy sigo creyendo que más de lo que tuvo nunca nadie en ese tiempo.
En el transcurso de unos años, mi antigua vida de Canarias, del colegio, de los amigos y los juegos insulsos dejó de tener significado, y cuanto me importaba era una llanura infinita abrasada por el sol y un puñado de bestias y de hombres.
—¡Hombres!
«Hombres azules». Auténticos hombres que se aferraban al terreno que tenían bajo sus pies y no lo cambiaban por ningún otro, así le ofrecieran el mismo Paraíso. Hombres del desierto, de ojos de halcón e instinto de paloma mensajera; inocentes como niños, crueles como lobos. Capaces de quitar la vida o darlo todo; capaces de robarlo todo y dar la vida. Ignorantes y fanáticos, supersticiosos y a la vez profundamente sabios… Insospechados siempre. «Hombres azules» que jamás se lavaban y cuyo sudor desteñía las ropas añil que los cubrían, de modo que, a los pocos años, ellos mismos eran ya completamente azules desde el pelo hasta las uñas, feroces seguidores de Alá, el Grande; guerreros de Mahoma, su Profeta.
—¡Dios, qué tipos!
Yo los amaba con admiración de niño. Ninguna raza me pareció a la vez tan bella y tan sucia; tan atractiva y repelente. Ninguna mujer olió tan mal y fue al propio tiempo tan mujer y tan madre.
Por las tardes, cuando el calor amainaba, subía hasta el poblado indígena a buscar a mis amigos, los guayates de mi edad, para jugar al fútbol o ir a cazar ratones saltarines del desierto.
Las madres me ofrecían entonces un vaso de té hirviente, junto con un puñado de dátiles y un dulce sobre el que se posaban cien mil moscas. Nunca nada me pareció tan rico, sentado en el suelo sobre una tosca alfombra, bajo la gran carpa de pelo de camello de la jaima, junto a viejos fusiles y espingardas, lanzas mohosas y afilados sables.
Y fue bajo una de esas jaimas del poblado cuando por primera vez oí hablar de la raza de esclavos del Sáhara: de los bellhas, los malditos, que nacieron para servir a los hombres libres, los señores, sin que tengan más derecho a la vida que una cabra.
Fue un día en que se celebraba una gran fiesta en una humilde jaima, fiesta a la que todos asistían alborozados, porque acababa de nacer el primer hijo de Suleiman R. OrabSuleiman «el Cuervo», y era el primer hombre libre que nacía en una familia de bellhas que habían sido esclavos generación tras generación, desde que los viejos tenían memoria.
Suleiman R. Orab nunca quiso aclararme por qué él y todos sus ascendientes habían pertenecido a la tribu de los bellhas, mientras el niño que acababa de nacer pertenecía, sin embargo, a la clase de los hombres libres del desierto y era un auténtico «hijo de las nubes».
Fue nuestro criado negro —Suilem—, un senegalés gigantesco, que me quería y me cuidaba como a un hijo, quien me lo explicó.
—Los bellhas son raza maldita —dijo—. Raza de esclavos, y mi abuelo perteneció a ella, porque mi bisabuelo fue capturado por los mercaderes árabes, allá en Senegal, de donde proviene mi familia. Bellha puede ser el negro, el árabe y aun el blanco, el europeo, porque no constituye una raza, sino tan sólo una denominación. El hijo del esclavo nace esclavo, a no ser que su padre compre al amo su libertad. También puede comprar, antes, la propia, y así ya todos sus descendientes serán libres hasta el fin de los siglos.
—¿Qué hacen los blancos contra esto? —pregunté—. Según las leyes europeas, la esclavitud está prohibida.
—En efecto, guayete, la esclavitud está prohibida, y si un bellha acude a la Policía y denuncia a su amo, inmediatamente los blancos lo declaran libre, lo dejan marchar a donde quiera, e incluso castigan a quien lo ha estado esclavizando.
—Entonces… ¿Por qué no son todos ya libres…?
—Existe el gri-gri —replicó, bajando mucho la voz.
—¿Qué es el gri-gri?
—El gri-gri es magia —susurró—. Magia terrible que tan sólo poseen los amos, los hombres libres… Cuando un bellha escapa a su dueño o acude a los blancos a que le concedan la libertad, su amo se enfurece y manda tras él al gri-gri. Pronto, muy pronto, vaya donde vaya, se esconda donde se esconda, el gri-gri lo alcanzará y acabará con él haciéndole sufrir la más terrible de las muertes.
—Pero eso es absurdo… —protesté—. Superstición…
—No lo es, guayete, no lo es —afirmó, convencido—. Mi tío, el hermano de mi padre, murió a manos del gri-gri, pese a que había huido muy lejos, a dos meses de marcha de donde vivía su antiguo amo. El gri-gri le cortó la lengua, le sacó los ojos y lo abandonó en el desierto hasta que los buitres lo devoraron.
—¿De verdad crees en eso?
—Tanto como en Alá, que me mira desde lo alto… Y gracias le doy porque mi padre me hizo libre y ya no tengo nada que temer… No me gusta el gri-gri… Aunque algún día fuese inmensamente rico, nunca tendría esclavos para no tener que enviarles el gri-gri cuando escaparan…
No pude sacarle ni una palabra más, y tuvo que ser Lorca —el hombre que más sabía del desierto, y que me enseñó todo lo que yo supe luego— quien me explicara la existencia del gri-gri.
—No es más que superstición —comenzó—. Pero una superstición basada en algo muy concreto. Los bellhas que buscan la libertad sin comprársela a sus amos, mueren y su muerte suele ser —en efecto— terrible. El gri-gri es una especie de mafia que existe entre los amos. Cuando un esclavo huye, vaya donde vaya, otro amo le asesinará y dirá que ha sido el gri-gri. Todos están de acuerdo, y, de este modo, mantienen aterrorizados a los pobres bellhas, gente ignorante y supersticiosa, que creen en la magia a ojos cerrados. No importa lo lejos que un esclavo huya. No importa lo que haga: siempre habrá un puñal traidor que acabe con su libertad. Por ello prefieren seguir de esclavos, aunque su vida es mil veces peor que la de las bestias.
Aparentemente no existe esclavitud… A los ojos de la ley, esos esclavos son siervos, y en verdad muchos viven como hombres libres incluso a cientos de kilómetros de donde están sus amos. El poder de estos llega a tanto sobre los bellhas, que a menudo los envían a trabajar a otros lugares; de criados de los blancos, de pescadores, pastores o albañiles, y todo lo que ganan es para el dueño, sin que al bellha le quede más que una mínima cantidad para sobrevivir. Y estos, los que así trabajan, se sienten felices, porque disfrutan de una relativa libertad, no sufren castigos ni malos tratos, y comen mal que bien.
Los otros, los que viven con sus amos, se ven constantemente apaleados, comen las sobras, beben después del ganado, y sus cuerpos y los de sus mujeres e hijos —no importa la edad— pertenecen al amo, que puede abusar de todos, sexualmente, sin el menor reparo.
—Parece increíble…
—Sí. Lo parece —admitió—. Incluso a mí mismo me costaría creerlo si no estuviese acostumbrado a verlos; si no conociera a muchos de esos bellhas; si no supiera quiénes los compran y los venden…
Observó mi gesto de estupor, y sonrió:
—¿No me crees…? No. Veo que no me crees… Bien, la semana próxima, cuando salga a cazar al interior, le pediré a tu tío que me deje llevarte… Tú mismo verás a los esclavos…