¿Cómo se me habían metido bolas de algodón en la boca?
Empujé la lengua contra mis dientes superiores y traté de desembarazarme de la sensación de sequedad. En cuanto logré separar los labios, mi cabeza cayó hacia atrás contra la almohada y el dolor se extendió por la frente, en torno a la sien y por la parte de atrás del cráneo.
Mi aliento no debía de oler bien.
Cuando en un alarde de valor forcé a mis miembros a moverse, el dolor y la sensación de mareo que surgieron de mi estómago frágil fueron solo dos elementos probatorios más que apuntaban a una conclusión.
No tenía una resaca cualquiera.
Tenía una resaca de campeonato.
Agh. Refunfuñando, me puse de costado y abrí los ojos poco a poco. Tenía esperanzas, porque la noche anterior había sido lo bastante lista para dejar un vaso de agua en la mesita de noche antes de quedarme frita. En cuanto mis ojos vieron el vaso, supe que habría sido más inteligente traer una jarra entera de agua a la mesita de noche. Ya había vaciado el vaso.
Durante unos minutos paseé la mirada atrás y adelante entre el vaso y la puerta de mi habitación, esperando un milagro cada vez que mis ojos volvían a mi mesita de noche.
Pero no. Todo indicaba que iba a tener que levantar mi maloliente cuerpo de borracha y llenar el vaso. Me arrastré hasta sentarme y desde esa posición el dormitorio daba vueltas a mi alrededor, y, con el giro, un recuerdo me golpeó en el cerebro y me derribó contra el cabezal.
Nate llevándome a casa y metiéndome en la cama.
Ese recuerdo fue como una llave que abrió el resto, y cuando a trancas y barrancas me acordé de todo lo que había dicho, sentí que me quemaban las mejillas de vergüenza. Cogí el móvil con la esperanza de que encontraría allí algo para demostrar que mi cerebro se estaba inventando todos esos recuerdos, pero solo hallé un par de mensajes de texto de Jo y Ellie, preguntando si había llegado a casa bien.
Solté el teléfono en la mesita de noche y entonces me estremecí de dolor por el ruido.
Mierda.
Había reconocido ante Nate que no había tenido relaciones en siete años, que solo me había acostado con un chico una vez, que era pésima con eso y que estaba colgada del tipo de la biblioteca.
—Eres una gilipollas, Olivia Holloway. —Levanté la mirada hacia el techo y sentí un escozor de lágrimas en los ojos.
Había contado a Nate algo que no había contado a nadie. Borracha como una cuba, me había abierto en canal y me había mostrado al mayor seductor que había conocido. Ahora cada vez que lo viera recordaría cómo me había desnudado ante él.
Yo era una herida andante y le había dado a Nate Sawyer acceso total para que me arrojara sal o todo lo que le apeteciera.
Cerré los ojos con fuerza sin hacer caso de las lágrimas calientes que resbalaban por mis mejillas y traté de tranquilizarme respecto a la lealtad de Nate. Aunque me había expuesto por completo, lo único que tenía que hacer era hablar con él y hacerle prometer que no se lo diría a nadie ni hablaría de ello. Jamás.
Se trataba de Nate. Era mi amigo. Mi buen amigo. Podía contar con él para dejar atrás ese episodio.
El timbre de mi apartamento me atravesó el cráneo, y gemí con la cara hundida en la almohada. Al cabo de un momento sonó el móvil.
Busqué a ciegas el teléfono, lo cogí y me lo llevé a la oreja.
—¿Qué? —pregunté desde el interior de la almohada, así que sonó más como un gruñido que como una palabra.
—Abre la puerta —exigió Nate con suavidad, y luego colgó.
El calor volvió a subirme a las mejillas. Había pensado que al menos tendría la oportunidad de estar sobria y, bueno, limpia, cuando tuviera que enfrentarme otra vez a él. Todavía con mi vestido de dama de honor, bajé de la cama, caí y luego trastabillé para ponerme en pie como pude. Nate empezó a tocar el timbre otra vez y juro por Dios que el ruido estaba a punto de hacerme vomitar la deliciosa cena que había tomado en el banquete de Joss y Braden.
—¡Ya va! —grité al levantar el interfono y golpear el botón con la palma de la mano para dejar pasar a Nate.
Quería evitarme la irritación de soportar más ruidos, así que me aparté el pelo de la cara y abrí con torpeza la puerta mientras oía los pasos de Nate subiendo por la escalera. Vi aparecer su cara a través de los mechones negro azabache de mi cabello alborotado.
—Tienes una pinta horrible —observó risueño, con aspecto muy sobrio y feliz para ser alguien que había estado bebiendo la noche anterior.
Con la piel cosquilleando de vergüenza, respondí con un gruñido.
Nate levantó una bolsa.
—Te he traído una aspirina, bebida energética y dónuts.
Supuse que debía de estar muy pálida, porque Nate suspiró, pasó rozándome para ir a la cocina y me aconsejó:
—Has de comer algo.
Gruñí otra vez y me volví hacia el cuarto de baño. Al ver a la señora de pelo enmarañado, con pegotes de rímel en torno a los ojos, palidez pastosa y manchas de carmín en la boca, solté un gritito.
—¿Estás bien? —preguntó Nate con cautela.
Mis dedos temblaban por la resaca al apoyarme en el lavabo.
—Parezco la novia de Frankenstein con una resaca monumental.
—Yo también tendría resaca si tuviera que follarme a Frankenstein.
Reí a mi pesar y luego gemí cuando el sonido rebotó de manera dolorosa en mi coco, como lo llamaba mi padre. Respiré profundamente un par de veces y luego combatí los temblores de resaca y la náusea para lavarme con rapidez, cepillarme los dientes y sacarme el pelo de la cara antes de escabullirme a mi dormitorio para ponerme unos pantalones de chándal y una camiseta.
Nate me sonrió desde la encimera de la cocina cuando me acerqué.
—Aquí está ella.
Incapaz de sostenerle la mirada, bajé la vista al vaso de zumo de naranja, la botella de bebida energética, la aspirina y los dónuts que había dispuesto para mí. Tragué la aspirina, murmurando mi agradecimiento, y me senté en un taburete para mordisquear un dónut. Después de cinco minutos de silencio total, Nate por fin se apoyó en la encimera y me obligó a mirarlo alzándome la barbilla con los dedos.
Todo lo sucedido la noche anterior pasó entre nosotros.
—Por favor —susurré, con mis labios temblando mientras trataba de impedir las lágrimas de vulnerabilidad—. Por favor, no se lo digas a nadie, Nate.
Sus pupilas oscuras se ensancharon un poco.
—¿Así que es verdad?
En lugar de responder, mi mirada se afiló.
Nate suspiró.
—¿A quién voy a decírselo?
—Nate.
Él levantó las manos en un gesto de rendición.
—Lo prometo, está bien.
Volví a masticar mi dónut. Sentía que el calor de la atención de Nate me quemaba la piel.
—¿Cómo es posible, Liv? Eres una mujer atractiva y sociable… ¿Cómo…?
Parecía atónito. A decir verdad, eso era bonito. Halagador.
Y esa fue posiblemente la razón de que por fin pudiera sostener su mirada al contestar.
—Siempre he sido tímida con los chicos que me gustan, pero sobre todo es que no estuve en el juego. Nunca lo he estado. Mi madre estaba enferma cuando yo era adolescente. Mientras otras adolescentes tenían experiencias con chicos y besos, citas y sexo, yo estaba ocupada mimando a mi madre. Luego enfermó otra vez cuando yo estudiaba en la universidad. —Clavé mis ojos en los suyos—. Tú lo sabes, Nate.
Y lo sabía.
Un sentido del humor poco convencional y un alma geek no eran las únicas cosas que nos habían unido al comienzo a Nate y a mí. Nos había unido una tercera cosa: el cáncer.
Mientras que yo perdí a mamá, Nate perdió al amor de su infancia por un linfoma. Solo tenían dieciocho años cuando ella murió.
No mucha gente sabía eso de Nate, y yo tenía la sensación de que estaba entre los pocos privilegiados que habían oído la historia completa de sus labios. Eso decía mucho de él.
—Te consume —susurré—. No te importa nada más. No me importaba nada, salvo pasar cada segundo que pudiera con ella.
Nate tragó con fuerza, bajando la mirada a la mesa.
—Lo entiendo, Liv.
—Cuando salí de la universidad estaba limitada por mi timidez, y aún lo estoy. —Aparté la mirada de él—. Esa falta de experiencia… ha hecho añicos la poca confianza que podría haber tenido.
Nos quedamos un momento en silencio mientras Nate parecía procesarlo. Por fin, giró la cara otra vez, así que pude mirarlo a los ojos. Percibí su expresión solemne y pensativa.
—Estuviste realmente triste anoche, Liv. Hace casi un año que te conozco y es probable que tú me conozcas mejor que la mayoría de la gente. Sin embargo, anoche sentí que estaba viendo una parte enorme de ti que me habías ocultado. A todos.
Se me llenaron los ojos de lágrimas y noté que me quemaba la garganta al tratar de contenerlas.
—No quiero ser la persona que mira en el espejo y odia lo que ve o la persona que se queja de que no puede interactuar con un tipo el tiempo suficiente para conseguir una cita. No es bueno ser una persona así, Nate. Solo quiero ser como todos los demás. Tener una relación con el sexo opuesto. Pero no puedo. Es penoso. Pero al menos no soy tan penosa como para quejarme de eso.
—Eso no es penoso —soltó, con un destello en sus pupilas—. Liv, has pasado mucho. No puedes esperar ser normal. Al cuerno la normalidad. Lo normal es aburrido. Y tú, nena, eres cualquier cosa menos aburrida.
Sonreí débilmente, agradecida de que estuviera intentando animarme, pero sin sentirme animada en realidad.
—¿Y ese tipo? —continuó Nate con brusquedad—. Ese tipo de la biblioteca. ¿Te gusta?
Asentí y hundí la cabeza en mis manos, mientras gruñía por mi situación de mierda.
—Sí, me gusta.
Nate sopesó la cuestión y, cuando dio la impresión de que no iba a decir nada, levanté la cabeza y lo miré de manera inquisitiva. Me sonrió.
—¿Qué?
—Tú casi no tienes experiencia y yo tengo demasiada.
Mi boca se torció en una mueca de enfado.
—Con franqueza, no es un buen momento para que alardees, Nathaniel.
Me sonrió.
—No estoy alardeando. Estoy ayudando.
—¿Ayudando?
—Ayudándote.
—¿Ayudándome cómo?
—Ayudándote a echar un polvo.
Sentí todavía más calor en las mejillas.
—Eh… ¿qué?
Nate parecía muy feliz consigo mismo. Se reclinó en la encimera de la cocina y cruzó un tobillo sobre el otro y los brazos sobre el pecho.
—Yo conozco el sexo. Tú no. Voy a enseñarte.
Sentí un sofoco, y me ruboricé hasta las orejas.
—¿Cómo vas…? ¿Cómo…?
—Primero trabajaremos en tu seguridad. Luego trabajaremos en tu flirteo. Te llevaré a un punto en que te sientas lo bastante segura para acercarte a ese tipo que te gusta y pedirle que salga contigo.
Mi corazón se desbocó al pensarlo.
—Creo que no comprendes la magnitud de mi ineptitud en lo que se refiere a hombres.
—Bueno, para empezar, esa no es la actitud adecuada. —Negó con la cabeza y apoyó las palmas de las manos en la encimera de la cocina, con la cara inclinada, de manera que nuestras narices quedaron muy cerca—. Puede que no lleve flores, corazones y toda esa mierda con las mujeres, pero tú eres mi amiga y yo me considero la clase de persona en la que un amigo puede confiar. Los amigos son importantes para mí, Liv. Y anoche una amiga lloró en mis brazos y reconoció que era infeliz. —Me frotó la mejilla con afecto—. Mereces felicidad, nena. ¿Qué hay de malo en dejar que te ayude a intentar obtenerla?
—Nate —susurré con voz ronca y la garganta atascada por la emoción. Eso era tan rematadamente bonito que me costó mucho contener los lagrimones.
—Iremos paso a paso. Empezaremos por tratar de descubrir por qué no sientes suficiente seguridad para hablar con hombres que te atraen.
Asentí, y entonces me estremecí cuando el movimiento me causó un punzada de dolor en el cráneo.
—Pero no hoy, ¿vale? Porque podría vomitarte encima.
Sonrió y se levantó todo lo alto que era.
—Sexi. Vale, hoy no. Pero, prepárate. —Me hizo un guiño, cogió la chaqueta y se dispuso a marcharse—. Las lecciones empiezan mañana.
Mi mente estaba zumbando con el giro que había tomado la conversación, de manera que hasta que Nate casi estaba saliendo por la puerta no me di cuenta de que no había agradecido lo que me estaba ofreciendo.
—Nate.
Se detuvo, con la mano en el pomo de la puerta.
—¿Sí?
Mi sonrisa fue lenta, pero cargada de agradecimiento.
—Gracias.
Nate sonrió y abrió la puerta.
—Por ti lo que sea, nena.
* * *
Durante toda la jornada de trabajo fui un desastre tembloroso, y atribuí mi torpeza distraída a que era el segundo día de mi épica resaca. Angus era compasivo y me dejó pasar la mayor parte de la jornada en la oficina, haciendo trabajo administrativo, pero eso no impidió que metiera la pata, y su compasión se desvaneció más pronto que tarde. Al modificar la web de la biblioteca anuncié mal nuestros nuevos espacios para estudiantes. Ya teníamos espacios en la planta baja, donde grandes grupos podían sentarse en una zona delimitada por mamparas y usar el ordenador para trabajar juntos en proyectos y clases reducidas. Se habían añadido nuevas mamparas en la primera planta para grupos más pequeños. Esto se explicaba en el texto principal y luego había una imagen del espacio y un pequeño pie de foto donde debería poner: «Uso máximo: seis». En lugar de «seis» escribí «sexo».
No nos enteramos hasta que Janey, una joven colega mía que estaba obsesionada con verificar la página de Facebook «Localizado: Biblio de la Uni de Edimburgo» —una página usada sobre todo por estudiantes para pedir citas a otros estudiantes que habían visto en la biblioteca, pero también una página donde ellos publicaban críticas de otros estudiantes o dejaban constancia de un millón de cosas repugnantes—, lo descubrió en la página de estudiantes. Había divertido mucho a nuestro cuerpo estudiantil. A mi jefe no le hizo tanta gracia.
Me envió a casa temprano, donde me tomé unas seis tazas de té con la esperanza de encontrar la armonía que los británicos creen que proporciona el té. No encontré ninguna armonía.
Nate iba a venir a empezar nuestras lecciones y yo estaba preparada para vomitar sobre él lo poco que había comido.
Alrededor de unos veinte minutos antes de la hora a la que tenía que llegar, me llamó mi padre. Estaba en casa de Dee y querían invitarme a cenar.
—Me encantaría, papá, pero no puedo. Va a venir Nate.
—Nate siempre viene —repuso papá, que no parecía contento con eso.
—Nate es mi amigo.
—Hum.
—Papá.
—Es un seductor.
—Solo somos amigos —prometí, aunque mi piel estaba cosquilleando con la anticipación de las posibilidades de esa noche.
¿Qué demonios iba a poder enseñarme en realidad? ¿Y cómo iba a hacerlo? Iba a morirme de vergüenza. Simplemente lo sabía. Nate era todo sexo y carisma. Era probable que supiera cómo hablar. No, estaba segura de que sabía cómo hablar. ¿Esperaba que yo hablara con tipos del mismo modo que hablaba él con las chicas?
Los ojos se me salieron de las órbitas al pensarlo.
—Liv, ¿estás ahí?
—Sí, papá.
—Dee está preguntando si te gustaría venir a cenar el miércoles por la noche, entonces.
—Buena idea, allí estaré.
—¿Cómo te sientes hoy? ¿Sigues con resaca? Estabas muy hecha polvo en la boda.
Me pasé los dedos por el pelo con nerviosismo mientras trataba de pensar en el banquete.
—Sí, eh, ¿dije algo embarazoso?
Papá rio.
—No, fuiste una borracha divertida, cariño. ¿Quién te llevó a casa, por cierto? No me lo dijiste cuando te mandé un mensaje de texto ayer.
—Nate me llevó a casa. Es así de decente —le recordé de manera punzante.
—Si tú lo dices.
Sonó el timbre y me estremecí.
—Tengo que colgar, papá. Ha llegado Nate.
Nos dijimos adiós con rapidez y colgué mientras me apresuraba hacia la puerta para dejarlo pasar. Me quedé en la puerta, dando golpecitos en el suelo con el pie mientras lo esperaba con impaciencia. Los sonidos de sus pasos en la escalera de cemento parecían igualar el ritmo de mis latidos y cuando apareció en el umbral estaba a punto de perder el conocimiento.
Nate retrocedió al verme.
—Joder, pareces a punto de desmayarte.
Tragué saliva. Ruidosamente.
—Hay nervios.
Él cerró la puerta tras de sí, haciendo una mueca.
—¿Por qué demonios? Soy solo yo.
Lo fulminé con la mirada.
—Vale —dijo—. Mantente nerviosa.
Pasó a mi lado quitándose la chaqueta. La arrojó en el sofá y entonces entró en la cocina para sacar dos cervezas de la nevera. Cogí la que me lanzó. Nate abrió la suya e hizo un gesto hacia mí con la botella.
—Para calmar tus nervios.
Como no dijo nada durante cinco minutos —cinco minutos muy largos—, me senté en el brazo del sofá y di un sorbo a la cerveza.
—Vale, cuéntame —dijo de repente, y yo casi me atraganté con la cerveza ante la potencia de su voz en mi pequeño piso—. ¿Qué pasa exactamente cuando te habla un chico que te atrae?
Con la intención de no ser más zoquete de lo que ya era, traté de contener el enrojecimiento que estaba decidido a mancharme las mejillas.
—Se me traba la lengua.
—¿Por qué?
—Estoy tentada de insertar una respuesta sarcástica aquí, pero me limitaré a un simple encogimiento de hombros. —Me encogí de hombros.
—No me vengas con esa mierda de «No lo sé y si lo supiera no te necesitaría». ¿Por qué se te traba la lengua?
Estaba intentando en serio no cabrearme con él. Eso no sería un buen comienzo. Apreté los dientes y respondí como si fuera obvio, que lo era.
—No tengo mucha seguridad.
Nate me consideró un momento.
—¿En ti misma? ¿En tu aspecto físico? ¿En tu experiencia sexual? ¿Qué?
—¿Sabes lo humillante que es esto? —Fruncí el ceño.
Claramente enfadado, Nate me miró entrecerrando los ojos.
—No estoy aquí para burlarme de ti. Estoy aquí para ayudarte.
Nos quedamos otra vez en silencio mientras yo recuperaba la seguridad para ser sincera. Después de dar un sorbo tembloroso a mi cerveza, miré al suelo y le dije en voz baja:
—Ya sabes que me falta seguridad por mi mínima experiencia sexual, pero… es también que no… no me siento sexualmente atractiva.
El silencio de Nate atrajo mi mirada hacia él. Me estaba mirando otra vez con incredulidad.
—¿Qué?
Dejó su cerveza y plantó las palmas de las manos en la encimera de la cocina en actitud expeditiva.
—Empecemos con la causa de que no te sientas sexualmente atractiva.
Tragué saliva.
—Muy bien.
—Joder, ¿me estás tomando el pelo?
Me sobresalté por su lenguaje, confundida por el tono enfadado de la pregunta.
—¿Qué?
—Levántate —repuso con brusquedad—. Vamos, levántate. —Rodeó la encimera de la cocina y pasó a mi lado.
Yo me levanté despacio, preguntándome qué demonios había hecho mal.
—Sígueme.
Seguirlo… muy bien. Me temblaban las piernas al darme cuenta de que lo estaba siguiendo a mi dormitorio. Con el corazón latiéndome en la garganta, fui incapaz de hablar al detenerme en la puerta y mirarlo.
Nate estaba ante mi espejo de cuerpo entero y lo señaló.
—Dime lo que ves.
Tragué saliva.
—Nate…
Di un paso atrás y mi movimiento lo propulsó a la acción. Con la velocidad de un rayo, me agarró y tiró de mí para meterme otra vez con él en la habitación hasta que me colocó delante del espejo, mientras continuaba mirándome por encima del hombro.
—Cuéntame. Confía en mí.
Respirando profundamente, dejé que mis ojos se concentraran en mi reflejo, pasando sobre mi rostro y luego bajando por mi cuerpo y de nuevo a mi rostro.
—¿Liv?
—Veo… veo una mujer normalita con… —Me encogí de hombros, tan avergonzada que no tenía gracia—. Con brazos fofos, barriguita y el culo gordo.
Cuando mi respuesta fue recibida por el silencio, finalmente me armé de valor para mirar en el espejo el reflejo de Nate. Me estaba mirando otra vez.
—¿Hay algo bueno?
Volví a mirar el reflejo de mi cara. Los ojos eran, como siempre, la única cosa que me gustaba. Eran ojos llamativos, heredados de mi padre. Inusuales, color avellana pálido, con tantos puntos de oro que parecían dorados bajo cierta luz. Los dos teníamos pestañas oscuras que realzaban el color. Nos habían dicho en más de una ocasión, y unas cuantas personas distintas, que nuestros ojos eran exóticos, casi felinos. Mi padre explotaba sus ojos. Eran despiadados y perceptivos en su rostro atractivo, de facciones duras. En mi cara común eran la única cosa que animaba mis facciones.
—Los ojos —susurré con suavidad.
—Eso desde luego, nena. ¿Qué más?
Tensa, busqué una respuesta y entonces dije con prudencia.
—Vale, mi piel. Tengo buena piel.
Nate sonrió de manera alentadora.
—Tienes una piel preciosa. —Lanzó un suspiro atribulado—. Vamos a por las otras cosas.
Estoy casi segura de que entonces dijo entre dientes «mujeres zumbadas» antes de cogerme del brazo.
—¿Dónde están entonces esos brazos fofos tuyos?
Mientras me ruborizaba hasta adquirir el color de las frambuesas, junté la grasa en torno a mis tríceps.
Fui recompensada con una mirada de incredulidad de Nate.
—Eso no es fofo. Es piel. Mira, no tienes definición, pero tampoco es fofo. Regla número uno…
Asentí con la cabeza para que continuara, abriendo los ojos, ansiosa por aprender.
—… no uses la palabra «fofo» con un tío que te quieras tirar. Vamos a ver, si es un tío como yo, puede pasar de la timidez y decidir pensar que es algo tierno, pero hay montones de tíos que no creen que la timidez sea agradable. Quieren una mujer confiada en la cama. No sé si este tío de la biblioteca es uno de esos tipos, así que vayamos a lo seguro. No hables más de «fofo».
Por alguna razón eso me dio ganas de sonreír, pero también quería que Nate supiera que me lo estaba tomando en serio, así que apreté los labios y asentí.
—Vale —dijo—. Seguimos.
Parpadeé otra vez, confundida.
—¿Seguimos?
—¿El supuesto culo gordo?
El toque de la mano de Nate en mi trasero me hizo saltar unos tres metros, pero no me soltó, solo aflojó la mano y me dio un suave apretón.
Guau, vale, pues.
Me hormigueaba la piel y había una plenitud sospechosa en mis pechos y en mi bajo vientre que traté de ignorar.
—No es gordo. —Nate se acercó a mi oreja, hablando en una voz baja que no hizo nada por reducir la respuesta de mi cuerpo—. Es curvilíneo. Y te contaré un secretito. Todavía hay hombres a los que les gusta una mujer que sea suave bajo sus manos, que tenga curvas, caderas, tetas y culo. —Me dio una palmadita suave en el trasero—. Es un buen culo, nena. No quiero oír que te refieres a él de ninguna otra manera.
El asombro me dejó clavada al suelo. No era solo por los comentarios que estaba haciendo; era el cosquilleo que me recorrió cuando me acarició el trasero y movió su mano hacia arriba, deslizándola bajo mi camiseta, y en torno a mi cintura para acariciarme el estómago. Respiré profundamente.
No había forma de pasar por alto el hecho de que me estaba calentando. De verdad necesitaba que no supiera que estaba cada vez más excitada.
Nate me salvó de manera involuntaria. Su mano se hundió más abajo y me arrancó de la pequeña niebla sensual en la que me había puesto cuando me di cuenta de adónde se dirigía.
¡A mi tripa!
Aferré su mano para detenerlo, pero cuando nuestros ojos se encontraron en el espejo su expresión era de advertencia. Hizo una pequeña negación de cabeza.
—Suelta, nena.
Yo también negué con la cabeza.
—Liv.
—Nate…
Su expresión se suavizó de repente ante el pánico en mi voz.
—Confía en mí.
Temblando, le solté la mano y volví a respirar profundamente cuando se me acercó todavía más, con el calor de su frente rozándome la espalda. Y de repente estaba conteniendo la respiración por una razón del todo diferente cuando las puntas ásperas de su dedos resbalaron con lentitud por mi estómago.
Nunca he estado más agradecida de un sujetador de camiseta que en ese momento. El roce de Nate me estaba excitando tanto que mis pezones se habían convertido en dos puntos duros.
Oh, joder.
Nate no necesitaba saber que sus lecciones estaban causando en mí esa clase de reacción. Por primera vez desde que nos conocimos, deseé que mi amigo no fuera tan condenadamente sexi.
Nate deslizó su mano extendida sobre mi vientre, atrás y adelante, reconociendo mi forma, hasta que mis mejillas podrían haber guiado a casa a un marinero perdido, así de rojas estaban.
—¿Es esto la barriguita casi inexistente?
Asentí, incapaz de hablar, convencida de que si lo hacía sonaría con el tono sensual de Greta Garbo. Eso delataría de forma definitiva mi estado hormonalmente cargado.
La mano de Nate se deslizó sobre mi estómago hasta la cadera, donde se quedó. Me dio un apretón tranquilizador.
—Buen tacto. Suave. Sexi —murmuró otra vez en mi oído, y yo traté sin éxito de no temblar como respuesta—. Tu piel es como seda.
En mi cabeza estaba jadeando y en la realidad estaba tan cerca de jadear que cuando se retiró de repente fue casi como si me lanzara un cubo de agua fría encima.
«Gracias. Necesitaba eso». Me agité y le di a mi mejilla una bofetada interior. «Espabila».
—Bueno —empezó Nate, con voz por completo controlada y de nuevo normal—, soy un hombre y como sabes no digo nada que no piense. Así que esto es lo que veo.
«Oh, Dios».
—Un pelo precioso, ojos asombrosos, piel fabulosa, una sonrisa que tumba, tetas fantásticas, culo bonito y piernas largas y sexis. Follable. Muy, muy follable.
Mis labios se curvaron de risa, y tenía que reconocer que me arrolló una ráfaga de placer real al escuchar su análisis.
—Conciso.
Nate se encogió de hombros al asimilar mi expresión de ojos brillantes.
—Solo trato de dejar claro que no hay muchos hombres que no querrían follarte. Y esto te lo dice un hombre al que muchas mujeres encuentran atractivo. —Esbozó una sonrisa rápida y arrogante.
Puse los ojos en blanco. Nate sabía perfectamente bien lo atractivo que era. Supuse que cuando pareces una estrella de cine es casi imposible no saber lo bueno que estás.
—Por supuesto, eres atractivo.
—¿En serio? —Cruzó los brazos sobre su pecho y se apoyó contra los pies de la cama mientras sus cejas se hundían en una expresión de consternación—. Pensaba que se te trababa la lengua con hombres a los que encontrabas atractivos.
«¿Su vanidad está herida?»
Por dentro me estaba carcajeando con regocijo ante esa idea. Por fuera fui mucho más amable.
—Eres un cabrón engreído, sabes que todas las mujeres heteros del planeta te encuentran atractivo.
Me recompensó con otra sonrisa arrogante, con sus hoyuelos saltando de esa forma sexi tan deliciosa que podía distraerte del todo.
—¿Así que no siempre se te traba la lengua?
—Tú eres diferente. Tú y yo somos amigos, así que trato de no pensar en ti de ese modo.
—Lo mismo digo, nena.
«Hum. Bien». Me desplomé de golpe desde la altura en la que estaba. No supe qué decir a eso.
Nate dio la impresión de que tenía ganas de reír.
—Eso no significa que yo no lo haga.
—Que no hagas, ¿qué? —Fruncí el ceño.
Sus ojos vagaron despacio por mi cuerpo de un modo que me hizo cerrar las piernas en negación.
—Pensar en ti de ese modo.
Mi corazón golpeó contra mi pecho.
—¿En serio?
Resopló.
—Si no ha cambiado algo desde la última vez que lo comprobé, soy un hombre y tú eres una mujer atractiva. Solo porque no follemos no significa que no haya pensado en ello. Así es como funcionamos los hombres.
Escondí sin éxito una sonrisa y asentí de manera despreocupada.
—Lo mismo digo. Pero —me apresuré a explicar—, como eres mi amigo… No lo sé. Simplemente estoy a gusto contigo. No hay presión sexual, así que puedo ser yo misma.
Nate procesó mi comentario y enderezó su posición contra los pies de la cama.
—Trabajo los próximos días, pero el jueves por la noche volveré y continuaremos.
Asentí con la cabeza para mostrar mi conformidad.
—Espero que te sientas más segura. —Me lanzó otra sonrisa de gallito.
Suspirando, miré el espejo.
—Es bonito saber que hay chicos que podrían pensar cómo tú piensas, Nate. Pero no todos los tipos son como tú. Te he visto. —Le sonreí con tristeza—. Las mujeres te parecen atractivas en general. Eso no es malo. Es una gran cosa. Ojalá todos los hombres fueran tan fáciles de complacer.
Nate negó con la cabeza, con aspecto un poco impaciente.
—No me atraen todas las mujeres. Créeme. —Se acercó más, tan cerca que tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos, a unas pupilas que ardían de una forma que hizo que se me formara un nudo en la garganta—. Si fueras solo una mujer en un bar, te elegiría entre todas las demás, te llevaría a casa y te follaría tan duro que no podrías caminar derecha por la mañana.
Tragué saliva.
De hecho, pienso que podría haber tenido un pequeño miniorgasmo.
—¿Olivia?
—Entendido —conseguí susurrar—. Crees que soy atractiva.
Sus labios se curvaron otra vez, con sus ojos oscuros brillantes y divertidos.
—¿Y tú?
Con los ojos muy abiertos, asentí con rapidez.
—Oh, sin duda voy poco a poco en esa dirección.
La cara de Nate estalló en una enorme sonrisa y me dio una palmada juguetona en el culo antes de dirigirse a la puerta.
—Bien. Te veo el jueves, nena.