4

Estaba frustrada.

Habían pasado varios días y todavía no me había recuperado por completo de la vergüenza. El objeto de mi enamoramiento había hecho acto de presencia en la biblioteca, y en cuanto vi su cabeza rubia oscilando en la sala de recepción principal, me escabullí a la oficina de Administración y convencí a mi colega Rachel de que, sí, de hecho prefería actualizar el sitio web en HTML y responder a quejas recibidas por correo electrónico en lugar de quedarme en el divertido mostrador de Información.

Basta con decir que no estaba del mejor humor cuando terminé de trabajar ese día, pero al doblar la esquina de Jamaica Lane y ver una figura familiar apoyada en la puerta de mi edificio, mi paso se aligeró junto con mi estado de ánimo.

Nate sonrió y sus hoyuelos aparecieron cuando levantó una bolsa de plástico blanca.

—Comida china y una peli de invasión alienígena con un actor guaperas que probablemente me dará ganas de clavarme un boli en el ojo.

Le sonreí con perplejidad y el olor de la comida para llevar empezó a causar que los pequeños gruñones glotones de mi estómago se despertaran.

—¿No tenías una cita hoy? —pregunté al introducir la llave en la cerradura y empezar a subir por la escalera oscura, fría y húmeda.

—Me ha llamado por teléfono esta tarde para preguntarme si me parecía bien que fuéramos a la fiesta de compromiso de su hermana en lugar de a cenar. En apariencia, la fiesta era «improvisada». —Su expresión impertérrita me dejó claro que no se lo había creído ni por un segundo. Y también las comillas que dibujó en el aire.

—¿Un acontecimiento familiar en la primera cita? —exclamé con horror fingido—. ¿Cómo se atreve?

—Eres graciosa.

—Lo sé. —Le lancé una sonrisa rápida y abrí la puerta de mi pequeño piso de un dormitorio. Aunque era pequeño, me encantaba.

La cocina y la sala formaban un solo ambiente. La cocina tenía forma de L y ocupaba la mayor parte del espacio, aunque dejaba sitio para un sofá, un sillón y un televisor. Por fortuna, el dormitorio era de buen tamaño y pude meter allí un par de estanterías, pero la mayoría de mis libros estaban esparcidos por el apartamento. Además, no tenía cuarto de baño, sino un lavabo con ducha.

Me servía.

Era acogedor.

Me quité el abrigo y observé a Nate entrar en la cocina y empezar a sacar platos y preparar la cena.

—Tienes pato a la naranja, nena. ¿Te gusta?

Me llamaba «nena» con esa voz estentórea todo el tiempo. Yo trataba de no estremecerme cada vez. Sin éxito. Ningún éxito.

—Es mi favorito —le grité mientras me dirigía al dormitorio para dejar el abrigo y quitarme los zapatos—. Hay cerveza en la nevera si quieres una.

—Vale. ¿Tú quieres otra o te sirvo una copa de vino?

—Vino, por favor.

—He comprado también helado de chocolate para después. Lo pondré en el congelador.

En serio, podría casarme con ese hombre. Salí otra vez del dormitorio y le sonreí con agradecimiento.

—Te voy a ascender a mejor amigo.

Él torció el gesto al servirme una copa de rosado.

—Pensaba que ya me habías concedido el ascenso hacía siglos.

—Solo estabas ascendido a mejor amigo con el mismo estatus de amistad que Ellie y Joss. Acabas de subir al nivel de Jo.

—¿Que es más alto?

—Sí.

Nate pareció sopesarlo.

—¿Hay algún beneficio extra con este ascenso?

Respondí con seriedad.

—Sí. Puedes traerme comida china y helado de chocolate siempre que quieras. —Me miró inexpresivo—. No te preocupes. Te las arreglarás. Ya lo estás haciendo muy bien. —Le froté el hombro de forma cariñosa mientras rodeaba la encimera de la cocina—. ¿Quieres un café antes?

—Yo lo prepararé.

—No, no, siéntate y pon la peli. Yo te lo llevaré.

Nate preparó mi plato en la mesita de café y fue a poner la película. Acababa de relajarse en el sofá con el plato en la mano cuando salí yo de la cocina con su café.

—¿Preferirías morir después de que los alienígenas experimentaran contigo o que te comieran los caníbales? —preguntó Nate con naturalidad, llevándose a la boca un tenedor con ternera y arroz y sin apartar ni un momento la mirada del televisor.

Yo sopesé la pregunta al dejar su taza en la mesa y luego me hice un ovillo en el rincón del sofá con mi propio plato.

—¿Me pondrían anestesia?

—¿Importa?

—Bueno, sí. Si me anestesian da igual lo que elija, porque no me enteraré de lo que me está pasando.

Nate negó con la cabeza.

—No es cierto. Sí que importa. Si los alienígenas experimentan contigo podrían descubrir en su investigación algo que quizá les serviría para destruir a toda la raza humana. O para infiltrarse entre nosotros como en La invasión de los ladrones de cuerpos. Los caníbales, en cambio…, bueno, supongo que lo único que querrían sería… comerte.

Su lógica me pareció impecable. Le hice un gesto de conformidad con el tenedor.

—Bien pensado.

—¿Entonces? ¿Alienígenas o caníbales?

—Alienígenas.

—Yo también. Que le den a la raza humana, los caníbales son unos cabrones siniestros.

Me eché a reír y casi me atraganté con el arroz cuando, divertida, respiré con brusquedad.

Nate se rio de mí, con los ojos oscuros brillantes de afecto.

—Tienes una gran risa, ¿lo sabías?

Tenía una carcajada muy poco femenina, pero si él pensaba que era una gran risa, no iba a discutírselo. Me encogí de hombros con cierta timidez, como siempre hacía cuando me lanzaba un cumplido al azar, y luego hice un gesto hacia su bolsa para cambiar de tema.

—¿No vas a sacar tu boli y tu libreta?

Nate señaló su teléfono en la mesita de café y respondió:

—Grabación de voz.

¿Estaba grabando nuestra conversación?

—Pues será mejor que saque a relucir todo mi ingenio.

—Con los comentarios habituales bastará.

Sin hacer caso de la ligera insinuación de que no era ingeniosa, saqué otro trozo de pollo y gemí al comérmelo.

—Dios, qué bueno.

—¿Sí?

—¡Qué bueno!

—¿Te gusta, nena?

—Oh, sí.

—¿Tan bueno es?

—Creo que es mejor que nunca.

—¿Tan bueno?

—Dios mío, sí. —El pollo estaba muy tierno y la salsa de naranja era el equilibrio perfecto de dulzura y acidez—. Hum.

—Muy bien. Tómalo, nena.

Cerré los ojos para saborear la cena, pero al abrirlos me encontré a Nate temblando de risa en silencio. Mis ojos pasaron a su teléfono y mentalmente reproduje de nuevo la conversación que acabábamos de tener y me pregunté cómo sonaría en la grabación.

Haciendo una mueca, sostuve el plato con una mano y le lancé un cojín del sofá.

—Muy gracioso.

Nate se rio, ruidosamente esta vez, desviando el cojín al tiempo que mantenía su plato lejos del alcance de mi proyectil.

—Me lo has puesto muy fácil.

—Eres un cabrón. —Le empujé en la cadera con el pie—. Será mejor que lo borres.

Nate volvió a mirar la pantalla, todavía sonriendo.

—Ni hablar. Esta es para guardarla.

* * *

Resultó que Nate tenía razón. El actor guaperas te daba ganas de clavarte un boli en el ojo.

—Es penoso —opiné cuando él sacó el DVD del reproductor—. Pero supongo que no todas las pelis pueden ser El mago de Oz. —Mi peli favorita—. O El padrino. —La favorita de Nate.

Su labio se curvó hacia arriba en las comisuras.

—¿Es tu opinión experta? Recuerda que te estoy grabando.

—Es mi opinión experta. —Bostecé e incliné otra vez la cabeza contra el sofá—. Se me han ocurrido unas cuantas frases escogidas a lo largo de esa peli. Te doy mi permiso para robarlas.

—Bueno, cuando comente las capacidades de actuación del chico que hace de hermano agonizante del héroe sin duda usaré: «Se supone que morir ha de ser triste. Me entristece tanto como un universitario virgen en un burdel japonés con una prostituta y un fajo de billetes».

Nate casi se había atragantado con una galleta de gambas cuando lo había dicho. Arrugué la nariz mientras él me citaba.

—Tengo que trabajar en la corrección. «Virgen con una prostituta» debería bastar.

—Y, sin embargo, es mucho menos gracioso. La paja es lo que te hace graciosa.

—No meto paja.

—Metes paja, nena.

Decidí dejarlo estar y le sonreí de forma cansada.

—¿De verdad vas a escribir eso en tu crítica?

—¿Qué? ¿Que metes paja?

Recompensé su deliberado cerrilismo con un gesto inexpresivo y él negó con la cabeza: sus maravillosos rizos suaves y oscuros se desplazaron con el movimiento. Llevaba el pelo más largo de lo habitual, pero le quedaba bien. Muy bien. Genial, de hecho.

—Muchos adolescentes leen la revista.

Mientras se ponía la chaqueta, yo me levanté del sofá y le pasé su móvil.

—¿Tienes todo lo que necesitas?

—Lo suficiente para aniquilarla con palabras. —Se inclinó hacia mí y, cuando me besó en la mejilla, sentí el reconfortante aroma cálido y especiado de su colonia—. Buenas noches, Liv.

Sonreí y me eché atrás para dejarle pasar, luego lo seguí a la puerta.

—Gracias por la cena y el helado.

Nate me devolvió la sonrisa.

—Gracias por las citas.

La puerta ya estaba casi cerrada tras él cuando de repente agarré el pomo.

—Nate.

Él se volvió en el segundo peldaño de la escalera y levantó hacia mí dos cejas inquisitivas.

Mirando su cabello, me encogí de hombros y me apoyé en la puerta.

—No te cortes el pelo, ¿vale?

Su sonrisa era lenta, fresca e increíblemente bonita, y yo fingí no sentirla en absoluto en mis partes femeninas, descuidadas desde hacía mucho tiempo.

—Te gusta, ¿eh?

Retrocedí riendo, preparándome para cerrar la puerta.

—Solo ayudo a un amigo. Sé que te gusta estar guapo para las damas.

Ya casi había cerrado la puerta cuando dijo:

—Liv.

Volví a mirarlo.

Sus ojos brillaban de malicia.

—Sigue dejando tu ropa interior roja húmeda por el piso cuando haya un hombre. Nos gusta eso. Solo ayudo a una amiga, ya sabes.

¿Qué?

Se me salieron los ojos de las órbitas con horror al volverme a mirar mi apartamento. El rojo captó mi atención y me quise morir de vergüenza. Mi sujetador y mis bragas de encaje estaban puestas a secar sobre el radiador.

¿Cómo no me había fijado en eso?

—Mátame, mátame ahora —gemí, con mis mejillas ardiendo de vergüenza mientras me estremecía ante el sonido de la risa de Nate haciendo eco por la escalera.

Después de cerrar la puerta de la casa empecé a limpiar, echando de vez en cuando miradas letales a la ropa interior que se estaba secando, como si de alguna manera fuera culpa suya que estuviera sufriendo por el hecho de que a partir de ese momento Nate ya supiera que me gustaba la lencería sexi.

Al final, puse los ojos en blanco y me dije a mí misma que tenía que comprarme un poco de sentido del humor.

Cuando me desnudé en mi habitación, al sacar el pijama gris de la cómoda, capté un atisbo de mí misma en el espejo. Llevaba mi conjunto de lencería favorito, de satén color esmeralda. Había muchos más en el fondo de mi cómoda y en una caja de mimbre en mi armario. Me gustaba la ropa interior bonita, pero no me gustaba mirarme vestida con ella. Solo me gustaba la sensación.

Paralizada, asimilé mi expresión boquiabierta mientras me permitía una larga mirada en el espejo. Lo que vi me hizo bajar los hombros. Lo que vi acabó con el buen humor con el que me había dejado Nate, y me recordó por qué nunca terminaría con un chico como Benjamin Livingston.

No es que fuera fea, eso lo sabía. Era solo que cuando me miraba al espejo no veía nada particularmente especial. Veía una cara anodina, con la excepción de los pómulos altos que mamá me había dado y los inusuales ojos dorados de papá. Veía brazos flácidos. Odiaba esos brazos flácidos míos. Con un metro setenta, no era baja, pero no era lo bastante alta para que mi altura sobrellevara unas caderas cada vez más anchas, un trasero tirando a enorme y un vientre un poco redondeado. Por fortuna, no tenía una cintura ancha, pero no podía decirle eso al pequeño bulto en mi bajo abdomen que se resistía a ser plano.

Después de perder a mi madre por un cáncer, sabía y creía que tener un cuerpo sano era mucho más importante que tenerlo delgado y acorde con la moda. Lo sabía.

Lo sabía.

Sin embargo, seguía sin sentirme sexi o atractiva. Era más que frustrante —era doloroso— saber lo que estaba bien, pero sentir lo que estaba mal.

Me entristeció que yo, una mujer lista, simpática, chiflada, leal y buena, pudiera sentirme de forma tan negativa conmigo misma bajo todas las sonrisas y el humor, y noté el escozor de las lágrimas en mis ojos. La forma de sentirme por culpa de mi apariencia física era algo malo. Francamente malo.

Apreté los puños en mis costados cuando miré mi figura vulgar.

Comenzaría a hacer pilates por la mañana.

* * *

El olor de la comida en la sala estaba causando una sobreproducción de saliva debajo de mi lengua. Después de tres días de reducir los alimentos perjudiciales para mí y de soportar con dolor un DVD instructivo de pilates, estaba más que lista para engullir un sabroso asado de domingo en casa de Elodie Nichols.

—Juro por Dios que voy a arrancarme un dedo de un mordisco —murmuré examinándome la mano.

—¿Perdón? —preguntó Ellie con aire ausente mientras miraba fotografías de arreglos florales que Braden y Joss habían elegido para su boda.

Los arreglos los habían escogido meses antes, como todo lo demás. Después de un desastroso inicio con Ellie como planificadora de la boda (no porque no pudiera hacerlo, sino porque ella y Joss tenían gustos muy diferentes), Braden se había encargado de organizar el enlace y Joss había ayudado con la toma de decisiones.

—¿Por qué estás mirando esas fotos? ¿Otra vez?

—Yo habría preferido rosas.

—Bueno, yo he elegido lilas —intervino Joss desde el otro lado de la sala, sentada en el brazo del sillón donde Braden se estaba relajando.

Él estaba hablando de algo con Adam. Clark estaba en el otro sillón, junto al televisor, consiguiendo de alguna manera corregir exámenes entre toda nuestra charla. Su hijo, Declan, un fanático de la informática de doce años y medio, estaba acurrucado en el suelo con Cole, jugando a la Nintendo DS, mientras Mick y Cam se sentaban en el extremo opuesto del sofá que ocupábamos Ellie y yo. Jo había desaparecido en el piso de arriba con Hannah, la hermanastra de dieciséis años de Ellie. Tenían una gran relación y tendían a desaparecer en el cuarto de Hannah para charlar antes de comer.

Ellie sonrió a Joss.

—Aun así, son muy bonitas. Yo solo llevaré rosas en mi boda.

—¿Te gustan las rosas, Adam? —preguntó Joss con una sonrisa de malicia dirigida a Ellie.

Adam pestañeó cuando lo sacó de su discusión con Braden.

—¿Perdón?

—¿Rosas? Para tu boda. Ellie las quiere.

—Ellie puede tener lo que más le guste.

—¿Tú no tienes nada que decir? —preguntó Joss con aire un poco desconcertado.

Adam torció el gesto.

—No. Mi único cometido es aparecer y decir: «Sí, quiero».

Joss puso mala cara a Braden, que parecía estar esforzándose para no reírse.

—¿Cómo es que a Adam le ha tocado el papel que quería yo en nuestra boda?

La boca de Braden se tensó.

—Tú podrías haber tenido ese papel. Te ofrecí hacerlo todo yo.

—Pero… —Joss apartó la mirada de él para centrarla en Ellie y Adam—. Desde luego hubo manipulación emocional. Ellie no le está haciendo eso a Adam.

Braden se echó a reír.

—¿Qué manipulación emocional? Creo que dije algo del estilo de «Bueno, entonces yo planificaré la boda». Nada más. Fuiste tú la que te pusiste toda sensiblera y agradecida y decidiste ayudar.

Las cejas de Joss se levantaron hasta la línea del nacimiento del pelo.

—¿Sensiblera?

—Ajá —murmuró Ellie entre dientes.

Yo sonreí y, sin piedad, añadí más leña al fuego.

—Joss, puedes ser un poco sensiblera. Te esfuerzas mucho por ocultarlo, pero a veces se te escapa.

—Ajá —murmuró Ellie—. Olivia la boba.

Yo me encogí de hombros, sonriendo, mientras esperaba la reacción de Joss, porque casi siempre estaba garantizado que sería divertida.

En cambio, ella me miró, en apariencia incapaz de que se le ocurriera una respuesta. Por fin se derrumbó otra vez en el brazo con el que Braden había envuelto su cintura.

—Yo no me pongo sensiblera —murmuró—. Me pongo tierna. Es diferente.

—¿Tierna? —Adam levantó una ceja con incredulidad.

Entonces Joss pareció decididamente ofendida.

—Puedo ser tierna. Braden, cuéntaselo.

Su prometido sonrió y mi pecho volvió a dar ese brinco doloroso cuando Braden se inclinó para plantar un beso amoroso en el hombro de Joss. Dios, deseaba lo que ellos tenían.

Joss se volvió para observarlo por encima del hombro.

—¿Eso era un sí?

Braden rio con suavidad y miró a Adam de forma significativa.

—Jocelyn tiene su propia marca de ternura.

La forma en que lo dijo estaba cargada de insinuación, y Joss puso los ojos en blanco y se apartó de él.

—Ahora estás siendo simplemente irritante. —Nos lanzó una mirada de indignación e insistió—. Puedo ser tierna.

—Te creo —repliqué, tratando de no reír.

Adam devolvió con rapidez la conversación al tema que estaba discutiendo con Braden, mientras Joss simulaba no hacerles caso y sacaba su teléfono y consultaba su correo electrónico.

Di un empujoncito a Ellie.

—Eh, ¿de qué crees que están hablando Hannah y Jo arriba?

Ellie miró al techo y resopló.

—Hannah ha estado muy callada los últimos días, supongo que hay un chico de por medio. Con lo guapa que es y siendo absolutamente divertida… y aun así todavía no ha salido nunca con nadie. —Ellie parecía incrédula—. Eso no me cuadra. Creo que nos está ocultando un amor.

—Debes de estar que te mueres por saberlo.

—Pues claro. —Los ojos azul pálido de Ellie se ensancharon de curiosidad—. Pero lo más importante es que ella tiene alguien con quien hablar, aunque no sea yo.

Fruncí el ceño.

—¿Por qué no eres tú?

—Creo que piensa que me quedaría atrapada y que no podría darle un consejo de verdad. Hannah es más realista que yo. Creo que si se trata de algo con un chico, estará más cómoda discutiéndolo con Jo. Jo tiene una visión más práctica en estas cosas, mientras que yo podría pasarme de entusiasta. Quiero decir, es el primer amor de mi hermanita, ¡no es poca cosa!

—Te mueres por saber qué está pasando con ella.

—Eh, sí, me está matando.

—¡A la mesa! —gritó Elodie desde el comedor, y todos nos levantamos como si lleváramos días muertos de hambre.

Entramos todos en el comedor, percibiendo el aroma de buena comida. Solo tres meses antes, Elodie y Clark habían invertido en una mesa de comedor más grande, porque sus reuniones dominicales habían crecido velozmente en tamaño desde la llegada de Joss a sus vidas.

—¿El trabajo va bien? —me preguntó papá cuando nos sentamos uno al lado del otro.

—Ajá —respondí con aire ausente, mientras sostenía el bol caliente de puré de patatas como si fuera oro puro.

Papá resopló.

—Tienes saliva en el borde de la boca.

—No. —Me serví puré en el plato con alegría y le pasé el bol a él, luego busqué la salsa de inmediato.

—¿Qué pasa con esos ojos hambrientos de dibujos animados? ¿No has estado comiendo bien?

—Estoy haciendo una dieta estúpida —murmuré.

Sentí que mi padre se tensaba a mi lado.

—¿Para qué demonios?

—Para torturarme. Ahora soy masoquista.

—Liv, sabes que no me gustan esas modas. No hay nada malo en ti.

Oh, no. Mi confesión puede que me valiera uno de los famosos viajes de compra de comida de mi padre. Cuando estaba en la universidad, aparecía de vez en cuando en la residencia con bolsas de papel marrón llenas de comida, aunque yo no tenía sitio para guardarla.

—Tengo la nevera llena en casa, papá. Ni se te ocurra.

—Hum, ya veremos.

Cogí un tenedor lleno de puré mantecoso, cerré los ojos con dulce alivio y dije:

—Está tan bueno que no me importa. —Salvo que lo dije con la boca llena de patatas y lo que salió fue más bien: «Mu, muu, u mmu, mmm mmm».

—Mick, ¿Dee vendrá contigo a la boda? —preguntó Elodie desde el otro lado de la mesa—. La última vez que hablamos dijiste que no estaba segura.

Miré a mi padre, deseando conocer yo también la respuesta a esa pregunta. Tenía que admitir, aunque era una mujer crecida de veintiséis años, que seguía resultándome extraño ver a papá con alguien que no fuera mamá.

Cuatro meses antes, mi padre había empezado a salir con Dee, una artista atractiva de casi cuarenta años. Papá había reabierto su empresa de pintura y decoración en Edimburgo, M. Holloway’s, y había contratado a Jo. Ya se había labrado una gran reputación y había contratado hacía poco a dos tipos más para que se incorporaran a su equipo. Cuando estaban solos él y Jo, aceptaron un trabajo de una pareja joven y rica de Morningside que había comprado su primera casa. Era una buena casa en la que había que hacer muchas reformas. Allí conocieron a Dee, una amiga de la pareja a quien habían encargado pintar un mural de cuento de hadas en la habitación de los niños. Papá y Dee se cayeron bien. Era la primera mujer con la que salía en serio desde la muerte de mamá.

Yo era muy consciente de que debería estar agradecida a Dee. Desde su aparición, mi padre tenía menos tiempo para preocuparse por mí, aunque seguía haciéndolo. Y mucho. Cuando decidimos establecernos en Edimburgo, yo insistí en tener mi propio apartamento. Llevábamos mucho tiempo viviendo juntos, y realmente necesitaba mi espacio: quería a papá con locura, pero a veces su preocupación me hacía sentir como si de verdad pasara algo malo conmigo. La adición de Dee fue al mismo tiempo desconcertante y un alivio. Suponía que debería conocerla un poco mejor, porque lo único que sabía de ella por el momento era que no era en absoluto como mamá. Mi madre era una belleza de piel oscura con pómulos marcados que apuntaban a una herencia de nativos americanos en su sangre. Su fantástica estructura ósea y su cabello oscuro eran los únicos atributos interesantes que me legó. En cierto modo, un Dios despiadado no se había dignado a conferirme la belleza de mi madre. Fue su belleza lo que captó la atención de mi padre, y luego fue su sentido del humor seco y en ocasiones retorcido —que sí que heredé— y después la calma que la rodeaba. Mamá podía aliviar el peor ambiente solo con su presencia. Era esa clase de persona increíblemente pacífica y relajante, y esa paz emanaba de ella a todos los que la rodeaban. Era un don.

A pesar de sus fallos —sus elecciones desconsideradas en su juventud—, mamá era amable de manera inquebrantable, compasiva y paciente, lo cual era la razón por la que podría haber sido una gran enfermera. Había manejado su enfermedad con una gracia que siempre me ponía un nudo en la garganta cuando me permitía recordarlo. Era una persona muy reservada, no segura en exceso, pero tampoco insegura o tímida. Solo tranquila. Tranquila de una manera innata. No puedes enseñar esa clase de tranquilidad. Debería saberlo porque estoy convencida de que trató de enseñármela y claramente no lo logró. No tenía ninguna intención de tratar de intimidar mi interior chiflado por una oportunidad de ser tranquila. No, gracias. Yo y mi interior chiflado éramos fieles el uno al otro. Lo habíamos sido desde que yo tenía ocho años y mi madre me dijo que estaba bien ser quien eligiera ser.

—Mamá, Arnie Welsh no deja de llamarme chiflada. Dice que es algo malo. ¿Ser una chiflada es algo malo?

—Por supuesto que no, Caramelito. Y no hagas caso de las etiquetas. No importan.

—¿Qué son etiquetas?

—Es una pegatina imaginaria que la gente te engancha con la palabra que creen que te describe. No importa quién piensen que eres. Importa quién eres.

—Creo que podría ser una chiflada.

Ella rio.

—Entonces sé una chiflada. Sé lo que te haga feliz, Caramelito, y yo también seré feliz.

Dios, la echaba de menos.

—Se suponía que Dee tenía que visitar familia en el sur, pero lo ha cancelado, así que puede venir a la boda. —La respuesta de papá a la pregunta de Elodie me devolvió con firmeza al presente.

—Oh, qué amable. —Elodie sonrió—. Realmente necesito tenerla para que ayude con las bebidas. Y creo que podría tener otro encargo para ella. Una mujer del trabajo quiere un mural pintado en su jardín de invierno. Lo está convirtiendo en la habitación de juegos de sus nietos.

—Se lo diré.

—¿Vas a venir con alguien, Liv? —preguntó Clark con naturalidad, sinceramente, solo por charlar.

Sin embargo, por alguna razón, la pregunta me escoció. Estaba en un momento extraño de mi soltería largo tiempo sufrida. Aun así, no era culpa de Clark. Sonreí con afecto y negué con la cabeza.

—Nate y yo hemos decidido renunciar al agobio de citas e ir juntos.

Vi que Jo le sonreía a su trozo de pollo.

—No —la advertí entre dientes.

Ella me miró toda inocente y con expresión dulce.

—No he dicho nada.

—Tu sonrisa lo decía por ti.

—Solo creo que es bonito lo bien que estáis tú y Nate.

Suspiré hondo, miré a Cam en busca de ayuda y esperé que no estuviera de humor para provocarme él también.

—Cam, por favor díselo.

Cam deslizó una sonrisa de reproche a su prometida.

—Cielo, son solo amigos. Déjalo estar. No va a pasar. Ni en un millón de años. Nunca. Jamás.

Uf. Eso era rotundo.

—Nate está cañón —dijo Hannah de repente, y cuando la miré descubrí que la guapa hermana pequeña de Ellie me miraba con el ceño fruncido—. ¿Por qué no sales con él? Quiero decir que está muy, muy bueno. Yo saldría.

—Por favor, dime que la niña no acaba de decir eso —rogó Adam a la mesa cada vez más pálido.

—La niña tiene un nombre. —Hannah alzó una ceja imperiosa hacia él.

Joss parecía estar tratando de no atragantarse con la comida.

—Oh, sí que lo ha dicho.

—Me sangran los oídos. —Braden miró a Joss en demanda de ayuda—. Me da la sensación de que me sangran. ¿Están sangrando?

Hannah puso los ojos en blanco.

—Tengo dieciséis años, casi diecisiete, tengo tetas, un montón de hormonas y los tíos me parecen atractivos. Afrontadlo.

—Bueno, he perdido el apetito. —Clark apartó el plato, con aspecto tan abatido que sentí pena por él.

Al ver su expresión, y probablemente comprendiéndolo mejor que ningún otro en la mesa, mi padre señaló a Hannah con un dedo de amonestación.

—Eso ha sido cruel, Hannah Nichols.

En lugar de acobardarse ante papá, Hannah hizo que su rostro estallara en una sonrisa preciosa, descarada, sin remordimientos, que provocó que una risa lenta se derramara de labios de mi padre.

—Bueno —dijo Elodie con un suspiro—, como Hannah ha logrado acabar con el apetito de los parientes varones, eso significa que hay más postre para nosotras las chicas. Tenemos budín de toffee y helado.

—Oh… bueno…, sabes, me siento mucho mejor de repente. —Adam hizo un gesto hacia Braden, cuyas mejillas se habían calentado con la mención del postre—. Podría tomar un poco de budín.

Braden asintió con solemnidad.

—Qué raro, yo también.

Yo había decidido acumular una buena cantidad de alimento antes de regresar a mi nevera cargada de comida de régimen en el piso, así que no estaba segura de querer compartir el budín con los chicos. No, no estaba para nada segura de eso. Miré a Hannah y pregunté con maldad.

—¿Qué era eso de las tetas y las hormonas?