RELATO DE WINFIELD PHILLIPS
Stephen Bates llegó a la oficina del doctor Séneca Lapham, en la Universidad de Miskatonic, poco después del mediodía del 7 de abril de 1924, enviado por el doctor Armitage Harper. Era un hombre de unos cuarenta y siete años, bien conservado y que apenas comenzaba a encanecer. A pesar de que se advertía que luchaba por mantenerse sereno, parecía profundamente turbado y agitado, y le catalogué entre los neuróticos e histéricos en potencia. Llevaba un abultado manuscrito, que estaba compuesto de un legajo escrito por su propia mano, en el que describía ciertas incidencias que le habían ocurrido a él, y un montón de documentos narrativos y cartas copiadas por él. Como el doctor Harper había telefoneado anunciando su venida, se le condujo directamente ante el doctor Lapham, que pareció muy interesado en él, lo que me hizo presumir que su manuscrito debía de referirse a ciertos aspectos de investigaciones antropológicas, tan caras a mi superior.
En cuanto llegó, fue invitado a referir su historia inmediatamente, sin preámbulos, cosa que hizo sin vacilar. Su relato resultó un poco incoherente para mí, y, según pude comprobar, tenía algo que ver con la supervivencia de cultos antiquísimos. Sin embargo, por la expresión del doctor Lapham, cuyo rostro se tomó grave y pensativo, sus ojos bajo su ceño fruncido, y sobre todo por la atención con que escuchaba, al punto de olvidarse por completo de la hora del almuerzo, advertí que él, por lo menos, daba gran importancia al relato de Bates, que, ahora que había comenzado a hablar, continuaba ininterrumpidamente y sólo se detuvo cuando recordó su manuscrito, el cual colocó delante del doctor Lapham, instándole a que lo leyera en seguida.
Con gran sorpresa mía, mi superior accedió inmediatamente, y en cuanto terminaba de leer una página me la pasaba. Seguíamos leyendo sin comentario alguno, y a medida que avanzaba yo en la lectura, mi asombro aumentaba y me sentía profundamente turbado, contribuyendo a esa turbación el temblor que advertí en las manos del doctor Lapham. Terminando antes que yo la lectura que le había llevado algo más de una hora, mi superior fijó su vista intensamente en nuestro visitante y le rogó que completara su relato.
Pero Bates le contestó que no tenía más que decir. Que todo lo había dicho. Era evidente, puesto que ahí estaban las copias, que había logrado copiar los documentos referentes al asunto, o por lo menos aquellos que había creído más interesantes.
—¿Y usted no fue molestado?
—En absoluto. Mi primo regresó cuando yo ya había terminado. Vi al indio. Estaba ataviado como, según nos han enseñado, vestían los Narragansetts. Mi primo me dijo que necesitaba de mi ayuda.
—¿Ah, sí? ¿Y qué fue lo que le pidió?
—Pues parece que ni él, ni el indio, ni ambos juntos podían mover aquella piedra con extraños grabados que mi primo había quitado del techo de la torre. Nunca me había parecido tan pesada como para que no pudiera moverla un hombre solo, y así lo dije. Mi primo, entonces, me desafió a que la levantara, explicándome que deseaba transportarla a otro lado, y enterrarla lejos de la torre. No tuve dificultad alguna en hacer lo que me pedía, sin necesidad de que él me prestara la menor ayuda.
—¿Así que él no le ayudó a moverla?
—No, ni el indio tampoco.
El doctor Lapham dio a nuestro visitante un lápiz y un papel.
—¿Quiere usted hacer un diagrama de los alrededores de la torre e indicar aproximadamente el lugar donde usted enterró la piedra?
Un poco perplejo, Bates obedeció. El doctor Lapham tomó gravemente el diagrama y lo colocó cuidadosamente con las últimas hojas del manuscrito que yo acababa de entregarle. Se inclinó luego sobre el respaldo de su sillón, y cruzó sus manos por encima de su vientre.
—¿No le pareció a usted extraño que su primo no se ofreciera a ayudarle?
—En absoluto. Habíamos hecho una apuesta. Yo la gané. No podía esperar que él me ayudara a ganarla, ¿no le parece?
—¿Eso es lo único que le pidió a usted?
—Sí.
—¿Vio usted algún rastro de lo que su primo había estado haciendo?
—¡Oh, sí! Él y el indio parecían haber estado limpiando los alrededores de la torre. Noté que las huellas de garras y alas arrastradas que yo había visto en aquella otra oportunidad habían sido alisadas y borradas por completo. Pregunté por ellas, pero mi primo sólo dijo con despreocupación que, sin duda, yo habría soñado haberlas visto.
—¿Continuaba entonces su primo advirtiendo el interés que usted mostraba por el misterio de los Bosques Billington?
—Sí, por supuesto.
—¿Me permite conservar este manuscrito suyo por el momento, señor Bates?
Este vaciló, pero terminó por acceder, si es que podía servir en alguna forma al doctor Lapham. Este le aseguró que le serviría, y también que no lo mostraría a nadie, cosa que le rogó encarecidamente Bates.
—¿Hay alguna cosa que debo hacer, doctor Lapham? —inquirió entonces.
—Sí, una, y muy importante.
—Estoy ansioso por llegar al fondo de este asunto, y, por supuesto, deseo hacer todo lo que pueda.
—Entonces, regrese a su casa.
—¿A Boston?
—Inmediatamente.
—Sin embargo, me parece que no está bien dejar a mi primo a merced de lo que hay allá en el Bosque, sea lo que sea —protestó Bates—. Por otra parte, Ambrose entraría en sospechas.
—Usted se contradice, señor Bates. No importa que entre o no en sospechas. Creo, por lo que usted me ha contado, que su primo está en condiciones de defenderse contra cualquier cosa que le amenace.
Bates sonrió levemente, y buscando algo en un bolsillo interior de su traje, sacó una carta que puso ante los ojos del doctor Lapham.
—Léala y luego dígame sí le parece que es capaz de resolver satisfactoriamente solo su problema.
El doctor Lapham leyó despacio la carta, la dobló y volvió a meterla dentro de su sobre.
—Usted mismo ha dicho que ha experimentado bastantes cambios, desde que escribió esta carta rogándole que usted fuera a verle.
Muestro visitante convino en que era cierto. Pero seguía poco dispuesto a regresar inmediatamente a su casa, diciendo que le parecía mejor volver a casa de su primo, y partir después de unos días, a fin de que su retirada no se pareciese demasiado a una huida.
—Yo creo mucho más conveniente que usted vuelva a Boston ahora mismo, pero si usted insiste en permanecer allí, le sugiero que acorte lo más posible su permanencia… digamos, por ejemplo, que no pase de tres días. Cuando regrese a Boston, le ruego que de paso a la estación se detenga aquí.
Nuestro visitante asintió, y poniéndose de pie se dispuso a despedirse de nosotros.
—Un momento, señor Bates —dijo el doctor Lapham.
Mi superior atravesó la habitación y acercándose a su caja fuerte la abrió, tomó algo de ella y regresó a su escritorio. Colocó lo que había tomado del estante de la caja sobre su escritorio, delante de Bates.
—¿Ha visto usted alguna vez algo similar a esto, señor Bates?
Este lo observó detenidamente: era un pequeño bajorrelieve de aproximadamente veinte centímetros de alto, que representaba una especie de monstruo octópodo con una cabeza cefalópoda adornada con largos y sinuosos tentáculos, y que tenía en la parte posterior un par de alas enormes y espantosas garras en sus extremidades inferiores. Bates lo miró con fascinado horror, mientras el doctor Lapham aguardaba pacientemente.
—Se parece… aunque no exactamente, a esos monstruos que vi, o que creí ver desde la ventana del estudio la otra noche —dijo por fin Bates.
—¿Pero jamás vio usted un bajorrelieve de esta naturaleza? —insistió el doctor Lapham.
—No, nunca.
—¿Ni dibujo alguno?
Bates sacudió la cabeza.
—Se parece a las cosas que volaban junto a la torre… Que pudieron haber dejado esas marcas… Pero también se parece algo a esa cosa con quien mi primo estaba hablando.
—¡Ah!… ¿Así que usted interpreta la escena en esa forma? ¿Le parece que estaba hablando?
—En realidad nunca he pensado seriamente que estuviera hablando, pues parece absurdo, pero… ¿qué otra cosa podían estar haciendo?
—No cabe duda de que parece como si se hubiesen estado comunicando entre sí.
Bates seguía con la mirada fija en el bajorrelieve, que, si mal no recuerdo, era de origen Antártico.
—Es horrible —murmuré al fin.
—Sí, lo es, en verdad. Y lo más horrible es la idea de que pudo haber sido esculpido a partir de un modelo viviente.
Bates hizo una mueca y sacudió la cabeza.
—No puedo creerlo.
—No lo sabemos, señor Bates. A muchos de nosotros nos resulta fácil dar crédito a un chisme cualquiera, y sin embargo, negamos la evidencia cierta de nuestros propios sentidos, convenciéndonos de que hemos sufrido alucinaciones —se alzó de hombros, y cogió el bajorrelieve, mirándolo un instante en silencio, para colocarlo de nuevo sobre el escritorio—. ¿Quién sabe, señor Bates? El trabajo es primitivo, lo mismo que su concepción. Pero sin duda usted querrá regresar ahora, aunque sigo aconsejándole que parta para Boston.
Bates sacudió la cabeza tercamente, y estrechando la mano del doctor Lapham, se despidió.
El doctor Lapham se puso de pie y estiró un poco sus músculos. Aguardé que sugiriera nos fuéramos a almorzar; aunque ya era media tarde, pero se volvió a sentar una vez más, colocó ante sí el manuscrito de Bates, y comenzó a limpiar sus anteojos. Me miró sonriente.
—Mucho me temo que no tome usted muy en serio al señor Bates y a su relato, Phillips.
—A decir verdad, es una de las cosas más extrañas que he oído en mi vida, y no comprendo cómo, con esos disparates, quiera explicar esas desapariciones misteriosas.
—El relato no es más extraño que las circunstancias de las desapariciones y reapariciones. Créame que yo no estoy dispuesto a tratar el asunto con tanta ligereza como usted.
—¿Pero acaso da usted crédito a ese relato?
El doctor Lapham se reclinó sobre el respaldo de su sillón, con sus anteojos en la mano, y mirándome con toda calma me dijo:
—Usted es joven, muy joven.
Y luego comenzó a darme una verdadera conferencia. Yo le escuchaba con respeto y creciente asombro. Empezó diciendo que, sin duda, yo estaba bastante familiarizado con su trabajo como para percatarme de la gran parte de conocimientos verdaderos y leyendas que formaban las antiguas religiones, especialmente los remotísimos cultos que han sobrevivido en los tiempos pasados y que han llegado hasta nosotros, aunque sufriendo ciertos cambios, a veces fundamentales. En ciertas remotas regiones del Asia, por ejemplo, habían surgido cultos increíbles, rastros de los cuales habían sido encontrados en los lugares más curiosos. Me recordó que Kimmich, muchos años atrás, había sugerido que la civilización de Chimu provenía del fondo de China, aunque presumiblemente, en la época de su origen, China no existía. Habló de las extrañas esculturas y grabados de la isla de Pascua, y del Perú. La forma de las religiones, dijo, ha persistido a veces, y otras han cambiado, pero nunca lo suficiente como para no poder reconocerlas a través de las edades. En la civilización Aria se encuentran los ritos druídicos por una parte y los demoníacos o brujerías y nigromancia por otra, particularmente en ciertas zonas de Francia y de los países balcánicos. ¿No se me había ocurrido nunca que tales religiones o cultos poseían ciertas semejanzas?
Le contesté que, fundamentalmente, todas las religiones tenían similitudes.
Me dijo entonces que se refería a aspectos por encima de aquellas similitudes fundamentales que nadie discutía. Prosiguió luego diciendo que la idea de seres que pueden volver al mundo no era patrimonio de un grupo determinado, y que había ciertas manifestaciones alarmantes que servían para indicar que existían en ciertos lugares apartados del orbe adoradores de antiguos dioses, o seres-dioses, tenidos por tales debido a su aspecto tan distinto de la humanidad o de toda vida animal terrena que por ello mismo atraían a los adoradores. Y siempre eran de naturaleza maligna.
Tomó el bajorrelieve en sus manos.
—Usted sabe que esto ha venido del Antártico. ¿Qué le parece que puede representar?
—Estoy por decir que es un concepto tosco de algún escultor primitivo de lo que los indios llamaban «Wendigo».
—No está mal, no está mal, excepto que saben muy poco del Antártico como para que pueda sugerirnos una criatura paralela al «Wendigo» del Ártico. No; esto fue encontrado bajo un trozo de glaciar. Su antigüedad es muy grande… Estaría por decir que es anterior a la civilización Chimu. Es por lo tanto una pieza única, en este sentido, pero no en otros. Tal vez se sorprenda usted al saber que esculturas similares han aparecido en distintas edades. Encontramos rastros de algunas de ellas entre los Cro-Magnon, luego también aparecen en la Edad Media… También se encuentran en la Rusia de Pablo I, en las islas Hawai y las Indias Occidentales, las tenemos en Java y en el Massachusetts de los Puritanos. Puede usted pensar de eso lo que quiera. En este momento, me llama la atención por otra razón completamente distinta: porque es muy probable que fuera alguna representación de esta figura, posiblemente en miniatura, lo que esperaban que Ambrose llevaría cuando se detuvo en Dunwich para preguntar el camino a casa de la señora Bishop, y los dos individuos a quienes se dirigió le preguntaron si tenía el «signo».
—¿Y usted cree que ese bajorrelieve ha tenido por modelo un ser viviente? —pregunté.
—No lo puedo asegurar, por supuesto —repuso con exasperante gravedad—. Pero no niego la posibilidad, al contrario.
—En resumen, usted cree la historia que ese señor Bates acaba de contarnos, ¿verdad?
—Mucho me temo que sea cierta, dentro de ciertos límites, se entiende.
—¡Límites psiquiátricos! —repliqué.
—La fe viene con facilidad sin necesidad de pruebas, pero resulta difícil ante hechos que no debieran existir —sacudió la cabeza—. Supongo que usted habrá notado la aparición del nombre de uno de sus propios antepasados, el reverendo Ward Philips.
—En efecto.
—No quiero parecer inoportuno, pero ¿podría usted buscar entre la historia de su familia y darme un bosquejo biográfico del reverendo, y decirme lo que fue de él después de su diferencia de opinión con Alijah Billington?
—Temo mucho que no haya nada muy notable en su vida. No vivió mucho después, y mereció la reprobación de los suyos por tratar de reunir todos los ejemplares de su libro Prodigios taumatúrgicos para quemarlos.
—¿Y eso no le sugiere a usted nada, después de la lectura del manuscrito del señor Bates?
—Con seguridad es sólo una coincidencia.
—Pues yo creo que es algo más. El proceder de su antepasado se me figura como el de un hombre que ha visto al diablo y desea retractarse.
El doctor Lapham no era un hombre que procediera con ligereza, y durante el tiempo que estuve trabajando a sus órdenes había yo tropezado más de una vez con hechos y credos extraños. Que esas manifestaciones hubiesen ocurrido, la mayor parte, en lugares remotos y casi inaccesibles de la tierra, no excluía la posibilidad de que pudiera ocurrir algo similar en nuestras cercanías. Además, recordaba ocasiones anteriores en las cuales el doctor Lapham, en sus investigaciones, había parecido a punto de descubrir algunos cultos monstruosos en los que se insinuaba una paralización de las dimensiones y que sugerían algo extremadamente aterrador.
—¿Sugiere usted que Alijah Billington estaba en contacto con el diablo? —pregunté.
—Podría contestar a la vez con la afirmativa y la negativa. Dado lo que sabemos, era el intercesor del diablo, con toda seguridad. Alijah Billington era indudablemente un hombre más avanzado que los de su tiempo, más inteligente que la mayoría de sus contemporáneos y capaz de conocer los rigores del peligro cuando se tropezaba con ellos. Practicaban ritos y ceremonias que, sin duda, provenían de los comienzos de la humanidad; pero sabía cómo huir de sus consecuencias. Al menos así parece. Creo que se impone un estudio cuidadoso de esos documentos y este manuscrito. Y no voy a perder tiempo.
—Permítame que le diga que me parece que usted da demasiada importancia a esta jerigonza.
Sacudió la cabeza.
—La actitud científica de catalogar muchas cosas que no comprendemos en seguida o que no se adaptan a nuestro credo científico, como «coincidencias», «alucinaciones», y cosas por el estilo, es deplorable. Referente a las cosas que han ocurrido en los Bosques Billington y las tierras adyacentes, particularmente en Dunwich, están, diría, más allá de lo creíble. Pero no podemos dejar de notar que cada vez que hubo alguna actividad en los Bosques Billington hubo también desapariciones en la región de Dunwich, y eso no puede ser una mera coincidencia. No necesitamos tomar en consideración el manuscrito del señor Bates en lo referente a los acontecimientos recientes, pues si lo deseamos, podemos encontrar, sin trabajo, las pruebas de lo ocurrido. Esos fenómenos se han producido por lo menos tres veces en generaciones separadas por más de doscientos años. Mo dudo de que en su origen fueran atribuidas a brujerías, y es muy posible que algunas personas desventuradas hayan tenido que sufrir y morir por hechos que se hallaban fuera del alcance del entendimiento de sus contemporáneos. Los días en que se quemaba a la gente por «brujos» no están muy distantes. En los tiempos de Alijah, algún vislumbre de la verdad en el asunto debió de ser advertido por el reverendo Ward Phillips y por John Druven, y por ello fueron invitados a visitar a Billington, luego de lo cual les ocurrió algo, desapareciendo Druven en forma similar a las otras víctimas de Dunwich, mientras el reverendo Ward Phillips se veía imposibilitado de recordar algo de su visita a Billington… pero luego trató de destruir su libro, el cual —observe bien esto— contenía referencias a acontecimientos de naturaleza un tanto similar que habían ocurrido varias décadas antes. En nuestros tiempos, encontramos a nuestro señor Bates ante la inexplicable hostilidad de Ambrose Dewart, su primo, después de que este le había llamado en una carta, por cierto desesperada, en la cual imploraba su ayuda. Sin duda, esos hechos tienen una semejanza sugestiva.
Concedí esto sin discusión.
—Sé que habrá quienes sugieran que la casa en sí es maligna y que el manuscrito de Bates también lo es en parte, y propondrán una teoría de residuo psíquico, pero yo considero que es mucho más que eso, muchísimo más, algo increíblemente más horrendo y maligno, cuya significación está muchísimo más allá de los bien conocidos acontecimientos presentes.
La profunda gravedad con que hablaba el doctor Lapham hizo que me fuera imposible dudar ni por un momento de la importancia que otorgaba al manuscrito de Bates. Era claro que deseaba estudiarlo, y la forma en que comenzó a moverse de un lado para otro en busca de varios volúmenes que se hallaban sobre sus estantes indicaba que, según había dicho, no iba a perder tiempo. Se detuvo para sugerirme que fuera a almorzar y que de paso entregara una nota al doctor Armitage Harper, nota que comenzó a redactar sin dilación, escribiendo con rapidez y sin detenerse para pensar. Una vez que hubo terminado, metió la nota en un sobre que cerró, y entregándomelo me recomendó que almorzara copiosamente, «pues es posible que no tengamos tiempo de cenar esta noche», me dijo.
A mi regreso, tres cuartos de hora después, encontré al doctor Lapham rodeado de libros y papeles, entre los cuales se hallaba un libro precintado que reconocí como de propiedad de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y que sin duda le había sido enviado por petición suya. Las páginas del manuscrito de Bates habían sido separadas y varias de ellas estaban marcadas.
—¿Puedo ayudarle en algo? —inquirí.
—Por el momento sólo manteniendo su espíritu alerta, Phillips. Tome asiento.
Se puso de pie y fue junto a una ventana desde la cual se tenía una visión de conjunto de la Biblioteca de la Universidad.
—A menudo pienso —dijo por encima de su hombro— cuán afortunados son la mayoría de los hombres en su carencia de habilidad para poner en correlación todos los conocimientos que tienen a su alcance. Bates, a mi juicio, ilustra muy bien lo que acabo de decir. Ha recopilado lo que parecen ser conocimientos disociados; linda constantemente con una realidad aterradora, pero rara vez intenta afrontarla; se enreda en lo superficial, en vestigios de supersticiones y credos que carecen de realidad excepto por el esperado comportamiento convencional y creencias propias de la generalidad del ser humano. Si el hombre común sospechara siquiera la grandiosidad cósmica de los universos, si tuviese un vislumbre de las aterradoras profundidades del espacio exterior, probablemente o bien perdería el juicio o rechazaría tal conocimiento prefiriendo cualquier superstición. Lo mismo ocurre con otras cosas. Bates ha descrito una serie de acontecimientos que abarcan más de dos siglos, y tienen a su alcance todos los datos necesarios para resolver el misterio de los Bosques de Billington, pero no lo hace. Asienta los hechos, como si fueran piezas de un rompecabezas; llega a ciertas conclusiones preliminares, por ejemplo, que su antepasado Alijah Billington estaba mezclado en algo extraño y posiblemente en prácticas ilegales, que eran inevitablemente acompañadas por extrañas desapariciones en la región; pero no va más lejos. Ve y oye ciertos fenómenos, y luego procede a discutir contra sus propios sentidos. En resumen, representa bastante bien el término medio de la mente humana; frente a frente con manifestaciones que no se hallan «en los libros», por decirlo así, encuentra más sencillo y más cuerdo dudar de sus sentidos. Habla de «imaginación» y «alucinaciones», pero es bastante honesto como para conceder que sus reacciones son lo suficientemente «normales» como para desmentir sus argumentos. A la postre, aunque es verdad que no parece poseer la clave final que le permita solucionar el rompecabezas, carece del valor necesario para adaptar los pedazos que tiene a su alcance y obtener una solución de significación más amplia que los contornos que apenas esboza. Entonces huye, y coloca el problema en manos del doctor Harper, por medio del cual llega hasta las mías.
Pregunté si suponía que el manuscrito de Bates fuese un relato escrupuloso de los hechos.
—Creo que se nos ofrecen pocas alternativas. O bien relata los hechos o bien no lo hace. Si nos inclinamos hacia la negativa, entonces debemos negar también acontecimientos conocidos que han sido anotados, atestiguados, y que han pasado a la historia. Si aceptamos como auténticos sólo los hechos conocidos, entonces tendremos que explicar los demás como una manifestación del «azar» o «coincidencia», sin consideración del hecho de que la posibilidad matemática de semejante serie de azares o coincidencias es mucho más limitada. Por lo tanto, opino que en realidad no tenemos alternativas. El manuscrito de Bates señala una serie de hechos que tienen correlación con la historia conocida del lugar y sus habitantes. Si, finalmente, desea usted sugerir que ciertas partes del manuscrito son hechos imaginarios, entonces deberá usted estar dispuesto a explicar de qué fuente surge su imaginación extraterrestre, pues sus descripciones son lúcidas, casi doctas, e incluyen detalles tales que sugieren que en realidad vio algo parecido a lo que describe, y no hay nada en la historia conocida del hombre o de las mutaciones del nombre que pueda motivar algunos de esos detalles. Aun en el caso de que esos seres tan cuidadosamente descritos fueran el producto de una pesadilla, debemos preguntarnos por qué razón pueblan sus sueños seres tan enteramente distintos a todo lo que ha visto en su vida. Debemos, pues, en principio, aceptar su relato como verídico, es decir, como una narración de hechos auténticos, y debemos partir de esa base. Si estamos equivocados, el tiempo nos lo dirá.
Regresó junto a su escritorio y tomó asiento.
—Usted recordará haber leído, durante su primer año aquí, acerca de ciertos ritos curiosos llevados a cabo por indígenas de Ponape, en las islas Carolinas, que adoraban una deidad de los mares (un Ser Marinó), que en un principio se creyó fuera el conocido dios-pez Dagon, pero luego se rechazó semejante idea, ya que los indígenas declaraban que Él era más poderoso que Dagon, que Dagon y sus Muy Profundos Le servían. Tales cultos, supervivencia de antiquísimas religiones, son bastante comunes, aunque no llegan a menudo a conocimiento del público; pero este fue difundido debido a ciertos descubrimientos realizados al mismo tiempo. Habló de las extrañas mutaciones comprobadas en los cuerpos de ciertos indígenas muertos en un naufragio, junto a la costa: la presencia de agallas rudimentarias, por ejemplo, de vestigios de tentáculos en sus torsos, y en un caso de ojos escamosos en medio de una piel escamosa alrededor del ombligo de una de las víctimas, todas las cuales, según se sabía, pertenecían al culto del Dios Marino. Una de las afirmaciones de estos indígenas que me viene a la memoria es que aseguraban que su dios venía de las estrellas. Ahora bien, usted sabe que hay un marcado parecido entre las creencias religiosas y las mitologías de los atlántidos, los mayas, los druidas y otros; que constantemente encontramos similitudes básicas, particularmente relacionando los mares y los cielos, como, por ejemplo, ocurre con el dios Quetzalcóatl, que tiene un paralelismo con el Atlas helénico, ya que se suponía que había venido de un lugar del Atlántico a fin de llevar el mundo sobre sus hombros. No sólo en religión, sino en el terreno puramente legendario también, como por ejemplo en la extensión de los credos referentes a gigantes humanos, cuyo origen se supone marino, como los gigantes griegos, los gigantes isleños de los cuentos españoles y los gigantes de Cornwall de la desaparecida Lyonesse. Menciono esto a fin de señalar la curiosa relación que existe entre la tradición y los tiempos primarios, cuando se creía que grandes seres residían en el fondo del mar, creencia que sin duda dio lugar a esa creencia secundaria del origen de los gigantes. No deberíamos sorprendernos ante la evidencia de tales supervivencias de cultos como los de Ponape, ya que existen precedentes; pero sí nos sorprendemos y turbamos por mutaciones físicas que han ocurrido allí y que son posteriormente explicadas por oscuras insinuaciones (no hechos, por supuesto) de que hubo tráfico carnal entre ciertos moradores del mar y algunos indígenas de las Carolinas. Eso, si es cierto, explicaría las mutaciones. Pero la ciencia no posee ninguna prueba contundente de la existencia de tales moradores del mar, y sencillamente ni su veracidad; las mutaciones son descartadas como evidencias «negativas», y, por lo tanto, inadmisibles, y urden una explicación complicada que cataloga a los indígenas como «retrógrados» o «curiosidades atávicas» y ahí termina el asunto. Si usted o yo o cualquier otra persona se dispusiera a colocar estos incidentes uno al lado del otro, encontraría que podrían circundar el globo terrestre varias veces, y no sólo eso, sino que advertiría ciertas similitudes turbadoras que darían mayor peso a esos curiosos acontecimientos. Nadie, sin embargo, está del todo dispuesto a emprender un estudio imparcial de esos fenómenos aislados porque, como el caso del señor Bates, existe cierto temor muy real y muy humano de lo que pueda encontrarse. Vale más no hurgar en ciertos fenómenos, por temor a lo que pudiera encontrarse más allá de nosotros, en una extensión de tiempo o de espacio con los cuales ninguno de nosotros está preparado para enfrentarse.
Recordaba perfectamente el asunto de los isleños de Ponape y así lo dije. Pero no comprendía del todo la relación que aquello pudiera tener con el manuscrito de Bates, pues estaba seguro de que el doctor Lapham obedecía a un propósito determinado al recordar el incidente.
Prosiguió hablando con toda meticulosidad:
—En muchos de los dispersos fenómenos que se presentan a los antropólogos —dijo— existe cierta similitud común a todos. Existía una mitología con la creencia de que la Tierra fue primeramente habitada por otra clase de seres, que debido a ciertas prácticas oscuras, perdieron su posición sobre la Tierra, siendo expulsados por los «Dioses Mayores» que los habían encerrado en el «tiempo y el espacio», ya que no estaban sujetos a las leyes del tiempo y del espacio como lo estaban los mortales, y eran, además, movibles en otras dimensiones. Esos seres, a pesar de haber sido expulsados y encerrados bajo odiados sellos, continuaban viviendo «afuera» y frecuentemente intentaban recobrar el dominio y posesión de la Tierra y de los seres «inferiores» que la habitan, inferiores en el sentido, sin duda, de que estaban sujetos a leyes que no afectaban a los seres expulsados, que eran conocidos por varios nombres, siendo los más comunes los «Grandes Ancianos», y que eran adorados por muchos pueblos primitivos, tales como los isleños de Ponape, por ejemplo. Además, esos «Grandes Ancianos» son malévolos, y hay que reconocer que las barreras y el horror paralizante que ellos representan son puramente arbitrarios y totalmente inadecuados.
—¡Pero esto pudo haber sido sugerido del manuscrito de Bates y los documentos que le acompañan! —exclamé asombrado.
—Sin embargo, no es así. Tales descubrimientos fueron hechos decenios antes de que Bates escribiera su manuscrito.
—¡Entonces Bates debió de enterarse de ello y escribir su relato basándose en eso!
Imperturbable y conservando toda su imponente gravedad, el doctor Lapham me contestó:
—Aun en ese caso, eso no explicaría el hecho irrefutable de que se ha escrito un libro extraordinariamente horrible y extraño acerca de los «Grandes Ancianos» y del tráfico efectuado con ellos alrededor del año setecientos treinta antes de Jesucristo, en Damasco, libro cuyo autor fue un árabe llamado Abdul Alhazred, que era comúnmente considerado loco, y que lo tituló Al Azif, aunque ahora es más conocido en ciertos círculos secretos por su título griego de Necronomicon. Opino que si esta leyenda y, conocimientos extraños han sido comentados hace varios siglos como hechos acaecidos, y que ciertos fenómenos no humanos surgen en nuestros propios días que parecen corroborar ciertos aspectos de los escritos del árabe, es decididamente poco científico afirmar que esos fenómenos son debidos a la imaginación o maquinación de un ser humano, particularmente de alguien que parece no haber tenido ningún conocimiento anterior sobre estos asuntos.
—En efecto…
Continuó luego diciendo que los «Grandes Ancianos» tenían alguna relación con los elementos —tales como la tierra, el agua, el aire y el fuego—. Esos eran, asimismo, su medio ambiente, y sus facultades sobrenaturales les tornaban insensibles a los efectos del tiempo y del espacio, de modo que representaban siempre una amenaza para la humanidad y en verdad para todos los seres sobre la Tierra, y en sus incesantes esfuerzos para volver de nuevo sobre la Tierra, eran ayudados por sus adoradores y adictos, quienes eran en su mayoría seres de condiciones físicas o mentales inferiores, y en algunos casos —como en el de los isleños de Ponape— habían sufrido mutaciones fisiológicas profundas, y que efectuaban ciertas «aberturas» por las cuales los «Grandes Ancianos» y sus hordas extraterrenas podían «entrar» o bien «ser llamadas», se encontraran donde se encontrasen en el tiempo o en el espacio, mediante ciertos ritos, que eran, en parte, por lo menos, narrados por el árabe Abdul Alhazred, y por varios escritores menores que le siguieron…
Aquí se interrumpió, mirándome fijamente.
—¿Me sigue usted, Phillips?
—Le aseguré que sí.
—Muy bien. Como ya le he dicho, estos «Grandes Ancianos» eran conocidos por muchos nombres. Había algunos de ellos inferiores a los demás, pero eran superiores numéricamente. Estos no gozan de tanta libertad como los otros pocos, y muchos se hallaban sujetos a muchas de las leyes que gobiernan a la humanidad. El primero entre ellos es Cthulhu, que se supone «yace muerto pero soñando» en la desconocida ciudad hundida de R’lyeh, que algunos escritores han pensado se encuentra en la Atlántida, otros en Mu y otros pocos en un mar no lejos de la costa de Massachusetts. El segundo de ellos es Hastur, a veces llamado Aquel que No debe Nombrarse, o Hastur el Inmencionable, que se supone reside en Hali, de las Híades. El tercero es Shub-Niggurath, un horrible dios o diosa de la fertilidad. Luego viene uno al cual se describe como al «Mensajero de los Dioses» —Nyarlathotep— y particularmente de los «Grandes Ancianos»; el maligno Yog-Sothoth, que comparte el dominio de Azathoth, el caos ciego e idiota del centro del infinito. Veo por la expresión de sus ojos que usted está comenzando a reconocer algunos de esos nombres.
—Sí, por supuesto; están en el manuscrito.
—Y también en los documentos. Haré un paréntesis para decirle que Nyarlathotep es a menudo acompañado en sus manifestaciones sin rostro por criaturas descritas como «tocadores de flauta idiotas».
—¡Lo que vio Bates!
—Sí.
—Pero entonces… ¿quiénes eran esos otros?
—Sólo podemos conjeturarlo. Pero si Nyarlathotep está siempre acompañado por sus tocadores de flauta idiotas, presumiblemente una de esas manifestaciones era él. Los «Grandes Ancianos» tienen hasta cierto punto la habilidad de aparecer en mutaciones, aunque cada uno, presumiblemente, posee su propia identidad y forma. Abdul Alhazred le describe como «sin rostro», mientras Ludwig Prinn, en su De Vermis Mysteriis, dice que Nyarlathotep era «todo ojos» y Von Junzt, escribiendo Unaussprechlichen Kulten, dice que está, lo mismo que otros Grandes Ancianos, «adornado con tentáculos». Estas diversas descripciones concuerdan con lo que vio Bates y que describe como una «excrecencia» o «extensión».
Estaba yo asombradísimo de los conocimientos que se tenían acerca de los cultos y religiones primitivos. Jamás había oído hablar a mi superior de aquellos libros que acababa de mencionar, y sospechaba yo que no los conocía. ¿Dónde, entonces, los habría descubierto? Así se lo pregunté.
—Pues están bajo cerrojo en la biblioteca de Miskatonic, Phillips —me contestó—. Rara vez salen a luz. Este libro —añadió golpeando sobre el tomo extraño que yo había visto al regresar de mi almuerzo— es el más famoso de todos ellos, y debo devolverlo esta misma noche. Es la versión latina del Necronomicon efectuada por Olaus Wormius e impresa en España en el siglo diecisiete. Este es el «Libro» a que Bates se refiere en su manuscrito y del cual han sido copiadas páginas y párrafos por los corresponsales de Alijah Bellington en varias partes del mundo, pues existen ejemplares, completos o fragmentarios, sólo en el Museo Británico, las Universidades de Buenos Aires y de Lima, la Biblioteca Nacional de París y nuestra Miskatonic. Algunos dicen que existe una copia oculta de él en El Cairo y otra en la Biblioteca del Vaticano, en Roma; otros opinan también que partes de este libro, copiadas laboriosamente, existen en manos privadas, y esto ha sido hasta cierto punto comprobado por lo que Bates encontró en la biblioteca de su primo, biblioteca que había sido de Alijah Billington. Si Billington consiguió estas copias, también pudo haberlas conseguido algún otro.
Se puso de pie, fue a tomar una botella de vino añejo que guardaba en un armario y se sirvió un vaso que comenzó a saborear lentamente. Permaneció de nuevo un momento junto a la ventana, mientras la oscuridad de la noche comenzaba a caer, y luego se volvió hacia mí otra vez.
—Todo eso debería bastar como fondo.
—¿Y espera usted que yo lo crea? —inquirí.
—Nada de eso, nada de eso. Pero supongamos que lo aceptamos momentáneamente como una provisional hipótesis y pasemos a examinar el misterio Billington en sí.
Asentí.
—Muy bien, entonces. Empecemos por Alijah Billington que, según parece, es por donde comenzaron tanto Dewart como Bates. Creo que podemos convenir sin discusión que Alijah Billington efectuaba cierta clase de prácticas nefandas que podían o no estar relacionadas con brujerías, pero que tanto el reverendo Ward Phillips como John Druven pensaban lo estaban. Tenemos ciertas pruebas de las actividades de Alijah en los Bosques —especialmente en la torre de piedra del Bosque—, y sabemos que se desarrollaban de noche, «después de la hora en que se sirve la cena», según anota Laban, el hijo de Alijah, en su diario. En estos asuntos, fueran lo que fuesen, también se hallaba «iniciado» el indio Quamis, aunque aparentemente en un modo más servil. El indio pronuncia en cierta oportunidad y con tono aterrado el nombre de Nyarlathotep, cosa que es oída por el niño. Al mismo tiempo tenemos la evidencia de las cartas de Bishop, que indican que Jonathan Bishop, de Dunwich, estaba ocupado en prácticas semejantes. Esas cartas son bastante claras sobre ese punto. Jonathan había aprendido lo suficiente como para «llamar» algo del cielo, pero no lo bastante como para cerrar la abertura a otros o para protegerse. Se deduce con toda claridad que, sea lo que fuere lo que vino en contestación a su llamada, era dañino para los seres humanos y que estos le servían de alimento. Si podemos aceptar eso, podemos explicar las desapariciones múltiples, ninguna de las cuales jamás fue solucionada.
—Pero ¿y cómo explicar la reaparición de los cuerpos? —interpuse—. Jamás se ha dicho dónde pudieron haber estado.
—Así es… y sospecho que estuvieron… en otra dimensión. La explicación es aterradoramente clara; sea lo que fuere lo que vino en contestación a la llamada, no siempre era lo mismo; usted recordará el sentido de las cartas y las instrucciones acerca del llamamiento de seres de distinto nombre, y «eso» venía de otra dimensión y regresaba a ella, es decir, un ser humano que le sirviera de alimento con la fuerza de su vida o su sangre, o algo más oscuro que no podemos conjeturar. Fue con ese propósito, así como para cerrarle la boca, que sin duda John Druven fue narcotizado y traído de nuevo a la casa Billington y ofrecido como sacrificio, exactamente en la misma forma vengativa empleada por Jonathan contra el entrometido Wilbur Corey.
—Concediendo todo eso, hay cierta evidencia contradictoria en los hechos conocidos —dije.
—¡Ah!, esperaba que usted lo advirtiera. Sí, la hay. Y el que Bates no la haya visto es una grave falta en su raciocinio. Permítame que adelante una hipótesis: Alijah Billington, por medios que desconocemos, se entera de ciertos conocimientos relacionados con los Grandes Ancianos y su propiedad ancestral. Investiga, continúa instruyéndose y llega finalmente a descubrir para qué sirve el círculo de piedras y la torre que se encuentra sobre la isla, en medio del tributario del Miskatonic, el río que Dewart tan extrañamente llamó Misquamacus, sin saber su nombre. A pesar de ser tan cuidadoso, no logra evitar que ocurran ciertas incursiones entre los habitantes de Dunwich. Tal vez se consuele y excuse a sí mismo con la idea de que es la obra de Bishop la responsable. Reúne cuidadosamente partes del Necronomicon, como ya lo vimos, que le son enviadas desde todas partes del mundo; pero, al mismo tiempo, se pone algo nervioso respecto a la amplitud e inmensidad del infinito extraterreno dentro del cual ha estado huroneando. Su estallido contra Druven por su crítica del libro del reverendo Ward Philips señala dos cosas: que ha comenzado a sospechar que su mano no es enteramente suya y que ha entablado una lucha contra una coacción cada vez más molesta. El ataque directo y luego la muerte de Druven llevan el asunto a un clímax. Billington se despide de Quamis y, utilizando sus conocimientos adquiridos en el Necronomicon, sella la «abertura» que ha hecho, como ha sellado la de Bishop después de la desaparición de este, y parte para Inglaterra para reasumir su propia identidad lejos de las siniestras fuerzas psíquicas que operan en el Bosque.
—Esto parece bastante lógico.
—Ahora bien; a la luz de esta hipótesis, miremos las instrucciones dejadas por Alijah Billington referentes a su propiedad en el estado de Massachusetts.
Buscó entre los papeles de Bates y tomó una hoja que colocó delante de él.
—Aquí están. Primero de todo, conmina a «todos los que vengan después de él» a que esa propiedad sea mantenida en la familia, y luego imparte una serie de órdenes, deliberadamente oscuras, aunque admite, un tanto indirectamente, que su «sentido se encontrará dentro de los libros que han quedado en la casa conocida por el nombre de Casa Billington». Comienza con esta: «No debe permitirse que el agua cese de correr en derredor de la isla de la torre, ni molestar a la torre en ninguna forma, ni impetrar a las piedras». El agua cesó de correr por sí sola, según lo que sabemos, y nada malo ocurrió. Por «molestar a la torre», sin duda, Alijah quería significar que no debía reabrirse la abertura que él había cerrado en su techo; la había cerrado con una piedra que llevaba una marca que, aunque no la he visto, debe y sólo puede ser el «Signo Mayor», la marca de esos Dioses Mayores cuya fuerza contra los Grandes Antiguos es absoluta, la marca que los Grandes Antiguos temen y odian. Dewart abrió precisamente esa abertura que Alijah esperaba jamás sería abierta. Finalmente, la impetración a que se refiere sólo debe de ser la fórmula o fórmulas que es necesario recitar a fin de entrar en contacto primario con las fuerzas más allá del «umbral». Alijah sigue diciendo: «No debe abrir la puerta que conduce a tiempos y lugares extraños, ni invitar a Aquel que Acecha en la entrada, ni llamar para que salga de las colinas». La primera parte sólo recalca la imprecación inicial referente a la torre de piedra. La segunda se refiere por primera vez a un Ser definido, alguien que «acecha en la entrada», cuya identidad no conocemos, pero que puede ser Nyarlathotep o bien Yog-Sothoth, o bien algún otro. Y la tercera debe de referirse a los ritos secundarios para llamar a «los de Afuera», posiblemente para el sacrificio. La tercera conjuración es nuevamente de advertencia: «No debe molestar a las ranas y sapos, particularmente a los escuerzos de los pantanos existentes entre la torre y la casa, ni a las luciérnagas ni a los pájaros conocidos por el nombre de chotacabras, por temor a que él abandone sus cerrojos y sus guardias». Bates comenzó a adivinar el significado de esta imprecación, que simplemente quiere significar que los animales nombrados poseen una sensibilidad peculiar para delatar la presencia de «los de Afuera» con sus gritos y luces de aviso, permitiendo, por lo tanto, tomar las medidas necesarias. Cualquier medida que se tome contra ellos es, por lo tanto, una medida en contra del interés propio.
»En la cuarta se menciona la ventana por primera vez: “No debe tocar la ventana ni intentar modificarla en modo alguno”. ¿Por qué no? Por lo que Bates ha escrito nos es fácil advertir que aquella ventana tiene una influencia maligna. Si las imprecaciones de Alijah son protectoras, ¿por qué entonces no destruir la ventana, ya que reconoce su malignidad? Creo que es simplemente porque si la ventana se cambia podría ser aún más peligrosa que tal como está.
—No lo entiendo —le interrumpí.
—¿No le sugiere nada la narración de Bates?
—La ventana es extraña, el vidrió distinto… fue diseñado expresamente…
—Sugiero que la ventana no es una ventana, sino una lente, o prisma, o espejo que refleja una visión de otra dimensión o dimensiones; en resumen, del tiempo o del espacio. Puede también haber sido diseñada a fin de reflejar rayos oscuros y no para que sirva para la visión, sino para que ejerza una acción sobre sentidos atrofiados u olvidados, y su construcción puede muy bien no deberse a manos humanas. Permitió a Bates, en dos oportunidades, ver más allá del panorama habitual que se encuentra al otro lado de la ventana. Aceptemos eso por el momento y prosigamos con la última imprecación. Esta es sencillamente una reafirmación de todo lo esencial que se ha dicho antes: «No debe vender o disponer de la propiedad sin insertar una cláusula que impida que la isla y la torre sean molestadas, ni modificada la ventana, a menos de ser destruida totalmente». Aquí se sugiere de nuevo que la ventana es capaz de una influencia maligna, y eso, a su vez, sugiere que ni siquiera Alijah la entiende. Parecería como si fuera otra abertura, si no para la entrada física de «aquello de afuera», para su percepción y, por lo tanto, para su influencia. Creo que la explicación más aceptable es esta: en cada camino que se abre ante nosotros está de manifiesto que una «influencia» opera en la casa y en los Bosques. Alijah, impulsado por ella, se pone a estudiar y a experimentar. Bates nos dice que cuando Dewart entró en la casa se sintió atraído en seguida por la ventana, que se puso a examinar, y que cuando fue a la torre en el bosque se vio como «obligado» por una fuerza extraña a quitar ese bloque de piedra del techo. También explica Bates su propia reacción en la casa después de su primera experiencia curiosa con su primo, que, equivocadamente, domina «esquizofrenia». Aquí está; permítame que se la lea. «Y de pronto, mientras me hallaba allí, sintiendo el fresco del viento contra mi cuerpo, tuve conciencia, con una creciente opresión, con un sentimiento de desesperación, de la presencia de algo horrendo, de algo espantosamente maligno que rondaba por los bosques que circundaba la casa, de algo pegajoso y penetrante, de lo más repugnante que pueda haber en los abismos más profundos del alma humana. La aprensión al daño, al terror, a la repugnancia, se adueñó como una nube de la habitación; sentí que caía sobre mí cual niebla invisible». Además de esto, Bates también es atraído por la ventana. Y, finalmente, siendo más nuevo en la casa, es capaz de observar desde un punto relativamente imparcial, la influencia perniciosa que sufre su primo. La diagnostica correctamente como una especie de «lucha» interior, pero la clasifica incorrectamente como «esquizofrenia», lo que no es.
—¿No le parece, doctor Lapham, que va usted demasiado lejos? Después de todo, hay evidencia irrefutable de un desdoblamiento de personalidad.
—No, no; nada de eso. Ahí está el peligro de conocer demasiado poco el asunto. Ninguno de los síntomas está presente, excepto el conflicto superficial entre actitudes. Ambrose Dewart es, en un principio, una persona amable, un caballero educado que ocupa sus momentos de ocio con ciertas investigaciones. Luego tiene la intuición de algo, no sabe exactamente de qué, pero se torna intranquilo. Finalmente llama a su primo. Bates se encuentra con un cambio aún más notable: ahora Dewart se siente molesto ante él y llega hasta la hostilidad. De vez en cuando reaparece su carácter agradable y natural y su permanencia invernal en Boston le sienta perfectamente. Pero casi en seguida de su regreso a la casa del Bosque, la hostilidad vuelve a manifestarse esta vez acompañada de cierta vigilancia alerta. Reconoce un conflicto en la mente de su primo y, empleando un término de psiquiatría que no conoce más que usted, Phillips, sugiere que se trata de esquizofrenia.
—¿Así que a usted le parece que la influencia proviene de… de afuera? ¿Y de qué naturaleza es?
—Proviene de afuera, eso es evidente. Y está dirigida por una inteligencia determinada. Es, específicamente, la misma influencia que obraba sobre Alijah, pero que fue vencida por él.
—¿Será la de alguno de los Grandes Ancianos?
—Opino que más bien se trata de la influencia de un agente de los Grandes Ancianos. Si examinamos cuidadosamente el manuscrito de Bates, encontraremos que las sugerencias, las influencias de que habla son de una naturaleza esencialmente humana. Me parece que si fuesen los Grandes Ancianos los que influyeran, por lo menos de vez en cuando, serían esencialmente no humanos. No hay nada que demuestre que lo son. Si la impresión de horror, de repugnancia y malignidad experimentada por Bates en la casa y el Bosque hubiese sido transmitida por algo extraño a la humanidad, es probable que su reacción no hubiese sido tan fundamentalmente humana; no, en esa oportunidad su reacción fue de una humanidad casi calculada.
Me quedé pensando en esto. Si la teoría del doctor Lapham era buena, como parecía serlo, tenía, por lo menos, una falla: había sugerido que la «influencia» experimentada por Dewart y Bates también había sido experimentada por Alijah Billington. Ahora bien; si esa «influencia» era, como opinaba, de origen humano, debía tener más de un siglo. Eligiendo cuidadosamente mis palabras así se lo dije.
—Sí, en efecto. Pero eso no desbarata mi teoría, Phillips. Recuerde usted que la influencia es extraterrena en su origen. Es también extradimensional y, por lo tanto, humana o no, no está más sujeta a las leyes físicas de la tierra que los Grandes Ancianos. En una palabra, si la influencia es humana, como opino que lo es, entonces también existe en el tiempo y en el espacio colindantes con nosotros y, sin embargo, no está sujeta a sus leyes. Comparte la habilidad de existir en tales dimensiones sin experimentar las limitaciones del tiempo y espacio ejercidas sobre cualquier persona o personas que ocupan la Casa Billington. Existe en esas dimensiones exactamente como existieron esos pobres desventurados que fueron las víctimas de los seres llamados por Bishop, Billington y Dewart antes de que fueran dejados caer de nuevo en nuestra dimensión.
—¿Dewart?
—Sí, él también.
—¿Sugiere usted que él es el responsable de esas extrañas desapariciones recientes en Dunwich? —pregunté lleno de asombro.
Sacudió la cabeza como si sintiera lástima por mi limitado entendimiento.
—No, no lo sugiero; lo adelanto como un hecho manifiesto, a menos que quiera usted que volvamos al objetable terreno de las coincidencias.
—De ningún modo.
—Muy bien, entonces. Reflexione un poco. Billington se dirige al círculo de piedras y a su torre y abre la «puerta». Se oyen ruidos en los bosques y esto por personas completamente ajenas a Billington, así como por su propio hijo, Laban, quien escribe sobre ellos en su diario. Esos fenómenos son siempre seguidos por: a) una desaparición; b) una reaparición bajo ciertas circunstancias extrañas, pero siempre las mismas, y tras un lapso de varias semanas o meses, quedando sin resolver ambas cosas. Jonathan Bishop escribe en sus cartas que fue a su círculo de piedras y que «llamándole a las Colinas, Le contuve en el Círculo, pero con gran dificultad, a tal punto que parecía que el Círculo no fuese bastante poderoso para contenerle por mucho tiempo». Ocurren luego extrañas desapariciones y apariciones igualmente extrañas en circunstancias similares a las que siguieron a las actividades de Billington. Esas cosas ocurridas hacía un siglo o más se repiten en nuestro tiempo. Ambrose Dewart camina en su sueño hasta la torre; en sus sueños tiene conciencia de algo increíblemente espantoso y terrible; está posesionado por esa influencia perniciosa y externa, pero no se percata de ello. Con seguridad usted no querrá que un observador imparcial, a la luz de estos hechos, después de la ida de Dewart a la torre de piedra, donde luego encuentra una salpicadura de sangre, crea que las desapariciones y reapariciones que se producen subsiguientemente son obra de la «coincidencia».
Concedí que, en efecto, no podía explicarse como coincidencias la serie de acontecimientos paralelos acaecidos en las diversas épocas. Me hallaba profundamente turbado, porque el doctor Lapham era un sabio de gran mérito y extraordinarios conocimientos, y su aceptación de algo tan ajeno a lo que hasta ahora se conocía me desconcertaba. Era evidente que para el doctor Lapham la hipótesis que adelantaba estaba basada en algo más que simples conjeturas, y esto involucraba una creencia que iba más allá, que tal vez, de lo creíble. Pero mi superior no parecía abrigar la menor duda y su seguridad me resultaba pasmosa.
—Observo que está usted sumido en sus pensamientos —me dijo sonriendo—. Basta por esta noche de estas cosas; reflexionemos en todo lo que acabamos de decir y mañana, o más tarde, volveremos sobre el asunto. Deseo ahora que usted lea algunos de los pasajes que he señalado en estos libros; pero tendrá que echar un vistazo ahora mismo al Necronomicon a fin de que yo pueda devolverlo a la biblioteca esta misma noche.
En seguida comencé la lectura del antiquísimo libro, donde el doctor Lapham había señalado dos pasajes en verdad curiosos. Mientras los leía, iba traduciéndolos lentamente. Eran párrafos que insinuaban que seres odiosos aguardaban constantemente «afuera» a la espera de poder introducirse entre los humanos. Un largo párrafo en medio del primer pasaje me llamó especialmente la atención, como si tuviera una fuerza especial.
«Ubbo-Sathla es esa fuente que jamás se olvida y de donde vienen aquellos que se atreven a oponerse a los Dioses Mayores que reinaban en Betelgeuse, los Grandes Ancianos que combatieron contra los Dioses Mayores; y esos Grandes Ancianos fueron instruidos por Azothoth, que es el dios ciego e idiota, y por Yog-Sothoth, que es el Todo-en-Uno y Uno-en-Todo, y sobre quien no existen las exigencias del tiempo y el espacio, y cuyos aspectos sobre la tierra son Umr At-Tawil y los Grandes Ancianos. Los Grandes Ancianos sueñan eternamente con el tiempo en que, una vez más, reinarán sobre la tierra y el Universo del cual forma parte… El Gran Cthulhu se erguirá en R’lyeh, Hastur, que es Aquel a Quien no se Debe Nombrar, volverá de nuevo de la oscura estrella que se encuentra cerca de Aldebarán, en las Híades; Nyarlathotep aullará continuamente en la oscuridad en que mora; Shub-Niggurath, que es la Cabra Negra con los Mil Pequeños, parirá y volverá a parir, y dominará todos los bosques con sus ninfas, sátiros y Pequeñas Gentes; Lloigor, Zhar e Ithaqua cabalgarán por los espacios entre las estrellas y ennoblecerán a aquellos que les seguirán, que son los Tcho-Tcho; Cthukha circundará su dominio de Fomalhaut, y Tsathoggua vendrá de N’kai… Aguardan eternamente a las Puertas, pues el tiempo se acerca, la hora no tardará en llegar, mientras duermen los Dioses Mayores, soñando, sin saber que están aquellos que conocen los hechizos que fueron colocados sobre los Grandes Ancianos por los Dioses Mayores, y que aprenderán a quebrantarlos, como ya han aprendido a mandar a los adictos que aguardan más allá de las puertas de Afuera».
El segundo pasaje se encontraba algo más lejos, pero era igualmente estremecedor.
«La defensa contra brujas y demonios, contra los Muy Profundos, los Dhols, los Voormis, los Tcho-Tcho, los Abominables Mi-Go, los Shoggoths, los Ghasts, los Valusianos y todas las gentes y seres que sirven a los Grandes Ancianos y su Prole, se encuentra entre el pentáculo, o sea estrella de cinco puntas, grabada sobre la piedra gris del antiguo Mnar, que es menos poderoso contra los Grandes Ancianos. El poseedor de la piedra podrá ordenar a todos los seres que trepan, nadan, se arrastran, caminan o vuelan aun hacia la fuente de donde no hay regreso. En Yhe, así como en la gran R’lyeh, en Y’hanthlei, así como en Yoth, en Yuggoth, así como en Zothique, en N’Kai, así como en K’n-yan, en Kadath, en el Frío Oeste, así como en el Lago de Hali, en Carcosa, así como en Ib, tendrá poder; pero, así como las estrellas se desvanecen y enfrían, así como el sol muere y los espacios entre las estrellas aumentan, así se desvanece el poder de todas las cosas, así como el del pentáculo y de los hechizos colocados sobre los Grandes Ancianos por los benignos Dioses Mayores, y llegará a tiempo, como ya llegó una vez, cuando se demostrará que:
»No está muerto lo que yace eternamente.
»Y con extrañas eternidades hasta la muerte podría morir».
Llevé a mi casa los otros libros y ciertas copias fotostáticas de libros manuscritos que estaba prohibido salieran de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y la mayor parte de esa noche me la pasé leyendo aquellos terribles libros. Leí pasajes del Manuscrito Pnakotico de los Fragmentos de Celaeno, de Investigaciones sobre mitos, del profesor Shrewsbury, en el Texto del R’Lyeh, en el Cultes des Goules, del conde d’Erlette, en el Libor Ivonis, en el Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt, en el De Vermis Mysteriis, de Ludwig Prinn, en el Libro de Dzyan, en los Cánticos de Dhol y en los Siete Libros Secretos de Hsan. Leí cosas terribles y blasfemias de cultos ancestrales, prehumanos, algunos de los cuales habían sobrevivido en ciertas formas espantosas hasta nuestros días y en los más remotos rincones del mundo. Cavilé mucho tiempo sobre párrafos oscuros, escritos en un estilo casi incomprensible, que hablaba de idiomas que llamaban Aklo, Naacal, Tsatho-yo y Chian; leí insinuaciones horribles de ritos dañinos, espantosos, horrendos; tropecé numerosas veces con los nombres de lugares de antigüedad increíbles, tales como el del Valle de Pnath, o de Ulthar, de N’gai y Sarnath-la-Maldita, de Thork e Inganok, de Kythamil y Lemuria, de Hatheg-Kla y de Chorazin, de Carcosa y Yeddith, de Lomar y Yian-Ho; leí acerca de otros Seres, cuyos nombres estaban acompañados de horror más estremecedor y horrible, y del relato de ciertos acontecimientos terrestres pasmosos e increíbles, explicables sólo a la luz de ese infernal horror; encontré nombres extraños y otros familiares, espantosas descripciones y meras insinuaciones de inimaginable terror en los relatos referentes a Yig, el terrible dios-serpiente, a Atlach-Uacha, el de la forma de araña, a Gnoph-Hek, el peludo, conocido también por el nombre de Rhan-Ttegoth; a Chaugnar Fauga, el vampiro; a los perros infernales de Tindalos, que husmean por los ángulos del tiempo, y repetidamente a Yog-Sothoth, el Todo-en-Uno y Uno-en-Todo, cuya apariencia disfrazada es como un cúmulo de globos irisados que ocultan pasmoso horror bajo ellos. Leí cosas que no son para ser conocidas por un hombre mortal, cosas capaces de hacer perder el juicio a un lector imaginativo, cosas que más vale sean destruidas, ya que su conocimiento por la humanidad puede ser excesivamente peligroso dadas las atroces consecuencias que podrían tener la vuelta al dominio terrestre de esos Grandes Ancianos que fueron desterrados para siempre del reino estelar de Betelgeuse por los Dioses Mayores cuyas leyes estos seres dañinos habían desafiado.
Leí la mayor parte de esa noche y durante el resto de ella permanecí despierto, dando vueltas y más vueltas en mi mente a todo aquel nauseabundo horror que había leído, temeroso de dormirme y de soñar con aquellos seres grotescos y horrendos sobre los cuales no sólo había leído, sino que el doctor Lapham me había hablado de muchos de ellos con una persuasión que me aterraba, pues yo sabía que en cuestiones antropológicas pocos de sus contemporáneos podían igualar los conocimientos del eminente sabio. Además, estaba yo demasiado turbado para dormir, pues los conceptos que aquellos extraños volúmenes habían revelado eran tan terribles y su horror tan grande que mi único afán era tratar de recobrar mi normalidad mental tan fuertemente sacudida.
A la mañana siguiente regresé a la oficina del doctor Lapham más temprano que de costumbre pero mi superior ya estaba allí. Evidentemente, había estado trabajando desde hacía tiempo, pues su escritorio se hallaba cubierto por hojas de papel llenas de fórmulas, gráficos y diagramas de los más extraños.
—Bien. ¿Los ha leído usted? —dijo al verme colocar los libros sobre un ángulo del escritorio.
—Durante toda la noche —le contesté.
—Yo también, y noche tras noche, desde que los descubrí.
—Si estas cosas son ciertas, aunque sea en su mínima parte, entonces tendremos que revisar todos nuestros conceptos del tiempo y el espacio, y, hasta cierto punto, de nuestro propio principio.
Asintió con la cabeza, imperturbable.
—Todo sabio conoce que la mayoría de nuestro saber está basado sobre ciertos credos fundamentales que, encarados con un entendimiento de lo no terreno, no se pueden probar. Tal vez tengamos, a la larga, que cambiar algunos de nuestros credos. Lo que debemos encarar en lo que comúnmente se llama «lo desconocido» es aún un asunto de conjeturas, a pesar de esos y otros libros. Pero yo creo que no podemos dudar de que algo existe afuera, y que sus fuerzas son buenas y malas y que luchan entre sí. Además, no debemos olvidar que todas las religiones, tanto la cristiana, la budista, la mahometana y otras, admiten esa lucha del bien y el mal y esa existencia extraterrena. La razón por la cual digo que en esta particular mitología debemos admitir la existencia de algo extraño, afuera, es sencillamente porque, tal como usted habrá notado, sólo con esa admisión podremos explicar no sólo los terribles y extraños acontecimientos relatados en esos libros, sino muchos otros hechos completamente contrarios a los conocimientos científicos humanos, y que ocurren diariamente en todas partes del mundo, algunos de los cuales han sido recopilados en dos libros notables por un autor relativamente desconocido, llamado Charles Fort, libros titulados El libro de los condenados y Nuevas Tierras, y cuya lectura le recomiendo. Consideremos unos pocos hechos, y digo «hechos» deliberadamente, y admitiendo la bien conocida informalidad de los observadores humanos. Por ejemplo, la caída de piedras desde el cielo, registrada en Buschof, en Pillitsfer, en Nerft y en Dolgovdi, en Rusia, entre los años mil ochocientos sesenta y tres y mil ochocientos sesenta y cuatro. Esas piedras eran de composición desconocida en la tierra y fueron descritas como «grises con algunas manchas de color bronce». Ahora bien, la piedra Mnar, de la que se habla repetidamente en esos libros, es también descrita como una «piedra gris». Lo mismo que las piedras duras de Rowley, descubiertas unos pocos años antes en Birmingham, Inglaterra, y luego las de Wolverhampton, que eran negras exteriormente, pero grises en su interior. Y las «luces globulares» que fueron vistas por el barco de guerra Caroline, en mil ochocientos noventa y tres, entre el barco y una montaña junto al mar de la China. Luces que fueron descritas, como «globulares» y que aparecieron en el cielo, a menor altura que una montaña, y que se movían en masa e irregularmente, dirigiéndose rumbo al norte. Durante dos horas permanecieron visibles, y lo mismo ocurrió en las noches siguientes, a finales del mes de febrero, y una hora aproximadamente antes de la medianoche. La última noche el fenómeno duró siete horas. Un fenómeno similar fue visto y relatado por el capitán del Leander, quien, sin embargo, aseguraba que las luces se movían en línea recta, elevándose a los cielos y desapareciendo. Once años después, también a finales de febrero, el día veinticuatro, para ser más exacto, la tripulación del barco norteamericano Supply vio tres objetos de tamaños distintos pero todos «globulares», moviéndose hacia arriba «al unísono». Al mismo tiempo una luz globular similar fue observada por personas que viajaban en tren, cerca de Trento, Missouri. En el mes de agosto de mil ochocientos noventa y ocho un empleado de Correos que viajaba en ferrocarril vio aparecer esa misma luz durante una lluvia, luz que se desplazaba a la misma velocidad que el tren y en dirección al Norte, a pesar del fuerte viento del este que soplaba en ese momento, hasta que llegó cerca de un pueblecito de Iowa, donde desapareció. En mil novecientos veinticinco, durante un día extraordinariamente caluroso de agosto, unos jóvenes que atravesaban a las diez de la noche un puente sobre el río Wisconsin, en el pueblecito de Sac Prairie, vieron en el cielo un conjunto singular de luces que venían del este, pasando junto a la estrella Antares, y se dirigía al oeste, a la estrella Arcturus, y en cuyo centro tenía «una bola de luz negra, a veces redonda, a veces ovalada y a veces romboide». ¿No le sugiere nada todo esto, Phillips?
Mi garganta estaba reseca por la emoción que el creciente convencimiento me producía.
—Sí… Que uno de los Grandes Ancianos presenta una apariencia superficial descrita como «cúmulo de globos irisados».
—Precisamente; no sugiero que esa sea la explicación de aquellos hechos. Pero si no lo es, nos vemos obligados una vez más a aceptar la coincidencia como explicación. La descripción de los Grandes Ancianos ha sido hecha siglos antes que ocurrieran esos fenómenos aislados. Ahora permítame que le hable de ciertas desapariciones extrañas que jamás han sido explicadas, de personas, aviones y otras cosas. Por ejemplo, Dorothy Arnold desapareció el doce de diciembre de mil novecientos diez, entre la Quinta Avenida y la entrada del Central Park. Desapareció sin motivo alguno. Jamás fue vuelta a ver, no se recibió ninguna petición de rescate y nadie podía beneficiarse con su desaparición. El Cornhill Magazine relata la desaparición de un tal Benjamín Bathurt, representante del gobierno británico ante la corte del emperador Francisco de Viena; había ido con su lacayo y su secretario a examinar unos caballos que le pertenecían y que debían correr en Perleberg, Alemania. Fue hacia el otro lado de los caballos y desapareció. Nadie volvió a saber nada de Bathurt. Entre los años mil novecientos siete y mil novecientos trece desaparecieron misteriosamente, sólo en la ciudad de Londres, tres mil doscientas personas de las cuales jamás se volvieron a encontrar rastros. Un joven empleado en un establecimiento molinero en Battle Creek, Michigan, salió de las oficinas para dirigirse al molino. Desapareció. El Tribune de Chicago del quince de enero de mil novecientos, informa del caso de ese joven, un tal Sherman Church. Jamás se ha vuelto a saber nada de él. Ambrose Bierce, y aquí llegamos a algo de naturaleza siniestra (pues Bierce se interesaba en asuntos extraterrenos), desapareció en México. Se dijo que había muerto luchando contra Villa, pero en la época de su desaparición debía de tener más de setenta años y era prácticamente un inválido. Jamás se volvió a saber de él. Eso ocurrió en mil novecientos trece. En mil novecientos veinte, Leonard Wadman se hallaba paseando por el sur de Londres cuando sintió de pronto un vahído y en ese mismo instante se encontró en el camino que conduce a Dunstable, a treinta millas del lugar donde antes estuvo, sin saber cómo había llegado hasta allí. Pero hablemos de lo ocurrido entre nosotros, en Arkham, Massachusetts, en setiembre de mil novecientos quince. El profesor Laban Shrewsbury, que habitaba en la calle Curven, número noventa y tres, mientras se paseaba por el campo, al oeste de Arkham, desapareció. Entre sus papeles se encontraron instrucciones para que su casa permaneciese cerrada un período de por lo menos treinta años. Esto es significativo, y más significativo aún es el hecho de que el profesor Shrewsbury era el único hombre en Nueva Inglaterra que sabía más de estos asuntos que yo.
Después de un tiempo lo suficientemente largo como para permitirme asimilar esta serie de hechos curiosos que acababa de oír en rápida sucesión, pregunté:
—Concediendo que los datos que esos antiguos libros nos ofrecen nos permiten solucionar los acontecimientos que han ocurrido en este rincón de la tierra durante los últimos, doscientos años y más, ¿qué es, según su opinión, lo que «acecha a la entrada», que presumiblemente es la abertura en el techo de esa torre de piedra?
—No lo sé.
—Pero sin duda lo sospecha usted.
—¡Oh, sí! Sugiero que vuelva usted a echar un vistazo sobre el extraño documento titulado: De las brujerías Dañinas hechas en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana. La referencia retrocede hasta «cierto Richard Billington» que «colocó en los Bosques un gran Círculo de Piedras, dentro del cual decía sus Oraciones al Diablo…, cantaba ciertos Ritos de Magia abominados por las Escrituras Sagradas». Esto se refiere, probablemente, al círculo de piedras alrededor de la torre en los Bosques Billington. Ahora bien, el documento sugiere que Richard Billington «temía» y que finalmente fue «comido» por una «Cosa» que él había llamado del cielo por la noche; pero no se ofrece ninguna prueba o «evidencia» de esto. El mago indio, Misquamacus, «hechizó al Demonio», metiéndolo en un pozo de piedras de Billington, y allí lo aprisionó bajo… (la palabra es ilegible, pero sin duda es «losa», o «piedra», o algo similar), «esculpida con el Signo Mayor». Lo llamaban Ossadogowah, y explican que era «la criatura de Sadogowah», lo que sugiere inmediatamente una de las entidades menos conocidas en la mitología que hemos estado examinando: Tsathoggua, a veces conocido como Uhothagguah o Sodagui, que es descrito como no antropomórfico, negro y un tanto plástico, de origen variable y antiquísimo culto. Pero la descripción aventurada por Misquamacus difiere de la aceptada comúnmente; la describe como «a veces pequeño y sólido como un Escuerzo y del tamaño de muchos Marmotas, pero a veces grande y nebuloso, sin Forma, aunque con un Rostro que tenía Serpientes en él». Esta descripción del rostro podría convenir a Cthulhu, pero las manifestaciones de Cthulhu están por lo general asociadas con lugares acuosos y más particularmente marinos, o lugares donde el mar ingresa en proporciones mayores que las que pueden ofrecer los tributarios del Miskatonic. También podría convenir a ciertas manifestaciones de Nyarlathotep, y eso creo que es más acertado. No cabe duda de que Misquamacus cometió un error en su identificación, y también lo cometió al referirse al destino de Richard Billington, porque existen evidencias que demuestran que Richard Billington se fue por esa abertura a «Afuera», cruzando la entrada a la cual Alijah se refiere muy especialmente en sus instrucciones a sus herederos. La evidencia se encuentra en el libro de su antepasado, Phillips, y Alijah la «presintió» o «descubrió», como quiera llamárselo, pues Richard regresó bajo otra forma, y tuvo cierto comercio con la humanidad. Por otra parte, eso también lo sabían las gentes de Dunwich, bajo forma de leyenda, quienes también no desconocían que Richard Billington practicaba ciertos ritos, ya que hasta había iniciado e instruido en ellos a algunos de sus antepasados. Bates, en su manuscrito, reproduce un comentario evasivo de la señora Bishop respecto al «Amo». Pero para la señora Bishop el «Amo» no era Alijah Billington. Eso es también evidente en todos los documentos que tenemos, así como en el manuscrito de Bates aun antes de que hubiera hablado con la señora Bishop. Esto es lo que ella dice: «Alijah Le encerró… y encerró también al Amo allí fuera, cuando el Amo estaba listo para regresar después de tantos años. El Amo andaba por la tierra y nadie le conocía, pues su rostro se cambiaba en muchos otros. ¡Ay! Su rostro se asemejaba ya al de Whately, al de Doten, al de Giles, al de Corey, y se sentaba entre los Whately, entre los Doten, los Giles y los Corey, y todos creían que era uno de ellos… Comía y dormía entre ellos y conversaba con ellos; pero tan grande era él en su poderío que aquellos de quienes se posesionaba se debilitaban y se morían, incapaces de contenerle. Sólo Alijah dominó al Amo, le dominó más de cien años después de que el Amo hubo muerto». ¿No le sugiere nada esto?
—No; para mí es completamente incomprensible.
—Pues no debería serlo, pero todos nos dejamos llevar hasta cierto punto por lo que nuestros conocimientos han establecido como lógico y racional. Richard Billington partió por esa abertura practicada por él, pero regresó por otra abertura producida probablemente por uno de esos experimentos similares a los de Jonathan Bishop. Se posesionó de varias personas; esto es, entró en ellas, pero se encontraba en una mutación; debido a su existencia «fuera», y por lo menos un resultado de su existencia en su forma secundaria aquí está registrada en el libro de su antepasado cuando habla de lo que la mujer Doten trajo, allá por la Candelaria del año mil setecientos ochenta y siete, y que describe como no siendo «ni Bestia ni hombre, sino un monstruoso murciélago con rostro humano. No emitía sonido alguno pero miraba a todos con ojos tristes. Había quienes aseguraban que tenía un horrendo parecido con alguien muerto desde largo tiempo, un tal Richard Bellingham o Bollinhan, que por supuesto es Richard Billington, quien se afirma ha desaparecido por completo después de ciertos tratos con Demonios en el país llamado Nueva Dunnich». Es presumible, pues, que Richard Billington, ya sea en forma física o psíquica, continuó existiendo en el país de Dunwich, y es a él a quien deben atribuírsele los horrores que han visto la luz allí, y que han sido considerados como «decadencia física» y «degeneración». Esto continuó por un siglo, hasta que, en una palabra, la casa de los Bosques Billington fue vuelta a habitar por un miembro de esa familia. Entonces la fuerza que era Richard Billington, el «Amo» de la narración de la señora Bishop y de las leyendas de Dunwich, se tornó activa una vez más, intentando restaurar la abertura primitiva. Es muy posible que, influido por esa fuerza de Afuera, que era Richard Billington, Alijah comenzó a estudiar los viejos volúmenes, los documentos y los papeles a su alcance, restaurando el círculo de piedras, y construyendo la vieja torre, utilizando en su construcción algunas de las piedras, lo que explicaría la mayor antigüedad de algunas de ellas, y quitando de su lugar el bloque de piedra gris grabado con el Signo Mayor, precisamente como Dewart y su compañero indio persuadieron que volviera a hacer Bates últimamente. Así, por lo tanto, quedó reabierta la abertura, y comenzó un curioso y sin duda memorable conflicto. Pues Richard Billington, habiendo logrado cumplir su propósito primordial, se dispuso a cumplir otro secundario; esto es, reasumir su interrumpida existencia sobre la Tierra en su propia casa y en la persona de Alijah Billington. Pero desgraciadamente para él, Alijah no se detuvo al cumplir el propósito primordial de Richard, sino que siguió estudiando. Consiguió nuevas partes del Necronomicon, y continuó instruyéndose, llamando a Ciertas Cosas de Afuera, y permitiendo que esas Cosas asolaran la región de Dunwich a su gusto. Continuó así hasta que tuvo el embrollo con Phillips y Druven, y hasta que finalmente advirtió las intenciones de Richard Billington; entonces echó Afuera a la Cosa o Cosas, y sin duda a la fuerza de Billington también, y sencillamente selló la nueva abertura con la piedra que llevaba el Signo Mayor, después de lo cual partió del país, y antes de morir redactó las inexplicables instrucciones para sus herederos. Pero algo de Richard Billington quedó, algo del Amo permaneció, lo suficiente para permitirle realizar de nuevo su propósito un siglo después.
—¿Entonces la influencia que se hace sentir allí es la de Richard Billington y no la de Alijah?
—No cabe la menor duda. Tenemos ciertas indicaciones precisas de ello. Richard es el Billington que desapareció y que no fue vuelto a ver, y no Alijah, que murió en su lecho en Inglaterra. Por otra parte, hay una manifestación que resulta absolutamente probatoria. Richard Billington ha tenido suficiente trato con esos seres de Afuera como para estar sujeto a las mismas leyes que ellos en sus propias dimensiones. En una palabra, teme el Signo Mayor. Ahora bien, el día en que el indio apareció antes de amanecer, usted recordará que Dewart requirió la ayuda de Bates. Se trataba de mover y enterrar la piedra sobre la cual se hallaba grabado el Signo Mayor. Dewart desafió a Bates, diciendo que no podría llevarla solo. Bates lo hizo. Observe bien que ni Dewart ni el indio movieron un dedo para ayudarle, es decir, que ninguno de los dos la tocó porque no se atrevían a hacerlo, porque, Phillips, Ambrose Dewart ya no es Ambrose Dewart, sino que es Richard Billington, y el indio Quamis es ese mismo indio que en tiempos de Alijah le asistía en sus prácticas, y que un siglo antes había servido a Richard, y que fue llamado de aquellos horrendos espacios de Afuera a fin de reanudar los horrores comenzados hace doscientos años. Y si no interpreto mal los signos, tendremos que proceder con rapidez a fin de evitar y desbaratar ese propósito, y sin duda Stephen Bates tendrá más cosas que contarnos cuando se detenga aquí de regreso para su casa, dentro de tres días, si es que se le permite partir.
Los presentimientos de mi superior se vieron realizados en menos de tres días.
No hubo anuncio público de la desaparición de Stephen Bates, pero la noticia nos llegó mediante un correo rural, en la forma de un trozo de papel desgarrado que dijo haber encontrado en la carretera de Aylesbury Pike, y que, como aparentemente estaba dirigido al doctor Lapham, lo había traído al despacho del hombre de ciencia. El doctor Lapham leyó el papel en silencio y luego me lo pasó.
Por la forma en que estaba garabateado parecía haber sido escrito con una prisa terrible y utilizando como mesa la rodilla o algún trozo de tronco de árbol, pues en varios lugares el lápiz había perforado el papel.
Doctor Lapham, ¡lo envió detrás de mí! La primera vez conseguí librarme de Él. Sé que me encontrará. Primero los Soles y las Estrellas. Luego el olor… ¡Oh, Dios, qué olor!… como algo que ha estado quemándose mucho tiempo. Corrí al ver las luces sobrenaturales. Llegué a la carretera. Lo oí detrás de mí, como el viento entre los árboles. Luego el Olor. Y el sol estalló, ¡y la Cosa salió EN PEDAZOS, QUE SE UNIERON FORMANDO UN TODO! ¡Oh, Dios! No puedo…
No había más.
—Llegaremos tarde para salvar a Bates, eso es evidente —dijo el doctor Lapham—. Y espero que no nos encontremos con lo que se encontró él —añadió lúgubremente—. Pues contra eso en verdad tenemos poco poder. Nuestra única oportunidad está en llegar hasta Billington y el indio mientras la Cosa se halla de regreso Afuera, pues no vendrá a menos que se la llame.
Abrió un cajón de su escritorio mientras hablaba y tomó de él dos brazaletes de cuero, similares a los que se utilizan para los relojes de pulsera, pero que en lugar de reloj tenían una piedra gris ovalada, sobre la cual estaba grabado un extraño diseño: una estrella tosca de cinco puntas, en cuyo centro se veía un rombo y una especie de haz de llamas. Me tendió uno a mí y puso el otro alrededor de su propia muñeca.
—¿Y qué haremos ahora? —inquirí.
—Iremos a aquella casa y preguntaremos por Bates. No le oculto que puede ser peligroso.
Aguardó a que yo protestara, pero nada dije. Siguiendo su ejemplo, me puse el brazalete que me había entregado, y luego abrí la puerta para darle paso.
No había señales de vida en la casa Billington; varias ventanas estaban cerradas con persianas, y a pesar de lo fresco de la temperatura, no se advertía humo en la chimenea. Dejamos el automóvil en el camino, frente a la puerta de entrada, y subiendo los escasos escalones, llamamos a la puerta. No recibimos contestación. Volvimos a llamar, más fuerte, y otra vez más, hasta que finalmente la puerta se abrió de pronto y nos encontramos ante un hombre de estatura mediana, con nariz aguileña y un copete de cabello rojizo. Su tez era morena, casi cetrina, y sus ojos penetrantes y recelosos. Mi superior se presentó sin tardanza.
—Buscamos al señor Stephen Bates —dijo luego—, y tengo entendido que vive aquí.
—Vivía aquí, sí, pero salió el otro día para Boston. Es allí donde reside habitualmente.
—¿Puede usted darme su dirección?
—Calle Randle, número diecisiete.
—Gracias, señor —dijo el doctor Lapham, y tendió su mano.
Un poco sorprendido por esta cortesía innecesaria, Dewart alargó la suya para estrechársela; pero en cuanto sus dedos tocaron los de mi superior, lanzó un grito ronco y retrocedió de un salto. La transformación que sufrió su rostro fue en verdad espantosa; su recelo anterior se convirtió en una mezcla de odio e ira y sus ojos centellearon horriblemente. Sólo cerró la puerta de un golpe brutal. Había advertido el brazalete que llevaba el doctor Lapham.
Este, con calma imperturbable, se dirigió hacia el automóvil. Cuando me deslicé detrás del volante, estaba mirando su reloj.
—Falta poco para que anochezca. No nos queda mucho tiempo. Espero que irá a la torre esta noche.
—Eso fue una especie de aviso que le dio usted, ¿verdad? ¿Y por qué? ¿No hubiera convenido más que lo ignorara?
—No hay razón alguna para que lo ignore; Al contrario, es mejor que lo sepa. Pero no perdamos tiempo hablando. Tenemos mucho que hacer antes de que caiga la noche, pues debemos encontrarnos aquí antes de la puesta del sol. Y tenemos que ir hasta Arkham a buscar ciertas cosas que necesitamos esta noche.
Media hora antes de la caída del sol llegábamos junto a los Bosques Billington acercándonos a ellos por el extremo oeste, es decir, del lado opuesto a la casa. La claridad, que ya menguaba, especialmente bajo los frondosos árboles, impedía que avanzáramos muy rápidamente, máxime teniendo en cuenta que nos hallábamos bastante cargados. El doctor Lapham no se había olvidado de nada. Llevábamos palas, linternas, cemento, un gran recipiente de agua, una palanca de hierro, y varias otras herramientas similares. Además, el doctor Lapham se había armado con una curiosa y antigua arma que lanzaba balas de plata, y llevaba el bosquejo que Bates nos había dejado y que señalaba aproximadamente el lugar donde había enterrado el bloque de piedra gris marcado con el Signo Mayor.
A fin de evitar toda conversación inútil en los Bosques, el doctor Lapham me había explicado que pensaba que Dewart, o mejor dicho Billington, y tal vez el indio Quamis, se dirigirían a la torre en cuanto cayera la noche, a fin de poner en práctica sus odiosos ritos. Hasta ahí todo lo teníamos previsto. Debíamos desenterrar sin pérdida de tiempo la losa de piedra y tenerla lista para utilizarla, y asimismo debíamos preparar el cemento para emplearlo sin pérdida de tiempo cuando llegara el momento. Lo que luego ocurriese dependía del doctor Lapham, quien me había dado severas instrucciones, a fin de que obedeciera sus órdenes sin objeción ni pregunta alguna, cosa que le prometí hacer, aunque me sentía algo ansioso respecto a lo que pudiera ocurrir.
Llegamos finalmente cerca de la torre y el doctor Lapham descubrió sin dificultad el lugar donde Bates había enterrado la piedra que llevaba el sello. La desenterró con facilidad, mientras yo mezclaba el cemento, y poco después de la caída del sol estábamos listos para comenzar nuestra vigilancia. La noche no tardó en llegar y del este, o sea en dirección al pantano, del otro lado de la torre, nos llegó el endemoniado coro de los batracios, mientras que un resplandor titilante delataba la presencia de millones de luciérnagas, cuyas luces blancas y verdosas iluminaban fantásticamente aquel lugar y hasta los bosques circundantes. Las chotacabras también se hicieron presentes con su canto extraño, de cadencia extraterrena, y al parecer al unísono con las actividades de los batracios y los insectos.
—Ellos se acercan —susurró lúgubremente el doctor Lapham.
Las voces de los pájaros, ranas y sapos se elevaron hasta una intensidad aterradora, a tal punto que temí no poder tolerar aquella cacofonía rítmica e infernal sin enloquecer. Luego, cuando aquel espantoso clamor llegó a su paroxismo, sentí que el doctor Lapham me tocaba el brazo, y, aunque no pude oír lo que me dijo comprendí que Ambrose Dewart y Quamis estaban acercándose.
Me resultaba poco menos que imposible describir los acontecimientos que se desarrollaron aquella noche, aunque de ello no hace mucho tiempo. Diré que desde entonces las regiones de Arkham y Dunwich gozan de una sensación de paz y bienestar como hacía más de dos siglos que no conocían. Esos acontecimientos comenzaron con la aparición de Dewart, o mejor dicho de Billington bajo la apariencia de Dewart, en la abertura del techo de la torre. El doctor Lapham había elegido bien el lugar de nuestro escondite, pues entre el follaje podíamos ver perfectamente la abertura del techo en la cual apareció Dewart. Casi en seguida se elevó su voz, una voz extraña, ronca y terrible que emitía palabras o sonidos más extraños aún, mientras mantenía su cabeza elevada hacia las estrellas. Las palabras o sonidos llegaban claramente hasta nosotros, a pesar del infernal clamor de batracios y chotacabras…
«¡Ia! ¡Ia! ¡N’ghaa, n’nghai! ¡Ia! ¡Ia! ¡N’gai, n’yah, n-yah, shoggog, phtaghn! ¡Ia! ¡Ia! ¡Y-hah, y y-nyah, y-nyah, n-yah! ¡N’ghaa, n’n’gh, waf’l pthanghn-Yog-Sothoth!…».
Un fuerte viento comenzó a elevarse entre los árboles, un viento descendente, y el aire se tomó frío, mientras las voces de las ranas, sapos y chota cabras aceleraban su ritmo. Me volví alarmado hacia el doctor Lapham, justo a tiempo para verle apuntar deliberadamente con su arma y hacer fuego.
Giré vivamente la cabeza; Dewart recibió la bala, se inclinó hacia adelante y luego cayó de cabeza al suelo, fuera de la torre. Al momento, el indio Quamis apareció en la abertura y con voz furibunda continuó con el rito comenzado por Billington.
«¡Ia, Ia, Yog-Sothoth! ¡Ossadogowah!».
La segunda bala golpeó al indio, que no cayó, sino pareció desmoronarse sobre sí mismo.
—Ahora —dijo mi superior con voz fría y tranquila— ponga ese bloque de piedra en su lugar.
Alcé la piedra y él me siguió con el cemento en medio del endemoniado y terrible clamor de ranas y chotacabras; corrimos hacia la torre mientras el viento crecía en intensidad y el aire se helaba cada vez más. Ante nosotros se erguía la torre, y en la torre la abertura hacía de marco a las estrellas y, ¡oh, horror de los horrores… a algo más!
Cómo pudimos vivir a través de aquella inolvidable noche con ese horror en la mente y en los ojos, no lo sé. Sólo me queda un vago recuerdo de haber cerrado aquella abertura… de haber enterrado los restos mortales de Ambrose Dewart, ahora por fin libre en la muerte de esa maligna influencia, o mejor dicho posesión de Richard Billington; de las palabras con que el doctor Lapham me aseguraba que la desaparición de Dewart sería atribuida a la misma fuente desconocida de las demás, pero que aquellos que aguardaran que su cuerpo reapareciera como habían reaparecido los demás, aguardarían en vano; del polvo fino y antiguo que el doctor Lapham dijo era lo único que quedaba de Quamis, que había estado muerto desde «más de dos siglos» y sólo caminaba y se movía por orden de Richard Billington; de la destrucción de aquel círculo de piedras; de la aniquilación y enterramiento de la torre misma, desde abajo, de modo a que la temida piedra gris con el Signo Mayor no fuera deteriorada en su pasaje a la tierra; del descubrimiento en esa tierra, gracias a nuestras linternas, de curiosos huesos, de varias décadas de antigüedad, posiblemente de la época de aquel antiguo «Mago»… aquel jefe de los Wampanaug, Misquamacus; de la completa destrucción de la magnífica ventana coloreada del Estudio; del retiro de valiosos libros y documentos de la biblioteca de Billington para ser depositados en la de la Universidad de Miskatonic; de la reunión de nuestras herramientas y de su carga, con los libros y documentos, en el automóvil y de nuestra huida poco antes de rayar el alba. De todo esto, ya lo dije, sólo tengo un vago recuerdo. Sólo sé que fue hecho, pues algún tiempo después me obligué a mí mismo a visitar aquella isla que en un tiempo existiera en medio del Misquamacus, así nombrado en tiempos de Richard Billington y nombre pronunciado por Ambrose Dewart sin tener conciencia de ello, y no vi nada; no quedaban rastros de la torre ni del círculo de piedras, de ese lugar de Dagon, de Ossadogowah, y de aquella otra Cosa espantosa de Afuera que acechaba a la entrada, aguardando a que la llamaran…
De todo esto sólo me queda un vago recuerdo, y eso por lo que vi encuadrado en aquella abertura cuando sólo esperaba ver las estrellas, y del olor sepulcral, hediondo, que venía de Afuera, no de las estrellas, sino de los soles, los soles vistos por Stephen Bates en sus últimos momentos, enormes globos de luz reuniéndose hacia la abertura, y no sólo eso, sino aquellos otros globos que estallaban, dando paso a unas carnosidades protoplásmicas que fluían oscuramente para unirse unas con otras y formar ese horrendo monstruo del espacio exterior…, ese monstruo amorfo, tentacular, que era quien acechaba a la entrada, cuya máscara era como un cúmulo de globos irisados: ¡el malvado Yog-Sothoth, que deambula eternamente en el caos nuclear, más allá de las más inferiores fronteras del espacio y el tiempo!