MANUSCRITO DE STEPHEN BATES
Movido por la urgencia de la llamada de mi primo Ambrose Dewart, llegué a la vieja Casa de Billington antes de transcurrida una semana tras haber recibido su carta. Desde el instante de mi llegada ocurrieron una serie de acontecimientos que, comenzando del modo más prosaico, culminaron en las circunstancias que me determinaron a escribir esta singular narración a fin de que se añada a esas fragmentarias y variadas notas escritas de puño y letra de Ambrose.
He dicho que los acontecimientos comenzaron de modo prosaico, pero esto no es del todo exacto. Debo decir también que eran prosaicos en comparación a lo que ocurrió luego en la vecindad de la casa de los Bosques de Billington. Por episódicos y desligados que parecían estos acontecimientos, en realidad eran todos partes esenciales de un mismo esquema, sin consideración de tiempo, espacio y lugar, según debía yo descubrir. Todo fue, por desgracia, muy confuso desde el comienzo, Pero, desde el principio, advertí en mi primo cierta evidencia de esquizofrenia primaria, o lo que entonces creí que era esquizofrenia, aunque más tarde llegué a temer algo completamente distinto y mucho más terrible.
Este aspecto de dualidad en la persona de Ambrose hizo mis propias investigaciones mucho más difíciles, pues a veces podía contar con su cooperación amistosa y otras debía luchar contra una hostilidad velada y astuta. Esto quedó de manifiesto desde el principio; el hombre que me había escrito aquella carta desesperada era un hombre que pedía y necesitaba sinceramente de mi ayuda para la explicación de un problema en el cual se encontraba envuelto inexplicablemente; pero el hombre qué fue a mi encuentro en Arkham, en contestación a mi telegrama anunciando mi llegada, era frío, cauteloso y retraído; insistió en la escasa necesidad que tenía de ayuda, y trató, desde el primer momento de mi visita, de que esta no excediera de una quincena, o menos si era posible. Fue muy cortés y hasta afable, pero había en él una reticencia curiosa, que no concordaba con el tono de los apresurados garabatos que me había enviado.
—Cuando recibí tu telegrama comprendí que mi segunda carta no había llegado a tus manos —me dijo al saludarme en la estación de Arkham.
—Si me enviaste otra, no la recibí.
Se encogió de hombros, observando únicamente que había escrito para tranquilizarme después de su primera carta. Y con este comienzo quiso sugerirme que había resuelto sus dificultades sin mi asistencia, aunque se sentía feliz por mi llegada, si bien la urgencia de su carta ya no era el factor principal.
Instintivamente, así como psíquicamente también, no pude escapar a la impresión de que cuanto decía no era del todo verdad. Tenía la impresión de que posiblemente él creyese en lo que me estaba diciendo, pero de esto no podía estar del todo seguro. Dije sólo que me alegraba de que su problema urgente, a cuya instigación me había escrito, ya no le pareciera tan imperativo. Esto pareció satisfacerle, se tranquilizó un poco, y comenzó a charlar haciendo algunas observaciones respecto a la naturaleza de la región de Aylesbury Pike, observaciones que me sorprendieron porque no creí que hubiera estado bastante en Massachusetts como para haber aprendido tantas cosas acerca de la historia inmediata y pasada de la región en que vivía, región que tenía la particularidad de ser mucho más antigua que muchas otras de las comarcas habitadas de Nueva Inglaterra, y en la cual se interesaban los estudiosos, y que incluían los ahora semidesiertos valles de Dunwich, centro de desolación, degeneración y decadencia, y la ciudad maldita de Innsmouth, junto al mar, lugar donde, según la tradición, siempre ocurrían extraños crímenes, desapariciones inexplicables y otros horrores, y manifestaciones de degeneración, y donde solían practicarse cultos malignos y sacrílegos, cosas que son olvidadas mucho más fácilmente que investigadas, por temor a lo que pudiera descubrirse en una investigación acerca de asuntos que vale mucho más permanezcan ocultos para siempre.
Así llegamos por fin a la casa, y la encontré tan bien conservada como la última vez que la vi hacía unas dos décadas; a decir verdad tan bien conservada como siempre recordaba lo había estado, y mi madre antes que yo. Era una casa en la cual no se notaban los estragos del tiempo, a pesar de ser tan antigua y haber estado tanto tiempo abandonada. Por otra parte, Ambrose la había restaurado y vuelto a amueblar en parte, aunque exteriormente no había hecho otra cosa que hacerle dar una mano de pintura. Se erguía con su antigua dignidad, con sus cuatro pilares cuadrados en el frente y su gran puerta central, que encuadraba magníficamente en sus hermosas líneas arquitectónicas. El interior era tan hermoso como el exterior, y Ambrose se había permitido apenas algunos cambios que brindaban comodidad, pero que no quebraban la armonía del conjunto.
Observé en todos lados la evidencia de la preocupación de mi primo por asuntos que ni siquiera me había mencionado en su visita a Boston algún tiempo antes, investigaciones geológicas la mayoría de ellas. Esto era particularmente evidente por los papeles amarillentos en el estudio, y los antiguos libracos que había sacado de los estantes para consultarlos.
Cuando entramos en el estudio, noté el segundo de aquellos hechos que más tarde debían pesar tanto en mis descubrimientos. Vi que Ambrose echaba una mirada involuntaria, y con cierta mezcla de aprensión y expectativa, a la ventana de vidrios emplomados situada en lo alto de uno de los muros del estudio; cuando desvió su vista de ella, advertí otra vez esa mezcla de dos cosas opuestas: alivio y decepción. Era extraordinario, y resultaba casi misterioso. No dije nada, sin embargo, pensando que llegaría el momento, ya fuese ese mismo día o en los siguientes, en que Ambrose volvería a encontrarse en el estado en que se hallaba cuando se había sentido impulsado a escribirme.
Ese momento llegó más pronto de lo que había pensado.
Pasamos aquella velada charlando sobre trivialidades, y noté que Ambrose se hallaba muy fatigado, y que le costaba trabajo mantenerse despierto. Alegando cansancio a mi vez, le relevé de sus deberes de anfitrión, retirándome a mi dormitorio. Pero estaba muy lejos de sentirme cansado, por lo tanto no me acosté, sino que me senté en una cómoda butaca a fin de leer un rato. Sólo cuando el tedio de la insípida novela que había llevado me venció, apagué la lámpara, y esto lo hice más pronto de lo que había pensado hacerlo, pues me resultaba muy difícil acostumbrarme a la iluminación un tanto primitiva con la cual mi primo se veía obligado a conformarse. Debía de ser, aproximadamente, alrededor de medianoche. Me desvestí en la oscuridad, que no era muy intensa, pues la luz de la luna iluminaba un rincón de mi habitación y su resplandor alumbraba tenuemente todo mi cuarto.
Estaba a medio desvestir, cuando me sobresalté al oír un grito. Sabía que mi primo y yo estábamos solos en la casa; sabía que no esperaba a nadie. Comprendí inmediatamente que, no siendo yo quien había gritado, o bien era mi primo o no lo era; y si no lo era, entonces ese grito había sido lanzado por un intruso. Sin vacilar, abandoné mi cuarto y corrí al vestíbulo. Vi una figura de blanco que bajaba las escaleras, y me precipité detrás de ella.
En ese momento volvió a oírse el grito, y lo oí claramente; era un grito extraño, sin sentido, fuerte, parecido a esto: «¡Ia! Shub-Niggurath. ¡Ia! ¡Nyarlathotep!». Y reconocí en seguida la voz y el grito; era mi primo Ambrose, y no cabía la menor duda de que estaba caminando dormido. Le tomé suave pero firmemente del brazo con intención de conducirlo de nuevo a su cama, pero él se resistió con inesperada energía. Le solté, y le seguí; pero cuando advertí que tenía intenciones de salir afuera en medio de la noche, de nuevo le tomé del brazo tratando de hacerle volver. Una vez más se resistió con gran fuerza, tan grande que me sorprendí no se hubiera despertado, pues yo me opuse a él, hasta que finalmente, tras grandes esfuerzos, logré hacerle volver y guiándole le obligué a subir las escaleras y entrar en su dormitorio, donde se metió en cama con bastante docilidad.
Yo estaba a la vez divertido y algo preocupado. Permanecí un momento sentado junto a su cama, que se hallaba en la habitación que ocupó el poco querido Alijah, nuestro tatarabuelo, pensando que podría volver a despertarse. Como me hallaba sentado frente a la ventana, podía mirar afuera, cosa que hacía de vez en cuando, teniendo la más curiosa impresión de que de rato en rato, y a intervalos irregulares, aparecía un resplandor, como de una luz oculta, que brillaba desde el techo cónico de la vieja torre de piedra que se hallaba en línea recta con aquel muro de la casa. No pude, sin embargo, convencerme de que aquello no era debido a alguna propiedad de las piedras bajo la luz de la luna, aunque observé el fenómeno durante un buen rato.
Finalmente salí del dormitorio de mi primo. Me hallaba aún completamente desvelado, pues esta pequeña aventura de Ambrose me había desvelado aún más. Dejé entreabierta la puerta de mi dormitorio, que comunicaba con el de Ambrose, por si este volvía a caminar en sueños. Pero no volvió a ocurrir; en cambio, comenzó a farfullar dormido, y yo tendí el oído. Lo que decía carecía de sentido para mí. Me sentí impulsado a anotar sus palabras y fui a situarme a la luz de la luna a fin de no tener que encender ninguna lámpara. Mucho de lo que decía era incoherente y no podían distinguirse las palabras, pero de vez en cuando pronunciaba frases lúcidas, lúcidas hasta cierto punto, quiero decir que parecían ser frases, por altisonante y forzada que fuese la voz de mi primo en sueños. En resumen pronunció siete de esas frases, y cada una de ellas tras un intervalo de tal vez cinco minutos, durante los cuales farfullaba cosas incoherentes mientras se removía inquieto sobre su cama. Las anoté lo mejor que me fue posible, haciendo después las correcciones necesarias para darles cierto sentido. Estas fueron, pues, las frases que mi primo Ambrose murmuró durante su sueño:
«A fin de que se eleve Yog-Sothoth deberás aguardar al sol en la quinta casa, estando Saturno en trino; luego deberás trazar el pentagrama del fuego, diciendo tres veces el noveno verso, repitiendo el cual la víspera de Todos los Santos hace que la Cosa salga al Espacio, más allá de la Entrada de la cual Yog-Sothoth es el Guardián».
«Él tiene todo conocimiento; él sabe de dónde vienen los Ancianos de las pasadas eternidades, y él sabe dónde volverán a salir de Nuevo».
«Pasado, presente, futuro… Todo es uno en él».
«El acusado Billington afirmaba que no causaba ni provocaba ruido alguno; entonces se oyeron grandes risas y carcajadas, las cuales, afortunadamente para él, sólo fueron percibidas por él».
«¡Ah, ah, el olor! ¡El olor! ¡Aï, Aï! Nyarlathotep».
«No está muerto lo que yace eternamente, y con extrañas eternidades hasta la muerte podría morir».
«En su casa en R’lyeh —en su gran casa en R’lyeh— yace él…, no muerto, sino durmiendo…».
Esta extraña jerigonza fue seguida por un profundo silencio, y tras un rato oí la respiración regular de mi primo, que me hizo comprender que por fin había caído en un sueño tranquilo y natural.
Mis primeras horas en la casa. Billington estuvieron, por lo tanto, llenas de una variedad de impresiones contradictorias. Estas debían continuar. Apenas había yo dejado a un lado las notas que acababa de transcribir, y me había metido en cama, dejando siempre la puerta de comunicación abierta, y había comenzado a dormir, cuando me desperté sobresaltado al oír golpear una puerta y advertí a Ambrose de pie junto a mi cama, una mano tendida hacia mí como para despertarme.
—¡Ambrose! —exclamé—. ¿Qué ocurre?
Estaba temblando, y dijo con voz también temblorosa:
—¿Oyes?
—¿Si oigo qué? —inquirí.
—¡Escucha!
Obedecí.
—¿Qué es lo que oyes?
—El viento entre los árboles.
Dejó oír una amarga carcajada.
—«El viento susurra con Sus voces, y la tierra murmura con Su sentido». ¡El viento! ¡Te parece que es sólo el viento!
—Sólo el viento —repliqué con firmeza—. ¿Has tenido una pesadilla, Ambrose?
—¡No! ¡No…! —repuso con voz angustiada—. Esta noche no… Estaba comenzando, pero luego se detuvo; algo la detuvo… lo cual me llenó de alegría.
Ya sabía qué era lo que la había detenido, pero nada dije.
Se sentó en la cama y apoyó afectuosamente una mano sobre mi hombro.
—Stephen, me alegro de que estés aquí. Pero si por si acaso te dijera cosas que no estuviesen de acuerdo con esa alegría que siento, te ruego no les prestes atención. A veces me parece que no soy yo mismo.
—Has estado trabajando demasiado.
—Tal vez —elevó su cabeza, y a la pálida claridad de la luna advertí cuán fatigado estaba su rostro; estaba escuchando de nuevo—. No, no —dijo—. No es el viento en los árboles, no es siquiera el viento entre las estrellas, es algo más lejos aún… algo de Afuera, Stephen. ¿No lo oyes?
—No oigo nada —contesté con suavidad— y tal vez si pudieras dormir tú tampoco oirías nada.
—El sueño no tiene importancia —dijo enigmáticamente y hablando en un susurro como si temiera que pudiera oírnos alguna tercera persona—. El sueño es peor.
Salí de la cama, me acerqué a la ventana, la abrí y le dije:
—Ven a escuchar, entonces.
Se acercó a mi lado, reclinándose contra el marco de la ventana.
—El viento entre los árboles… nada más.
Suspiró.
—Te lo contaré mañana… si puedo.
—Cuéntamelo cuando quieras. Pero ¿por qué no ahora, si es que te sientes con deseos de hacerlo?
—¿Ahora? —miró por encima de su hombro con expresión aterrada—. ¿Ahora? —repitió roncamente, y luego—: ¿Qué fue lo que Alijah hizo en la torre? ¿Cómo suplicaba a las piedras? ¿Qué llamó de las colinas o del cielo? No sé cuál de los dos. ¿Y qué era lo que estaba acechando y en qué entrada?
Al finalizar esta extraña serie de preguntas, me miró inquisitivo a los ojos en la semioscuridad, y meneando su cabeza dijo:
—Tú no lo sabes. Nadie lo sabe. Pero algo está ocurriendo aquí, y ante Dios temo haberlo traído aquí por algún medio que ignoro.
Y así diciendo, se volvió bruscamente, y, con un breve: «Buenas noches, Stephen», se retiró a su habitación cerrando la puerta tras de sí.
Durante unos minutos permanecí como paralizado de asombro ante la ventana abierta. ¿Sería en verdad sólo el viento aquel ruido que llegaba del bosque? ¿O era algo más? El extraño comportamiento de mi primo me dejó turbado, dispuesto para dudar de mis propios sentidos. Y de pronto, mientras me hallaba allí, sintiendo el fresco del viento contra mi cuerpo, tuve conciencia, con una creciente opresión, con un sentimiento de desesperación, de la presencia de algo horrendo, de algo espantosamente maligno que rondaba por los bosques que circundaban la casa, de algo pegajoso y penetrante, de lo más repugnante que pueda haber en los abismos más profundos del alma humana.
Y aquello no era puramente imaginario; era una cosa tangible, pues sentía yo el fresco del aire llegando por la ventana abierta, como contraste a eso. La aprensión al daño, al terror, a la repugnancia se adueñó, como una nube, de la habitación; sentí que caía sobre mí cual niebla invisible. Me alejé de la ventana y entré en el vestíbulo; allí era lo mismo; bajé las escaleras en la oscuridad; nada cambió… En todos lados en aquella vieja casa se «sentía» algo maligno y terrible, y eso era, con toda seguridad, lo que había afectado a mi primo. Tuve necesidad de toda mi energía para no dejarme dominar por aquella opresión y desesperación que sentía, y repeler aquel temor que se infiltraba en mi ser y que parecía provenir del ambiente. Era una lucha contra algo invisible que poseía una fuerza doble de la un adversario físico, y al regresar a mi dormitorio me percaté de que vacilaba en dormirme, temeroso de que durante mi sueño pudiera ser presa fácil de aquella insidiosa penetración que pugnaba por infectar todo lo que estaba a su alcance como ya había infectado aquella casa antigua y a su nuevo morador, mi primo Ambrose.
Permanecí, por tanto, en un estado de sueño alerta, dormitando un poco, pero descansando. Después de tal vez una hora, la sensación de malignidad y espantoso terror que parecía estar al acecho desapareció tan repentinamente como había venido, pero ya no tenía yo deseos de dormir, sintiéndome bastante descansado, y me levanté con el alba, vistiéndome y yendo abajo. Ambrose aún no había bajado, y esto me permitió examinar algunos de los papeles que se hallaban en el estudio.
Los había de varias clases, pero ninguno era de índole personal. Eran, al parecer, copia de noticias aparecidas en los periódicos, referentes a acontecimientos curiosos, particularmente ciertos asuntos relacionados con Alijah Billington; había también un relato muy detallado acerca de algo que había ocurrido muchos años antes a cierta persona llamada «Richard Billingham o Bollinham», e identificada por nota de puño y letra de mi primo como «R. Billington»; había recortes de periódicos recientes, relativos a dos desapariciones en los alrededores de Dunwich, de las cuales ya había yo leído algo en los periódicos de Boston antes de mi llegada a Arkham. No tuve tiempo más que de echar un rápido vistazo a esta extraordinaria colección antes de oír moverse a mi primo; entonces dejé los papeles y me quedé allí aguardándolo.
Tenía mis razones para aguardarle allí, pues deseaba observar la reacción de Ambrose ante la ventana de vidrios coloreados. Tal como yo esperaba, lanzó una mirada involuntaria por encima de su hombro al avanzar por la habitación. No me fue posible, sin embargo, determinar si aquella mañana Ambrose era el hombre que me había recibido en Arkham o aquel otro, más parecido a mi primo, que me había hablado en mi dormitorio la noche pasada.
—Veo que ya estás levantado, Stephen. Prepararé el café y las tostadas en seguida. Por ahí debe de haber un periódico de estos días. El correo rural es bastante irregular por aquí, ¿sabes?, y yo no voy a menudo a la ciudad…, y no se puede pagar a un muchacho para que venga tan lejos… aun en el supuesto de que uno acepte…
Se interrumpió bruscamente.
—¿Acepte…? —pregunté.
—Llegar hasta aquí, dada la fama de que gozan la casa y los bosques.
—¡Ah sí, lo comprendo!
—¿Sabes algo sobre eso?
—He oído algunas cosas.
Se quedó mirándome un momento y me pareció que luchaba contra el deseo ardiente de decirme lo que temía, y que alguna razón oculta, que yo no comprendía aún, se lo impedía.
Sin pronunciar una sola palabra más, se volvió y abandonó la habitación.
Yo no sentía por el momento ningún interés ni en el periódico de «esos días» ni en los documentos y papeles a mi alcance, sino que dirigí toda mi atención a la ventana de vidrios coloreados. Por alguna razón mi primo temía y se complacía en dicha ventana, o mejor dicho, una parte de él la temía, mientras la otra parecía gozar con ella. No era irrazonable pensar que la parte de mi primo Ambrose que temía la ventana era aquella cuyo aspecto había yo visto en mi dormitorio la noche anterior, y que la otra era la que le impelía, durante su sueño, a las extravagancias que yo había observado. Estudié la ventana desde diversos ángulos. El dibujo, desde luego, que era de círculos concéntricos y rayas, con vidrios coloreados de suaves tonos pastel y unidos por emplomaduras, con un vidrio blanco y transparente en el centro, era completamente único. Nada igual o parecido existía, según mi conocimiento, en ninguna de las vidrieras de las catedrales europeas o americanas, ni en lo referente al dibujo ni al colorido, pues los colores parecían fundirse unos con otros, a pesar de existir varios tonos de azul, amarillo, verde y celeste, muy tenue en la parte exterior del círculo y muy oscuro, casi negro junto al «ojo» central de vidrio incoloro. Era como si el color hubiese sido quitado del oscuro centro y esfumado sus bordes, tan maravillosamente se fusionaban todos los tonos. Cuando se fijaba con atención la vista, todos aquellos círculos parecían girar, lo que producía la más extraña de las sensaciones.
Pero esto no podía ser lo que había perturbado a mi primo. Ambrose, sin duda, habría razonado tan rápidamente como yo, llegando a la conclusión de que era una ilusión óptica y nada más. Seguí mirando la vidriera, diciéndome que se había necesitado mucho ingenio y habilidad para concebirla y realizarla, y de pronto se apoderó de mí una extraña inquietud. Me había parecido ver formarse, entre aquellos vidrios y emplomaduras, la figura de una cabeza.
Comprendí inmediatamente que aquello no podía ser debido a un juego de luces, ya que la ventana daba al Oeste y se encontraba a esas horas en la sombra, con toda la casa entre ella y el sol, y no había nada afuera, según pude cerciorarme rápidamente subiendo sobre un armario y mirando a través del círculo transparente, que reflejase su luz sobre ella. Fijé mis ojos sobre la ventana con estudiado propósito, pero nada vi de extraño, siéndome imposible descubrir nada concreto; pero era indudable que había algo sugestivo en aquella ventana, y resolví examinarla de cerca.
En eso llamó mi primo desde la cocina, diciendo que el desayuno estaba listo, y abandoné la ventana, sabiendo que tendría mucho tiempo para completar cualquier investigación que quisiera hacer, ya que no tenía intenciones de regresar a Boston hasta descubrir lo que agitaba a Ambrose en tal grado, que ahora que me hallaba yo aquí no quería o no podía confesarlo.
—He visto que has estado reuniendo algunas historias respecto a Alijah Billington —dije con toda intención al sentarme a la mesa.
Mi primo asintió con la cabeza.
—Ya conoces mis investigaciones genealógicas y de anticuario. ¿Puedes contribuir en algo?
—¿En lo referente a nuestra familia?
—Sí.
—Mucho me temo que no. Tal vez esos papeles me sugieran algo. ¿Te molestaría que les echase un vistazo?
Vaciló. Era evidente que le molestaba, pero también era evidente que no deseaba negarme el permiso de mirar algo que ya había yo visto, aunque él no sabía lo que había leído o no.
—¡Ah!, puedes mirarlos, si te place —respondió encogiéndose de hombros—. Yo no he sacado gran cosa en claro de ellos. —Tomó unos sorbos de café mientras me observaba pensativo—. A decir verdad, Stephen, me encuentro tan enredado en este asunto, que no le encuentro ni pies ni cabeza… Y, sin embargo, tengo la sensación de que, sin saberlo, están ocurriendo aquí unas cosas extrañas y terribles, cosas que podrían ser evitadas si uno supiera cómo.
—¿Qué cosas?
—No sé.
—Hablas enigmáticamente, Ambrose.
—¡Sí! —repuso casi gritando—. ¡Todo es un enigma…, es una maraña de enigmas, y no puedo encontrar ni el principio ni el fin! Creí que comenzaba con Alijah, pero ya no lo creo. En cuanto a cómo terminará, tampoco lo sé.
—¿Por eso me llamaste? —inquirí encantado de tener ante mí al primo que me había hablado en mi dormitorio durante la noche.
Asintió con la cabeza.
—Entonces vale más que sepa todo lo que hiciste.
Se olvidó de su desayuno y comenzó a hablar. Sus palabras salían como a borbotones, contándome todo lo que había ocurrido desde su llegada; pero no me habló de sus sospechas, y así me lo hizo notar, diciéndome que estas no cabían en un relato puramente de hechos. Resumió, o mejor dicho puntualizó los hechos de que se había enterado mediante los papeles, hablándome del diario de Laban, los relatos de los periódicos referentes a las dificultades que tuvo Alijah con la gente de Arkham hacía más de un siglo, los escritos del Rev. Ward Phillips, etcétera, etcétera; y terminó diciendo que yo debía leer todas aquellas cosas, a fin de informarme tan bien como él lo había dicho, un enigma; pero lo mismo que él, yo también sentía que había descubierto partes de un gigantesco rompecabezas y que cada parte encajaba en él, por poco relacionadas que parecieran en un principio entre sí. Y con cada hecho nuevo que me contaba, más me convencía, de que mi primo Ambrose parecía estar atrapado en una especie de maldita trampa. Traté de calmarlo algo, y le persuadí de que terminara su desayuno y que dejara de emplear todas sus horas en aquel asunto, por temor a que se convirtiese en una obsesión irresistible.
E inmediatamente después del desayuno me sumí en la tarea de leer todo lo que Ambrose había encontrado o anotado, en el orden en que él mismo lo había descubierto. Me llevó bastante más de una hora leer los varios papeles y documentos que mi primo había colocado ante mí, y otro tanto para asimilar lo que había leído. Era en verdad una «maraña de enigmas», como había dicho Ambrose, pero era posible sacar ciertas conclusiones generales de los hechos curiosos y aparentemente dispersos presentados en los escritos y notas.
El primer hecho que se mostraba claramente era que Alijah Billington (¿y tal vez Richard Billington antes de él?, o mejor dicho, ¿Richard Billington y Alijah después de él?), se había dedicado a alguna clase de asunto secreto cuya naturaleza no podía determinarse mediante los documentos a nuestro alcance. Existía la posibilidad de que se tratara de algo malvado, pernicioso; pero al admitir esto, era necesario tomar en cuenta la superstición de los testigos toscos, la calumnia de los chismes y la repetición de rumores y leyendas que podían haber exagerado, fuera de toda proporción, el acontecimiento más trivial. Los rumores y las leyendas decían que Alijah Billington era poco o nada querido y muy temido, especialmente debido a ciertos «ruidos» oídos en sus bosques durante la noche y que él se negaba a aclarar. Por otra parte, el Rev. Ward Phillips, el crítico John Druven y posiblemente la tercera persona de aquel trío que fuera a visitar a Alijah Billington, Deliverance Westripp, no eran personas toscas. Por lo menos dos de ellas creían firmemente que el asunto en el cual se hallaba envuelto Alijah Billington era de naturaleza maligna.
Pero ¿cuáles eran las pruebas contra Alijah para confirmar tal cosa? Eran muy vagas y se podían resumir en pocas palabras: había «ruidos» inexplicables, parecidos a «gritos» o «gemidos» de «algún animal» en los bosques alrededor de la Casa Billington El principal acusador de Billington, John Draven, desapareció en circunstancias parecidas a otras desapariciones de la región y su cuerpo apareció también como los de los demás. Es decir, hubo varias desapariciones de personas cuyos cuerpos habían aparecido después de mucho tiempo, y todo indicaba que sus muertes se habían producido poco ante de ser descubierto el cuerpo. Jamás se había dado explicación alguna de dónde estuvieron durante las semanas y a veces los meses transcurridos entre su desaparición y aparición. Druven había dejado una nota sugiriendo que Alijah había «puesto algo» en la comida que ofreció a los tres hombres que le fueron a visitar, no sólo para perjudicar sus memorias, sino para obligar a Druven a que regresara a él, o por lo menos para incapacitarlo o desobedecer las órdenes que pudieran llegarle. Esto, por supuesto, sugería que el trío había visto algo. Pero no era una prueba legalmente admisible.
Eso por lo que respectaba al caso de Alijah Billington en la época de su vida. Pero además una correlación de hechos, sugerencias e insinuaciones, pasadas y presentes, presentaban un cuadro muy distinto del formado por las ardientes protestas y un poco insolente desafío de Alijah Billington referente a su inocencia y tendentes a contrarrestar las imputaciones de Druven y otros. Aunque no existía nada definitivo que pudiera acusar a Alijah, las implicaciones de los hechos eran asombrosas, por no decir aterradoras. Los aspectos en correlación, sin tomar en cuenta el período de tiempo transcurrido entre los primeros y los más recientes, dejaban a uno cierta inquietud y malestar creciente, pues sugerían cosas realmente odiosas.
El primero de tales hechos se encontraba en las propias palabras de Alijah Billington cuando escribió para atacar la crítica de John Druven referente al libro del Rev. Ward Phillips: Prodigios Taumatúrgicos en el Canaán de Nueva Inglaterra, «… hay cosas en la vida que vale más dejarlas tranquilas y alejadas del público en general». Sin duda Alijah Billington sabía lo que escribía, tal como le replicara el Rev. Ward Phillips. Y si así era, entonces las anotaciones ocasionales en el diario del niño Laban adquirían gran significación. De este diario era posible deducir que algo ocurría en efecto en los bosques, con la intervención de Alijah Billington. No era concebible que fuera contrabando, había pensado mi primo Ambrose, pues era absurdo que el contrabando fuese acompañado de «ruidos», tales como los descritos tanto en los periódicos de Arkham como en el diario del muchacho. No; era algo mucho más increíble, y existía un sugestivo y aterrador paralelo entre una de las anotaciones del niño y algo que yo había oído no hacía ni veinticuatro horas. El muchacho había escrito que encontró a su compañero indio, Quamis, de rodillas, «diciendo algo en voz alta en su idioma que yo no entendía…, pero que se parecía a Narlato o Narlotep». Durante el transcurso de la noche anterior, me había yo despertado por la voz de mi primo que gritaba en sueños: «Aï Nyarlathotep». No tenía la menor duda que las palabras pronunciadas por el indio y las pronunciadas por mi primo eran las mismas.
La actitud del indio sugería una adoración, pero había que admitir que los aborígenes suelen adorar cualquier cosa que no logran entender; esto es igualmente cierto para los indios americanos como para los negros africanos, que, en muchos lugares, se habían puesto a adorar un fonógrafo por escapar aquella máquina a su limitado entendimiento.
Otra cosa más se me ocurrió, pensando en el diario de Laban. Me parecía que las páginas arrancadas correspondían al período en que los tres investigadores habían visitado a Alijah Billington. Si así era, ¿habría el muchacho anotado algo que hubiera podido ayudar a descubrir lo que allí ocurría? ¿Y lo habría descubierto su padre y destruido las páginas del cuaderno del niño? Lo más lógico hubiera sido que Alijah destruyera todo el cuaderno, sin embargo. Si en realidad se hallaba mezclado en algunas prácticas malas en los bosques, lo que su hijo había escrito era condenable. Sin embargo, los episodios más efectivos habían ocurrido después de las páginas suprimidas. Tal vez Alijah hubiese destruido las páginas peligrosas, pensando que lo que su hijo había escrito anteriormente no podía en ningún momento servir como evidencia, y devuelto el cuaderno al niño intimándole a que no escribiera más acerca de aquellos asuntos. Eso era lo que me parecía más probable, y explicaba el hecho de que el libro hubiese subsistido para ser encontrado por mi primo Ambrose, ya que las partes más notables no fueron escritas hasta después de que su padre había arrancado las páginas que no le agradaban.
Pero el más turbador de aquellos hechos en correlación se hallaba en la citación del curioso documento titulado: De las Brujerías Dañinas llevadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana: «Se dice que cierto Richard Billington, instruido en parte por Libros Malos y en parte un antiguo Mago de los indios salvajes…, colocó en los bosques un gran Círculo de Piedras, dentro del cual decía sus Oraciones al Diablo, Lugar de Dagon Maldito, y cantaba ciertos Ritos de Magia abominados por las Escrituras Sagradas… demostró gran Temor por Algo que él había llamado del Cielo de la Noche. Hubo ese año siete asesinatos en los bosques cercanos a las Piedras de Richard Billington…». Este pasaje era horriblemente sugestivo por dos razones evidentes. La época en que Richard Billington vivió quedaba casi dos siglos atrás. Pero a pesar del tiempo, había acontecimientos paralelos entre esa época y la época en que había vivido Alijah Billington, y también entre la época de Alijah Billington y el presente. Hubo un «círculo de piedras» en tiempos de Alijah; y también hubo asesinatos misteriosos. Existía aún un círculo de piedras y una vez más había comenzado lo que parecía una serie de asesinatos. No me parecía posible que tales paralelos pudieran ser simples coincidencias. Pero si se negaba la coincidencia, ¿adónde nos llevaba?
Ahí estaban la serie de instrucciones dejadas por Alijah Billington que conjuraba a Ambrose Dewart y a cualquiera de sus herederos a «no llamarlo a las Colinas». Para trazar el paralelo estaba «esa Cosa que había llamado del Cielo de la Noche» tan temida por Richard Billington. Si no debíamos admitir la coincidencia, esto era muy sugestivo. Pero había una clave: por incomprensibles que fuesen las instrucciones dejadas por Alijah, señalaba que «el sentido» de tales instrucciones «se encontrará dentro de los libros que han quedado en la casa conocida por el nombre de Casa Billington, situada en los bosques de Billington»; es decir, que se hallaba aquí entre estos muros, posiblemente en este mismo estudio.
El problema exigía grandes esfuerzos de mi credulidad. Al aceptar el hecho de que Alijah Billington había estado mezclado en algo que deseaba que nadie se enterase, excepto el indio Quamis, era posible admitir que de alguna forma había hecho desaparecer a John Druven. En ese caso, sus prácticas debían de ser ilegales; por otra parte, la forma en que Druven había encontrado la muerte era como para despertar conjeturas, no sólo acerca de Alijah, sino acerca de los métodos que había empleado, ya que su desaparición y muerte tenían completa similitud con los asesinatos producidos en la región de Dunwich. La progresión lógica, si se aceptaba el hecho fundamental de que Alijah había logrado deshacerse de Druven, era que también había tenido algo que ver con los otros crímenes, ya que todos obedecían a un mismo patrón.
Pero si seguíamos por este camino nos encontrábamos obligados a admitir cada vez más cosas, y nuestras concesiones, cada vez mayores, no tardaban en aturdirnos en tal forma que si no deseábamos enloquecer, nos veíamos en la necesidad de desechar todo lo que habíamos creído previamente para comenzar de nuevo.
Si Richard Billington había en verdad llamado alguna «Cosa» del cielo durante la noche, ¿qué era esa cosa? La ciencia no conocía ninguna cosa semejante, a menos que se aceptase que algo semejante a los extintos pterodáctilos hubiese existido todavía hace apenas dos siglos. Pero esto parecía aún menos probable que otras explicaciones; la ciencia no hablaba de ninguna otra «cosa» voladora. Pero cierto es que nadie había escrito que la «cosa» volara. ¿Cómo entonces había venido del cielo si no volaba?
Sacudí la cabeza cada vez más confundido, y mi primo, que entraba en ese momento, sonrió algo forzadamente, diciéndome:
—¿Es demasiado complejo para ti también, Stephen?
—En efecto. Pero las instrucciones de Alijah indican que la clave se encuentra en los libros aquí existentes. ¿Los consultaste?
—¿En qué libros, Stephen? No tenemos una sola pista que podamos seguir. No es posible leerlos todos.
—No concuerdo contigo. Tenemos varias pistas. Nyarlathotep o Narlatop, se escriba como se escriba. Yoh-Sotot o Yog-Sothoth… Esas palabras se encuentran en el diario de Laban, en las palabras pronunciadas por la señora Bishop, en las cartas de Jonathan Bishop, y hay también otras referencias en esas cartas que podríamos tratar de encontrar en esos viejos libros.
Volví mi atención una vez más a las cartas de Bishop, a las cuales Ambrose había añadido sus notas referentes a lo que encontró en los periódicos de Arkham concernientes a las muertes de esas personas de quienes había escrito Jonathan Bishop. Existía un paralelo perturbador en eso también, que no tuve el valor de señalar a Ambrose, ya que parecía muy afectado y angustiado; pero no podía dejar de advertir que lo mismo que las personas entrometidas que habían espiado a Jonathan Bishop habían desaparecido y sus cuerpos vueltos a aparecer más tarde, lo mismo ocurrió a John Druven, que se había entrometido en los asuntos de Alijah Billington. Por otra parte, se pensara lo que se pensase sobre la improbabilidad de esos acontecimientos resultaba innegable que las personas a quienes Jonathan Bishop hizo referencia habían desaparecido realmente, puesto que ello se hallaba consignado en los periódicos y quien lo deseara podía leerlo.
—Aun así —dijo mi primo Ambrose cuando volví a levantar la vista—, no sabríamos por dónde empezar. Todos esos libros son antiguos y muchos ellos de difícil lectura. Algunos, creo, son manuscritos encuadernados.
—No importa. Tenemos mucho tiempo. No necesitamos hacerlo hoy.
Pareció aliviado al oír esto, y estaba por proseguir la conversación cuando se oyó que alguien llamaba a la gran puerta exterior, y él fue a atender la llamada. Tendí el oído: le oí que hacía pasar a alguien y me apresuré a esconder los papeles y documentos que había estado leyendo. Pero no hizo pasar al estudio a sus visitantes, pues eran dos, y, después de media hora, les acompañó de nuevo hasta la puerta y regresó al estudio, una vez que se hubieron retirado.
—Eran dos oficiales de la policía del condado —manifestó—. Están haciendo averiguaciones respecto a las muertes que han ocurrido cerca de Dunwich; las desapariciones, mejor dicho. Es algo espantoso, lo comprendo, y si todos van a ser encontrados como el primero, será algo que nadie en estas regiones olvidará jamás.
Observé que Dunwich era una comarca notoriamente decadente.
—Pero ¿para qué venían a verte a ti, Ambrose?
—Parece que algunos habitantes de Dunwich dijeron haber oído ruidos (unos gritos, me dijo), y como no estamos muy lejos del lugar donde desapareció Osborne, pensaron que yo también habla podido oír algo.
—Pero no oíste nada, ¿verdad?
—No, nada.
La siniestra similitud del pasado y el presente no pareció ocurrírsele, o si se le ocurrió no lo dejó ver. No me pareció conveniente llamarle la atención sobre el punto y cambié de tema. Le dije que había puesto a un lado los papeles y le sugerí fuéramos a pasear un poco antes del almuerzo, pensando que el aire fresco le haría bien. Aceptó con bastante premura.
Salimos, pues. Un vientecillo bastante fuerte se había levantado de pronto, y ya presagiaba el invierno que no tardaría en llegar; las hojas caían en abundancia de los añosos árboles, y mirando a aquellos especímenes recordé con cierto malestar la reverencia que los antiguos druidas tenían por los árboles. Pero esta fue una impresión pasajera ocasionada sin duda por mi preocupación por el círculo de piedras en la vecindad de la torre redonda, pues si había propuesto aquel «paseo» era porque deseaba, si era posible, llegar hasta la torre en compañía de mi primo.
Con toda premeditación, elegí un camino tortuoso, evitando el área pantanosa situada entre la torre y la casa a fin de llegar a la torre por el Sur, siguiendo el lecho seco del antiguo tributario del Miskatonic. Mi primo comentaba de vez en cuando la ancianidad de los árboles y observaba repetida mente que en ningún sitio se veían huellas de hacha o sierra. No lograba discernir si la nota en su voz era de orgullo o de extrañeza. Observé a mi vez que los añosos robles tenían cierta relación con los árboles druídicos, y él me miró con expresión escrutadora. ¿Qué sabía yo de los druidas?, me preguntó. Le contesté que sabía comparativamente poco. Luego quiso saber si pensaba que pudiera haber alguna relación básica entre muchas religiones antiguas, o creencias religiosas, y las druídicas. No se me había ocurrido pensar nunca en eso, y así se lo dije. Todos los mitos, por supuesto, eran fundamentalmente similares, todos tenían algo que ver con el temor y la curiosidad que despertaba lo desconocido, y en nuestra naturaleza todos llevábamos algo de mitólogos; pero debía hacerse una diferencia entre la mera creencia en los mitos y las creencias religiosas, lo mismo que se hacía una diferencia entré las supersticiones y leyendas, y los credos y principios éticos y morales. A todo esto no me contestó rada.
Caminamos un tiempo en silencio y luego ocurrió un incidente curiosísimo. Sucedió al llegar al lecho seco del tributario del Miskatonic.
—¡Ah! —dijo con voz algo ronca y muy distinta de su tono habitual—. Hemos llegado al Misquamacus.
—¿El qué? —inquirí, mirándole asombrado.
Me miró a su vez con expresión extraña y luego tartamudeó:
—¿Q… ué? ¿Q… ué dije, Stephen?
—No oí bien; ¿cómo llamaste a ese río?
Sacudió la cabeza.
—No tengo la menor idea de cómo se llama.
—Sin embargo, acabas de nombrarlo.
—¿Sí? Es imposible. Jamás he sabido su nombre.
Parecía realmente sorprendido y algo iracundo, viendo lo cual no insistí. Dije que tal vez no había oído bien, o que mi imaginación me habría jugado una mala pasada. No obstante, estaba seguro de que había nombrado el río que en su tiempo había corrido allí; y el nombre que le había dado se parecía mucho, si no era igual, al nombre del «antiguo mago» de los Wampanaugs, ese viejo «sabio» del que se aseguraba había finalmente vencido y encerrado a la «Cosa» que tanto molestaba a Richard Billington.
El incidente me afectó muy desagradablemente. Ya sospechaba yo que las dificultades en que se encontraba envuelto mi primo eran de una naturaleza mucho más grave de la que él y hasta yo pudiéramos suponer. La índole de esta revelación en apariencia casual, aumentó esa aprensión, convirtiéndola en un profundo convencimiento. Pero no debía tardar en tener una confirmación aún más notable de mis sospechas.
Sin cruzar más palabras entre nosotros, seguimos caminando por el lecho seco del tributario y luego, saliendo del bosque, llegamos al lugar en que se hallaba emplazada la torre sobre una isla de guijarros y arena, con su círculo de piedras que sobresalía en torno suyo. Mi primo había hablado de aquellas piedras como «druídicas», pero al primer vistazo advertí que no parecían serlo, pues no tenían ninguna de las características de diseño tan manifiestos en los restos de Stonehenge, por ejemplo. Sin embargo, aquel círculo de piedras, ahora bastante deteriorado, sin duda por la acción de los años, llevaba el inconfundible signo de haber sido hecho por la mano del hombre, y parecía colocado allí más bien con el fin de circundar la torre que con otro propósito cualquiera.
Ahora bien; yo había visto y estudiado aquella torre bastante a menudo antes, pero en cuanto entré en el círculo de piedras rotas tuve la impresión de que aquella era mi primera visita al lugar. Esto se debía en parte a mis lecturas de los documentos y notas recopilados por Ambrose, pero en parte causado también por cierto cambio en la atmósfera. Inmediatamente tuve conciencia de esto. Hasta entonces la torre me había impresionado como una reliquia antigua de tiempos pasados, pero ahora tenía el convencimiento de que era algo que no pertenecía al tiempo, y se me figuraba que era terriblemente maligna y perniciosa, y hasta me parecía percibir en aquel odioso ambiente un asqueroso olor a putrefacción.
No obstante, avancé hacia ella y decidí examinarla como si fuese enteramente nueva para mí. (Y lo era, dada la impresión que ahora me producía). Conocía muy bien el aspecto de las piedras, pero deseaba examinarlas desde el interior, así como también estudiar los dibujos grabados en los peldaños de la escalera de piedra y los que figuraban en aquel gran bloque más nuevo que mi primo había quitado del techo. Advertí inmediatamente que dibujo de las escaleras era, en miniatura, el mismo dibujo que el de la ventana coloreada en el estudio de la casa de mi primo. Por otra parte, el dibujo de la piedra quitada de su lugar era curiosamente opuesto, como una estrella es opuesta a un círculo, por ejemplo. Iba yo a hacer una observación acerca de la semejanza del dibujo referido, cuando mi primo apareció en la entrada, y algo en su voz me previno que más valía callarme.
—¿Encontraste algo?
No era sólo el tono diferente de su voz, sino la hostilidad que parecía emanar de toda su persona. Adiviné instantáneamente que mi primo era una vez más el hombre que había ido a buscarme a la estación de Arkham, y que de modo tan claro me había hecho comprender que deseaba regresara cuanto antes a Boston. No pude evitar el pensamiento que se presentó en seguida a mi mente: «¿Hasta qué punto la proximidad de la torre influía en su carácter?». Pero nada dije, ni de lo que pensé ni de lo que acababa de descubrir, limitándome a observar que la torre parecía ser muy antigua y los dibujos muy primitivos, pero «carentes de significado», y, a pesar de que sus ojos permanecieron fijos en mí durante un buen rato con expresión sombría, pareció satisfecho y se retiró diciendo ásperamente que era hora de que regresáramos a la casa, pues pronto sería la hora del almuerzo y tenía que preparar la comida.
En seguida accedí a su deseo y emprendimos el camino de regreso, durante el cual comencé a charlar alegremente sobre sus talentos culinarios, sugiriéndole que debería conseguir los servicios de un buen cocinero, a fin de aliviarse de una tarea que, por agradable que fuese durante un tiempo, terminaría sin duda por resultarle deprimente y molesta, diciéndole finalmente, al llegar a la casa, que deberíamos ir a almorzar a Arkham, donde había buenos restaurantes.
Asintió complacido, cosa que me extrañó algo, y poco después nos hallábamos en la carretera de Aylesbury Pike, rumbo a aquella antigua ciudad, donde tenía yo esperanzas de aprovechar la primera ocasión que se me presentara de dejar a mi primo e ir a echar un vistazo a la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, a fin de cerciorarme, si era posible, de hasta qué punto eran ciertas las notas referentes a las actividades de Alijah Billington tomadas por mi primo en los periódicos locales.
Esa oportunidad se presentó más pronto de lo que esperaba, pues apenas habíamos terminado de almorzar, Ambrose recordó que tenía que efectuar ciertas diligencias. Me invitó a que le acompañara, pero yo me negué, diciendo que deseaba detenerme en la Universidad, a fin de saludar al doctor Armitage Harper, a quien había conocido el año anterior durante una reunión científica realizada en Boston, y, asegurándome de que Ambrose estaría ocupado por una hora, convine con él encontrarnos en la calle del Colegio, junto a la plaza, al cabo de una hora.
El doctor Harper tenía su oficina en el segundo piso del edificio que ocupaba la biblioteca, y recibía a todos los bibliófilos y expertos en historia de Massachusetts, tema sobre el cual era una verdadera autoridad. Era un caballero distinguidísimo que llevaba muy bien sus sesenta y pico de años. A pesar de haberme hablado sólo una o dos veces en su vida, la última de las cuales hacía casi un año, se acordó perfectamente de mí, tras una brevísima vacilación, y pareció muy satisfecho de yerme.
—¿Qué le trae a Arkham, señor Bates? —me preguntó, reclinándose contra el respaldo de su sillón.
Le conteste que estaba visitando a mi primo Ambrose Dewart, pero, como advertí que aquel nombre no le decía nada, añadí que mi primo era el heredero de la propiedad Billington y que en relación con esa visita me tomaba la libertad de consultarle.
—Billington es un nombre muy antiguo de la región —contestó un tanto secamente el doctor Harper.
Contesté que, en efecto, así me constaba, pero que nadie parecía dispuesto a hablar de él, y que temía mucho que la memoria que había dejado no fuera del todo respetable.
—Los Billington eran de origen noble, según tengo entendido. Su escudo de armas debe de encontrarse en algún lugar en las carpetas.
Sin duda, eran de origen noble, eso también lo sabía yo. Y pregunté al doctor Harper qué era lo que podía decirme acerca de Richard o Alijah Billington.
El anciano sonrió entornando sus ojillos escrutadores.
—Tenemos algunas referencias sobre Richard en ciertos libros y, dicho sea de paso, no son muy favorables. En cuanto a Alijah, todo lo que se sabe de él se encuentra en las crónicas periodísticas de su época.
Esto no me resultaba muy satisfactorio, y mi expresión así debió de reflejarlo.
—Pero todo eso sin duda ya lo sabe usted —comentó.
Le contesté que, en efecto, estaba enterado de todo lo que se había escrito acerca de aquellas dos personas, añadiendo que había quedado impresionado por la similitud entre los acontecimientos acaecidos en el tiempo de Richard y en el de Alijah. Ambos parecían haber estado mezclados en prácticas que, si bien no se había probado que fueran ilegales, por lo menos resultaban altamente sospechosas.
El doctor Harper se puso serio. Permaneció callado unos momentos, y su silencio indicaba a las claras que se debatía entre el deseo de hablar y el de permanecer callado. Pero, por fin, comenzó a hablar, aunque midiendo sus palabras. Sí, conocía las leyendas acerca de los Billington y los bosques de Billington; eran, a decir verdad, una parte bastante esencial de la historia de Massachusetts y que recordaba bastante los tiempos de los sortilegios. Aparentemente, las leyendas tenían cierta base en que fundarse, aunque era imposible decir, dado el tiempo transcurrido, qué grado de verdad había en aquellas leyendas grotescas que nos llegaban desde pasados años. Era, sin embargo, un hecho que Richard Billington había sido considerado en su tiempo como hechicero y brujo, y que Alijah Billington se había ganado la fama de entregarse a oscuras experiencias en sus bosques durante la noche. No era, pues, de extrañar que las leyendas se hubiesen acumulado acerca de sus personas y sus actividades, que tomaran algunos aspectos aterradores, grotescos e increíbles, y que resultara difícil ahora saber el grado de veracidad que había en ellas.
Era indudable, admitió sin embargo, que ambos Billington se ocupaban en «algo» misterioso, pero resultaba difícil, a distancia de un siglo y más, decir si aquello estaba o no relacionado con brujerías; podía también estar o no relacionado con ciertos ritos de que él, Harper, había tenido indicios existían en los lejanos bosques de la comarca; en las regiones de Dunwich y de Innsmouth, por ejemplo, ritos que pertenecían, por su naturaleza, a una raza extremadamente antigua y extraña, pues nada en ellos sugería que fueran originarias del hombre, a menos que se los relacionase en cierto modo con los ritos druídicos, que adoran seres invisibles en los árboles y cosas por el estilo.
Le pregunté si quería dar a entender que los Billington habían adorado dríades o alguna figura mitológica similar, a lo que contestó que no, que no era en las dríades en lo que estaba pensando. Que había ciertas supervivencias extrañas y horribles de religiones o cultos mucho más antiguos que todo lo conocido por el hombre. Estas eran tan insignificantes, comparativamente hablando, que los hombres de ciencia e investigadores, por lo general no se ocupaban de ellas, y eran dejadas para ser investigadas por estudiosos de menor importancia.
¿Entonces opinaba él que mis antepasados habían practicado algún tipo primitivo de religión?
Hasta cierto punto, sí. Añadió que, de acuerdo con los documentos, hasta era probable que los ritos practicados por Richard y Alijah Billington indujeran sacrificios humanos, pero que jamás había llegado a probarse nada. Pero tanto Richard como Alijah habían desaparecido. Richard, nadie sabía dónde, y Alijah partió a Inglaterra, donde había muerto. Todas las leyendas de la supervivencia de Richard eran tonterías, afirmó; tales cuentos surgían con extremada facilidad y eran luego diseminados por las personas crédulas. Richard sobrevivía, y Alijah también, pero por su descendencia, es decir, por Ambrose Dewart, y, se entiende, por mí. Todo lo demás eran relatos creados por imaginaciones exaltadas. Sin embargo, concedió, había otra clase de supervivencia, algo conocido como «residuo psíquico», es decir, que el mal permanece como flotando donde el mal ha florecido.
—¿O el bien? —inquirí.
—Digamos mejor la «fuerza» —contestó sonriendo de nuevo—. Es muy posible que una fuerza o una violencia de alguna clase «flote» en el ambiente de la casa Billington. Vamos, señor Bates… tal vez usted mismo la haya sentido.
—Así es.
Se sorprendió, y no agradablemente, según pude juzgar. Se sobresaltó un poco, y una vez más trató de esbozar una débil sonrisa.
—En ese caso, no necesito decirle nada a ese respecto.
—Al contrario, continúe usted; mucho desearía conocer su opinión sobre ese asunto. He sentido una malignidad penetrante, en aquella vieja casona, y no sé cómo explicármela.
—Entonces parecería que el daño ha sido hecho allí; tal vez ese daño haya dado pie a las historias que más tarde se refirieron de Richard y Alijah Billington. ¿De qué naturaleza es esa sensación?
No me fue fácil explicársela, pues resultaba poco menos que imposible traducir en palabras la sensación de miedo y horror que había experimentado. No obstante, el doctor Harper me escuchó gravemente, sin interrumpirme, y al final de mi breve relato permaneció varios minutos pensativo.
—¿Y cómo reacciona el señor Dewart ante todo eso? —preguntó finalmente.
—Eso, más que nada, es lo que me trae aquí.
Y le referí, con cierta cautela, la doble personalidad que parecía poseer mi primo, omitiendo todos los detalles posibles, a fin de no llegar tarde a mi cita con Ambrose.
El doctor Harper me escuchaba con creciente atención, y una vez que hube terminado volvió a permanecer sumido en sus pensamientos durante un buen rato antes de aventurar la opinión de que, evidentemente, la casa y el bosque surtían un «efecto pernicioso» en mi primo, y que sería tal vez oportuno que se alejara de aquella casa durante algún tiempo.
—Digamos durante el invierno, para que ese alejamiento le fortalezca contra las malas influencias. ¿Dónde podría ir?
Contesté vivamente que podía venir a Boston a mi casa, pero admití que yo había abrigado la esperanza de aprovechar la oportunidad para estudiar algunos de aquellos viejos libros de la biblioteca de mi primo en la Casa Billington… los antiguos libros de los Billington. Tal vez, sin embargo mi primo consintiera en que nos lleváramos algunos con nosotros. Pero mucho temía que Ambrose no aceptara pasar el invierno en Boston, a menos que se lo propusiera en el momento adecuado. Así se lo dije al doctor Harper, quien en seguida insistió en la necesidad de que convenciera a Ambrose, diciéndole que, por su propio bien, debía cambiar momentáneamente de residencia, sobre todo en vista de los acontecimientos de Dunwich, que no presagiaban nada bueno para la vecindad y sus residentes.
Me despedí del doctor Harper y salí a la calle, aguardando a Ambrose bajo el pálido sol otoñal, Mi primo llegó pocos minutos después de la hora fijada. Estaba malhumorado e irritable, según pude notar y no hizo el menor esfuerzo por entablar conversación hasta que nos hallamos bastante distantes de la ciudad; sólo entonces me preguntó brevemente si había visto al doctor Harper. Le contesté que sí, pero, por supuesto, sin darle detalles de nuestra conversación, pues se hubiera sentido ofendido… y tal vez algo más. Seguimos, pues, callados, y así llegamos a la casa del bosque.
La tarde estaba ya bastante avanzada y mi primo fue inmediatamente a la cocina para ocuparse de la cena, mientras yo me quedaba en el estudio. No sabía por dónde empezar para seleccionar los libros que esperaba persuadir a Ambrose lleváramos a Boston en el caso de que consintiera en que pasáramos allí juntos el invierno. Miraba en unos y en otros, en busca de alguna mención de aquellas palabras clave que habían sido repetidas tanto en los papeles como en los documentos y que suponía podían darnos una pista que nos llevara a la solución del problema a que estaba enfrentado mi primo. Muchos de los libros resultaron ser estudios genealógicos e históricos, relacionados con la región y las familias que en ella habitaban, que sólo podían interesar a un estudioso en genealogía, y que estaban llenos de curiosas ilustraciones y árboles genealógicos. Había otros, muy gastados algunos de los cuales yo no comprendía, y había algunos en inglés muy antiguo y otros en latín; cuatro de ellos eran transcripciones manuscritas, aparentemente incompletas, aunque encuadernadas. En este último grupo era donde esperaba encontrar lo que buscaba.
Pensé, en un principio, que o bien Richard o Alijah Billington habían hecho aquellas laboriosas transcripciones; pero tras breve examen advertí que no era así, pues a menudo la ortografía era demasiado mala para que aquello hubiese sido escrito por personas educadas, como lo eran los dos Billington, según tenía entendido. Además, había anotaciones posteriores, escritas por otra mano, que casi con toda seguridad era la de Alijah Billington. No había nada que demostrara que ninguno de aquellos libros manuscritos hubiesen pertenecido a Richard Billington; pero bien podían haber sido suyos, ya que la mayoría eran antiquísimos, y si bien no aparecía fecha alguna en ningún lado, parecía muy probable que la mayor parte de los manuscritos eran anteriores a Alijah Billington.
Elegí uno de dichos volúmenes manuscritos, libro que no era ni grueso ni pesado, y comencé a examinarlo cuidadosamente. No llevaba título alguno sobre su cubierta, que era de un cuero muy suave y de una textura que sugería piel humana, pero en una de las páginas interiores se leía esta leyenda: Al Azif - El libro de los Árabes. Lo hojeé rápidamente y advertí que estaba compuesto por traducciones fragmentarias de otro texto o textos, uno de los cuales, por lo menos, estaba en latín y otro en griego. Además, había notas al margen que indicaban sin duda el origen de las copias, como: «Museo Británico», «Biblioteca Nacional de Francia», «Universidad de Buenos Aires», «San Marcos, Lima». Las diversas transcripciones habían sido hechas por manos distintas, lo que indicaba que muchas eran las personas que se habían dedicado a recopilar todo aquello. Todo esto sugería que alguien, acaso el propio Alijah, había estado terriblemente ansioso por obtener las partes esenciales de aquel libro, y había, con seguridad, pagado a varias personas para que sacaran copia de él en los lugares donde existía el libro original. Era evidente, sin embargo, que el libro distaba mucho de estar completo, y que quien lo había mandado encuadernar trató de poner en orden las páginas que debieron de llegarle desde todos los rincones de la tierra.
Mientras estaba examinando sus páginas de nuevo, con algo más de calma, tropecé, por vez primera, con uno de los nombres asociados a los disturbios del Bosque. Era una página de papel finísimo, y la letra era pequeña y de difícil lectura. Me acerqué a la luz y comencé a leer:
«Nunca debe pensarse que el hombre es o bien el más viejo o el último de los Amos de la Tierra; no, ni que la mayor parte de la vida y la substancia marchan solas. Los Ancianos eran, los Ancianos serán. No en los espacios conocidos por nosotros, sino “entre ellos”. Ellos caminan tranquilos y prístinos, sin ocuparse de las dimensiones, e invisibles para nosotros. Yog-Sothoth conoce la entrada, pues Yog-Sothoth es la entrada. Yog-Sothoth es la llave y el guardián de la entrada. Pasado, presente, futuro; lo que ha sido, lo que es, lo que será, todo es uno en Yog-Sothoth. Él sabe dónde los Ancianos salían antes, y dónde saldrán en los tiempos venideros, hasta que el Cielo sea completo. Él sabe por qué nadie puede detenerlos cuando Ellos caminan. A veces los hombres pueden conocerlos por su olor, que es extraño al Olfato, nauseabundo, y como el de una criatura de mucha edad; pero Su semblanza no puede ser conocida por ningún hombre, excepto en rarísimos casos en que Ellos engendran entre la humanidad seres horrendos. De esos Vástagos existen diversas clases, que difieren grandemente entre sí y también del hombre. Caminan sin ser vistos. Caminan en lugares solitarios donde las Palabras han sido pronunciadas y los Ritos clamados durante Sus Estaciones, que están en la Sangre y difieren de las estaciones del hombre. El viento gime con Sus voces; la Tierra murmura con Su sentido. Inclinan los bosques, elevan las Olas, aplastan las Ciudades; pero, ni los bosques ni los océanos, ni las ciudades advierten la mano que les golpea. Kadath en el Frío Oeste los conoce y ¿qué sabe el hombre de Kadath? El desierto de hielo del Sur y las Islas del Océano tienen piedras en las que se hallan grabados Sus sellos; pero ¿quién ha visto las ciudades heladas o la torre cerrada con guirnaldas de algas y lapas? El Gran Cthulhu es Su primo, sin embargo, apenas si Los puede ver tenuemente. Ellos serán conocidos por la raza del hombre como Algo hediondo. Sus manos están siempre sobre el cuello de los hombres, desde el principio del Tiempo, y, sin embargo, no los ve. Yog-Sothoth es la llave de la entrada donde las esferas se encuentran. El hombre reina ahora donde en un tiempo Ellos reinaron. Ellos no tardarán en volver a reinar donde reina ahora el hombre. Después del verano viene el invierno, después del invierno el verano. Aguardan, pacientes y poderosos, Ellos volverán a reinar y cuando Ellos vengan nadie Les disputará Su reino y todos serán Sus súbditos. Aquellos que conocen la entrada se verán obligados a abrirla para que ellos pasen, y tendrán que servirlos a Ellos, como Ellos deseen; pero aquellos que abran sin saberlo sólo conocerán un breve tiempo después».
Seguía un espacio en blanco y luego comenzaba otra página. Pero esta estaba escrita por otra mano y provenía de otra fuente. Parecía ser de origen mucho más antiguo que la que acababa de leer, pues no sólo el papel era más amarillento, sino que la lectura y la forma de escribir eran casi arcaicas.
«Fue hecho entonces como había sido prometido, que Él sería llevado por Aquellos a Quienes Él Había Desafiado y arrojado en las mayores profundidades del Mar y colocado dentro de la Torre cerrada que se dice se yergue entre las grandes ruinas que se encuentran en la Ciudad Hundida (R’Lyeh) y encerrado dentro de ella por el Signo Mayor, y en castigo por sus protestas contra quienes le aprisionaron, Ellos se echaron por segunda vez sobre él y le impusieron la semblanza de la Muerte, pero Le dejaron soñando en ese lugar bajo las grandes aguas, y regresaron a ese lugar de donde habían venido, es decir, de Glyn-Vho, junto a las estrellas, y miraron sobre la Tierra, desde el tiempo en que caen las hojas hasta el tiempo en que se recogen las cosechas. Y allí Él yacerá soñando para siempre, en Su Casa en R’lyeh, hacia la cual en seguida se dirigieron todas Sus hordas para luchar contra toda clase de obstáculos, y decidieron aguardar Su despertar, ya que se hallaban imposibilitados de tocar el Signo Mayor y temerosos de su gran poder, sabiendo que el Cielo había regresado y que Él sería libertado y podría volver a besar la Tierra otra vez y convertirla en Su Reino y volver a desafiar de nuevo a los Dioses Mayores. Y a sus hermanos les ocurrió lo mismo, es decir, que Ellos fueron tomados por Aquellos a Quienes Ellos Desafiaron y arrojados al destierro, Aquel a Quien No Debe Nombrarse fue enviado al espacio de Afuera, más allá de las Estrellas y con los demás también, hasta que la Tierra se vio libre de ellos, y Aquellos que vinieron con aspecto de Torres de Fuego regresaron de donde Ellos habían venido, y no fueron vistos más, y en toda la Tierra hubo Paz».
Volví resueltamente la página siguiente, que era de tamaño algo más reducido, y en papel biblia, y tan mal escrita que resultaba dificilísimo descifrarla. Decía así:
«Respecto a los Ancianos, se ha escrito que aguardan a la Entrada, y que la Entrada está en todas partes y en todos Tiempos, pues Ellos no conocen ni Tiempo ni lugar, sino que son todo tiempo y se hallan en todo Lugar, sin que se les vea, y muchos de entre Ellos pueden asumir diversas Formas y Figuras, y las Entradas para ellos se encuentran en todas partes, pero la principal que les fue abierta fue la de Irem, en la Ciudad de los Pilares, la ciudad bajo el desierto; pero donde los hombres colocan Piedras y dicen tres veces las Palabras Prohibidas, la Entrada se abrirá, y Aquellos que salen de ahí, por la entrada, son los Dhols, los Abominables, los Semi-Dioses, los Tchotcho. Los Profundos, los Nocturnos, los Shoggoth, y los Voormis; los Shantaks, que guardan Kadath en el Frío Oeste, y en la Planicie de Leng. Todos ellos son igualmente los Hijos de los Dioses Mayores, pero la Gran Raza de Yith y los Grandes Ancianos, no habiéndose puesto de acuerdo, se separaron, dejando a los Ancianos en posesión de la Tierra mientras que la Gran Raza regresó de Yith e instalóse en el Tiempo, Lugar aún desconocido por aquellos que andan hoy por la Tierra, y allí aguardan hasta que vuelvan otra vez los Vientos y las Voces que les empujan allí, ante Aquel que Camina sobre los Vientos entre la Tierra y el espacio que se encuentra entre las Estrellas».
Aquí había un intervalo, como si hubieran borrado cuidadosamente lo que había sido escrito. Un corto párrafo terminaba el extracto:
«Luego Ellos regresarán, y al producirse este Gran Regreso, el Gran Cthulhu quedará libre de R’lyeh debajo del Mar, y Aquel a Quien No debe Nombrarse vendrá de Su Ciudad llamada Carcosa, junto al Lago de Hali, y Shub-Niggurath aparecerá y multiplicará su Odiosidad, y Nyarlathotep llevará la noticia a todos los Grandes Ancianos y Sus Hordas, Cthugra colocará Su Mano sobre todo lo que se oponga y Destruirá a los ciegos idiotas, y los dañinos Azatroth se erguirán del medio del Mundo donde todo es Caos y Destrucción, donde Él ha blasfemado al centro de Todas las Cosas, lo que quiere decir al Infinito, y Yog-Sothoth, que es Todo-en-Uno y Uno-en-Todo, traerá sus globos, e Ithaqua se despertará de Nuevo, y de las negras cavernas de la Tierra saldrá Tsathoggua y juntos se posesionarán de la Tierra y de todas las cosas que en ella viven, y se prepararán para luchar con los Dioses Mayores cuando el Amo de los Grandes Abismos se entere de su regreso, y vendrá con Sus Hermanos para dispersar todo lo Maligno».
La tarde llegaba a su fin y a pesar de que me embargaba el firme convencimiento de que entre aquellas antiguas páginas se encontraba la clave de misterio, aun cuando yo no entendía con claridad lo que allí se decía, la luz que disminuía y las actividades de mi primo en la cocina me obligaron a abandonar la lectura por el momento. Dejé a un lado el libro; mi perplejidad era grande ante las alusiones siniestras y terribles, referentes a algo aparentemente primordial y completamente fuera de mi alcance. Estaba convencido de que esta recopilación de fragmentos había sido comenzada por aquel Richard Billington que había sido «destruido por la Cosa que había llamado del Cielo» y proseguida bajo la dirección de Alijah, pero ¿con qué fin? ¿Sería para aumentar sus conocimientos sobre cosas que parecían prohibidas a la humanidad? El hecho de que los Billington hubieran sabido cómo interpretar convenientemente lo que leían y cómo utilizar aquel conocimiento era terrible en sí, especialmente si se consideraba a la luz de los acontecimientos que se habían producido durante sus existencias.
Al ponerme de pie y volverme para ir a la cocina, mis ojos buscaron involuntariamente la ventana coloreada, y sufrí un sobresalto profundo y aterrador, pues los últimos destellos del sol poniente daban sobre aquellos vidrios, en forma tal que delineaban una indescriptible y odiosa caricatura de rostro inhumano, de un ser enorme y grotesco, cuyos rasgos estaban horriblemente contorsionados, y con ojos —si es que eran ojos— hundidos en enormes y profundas órbitas, que carecía de nariz, pero que sin embargo parecía tener dos enormes ventanas, con una cabeza calva y lustrosa, cuya parte inferior se terminaba en una maraña de tentáculos que se retorcían; y al mismo tiempo que yo miraba pasmado de horror aquella aparición, tuve conciencia, una vez más, de una abrumadora malignidad, que parecía envolverme por todos lados, presionándome como si algo fluyente de los muros y las ventanas cayera sobre mí, ansioso por destruir toda la vida a su alcance, y al mismo tiempo percibí un olor carnal, malsano, en el cual parecían resumirse todos los olores nauseabundos y asquerosos.
Turbado como estaba, resistí, sin embargo, el impulso de cerrar mis ojos y huir, y seguí mirando a la ventana, seguro de que era víctima de una alucinación, sin duda originada por lo que acababa de leer. La odiosa imagen poco a poco disminuyó de intensidad y terminó por desvanecerse, quedando la ventana con su habitual apariencia, y el horrible olor dejó de llegar a mi olfato. Pero lo que luego ocurrió fue, en cierto modo, aún más aterrador.
No contento con haberme probado a mí mismo que había sido víctima de una ilusión óptica, que anteriormente había asustado a mi primo Ambrose, subí una vez más sobre la parte superior de la biblioteca colocada debajo de la ventana y miré a través del vidrio central, en dirección a la torre que confiadamente pensaba ver irguiéndose entre los árboles, a la pálida luz del sol poniente. Pero cuál no fue mi horror al ver, en lugar del panorama familiar, uno completamente diferente, y completamente distinto a lo que hasta entonces había visto en mi vida. Casi me caí del mueble donde estaba subido, pero aferrándome a él seguí mirando hacia afuera, a aquella escena que nada tenía de terrenal y a aquel cielo que se hallaba cubierto de extrañas y desconcertantes constelaciones, las cuales ninguna conocía, excepto una, muy cercana, que tenía cierta semejanza con la de Hiades, como si ese grupo se hubiese acercado a la Tierra miles y miles de años luz. Y algo se movía allí, en el cielo extraño, y también sobre la tierra, algo con el parecido de enormes seres amorfos, que venían con rapidez hacia mí con intenciones manifiestamente malignas: octópodos grotescos, seres horribles, que volaban mediante enormes alas apergaminadas y oscuras, y que arrastraban una especie de miembros que terminaban en garras.
Con la cabeza dándome vueltas, bajé a duras penas del mueble, pero en seguida, al verme rodeado prosaicamente por el ambiente del estudio, reaccioné; volví a subir y una vez más apliqué mis ojos a ese círculo de vidrio transparente, y vi lo que había esperado ver en un principio, es decir, la torre y los árboles iluminados por el sol poniente. Bajé de allí, lleno de perplejidad y muy pensativo. Podía muy bien atribuir la aparición de la horrenda cabeza a una alucinación, pero ¿cómo explicar lo que había visto a través del vidrio? Comprendí inmediatamente que no podía decir a Ambrose lo que acababa de ver, pues él me creería con toda facilidad y su propio estado quedaría agravado. Si realmente había visto lo que estaba seguro de haber visto, ¿qué lugar, que rincón del universo era tan terriblemente espantoso?
Permanecí unos momentos debajo de la ventana, mirándola de vez en cuando, esperando casi volver a ver aquella horrible metamorfosis, pero nada ocurrió. Finalmente salí de mi contemplación al oír la voz de mi primo que me llamaba para cenar, y contestándole que iba, abandoné el estudio, no sin una última mirada temerosa por encima de mi hombro hacia la ventana, y fui a la cocina, donde Ambrose me aguardaba ante la cena que había preparado.
—¿Encontraste alguna cosa en esos libros? —inquirió.
Algo en su voz me pareció extraño; le eché una mirada y vi que su expresión era, si no hostil, poco amistosa, y adiviné que más convenía no contestar con franqueza a su pregunta. Pero le contesté, sin apartarme de la verdad por cierto, que había leído de aquí y allá, y no podía comprender nada de lo que había leído.
Esto pareció satisfacerle; sin embargo, era evidente que el conflicto interior del cual él mismo tenía conciencia estaba en pleno desarrollo. Nada más añadí, y él nada me preguntó, y comimos en silencio.
Como ambos estábamos fatigados, nos retiramos temprano esa noche. Yo había resuelto abordar el tema de la venida de Ambrose a Boston para pasar el invierno conmigo, en cuanto se presentara la oportunidad, y vi, por la ligera nieve que había comenzado a caer, que no debía tardar en hacerlo. Sin embargo, no podía hablarle del asunto sin estar seguro de que mi primo no desecharía con ira tal sugerencia, es decir, que debía aguardar a que su hostilidad hacia mi desapareciera.
Reinaba completa tranquilidad, oyéndose sólo el golpear de los copos de nieve contra los vidrios de las ventanas, y no tardé en quedarme dormido. Pero en medio de la noche me despertó lo que creí era el golpe de una puerta al cerrarse. Me incorporé en mi cama y tendí el oído, pero no oí nada más, y pensando que mi primo pudiera haber salido afuera otra vez, me levanté quedamente y atravesé el vestíbulo, dirigiéndome hacia su habitación. Probé el picaporte de su puerta y la encontré abierta, entrando silenciosamente; pero mis precauciones estaban de más, ya que Ambrose había salido. Mi primer impulso fue seguirle, pero esto me pareció imprudente ya que en la nieve él podría ver mis pisadas. Pensé entonces que a la mañana siguiente lo mismo podría seguir yo las suyas, ya que había cesado de nevar. Encendí una cerilla y consulté mi reloj: eran las dos de la mañana.
Estaba por regresar a mi propio dormitorio cuando percibí un ruido… un ruido por demás asombroso: ¡música! Escuché y oí una música como de flautas que acompañaba a una especie de cántico de voz humana. Esto provenía, según me pareció, del Oeste, y abrí un poco la ventana de mi primo, a fin de poder determinar con certeza de dónde provenía, volviendo luego a cerrarla. Más que nunca me sentía impulsado a seguir a mi primo y descubrir lo que hacía, consciente o en sueños, pero la prudencia me detuvo, la prudencia y el recuerdo de lo que había ocurrido a otros entrometidos que en tiempos pasados habían seguido a alguien en los bosques.
Regresé a mi dormitorio y me quedé despierto aguardando el regreso de Ambrose, temiendo que algo pudiera haberle ocurrido. Pero en poco menos de dos horas estuvo de regreso; oí cerrarse la puerta, menos fuertemente esta vez y luego los pasos de mi primo por las escaleras. Entró en su dormitorio, cerrando la puerta detrás de él, después de lo cual volvió a reinar de nuevo el silencio, excepto por algún que otro grito de lechuza de vez en cuando.
A la mañana siguiente me levanté antes que Ambrose. Salí por la puerta del frente, ya que yo había visto que él había partido por la de atrás la noche anterior, y entré en los bosques, donde me puse a buscar sus huellas que, tal como lo había sospechado, llevaban a la Torre de piedra en la antigua isla. Seguí sus huellas con bastante facilidad. Había caído poco más o menos una pulgada de nieve, y sus pisadas estaban perfectamente marcadas. Como ya he dicho, llevaban hasta la torre, y entraban en ella. Allí, gracias a la nieve que había entrado por la abertura que Ambrose había practicado en el techo, era posible ver que sus pisadas no sólo llevaban dentro de la torre, sino que subían por la escalera de piedra hasta la pequeña plataforma superior. Seguí el mismo camino sin vacilar, y no tardé en encontrarme de pie donde Ambrose se había encontrado, y mirando hacia la casa cuya silueta se des tacaba contra el sol levante. Habiendo descubierto la casa, bajé mis ojos en busca de algo que pudiera indicarme lo que mi primo había estado haciendo en la torre, y, al hacerlo, vi unas señales en verdad muy turbadoras sobre la nieve, más allá de la torre. Me quedé mirándolas durante unos momentos, incapaz de determinar lo que eran, y luego, temiendo lo que pudiera encontrar, descendí las escaleras, dejé la torre y avancé hasta ellas.
Había tres tipos distintos de marcas, y cada una estaba llena de sugestivo horror. Primero había una gran huella en la nieve de aproximadamente cuatro metros de largo por ocho de ancho, que sugería la idea de que alguna criatura elefantina se hubiese detenido allí. Como el aire estaba bastante frío y no se había producido deshielo, pude examinar los bordes de esta depresión y asegurarme de que, fuese lo que fuere lo que se asentó allí, era de una piel suave. El segundo tipo de marca parecía hecho por garras, y sus dimensiones eran aproximadamente de un metro de ancho y sugerían haber sido dejadas por algo que tuviese membranas entre los dedos o garras; y la tercera era una marca siniestra de algo arrastrado sobre la nieve, a ambos lados de las marcas de garras, como si grandes alas hubiesen batido allí. Me quedé un buen rato mirando aquellas marcas con creciente estupefacción, hasta que emprendí el regreso tomando un camino distinto del que había venido, a fin de no dejar nuevas huellas junto a las de Ambrose. Deseaba regresar antes de que mi primo notara mi ausencia y entrara en sospechas.
Ambrose estaba levantado, tal como había pensado que estaría, y sentí alivio al advertir que una vez más era una persona normal. Se hallaba sumamente fatigado, y algo disgustado, diciendo que me había echado de menos, que estaba cansado, cosa que no podía comprender puesto que había dormido profundamente toda la noche, y que sentía como cierta opresión. Además me dijo que, al advertir que yo no estaba, había salido en mi busca, y descubierto que durante la noche habíamos tenido una visita, que llegó a la puerta trasera y se marchó, sin duda, al no poder despertarnos. Comprendí inmediatamente que había visto sus propias huellas sin reconocerlas, por lo que pensé que no habría estado despierto durante su incursión nocturna a la torre.
Le expliqué que había ido a dar un paseo, pues esa era mi costumbre en la ciudad.
—No sé lo que me ocurre —se quejó—. No tengo ánimo siquiera para preparar el desayuno.
—Deja que yo lo prepare —le sugerí, poniendo en seguida manos a la obra.
Consintió con bastante facilidad, y se sentó frotándose la frente con la palma de su mano.
—Me parece haber olvidado algo. ¿Teníamos pensado hacer algo en particular hoy?
—No. Lo que ocurre es que estás fatigado, y nada más.
Pensé que el momento era oportuno para proponerle su visita a mi casa de Boston para el invierno. Por otra parte, yo mismo estaba ansioso de alejarme de allí, teniendo la plena y horrible seguridad de que existía un real peligro para ambos.
—¿No has pensado, Ambrose, que necesitas un cambio de ambiente?
—¡Si apenas acabo de instalarme aquí! —protestó.
—No; me refiero a un cambio momentáneo. ¿Por qué no pasas este invierno en Boston conmigo? Luego, si lo deseas, volveré contigo aquí para la primavera. Si quieres puedes seguir estudiando en el Widener, allí hay conferencias y conciertos, y lo que es más, gente con quien conversar, cosa que te hace falta… a ti lo mismo que a cualquier persona.
Quedó perplejo, pero no se opuso rotundamente a la idea, y tuve la intuición que era una cuestión de tiempo y que terminaría por aceptar. Demostré mi júbilo por la perspectiva, pero guardando cierta cautela, pues sabía que debía tratar de ganar terreno antes de que reapareciera su hostilidad y se opusiera a la idea. Por lo tanto, durante toda la mañana seguí hablando del proyecto, sin olvidar de sugerirle que podríamos llevar con nosotros algunos de los libracos de los Billington para estudiarlos durante el invierno, y finalmente, poco después del almuerzo, consintió en ir a pasar el invierno en Boston, y una vez decidido se sintió deseoso de partir, y como si su deseo fuese dictado por un sentido de propia seguridad, al anochecer ya hablamos emprendido el camino rumbo a mi casa.
***
A finales de marzo regresamos de Boston, Ambrose con un ansia curiosa y yo con aprensión, aunque debo admitir que excepto unas pocas noches intranquilas al principio, Ambrose se había encontrado bien durante los meses invernales, y nada en su conducta o conversación me había hecho dudar de que no se hubiese repuesto por completo de la opresión que le moviera en un principio a llamarme a su lado. Diré que Ambrose demostró ser muy sociable y gozó de gran popularidad, y que fui yo quien, perdido en aquellos extraños y viejos libros de la biblioteca de Alijah Billington, carecí de las condiciones necesarias para actuar en sociedad. Durante todo el invierno estudié cuidadosamente los libros; había muchos pasajes más, similares a aquellos que he transcrito, así como numerosas referencias a los nombres-clave que había yo llegado a conocer. También había pasajes aparentemente contradictorios, pero en ningún lado existía un informe claro y conciso de un credo básico lo suficientemente explícito como para ser aceptado, ni nada que pudiera explicar a qué se referían aquellas alusiones monstruosas y siniestras deducciones.
Al acercarse la primavera, sin embargo, mi primo se había tornado un tanto inquieto, expresando más de una vez su deseo de regresar a la casa de los Bosques Billington, que, según señalaba, era, después de todo, su «hogar». Esto contrastaba con su indiferencia en cuanto a ciertos aspectos de los volúmenes manuscritos que yo había intentado discutir con él de vez en cuando durante el invierno. Sólo dos cosas anormales ocurrieron durante el invierno en la vecindad de los Bosques Billington, y de estas se ocuparon a su debido tiempo los periódicos de Boston. Fueron el hallazgo de dos víctimas de aquellas desapariciones ocurridas en la región de Dunwich, descubrimientos que se efectuaron en distintas épocas, uno entre Navidad y Año Nuevo y el otro a principios de febrero. Lo mismo que antes, ambos cuerpos parecían haber caído desde cierta altura, encontrándose destrozados y desgarrados, pero, reconocibles, y en cada caso habían transcurrido varios meses entre la época de la desaparición y la del descubrimiento. Los periódicos se extrañaban que no se hubiera descubierto ninguna petición de rescate, y aseguraban que ninguna de las víctimas tenía razón alguna para abandonar su hogar, y no fue posible encontrar rastro de ellos durante el lapso de tiempo transcurrido tras su desaparición. Uno había sido encontrado en una isla del Miskatonic, y el otro junto a la desembocadura del mismo río. Advertí con qué fascinación mi primo seguía las investigaciones de aquellos dos casos. Leía y releía los relatos periodísticos, como quien piensa que debería conocer el significado oculto de lo leído, pero que no logra, sin embargo, entenderlo del todo.
Esto me había alarmado un poco, por eso al acercarse la primavera y ver que mi primo daba muestras de creciente ansiedad para regresar a la casa que había abandonado, a fin de acompañarme a Boston, volví a sentirme lleno de aprensión, aprensión que se vio prontamente justificada, pues casi en seguida de nuestro regreso, mi primo comenzó a portarse en forma completamente opuesta a su conducta durante su permanencia en mi casa en la ciudad.
Llegamos a la casa del Bosque Billington después de la puesta del sol, una tarde de finales de marzo, tarde suave y agradable, cuyo ambiente estaba saturado de aromas de flores y hierbas. Apenas habíamos terminado de deshacer nuestras maletas, cuando mi primo llegó desde su dormitorio dando muestras de gran agitación. Hubiera pasado a mi lado sin detenerse si yo no le hubiese sujetado por el brazo.
—¿Qué ocurre, Ambrose? —pregunté.
Me lanzó una mirada hostil, pero me contestó con bastante cortesía.
—Las ranas… ¿las oyes? Escúchalas croar —y librando su brazo, añadió—: Me voy afuera a escucharlas… Me están dando la bienvenida.
Supongo que subconscientemente había yo advertido el coro de ranas desde nuestra llegada, pero la reacción de Ambrose resultaba alarmante, y me dejó en extremo angustiado. Adivinando que mi compañía no sería bien venida, no seguí a mi primo; en cambio me dirigí a su habitación y me senté junto a una de sus ventanas que estaba abierta, recordando que era en aquella misma ventana donde Laban había estado sentado un siglo antes, preguntándose lo que harían su padre y el indio Quamis. El estrépito de las ranas era realmente ensordecedor y retumbaba en mis oídos y en la habitación; salía de aquel extraño pantano que se extendía en medio de los bosques, entre la torre de piedra y la casa. Pero mientras me hallaba escuchando aquel clamor ensordecedor, recordé con angustia que en aquellos antiguos documentos manuscritos que había leído se decía que existía un parentesco o relación primordial entre los anfibios terrestres y los «Seres Malignos» y que aquellos entraban en «actividad» en presencia de sus parientes «fuesen estos visibles o no, pues ellos los sienten y dan la alarma».
Escuché por lo tanto aquel espantoso coro con profunda turbación. Durante todo el invierno me había sentido bastante tranquilo respecto a la conducta de mi primo, que realmente se había normalizado por completo; pero ahora parecía que su cambio había sido instantáneo, y mucho temía que estuviese peor que antes. Y temía eso porque se había producido sin lucha ni desesperación manifiesta. En verdad, Ambrose había parecido complacerse al oír las ranas, y esto me recordó con terrible alarma aquella imprecación en las curiosas «instrucciones» dejadas por Alijah Billington: «No debe molestar a las ranas ni sapos, particularmente a los escuerzos de los pantanos existentes entre la Torre y la casa, ni a las luciérnagas, ni a los pájaros conocidos por el nombre de chotacabras, por temor a que él abandone sus cerrojos y sus guardias». Lo que esta imprecación sugería no era nada agradable mirase como se mirase; si las ranas y las luciérnagas y las chotacabras eran «sus» —de Ambrose, presumiblemente— «cerrojos y guardias», entonces, ¿qué significaba este clamor? ¿Sería para avisar a Ambrose de que «algo» invisible se hallaba cerca, o de que había algún intruso por allí? Un intruso que sólo podía ser yo…
Me alejé de la ventana y salí resueltamente de la habitación, bajando a la planta baja, y salí afuera, doné se hallaba mi primo de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, su cabeza ligeramente echada para atrás y una extraña luz en los ojos. Iba resuelto a desafiar su placer, pero al verle, mi determinación flaqueó y desapareció, y permanecí a su lado sin decir nada hasta que su prolongado silencio me turbó y le pregunté si disfrutaba de aquel coro en la tarde perfumada.
Sin volverse siquiera me contestó enigmáticamente:
—Las chotacabras no tardarán en cantar también, y las luciérnagas brillarán, y entonces habrá llegado el momento.
—¿De qué?
No me contestó, y yo me alejé. Al hacerlo advertí que algo se movía en la oscuridad que comenzaba a intensificarse junto a la casa. Obedeciendo a un impulso corrí vivamente hacia aquella dirección, y al volver una esquina de la casa, vi a un individuo en extremo andrajoso que desaparecía entre la maleza junto al camino. Le perseguí sin perder un momento, y no tardé en alcanzarlo, cogiéndolo por un brazo, a fin de detener su huida. Era un muchacho joven de tal vez unos veinte años, que trataba desesperadamente de libertarse.
—¡Déjeme partir! —casi sollozó—… ¡No hice nada!
—¿Qué estabas haciendo? —le pregunté con severidad.
—Sólo quería ver si Él estaba de regreso. Y le vi. Decían que había vuelto.
—¿Quién?
—¿No oye acaso? Las ranas…
Yo estaba turbado, e involuntariamente le apretaba cada vez más fuerte el brazo, hasta que el joven se puso a gritar de dolor. Aflojando un poco mi mano, le pregunté su nombre prometiéndole libertarlo.
—¡Pero no se lo diga a él! —rogó.
—No se lo diré.
—Soy Lem Whately.
Le solté, y se precipitó en seguida fuera de mi alcance, creyendo, evidentemente, que yo seguiría persiguiéndole. Pero, viendo que no me movía, vaciló, a unos veinte metros de distancia, se volvió, y regresó precipitadamente, sin hacer ruido. Me cogió por la solapa de mi chaqueta y en voz baja me dijo:
—Usted no parece ser uno de ellos… Es mejor que salga, de aquí antes de que ocurra algo.
Y luego se alejó de nuevo, desapareciendo esta vez bajo la maleza y entre las tinieblas del bosque. Detrás de mí el clamor de las ranas seguía en proporciones ensordecedoras, y me sentí satisfecho de que mi habitación estuviera orientada hacia el Oriente, es decir, al otro lado, del pantano. Aun así, el coro aquel se oiría bastante. Pero las palabras de Lem Whately retumbaban en mis oídos tan fuerte como aquel clamor, lo que despertaba una sensación de un terror absurdo dentro de mí, terror que siempre está en acecho cuando un hombre se enfrenta con lo desconocido, y está intrincadamente ligado al deseo de huida ante lo inexplicable. Conseguí, después de algunos minutos, aquietar ese terror, y también el impulso de atender la súplica de Lem Whately, y me volví hacia la casa, dando vueltas y más vueltas en mi mente al problema de la gente de Dunwich, pues este nuevo episodio, añadido a todo lo demás, servía para convencerme de que alguna otra clave para explicar lo que estaba ocurriendo aquí podría encontrarse entre aquella gente, y, si podía conseguir que mi primo me prestase su auto, sería interesante proseguir las investigaciones en aquella región.
Ambrose aún seguía donde le había dejado; no parecía haber notado mi ausencia, por lo tanto decidí no molestarlo más y entré en la casa, donde no tardó en reunirse conmigo.
—¿No te parece que es un poco temprano para que las ranas croen en esa forma? —pregunté.
—Aquí no —contestó secamente, como queriendo poner punto final al asunto.
Yo no tenía deseo alguno de continuarlo, pues sentía como si mi primo se convirtiese ante mis propios ojos en un ser cada vez más extraño, cuya hostilidad se despertaba con extremada facilidad, y que podía en cualquier momento despedirme de su casa. Con gusto me hubiera yo alejado de ella, pero mi deber me imponía permanecer a su lado todo el tiempo que fuera posible.
Aquella velada pasó en medio de un silencio molesto, y aproveché la primera oportunidad para retirarme a mi dormitorio. El instinto me advertía que valía más que a aquellas horas no me pusiera a estudiar los viejos libros de la biblioteca, por lo tanto tomé el periódico del día anterior que había comprado en Arkham, y me instalé en mi cuarto para leerlo. Pero no fue una elección muy acertada, ya que el periódico contenía un comentario anónimo, en la página editorial, en un espacio consagrado a cartas de los lectores, donde se decía que una mujer anciana en Dunwich había sido despertada varias veces durante la noche por la voz de Jason Osborne. Ahora bien, Osborne era una de las víctimas desaparecidas cuyos cuerpos habían sido encontrados durante el invierno; había desaparecido poco antes de mi llegada a casa de Ambrose la primera vez; y la autopsia demostró que Osborne fue sometido a grandes cambios de temperatura donde había estado; pero que, aparte de eso y el extraño desgarramiento de su carne, nada se había descubierto que pudiera indicar la causa de su muerte.
La carta anónima no había sido escrita por una persona de gran educación, y aseguraba que el cuento de la anciana había sido «acallado» porque «parecía increíble», y proseguía algún tiempo describiendo cómo la anciana se había levantado y contestado y buscado en vano la procedencia de la voz que había oído con tanta claridad, decidiendo, finalmente, que venía de algún lado «junto a ella, o del espacio, o tal vez del mismo cielo».
Esta lectura me fascinó por varias razones. En primer lugar era curiosamente paralela a la conclusión a menudo repetida de que no sólo el cuerpo de Osborne, sino los que le habían precedido, parecían «haber sido dejados caer de cierta altura»; en segundo lugar, implicaba una vez más a Dunwich en el problema; y finalmente añadía una especie de indirecta corroboración a toda la estructura del asunto desde las conjuraciones de Alijah Billington y las siniestras referencias a algo que había sido «llamado del cielo» hasta los acontecimientos de fecha reciente. Pero al mismo tiempo que me impresionaba como algo de valor en el laberinto en que andaba yo, tenía la impresión también de una creciente sensación de malignidad, como si hasta los muros me observasen, y que la casa toda aguardara cualquier movimiento mío para echárseme encima. Además, noté que lo que acababa de leer turbaba mi tranquilidad, impidiéndome conciliar el sueño, y permanecí largas horas escuchando el clamor de las ranas, los movimientos inquietos dé mi primo en su habitación, aguzando el oído para escuchar algo y oyendo —¿sería en sueños o despierto?— ruido como de grandes pasos de algo que caminaba debajo la tierra y en los cielos.
Las ranas croaron toda la noche, y se aquietaron al amanecer, cuando sólo siguieron turbando la tranquilidad alguna que otra vez aislada. Cuando por fin me levanté y vestí, me hallaba aún fatigado, pero siempre estaba firmemente decidido a visitar Dunwich en cuanto pudiera hacerlo.
Por lo tanto, inmediatamente después del desayuno rogué a mi primo me prestara su auto alegando tener necesidad de ir a Arkham. Consintió en seguida, y, pensé con una sensación de alivio que se ponía alegre, alegría que se acentuó cuando le dije un tanto vacilante que era posible que estuviera ausente el día entero. Me acompañó hasta el auto insistiendo en que permaneciera en Arkham todo el tiempo que quisiese, y que utilizara su auto cuanto me fuera necesario.
A pesar de la impulsividad de mi decisión, tenía mí objetivo inicial bien determinado. Y era aquella misma anciana señora Bishop cuya conversación, curiosamente indirecta, mi primo me había resumido en una de nuestras primeras charlas, y que en sus palabras incoherentes había hablado de Nyarlathotep y Yog-Sothoth. Por lo que Ambrose había anotado sobre el dorso de un sobre entre los papeles que me había permitido ver, me pareció que encontraría su casucha sin dificultad y sin necesidad de detenerme para preguntar mi camino. Además, ya que, con el relato de mi primo, aquella mujer era supersticiosa y astuta, la abordaría tan indirecta mente como me fuese posible en un esfuerzo para sonsacarle algo que tal vez se negara a decir en otra forma.
Encontré el lugar con tanta facilidad como había esperado. La casucha baja, pintada de blanco con su alero inclinado, y junto al arroyo, correspondía perfectamente a la descripción que de ella me hizo mi primo; además, el nombre de Bishop estaba groseramente grabado sobre la puerta, lo que desvaneció cualquier duda que pudiera abrigar. Sin vacilar llamé a la puerta.
—¡Adelante! —me contestó desde dentro una voz cascada.
Entré, encontrándome, tal como le había ocurrido a mi primo, en una habitación oscura. Conseguí, sin embargo, localizar bastante pronto a la anciana, y vi que sobre sus faldas tenía un gato negro de regular tamaño.
—Siéntate, extranjero.
Obedecí a su invitación, y sin dar mi nombre le pregunté:
—Señora Bishop, ¿oyó usted las ranas en los Bosques Billington?
Sin vacilar contestó:
—¡Ay sí, las oí! ¡Y sé que los están llamando a Ellos que están Afuera!
—Usted sabe lo que eso significa, señora Bishop.
—¡Ay, y también lo sabes tú, según advierto por tu tono! ¡Ay, el Amo está de regreso! Yo sabía que iba a venir cuando la casa fue vuelta a abrir. El Amo estaba aguardando, y aguardó mucho tiempo. Ahora ha regresado, y las Cosas también han regresado, quebrando y despedazando, y haciendo sólo Dios sabe cuántas cosas más. Yo soy una vieja, extranjero, y no me queda mucho tiempo de vida, pero espero no morir en esa forma. ¿Quién te ha mandado venir y hacerme estas preguntas, extranjero? ¿Eres tú uno de ellos?
—¿Tengo acaso las marcas? —pregunté.
—No, eso no. Pero ellos pueden venir en cualquier forma, ya sabes eso —su voz comenzó a sacudirse por la risa y de pronto volvió a serenarse—. El Amo vino con ese mismo vehículo… ¡tú vienes de casa del Amo!
—De casa del Amo, pero no de su parte —contesté vivamente.
La vieja pareció vacilar.
—¡Yo no hice ningún daño! No fui yo quien escribió esa carta. Fue Lem Whately, que estuvo escuchando conversaciones que no debía.
—¿Cuándo oyó usted a Jason Osborne?
—Diez noches después que se lo llevaron, y luego doce noches más tarde, y la última vez cuatro noches antes de que le encontraran… Le oí con toda claridad, como si estuviese ahí, donde estás tú extranjero, y demasiado bien conocía la voz de Osborne como para no reconocerla al oírla.
—¿Y qué dijo?
—La primera vez era como un canto…, y pronunciaba palabras que jamás he oído, palabras extrañas. La última vez se parecía a una plegaria. Y la vez del medio eran palabras de ese idioma que Ellos emplean, y que no es para los mortales.
—¿Y dónde estaba él?
—Afuera. Estaba Afuera con Ellos, antes de que Ellos estuviesen listos para comerlo.
—Pero no fue comido, señora Bishop. Se le encontró.
—¡Ay! —rio—. ¡No es siempre carne lo que Ellos quieren, sino el espíritu, o lo que sea que hace que un hombre piense y razone!
—La fuerza de la vida…
—Llámalo como quieras, extranjero. Eso es lo que Ellos quieren, los demonios. ¡Ay!, encontraron a Jason Osborne… todo desgarrado dicen, pero estaba muerto, ¿verdad? Estaba muerto y Ellos se habían satisfecho con él, y le habían llevado con Ellos donde iban…
—¿Y dónde es eso, señora Bishop?
—Aquí y allí, extranjero. Están aquí todo el tiempo, alrededor nuestro, pero no los podemos ver… pero Ellos nos escuchan a lo mejor, y Ellos aguardan en la puerta a que el Amo les llame como los llamó antes. ¡Ay, regresó!, regresó después de doscientos años, tal como había dicho mi abuelo que regresaría, y Los libertó de nuevo, y Ellos están volando, arrastrándose y nadando por doquier. Ellos saben dónde están las puertas, y reconocen la voz del Amo, pero él aún no está seguro de Ellos, a menos que sepa todos los signos y los encantamientos de los cerrojos. Pero él los sabe, el Amo los sabe. El conocimiento le viene de lejos.
—¿De Alijah?
—¿Alijah? —rio siniestramente la mujer—. ¡Alijah sabía más que un hombre mortal! Nadie puede decir lo que sabía. Él podía llamarlo y hablarle y Él jamás se apoderó de Alijah. Alijah Le encerró y partió. Alijah le encerró… y encerró también al Amo allí afuera, cuando el Amo estaba listo para regresar después de tantos años. No son muchos los que lo saben, pero Misquamacus lo sabía. El Amo andaba por la tierra y nadie le conocía, pues su rostro se cambiaba en muchos otros. ¡Ay! Su rostro se asemejaba ya al de Whately, al de Doten, al de Giles o al de Corey, y se sentaba entre los Whately, entre los Doten, los Giles y los Corey y todos creían que era uno de ellos… Comía y dormía entre ellos y conversaba con ellos, pero tan grande era él en su poderío que aquellos de quienes se posesiona se debilitaban y se morían, incapaces de contenerle. Sólo Alijah dominó al Amo, le dominó más de cien años. —Volvió a dejar oír su horrible risa, y tras un momento, serenándose de nuevo, prosiguió—: Sé todo eso, extranjero, lo sé. Pero nada puedo… Los oigo hablar allí Afuera, oigo lo que dicen, y si bien no puedo comprender las palabras sé lo que dicen. Yo nací con el momento, y puedo oírlos a Ellos allí Afuera.
A esta altura de la entrevista ya había yo podido comprender el punto de vista de mi primo. Era evidente que aquella mujer poseía un cúmulo de conocimientos secretos, y noté en su actitud aquella especie de superioridad casi desdeñosa de la que Ambrose me había hablado. Estaba convencido de que poseía conocimientos ocultos y prohibidos, y lamentaba no poseer la clave principal que me permitiera comprender el verdadero significado de sus palabras.
—Ellos aguardan para regresar de nuevo e invadir la Tierra toda… Aguardan por doquier… dentro de la tierra, debajo del agua lo mismo que Afuera y el Amo los está ayudando.
—¿Vio usted alguna vez al Amo? —no pude menos de preguntar.
—Jamás puse mis ojos en él. Pero sí en la forma que tomó. Ninguno de nosotros ignora que ha vuelto. Conocemos todos los signos. Ellos se apoderaron de Jason Osborne, ¿verdad? Ellos vinieron para apoderarse de Lew Whately, ¿verdad? ¡Y Ellos volverán! —añadió sombríamente.
—Señora Bishop… ¿quién era Jonathan Bishop?
Volvió a dejar oír su risita carente de alegría.
—¡Vaya con la pregunta! ¡Mi abuelo! Llegó a conocer ciertos secretos y creyó que los conocía todos… y comenzó a llamarlo… y Lo envió tras quienes le espiaban… Pero él no era tan sabio como el Amo, y algo se apoderó de él como se había apoderado de los otros. Y se dice que el Amo nada hizo por ayudarle, alegando que era débil y que no tenía derecho de impetrar las piedras o llamar a las Colinas y atraer aquellas endemoniadas Cosas sobre nosotros, haciendo que el odio reinara en Dunwich… y que los Corey y los Tyndal odiaran a los Bishop…
Todo lo que la vieja decía tenía horrible significación. Las cartas de Bishop a Alijah Billington daban fe de lo que ella decía ahora. Por otra parte, los periódicos atestiguaban la desaparición y el posterior hallazgo de Wilbur Corey y Jedediah Tyndal, pero no hacían la más leve sugerencia de que estos dramas tuvieran alguna relación con Jonathan Bishop. Pero las cartas de Bishop, que sin duda nadie había visto en su época, excepto Alijah, relacionaban aquellos hechos con él, y ahora la anciana ante mí admitía con toda calma que los Corey y los Tyndal odiaban a los Bishop, corroborando así la participación de su abuelo en aquellas dos desapariciones enigmáticas. Me sentía considerablemente turbado, y tenía plena convicción de que si hubiera tenido los conocimientos adecuados, hubiera sacado muchas más conclusiones de las palabras que pronunciaba aquella vieja. Además, tenía la intuición de algo que se percibía en su risa odiosa y que parecía hasta tener una consistencia casi tangible dentro de aquella habitación… Que aquella mujer poseía un conocimiento que parecía provenir de los tiempos idos y que abarcaba los tiempos futuros, algo horrible, malvado, que acechaba en las tinieblas en espera del momento de caer sobre todo lo viviente.
—¿Usted conoció a su abuelo?
—No. Pero sé lo que decían de él… Lo he sabido desde siempre. Era listo, sí, pero no lo suficiente, y, según dicen, un conocimiento incompleto es peligroso. Fue al círculo de piedras y Lo llamó. Y El vino y vino Algo más también, y se lo llevaron a él… Y luego, el Amo les hizo volver a salir a Aquello y a los Demás… Allí, Afuera, pasando por entre el círculo. —Volvió a reír—. ¿No sabes lo que corre, allí arriba, más allá de la Colina, extranjero?
Abrí mi boca a fin de aventurarme con uno de aquellos nombres-clave que habían aparecido en los viejos libros tan frecuentemente; pero ella me hizo callar, muy alarmada.
—¡No pronuncies sus nombres, extranjero! Si Ellos están escuchando, tal vez se acerquen más al oírte y te seguirán… A menos que tengas el Signo.
—¿Qué signo?
—El Signo de protección.
Recordé que mi primo me había dicho que los dos individuos a quienes se había dirigido en su incursión a Dunwich le habían preguntado si tenía el Signo. Sin duda se trataría del mismo «signo», aunque aparentemente había alguna discrepancia. Lo pregunté a la anciana.
—Ellos se referían a otro Signo. Son unos tontos, no saben lo que eso significa; no les importa lo que pueda ocurrir: ellos creen que se enriquecerán y serán todopoderosos, pero el Signo no es lo que ellos creen que es. A Aquellos de Afuera no les importa hacer rica a la gente; lo que les importa es volver, volver para matarnos… para matarnos cuando estén listos. Pero Ellos no tendrán poder alguno sobre quienes lleven Su Signo, a menos que sean tan poderosos como el Amo. Entonces uno pertenece a Ellos, eso lo sé. Oí gritar a Jason Osborne la noche en que se lo llevaron, y Sally Sawyer, que atiende la casa de mi primo Seth, oyó un ruido como de tablas arrancadas cuando la Cosa entró en la casucha de Osborne a buscarlo, y lo mismo ocurrió con Lew Whately. La señora Frye ha visto las huellas, dice; huellas más grandes que las de un elefante… y al lado otras extrañas, como si hubiesen sido dejadas por alas… Pero todos se rieron de ella, diciéndole que había estado soñando, y cuando los llevó allí para enseñárselas… no quedaba ninguna…
Confieso que se me había puesto la carne de gallina y que un frío sudor me inundaba el cuerpo. La mujer hablaba con tal intensidad que ni siquiera parecía percatarse de mi presencia; evidentemente, todo lo que ella había oído, unido a lo que había aprendido por sí misma, la hacían hablar interminablemente sobre aquellos horribles y misteriosos acontecimientos de la región.
—Y lo peor de todo es que no se les ve para nada, pero se sabe cuándo están cerca por el olor, el olor más asqueroso que uno pueda concebir… ¡Como algo que saliera directamente del infierno!
A pesar de que oía y comprendía sus palabras, en realidad ya no escuchaba con atención. Algunas de las cosas que había dicho comenzaban a tomar forma, y una forma tan sugestiva que me helaba de espanto. Aquella mujer parecía reverenciar al «Amo» y se había referido a él como si tuviera más de doscientos años de existencia: Ahora bien, no podía referirse a Alijah Billington; por lo tanto, era a Richard Billington, o mejor dicho a esa persona sobre quien escribiera el Rev. Ward Phillips y a quien amaba «cierto Richard Bellingham o Bollinham».
—¿Por qué otro nombre conoce usted al Amo? —pregunté.
La mujer se tornó en seguida desconfiada.
—Nadie conoce Su nombre, extranjero. Puedes llamarlo Alijah si así lo deseas, o puedes llamarle Richard, o puedes darle otro nombre si te place. El Amo vivió aquí algún tiempo y luego partió para vivir Afuera. Regresó de nuevo, y volvió a partir Afuera otra vez. Y ahora ha vuelto a venir. Yo soy una vieja, extranjero, y toda mi vida he oído hablar del Amo, y he estado aguardándole todos los años de mi vida, pues sabía que algún día regresaría. El no tiene nombre, no tiene lugar, viene y se va, sin preocuparse del tiempo.
—Debe de ser muy anciano.
—¿Anciano? —rio la mujer—. ¡Es más anciano que yo… más anciano que esta casa, más anciano que tú… y que los tres juntos! Un año es un suspiro para él, y diez, el tictac de un reloj.
Hablaba en enigmas que no podía penetrar. Pero una cosa parecía clara: el rastro que conducía a Alijah Billington y sus actividades llevadas más lejos en el pasado, tal vez aún más lejos que la época de Richard Billington. Entonces, ¿qué era lo que hacía Alijah en realidad? Y ¿por qué había partido tan precipitadamente de su tierra natal para regresar a Inglaterra, de donde vinieran sus antepasados tantas décadas antes? La primera suposición, me había parecido tan evidente que la había aceptado sin discusión, era que Alijah se había alejado, después de despedir al indio Quamis, a fin de evitar futuras complicaciones en las cosas fantásticas y terribles que ocurrían por los alrededores. Pero ahora esa suposición no me parecía tan acertada. Si no se había alejado por ese motivo, ¿qué era lo que lo había hecho huir? No había nada que demostrara que las autoridades acusaran a Alijah, ni remotamente, de los dramas del vecindario, es decir, de las extrañas desapariciones y aún más extraños hallazgos.
La anciana permanecía callada. Oíase el tictac de un reloj en algún lado. El gato, que continua sobre las rodillas de la mujer, se incorporó y, arqueando su espinazo, saltó al suelo.
—¿Quién te ha enviado aquí, extranjero? —preguntó de pronto.
—Nadie me envió. Vine solo.
—Viniste con alguna razón. ¿Perteneces a los hombres del Sheriff?
Le aseguré que no.
—¿Y no llevas el Signo Mayor?
Nuevamente le contesté con la negativa.
—Ten cuidado por dónde caminas, ten cuidado con lo que hablas, de lo contrario, Ellos, los de Afuera, te verán y te oirán, O te verá el Amo, y al Amo no le agrada que se hagan preguntas o que se espíe demasiado, y cuando al Amo no le agrada algo, el Amo llama Aquello del Cielo o de las Colinas, sea lo que fuere.
No pude menos de pensar que, desde el principio de nuestra conversación, jamás había yo abrigado la menor duda acerca de la sinceridad de aquella mujer. Ella creía con toda sencillez lo que decía; tal vez no entendiera completamente ella misma las implicaciones de sus palabras, pero sí creía en alguna fuerza desconocida que se manifestaba en distintas formas, y que era maligna para la raza humana. A veces hablaba casi religiosamente, y yo me sorprendí un poco al enterarme, por otras preguntas mías, que era «congregacionalista», a pesar de que no iba muy a menudo a la iglesia, y que su creencia en Dios era firme, creencia que, evidentemente, no era incompatible con su temor de los seres extraterrenos que en sus pensamientos tenían una existencia tan vívida y terrible.
Cuando por fin me despedí de ella, estaba convencido de que tanto mi primo como yo estábamos nadando sin rumbo en aguas negras y profundas. La leve esquizofrenia que afectaba a mi primo cuando se hallaba en su casa y sus bosques complicaba aún más el asunto, y era evidente que debía volverme hacia otro lado en demanda de ayuda, o bien fracasar miserablemente en mi intento. Yo mismo me encontraba ahora en un estado mental como para que pudiera resultar juguete de alucinaciones. En verdad, me encontraba muy alerta, posiblemente debido a alguna esperanza instintiva de que algo ocurriría esa noche.
La velada comenzó como había comenzado la anterior, es decir, con el infernal coro de las ranas, que por momentos se tornaba ensordecedor. El sol apenas se había puesto y yo aún no me había retirado a mi habitación cuando comenzó aquel clamoroso coro. Mi primo aparentó no oírlo, y yo no hablé del asunto, no sabiendo cómo reaccionaría si proseguía con el tema que habíamos abordado la noche anterior. Pero, en el santuario de mi dormitorio, seguí oyendo el clamor, aunque un poco más apagado allí.
Sin embargo, estaba decidido a no permitir que mi imaginación divagara y, con premeditada deliberación, tomé un libro que siempre me acompañaba en mis viajes: El viento entre los sauces, de Kenneth Grahame, y comencé a leer de nuevo las aventuras de aquellos deliciosos personajes: el Topo, el Sapo y la Rata, disponiéndome a disfrutar como de costumbre con aquella lectura, y, en un tiempo relativamente corto, si se considera el ambiente que me rodeaba y los incidentes acaecidos desde que llegué a la casa en contestación a la desesperada llamada de mi primo, me encontré perdido en medio de una agradable campiña inglesa, junto a aquel río eterno que corre a través del país de los inolvidables personajes de Grahame. Leí mucho rato, y a pesar de que ni un solo momento dejé de tener conciencia del croar de las ranas, seguí perdido en mi lectura. Cuando finalmente dejé mi libro, sería aproximadamente la medianoche, y la luna se había ya trasladado al occidente. Apagué la luz de mi cuarto, pues mis ojos se hallaban un poco fatigados, pero no sentí deseos de acostarme aún, y me quedé sentado, reflexionando una vez más en los enredos del problema Billington.
Mientras estaba tratando de encontrar alguna solución al problema, oí que la puerta del dormitorio de mi primo se abría y que este salía al vestíbulo, y desde allí podía ver parte del lugar por donde Ambrose tendría que pasar para llegar al lindero del bosque, que se encontraba entre la casa, el pantano y la torre. Le vi caminando y de nuevo sentí deseos de correr detrás de él. Pero me contuve por más de una razón: me embargaba algo bastante parecido al temor; no tenía yo ninguna seguridad de que mi primo estuviese caminando en sueños en ese momento como lo había hecho otras noches; era muy posible que se encontrara despierto, y sin duda alguna le disgustaría que yo siguiera sus pasos.
Permanecí un rato indeciso y luego decidí que podía asegurarme de si Ambrose se dirigía o no a la torre por el sencillo expediente de bajar al estudio, subir sobre la biblioteca y mirar por el círculo de vidrio transparente de la ventana coloreada desde la cual podría verse la torre a la luz de la luna, cerciorándome así si Ambrose aparecía o no por la abertura del techo. Cuando llegué a esta conclusión, Ambrose ya había tenido tiempo suficiente de llegar a la torre, por lo tanto, sin vacilar más, bajé en la oscuridad, ya que me había familiarizado bastante con la casa durante mi permanencia, y entré directamente al estudio.
Eché una mirada a la ventana y quedé algo sobrecogido, pues, a causa de la brillante luz de la luna, los vidrios coloreados y circulares parecían girar extrañamente, como si tuviesen vida propia. Pero me sobrepuse a aquella impresión y subí sobre la biblioteca, tal como lo había hecho antes, y apliqué mis ojos al círculo de vidrio del centro.
He descrito antes el efecto de extraña ilusión que había experimentado al mirar a través de ese vidrio en otra ocasión. El efecto, ahora, era también extraño, aunque a primera vista no tenía apariencia de ser ilusión, sino más bien de una indebida exageración, pues el panorama que se presentó a mis ojos era el que esperaba ver, pero lo vi bajo una luz que parecía ser más brillante que la de la luna, aunque de matiz similar, es decir, que todo estaba bañado por su resplandor blancuzco, que alteraba sutilmente las formas, los colores y las sombras, convirtiéndolo todo en algo singular y extraño; y en medio de ese panorama se erguía la torre, sólo que ahora parecía mucho más cercana de lo que me pareciera antes… como si se encontrara al borde mismo del bosque. Y, sin embargo, las proporciones y perspectivas eran exactas, de modo que tenía yo a un mismo tiempo la impresión de estar viendo la escena a través de una lente de aumento y la convicción de que todo estaba como debía estar.
Mi atención, sin embargo, no se centró en las perspectivas, ni siquiera hacia la luz que todo lo bañaba en forma tan insólita, sino en la torre en sí. A pesar de la hora (ya era pasada la medianoche), vi con toda claridad que mi primo estaba de pie sobre la pequeña plataforma en que terminaban las escaleras de piedra dentro de la torre. Se le veía la mitad del cuerpo, y cuando por primera vez mis ojos le vieron, se hallaba con los brazos extendidos al cielo, hacia el oriente, donde a esa hora brillaban las estrellas y constelaciones de las noches de invierno, muy cercanas al horizonte: Aldebarán, de las Híades, parte de Orión, y algo más arriba, Sirio, Capela, Cástor y Pólux, así como el planeta Saturno. Veía a mi primo con mucho mayor claridad —de ello me percaté más tarde— de lo que hubiera debido verle, dada la distancia a que se hallaba y la hora que era, pero en ese momento eso no se me ocurrió, pues otras cosas, horribles y espantosas ocupaban mi atribulado espíritu.
¡Pues mi primo Ambrose no se hallaba solo!
Extendíanse sobre él como una excrecencia —ninguna otra palabra me parece apropiada— que parecía no tener principio ni fin sino que parecía estar en un estado de fusión y sin embargo, daba la inequívoca impresión de estar viva, una excrecencia que al mismo tiempo tenía cierto parecido con una serpiente, un murciélago y algún enorme monstruo amorfo que se hallaba aún en ese estado indefinido de los seres en los comienzos del mundo, cuando aún no habían cobrado su forma definitiva. No era esto lo único visible a mis ojos, pues todo alrededor de Ambrose, sobre el techo de la torre y en el aire, encima de ella, había cosas imposibles de describir. Sobre el techo, a cada lado de mi primo, hallábanse dos seres semejantes a sapos enormes que parecían cambiar de apariencia constantemente, y de los cuales emanaba —no podía distinguir por qué medios— un horrendo ulular, como un sonido de ranas que había llegado al paroxismo de la cacofonía. Y en el aire, alrededor de Ambrose, veíanse enormes criaturas viperinas con cabezas curiosamente contorsionadas y garras grotescas, cuyos miembros parecían estar unidos por grandes alas apergaminadas y oscuras, de dimensiones monstruosas. En verdad, aquel espectáculo era tan increíble que por un momento creí haber perdido el sentido, y que mi preocupación por los problemas de los Bosques Billington y los acontecimientos acaecidos en aquel lugar en épocas pasadas me habían afectado en tal forma que era lógico que esta alucinación se me hubiese presentado. Pero comencé a decirme que, puesto que podía razonar normalmente, las cosas que veía tenían una existencia completamente independiente de mi imaginación.
Además, había allí, junto a la torre, un constante flujo y reflujo; los seres alados con cierta semejanza a murciélagos se veían a veces y otras desaparecían como si el aire mismo se los tragase; los amorfos tocadores de flauta sobre el techo transformábanse ya en seres enormes y monstruosos, ya en cosas pequeñas y enanas, y la extensión en el espacio ante mi primo, que he descrito como una excrecencia, era tan odiosa en su fluidez que no podía quitarle los ojos de encima, convencido como estaba de que en cualquier momento esta ilusión y todo lo demás pasaría, y que la escena tornaría a ser el paisaje tranquilo, iluminado por la pálida luz de la luna, que yo había esperado ver. Al describir esa cosa como «fluida» sé que no doy una idea adecuada de ella y que me resultará difícil describir lo que ocurrió ante mis ojos horrorizados e incrédulos. Pues la Cosa, que primero me pareció como una extensión en el espacio, con su punto focal ante mi primo Ambrose, se transformó sucesivamente en una gran masa amorfa, que luego pareció cubrirse de escamas, como ciertas serpientes, con innumerables tentáculos que se extendían y contraían constantemente y cambiaban de forma. Una cosa horrible, oscura, con enormes y abiertos ojos rojos que no guardaban proporción con su cuerpo… una monstruosidad que parecía un pulpo por su cuerpo pequeño en relación a sus miles de tentáculos cientos de veces mayores que él, y cuyos extremos se perdían en la distancia, mientras que en su purpúreo cuerpo se abría un ojo enorme, fijo en mi primo, y debajo del cual se abría una boca monstruosa de la cual salía una especie de terrible rugido, al oír el cual los tocadores de flauta y el coro de ranas del pantano aumentaron su música salvaje hasta llegar a un volumen insoportable. En eso la voz de mi primo emitió unos sonidos ululantes que llegaron a mis oídos como una horrible burla de algo inferior a lo humano, y me llenaron de tal terror como no había conocido jamás. Entre los horrendos sonidos que salían de su boca, pronunció uno de aquellos temidos nombres que tan a menudo había yo encontrado en los libros: ¡N’gai, n’gha’ghaa, y’hah-Yog-Sothot! Esto provocó tan bestial tumulto, que pensé que el mundo entero le oiría, y me alejé un poco de la ventana sobrecogido de espanto y una vez más embargado por la sensación de malignidad que se precipitaba sobre mí. Me tambaleé y caí al suelo de rodillas.
Un instante permanecí en esa postura, mientras recobraba un poco el dominio sobre mis sentidos; luego me puse de pie, tembloroso, y escuché, temeroso de los sonidos que pudieran llegar hasta mí, pero nada oí, y ahora, profundamente turbado e incapaz de comprender lo que había ocurrido, volví a subir sobre la biblioteca a pesar del poderoso deseo que sentía de huir. Mis pensamientos eran caóticos; me parecía que había sido víctima de una increíble y pavorosa alucinación; sentía la imperiosa necesidad de mirar una vez más hacia la torre de piedra en el bosque. Así, violentado por dos fuerzas opuestas, una que me empujaba hacia adelante y la otra que me retenía, volví a ocupar una vez más mi posición anterior, y abrí lenta, y atemorizadamente mis ojos.
Vi la torre y el bosque iluminados por la luna, y vi la luna también, descendiendo hacia el Oeste, y ante una de las estrellas lo que parecía ser una temblorosa estela de niebla que desapareció…, pero de la escena anterior ¡nada, absolutamente nada! La torre se erguía desierta, y a pesar de que el coro de ranas seguía oyéndose en rítmica cadencia, todos los demás sonidos habían cesado; no había nada sobre la torre ni en derredor de ella, y de mi primo no se veía ni señales. Permanecí un momento con mi rostro pegado al vidrio, mirando incrédulo afuera; luego pensé que mi primo debía de estar ya de vuelta, y cerca tal vez de la casa, pues había perdido la noción del tiempo, y me retiré precipitadamente, con una última mirada rápida, furtiva y aprensiva hacia afuera.
Me dejé caer suavemente al suelo, y, saliendo del estudio, subí rápidamente las escaleras y entré en mi cuarto. Apenas había llegado allí que oí el ruido de la puerta de abajo y los pasos de mi primo que se acercaba. Pero tendiendo el oído advertí, asombrado, que eran pasos de más de una persona. Pasos lentos, arrastrados… y luego oí voces que murmuraban al pie de la escalera.
—¡Mucho tiempo! —dijo una voz gutural, pero que a pesar de ello reconocí como la de mi primo Ambrose.
—Sí, Amo.
—Me encuentras cambiado.
—No… excepto en tu rostro y vestimenta.
—¿Fuiste lejos?
—Hasta Mnar y Carcosa. ¿Y tú, Amo mío?
—Estuve en muchos lugares, y con muchos rostros. En el tiempo pasado y en el futuro. Habla quedamente, pues aquí hay peligro. Hay alguien de afuera, aunque de mi sangre, entre estos muros.
—¿Iré a dormir?
—¿Lo necesitas?
—No.
—Descansa entonces y aguarda. Por la mañana todo será como siempre.
—Sí, Amo mío. Cuando me necesites, me encontrarás en la alcoba junto a la cocina, como antes.
—Un momento. ¿Conoces tú el año, según lo miden los hombres?
—No, Amo. ¿Tardé mucho? ¿Dos años? ¿Diez?
Ambrose dejó oír una risita sofocada que me heló la sangre.
—¡Un suspiro de tiempo! ¡Más de veinte veces diez! Grandes cambios han sobrevenido, tales como los Ancianos los predijeron, y nos lo dejaron saber. Tú los verás.
—Buenas noches, Amo.
—Buenas noches, sí. ¡Cuánto tiempo transcurrido desde la última vez que me las deseaste aquí! Descansa bien, pues tenemos mucho trabajo que hacer para Ellos y para abrir el camino.
Se hizo el silencio y oí los pasos lentos de mi primo que subía la escalera. Le oí avanzar con toda calma, y lo normal de aquel sonido me pareció espantoso y tanto más terrible debido a su misma normalidad después de lo que había visto —si es que en verdad había visto algo— a través de la ventana del estudio, y después de la conversación que me había llegado del pie de la escalera —si es que realmente había oído aquel sugestivo diálogo, pues comenzaba a dudar de mis sentidos. Mi primo cruzó el vestíbulo y entró en su habitación, cerrando su puerta. Un momento más tarde oí crujir su cama y luego todo quedó tranquilo.
Mi impulso inicial fue la huida inmediata; pero al hacerlo despertaría las sospechas de mi primo sin satisfacer su hostilidad, y además sería imposible. Pero junto con el impulso me vino una reacción secundaria: el sentimiento de que estaba abandonando a Ambrose. Fuera lo que fuese lo que ocurriese, a mí sólo me quedaba hacer una cosa: ir cuanto antes a ver al doctor Harper de nuevo, y exponerle en orden cronológico todo lo que había ocurrido, reproduciendo o copiando, si era necesario, los documentos de la biblioteca de mi primo. A esta hora, ya muy pasada la medianoche, tenía poco valor para iniciar semejante trabajo; pero estaba persuadido que debía ser hecho. Antes de dejar la casa, debía arreglarme para preparar un informe que pudiera servir de guía para quien quisiera tratar de resolver el enigma de los Bosques Billington, y, sí, también de los extraños y horribles acontecimientos de Dunwich.
Esa noche no dormí.
A la mañana siguiente aguardé hasta que mi primo hubiera bajado, antes de abandonar mi dormitorio, y luego lo hice embargado de profundo temor por lo que pudiera ver. Mis temores, sin embargo, fueron infundados. Encontré a Ambrose muy ocupado preparando el desayuno. Parecía muy alegre, y, a decir verdad, su aspecto apaciguó mis temores. Estaba excesivamente voluble, y me dijo que esperaba que el coro del pantano no me hubiera mantenido despierto más de la cuenta.
Le aseguré que no.
Luego me dijo que las ranas habían croado inusitadamente fuerte, y que tal vez pudiera encontrarse algún medio para disminuir su número.
Por alguna razón, su sugerencia me alarmó instantáneamente. No pude menos de recordarle la recomendación de Alijah respecto a las ranas y sapos, a lo cual sonrió, a mi parecer algo siniestramente, como si quisiera sugerir que sabía lo que Alijah había querido significar y que eso no le preocupaba. Esta reacción anormal me turbó aún más, aunque me pareció conveniente ocultar mis sentimientos.
Siguió diciéndome que estaría ocupado afuera la mayor parte del día, y que esperaba que no me molestaría su ausencia. Me explicó que había visto en los bosques unos trabajos que necesitaban ser hechos sin dilación.
Oculté mi satisfacción, pues su ausencia me brindaría la oportunidad de copiar los papeles que deseaba en el estudio; pero creí necesario preguntarle si podía serle de alguna utilidad en sus trabajos.
—Eres muy amable, Stephen —me dijo sonriendo—. Pero casi me olvidaba de decírtelo: tengo ayuda. He contratado a un hombre el otro día durante tu ausencia, y debo hablarte de él a fin de que no te alarmes. Tiene un modo extraño de hablar, y se viste en forma bastante peculiar. Se trata de un indio.
No pude ocultar mi asombro.
—Pareces sorprendido.
—Y lo estoy —contesté—. ¿Dónde encontraste un indio por estos lugares?
—Vino a ofrecerse, y lo tomé. Uno queda sorprendido de lo que puede descubrir en estas montañas —se puso de pie y comenzó a quitar los platos y tazas de la mesa, ya que habíamos terminado de desayunar, y, volviéndose hacia mí, añadió—: Por una curiosa coincidencia, se llama… Quamis.