LOS BOSQUES DE BILLINGTON
Al norte de Arkham se yerguen las colinas oscuras, incultas, boscosas y enmarañadas por donde corre el Miskatonic hacia el mar, casi en uno de los límites del erial boscoso. Los viajeros, en esta región, rara vez se sienten impelidos a ir más allá de los lindes del bosque, a pesar de que un sendero apenas marcado conduce hasta ellos, y posiblemente atraviese las colinas y siga hasta el Miskatonic y más allá de él, hasta desembocar en campo abierto otra vez. Las deshabitadas casas que han resistido los embates del tiempo tienen todas ellas un uniforme y sorprendente aspecto de devastación, y, mientras la región boscosa en sí demuestra tener una singular vitalidad, parece haber poca evidencia de fertilidad en la comarca circundante. En verdad, un viajero que se pasee por Aylesbury Pike, que es la continuación de la River Street de Arkham, y continúe en dirección al oeste y noroeste de la antigua ciudad, hacia la comarca extraña y solitaria que es Dunwich, más, allá de Dean’s Corners, no puede evitar sentirse impresionado por el notable aspecto de lo que, a primera vista, pudiera parecerle una repoblación forestal pero que al observarlo con más detenimiento resulta ser retoños de añosos árboles que han soportado el embate de largos siglos.
Los habitantes de Arkham han olvidado casi todo lo referente a aquello; hubo leyendas, oscuras y vagas, que sus abuelos referían junto al fuego, algunas pertenecientes a la época de la fiebre de las brujerías; pero, al igual que tantos otros cuentos similares, su tenuidad terminó por disolverse y nada quedó de todo aquello, excepto que el bosque aquel siguió llamándose «el bosque de Billington» y las colinas «las colinas del señor Billington», al igual que toda la propiedad, incluso la gran casa que no podía verse, pero que sin embargo estaba allí, en lo más profundo del bosque, sobre una agradable loma, «cerca de la torre y el círculo de piedras», como se decía. Los añosos y retorcidos árboles no invitaban a ningún curioso, ni los oscuros bosques animaban a ningún viajero a internarse en ellos, ni siquiera a la horda de buscadores de antigüedades o de leyendas que hubiera podido, sin embargo, sentirse atraída por la antigua casona de Billington. Todos evitaban ese bosque, y el viajero se daba prisa en pasar de largo, acosado por una curiosa sensación de desagrado que no podía explicarse: fantasías que se presentaban a su imaginación y que no le dejaban ningún pesar por no haber entrado allí le conducían derecho a su casa de nuevo, viniese de Arkham, de Boston o de alguno de los perdidos villorrios de Massachusetts.
«El viejo Billington» era recordado por las historias que habían dejado los ancianos fallecidos hacía largo tiempo en Arkham. Se llamaba Alijah Billington, y había vivido allí como hacendado a principios del siglo XIX. Fue a vivir a esa casa, que había pertenecido a su abuelo y bisabuelo antes que a él, y en su vejez había partido para las costas de la madre patria, al sur de Londres, en Inglaterra. Desde entonces nada más se había oído de él, a pesar de que los impuestos eran debidamente pagados por una agencia de abogados cuya dirección en Middle Templé Lane prestaba dignidad a la leyenda del viejo Billington: Pasaron varias décadas; presumiblemente Alijah Billington fue a reunirse con sus antepasados, y sus abogados lo mismo; era igualmente seguro que el hijo de Alijah, Laban, llegó a su mayoría de edad y que los hijos de los abogados de su padre siguieron con el bufete del suyo, según la costumbre establecida; pues a pesar de que transcurrían las décadas, las sumas necesarias para satisfacer los impuestos anuales de la desierta propiedad eran debidamente depositadas por intermedio de un banco neoyorquino, y la propiedad continuaba llevando el nombre de Billington, a pesar de que a principios del siglo XX corrieron rumores de que el último de los Billington varones, que debía de ser sin duda el hijo de Laban, no había dejado descendiente masculino, y que la sucesión se continuaba por una hija, cuyo nombre no se conocía sino como «señora Dewart»; pero estas habladurías carecían de interés para los habitantes de Arkham, y pronto fueron olvidadas, puesto que, ¿qué era para ellos una señora Dewart a quien jamás habían visto, contra el recuerdo lejano del viejo Billington y sus «ruidos»?
Eso era lo que se recordaba del viejo Billington, y era especialmente evocado por los descendientes de algunas pocas familias que se complacían en hurgar en las generaciones pasadas de los habitantes de la región. Pero tan efectivas habían sido las incursiones del tiempo, que no sobrevivía ninguna historia específica; sólo se decía que se habían oído a menudo ruidos, al atardecer y durante la noche, en las boscosas colinas donde vivía Billington; pero no se sabía con claridad si era Alijah el responsable de ellos o si tenían otro origen. En resumen, Alijah Billington hubiese sido totalmente olvidado de no ser por el miedo que inspiraban los bosques y su vegetación extraña y yerma, y el terreno pantanoso oculto en lo más hondo del corazón del bosque, junto a la casa, del cual se elevaba en las noches primaverales el infernal gemido y el croar de miles de ranas, que se oía a varios cientos de millas a la redonda de Arkham, y del cual, en verano, se alzaba una claridad casi sobrenatural que fluctuaba y danzaba bajo las nubes bajas durante las noches de atmósfera pesada, y que se decía era producida por verdaderas hordas de luciérnagas que habían invadido el lugar, con los sapos y otros insectos y animalejos, desde tiempo inmemorial. Los ruidos habían cesado con la partida de Alijah Billington, pero el croar de las ranas continuaba y el resplandor de las luciérnagas no había disminuido, ni tampoco, durante las noches de verano, había menguado en nada el coro de chotacabras.
Después de tantos años de abandono, la noticia de que la grande y vieja casona sería reabierta, noticia que llegó un día de marzo de 1921, fue motivo de creciente curiosidad e interés para los habitantes de la región. En las columnas del Advertiser de Arkham apareció una breve nota diciendo que el señor Ambrose Dewart solicitaba obreros y contratistas para renovar y poner en condiciones la «Casa Billington», y que los interesados podían dirigirse personalmente a él en el hotel Miskatonic, que era una especie de anexo a la Universidad de Miskatonic y se hallaba en los mismos terrenos que la casa de estudios. El señor Ambrose Dewart resultó ser un hombre de estatura mediana, de rostro aguileño, cabellera rojiza, mirada penetrante, labios finos y apretados, modales excesivamente correctos y una especie de profunda agudeza que impresionó favorablemente a los obreros que contrató para los trabajos.
Antes de que amaneciera otro día se supo en Arkham que Ambrose Dewart era, en verdad, el descendiente directo de Alijah Billington; que había efectuado una peregrinación por las costas del país que sus antepasados habían adoptado como suyo durante tres generaciones o más, y que ahora pensaba regresar allí. Era un hombre de unos cincuenta años, de tez morena, que había perdido a su único hijo en la gran guerra, y que, no teniendo otro heredero, se había vuelto hacia América como hacia un puerto donde deseaba pasar el resto de sus días. Había llegado a Massachusetts hacía quince días para examinar su propiedad, y lo que había encontrado allí evidentemente le había satisfecho, pues había planeado en seguida la restauración de la antigua casona, deseoso de devolverle su pasada gloria, aunque no tardó en percatarse que por el momento tendría que prescindir de ciertas comodidades modernas tales como la electricidad, pues las líneas más cercanas pasaban a varias millas de distancia y había muchas dificultades que vencer antes de que pudiera instalarse la electricidad en aquella casa. Pero para el resto de sus planes no había ninguna razón de demora, y durante toda aquella primavera los trabajos siguieron adelante: la casa fue restaurada, y se construyó un camino hasta ella que iba aún más lejos, es decir, hasta el lindero del bosque, y para el verano el señor Ambrose Dewart pudo ir a vivir en ella, abandonando sus habitaciones en Arkham, y sus obreros fueron despedidos, entregándoles una sustanciosa prima a cada uno, y pudieron regresar a sus casas, llenos de pavor y sin embargo maravillados por las cosas que contenía la vieja casa Billington y su semejanza con la casa Craigie de Cambridge, ocupada durante largo tiempo por el poeta Longfellow, llena de magnificas obras de talla, hermosísima escalera, formidable cantidad de libros en su biblioteca cubierta de estanterías hasta el techo, que tenía una altura de dos pisos, y aquel ventanal enorme de vidrios policromados que miraba hacia el oeste. También hablaban de los mil objetos maravillosos que, según aseguraba el señor Dewart, tenían gran valor para quienes gustaban de las cosas antiguas.
Todas las conversaciones no tardaron en versar sobre el viejo Billington, el cual, se decía, era bastante parecido a su descendiente. Volvieron a mencionar las historias referentes a los «ruidos», y otras de carácter más siniestro que se extendían de boca en boca, aunque nadie podía decir quién las había originado, excepto que provenían, sin duda, de la zona de Dunwich donde vivían los Whateley, los Bishop y algunas de las últimas familias más antiguas, en varios grados de decadencia, y disolución. Porque los Whateley y los Bishop también habían vivido en esa región de Massachusetts durante muchas generaciones, y sus antepasados eran en realidad contemporáneos no sólo del viejo Billington, sino del primero de los Billington, aquel que había construido la gran casona y el «rosetón», como llamaban a la gran ventana de la biblioteca, aunque no tenía nada que ver con un rosetón; y se suponía que las historias que relataban habían sido transmitidas de generación en generación y tenían por lo tanto algo de verosimilitud, aunque no fueran muy exactas, y así hubo un inmediato resurgimiento del interés por los bosques de Billington y por el señor Dewart.
Ambrose Dewart, sin embargo, ni siquiera sospechaba estas habladurías que su extraña llegada había provocado. Era de naturaleza solitaria, y se complacía en su soledad. Su primera intención había sido informarse lo más detalladamente posible acerca de las ventajas de su propiedad, y a ello se abocó lleno de entusiasmo, aunque, en honor a la verdad, hay que decir que no sabía ni por dónde empezar. Su madre no le había dicho absolutamente nada con respecto a la propiedad, excepto que la familia poseía «alguna propiedad» en el estado de Massachusetts, la cual era «conveniente» no vender, sino conservar siempre en la familia, y, en caso de que algo le ocurriera a él y a su hijo, debía dejarla en herencia a su primo de Boston, Stephen Bates, a quien no conocía. En verdad, sólo le habían sido dejadas un montón de instrucciones misteriosas, que evidentemente provenían del viejo Alijah Billington, que en su tiempo dejara tras de sí esa propiedad para ir a vivir a Inglaterra. Eran una serie de instrucciones que Ambrose Dewart no comprendía en absoluto, sin duda porque aún no estaba bastante familiarizado con su propiedad.
Se le instaba, por ejemplo, a que «no permitiese que el agua cesara de correr en derredor de la isla», a que «no molestara a la torre», a que «no impetrara a las piedras», a que «no abriera la puerta que conduce al tiempo y lugar extraños», a que «no tocara la ventana ni intentara modificarla». Esas instrucciones no significaban nada para Dewart, aunque le fascinaban en tal forma que, desde que las había leído, no podía quitárselas de la mente, obligándole insidiosamente a hurgar e investigar en la casa y el bosque, entre las colinas y la región pantanosa, hasta llegar a descubrir que la casa no era la única construcción en la propiedad que le pertenecía, sino que también había una antiquísima torre de piedra en una pequeña isla en medio de una corriente de agua que, en un tiempo, debía bajar desde las colinas y afluir en el Miskatonic, pero que parecía estar seca desde hacía mucho tiempo, salvo en los meses de primavera.
Descubrió esto un atardecer de agosto, cuando ya se ponía el sol, e inmediatamente supo que esa era la torre a que se referían las instrucciones de su antepasado. Por lo tanto la examinó con gran detenimiento y observó que era una torre cilíndrica de piedra, con techo cónico, de unos doce pies de diámetro y unos veinte de alto. Parecía haber tenido en un tiempo una gran abertura en forma de arco, lo que sugería que la torre había carecido originalmente de techo, pero ahora estaba clausurada con mampostería.
Dewart, que entendía bastante de arquitectura y edificaciones, estaba muy intrigado con esta construcción, pues no era preciso ser muy versado para advertir que esas piedras eran muy antiguas, mucho más que la casa; tenía en el bolsillo una pequeña lupa de aumento con la que había estado estudiando ciertos antiquísimos textos latinos encontrados en la biblioteca de la casa, y con ella estudió la estructura de las piedras y llegó a la conclusión de que eran piedras compuestas y que demostraban una extraña y desconocida técnica, que involucraba el uso de lo que parecían ser dibujos geométricos similares a aquellos que habían sido impresos en las piedras que se habían utilizado para cerrar luego la abertura de la arcada.
Una singular fascinación ejercía también la base de la torre, que era extraordinariamente gruesa, y que daba la impresión de estar fijada en la tierra a gran profundidad; pero esto, pensó Dewart, debía de ser porque, sin duda, el nivel del suelo había ascendido en los años pasados desde su construcción.
¿La habría construido Alijah Billington? Parecía, por lo menos en parte, mucho más antigua, pero entonces, ¿quién la había erigido? El problema intrigaba a Dewart, pero como ya conocía la existencia de gran cantidad de papeles antiguos entre los volúmenes de la biblioteca de su antepasado, abrigaba la esperanza de que entre ellos encontraría alguna referencia a la torre, y deseoso de examinarlos emprendió el camino de regreso a la casa, no sin antes volverse una vez más para observar la torre desde cierta distancia, viendo entonces por primera vez que se erguía en lo que en un tiempo debió de ser un círculo de piedras, que, con gran satisfacción, identificó como similar en muchos puntos a los restos druídicos de Stonehenge.
Era evidente que el agua había corrido en un tiempo por ambos lados de la pequeña isla, y sin duda en bastante cantidad, ya que las marcas de la erosión aún no se habían desvanecido a pesar de la invasión de la espesa maleza y la inevitable escoriación de las innumerables lluvias y vientos que no encontraban barrera alguna que las detuviera, contrariamente con lo que ocurría con los supersticiosos nativos.
Dewart regresó lentamente, y era ya de noche cuando llegó a la casa, debido en parte a la necesidad que había tenido de contornear la zona pantanosa que se encontraba entre el lugar donde se hallaba la torre y la loma en que estaba la casa. Se preparó una cena frugal, y mientras la comía se puso a reflexionar cuál sería la mejor manera de iniciar aquella investigación que tanto le atraía. Los papeles dejados en la biblioteca eran en su mayoría excesivamente antiguos, tanto que resultaría imposible leer algunos de ellos sin que se deshicieran en polvo. Afortunadamente, sin embargo, algunas hojas eran de pergamino, y sería por lo tanto posible tocarlas sin temor a destruirlas, y también había un pequeño bloc encuadernado en cuero que llevaba una inscripción en letra infantil que decía: «Laban B», el cual, sin duda, debía de ser el hijo de ese Alijah que había partido de esa tierra para Inglaterra hacía más de un siglo. Después de mucho cavilar, Dewart decidió comenzar por el diario de la criatura, pues no era otra cosa aquel cuaderno.
Leía a la luz de la lámpara, pues el problema de la electricidad no había sido solucionado aún, y las autoridades se contentaban con hacerle promesas que jamás llegaban a cumplirse. La luz de la lámpara y el reflejo amarillento del fuego en el hogar, pues como la noche era fresca había encendido la chimenea, daban al estudio un confortable aspecto de intimidad, y Dewart no tardó en perderse en el pasado a medida que este se erguía ante él de entre las páginas amarillentas que leía. La criatura, Laban, que Dewart estaba seguro era su propio bisabuelo, era evidentemente precoz, pues al principio de su diario tenía nueve años y al final del mismo, Dewart se aseguró de ello recurriendo a la última página, once. Y había tenido una gran disposición para observar los detalles, de modo que su diario no se limitaba a comentar los sucesos de la casa, sino que también se refería a lo que ocurría a su alrededor.
El niño era huérfano de madre, según pudo comprobar en seguida Dewart, y su único compañero parecía ser un indio, un Narragansett que estaba al servicio de Alijah Billington. Escribía su nombre alternativamente Quamus o Quamis, lo que indicaba que el niño no estaba seguro de cómo se llamaba, y era evidente que se acercaba más a la edad de Alijah que a la del muchachito, pues la actitud de respeto que se manifestaba en las narraciones de letra infantil de Laban hubiera estado desproporcionada si se hubiese tratado de un compañero de su misma edad. El diario comenzaba con un relato de la vida diaria del muchacho, pero luego no se refería de nuevo a ella, sino para asentar que sus tareas obligatorias habían sido cumplidas. En cambio se complacía en narrar lo que había hecho durante las pocas horas de la tarde en las cuales se veía libre de sus estudios y podía corretear a gusto por la casa, o, acompañado por el indio, por los bosques, aunque decía que le habían aconsejado que jamás se alejara mucho de la mansión.
Era obvio que el indio era o bien muy callado y poco comunicativo o extremadamente locuaz cuando repetía al muchacho algunas de las leyendas de su tribu; como el niño tenía la imaginación muy despierta, se complacía en aquella compañía, fuera cual fuese el humor del indio, y de vez en cuando escribía en su diario algo de las narraciones de su compañero, quien, según se veía a medida que avanzaba el diario, también se ocupaba de cierto trabajo para Alijah «después de la hora en que se sirve la cena».
Aproximadamente a la mitad del cuaderno habían sido arrancadas varias páginas, por lo que había una especie de laguna, un período que faltaba y que no había sido reemplazado. Inmediatamente después venía una anotación fechada el 17 de marzo (pero sin año) que Dewart leyó con creciente atención e interés, ya que la ausencia de las páginas anteriores acentuaba la sugestión del relato.
«Hoy, después de la última hora de estudio, salimos afuera por la nieve, y Quamis fue rodeando el pantano, dejándome para que le aguardara junto a un tronco de árbol caído, cosa que no me agradó mucho, por lo cual decidí que sería mejor ir detrás de él, y por lo tanto, siguiendo sus rastros en la nieve recién caída, le encontré una vez más donde mi padre nos ha prohibido que fuéramos, sobre las márgenes del río que corre junto al lugar donde se yergue la torre. Estaba de rodillas, con los brazos elevados hacia el cielo, y decía en voz alta palabras en su idioma que yo no entendía, pues aún no me lo han enseñado bastante, pero repetía a menudo una palabra parecida a “Narlato” o “Narlotep”. Iba a llamarle cuando me vio y, poniéndose inmediatamente de pie, vino hacia donde estaba yo y me tomó de la mano, arrastrándome lejos de aquel lugar. Entonces le pregunté si había estado orando, o qué había estado haciendo, y por qué no oraba en esa capilla de los hombres de raza blanca, cuyos misioneros eran los misioneros de su gente, pero él no me contestó, excepto para indicarme que no debía decir a mi padre dónde habíamos estado, de lo contrario él, Quamis, seria castigado por haber ido a ese lugar contra las órdenes de su amo. Pero como el lugar es árido y está entre las rocas y es inaccesible debido al agua a su alrededor, carece de atractivo para mí, sea lo que fuere lo que atraiga a Quamis y le incite a desobedecer las órdenes de mi padre».
Luego, durante dos días, las anotaciones carecían de importancia, y después seguía una frase, si bien velada, reveladora de que Alijah había descubierto y castigado la desobediencia del indio, pero el niño no mencionaba en qué forma. Después de otras siete anotaciones había otra referente «al lugar prohibido»; esta vez el muchacho y el indio habían sido sorprendidos por una tormenta de nieve y se habían perdido. Yendo de un lado para otro se habían encontrado de pronto «en un lugar desconocido para mí, pero Quamis, lanzando un gran grito, me arrastró de allí, y advertí que nos encontrábamos junto al río que corría por entre la isla de piedras y la torre, pero esta vez nos habíamos acercado a ella desde el lado opuesto. No sabía cómo habíamos llegado hasta allí, pues habíamos partido dirigiéndonos hacia el Este pensando en llegar hasta el río Miskatonic, a menos que la tormenta que nos sorprendió tan de repente nos haya desorientado en semejante forma. La gran prisa de Quamis por alejarse y el terror que le embargaba hicieron que una vez más le preguntara qué era lo que le causaba ese sobresalto, pero sólo me contestó como antes, que mi padre “no lo deseaba”, lo que quiere decir que no quiere que yo vaya a ese lugar, a pesar de tener la libertad de corretear por cualquier otra parte de su propiedad, y llegar hasta Arkham, si quiero, aunque me ha prohibido terminantemente ir hacia Dunwich o hacia Innsmouth, y no debo tampoco detenerme en el villorrio indio que se encuentra en las colinas más allá de Dunwich».
Luego no había ninguna otra referencia a la torre, pero en cambio, se encontraban algunos párrafos curiosos. Tres días después de la tormenta de nieve, el niño anotaba un rápido deshielo, que «libró a la tierra de la nieve». Y esa noche, según anotó al día siguiente en su diario, «me despertaron extraños ruidos en las colinas, que parecían grandes gritos, y me levanté y fui a mirar primero por la ventana que daba al Este. No viendo nada, fui a mirar por la que da al Sur, pero tampoco vi nada; entonces, reuniendo todo mi valor, me deslicé fuera de mi cuarto y crucé el vestíbulo, llamando a la puerta de mi padre, pero sin recibir contestación, y pensando que no me habría oído, me atreví a abrir la puerta y entrar en su habitación. Me acerqué en seguida a su cama, y mucho me sorprendí al no encontrarlo en ella, y advertí que esa noche no parecía haberse acostado. Y mirando por casualidad por la ventana de su dormitorio que da hacia el Oeste, noté una especie de claridad azulada o verdosa que brillaba por encima de los árboles, lo que me dejó perplejo, pues de esa dirección era de donde parecían venir los ruidos que había oído, y que seguía oyendo, semejantes a grandes gritos, pero no proferidos por voz humana ni por la voz de ningún animal conocido por mí. Mientras permanecía allí, ante la ventana entreabierta, transfigurado por el temor y la ansiedad, me pareció que otras voces similares a esas venían de muy lejos, de la dirección en donde queda Dunwich o Innsmouth. Esos ruidos después de un rato cesaron, y el resplandor del cielo se apagó también, y regresé a mi cama. Pero por la mañana, cuando Quamis entró en mi cuarto, le pregunté qué era lo que había hecho tanto ruido durante la noche, a lo que me contestó que sin duda yo había estado soñando, y no sabía de qué le hablaba, y que convenía que no le dijera nada a él, es decir, a mi padre. Entonces tampoco le dije a Quamis lo que había visto, pues realmente el indio parecía aterrado de que mi padre pudiera oír lo que decíamos. Estaba por hablarle de la ansiedad que sentía por la seguridad de mi padre, pero Quamis me dijo que estaba en su dormitorio y que había manifestado el deseo de que le dejaran dormir hasta tarde, y por lo tanto simulé olvidarme de lo que había oído y visto, tal como me lo aconsejaba Quamis, y este pareció muy aliviado y tranquilizado».
Durante las dos siguientes semanas las anotaciones de Laban se referían a asuntos sin importancia, tales como sus estudios y sus lecturas; luego, una vez más, apareció una referencia breve y oscura a los ruidos: «Parecen venir del Oeste y con singular persistencia, pero estoy seguro de que hay una contestación del Este o Noroeste, es decir en dirección a Dunwich o la región salvaje alrededor de Dunwich». Nuevamente, cuatro días después, el muchacho escribía que apenas se había acostado cuando se levantó para mirar la luna nueva que se ponía, y vio a su padre fuera de la casa. «Le acompañaba Quamis y ambos llevaban algo, pero no pude ver ni adivinar lo que era. Desaparecieron casi en seguida, volviendo un recodo de la casa, dirigiéndose hacia el Este; yo fui al dormitorio de mi padre para seguirlos con la mirada, pero no los vi más, aunque oí la voz de mi padre que venía del bosque». Después, esa noche, había sido despertado por «grandes ruidos, como antes, y me quedé en cama escuchándolos; creyendo a veces que se transformaban en una especie de cántico, y otras en gritos destemplados y terribles, que hacían daño al oírlos». Había anotaciones similares durante un tiempo, y en esa forma pasó casi un año.
La anotación que precedía a la última era en extremo desconcertante. Durante toda la noche el niño había oído «grandes ruidos» en las colinas y le parecía que todo el mundo debía oír esas voces que se elevaban en la oscuridad, y, a la mañana siguiente «no viéndole», pregunté por Quamis, y me dijeron que Quamis «había partido» y no regresaría, y que, además, nosotros también partiríamos antes del anochecer, llevando muy poco equipaje con nosotros, y me dijeron que me preparara. Mi padre parecía estar terriblemente ansioso por alejarse, a pesar de que no me dijo dónde iríamos, pero supongo que será a Arkham, o tal vez a Boston o Concord, pero no me pregunto nada y me apresuro a obedecer, no sabiendo qué llevar conmigo y tratando de elegir las cosas que necesitaré, como son pantalones y camisas limpias. Estoy muy perplejo por la prisa de mi padre, y su preocupación por el tiempo, pues quiere partir a media tarde, y dice que «tiene algo que terminar» antes de que nos vayamos; sin embargo, encontró tiempo para preguntarme varias veces si estaba listo, si había terminado mi equipaje, etcétera.
La anotación final del cuaderno había sido hecha esa tarde. «Mi padre dice que vamos a Inglaterra. Atravesaremos el Océano e iremos a visitar parientes en aquel país. Es ahora media tarde y mi padre está casi listo». A esto había añadido con letra ornamentada y casi desafiante: «Este es el diario de Laban Billington, hijo de Alijah y Lavina Billington, de once años de edad».
Dewart cerró el cuaderno lleno de perplejidad, y con su interés aguzado. Detrás de las palabras que el muchacho no había escrito era donde se encontraba el enigma mayor del cual por desgracia el niño no había vislumbrado lo suficiente como para dar a Dewart alguna clave. En la misma narración, sin embargo, encontró la explicación del hecho de que, la casa había sido dejada con libros y papeles y demás cosas, ya que la apresurada partida de Alijah y su vástago no le había dado tiempo para preparar la casa para una larga ausencia. Era cierto, por otra parte, que nada demostraba que Alijah hubiese pensado permanecer ausente, pero, sin embargo debió de pensar que ello podría ocurrir. Dewart tomó de nuevo el cuaderno y lo hojeó, releyendo párrafos aquí y allí, y de este modo llegó a un párrafo extraño que le había pasado por alto porque estaba perdido en medio de otro que daba detalles de una visita que el niño había efectuado a Arkham en compañía del indio Quamis. «Me extrañó mucho advertir que en todos lados éramos tratados con gran respeto y acentuado temor; los comerciantes hasta eran por demás obsequiosos con nosotros, y Quamis no fue molestado en las calles como los indios suelen serlo en las ciudades. Una o dos veces oí a unas viejas susurrando entre sí asustadas y alcancé a percibir el nombre de Billington pronunciado con tanto temor como si no fuese un nombre honrado. Cuando hablé de esto a Quamis durante nuestro regreso, me contestó que todo eso no era más que obra de mi imaginación». ¿Así que el viejo Billington era «temido» o mal visto y lo mismo todos los que estaban relacionados con él? Este nuevo descubrimiento produjo en Dewart una verdadera fiebre; su investigación era tan distinta de la acostumbrada aventura genealógica que le encantaba; aquí había misterio, aquí había algo profundo, insondable, algo fuera de lo común, y como todo lo misterioso le atraía, Dewart se sintió estimulado por la excitación de la caza.
Se volvió ansioso al cúmulo de papeles y documentos, pero no tardó en sentirse profundamente decepcionado, pues la mayoría de ellos se referían a la construcción de la casa, la compra de materiales y contratos de trabajo, y otros a la compra de libros que Alijah Billington había adquirido a libreros de Londres, París, Praga y Roma. Su decepción estaba por llegar al colmo, cuando por fin descubrió un manuscrito casi ilegible que llevaba este título extraño: De las Brujerías Dañinas llevadas a cabo en Nueva Inglaterra por Demonios sin Forma Humana. Parecía haber sido copiado de alguna narración cuyo original no estaba a mano, y era evidente que no todo el original había sido copiado, y no todas las frases copiadas eran ya legibles. Con todo, en conjunto, el documento era bastante comprensible y, con algún trabajo, Dewart llegó a descifrarlo. Lo leyó lentamente, deteniéndose con frecuencia, perplejo, y se sentía en realidad fascinado por su contenido, a tal punto que tomó una estilográfica y un papel y comenzó a copiarlo cuidadosamente. Parecía comenzar en mitad del original, y decía así: «Pero, a fin de no hablar demasiado extensamente sobre tan Horrendo asunto, sólo añadiré lo que se cuenta comúnmente respecto a un Suceso ocurrido en Nueva Dunnich, cincuenta años antes, cuando el señor Bradford era Gobernador. Se dice que cierto Richard Billington, instruido en parte por Libros Malos y en parte por un antiguo Mago de los indios salvajes, se apartó tanto de las Prácticas Cristianas que no sólo clamaba la Inmortalidad de la carne, sino que colocó en los bosques un gran Círculo de Piedras, dentro del cual decía sus Oraciones al Diablo, Lugar de Dagon Maldito, y cantaba ciertos Ritos de Magia abominados por las Sagradas Escrituras. Esto llegó a oídos de los Magistrados, y él negó todo trato Impío, pero poco después demostró gran Temor por Algo que él había llamado fuera del Cielo de la Noche. Hubo en ese año siete asesinatos en los bosques cercanos a las Piedras de Richard Billington, y esos asesinados fueron aplastados y semiderretidos en forma como jamás se había visto antes. Cuando se habló de un Juicio, Billington desapareció y jamás volvió a oírse hablar de él. Dos meses después, una noche, oyóse una banda de salvajes Wampanaug, gritando y gimiendo en los Bosques y parece que destruyeron el Círculo de Piedras e hicieron además muchas otras cosas. Pues su Jefe, Misquamacus, ese mismo Mago de quien Billington aprendió sus Brujerías, vino poco después a la ciudad y refirió al señor Bradford algunas Cosas extrañas: Primero, que Billington había causado más Daño de lo que podía remediarse, y que sin duda había sido comido por lo que él mismo había llamado fuera del Cielo. Que no había Forma de hacer que se retirase esa Cosa que él había llamado, por lo tanto el Sabio Wampanaug le había capturado y aprisionado donde había estado el círculo de Piedras.
»Que habían cavado tres Anas de profundidad y dos de ancho y Allí habían Hechizado al Demonio con Hechizos que ellos sabían, cubriéndolo con (aquí seguía un renglón ilegible) esculpida con el Signo Mayor. Y sobre esto ellos (otra vez venían varias palabras que no podían descifrarse) sacados del Pozo. El viejo Salvaje afirmaba que ese lugar no debía ser molestado bajo ningún Pretexto, por temor a que el Demonio volviese a quedar en Libertad, cosa que no ocurriría si la piedra plana con el Signo Mayor no era quitada de su Lugar. Al serle preguntado qué forma tenía el Demonio, Misquamacus habíase cubierto el rostro de modo que sólo le quedó visible un Ojo, y luego hizo un relato curioso y Circunstancial, diciendo que era a veces pequeño y sólido como un Escuerzo y del tamaño de muchas Marmotas, pero que a veces grande y nebuloso, sin Forma, aunque con un Rostro que tenía Serpientes en él. Su Nombre era Ossadogowah, lo que significaba (esto había sido vuelto a escribir “significa”) la criatura de Sadogowah, la que se tiene por un Espíritu Espantoso de quien hablan los antiguos y dicen bajó de las Estrellas y fue adorado en las Tierras del Norte. Los Wampanaugs y los Nanset y Nahriganset sabían cómo sacarlo del Cielo, pero jamás lo hicieron por conocer su gran Malignidad. Sabían también cómo capturarlo y aprisionarlo, aunque no cómo hacerlo volver de donde venía. Se dice que las viejas tribus Lamah que vivían bajo el Gran Oso y fueron hace tiempo destruidas por su Maldad, sabían cómo manejarlo en todos los modos. Muchos Hombres presuntuosos pretendían un Conocimiento de esos Otros Secretos, pero ninguno en Estas Partes pudo dar Prueba de dichos Conocimientos… Algunos decían que Ossadogowah regresaba a menudo al Cielo por propia voluntad, pero que no podía volver sobre la Tierra a menos que se le Llamara.
»Eso fue lo que el anciano Mago Misquamacus refirió al señor Bradford, y desde entonces aquel Lugar del Bosque junto a la Charca, al sudoeste de Nueva Dunnich, ha sido dejado en Paz. Las Altas Piedras han desaparecido en estos veinte años, pero el Lugar está marcado por una Circunferencia donde nada, ni la hierba ni la maleza, quieren crecer. Hombres sabios dudan que el maligno Billington fuera comido, como creen los Salvajes, por lo que él llamó del Cielo, ya que algunos dicen que ha sido visto en diversos lugares. El Mago Misquamacus dijo que no desconfiaba de que Billington hubiese sido llevado; no decía que había sido comido por la Cosa como creían otros Salvajes, pero afirmaba que ya no estaba más sobre la Tierra, por lo que había que darle Gracias a Dios».
Como apéndice a este curioso documento había una nota, evidentemente garabateada aprisa: «Consultar los Prod. Taum. del Rev. Ward Phillips». Dewart supuso acertadamente que esto se refería a algún libro que debía hallarse en los estantes, y sin perder tiempo llevó su lámpara junto a ellos, y comenzó a buscar entre los títulos de los volúmenes. Había extraordinaria diversidad de obras, y la mayoría le eran desconocidas. Estaba la Ars Magna et Ultima de Lully; Clavis Alchimae de Fludd; Liber Ivonis de Albertus Magnus; Claves de Sabiduría de Artephons; Cultes des Goules del Conde d’Erlette; De Vermis Mysteriis de Ludwig Prim, y muchos otros tomos antiquísimos, relacionados con la filosofía, la taumaturgia, la demonología, la cabalística, las matemáticas y cosas semejantes, entre ellos varias colecciones de Paracelsus y Hermes Trismegistus, que tenían señales de mucho uso. Fascinado por esos títulos, tuvo que violentarse para no sacarlos uno por uno y examinarlos. Siguió su búsqueda y tras largo rato, Dewart descubrió el volumen que buscaba en el extremo de un estante alejado de donde él se había encontrado sentado.
Se titulaba: Prodigios Taumatúrgicos en el Canaán de Nueva Inglaterra, por el Rev. Ward Phillips, que según pudo ver en la primera página, era «Pastor de la Segunda Iglesia de Arkham en la Bahía de Massachusetts». El volumen era una reimpresión, sin duda, pues estaba fechado en Boston en el año 1801. Tenía grandes dimensiones y Dewart supuso que el Rev. Ward Phillips, lo mismo que la mayoría de los clérigos, no había podido refrenar su deseo de sermonizar mientras desarrollaba sus tesis. No había índice de ninguna clase, y como faltaba poco para la medianoche, Dewart no miraba con gran entusiasmo la perspectiva de tener que hojear página por página un volumen cuya imprenta aún llevaba las eses largas y otros signos tipográficos en desuso, que dificultaban su lectura. Pensó que si realmente Alijah Billington había usado mucho ese volumen, lo más probable era que el lomo del mismo se hubiese resentido y que el libro se abriese de por sí en los lugares más acostumbrados a estar abiertos. Por lo tanto, llevó el libro y la lámpara sobre la mesa y, depositando la lámpara, colocó el libro sobre su usado lomo, y dejó que cayera abierto, cosa que este hizo aproximadamente a dos tercios de sus páginas. Comenzó hojeando por ahí y no tardó en encontrar una nota escrita en lápiz al margen, que decía: «Comparar con Mar. de Rich. Billington». No quedaba, pues, la menor duda de que aquel era el lugar que buscaba. El pasaje decía así:
«Pero, referente a la Infamia General, no he tenido conocimiento de nada más terrible que lo que Doten, viuda de Juan Doten de Duxbury, en las Viejas Colonias, trajo de los Bosques, allá por la Candelaria del año 1787. Afirmaba, y lo mismo hacían sus vecinas, que aquel monstruo le había nacido a ella y bajo juramento declaró que no sabía cómo aquello podía haber ocurrido, ya que no era ni Bestia ni Hombre, sino un monstruo murciélago con rostro humano. No emitía sonido alguno, pero miraba a todos con ojos tristes. Había quienes aseguraban que tenía un horrendo parecido con alguien muerto desde largo tiempo, un tal Richard Bellington o Bollinhan, quien, se afirma, ha desaparecido por completo después de ciertos tratos con los Demonios en el país llamado Nueva Dunnich. La horrible Bestia-Hombre fue examinada por la Corte y luego Quemada por Orden del Alto Sheriff, el 5 de junio del año 1788».
Dewart volvió a leer este pasaje varias veces; contenía ciertas implicaciones, aunque ninguna clara. En circunstancias ordinarias, hubieran podido pasar por alto; pero leídas inmediatamente después de lo que Alijah había clasificado como «La Nar. Billington» y la mención del nombre «Richard Bellington o Bollinhan» señalaba un paralelo inequívoco con Richard Billington. Desgraciadamente, por más estimulada que estuviese la imaginación de Dewart, no pudo llegar a ninguna clase de explicación para el enigma; pensó que tal vez fuera la sugestión del Rev. Ward Phillips de «que cierto Richard Bellingham» suponiendo que este fuese identificado con Richard Billington, no había sido destruido —«Comido por lo que él mismo había llamado fuera del Cielo»— como la superstición popular creía, sino que se hubiese internado más en el corazón de los bosques, cerca de Duxbury, para seguir con sus prácticas dañinas y allí se hubiese perpetuado engendrando ese horror descrito por el ministro. Por otra parte, la época en que la viuda Doten había traído a su monstruo al mundo quedaba a menos de un siglo de la época de aquellos notorios juicios de Brujerías, y era muy de presumir que en este tiempo la credulidad estaba aún firmemente arraigada entre las personas, tanto religiosas como laicas, que vivían entonces en la región de Duxbury y «Nueva Dunnich» que, sin duda, debía ser el lugar conocido ahora como Dunwich, y que por lo tanto que daba en la vecindad.
Muy excitado y estimulado para proseguir sus investigaciones, decidió, sin embargo, dado lo avanzado de la hora, ir a acostarse, no tardando en caer en un sueño poblado de curiosas visiones de extrañas criaturas parecidas a serpientes y murciélagos. A pesar de ello, durmió sin despertarse, excepto una sola vez, en que permaneció un buen rato sin dormir, con la extraña sensación, que por unos pocos momentos se convirtió en firme convicción, de que le estaban mirando desde arriba. Con todo, logró sacudir aquella sensación y volvió a dormirse.
A la mañana siguiente, considerablemente repuesto gracias a su descanso, Ambrose Dewart se dispuso a tratar de descubrir todo lo más que pudiera respecto a su antepasado Alijah, buscando datos en las fuentes de la biblioteca de la ciudad. Se dirigió a Arkham en su auto y una vez más sintió placer en encontrarse en aquel lugar que tanto le hacía recordar ciertos pueblos de Inglaterra, con sus casas de tejados de pizarra, sus callejuelas antiguas que se dirigían al Miskatonic y su aspecto de tranquila ancianidad. Comenzó su búsqueda por la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, donde consultó los gruesos volúmenes del Advertiser de Arkham y la Gaceta de un siglo atrás.
La mañana era brillante y clara, y Dewart disponía de todo el tiempo que quería. En muchos aspectos, Dewart era el investigador nato. Cualquier investigación le apasionaba, y muchas eran las que había iniciado, pero, a decir verdad, pocas las que había proseguido hasta el final. Se instaló en un rincón bien iluminado, con una mesa de lectura para él solo, y comenzó a estudiar los periódicos de los días de su bisabuelo, que estaban llenos de noticias curiosísimas que le llamaron la atención, haciéndole divagar más de una vez lejos de la búsqueda en que se hallaba empeñado. Recorrió varios meses de periódicos antes de tropezar con el nombre de su antepasado, y eso fue puramente accidental, pues mientras había estado buscándolo en las columnas de noticias lo encontró debajo de una comunicación corta y áspera dirigida al editor del periódico:
«Señor: he leído en su periódico una nota de cierto John Druven Esq. que se refiere a un libro escrito por el Rev. Ward Phillips de Arkham, y habla de ese libro en términos elogiosos. Comprendo que es costumbre amontonar palabras de elogio sobre los miembros del Clero, pero John Druven Esq. hubiera hecho al Rev. Ward Phillips un mayor servicio señalándole que hay cosas en la vida que vale más dejarlas tranquilas y alejadas del público en general. Su Seguro Servidor, Alijah Billington».
Dewart buscó inmediatamente una contestación a esta nota, y la encontró en un ejemplar de la semana siguiente.
«Señor: Se advierte que el protestante Alijah Billington sabe lo que escribe. Ha leído el libro, y le estoy agradecido, y por lo tanto me digo dos veces su obediente servidor en el nombre de Dios. Rev. Ward Phillips».
No había nada más de Alijah en las publicaciones siguientes que Dewart escudriñó con gran cuidado. Transcurrieron varias horas, y varios años tanto del Advertiser como de la Gaceta, antes de que Dewart encontrara de nuevo el nombre de Billington. Esta vez se trataba de una breve noticia:
«El Sheriff advierte al señor Alijah Billington, en su casa de Aylesbury Pike, que cese y desista de la cosa en que está ocupado durante la noche, y en particular haga terminar los ruidos que allí se producen. El señor Billington deberá presentarse ante la Corte del Condado en Arkham, en su sesión del mes próximo».
Nada más, luego, hasta que Alijah Billington apareció ante los magistrados.
«El acusado, Alijah Billington, declaró que no se ocupa de nada durante la noche, y que no produce ruido alguno ni cuida que estos se produzcan, que se atiene a las leyes del Estado, y que desafía a cualquiera a que pruebe lo contrario. Se presentó como una víctima de personas supersticiosas, que tratan de causarle daño, y que no comprendían que viviera solo desde la muerte de su muy llorada esposa, siete años antes. No permitió que su sirviente indio, Quamis, fuese llamado a declarar. Por varias veces pidió que su acusador fuera traído ante él, pero pudo observarse que el demandante no estaba dispuesto a aparecer, pues nadie se presentó, viendo lo cual, el antedicho Alijah Billington apareció justificado y se le rogó no hiciera lugar a la Nota que le fuera enviada por el Sheriff».
Era evidente que los «ruidos» a que el muchacho Laban se refería no eran producto de su imaginación. Este incidente sugería una vez más que quienes habían presentado la queja contra Alijah Billington le temían; y había en esta sugerencia algo más que el habitual recelo de quienes sienten disgusto de comparecer ante el objeto de su agravio. Si el muchacho había oído ruidos y el demandante también, evidentemente otros también los habrían oído; y, sin embargo, nadie quería presentarse para enfrentarse con Alijah Billington. Ello denotaba que Billington era temido, y que este, su vez, no parecía temer a nadie y no vacilaba ante la agresividad. Dewart pensó que esto era bastante condenable, pero se sentía cada vez más atraído por el creciente misterio, y supuso que el asunto de los ruidos aumentaría en proporción durante los meses siguientes más bien que perderse en la nada. Y así fue.
Apenas pasado un mes, apareció en la Gaceta una carta impertinente de un tal John Druven, quizá el mismo caballero que había elogiado el libro del Rev. Ward Phillips, que, sin duda, había debido de sentirse agraviado por la dura crítica de Alijah Billington, y que por ello, probablemente, se interesaba en los líos de Billington con el Sheriff.
«Señor: Habiendo tenido oportunidad de dar un paseo por el Oeste y Noroeste de Arkham en un día de esta semana, me vi sorprendido por la noche en la vecindad de Aylesbury Pike, en esa región conocida por Bosques de Billington, y, mientras trataba de orientarme, percibí poco después de la caída de la oscuridad un horrible ruido, cuya naturaleza no me es posible precisar, que parecía provenir de la región pantanosa que se encuentra más allá de la casa de Alijah Billington. Escuché por un buen rato aquel infernal clamor, lleno de angustia, pues más de una vez creí reconocer los gritos de algún ser presa de gran dolor o sufrimiento, y, si hubiese sabido distinguir de dónde provenían, me hubiese dirigido hacia allí, tal era mi angustia. Esos ruidos continuaron media hora o algo más, y luego se acallaron por completo, reinando el más profundo silencio, y yo proseguí mi camino. Su Servidor, John Druven».
Dewart esperaba que esto habría estimulado a su antepasado para dar una contestación llena de ira, pero transcurrieron las semanas sin que nada apareciera en los periódicos. No obstante, estaba cristalizando cierta oposición a Billington, pues si bien nada de él se publicó en los periódicos, apareció en cambio una carta abierta del Rev. Ward Phillips en la cual se ofrecía a encabezar un comité de investigaciones en relación con el lugar de los ruidos, con el propósito de descubrir lo que los producía y ponerles fin. Esto estaba perfectamente calculado para hacer salir a Billington de su silencio; cosa que no consiguió, pero en forma inesperada. Haciendo caso omiso tanto del Reverendo como del crítico, su contestación tomó la forma de un aviso público:
«Cualquier persona o personas que traspasen los límites de la propiedad conocida como Bosques de Billington, serán capturados como transgresores y puestos bajo arresto para ser juzgados. Alijah Billington ha comparecido en el día de hoy ante el Magistrado y declarado que su propiedad está debidamente demarcada contra los transgresores, cazadores y vagabundos, y que no se puede entrar en ella sin el debido permiso».
Esto trajo una inmediata réplica del Rev. Ward Phillips, quien escribió que «parecía como si nuestro vecino Alijah Billington no desease se efectuara investigación alguna acerca de los ruidos, y quisiera que siguieran conocidos únicamente por él». Concluía su carta preguntando sin rodeos a Alijah Billington por qué «temía» que se investigaran esos ruidos y su origen, y que fueran suprimidos.
Alijah, sin embargo, no se dejó abatir por tan poco. Contestó unos días después diciendo que no tenía intenciones de permitir que «la gente» le acusara, y que no tenía razones para creer que el tal «Rev. Ward Phillips o su protegido John Druven» estuviesen calificados para llevar a cabo una investigación, para luego decir, dirigiéndose a quienes clamaban haber oído ruido: «En cuanto a esas personas no estaría de más inquirir qué es lo que estaban haciendo a esa hora de la noche, cuando las personas decentes están en su cama o, por lo menos, en su propia casa, y no merodeando por los campos protegidos por la oscuridad, sólo Dios sabe tras qué placeres u ocupaciones ilícitas. No tienen prueba alguna de que hayan oído ruidos. El declarante Druven expresa que ha oído ruidos, pero no menciona que nadie le haya acompañado. Hace apenas cien años, muchas personas, alegando haber oído ruidos, acusaban a hombres y mujeres inocentes que luego eran condenados a muerte como brujos, sin otras pruebas. ¿Está el declarante lo suficientemente familiarizado con los ruidos nocturnos del campo como para distinguir entre lo que él llama “gritos de algún ser sufriendo” y el bufido de un toro o el mugido de una vaca en busca de un ternero perdido o mil otros ruidos similares de la Naturaleza? Vale más que él y sus semejantes se ocupen de sus asuntos y no dejen que sus oídos les traicionen, ni miren lo que Dios no desea que se mire».
Esta era una carta ciertamente ambigua. Billington nunca había mencionado antes a Dios, y su carta, aunque aguda en ciertos puntos, parecía haber sido escrita aprisa, sin la debida reflexión. En resumen, Billington daba pie para que le atacaran, cosa que ocurrió, por cierto, y tanto por el Rev. Ward Phillips como por John Druven.
El ministro escribió casi tan secamente como Billington lo había hecho en un principio, diciendo que se «sentía feliz y daba gracias a Dios de que ese hombre, Billington, reconociera que hay cosas que Dios no desea que se miren, y sólo esperaba que el antedicho Billington no las mirase tampoco».
John Draven, en cambio, se burlaba de Alijah. «Hasta ahora no he sabido que el vecino Billington tuviese toros, vacas y terneros en su propiedad, con cuyas voces el deponente está familiarizado, ya que se ha criado entre ellos. Además, el deponente dice que no fueron voces de toro, o vaca, lo que oyó en la vecindad de los Bosques de Billington. Ni de cabra, ni de carnero, ni de burro, ni de ningún animal conocido. Y ruidos los hay, eso no se puede negar, pues yo los he oído y otros también». Y así continuaba por algún tiempo.
Era de suponer que Billington diese alguna clase de contestación, pero no fue así. Nada que llevara su firma apareció en los periódicos, pero a los tres meses la Gaceta publicó una comunicación de Druven informando que había recibido una invitación para que registrara los Bosques de Billington a su gusto, ya fuese solo o acompañado. Lo único que Billington pedía era que se le informara anticipadamente de las intenciones de Druven a fin de que pudiera dar las órdenes oportunas para que no se le molestara como a un intruso. Druven hacía saber que tenía intenciones de aceptar la invitación de Billington y que así se lo diría a su debido tiempo.
Y luego, por una temporada, nada más.
Y después venía una serie de párrafos siniestros y cada vez más alarmantes a medida que transcurrían las semanas. La noticia inicial era, al parecer, inofensiva. Decía sólo que John Druven, que escribía de vez en cuando para el periódico, había dejado de presentar su artículo a tiempo para que pudiera aparecer en el de esa semana, y posiblemente lo presentaría para la próxima. La próxima semana, sin embargo, la Gaceta publicó un párrafo algo más extenso, diciendo que John Druven no podía ser encontrado. Que no se hallaba en las habitaciones que ocupaba en la casa de la calle River, y que se estaba efectuando una investigación a fin de descubrir su paradero.
La semana siguiente, la Gaceta reveló que el artículo que Druven había prometido enviar y que no había llegado a manos de la redacción era un informe respecto a una visita que había efectuado a la Casa Billington y sus bosques en compañía del Reverendo Ward Phillips y de Deliverance Westripp. Sus compañeros aseguraban que todos habían regresado, pero esa noche, según la dueña de la pensión habitada por Druven, este había vuelto a salir, sin contestar a su pregunta de adónde iba. Al serles preguntados acerca de su investigación y ruidos en los Bosques de Billington, el Rev. Phillips y Deliverance Westripp contestaron que no recordaban nada, excepto que su huésped había sido muy atento con ellos y hasta les había servido un almuerzo preparado por su sirviente, el indio Quamis. El Sheriff estaba llevando a cabo una investigación para aclarar la desaparición de John Druven.
En la cuarta semana no hubo ninguna otra noticia de John Druven. Lo mismo en la quinta.
Continuó el silencio sobre el tema hasta tres meses después, cuando se advirtió que el Sheriff había desistido de continuar la investigación relacionada con la extraña desaparición de John Druven.
Tampoco se publicó ninguna noticia más sobre Billington. Todo el asunto de los ruidos de los Bosques de Billington parecía haber sido abandonado.
Seis meses después de la desaparición de Druven, sin embargo, los acontecimientos comenzaron a producirse con desconcertante rapidez, y Dewart pudo advertir la manifiesta restricción de los periódicos al referirse a ellos, no obstante, tratarse de acontecimientos que en los tiempos actuales hubieran dado lugar a grandes títulos. Durante un período de tres semanas, cuatro relatos ocuparon un lugar importante tanto en la Gaceta como en el Advertiser.
El primero se refería al descubrimiento de un cuerpo horriblemente destrozado y mutilado a orillas del océano, junto a la ciudad portuaria de Innsmouth y a poca distancia de la desembocadura del río Manuset. El cuerpo fue identificado como el de John Druven. «Se supone que el señor Druven se hizo a la mar y que el barco en que navegaba naufragó. Según lo que pudo comprobarse, hacía pocos días que estaba muerto. Se le vio por última vez hace seis meses, en Arkham, y desde entonces nadie ha tenido noticias suyas ni le ha visto. Su cuerpo parece haber soportado muchas penurias, pues su rostro tiene señales de sufrimiento y dolor y muchos de sus huesos están fracturados».
El segundo relato se refería al antepasado de Dewart, al temido Alijah Billington. Se hacía saber que Billington y su hijo Laban habían partido para visitar a unos parientes en Inglaterra.
Una semana después, el indio Quamis, que había servido a Alijah, «era requerido por el Sheriff para ser interrogado, pero no pudo ser hallado. Dos alguaciles se dirigieron a la casa de Alijah Billington, sin encontrar nadie allí. Como la casa estaba cerrada y sellada, no podían entrar en ella sin orden de allanamiento, la que no tenían».
Las investigaciones que se efectuaron entre la población india que aún existía en ese tiempo en los campos de Dunwich, al noroeste de Arkham, para dar con Quamis no dieron resultado. Nadie conocía su paradero, y nada querían tener que ver con él, y hasta dos de los indios «negaron que el tal Quamis perteneciera a su tribu, y existiese siquiera».
Finalmente, el Sheriff dio a publicidad un fragmento de carta que el difunto Druven había comenzado a escribir la noche de su extraña e inexplicable desaparición, siete meses antes. Estaba dirigida al Rev. Ward Phillips, y parecía «haber sido escrita aprisa», según comentaba la Gaceta. La carta fue encontrada por la dueña de la pensión y entregada al Sheriff que sólo ahora revelaba su existencia. La Gaceta la publicó. Decía así:
Al Rev. Ward Phillips.
Iglesia Bautista. Arkham.
Mi estimado amigo: He regresado con una extraña sensación, a tal punto que parecería como el recuerdo de los acontecimientos que presenciamos esta tarde estuviese a punto de desvanecerse de mi mente. Me resulta imposible coordinarlos, y, además, me siento impelido a pensar mejor de nuestro reciente huésped, el temible Billington, como si tuviese que volver a él, y como si el pensamiento de que hubiera podido, por arte de magia, poner algo en la comida que nos sirvió, fuese un pensamiento poco amable. No piense mal de mí, mi buen amigo, pero estoy obsesionado por lo que vimos en el círculo de piedras en el bosque, y, sin embargo, cada instante que transcurre mis recuerdos se tornan más confusos y borrosos…
Ahí terminaba la carta. La Gaceta la había producido tal como había sido encontrada, y el periódico se abstenía de hacer ningún comentario. El Sheriff sólo había dicho que Alijah Billington sería interrogado a su regreso, y eso era todo. Posteriormente había una nota referente al entierro del desventurado Druven, y después una carta del Rev. Ward Phillips que decía que los miembros de su parroquia que habitaban en la región lindante con los Bosques de Billington aseguraban que no se oían más ruidos durante la noche, ahora que Alijah Billington había partido hacia costas extranjeras.
Durante seis meses los periódicos no volvieron a mencionar el nombre de Billington, y Dewart abandonó su búsqueda. A pesar de la fascinación que esa investigación ejercía sobre él, sus ojos estaban cansados; además, era ya media tarde y se había olvidado por completo de su almuerzo, y si bien no sentía apetito, pensó que era mejor no abusar más de su vista. Estaba algo azorado por todo lo que había leído. Hasta cierto punto se sentía decepcionado, pues había esperado encontrar algo más claro; en cambio, en todo lo que había leído había una tenuidad vaga, aún menos tangible que esos enigmáticos fragmentos encontrados en los documentos de lo que quedaba de la biblioteca de Alijah Billington. Los informes de los periódicos poco decían en sí. En verdad, sólo había la circunstancial prueba del diario del pequeño Laban para probar que los acusadores de Alijah Billington habían oído realmente ruidos nocturnos en los Bosques de Billington. Aparte de esto, Billington era descrito como un hombre más o menos malo, de carácter irascible, audaz y que no tenía ningún temor de afrontar a sus detractores. Habla salido bastante airoso de cada encuentro, a pesar de que el Rev. Ward Phillips logró una o dos pequeñas victorias. No cabía duda de que el libro al cual Alijah se había referido con tanta acritud era el de Prodigios Taumatúrgicos del Canaán de Nueva Inglaterra, y mientras no había nada que una Corte de justicia pudiera admitir como prueba, existía una innegable coincidencia en el hecho de que el crítico más acerbo de Alijah, John Druven, hubiese desaparecido tan extrañamente. Además, la carta inconclusa de Druven daba lugar a ciertas preguntas sugestivas. Era evidente que Alijah había puesto algo en la comida, a fin de que sus indeseables visitantes —el comité investigador— se olvidaran de lo que habían visto; por lo tanto, vieron algo que confirmaba los velados cargos hechos por Druven y por el Rev. Ward Phillips. Había, además, otra cosa más esencial en ese fragmento de carta, «como si yo tuviese que volver a él». Dewart se sentía angustiado de pensar en eso, pues sugería que por algún medio, Billington se hubiera atraído a su crítico más rudo, y después de hacerlo desaparecer, le hubiese finalmente producido la muerte.
Aunque esto sólo eran suposiciones, Dewart no pudo menos que pensar en ello durante todo el trayecto de regreso a su casa en los bosques, y al llegar allí volvió a buscar los papeles que había leído la noche anterior y permaneció un buen rato estudiándolos, tratando de relacionar en alguna forma al Richard Billington del documento con el terrible Alijah; lo que buscaba no era una relación de parentesco, pues no dudaba que pertenecieran a una misma familia, separados por varias generaciones, sino una relación en sustancia entre los increíbles acontecimientos relatados en el documento y las noticias publicadas en los semanarios de Arkham, pues cuanto más reflexionaba más innegable le parecía que dicha relación existiese. Los dos relatos, separados por más de un siglo, se referían a acontecimientos ocurridos en el mismo lugar, pues la «Nueva Dunnich» del documento era sin duda la Dunwich de ahora, y la mención del Círculo de Piedra traía a la memoria los fragmentos druídicos que circundaban la torre de piedra en el lecho seco del tributario del Miskatonic.
Dewart se preparó varios emparedados, deslizó una naranja y una linterna eléctrica en los bolsillos de su chaqueta y salió, ya avanzada la tarde, para dirigirse a la torre que deseaba examinar de nuevo. Entró en ella y comenzó en seguida a estudiarla con detenimiento. Había en su interior, y elevándose en espiral a uno de sus lados, una escalerilla de piedra muy primitiva, y, con cierto recelo, Dewart comenzó a subir por ella, observándola cuidadosamente mientras lo hacía. Una especie de decoración primitiva pero impresionante la adornaba, como una especie de bajorrelieve, y no tardó en percatarse de que se trataba de un solo dibujo repetido como una cadena en toda la extensión de la escalera, la cual terminaba finalmente en una pequeña plataforma tan cercana al techo de la torre que Dewart apenas si podía estar en cuclillas sobre ella. La luz de la linterna que tenía en la mano le permitió ver que el bajorrelieve que estaba esculpido en las piedras de la escalera también aparecía en la plataforma, y se inclinó para estudiarlo mejor, descubriendo que se trataba de un intrincado dibujo de círculos concéntricos y líneas en forma de rayos, que, al mirarlo atentamente, daba la impresión de cambiar de dibujo. Dewart dirigió su luz hacia arriba.
En su examen previo de la torre le había parecido que el mismo esculpido había sido hecho en esa parte del techo que parecía haber sido construida más recientemente, pero ahora advirtió que sólo una piedra del techo llevaba aquel decorado, y que esta estaba formada por un bloque grande y plano de lo que parecía ser piedra caliza, que correspondía casi exactamente en tamaño al de la plataforma sobre la cual se hallaba él. Su grabado, sin embargo no seguía el motivo de las figuras en bajorrelieve, sino que más bien tenía la forma de una rústica estrella, en cuyo centro aparecía como un gigantesco ojo caricaturizado, pero no era un ojo, sino más bien un rombo quebrado, con ciertas líneas que sugerían rayos o tal vez un haz de llamas.
Este dibujo carecía de sentido para Dewart, lo mismo que el del bajorrelieve, pero lo que le interesó fue observar que el cemento que sostenía ese bloque de piedra en su lugar se había caído en parte debido a las inclemencias del tiempo, y se le ocurrió que con un poco de maña podría quitar el cemento que aún quedaba y sacar la piedra de su sitio, dejando así una abertura en el costado del techo cónico. Al pasear su luz por el techo, llegó a la conclusión de que la torre había sido construida originariamente con una abertura, que después fue cerrada mediante esa piedra plana, que era de estructura más lisa, menos tosca que las demás piedras de la construcción, y tenía un tinte más grisáceo, aunque esto pudiera ser debido a que era más nueva.
Mientras se hallaba allí en cuclillas, Dewart llegó a la conclusión de que debía restablecerse la primitiva estructura de la torre, y cuanto más contemplaba aquella piedra, tanto más obsesionado estaba por la idea de quitarla de allí, diciéndose que en esa forma podría ponerse de pie sobre la plataforma. Barrió el suelo con su luz, y, viendo allí algunos fragmentos de piedra que podrían ser utilizados como herramienta para quitar el cemento, bajó cuidadosamente las escaleras y fue a buscar uno de esos fragmentos, regresando con él a la plataforma. Luego estudió detenidamente lo que le convenía hacer para no correr peligro; la piedra no era tan grande como para que no pudiera por lo menos desviarla cuando estuviese a punto de caer, pero era lo bastante pesada como para que no pudiera pensar en sostener todo su peso. Se apoyó, pues, contra el muro y comenzó cuidadosamente a desprender el cemento, teniendo la linterna colocada hacia arriba dentro de uno de sus bolsillos, y al poco rato tuvo la seguridad de que le sería posible aflojar y quitar la piedra tal como quería. Vio que primero tendría que quitar el cemento en el punto más cerca de él, de modo que el bloque de piedra, al caer, lo hiciera sobre el centro de la torre y cayera abajo, al suelo de tierra, y no sobre la plataforma.
Se dedicó de lleno a su tarea, y en menos de media hora cayó la piedra, tal como lo había previsto, y, guiada por él, esquivó la plataforma y fue a dar abajo, en el suelo de tierra. Dewart se puso de pie y se encontró mirando hacia el Este por encima de los terrenos pantanosos, y advirtió por primera vez que la torre estaba en línea recta con la casa, pues del otro lado de los pantanos y más allá de los árboles, los rayos del sol poniente brillaban sobre una ventana de su casa. Se quedó pensando cuál sería aquella ventana, ya que desde ninguna abertura había divisado la torre, pero se dijo que probablemente no la vio porque no la había buscado, y que la ventana aquella, a juzgar por sus dimensiones, no podía ser otra que la de los vidrios coloreados que se hallaban en el estudio, y a través de la cual jamás había mirado.
Dewart no podía imaginarse para qué habría sido construida allí aquella torre. ¿Habría sido elevada para servir a algún astrónomo primitivo? Sin duda, el sitio era ideal para observar los astros en su paso por el cielo. Las piedras del techo cónico, observó Dewart, eran tan gruesas como las de los muros, es decir, tenían algo más de un pie de espesor, y el hecho de que el techo se hubiese mantenido inconmovible durante todos esos largos años, demostraba la pericia del arquitecto. Pero la explicación de que esa torre hubiese servido para fines astronómicos no le satisfacía del todo, pues advirtió que no se erguía sobre la cima de una montaña, ni siquiera de una colina, sino sobre una isla, o lo que en un tiempo había sido una isla, es decir, una pequeña elevación de terreno con declive por tres de sus lados, sobre una ladera que descendía gradualmente hacia el río Miskatonic, que quedaba a cierta distancia entre los bosques, y era sólo por casualidad que la torre dominara el cielo, pues ningún árbol crecía en las inmediaciones, como tampoco crecía la maleza ni hierbas de ninguna especie. Y aun así, el horizonte estaba oculto por la cima de los árboles lejanos, de modo que las estrellas no podían observarse hasta por lo menos una hora después de aparecer y dejaban de ser visibles una hora antes de ponerse, lo que no era condición ideal para un edificio dedicado al estudio de los astros.
Después de un rato, Dewart bajó de nuevo las escaleras y se ocupó en mover la piedra hacia uno de los costados, saliendo luego por la arcada que no ofrecía barrera de ninguna especie para cerrar el paso al viento o a la lluvia, circunstancia que hacía el cierre de la abertura del techo tanto más curiosa.
Sin embargo, no se quedó mucho tiempo cavilando sobre esto, pues la luz disminuía a medida que el sol se ocultaba detrás de los árboles, y, comiendo el resto de su emparedado, emprendió el camino de regreso a su casa, contorneando el pantano. Se sentía satisfecho, como siempre que regresaba de cualquiera de las investigaciones que emprendía. Por poco que hubiese descubierto ese día, se había enterado por lo menos de muchas particularidades del folklore regional, así como de su antepasado Alijah, que había causado tanto revuelo en Arkham en sus días, para luego dejar detrás de sí un profundo misterio. Había reunido numerosos detalles, aunque no estaba seguro de que representaran las distintas partes de un todo, o las partes de dibujos diferentes.
Al llegar a su casa se sintió cansado. Resistió la tentación de seguir ahondando en los libros de su tatarabuelo, sabiendo que debía dar descanso a sus ojos, y se acomodó para reflexionar acerca de sus futuras investigaciones, como si esos cientos de volúmenes antiguos no estuviesen a su disposición. Confortablemente instalado en una butaca del estudio, con un buen fuego ardiendo en la chimenea, Dewart recapacitó cuanto sabía, con objeto de determinar cuál sería la pista que más le convenía seguir, a fin de avanzar con la mayor rapidez posible en sus descubrimientos. Pensó varias veces en el sirviente desaparecido, Quamis, y no tardó en ocurrírsele que existía también una especie de paralelo entre el nombre de este sirviente y el nombre del Mago de los indios a que se refería el antiguo documento: Misquamacus. Quamis o Quamus, había escrito el muchacho sin estar seguro de cuál sería, incluyendo en la ortografía del último dos de las cuatro sílabas del nombre del Hombre Sabio de los indios, y, si bien era cierto que muchos nombres indios eran similares, era probable que los parecidos familiares en la nomenclatura fuesen consistentes.
Estas ideas le sugirieron el pensamiento de que aún podrían habitar en la región parientes o descendientes de tal Quamis. Era cierto que más de un siglo antes el indio había sido repudiado por los suyos, pero Dewart pensó que eso carecía de importancia; por el contrario, eso mismo posiblemente haría que se le recordara más vívidamente. Decidió, pues, que si el tiempo lo permitía, al día siguiente orientaría por ese lado sus investigaciones, y muy satisfecho con su decisión, Dewart se fue a acostar.
Durmió bien, aunque en dos ocasiones durante la noche se movió intranquilo, despertándose, y de nuevo tuvo la sensación y hasta el convencimiento de que los mismos muros le miraban mientras yacía allí, sobre su cama.
***
A la mañana siguiente, después de haber contestado algunas cartas que hacía días esperaban respuesta, salió rumbo a Dunwich. El cielo estaba cargado de nubes y soplaba un leve viento del Este que presagiaba lluvia. Como consecuencia de este cambio de tiempo, las colinas boscosas, con sus cumbres coronadas de piedras, daban a la región de Dunwich un aspecto oscuro y siniestro. En esa región pocos eran los viajeros, pues quedaba un tanto apartada de la ruta habitual, y, por tanto, los caminos no estaban muy bien cuidados y en su mayoría se hallaban invadidos por las hierbas y hasta por la maleza.
Dewart no había avanzado mucho cuando notó lo extraño de aquella comarca que tanto difería de la ciudad de Arkham y sus alrededores, contrastando con las suaves colinas del camino de Aylesbury Pike las colinas de Dunwich, que eran abruptas y con oscuras quebradas y profundos desfiladeros, cruzados por puentes destartalados que parecían tener más de un siglo de existencia. La gente, poco habituada a los desconocidos, miraba con recelo a aquel hombre solitario que avanzaba a tumbos con su auto por los malos caminos. Dewart observó con frío desagradable y hasta anormal, y que esa tierra evidentemente tan abandonada por sus dueños debía ser hosca y poco propicia para el cultivo.
Había andado aproximadamente una hora en medio de aquella región inhóspita y tan por completo distinta de lo que se conoce como el Este Americano, cuando llegó a un grupo más o menos grande de casas que sin duda formaba el pueblo de Dunwich, aunque no había cartel alguno que lo identificara. La mayoría de las casas estaban desiertas y muchas de ellas se caían en ruinas. Evidentemente la pequeña iglesia había dejado de servir para el culto desde hacía mucho tiempo, pues ahora se hallaba instalada en ella lo que parecía una casa de comercio. Dewart dirigió su vehículo hacia allí y lo detuvo junto a dos hombres bastante andrajosos que se hallaban apoyados contra el muro de la antigua iglesia y que tenían toda la apariencia de la degeneración física y mental. Dewart les preguntó:
—¿Sabe alguien de ustedes si quedan por aquí algunos indios?
Uno de los dos viejos avanzó unos pasos acercándose tambaleante al auto. Tenía ojos pequeños profundamente hundidos en su rostro apergaminado, y sus manos, pensó Dewart, parecían garras. Suponiendo que el individuo se acercaba a fin de contestar a su pregunta, Dewart, impaciente, se inclinó hacia adelante, quedando su rostro fuera de la sombra de la capota de su auto.
Quedó desagradablemente sorprendido al advertir que el hombre se sobresaltaba y retrocedía.
—¡Luther! —exclamó con voz temblorosa dirigiéndose al otro viejo que se había quedado atrás—. ¡Luther!, ven aquí… —y señalando con su dedo a Dewart, dijo muy excitado por encima de su hombro—: ¿Recuerdas ese retrato que la señora Giles nos enseñó ese día? ¡Es él! ¡El reencarnado! Verdad que se parece a ese retrato, ¿eh?… ¡Y ya es casi la época! ¡Luther! ¡La época de que hablan… cuando él debe volver! ¡Entonces el otro también volverá!
Su compañero le tiró de la chaqueta.
—Un momento, Seth… No te apresures demasiado… Pregúntale por el signo.
—¡El signo! —exclamó Luther—. ¿Tiene usted el signo, extranjero?
Dewart, que en su vida había encontrado individuos semejantes, se sintió asqueado, y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para que no trasluciera demasiado claramente su disgusto. Pero no le fue posible contestar sin aspereza.
—Estoy buscando rastros de las antiguas familias de indios —dijo brevemente.
—Ya no quedan más indios —replicó Luther.
Dewart les dio una breve explicación de lo que deseaba. No pensaba encontrar indios, sino que esperaba poder descubrir una familia o dos que tuviesen algo de sangre india en las venas. Todo esto lo explicó en palabras sencillas, que estuviesen al alcance de esas mentes retardadas, y mientras hablaba, tenía conciencia de la mirada fija de Seth sobre él.
—¿Cómo se llamaba ese hombre, Luther? —inquirió de pronto.
—Billington… sí, Billington.
—¿Se llama usted Billington? —preguntó con atrevimiento Seth.
—Mi tatarabuelo fue Alijah Billington —contestó Dewart—. Ahora, respecto a esas familias…
Apenas se hubo identificado, ambos viejos cambiaron por completo de modo de ser, y su curiosidad se tomó obsequiosa, y casi servil.
—Tome usted la carretera de Glen… y deténgase en la primera casa que encontrará de este lado del arroyo Glen… Es la casa de los Bishop… Ellos tienen sangre india… Y tal vez algo más que usted no pregunta. Y hará usted mejor en alejarse de allí antes de que las chotacabras comiencen a charlar y que los sapos empiecen su concierto… pues podría usted perderse y oír cosas extrañas por los aires… Aunque… siendo de sangre de Billington tal vez esas cosas no le importen… pero creo mi deber ponerle sobre aviso… ¿Verdad, Luther?
—¿Cuál es la carretera de Glen? —inquirió Dewart.
—Doble a la izquierda por el segundo camino que encuentre y siga derecho… Mo es lejos. La primera casa de este lado del arroyo. Si la señora Bishop está en casa, ella le dirá lo que usted quiere saber.
Dewart estaba deseoso de alejarse, pues se sentía molesto por la singularidad de esos viejos, que no sólo estaban físicamente sucios, sino que llevaban el estigma de la degeneración, con sus extrañas y mal formadas orejas, ojos hundidos y repelentes; sin embargo, grande era su curiosidad por saber por qué esos hombres habían mencionado el nombre de Billington.
—Ustedes nombraron a Alijah Billington —dijo—. ¿Qué se dice por aquí de él?
—¡No hemos querido ofenderle, señor mío! ¡No hemos querido ofenderle! —se defendió presuroso Luther—. Vaya usted y siga por la carretera de Glen…
Dewart demostró cierta impaciencia.
Seth se inclinó un poco hacia adelante y explicó disculpándose:
—Resulta que su tatarabuelo era muy bien conocido por aquí, señor, y la señora Giles tiene un retrato suyo, dibujado por alguien que ella conocía y… y usted se le parece un poco, no cabe duda. Y se dice que la sangre de Billington volverá a habitar la casa de los bosques… eso es todo.
Dewart se tuvo que conformar con eso; tenía la impresión de que los viejos desconfiaban de él, pero sin embargo estaba seguro de que los datos que le habían dado eran exactos. Dobló, pues, el segundo camino y, tal como se lo habían dicho, siguió por la carretera de Glen, que serpenteaba entre las sierras, bajo un cielo que cada vez se oscurecía más, y al final llegó junto a un arroyo. Miró en derredor suyo y después de algún trabajo divisó una casita con un alero, semioculta entre la maleza. La casa estaba bastante derruida, y mientras avanzaba por el sendero invadido por las hierbas, temió que estuviese abandonada. Pero llamó a la puerta sobre la cual estaba burdamente grabado el nombre de Bishop.
Una voz le contestó desde dentro, una voz quebrada de mujer, que le ordenó que entrara y dijera lo que quería. Abrió la puerta e inmediatamente un olor fétido y nauseabundo llegó hasta él. La habitación en la que entró no sólo era oscura debido a la oscuridad del tiempo, sino porque todas sus ventanas estaban cerradas, y no había allí luz encendida. Como había dejado la puerta entreabierta detrás de él, pudo divisar la figura de una especie de vieja bruja acurrucada en una mecedora; su cabello, completamente cano, parecía brillar en medio de las tinieblas de la habitación.
—Siéntate, extranjero —dijo.
—¿La señora Bishop? —inquirió Dewart.
La mujer dijo que era ella, y su visitante, con tal vez demasiada prisa, comenzó a informarla acerca de su encuesta referente a los descendientes de los indios de la región, diciéndole que le habían asegurado que ella tenía sangre india en las venas.
—Has oído bien, extranjero. La sangre de los Narragansett corre en mis venas, y también la de los Wampanaug, que eran más que indios… Y tú… tú te pareces a los Billington…
—Así me lo han dicho —repuso Dewart secamente—. Y no es extraño, puesto que pertenezco a esa familia.
—Un Billington que anda en busca de sangre india —murmuró la mujer—. ¿Andarás por casualidad en busca de Quamis?
—¿Quamis? —exclamó Dewart sobresaltándose, e inmediatamente conjeturó que en alguna forma la historia de Billington y su sirviente Quamis era conocida por la señora Bishop.
—¡Ay!… Veo que te sobresaltas y asustas, extranjero. Pero no tienes que buscar a Quamis, porque él jamás volvió… y jamás volverá. Fue allí y no quiere volver más aquí.
—¿Qué sabe usted acerca de Alijah Billington? —preguntó de pronto Dewart.
—¡Qué pregunta! ¡Sólo sé lo que me refirieron los míos! Alijah sabía más de lo que saben los mortales, extranjero —y emitiendo una horrenda carcajada prosiguió—: Sabía más de lo que debe saber un hombre. Magia y ciencia antigua… Era un sabio ese Alijah Billington; para ciertas cosas tienes tú buena sangre… Pero no harás lo que hizo Alijah… Dejarás la piedra en su lugar… mantendrás, la puerta cerrada, de modo que los de afuera no puedan volver.
Mientras la anciana hablaba, una extraña sensación de aprensión comenzó a infiltrarse insidiosamente en Dewart. La empresa en que se había embarcado con tanto entusiasmo, alejada ahora de los viejos libracos y periódicos y colocada en un ambiente más terrenal —si es que esa casucha podía calificarse así— comenzaba a tomar un aspecto no sólo siniestro, sino perverso. La anciana mujer dentro de aquella oscura habitación, cuyas tinieblas ocultaban sus rasgos a Dewart y que, sin embargo, le habían permitido a ella notar el parecido del extranjero con Alijah Billington, parecía de origen demoníaco. Su risa cascada era obscena y horrible, y las palabras que pronunciaba con suma naturalidad se le antojaban a Dewart —que por lo general carecía de imaginación— cargadas de extraño y terrible significado. Mientras las escuchaba, se repetía que no era de extrañar que en medio de esas montañas perdidas de Massachusetts se tropezara con absurdas supersticiones y creencias de otros tiempos. Sin embargo, las palabras de la señora Bishop no reflejaban superstición sino más bien la convicción de un conocimiento oculto y, además, una perturbadora sensación de superioridad, casi desdeñosa, de parte de la anciana.
—¿De qué era sospechoso mi tatarabuelo?
—¿Qué sabes tú?
—¿Será de brujería?
—¿De connivencia con el diablo? —la vieja volvió a reír—. ¡Era peor que eso! Era algo que nadie podía expresar. Pero no llegó a apoderarse de Alijah cuando salió por los montes chillando y acompañado por aquella música infernal… Alijah le llamó, y Aquello vino; Alijah lo hizo partir, y Aquello partió; partió pero está aguardando y acechando… Ha llegado el momento, en este siglo, que la puerta vuelva a abrirse y que Aquello pueda volver a salir para merodear de nuevo por entre las colinas…
Las indirectas referencias de la vieja parecían una descripción familiar; Dewart tenía un conocimiento superficial de brujería y demonología. Y sin embargo, había algo extrañamente ajeno a eso en aquellas palabras.
—Señora Bishop, ¿oyó usted hablar de Misquamacus?
—Era el Gran Sabio de los Wampanaug. Oí hablar mucho de él a mi abuelo.
Eso, por lo tanto, era leyenda, no cabía duda.
—¿Y ese sabio, señora Bishop…?
—¡Ah, no necesitas preguntar!… Él sabía. En su tiempo había Billingtons también, y tú lo sabes. No necesitas que yo te lo diga. Pero yo soy vieja y no me queda mucho tiempo para permanecer en la Tierra, y no tengo ningún miedo de decirlo. Tú lo encontrarás en los libros.
—¿Qué libros?
—Los libros que solía leer tu tatarabuelo… Todo lo encontrarás allí dentro. Te dirán, si los lees bien, cómo Aquello contestó de entre las colinas, y cómo salió del aire, como si hubiese caído de las estrellas. Pero tú no harás como él hizo; si lo hicieras, que Aquel o Quien no se debe Nombrar tenga piedad de ti… Está aguardando allí… está aguardando afuera en este momento, cómo si hubiese sido ayer que le enviaron dentro. Para esas cosas no existe el tiempo. Tampoco existe para ellas el espacio. Soy sólo una pobre mujer, una vieja a quien no queda mucho tiempo para permanecer sobre la tierra, pero te digo que veo las sombras de aquellas cosas alrededor tuyo, revoloteando en tu derredor, mientras estás sentado ahí… Aguardan, aguardan… ¡No vayas a llamarlas y hacer que vuelvan a merodear por las colinas!
Dewart escuchaba con intranquilidad creciente, y sintiendo que se le ponía la carne de gallina. Aquella vieja de aspecto de bruja, el ambiente, el sonido de su voz, todo era fantástico; a pesar de hallarse dentro de los muros de la vieja casa Dewart tenía una sensación opresiva de que las tinieblas le invadían y que el misterio de aquellas colinas coronadas de piedras le rodeaba amenazante. Tenía el convencimiento de que algo furtivo, horrible, miraba por encima de su hombro, como si los dos viejos de Dunwich le hubiesen seguido hasta allí, acompañados por una gran multitud silenciosa que escuchaba lo que le estaban diciendo. De pronto toda la habitación pareció llenarse de vida, y en ese instante en que la tensión de Dewart se hacía mayor, la voz de la vieja dejó de oírse y estalló en horrenda carcajada.
Dewart se puso de pie vivamente.
Algo de su reacción debió de contagiarse a la vieja bruja, pues su risa cesó de pronto, y una vez más pronunció con voz quejumbrosa y servil:
—No me causes daño, Amo mío; soy una mujer vieja a quien no queda mucho tiempo para permanecer sobre la tierra.
Esta manifiesta evidencia de que era temido, llenó a Dewart de extraña alarma. No estaba acostumbrado al servilismo, y había algo horriblemente nauseabundo en esa actitud, algo contrario a su naturaleza, y, como sabía que ello no se debía al conocimiento que tenían de él, sino a algunas legendarias creencias relacionadas con el viejo Alijah, le era doblemente repelente.
—¿Dónde podré encontrar a la señora Giles? —inquirió secamente.
—Vive en el otro extremo de Dunwich… Vive sola con su hijo, su hijo, que es terrible, según dicen.
Apenas había traspuesto el umbral cuando oyó detrás de él la horrible carcajada de la señora Bishop. A pesar de lo odiosa que le resultaba, permaneció un instante escuchándola. La risa se aplacó poco a poco y la mujer comenzó a pronunciar unas palabras, pero, con gran asombro de Dewart, no eran palabras inglesas, sino palabras de un idioma fonético que resultaba extraordinariamente asombroso oír en medio de aquel valle perdido entre las colinas. Escuchó un tanto enervado, pero con creciente curiosidad, tratando de fijar en su memoria lo que la vieja pronunciaba, y cuyas palabras no pertenecían a ningún idioma que a él le fuese familiar. Intentó transcribirlas, escribiendo los sonidos en el dorso de un sobre, pero cuando hubo terminado y volvió a leer lo que había escrito, advirtió que aquellos garabatos no podían ser interpretados. «N’gai, n’gha’ghaa, shoggog, y’hah, Nyarla-thtep, Yog-thoth, n-yah, n-yah».
Los sonidos continuaron dentro por un tiempo hasta que por fin se hizo el silencio; pero parecían ser la repetición de las inflexiones primeras. Dewart miró la transcripción que había hecho completamente desconcertado; la mujer, era obvio, debía de ser analfabeta, supersticiosa y crédula; pero aquellos curiosos fonemas sugerían un idioma extranjero, y según lo que Dewart sabía debido a sus estudios universitarios, no pertenecían al idioma indio.
Se dijo, con algo de fastidio, que, lejos de conocer algo que pudiera ayudarle a interpretar a su antepasado, el misterio que le rodeaba, o mejor dicho los misterios, se tornaban cada vez más profundos, y la conversación de la señora Bishop, dislocada y desconcertante, parecía tener sólo una relación muy nebulosa con Alijah Billington, o más bien con el nombre de Billington, como si ese fuese un agente catalítico que precipitase una lluvia de recuerdos a los cuales faltaba, sin embargo, un diseño o parte principal que pudiera dar un significado al conjunto.
Dobló cuidadosamente el sobre para proteger su escrito y lo metió en su bolsillo, y, ahora que el silencio reinaba dentro de la casucha, regresó a su auto y se alejó por el camino por el que había venido, pasando por el pueblo. Detrás de cada ventana o puerta advirtió o adivinó por lo menos un par de ojos que le acechaban furtivamente. Al llegar al otro extremo del pueblo de Dunwich, tal como le dijera la señora Bishop, encontró tres casas, cualquiera de las cuales podía ser la de la señora Giles.
Llamó a la del centro, pero al no recibir contestación fue a la siguiente, que quedaba a varios metros más lejos. Su llegada no había pasado inadvertida. Apenas se había vuelto hacia la tercera casa cuando apareció de entre los arbustos un jorobado de enorme cabeza, que corriendo hacia la casa desapareció en ella mientras gritaba desaforadamente:
—¡Ahí viene, ahí viene!
Al verlo, Dewart pensó una vez más en la gran cantidad de degenerados que albergaba aquel pueblo, y siguiendo su camino avanzó hacia la puerta, llamando con los nudillos.
La puerta se abrió y apareció una mujer.
—¿La señora Giles? —inquirió quitándose el sombrero.
La mujer sé puso pálida, pero hizo un evidente esfuerzo por ocultar su turbación.
—No tengo intenciones de asustarla —prosiguió Dewart—. Desgraciadamente ya he notado que mi persona parece asustar a los habitantes de Dunwich. También asustó a la señora Bishop. Ella tuvo la amabilidad de decirme que me parecía a alguien… a mi tatarabuelo. Y añadió que usted tenía un retrato de él que tal vez consintiera en enseñarme.
La señora Giles dio un paso hacia atrás; el color había vuelto en parte a su rostro angosto y delgado. Dewart observó con el rabillo del ojo que la mano que la mujer había tenido oculta bajo su delantal, que el viento levantó levemente, tenía apretada una pequeña figura o amuleto muy similar a los que había visto en la Selva Negra de Alemania, en los Balcanes y en Hungría.
—¡No le dejes entrar, madre!
—Mi hijo no está acostumbrado a los extranjeros —explicó brevemente la señora Giles—. Si quiere usted tomar asiento, iré a buscar el retrato. Fue dibujado hace mucho, y lo heredé de mi padre.
Dewart se lo agradeció y tomó asiento.
La mujer desapareció en una habitación interior, donde se oyó su voz que trataba de tranquilizar a su hijo, cuyo temor era una nueva manifestación de la actitud de Dunwich contra él. Pero tal vez esa actitud se debiera a la absoluta ausencia de extranjeros en la región, y lo mismo se vería mortificado con ella cualquier otra persona desconocida que se internara en aquel pueblo perdido entre las montañas. La señora Giles no tardó en regresar con el retrato.
Era un dibujo tosco pero bueno. Hasta Dewart se sobresaltó, pues era notable el parecido entre él y su tatarabuelo. Allí, en aquel bosquejo somero estaban sus mismos rasgos, sus mismos ojos, su misma nariz romana, aunque la de Alijah Billington tenía una verruga en el lado izquierdo, y sus cejas eran bastante más pobladas. Pero esto, pensó absorto Dewart, era sin duda debido a que era un hombre de mucha más edad.
—Podría ser usted su hijo —comentó la señora Giles.
—No teníamos ningún retrato suyo en casa —dijo Dewart— y sentía curiosidad por verle.
—Usted puede conservarlo, si lo desea.
El primer impulso de Dewart fue aceptar el regalo, pero luego pensó que, por poco que aquello representara para ella, tenía el valor de un recuerdo de su padre; además, él no tenía ninguna necesidad de poseerlo. Sacudió su cabeza, siempre con la vista fija en su antepasado, como para grabar en su memoria todos los detalles de su apariencia, y luego tendió el dibujo a la señora, agradeciéndole su amabilidad.
Vacilante, el muchacho jorobado y de cabeza deforme apareció en el umbral entre las dos habitaciones, listo para huir a la menor señal de peligro. La mirada de Dewart se dirigió a él y advirtió que no era un muchacho, sino más bien un hombre de más de treinta años. Una hirsuta cabellera rodeaba su rostro de degenerado, cuyos ojos llenos de espanto estaban fijos en Dewart, como fascinados.
La señora Giles aguardó en silencio; era obvio que deseaba que su visitante se retirara; por, lo tanto, Dewart se puso en pie —movimiento que produjo la precipitada desaparición del hijo de la mujer en la habitación contigua— le volvió a agradecer su amabilidad y abandonó la casa, observando que durante todo el tiempo que estuvo en ella, la mujer no había soltado ni un solo momento el amuleto protector.
No le quedaba nada por hacer sino abandonar la región de Dunwich, cosa que hizo con gusto a pesar de que sus averiguaciones no le habían dado gran resultado, y que lo único que le compensaba en algo sus molestias fue el retrato de su antepasado. Pero el hecho era que su excursión a la región de Dunwich le había dejado una inexplicable inquietud, unida a una especie de intolerable repulsión que parecía originada en algo más profundo que la manifiesta decadencia y degeneración que existía en aquella comarca. No podía explicárselo. La gente de Dunwich era en sí curiosamente repelente, de eso no cabía duda; formaba como una raza aparte, con todos los estigmas de las repetidas uniones consanguíneas y varias curiosas variaciones fisiológicas, como las orejas extrañamente planas, tan pegadas al cráneo que parecían casi completamente adheridas a él, los ojos pálidos y saltones y las bocas grandes, con labios blandos sin forma determinada. Pero no era sólo la gente de Dunwich ni la comarca de Dunwich lo que le afectaba tan desagradablemente; era algo más, algo inherente a la misma atmósfera de la región, algo increíblemente antiguo y pernicioso, algo que sugería terribles blasfemias y horrores increíbles. El temor, el terror y el horror parecían transformarse en entidades tangibles en aquel valle oculto; la lujuria, la crueldad y la desesperación parecían ser una parte inevitable de la vida en la comarca de Dunwich; la violencia, el vicio y la perversión parecían pertenecer a las costumbres de allí, y, por encima de todo, parecía flotar en el aire una especie de locura que afectaba a toda la gente de la región, sin reparar en la edad o estado, una locura del medio ambiente que era infinitamente más terrible porque llevaba en sí la inferencia de la elección propia. Pero había algo más en la repulsión de Dewart: no se podía librar del desagrado que le había producido el obvio temor que todos los habitantes habían demostrado hacia él. Por más que se repetía que aquel temor lo hubiesen demostrado ante cualquier desconocido, sabía que no era cierto. Estaba plenamente convencido que le habían temido a causa de su gran parecido con Alijah Billington. Más aún, recordaba la turbadora reflexión hecha por Seth a su compañero, diciéndole que «él» había «vuelto», con tal seriedad, que era evidente que ambos viejos creían firmemente que Alijah Billington podía volver y volvería al país que había abandonado para ir a morir de muerte natural a Inglaterra hacía más de un siglo.
Siguió avanzando por la carretera sin percatarse de la oscuridad que invadía cada vez más los valles y colinas. Sus pensamientos estaban ocupados con miles de posibilidades, y se abrían ante él cien tos de caminos para sus investigaciones. Una extraña fuerza parecía impulsarle a que abandonara su búsqueda. Era como si algo le urgiera a que no continuara tratando de descubrir por qué Alijah Billington había sido tan temido, no sólo por los ignorantes y degenerados descendientes de aquella gente de Dunwich contemporánea suya, sino por los hombres blancos, educados o no, entre los que había vivido.
***
Al día siguiente, Dewart fue llamado a Boston por su primo, Stephen Bates, a quien había consignado el último envío de sus pertenencias desde Inglaterra; por lo tanto permaneció durante dos días en aquella ciudad, arreglando la transferencia de tales pertenencias a la casa de Aylesbury Pike, más allá de Arkham; y el tercero se ocupó en abrir los cajones, desembalando todas sus cosas y colocándolas en su lugar. Entre los papeles recién llegados se encontraba la serie de recomendaciones que le habían sido dejadas por su madre y que provenían del viejo Alijah Billington. Como resultado de sus recientes investigaciones, Dewart estaba ahora doblemente ansioso por volver a examinar ese papel; por lo tanto empezó a buscarlo afanosamente, recordando que cuando su madre se lo dio se hallaba metido dentro de un gran sobre sellado de papel manila, con el nombre de la señora de puño y letra de su padre. Después de casi una hora de búsqueda entre sus numerosos papeles, dio con el recordado sobre, e inmediatamente rompió el sello que su madre había puesto después de leerle las instrucciones unos quince días antes de su muerte, acaecida hacía varios años. Como primera observación advirtió que el papel no debía de ser el mismo originariamente escrito por Alijah, sino que debía de tratarse de una copia, hecha posiblemente por Laban al final de su vida, y por lo tanto el documento dataría de poco menos que un siglo. Pero la firma llevaba nombre de Alijah, y Dewart estaba convencido que Laban no había cambiado la más mínima cosa aquel documento.
Llevó un bote de café al estudio, y mientras tomaba la aromática bebida, comenzó a leer las instrucciones del papel que tenía delante. El documento no llevaba fecha, pero estaba escrito con mano firme y letra clara, lo que hacía cómoda su lectura.
Respecto a la propiedad americana situada en el estado de Massachusetts, conjuro a todos los que vengan después de mí a que conserven dicha propiedad en la familia por razones que más vale no se sepan. A pesar de que considero poco probable que nadie regrese a las costas de América, si alguien así lo hiciere, ruego a quien vaya a aquella propiedad que observe ciertas reglas, el sentido de las cuales se encontrará dentro de los libros que han quedado en la casa conocida por el nombre de Casa Billington, situada en los Bosques Billington. Dichas reglas son las siguientes:
La firma, copiada íntegramente, decía: Alijah Phineas Billington. A la luz de lo que había descubierto, por fragmentario que fuese, este breve papel adquiría gran interés. Dewart no lograba comprender por qué la torre preocupaba tanto a su tatarabuelo, y por qué se interesaba tanto por los habitantes del pantano y por aquella ventana, que sin duda era la del gabinete de estudio.
Elevando curiosamente su vista hacia la ventana, Dewart se preguntó qué tendría aquella ventana que mereciera tanto cuidado. Sin duda, el dibujo era interesante; representaba un dibujo de círculos concéntricos con rayos que partían en todas direcciones, y el vidrio multicolor que rodeaba el trozo central le tornaba especialmente luminoso en ese momento, al caer la tarde, cuando el sol le daba de lleno. Al mirarla, tuvo la sensación de que el emplomado de los círculos se movía, giraba, y que los rayos se contorsionaban, y como si de entre todas aquellas emplomaduras que reunían las distintas partes de vidrios multicolores se formara un retrato… Dewart cerró inmediatamente los ojos y sacudió la cabeza; luego aventuró otra mirada hacia la ventana. Tomaba la inequívoca apariencia de una cabeza grotesca y deforme. Dewart se quedó mirándola como fascinado. Discernía perfectamente ojos, o mejor dicho las órbitas, la boca y la elevada frente en forma cónica…, pero ahí terminaba todo parecido humano, pues en lugar de cabello aquella cabeza parecía tener tentáculos. Por más que Dewart parpadeó, esta vez la visión grotesca siguió igual. Primero el sol, luego la luna —pensó Dewart— y en pocos minutos se convenció de que su tatarabuelo había hecho diseñar adrede aquella ventana a fin de producir semejantes efectos.
Pero esta explicación no le satisfizo. Acercó una silla junto a una hilera de estantes debajo de la ventana, subió sobre la silla y luego sobre la parte superior de una fuerte estantería, quedando en esa forma al nivel de la ventana, la cual tenía intención de examinar vidrio por vidrio. Pero apenas estuvo en aquella posición, cuando le pareció que toda la ventana cobraba vida, como si la luz de la luna dorase en ella alguna brujería maligna.
La ilusión cesó con tanta rapidez como había comenzado, pero Dewart quedó algo turbado. El vidrio central de la ventana era incoloro, transparente, y Dewart se puso a mirar a través de él. Pudo ver, por encima del pantano, la torre iluminada por la luz de la luna, elevándose por entre la masa sombría de árboles, y se hizo la reflexión de que necesitaba hacerse examinar la vista, pues tenía la ilusión que algo oscuro revoloteaba alrededor del techo cónico de la torre. Dewart sacudió la cabeza. Sin duda debían de ser efectos de la luz de la luna, o tal vez fuesen vapores del pantano que se elevaban más allá de la casa y que desde esa altura tomaban aspectos que no le eran familiares.
No obstante, se sentía turbado. Bajó de encima del mueble y se dirigió hasta la puerta del estudio, desde donde echó otra mirada a la ventana, que ahora apenas estaba iluminada. Lanzó un suspiro de alivio al comprobar su normalidad. Sin duda, la serie de acontecimientos de la tarde le habían dado alguna razón para sentirse trastornado, sin contar que las inexplicables instrucciones de su tatarabuelo le habían puesto en un estado de ánimo propicio a interpretar erróneamente las cosas.
Salió a pasear, tal como lo había planeado; pero debido a la oscuridad que reinaba, pues la luna se había ocultado, no entró en los bosques, yendo en cambio hacia la carretera de Aylesbury Pike. Tal era su nerviosismo, que constantemente tenía la impresión de ser seguido, y de vez en cuando miraba furtivamente tras de sí y entre los árboles, en busca del fulgor de los ojos de algún animal que delatara así la presencia. Pero no vio nada. Por encima de su cabeza las estrellas brillaban con creciente resplandor, ahora que la luna había desaparecido.
Al llegar a la carretera de Aylesbury Pike, la vista y el ruido de los automóviles que pasaban por el camino real le resultaron tranquilizadores. Se dijo que estaba demasiado solo, que uno de esos días debía invitar a su primo Stephen Bates a que fuera a pasar una quincena con él. Mientras se hallaba allí, advirtió en el horizonte, en dirección a Dunwich, un leve resplandor anaranjado, y hasta creyó oír ruidos que bien hubieran podido ser gritos de terror. Supuso que alguna de las casuchas de Dunwich se habría incendiado y se quedó mirando hasta que el fulgor menguó y desapareció. Después emprendió el regreso a su casa, siguiendo el mismo camino que habla tomado a la ida.
Durante la noche se despertó con el pleno convencimiento de que le estaban mirando, pero calificando su sensación de absurda, logró volver a conciliar el sueño. Durmió intranquilo, y cuando se despertó se encontraba tan fatigado como si no hubiese dormido nada en absoluto, como si hubiera estado andando toda la noche. Su ropa, que al acostarse había colocado cuidadosamente sobre una silla, estaba en el más completo desorden, aunque no recordaba haberse levantado de noche ni haberla desarreglado.
A pesar de la falta de electricidad en su casa, Dewart tenía una pequeña radio a batería que utilizaba de tarde en tarde, rara vez para escuchar programas musicales, sino más bien para las transmisiones de noticias, especialmente por la mañana, momento en que se retransmitían las noticias del Imperio Británico. Dicha retransmisión era precedida por unas breves noticias locales, radiadas por la estación de Boston, y aquella mañana, cuando Dewart abrió la radio para escuchar las noticias de Londres, estaban aún emitiendo las noticias locales. Llegó hasta él el final de un párrafo concerniente a un crimen, evidentemente, y lo escuchó distraído y con cierta impaciencia.
«…y el cuerpo ha sido descubierto hace escasamente una hora. Aún no se le ha identificado, pero parece tratarse de algún campesino. Todavía no se efectuó la autopsia, pero el cadáver está tan destrozado y despedazado que diríase que las olas lo han golpeado contra las rocas durante mucho tiempo. Empero, como el cuerpo ha sido encontrado en tierra y lejos de la línea de las olas y no estaba mojado, se presume que se trata de un crimen de tierra adentro. Parece como si el cuerpo hubiese sido arrojado desde los aires por algún avión o algo parecido. Uno de los médicos que le examinó ha señalado ciertas similitudes con una serie de crímenes cometidos hace más de un siglo en esta región».
Esta era al parecer la última noticia local, pues en seguida un locutor anunció la retransmisión desde Londres. La noticia de ese crimen local afectó singularmente a Dewart. Por lo general no era de naturaleza impresionable, aunque la criminología le atraía bastante, pero tenía el molesto convencimiento de que aquel crimen estaba destinado a tener sus imitaciones, a la manera de los crímenes de Jack el Destripador de Londres o los asesinatos de Troppmann. Apenas si escuchó las noticias emitidas desde Londres. Estaba muy ocupado con sus pensamientos y llegó a la conclusión de que se había tornado sumamente sensible a los acontecimientos y a la atmósfera que le rodeaba, desde que se había radicado en América, y sentía curiosidad por averiguar qué era lo que le había hecho perder su antigua indiferencia y frialdad.
Esa mañana se había propuesto volver a leer una vez más las instrucciones de su antepasado. Por lo tanto, después de desayunar, tomó el sobre manila y se puso manos a la obra, decidido a encontrar algún sentido en aquellas frases. Estudió una por una las instrucciones, reflexionando largo rato sobre cada una de ellas. No podía «permitir que el agua cese de correr», pero el agua ya no corría alrededor de la isla, y de ello parecía hacer mucho tiempo; en cuanto a molestar a la torre, suponía que al quitar la piedra colocada en el techo ya la habría «molestado» en parte. Pero ¿qué diablos quería decir Alijah al conminarle a «que no impetrara a las piedras»? ¿Qué piedras? Dewart no podía recordar otras piedras que las que le habían recordado las druídicas de Stonehenge. Si esas eran las piedras a que se refería Alijah, ¿cómo suponía que alguien las «impetrara», como si tuviesen inteligencia? No podía concebir eso; tal vez su primo Stephen Bates pudiera aclararle el punto. Cuando viniera le enseñaría el documento. Prosiguió. ¿A qué «puerta» se refería su tatarabuelo? A decir verdad, toda aquella frase era un rompecabezas «No debe abrir la puerta que conduce a tiempos y lugares extraños ni invitar a Aquel que acecha en la entrada, ni llamarlo para que salga de las colinas». ¿Podía haber algo más inexplicable que eso? Otra cosa que le llamó la atención fue el tiempo presente utilizado por Alijah. ¿Habría querido significar que él, Dewart, o quien leyera esas instrucciones, no tenía que tratar de descubrir nada de los tiempos pasados? Era una posibilidad, pero si uno aceptaba, debía considerar que Alijah debió de querer decir algo completamente distinto con su «lugar extraño». En cuanto a la frase «Aquel que acecha en la entrada», tenía algo de realmente siniestro y escalofriante. ¿Qué entrada? ¿Quién era ese «Aquel»? Y por último, ¿qué podía querer significar Alijah conminando a su heredero a que «no llamara a las colinas»? A Dewart le pareció verse, él u otro, de pie en medio de las colinas llamando… Aquello resultaba en verdad ridículo. Eso también se lo enseñaría a Stephen.
Siguió con la tercera frase: No tenía deseo alguno de molestar a las ranas y sapos, las luciérnagas ni las chotacabras, por lo tanto no se presentaría ningún conflicto con las instrucciones de ese párrafo. Pero… «por temor a que él abandone sus cerrojos y sus guardias». ¡Santo Dios! ¿Podía haber algo más absurdo, más carente de sentido? ¿Qué cerrojos? ¿Qué guardias? Era indudable que su antepasado escribía en enigmas. ¿Quería entonces que su heredero buscase la explicación de esos enigmas? Y si era así, ¿en qué forma? ¿Desobedeciendo sus instrucciones y aguardando a que algo ocurriera? No le parecía probable.
Dejó de nuevo el papel, sintiéndose profundamente desconcertado y disgustado. Por más que buscara, no le era posible llegar a ninguna conclusión satisfactoria, excepto la de que el viejo Alijah debía de haber estado mezclado en alguna actividad que no era mirada con buenos ojos por los pobladores de la región. Dewart pensó que debía tratarse de algún contrabando, acaso utilizando el río Miskatonic y su tributario, que corría junto a la torre.
Durante el resto del día, Dewart se ocupó en arreglar las últimas cosas desembaladas el día anterior. Entre los papeles de su madre, que jamás había tocado, encontró un sobre que decía: «Cartas de Bishop a A. P. B.» El nombre de «Bishop» le trajo en seguida a la memoria el recuerdo de la vieja con quien había tenido una entrevista en Dunwich.
Abrió el sobre y sacó de él cartas que parecían tenar muchas décadas. Las cartas estaban numeradas del uno al cuatro por mano distinta de la que las había escrito. El papel era grueso y fuerte, y la escritura excesivamente fina, lo que dificultaba su lectura. Observó cada carta por turno a fin de establecer el año en que habían sido escritas, pero ninguna lo tenía. Entonces se sentó para leerlas en orden según su numeración. Estaban escritas en un inglés anticuado.
Nueva Dunnich, 27 de abril.
Estimado amigo:
Con referencia a los cuerpos de los cuales hemos hablado, le diré que anoche vi uno Grande, que tenía la apariencia tal como pensábamos, con alas de oscura sustancia y con algo semejante a serpientes que salía de Su cuerpo, pero que estaban adheridas a él. Le llamé a las Colinas, y le contuve en el Círculo, pero con gran dificultad, a tal punto que parecía que el Círculo no fuese bastante potente para contenerle por mucho tiempo. Intenté conversar con Él, pero sin conseguirlo muy satisfactoriamente, aunque por lo que farfulló entendí que venía de Kadath, del Frío Oeste, que queda cerca de esa Meseta de Leng que se menciona en el Libro. Varias personas vieron el fuego sobre la Colina y hablaron de él, y entre ellas se encuentra un tal Wilbur Corey, que con seguridad querrá molestar, pues se tiene a sí mismo en alto concepto y es de naturaleza curiosa. ¡Pobre de él si va a la Colina cuando yo esté allí! Pero sin duda no irá. Estoy ansioso por aprender más de esas cosas, de las cuales usted, Señor, es el Gran Maestro, Rich B., cuyo nombre estará por siempre grabado sobre las piedras de Yogge-Sothothe y todos los Grandes Ancianos. Me alegro de que esté usted de nuevo a nuestro alcance, y espero ir a verle en cuanto mi caballo mejore, pues por nada montaría otro. He oído un día de esta semana, durante la noche, grandes gritos y chillidos provenientes de sus Bosques, y pensé que con seguridad estaba usted de regreso en la Casa. Iré en breve a visitarle, si es que usted se digna recibirme, y mientras tanto, Señor, me repito su muy seguro servidor,
Jonathan B.
Después de la primera carta, Dewart leyó inmediatamente la segunda.
Nueva Dunnich, 17 de mayo.
Honorable amigo:
Su nota me llegó bien. Lamento que mis pobres esfuerzos hayan acarreado dificultades, tanto para usted como para nosotros y todos aquellos que le sirven a Él, a Quien No Se Debe Nombrar, y a los Grandes Ancianos, pero lo que ocurrió fue esto: Ese curioso estúpido de Wilbur Corey me sorprendió en las Piedras cuando me encontraba en medio de mis Oficios, y comenzó a chillar diciendo que yo era un Brujo y que él me delataría, cosa que me molestó sobremanera, y por lo tanto solté sobre él Aquello que yo había mantenido sujeto, y quedó despedazado y cubierto de sangre, y fue llevado de mi presencia hacia el lugar de donde Aquello viene; no sé hasta qué límites le habrán llevado, pero sé que jamás se le volverá a ver por estas partes del mundo en estado capaz de decir lo que vio u oyó. Confieso que el espectáculo me sobrecogió de espanto, tanto más cuanto no estoy muy seguro de cómo Esos de Afuera nos miran, y pienso a menudo que sólo están medianamente satisfechos de que nosotros abramos esta salida. Por otra parte, temo seriamente; que Otros estén listos para Salir, pues cierto día, habiendo alterado levemente las palabras del Libro, vi por breve tiempo en el lugar acostumbrado Algo en verdad horrible, una Cosa grande que cambiaba constantemente de Forma y que impresionaba espantosamente. La Cosa estaba acompañada por Otras Menores que tocaban instrumentos parecidos a flautas, muy extraños, y que yo no había oído nunca. Todo aquello me hizo desistir, lleno de confusión, de mis Oficios, causando el desvanecimiento de la Aparición. Lo que esto pudo haber sido, no lo sé, ni hay palabra alguna en el Libro que diga que le haga aparecer, al menos que se trate de algún gran Demonio de Yru o de más allá de Nhhngr, que queda en las lejanías, cerca de Kadath, en el Frío Oeste. Le ruego me haga saber su opinión sobre este asunto, y me dé usted su consejo, pues no quisiera ser destruido yo también. Esperando verle pronto, me repito, señor, su muy obediente servidor por el Signo de Kish,
Jonathan B.
Evidentemente transcurrió un lapso considerable de tiempo entre esa carta y la tercera, pues, a pesar de que la tercera carecía de fecha, las referencias de tiempo indicaban el transcurso de por lo menos medio año.
Nueva Dunnich.
Honorable Hermano:
Voy a informarle de lo que vi anoche sobre la nieve: Eran grandes pisadas, o más bien, en lugar de «pisadas», debería decir «marcas», pues parecían marcas dejadas por una garra de tamaño monstruoso cuyo ancho era mayor de un pie y cuyo largo alcanzaba a dos, y tenían la apariencia de haber sido como arrastradas. Quien trajo la noticia fue Olney Bowen, que estuvo cazando pavos en los bosques. Nadie le creyó, excepto yo, pero simulé no interesarme, aunque le escuché con toda atención. En cuanto pude me dirigí al lugar indicado por él, y al advertir las primeras «marcas» tuve la certeza de que encontraría otras más en la espesura de los bosques. Las busqué y las encontré, tal como había pensado, y junto a las Piedras eran mucho más numerosas. Pero no vi nada viviente por los alrededores, y al estudiar las marcas llegué a la conclusión de que habían sido dejadas por «cosas aladas». Seguí estudiando el terreno junto a las piedras y encontré el rastro de pisadas de un muchacho y las marcas que le seguían. Por las pisadas me pareció que el muchacho corría, lo que me turbó y alarmó sobremanera; motivos tenía para ello, pues a la orilla del bosque vi sobre la nieve su fusil, y algunas plumas que habían pertenecido a un pavo, y un gorro, cosas que me sirvieron para identificar a esa persona como a Jedediah Tyndal, muchacho de catorce años. Al hacer averiguaciones esta mañana, me enteré que, tal como lo temía, había desaparecido. Tras mucho reflexionar llegué a la conclusión de que alguna Abertura debió de haber quedado abierta y que «Algo» salió por ella, pero no sé lo que puede ser, y le conjuro a usted a que si encuentra en el Libro las palabras que puedan mandarlo otra vez Adentro, las pronuncie… Aunque mucho temo que no sea «una» Cosa sino «varias» las que han salido, dado el gran número de marcas. No creo que nadie las haya visto, y yo tampoco Las vi; por lo tanto no sé sí se trata de Sirvientes de N. o de Yogge-Sothothe o de Otro. Le ruego encarecidamente se dé prisa, por temor a que esas Cosas hagan mayores daños, pues aparentemente son Bebedoras de Sangre, como las otras, y nadie puede decir cuándo van a salir de nuevo en busca de su alimento.
Yogge-Sothothe Neblod Zin,
Jonathan B.
La cuarta carta era en ciertos aspectos la más aterradora. Las tres primeras habían causado a Dewart una especie de asombro horrorizado; pero la cuarta le sugería un espanto pasmoso, no por las palabras en sí, sino por sus implicaciones.
Nueva Dunnich, 7 de abril.
Honorable y Querido Amigo:
Mientras estaba por dormirme anoche, oí a Aquello que vino a mi ventana, llamándome por mi nombre y prometió venir en mi busca; como soy valiente, avancé en la oscuridad hasta la ventana y miré afuera. No viendo nada, la abrí, e inmediatamente llegó hasta mí un olor pútrido de lo más horrendo, que me hizo retroceder. Entonces Algo entró por la ventana y me tocó el rostro. Era de una substancia gelatinosa y su contacto resultaba repulsivo, faltando poco para que mis sentidos me abandonaran. Permanecí aturdido no sé cuánto tiempo, hasta que por fin encontré valor para ir a cerrar la ventana y volví a meterme en la cama. Pero apenas estuve acostado, que la Casa comenzó a temblar, y comprendí qué era Aquello que andaba caminando cerca de la casa, y una vez más oí pronunciar mi nombre, llamándome, pero esta vez yo no contesté, preguntándome, aterrado, lo que habría hecho. Primero fueron esas criaturas aladas de N. que salieron por la abertura dejada por el mal uso de las palabras Árabes, y ahora esta Cosa Grande que no sé lo que puede ser, a menos que se trate del Caminante del Viento, que es conocido por varios nombres, tales como Windeego, Ythaka o Loegar, y a quien jamás he visto. Me encuentro profundamente turbado, por temor a que, cuando vaya a impetrar a las piedras y llamarlo a las Colinas, no aparezca N. ni C., sino este otro que pronuncia mi Nombre con acentos que no pertenecen a esta Tierra. Si esto llegara a ocurrir, le imploro vaya usted de noche y cierre el portal por temor a que salgan otros que no deben andar entre los hombres, pues la malignidad de los Grandes Ancianos es demasiado grande para seres como nosotros, ya que hasta los Dioses Antiguos no los han podido destruir, sino sólo aprisionar en esos espacios y profundidades a los cuales llegan las piedras en tiempo de las Estrellas y la Luna. Creo encontrarme en Peligro Mortal, puesto que he oído pronunciar mi Nombre en la Noche por una Cosa que no es de esta Tierra, y mucho temo que mi hora haya llegado. No leí su carta con el cuidado suficiente, e interpreté mal sus palabras siguientes: «No llames a Ninguno que no pueda ser vuelto a meter dentro; por lo cual quiero significar Ninguno que pueda a su vez llamar algo contra ti, y contra el cual tus más poderosos artificios no tendrían efecto. Llama siempre a los Menores, por temor a que los Mayores no deseen contestar, y tengan mayor poder que tú». Pero si me he equivocado, le ruego encarecidamente lo remedie usted a tiempo. Su muy obediente servidor al servicio de N.,
Jonathan B.
Dewart permaneció mucho rato contemplando aquellas cartas. Le resultaba ahora claro que su tatarabuelo había estado mezclado en asuntos demoníacos, en los cuales había iniciado a Jonathan Bishop de Dunwich, pero sin informar adecuadamente a su secuaz. La naturaleza del asunto escapaba al entendimiento de Dewart, pero mucho temía que tuviese algo que ver con brujerías y nigromancia. Pero las sugerencias inherentes a aquellas cartas eran a la vez tan terribles y tan increíbles, que estaba casi dispuesto a creer que formaban parte de un engaño muy bien urdido. Sólo había un medio de saberlo, aunque bastante aburrido. La biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham, estaría aún abierta y podía consultar allí la colección de periódicos locales a fin de descubrir, si era posible, el nombre de cualquier persona que hubiese desaparecido o muerto en forma extraña durante el periodo de los años 1790 a 1815, que sin duda correspondería a la fecha en que aquellos acontecimientos se habían desarrollado.
No tenía ningún deseo de ir, primero porque aún no había terminado de poner en orden sus papeles, y luego porque la tarea de buscar entre las viejas colecciones de periódicos era en verdad engorrosa. Pero no había otra forma de enterarse de lo que deseaba, y por lo tanto partió para la biblioteca con la esperanza de que terminaría su labor antes de la hora de la cena. Era ya tarde cuando terminó de consultar los periódicos.
Halló lo que buscaba en los periódicos del año 1807, pero encontró mucho más de lo que quería. Lleno de horror hizo una lista detallada de todo lo que había averiguado, y en cuanto llegó de regreso a su casa del bosque, se sentó en el estudio para tratar de asimilar y analizar los hechos que había descubierto.
Estaba primero la desaparición de Wilbur Corey. Luego seguía la del muchacho Jedediah Tyndal. Después de eso venían cuatro o cinco desapariciones más, separadas entre sí por cierto lapso de tiempo y por último la desaparición del propio Jonathan Bishop. Pero los descubrimientos de Dewart no terminaban con esa serie de desapariciones. Aun antes de que Bishop desapareciera, Corey y Tyndal habían reaparecido, uno de ellos cerca de Nueva Plymouth y el otro en la región de Kingspot. El cuerpo de Corey había sido encontrado desgarrado y despedazado, pero el de Tyndal apenas si tenía marca alguna; ambos estaban muertos, pero muertos desde hacía poco tiempo. Sin embargo, sus restos no habían sido encontrados hasta después de varios meses de su desaparición. Estos hallazgos prestaban una horrenda consistencia a las cartas de Bishop. Con todo, a pesar de aquellos informes adicionados, los acontecimientos acaecidos distaban mucho de resultar claros, y su significado permanecía tan oscuro como siempre.
Dewart pensaba incesantemente en su primo Stephen Bates. Bates era un erudito y una verdadera autoridad respecto a la historia primitiva del Massachusetts. Más aún, había profundizado muchos puntos hasta entonces confusos, y era muy posible que pudiera ser de alguna ayuda a Dewart. Por otra parte, Dewart tenía la impresión de que debía obrar con cautela, y proseguir sus investigaciones tan secretamente como le fuese posible, sin despertar la curiosidad de nadie. En cuanto tuvo conciencia de este convencimiento, se preguntó por qué había llegado a él, puesto que en realidad no existía razón alguna para el secreto; pero era como si una fuerza superior a su voluntad se lo impusiera.
Guardó las anotaciones de los hechos encontrados en los periódicos, junto con las cartas de Bishop, y se fue a la cama muy perplejo, buscando continuamente en su cerebro una explicación para los acontecimientos que acababa de descubrir.
Tal vez fuese su gran preocupación por las cosas ocurridas un siglo antes lo que motivó el sueño que tuvo esa noche. Jamás había soñado nada parecido. Soñó con grandes pájaros que luchaban y despedazaban a la gente, pájaros horribles, con cierta grotesca semejanza con seres humanos; soñó con bestias monstruosas, viéndose a sí mismo en los papales más grotescos. En sus sueños era a veces un acólito, otras un sacerdote, ataviado con extrañas vestiduras; caminaba de la casa al Bosque, contorneando el pantano de los escuerzos y las luciérnagas, hasta llegar a la torre. Brillaban luces tanto en la torre como en la ventana del estudio, encendiéndose y apagándose como si fuesen señales. Le pareció luego que llegaba al círculo de las piedras druísticas y que de pie junto a la sombra de la torre miraba a la abertura que él mismo había hecho, y que clamaba al cielo en una odiosa contorsión de palabras latinas. Que recitaba por tres veces cierta fórmula, mientras efectuaba determinados dibujos sobre la arena, y que de pronto, con gran ruido, aparecía un ser horrible, de repelente aspecto, que se introducía en la torre por la abertura del techo y volvía a salir por la puerta, empujándolo a él. Dewart, a un lado y hablándole en tono de mando, exigiéndole el sacrificio, al oír lo cual Dewart se había precipitado al círculo de piedras, enviando a visitante hacia Dunwich, en cuya dirección partió, perdiéndose su horrible imagen entre los árboles. Soñó que había permanecido allí, acechando en la sombra de la torre, y que sus oídos no habían tardado en percibir algo que le pareció un sonido deleitable: gritos y chillidos en la noche. Aguardó junto a la torre hasta que la cosa volviera a aparecer, trayendo entre sus tentáculos el sacrificio, y desapareciendo por donde había aparecido dentro de la torre. Todo había quedado entonces en perfecta quietud, y él había regresado por el mismo camino a su casa y se había vuelto a acostar.
Como si sus extravagantes sueños le hubiesen agotado, Dewart se quedó dormido hasta más tarde que de costumbre a la mañana siguiente. Cuando se despertó y advirtió que era tan tarde, saltó de la cama; pero apenas hubo puesto los pies en el suelo, se dejó caer de nuevo sobre el lecho, tanto era lo que le dolían los pies. Como no acostumbraba a sufrir de los pies, se inclinó curiosamente para examinarlos, y descubrió que tenía las plantas bastante lastimadas y algo hinchadas, y los tobillos desgarrados y lacerados, como si hubiese andado por entre zarzas y espinas. Quedó asombrado, y, sin embargo, tenía la impresión de que no debía estarlo tanto. Pero estaba muy perplejo cuando volvió a ponerse de pie, y comprobó que el dolor, aunque le afectaba, no era tan intolerable.
Con cierta dificultad logró ponerse los calcetines y los zapatos, y una vez así protegido, advirtió que podía andar sin que le resultara tan molesto. Pero ¿cómo había ocurrido aquello? Inmediatamente pensó que debía de haber estado caminando en sueños. Eso en sí era sorprendente, pues rara vez, antes, se habla manifestado en él semejante tendencia. Además debía de haber estado caminando por el bosque, que esa era la única explicación a sus rasguños y lastimaduras. Lentamente comenzó a recordar su sueño; en un principio no lo recordó con claridad, pero sí recordaba haberse encontrado junto a la torre. Por lo tanto terminó de vestirse y salió afuera, decidido a descubrir, en lo posible, si había en algún lado rastro de su expedición nocturna.
En un principio no encontró ninguna. Fue sólo al llegar a la torre cuando vio en la arena, cerca del círculo de piedras, la impresión del pie descalzo de un hombre, que sin duda debía de ser el suyo. Siguió el rastro, aunque era leve, hasta el interior de la torre, y allí, para ver mejor, encendió una cerilla.
A su débil luz vio algo más.
Encendió otra cerilla y volvió a mirar, mientras sus pensamientos se turnaban caóticos debido a la súbita alarma que se había apoderado de él. Lo que vio allí fue una salpicadura contra el primer peldaño de piedra de la escalera, parte sobre el escalón y parte sobre el piso arenoso, una salpicadura roja, brillante, que antes de tocarla con el dedo comprendió que… ¡era sangre!
Dewart se quedó mirándola atónito, sin reparar en las pisadas de pies descalzos a su alrededor ni fijarse en que la cerilla se consumía y le quemaría los dedos. Cuando la cerilla le tocó la carne la tiró. Quiso encender otra, pero no se atrevió. Abandonó tembloroso la torre y tuvo que apoyarse contra su muro exterior para no caer. Trató de poner un poco de orden en sus pensamientos. Era evidente que había estado profundizando demasiado en el pasado y que sus facultades imaginativas estaban estimuladas en forma malsana. La torre, después de todo, estaba abierta; era muy posible que un conejo o algún animal semejante se hubiera refugiado allí y que alguna comadreja lo hubiera atacado y le hubiese dado muerte; era posible que una lechuza hubiese penetrado por la abertura del techo y capturado a una rata u otro animal semejante, aunque tenía que admitir que la salpicadura de sangre parecía algo grande para que resultara satisfactoria cualquiera de aquellas dos posibilidades, y, además, no existía ningún rastro de plumas o pelos, cosas que sin duda debieran encontrarse junto a la escena de semejante batalla.
Después de un rato entró de nuevo resueltamente en la torre y encendió otra cerilla. Deseaba buscar algún indicio que corroborara su teoría. No había nada. Ningún rastro de lucha que hubiera podido delatar una de esas tragedias comunes de la naturaleza. Sin embargo, tampoco había rastros de nada más. Sólo estaba aquella salpicadura de lo que parecía ser sangre en un lugar donde no debía encontrarse tal cosa. Dewart trató de mirarla con calma, sin relacionarla instantáneamente con aquel odioso sueño de la noche anterior, como lo había hecho en el momento en que la advirtiera por primera vez. Era innegable que aquella salpicadura parecía ser producida por sangre caída de cierta altura, y que hubiera caído al pasar. Dewart se sintió disgustado al tener que admitir esto, pues habiéndolo admitido, no le quedaba otro recurso que admitir también que no sabía cómo explicar ni eso ni su sueño.
Volvió a salir afuera, y se alejó de la torre, pasando junto al pantano e internándose en el bosque para llegar a la casa. Miró su ropa de cama y vio sobre las sábanas las marcas oscuras de la sangre de sus tobillos. Casi deseó haberse lastimado lo suficiente como para explicar la sangre en la torre, pero por buena voluntad que tuviese, no le era posible explicar así aquella mancha. Cambió la ropa de la cama y luego, muy prosaicamente, comenzó a preparar el café. Seguía pensativo, pero sobre todo porque se veía obligado a reconocer, por primera vez, que había dos tendencias en él, diametralmente opuestas, como si su ser tuviese dos naturalezas, dos personalidades. Pensó que era tiempo de que su primo Stephen Bates o cualquier otra persona viniera a quebrar su soledad, aunque sólo fuese temporalmente Pero apenas había llegado a esa determinación, comenzó a combatirla con ardor tan extraordinario que le asombró por ser tan en absoluto contraria a su naturaleza.
Finalmente decidió seguir con la clasificación de sus papeles, pero absteniéndose de leer nada que pudiera estimular su imaginación y producirse otra pesadilla como la de la noche anterior, y al caer la tarde había recobrado su alegría de vivir, volviéndose a sentir tranquilo y satisfecho. A fin de terminar de relajar sus nervios, encendió la radio, con intención de escuchar un poco de música, pero en cambio captó un programa de noticias. Escuchó con cierta desgana las noticias internacionales que daban cuenta de las dificultades francesas del Sarre, del hambre que amenazaba a extensas zonas de Rusia y China, y de otras calamidades por el estilo. Luego el locutor continuó con las noticias locales, informando que el gobernador de Massachusetts estaba enfermo y que noticias telefónicas de Arkham informaban…
Dewart tendió el oído, prestando atención.
«Aún no nos ha sido posible obtener confirmación, pero parece ser que se ha producido una desaparición en Arkham. Un vecino de Dunwich informó que Jason Osborne, granjero de edad mediana que vivía en esa región, ha desaparecido durante la última noche. Según se dice, los vecinos oyeron grandes ruidos que no han podido explicar. El señor Osborne no era hombre pudiente y vivía solo, por lo tanto hay que descartar la posibilidad de un secuestro».
La coincidencia de aquella desaparición turbó a Ambrose Dewart llenándolo de tal pavor que, saltando literalmente de la butaca en que estaba, se precipitó a cerrar la radio. Luego, casi instintivamente, se sentó a escribir una carta desesperada a Stephen Bates, explicándole que necesitaba de su compañía e implorándole viniera costara lo que costase. En cuanto terminó de escribirla, salió para echarla al correo, pero a cada paso que daba para acercarse a la Oficina de Correos, sentía impulsos de retener aquella carta, de reflexionar su situación, de no darse prisa.
Necesitó hacer un gran esfuerzo tanto tísico como mental para llegar hasta Arkham y depositar aquella carta en el buzón, y por lo tanto fuera ya de su alcance.