COMO todas mis novelas, esta es una obra en la que otros ojos, otras inteligencias, muchas otras disposiciones y ayudas han contribuido decisivamente a su escritura.
Al igual que en los últimos años, tres lectoras fieles y sacrificadas han participado conmigo en la revisión de las diferentes versiones por las que ha pasado la novela. Vivian Lechuga, acá en La Habana; Elena Zayas, en Toulouse; y Lourdes Gómez, en Madrid, han puesto a mi disposición su tiempo y espíritu crítico y mucho me he aprovechado de ellos. Del mismo modo, mi hermano Alex Fleites se vio obligado a pasarse entre pecho y espalda muchas páginas del libro.
En las diversas pesquisas realizadas sobre el terreno, y en la búsqueda de datos precisos, ha sido indispensable la colaboración, en Ámsterdam, de los amigos Sergio Acosta, Ricardo Cuadros y Heleen Sittig, sin los cuales no hubiera tenido la comprensión de esa maravillosa ciudad; en Miami, mientras tanto, el colega Wilfredo Cancio y el viejo compañero de sueños peloteros Miguel Vasallo fueron mis guías por Miami Beach, en busca de las huellas de Daniel Kaminsky, por los cementerios de Miami, para localizar la tumba de José Manuel Bermúdez.
Un aporte imprescindible e inestimable para entender las entretelas de las costumbres e historia judías me lo entregaron la profesora Maritza Corrales, la mejor conocedora de la antigua judería cubana; Marcos Kerbel, judío cubano radicado en Estados Unidos, que me hizo el mejor mapa del Miami Beach judeo-cubano; el colega Frank Sevilla, cuya experiencia práctica y conocimiento intelectual del judaísmo me resultaron decisivos; mi querido Joseph Schribman, alias «Pepe», profesor universitario en Saint Louis, Missouri, que me evocó muchas veces sus peripecias infantiles y adolescentes en la judería habanera; y mi viejo y buen amigo el novelista Jaime Sarusky, que fue uno de los motores que puso en movimiento esta maquinaria. Por su parte, mi entrañable socio Stanilav Vierbov, fue el encargado de poner en mis manos la más completa y selecta bibliografía que me permitiría entender lo que es prácticamente inteligible.
Como en cada ocasión, las lecturas y discusiones de trabajo con mis editores españoles, Beatriz de Moura y Juan Cerezo, resultaron salvadoras y providenciales. Tanto como su apoyo moral, tan necesario para mis indecisiones. Igualmente, la lectura y opiniones de Madame Anne Marie Métailié, fueron un aliento decisivo.
Por último, y como es habitual, quiero agradecerle públicamente a Lucía López Coll, mi esposa, su espíritu crítico y su capacidad de resistencia. Sin sus lecturas, opiniones y almuerzos y comidas este libro no existiría. Y creo que yo tampoco.
L. P.