AL filo de sus cincuenta y cinco años Mario Conde nunca había estado en Ámsterdam (ni en ningún otro sitio fuera de las cuatro paredes de su isla). Lo más curioso resultaba que, a lo largo de lo que ya iba siendo su dilatada existencia, ni siquiera se lo había propuesto alguna vez, de forma más o menos seria o posible. De niño, es cierto, había tenido el sueño de viajar a Alaska. Sí, a Alaska, con una partida de buscadores de vetas de oro. Ya de adulto, lector y aspirante a escritor, pensó que alguna vez le gustaría visitar París, pero, sobre todo, viajar por Italia, como también lo había soñado su difunto amigo Iván. Pero siempre fueron puros sueños, irrealizables para sus posibilidades económicas y de ciudadano de un país con las fronteras prácticamente clausuradas por murallas de decretos y prohibiciones, como le recordara Judy. Y, él lo sabía, los sueños, sueños son. Por ello, como otros viajeros inmóviles, se dedicó a recorrer el mundo a través de los libros, y se sintió satisfecho.
Pero la carta que acababa de leer le había revuelto unos inopinados deseos de conocer Ámsterdam, una ciudad plagada de mitos del presente y del pasado donde, decían, alguna vez se había establecido una inusitada atmósfera de libertad y que todavía se ufanaba de su amable tolerancia con los vicios y las virtudes, las creencias y los descreimientos. La ciudad por donde el rebelde Rembrandt había paseado su orgullo, su fama, su mal carácter, y también su marginación y su pobreza final, quizás consciente, sin embargo, de que algún día retornaría triunfador y en condiciones, incluso, de volver a la casa de donde sus acreedores lo habían expulsado. Porque aquella edificación de la que tuvo que salir cabizbajo y derrotado no podía ser otra cosa que la casa de Rembrandt. Las cabronadas y reparaciones del destino, siempre llegadas con retardo.
Mario Conde, aunque nunca había pasado de teniente, era también de esas personas que no tenían quien le escribiera. Por eso hacía cientos de años que no recibía una carta de verdad. No una factura de teléfono o una nota como la enviada por Andrés casi dos años antes. No. Una carta de verdad: con sobre, sellos y matasellos, dirección y remitente, por supuesto que con unas hojas escritas dentro del sobre y… entregada por un cartero.
El remitente del sobre amarillo, de tamaño mediano, no era otro que Elías Kaminsky, bajo cuyo nombre aparecía la dirección del hotel Seven Bridges, en Ámsterdam, Reino de los Países Bajos. Sin abrir el envoltorio que el cartero puso en sus agradecidas manos, Conde había ido a la cocina de su casa, preparado la cafetera y buscado la cajetilla de cigarros. Lo intrigaba tanto el asunto de la carta que escondía aquel sobre Manila que, con toda intención, prolongó la ansiedad por conocerlo, para disfrutar mejor de una sensación tan inusitada. Desde su partida de Cuba, el pintor lo había llamado varias veces. Primero para agradecerle su ayuda durante la estancia habanera que lo había librado de tantos lastres; luego, para contarle que había comenzado una reclamación legal del cuadro de Rembrandt; después para comentarle algunas de las peripecias del litigio, que había cobrado nuevas fuerzas con la información de la posible ruta por la cual el dichoso cuadro había hecho el tránsito desde La Habana hasta una casa de subastas británica.
Con el café servido, Conde rasgó con cuidado el envoltorio y extrajo una postal turística y un fajo de cuartillas, algunas de ellas escritas a mano por ambas caras. Dedicó varios minutos a observar la cartulina impresa con la foto de la casa donde más años viviera Rembrandt, en la entonces conocida como Calle Ancha de los Judíos, convertida hacía tiempo en museo. Y sintió el primer acecho del apetito que podía provocarle el deseo de un conocimiento más íntimo del santuario donde había creado tantas obras aquel pintor inquietante, incluida la cabeza de un joven judío demasiado parecido a la imagen cristiana de Jesús el Nazareno que, sin Conde pedirlo, se le había metido en su propia cabeza. Su ánimo, tal vez ablandado por aquella sensación de cercanía, provocó que unos minutos más tarde, mientras leía los pliegos de la carta y casi sin que lo advirtiera, su espíritu echara a andar tras las palabras, hasta sentir cómo lo envolvían y lo arrastraban por unos mundos remotos que Conde solo conocía de oídas y lecturas. «Por cierto», pensaría un poco más tarde, «ahora tengo que releerme Caballería roja. ¿Isaac Bábel no era también judío?»
La primavera en Ámsterdam se entrega como un regalo del Creador. La ciudad revive, sacudiéndose de encima la modorra del hielo y los fríos vientos invernales que, por meses, asolan la villa y oprimen a sus habitantes, a sus animales, a sus flores. Aunque las temperaturas todavía resulten groseramente bajas, el brillo del sol de abril ocupa muchas horas del día y la sensación de renacimiento se hace patente, extendida. Elías Kaminsky, porque ya conocía y había disfrutado de aquella epifanía que solía regalar la naturaleza, había decidido esperar hasta la llegada de la estación para viajar a la ciudad donde todo había comenzado, antes de que el siglo XVII alcanzara su mitad y cuando Ámsterdam forjaba los gloriosos momentos de la época de oro de la pintura holandesa.
Tal vez uno de esos planes cósmicos de los que tanto habían aparecido a lo largo de la historia judía y de la trama en la que él mismo se había visto envuelto y hasta había enredado a Conde —pensaba y escribía Elías Kaminsky—, debía de haber organizado su visita a la ciudad exactamente cuando se revelaba un insólito suceso: justo al costado de la casa donde viviera Rembrandt, en el mercadillo de pulgas de Zwanenburgwal donde se vendían viejos jarrones de latón, candelabros mancos de un brazo, pies de lámparas de bronce y juegos de copas y vajillas tan vetustas como incompletas, un coleccionista de documentos antiguos había comprado un par de meses antes, y por una cifra ridícula, un tafelet o libro de apuntes gráficos de un presunto estudiante de pintura del siglo XVII, a juzgar por la calidad del dibujo y el estilo dominante. En la portadilla de cuero del cuaderno, muy maltratado por el tiempo, aparecían grabadas las letras E. A.
Aquel tafelet contenía varios estudios de cabeza de un anciano barbado, a todas luces judío, pues en varios de los dibujos hechos con plumilla o lápiz se le veía coronado con su kipá o iluminado por un menorah. En orden de cantidad, con diversos estados de realización, aparecía una joven, en sus veinte años, retratada desde diversos ángulos, pero siempre destacándose la armonía de sus rasgos, la insistencia en perfilar los ojos y la mirada. También en el cuaderno había varios paisajes, más bien bocetos, de una campiña cenagosa, quizás cercana a Ámsterdam, que mucho recordaban el estilo de algunos dibujos y grabados de Rembrandt sobre aquel asunto. Pero lo que provocaría el mayor interés del comprador y luego de los especialistas en pintura clásica holandesa a los cuales el anticuario de inmediato había entregado el cuaderno para su estudio y análisis, eran los nueve retratos de un joven, de rasgos marcadamente hebreos, que ofrecía una inquietante similitud en sus facciones con el modelo anónimo utilizado por Rembrandt para su serie de tronies de Cristo o retratos de un joven judío, como indistintamente habían sido llamados. ¿Sería posible que se tratase del mismo modelo, utilizado por Rembrandt y por el aprendiz? La duda prendió y, de inmediato, creció por un rumbo inesperado. Y la existencia del extraño cuaderno, portador de otros secretos y misterios, había llegado a los oídos de Elías Kaminsky casi al instante de llegar a la ciudad.
Porque al ser desmontado el tafelet para someterlo a diversas pruebas de laboratorio por los especialistas del Rijksmuseum, se había abierto una puerta secreta: bajo una de las maltrechas tapas de cuero fueron hallados varios pliegos de papel escritos a mano. A todas luces era una carta, de la cual faltaba la parte inicial, aunque se conservaba todo el tramo que llegaba hasta su final. El texto, escrito con una caligrafía exquisita, en neerlandés del siglo XVII, estaba firmado por el mismo E. A. a quien, a juzgar por la cubierta, debía de haber pertenecido el tafelet, y narraba un episodio de la matanza de judíos ocurrida en Polonia entre los años 1648 y 1653, de los cuales E. A. había sido testigo y, por alguna razón, pretendía hacer partícipe a su «Maestro», como llamaba al destinatario de aquella misiva. Elías Kaminsky, antes de darle sus especulaciones y conclusiones a Conde, le transcribía en ese punto de su relación el fragmento de carta hallado en el tafelet, según la traducción hecha por una especialista en la cultura sefardí holandesa del XVII…, y le pedía perdón por lo que le haría leer. Más intrigado por aquella petición de clemencia, Conde entró en la lectura del fragmento de carta encontrada, pero sin poder columbrar las oscuridades de la condición humana a las que se vería obligado a asomarse desde las primeras hasta las últimas líneas del escrito.
«… no dejan de llegar hasta mis oídos los gritos de pánico de unos hombres enloquecidos por el miedo, empujados a emprender una huida desesperada. Seres espantados por la visión de los más atroces tormentos a los que un humano pueda someter a un semejante, advertidos de su destino por el hedor a carne humana chamuscada, a sangre y a carroña que se ha adueñado de este desafortunado país. Pronto entenderá las razones por las cuales huyen, pero sepa que ni mis mayores esfuerzos serán capaces de expresar lo que estos hombres han vivido, ni de dibujar las imágenes que sus relatos me han colgado en el alma. Ni el gran Durero, quien tanto nos alarmó con sus visitaciones infernales, estimadas por muchos secreciones de una mente enferma, habría tenido la suficiente maestría para retratar lo que ha ocurrido y ocurre en estas tierras. Ninguna imaginación habría conseguido viajar tan lejos en el horror como ha llegado aquí la realidad.
»Como ellos, yo partiré también, cuanto antes, pero en rumbo opuesto, en busca de una brecha improbable que tal vez me conduzca a la expiación de todos mis errores y quizás hasta a presenciar el más grande de los milagros. O a que me lleve la muerte.
»Pero antes permítame ponerlo en antecedentes. Gracias a conversaciones que fui sosteniendo durante las primeras semanas de mi estancia en este país, conseguí conocer algo de las costumbres de los israelitas que en grandísima cantidad viven en este reino. Mucho me asombró cuando supe de la muy ventajosa situación que por años habían gozado en estas tierras, motivo por el cual habían venido a asentarse en sus ciudades numerosos asquenazíes provenientes de los territorios del este, incluida la Rusia de los zares, muchos de los cuales parecen haber amasado notables fortunas. Entre ellos circulaba una curiosa síntesis que, según afirman, muy bien reflejaba su posición: Polonia, solían decir, era el paraíso de los judíos, el infierno de los campesinos y el purgatorio de los plebeyos…, todo controlado desde las alturas por los nobles, los llamados príncipes, señores de tierras y almas. Según llegué a saber, la creencia de que existía este paraíso judío se fundó en la confirmación de un estatuto político mucho más benévolo que el que puede existir en otro país de Europa. En este reino disfrutaron los hijos de Israel de una libertad de práctica religiosa muy notable, dirigida por infinidad de rabinos, hombres sabios conocedores de la Torá y comentaristas de la Cábala, considerados líderes comunitarios. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en Ámsterdam, aquí existía hacia estos judíos, tanto por parte de los cristianos bizantinos, los llamados ortodoxos (suelen ser los polacos más pobres), como de los cristianos romanos, una hostilidad que ha tenido su origen en el hecho de que la más conocida labor de estos asquenazíes ha sido la de servir de prestamistas a la casta de los príncipes y, a la vez, de cobradores de pagos e impuestos a los campesinos. El método aplicado resulta muy sencillo y mezquino: los nobles toman dinero de los hebreos y luego les pagan con las deudas de las gentes que laboran en sus tierras, dejando la gestión de cobro en manos de los hebreos. Como ya se imaginará, al ser los judíos los cobradores de unas onerosas gabelas, para las mentes de los campesinos sus opresores son ellos, y no los príncipes, que son polacos, nobles y creen en Cristo, aunque paguen sus lujos y excentricidades con dinero tomado en préstamo a los hijos de Israel.
»La reciente muerte del monarca del país, el rey Ladislao II, de la casa real de los Vasa, ya había despertado la inquietud de estos asquenazíes. El rey, quien llevó la corona por más de cincuenta años, sostuvo una política de tolerancia hacia los judíos. Al morir, era el monarca de la llamada Mancomunidad polaco-lituana, figuraba como rey de Suecia y en un momento del pasado llegó incluso a ser el zar de Rusia. Dicen los polacos que su muerte los dejó como un rebaño sin pastor, pues hasta tanto se resuelvan álgidos problemas de sucesión, el país ha quedado sin cabeza y de manera interna lleva el cetro el cardenal católico Casimiro, a quien mis hermanos de fe siempre consideraron un hombre sabio y piadoso.
»Cuando comenzó a ceder el invierno, emprendí al fin mi dilatado viaje hacia el sur. Cabalgando todavía sobre la nieve, tuve por guías a unos asquenazíes que viajaban hacia la capital del reino. Luego de un par de días de descanso en la ciudad de Varsovia, regresé a los caminos, siempre en el rumbo que mejor me condujese a la región de Crimea, bañada por el aquí llamado mar Negro, desde donde intentaría cumplir mi sueño de llegar a Italia.
»Dos semanas me tomó el recorrido hasta la ciudad donde hoy me encuentro, llamada Zamosc, y a la cual arribé en vísperas de la fiesta de Purim, cuya celebración era preparada con gran júbilo por la muy nutrida comunidad hebrea asentada en esta villa. Pero apenas llegado, tras de mí hizo su entrada una alarmante noticia: los llamados cosacos del sur se habían levantado en armas contra los príncipes polacos y, con la ayuda de las hordas de los tártaros de Crimea, habían puesto en fuga a los destacamentos fronterizos del ejército real. Para mí, en ese instante, fue una sorpresa la enorme inquietud provocada por la noticia, tanto entre polacos como entre hebreos. Hoy ya sé que, por tratarse de esos llamados cosacos, las consecuencias de la revuelta podían ser mucho más complicadas.
»Señor, estos llamados cosacos son como centauros de la guerra. Dicen que su origen como fuerza militar se debe al rey Simón, quien hace unos cien años gobernó sobre Polonia. Conocedor de que la frontera lindante con el país de los tártaros siempre había sido un problema para el reino, el monarca mandó a escoger a unos treinta mil siervos de esa región y formó un ejército: el de los cosacos. Por sus servicios, estos hombres recibieron los privilegios de no pagar tributos al rey ni a los príncipes. Pero fue justo la concesión de esos privilegios la causa de que muy pronto los cosacos comenzaran a protagonizar revueltas en las que reclamaban iguales derechos para otros hombres incorporados a sus partidas.
»La actual rebelión inició su gestación hace unos años por las disputas entre el príncipe Choraczy, general del ejército polaco, y un jefe militar, atamán lo llaman los cosacos, un tal Bohdan Chmielnicki. Este hombre, también conocido como Chemiel, comulga, como casi todos los campesinos, con la iglesia de Bizancio, a pesar de que estudió con los jesuitas y, dicen, se expresa en polaco, ruso, ucranio y latín, y llegó a convertirse en atamán gracias a sus incursiones y fiereza así como por la inmensidad de sus posesiones. Su prosperidad llegó a ser tal, que terminó por provocar la envidia del príncipe, que se propuso eliminarlo. Por ello, Choraczy le confiscó a Chemiel la mitad de su ganado y el cosaco no protestó, pero juró vengarse. Cuentan los judíos de Zamosc que la táctica del atamán fue irse al sur y poner sobre alerta a los tártaros de Crimea sobre las intenciones secretas del general polaco, quien, les dijo, muy pronto pretendía hacerles la guerra. Puestos los tártaros en pie de combate, Choraczy tuvo que huir, pues sus fuerzas eran muy inferiores a las de sus vecinos.
»Enterado de la jugada, el príncipe metió a Chemiel en la cárcel y ordenó su decapitación por actos de traición. Pero los cosacos decidieron rescatar al atamán. Entonces Chemiel se declaró en rebeldía y con sus compinches organizó una gran banda de campesinos desposeídos, de más de veinte mil hombres, bajo la bandera de la lucha contra el despotismo de los príncipes y los abusos de sus aliados judíos, enriquecidos con el trabajo de los campesinos de fe ortodoxa.
»Antes de lanzarse al combate contra las huestes de los príncipes, Chemiel hizo una alianza con el rey de los tártaros —el kan, le llaman ellos—, gracias a la cual entre ambos bandos levantaron una legión de sesenta mil hombres con la que empezaron su rebelión atacando al ejército convocado por Choraczy, al que pusieron en desbandada. Como cabía esperar, los vencedores, borrachos de éxito, soltaron entonces su impiedad contra sus oponentes y practicaron una gran cantidad de decapitaciones, raptos, violaciones y requisas de bienes, tanto de católicos como de judíos. Para detener la matanza, varios príncipes de la pequeña Rusia decidieron pactar con Chemiel, y llegaron a jurarle fidelidad al atamán al igual que antes se la habían jurado al rey.
»Podrá usted imaginarse, Maestro, la tensión en que se encontraba la gente de esta ciudad cuando llegaron tales noticias, y más, cuando unos días después de Purim, Chemiel y sus cosacos comenzaron lo que algunos de ellos llaman una guerra santa que, como anuncia Chemiel, no terminará hasta acabar con la explotación de los príncipes parásitos y sus testaferros judíos…
»Toda la información que desde entonces he acumulado la he oído de viva voz de algunos judíos que lograron escapar de las ciudades de Nemirov, Tulczyn o Polanov y encontraron refugio en Zamosc, donde me he visto atrapado por los acontecimientos. Al principio, mientras los escuchaba, me negué a aceptar que las barbaries que narraban fueran la realidad y no una pesadilla fraguada por las confusiones de un mal entendedor… Porque el horror se desató al fin el pasado 20 de Adar, Shabat, cuando cosacos y tártaros, en número superior a los cien mil, se acercaron a la ciudad de Nemirov, donde me han dicho que, en un clima de prosperidad, habitaba (y no uso por casualidad el tiempo pasado) una comunidad judía muy rica y grande, adornada con la presencia de importantes sabios y escribas. Cuando esos judíos supieron que un ejército, tan nutrido como jamás habían visto, se acercaba a la villa, aun cuando ignoraban si se trataba de huestes polacas o de las hordas de los cosacos y los tártaros, optaron por refugiarse con sus familias y riquezas en la ciudadela fortificada. Otros hebreos, menos confiados, prefirieron dejar atrás sus hogares y muchos de sus bienes para esperar lejos el desarrollo de los acontecimientos.
»Solo cuando ya no tenían salvación, los judíos de Nemirov llegarían a saber que, mientras ellos y los príncipes se encerraban en la ciudadela, el atamán Chemiel había enviado a un grupo de hombres hacia la villa para pedir a los ciudadanos su ayuda contra los judíos responsables de todos sus infortunios. Pactada esa alianza, los cosacos, alzando banderas polacas, se acercaron a las murallas enmascarándose como gentes del ejército del rey, mientras los habitantes de la ciudad anunciaban que quienes llegaban eran soldados polacos y abrieron las puertas de la ciudadela.
»Fue entonces cuando, todos a una, los cosacos, los tártaros y los habitantes de Nemirov liberaron su odio y sed de botín y entraron en pos de los judíos con todas las armas posibles. De inmediato masacraron a gran cantidad de los hombres hebreos y violaron a las mujeres, sin importar la edad. Dicen que muchas jóvenes, para evitar la deshonra, saltaron a la cisterna que provee de agua a la ciudadela y allí murieron ahogadas. Pero cuando los atacantes se hicieron con la plaza, muertos ya muchos hombres y violadas las mujeres, fue cuando comenzó el verdadero horror: el horror frío y perverso del crimen sin humanidad… Ebrios de odio, alcohol y deseos de venganza, los cosacos se entregaron entonces a practicar las más increíbles maneras de provocar sufrimientos y dar muerte. A unos hombres podían arrancarle la piel y lanzar la carne a los perros; a otros les cortaban las manos y los pies y los tiraban en el camino de la ciudadela para que los caballos los pisotearan hasta que les llegara la muerte; otros más, obligados a cavar fosas, eran lanzados vivos en ellas y luego los apaleaban hasta sacarles el último gemido de dolor; algunos más fueron descuartizados vivos, o abiertos en canal como pescados y colgados al sol… Pero la escala de ascenso de la crueldad no estaba aún recorrida: a las mujeres, si estaban embarazadas, les abrían el vientre y les extirpaban los fetos; a otras les rajaron los vientres y dentro les metieron gatos, aunque antes habían tenido la precaución de cortarles las manos para que así no pudieran sacar a los animales que se revolvían en sus entrañas. Algunos niños fueron matados a palos o golpeados contra las paredes y luego asados en el fuego y traídos a sus madres para obligarlas a que los comieran, mientras sus verdugos anunciaban “es carne kosher, es carne kosher, lo desangramos primero”… Según dijo el rabino que trajo la noticia a Zamosc, no hubo forma de dar la muerte que no usaran contra ellos. Más de seis mil hijos de Israel fueron asesinados en Nemirov durante aquella orgía de bestialidad y sadismo practicado en nombre de una fe y una justicia. Lo más terrible es que fueron masacrados sin que ninguno de ellos opusiera resistencia, pues consideraban su caída en desgracia una decisión celestial.
»Muchas mujeres fueron tomadas en cautiverio por los tártaros, que se las llevan a sus tierras como sirvientas, o como esposas y concubinas, anunciando que podrían ser liberadas si alguien pagaba un rescate… Pero mientras unos cosacos y tártaros se daban a las ejecuciones o las violaciones, otros se ocuparon de requisar los rollos de la Torá, que fueron despedazados, para hacer con ellos bolsos y calcetines. Los hilos de las filacterias los enrollaban en sus pies, como trofeos. Con los libros santos hicieron pasarelas en las carreteras.
»Mientras escuchábamos el relato de Samuel, tal es el nombre del rabino sobreviviente llegado a Zamosc, lo peor era que todos sabíamos que aquella masacre ocurrida en la comunidad santa de Nemirov representaba solo el inicio de una carnicería sin fin previsible, pues la fuerza de cosacos y tártaros difícilmente podrá ser detenida por las más inexpugnables murallas y, en mucho tiempo, por la presencia de un ejército polaco cuya llegada a estas tierras aún no se avizora. Y porque debo decirle ahora que el destino trágico de Nemirov, como lo presagiábamos, apenas resultó ser el prólogo de una historia de horror que tuvo su siguiente capítulo en la ciudad de Tulczyn.
»Al tiempo que Chemiel, a quien han comenzado a llamar “el Perseguidor”, se dedicaba a asolar pequeñas comunidades de las márgenes del río Dniéper, uno de sus lugartenientes, conocido como Divonov, fue hacia Tulczyn con la misión de tomarla. Al enterarse de los propósitos de Divonov, los dos mil judíos refugiados en Tulczyn y los príncipes polacos se aliaron para combatirlos, luego de jurar no traicionarse unos a otros. Fortificaron la ciudadela y con sus armas se apostaron en la muralla, al tiempo que los ortodoxos se pasaban a las filas de los invasores. Los cosacos, mientras tanto, se cargaron de arietes: se dice que era como un mar de hombres, miles de miles, que avanzaban profiriendo alaridos extraordinarios, capaces por sí solos de amedrentar a los más valientes. Pero los que defendían las murallas de Tulczyn, como luchaban por sus vidas, consiguieron repelerlos.
»Ante aquella inesperada resistencia, Divonov decidió cambiar la táctica. Los taimados cosacos les propusieron la paz a los príncipes, prometiéndoles no solo sus vidas, sino que podrían quedarse con el botín de los judíos. Viendo que su situación no era sostenible por mucho tiempo, los príncipes aceptaron el trato, con la condición de que también la vida de los judíos sería administrada por ellos. Los judíos, que pronto se dieron cuenta de la traición de que eran objeto, decidieron oponerse por la fuerza, pero el líder de la comunidad los reunió y les dijo que si la toma de la ciudad era una decisión del Santísimo, ellos tenían que aceptarla con resignación: ellos no valían más que sus hermanos de Nemirov, muertos en martirio… Así, compelidos por el rabino a aceptar su destino, o aplastados por la evidencia de que su suerte estaba decretada por una muy difícil posibilidad de huida, los judíos entregaron todos sus bienes. Los príncipes, satisfechos con su ganancia, al fin les abrieron las puertas de la fortaleza a los cosacos. El duque que fungía como jefe de los nobles, un hombre tan gordo que casi no podía moverse, les dijo a los vencedores: aquí tienen la ciudad; acá está nuestro pago. De inmediato, los príncipes tomaron lo que les correspondía del arreglo y pusieron a los judíos en la cárcel, dizque para así protegerlos mejor.
»Tres días después los cosacos les exigieron a los príncipes que les entregaran a los prisioneros y estos, sin pensarlo demasiado, accedieron, pues no querían enemistarse con los invasores. Los cosacos llevaron a los judíos a un jardín amurallado y ahí los dejaron por un tiempo. Había entre los prisioneros varios maestros eminentes, quienes exhortaban al pueblo a santificar el nombre y no cambiar de religión bajo ninguna circunstancia, recordándoles que el fin de los tiempos estaba próximo y la salvación de sus almas en sus manos. ¿Por qué no los incitaron a luchar por su vida, con palos, con piedras, con las manos? ¿Por qué la resignación, la sumisión antes que la insurrección…? Los cosacos, conocedores de estas prédicas, decidieron probar la fortaleza moral de los israelitas y les dijeron que quienes cambiaran de religión se salvarían, y el resto moriría en indecible suplicio. Hasta tres veces lo anunciaron, pero ninguno de aquellos judíos, que no se habían rebelado, aceptó renegar de su dios. Los cosacos, irritados, entraron en el jardín y, sin más dilaciones, comenzaron la matanza de los inermes… En pocas horas liquidaron a unas mil quinientas personas, masacrándolas de las formas más increíbles, que ya obvio mencionar pues son conocidas y harto doloroso el solo acto de escribirlas. Gracias a la intervención de los tártaros, los cosacos dejaron vivos a diez rabinos y se retiraron de la ciudad con las mujeres jóvenes, los rabinos y una parte del botín, principalmente el oro y las perlas que atesoraban los israelitas. Unos días después se supo que aquellos rabinos habían sido salvados gracias a un altísimo rescate llegado desde la rica comunidad de Polanov.
»Pero los cosacos estaban molestos, pues, fuera de la sangre que tanto les divierte ver correr, apenas recibían algún beneficio de la toma de la ciudad. Por ello rompieron el pacto con los príncipes, dispuestos a recuperar el botín. Para comenzar sus macabras diversiones, dieron fuego a la fortaleza, luego tomaron el botín de los judíos acaparado por los católicos y dejaron para el final el suplicio de los príncipes. Como tanto les gustaba hacer, Divonov y sus hombres se ensañaron con algunos de ellos, sobre todo con el duque de la ciudad, el mismo que les había abierto las puertas. Delante del noble violaron a su esposa y dos hijas, y después se entretuvieron mancillándolo, hasta que un molinero de fe ortodoxa lo tomó por su cuenta, y, luego de recordarle el estado de esclavitud al cual tenía sometidos a los pobres de la región, lo exhibió desnudo por la villa, como a un cerdo cebado, y luego de azotarlo hasta aburrirse y sodomizarlo con un bastón, lo decapitó con una espada en plena calle.
»Apenas recibidas las noticias de esta masacre, llegaron a Zamosc varios judíos escapados de las incursiones de los cosacos del otro lado del río Dniéper, donde se habían reiterado los hechos de Nemirov y Tulczyn. Según aquellos sobrevivientes, Chemiel el Perseguidor ya reunía un ejército de quinientas mil almas y, de hecho, dominaba toda la Pequeña Rusia, y a su paso, como la décima plaga, no solo mataba judíos, sino que destruía iglesias y sometía a suplicio a los sacerdotes. Esta última noticia ha sonado como trino de pájaros en los oídos de los judíos, pues, al conocerla, los príncipes decidieron no volver a creer en los ruegos de paz de Chemiel, y no repetir el error de Tulczyn que los llevó a entregar a los judíos a los enemigos de ambos.
»Luego de escuchar las noticias provenientes del bando polaco, pude entender en toda su dimensión por qué los habitantes del país lloraron la muerte el rey Ladislao II y sintieron que el reino quedaba como un rebaño sin pastor. Quizás tenían que ocurrir las desgracias sucedidas en estas semanas para que el cardenal Casimiro decidiera la intervención del ejército del reino y diera la orden de que todos los príncipes alistaran a sus hombres y se dispusieran para la guerra, bajo amenaza de pérdida de su condición y bienes para quienes se negasen. El destino de los nobles de Nemirov y Tulczyn y el de los padres de la Iglesia asesinados influyó muy mucho en que se tomaran estas disposiciones, pero calculo que también ha pesado una realidad que, como ha ocurrido en otros países conocidos, tanto mal les ha hecho a los hijos de Israel: ser los prestamistas del reino. Y es que si los cosacos y tártaros se hacen con el dinero de los judíos, este país irá a la ruina. Está claro que las muertes y huidas de los hebreos, sumadas a los saqueos de sus bienes, mucho afectarán la vida del reino y en especial de sus nobles y gobernantes. Ojalá hoy el dinero sea la fuente de nuestra salvación, y no el fundamento de nuestra perdición, como nos ocurriera en España.
»Hace unos días, luego de que conociéramos el destino de Tulczyn y otras ciudades de la orilla oriental del Dniéper, el rabino sobreviviente de Nemirov y que responde al nombre de rabí Samuel me permitió tener una charla con él. Nos sentamos cerca de unas atalayas, en la parte alta de la ciudad. El paisaje que se extendía a nuestros pies me pareció de una belleza insultante, de tan apacible que resultaba en medio del panorama de dolor que vive este país. El verano ha llegado con todo su esplendor a esta región de la Pequeña Rusia, territorio de inmensas llanuras y ríos caudalosos, en donde la riqueza brota de la tierra con prodigalidad, pero donde la injusticia, la miseria y el hambre han sido capaces de engendrar el odio, el fanatismo y los deseos de venganza más crueles entre los hombres.
»Por horas conversé con el rabí Samuel. Desde que lo escuché hablar en la sinagoga me pareció un hombre piadoso. Es un hombre que se considera culpable de haber conseguido escapar con vida mientras su familia era devorada por la furia que arrasó Nemirov. Por esas razones, mientras le hablaba, me reafirmé en la idea de que podía ser la persona apropiada para cumplir una necesidad que se me estaba haciendo apremiante: confesarle a alguien las verdaderas razones por las cuales he venido a dar a estas tierras de donde, cada vez más lo siento, ya no podré salir jamás. A menos que el Santísimo disponga otra cosa y me permita realizar el que, conocido lo que he conocido, ahora es mi propósito único: unirme a las huestes de Sabbatai Zeví. Maestro: la barbarie y el horror acá desatados me han persuadido de que, como anuncian ciertos cabalistas, el fin de los tiempos puede estar cerca y que Sabbatai bien puede ser el Ungido, llegado a la tierra cuando esta gime de dolor, como una madre que ve morir a su criatura… Solo así consigo explicarme que el Dios de Israel, todopoderoso, pueda permitir que sus hijos sean objeto de la más inconcebible crueldad. Solo si el castigo es parte del plan cósmico que conduce a la redención… ¿No es así, Señor?
»Cuando me enrumbé en mi historia, el rabí me escuchó en silencio y al final me dijo que lamentaba cuanto me había ocurrido y que con tanta facilidad —según él— yo habría podido evitar, con la aceptación de mis errores y la petición pública de perdón por mis confusas interpretaciones de la Ley. Cuando pensaba en rebatirle, salió a flote la bondad que había creído ver en él, pues me dijo que, a su juicio, la comentada posibilidad de unirme a los seguidores de Zeví, en Palestina, le parecía la más atinada: mis problemas personales con Dios podrían superarse con esa prueba de fe. Y, para dejarme sin opciones de controversia, agregó: después de lo visto en Nemirov, de lo ocurrido en las comunidades del Dniéper y en Tulczyn, mis herejías le parecían una falta tan menor que nadie debería siquiera fijarse en ellas y, en cambio, meditar más en las razones por las cuales los humanos son tan dados a devorarse entre sí.
»Cuando el rabí me confió que había optado por seguir viaje al norte, le pregunté si podía hacerme el favor de sacar de Zamosc y poner en correo seguro una carta que quería hacerle llegar a mi Maestro. Entonces el rabino me preguntó algo que parecía no convencerlo: “¿Por qué le escribes todo eso a tu Maestro y no al profesor Ben Israel o a alguno de los rabinos de tu ciudad? Ellos entenderían mejor lo que acá está ocurriendo y lo podrían convertir en enseñanzas para la comunidad”. En el primer momento pensé que llevaba la razón, incluso, concluí que en verdad yo no tenía una idea demasiado clara de por qué quería escribir esta carta y, además, lo había escogido a usted y no, por ejemplo, a mi propio padre o a mi querida Mariam, por no decir a mi jajám. Fue en esa coyuntura cuando me atreví a dar un paso más y extraje de las alforjas con que cargo el arca donde guardo su pintura, el paisaje que me regalara el danés Keil y un par de mis trabajos que decidí conservar conmigo por serme especialmente queridos. Mostrándole el retrato que usted me hizo, le respondí: “Porque el Maestro es un hombre capaz de pintar algo así”. El rabí tomó la tela y se dio a contemplarla. Su silencio fue tan prolongado que tuve tiempo para concebir demasiados desvaríos, el primero, que aquel hombre me iba a acusar de idólatra por haberme prestado a servir como modelo para aquella pintura y, sobre todo, por preservarla conmigo. Pero la respuesta que me entregó fue un enigmático alivio: “Ya te entiendo”, y me devolvió la tela, para pedirme que le mostrara mis propias obras. Muy avergonzado, aunque a la vez con orgullo, desplegué la cartulina donde dibujé a mi abuelo y el lienzo con el rostro de Mariam, consciente de que me sometía a una inevitable comparación que yo nunca osaría realizar. Con el dibujo donde grabé la figura de mi abuelo en sus manos, me preguntó por él y algo le conté de su vida. Por último, contempló el retrato de Mariam Roca, y al observar mi estado de ánimo me dijo que ya sabía quién era esa joven, y comenzó a recoger telas y papeles, mientras me recomendaba que no estuviera exhibiéndolos, menos en aquellos tiempos.
»Dos días después, luego de las plegarias matutinas del Shabat, el rabí Samuel me pidió que habláramos un rato y nos fuimos hasta una pequeña plaza de la ciudad en cuyo centro hay una gran cruz de piedra. Nos sentamos en unos escalones y su primera frase me provocó una lógica sorpresa: “¿Me dejas ver otra vez la pintura de tu Maestro?”. Sin imaginar el sentido de aquel reclamo, saqué el arca y desenrollé la tela para entregársela. “He estado pensando mucho en lo que me contaste sobre tu sueño de ser pintor”, me dijo, luego de mirar un instante la tela. “¿Y qué ha pensado?”, quise saber. “He estado pensando en cuántas cosas debemos cambiar los hijos de Israel para alcanzar una vida más feliz en nuestro tránsito por la tierra… Si mis colegas rabinos de Nemirov me hubieran oído decir esto, pensarían que estoy loco o que me he vuelto hereje. Pero al menos yo pienso así: los hombres no podemos vivir condenándonos unos a otros solo porque unos piensen de una manera y otros de una forma diferente. Hay mandamientos inviolables, relacionados con el bien y el mal, pero también hay mucho espacio en la vida que debería ser solo cuestión del individuo. Y valdría la pena que el hombre lo manejara con libertad, según su albedrío, como lo que es: una cuestión entre él y Dios…”, dijo y se dedicó largos minutos a contemplar la pintura hasta que volvió a hablar: “No conozco mucho de este arte. Nunca había oído hablar de tu Maestro. Por lo que veo, entiendo que sea un hombre famoso, que los reyes y los ricos le paguen por su trabajo… Y ahora entiendo también por qué quieres hacerlo depositario de tus pensamientos y experiencias de estos días terribles… Desde que me mostraste esta pintura, tú insistes en que no es otra cosa que la imagen de tu testa de judío. Pero, mientras la he vuelto a contemplar, he descubierto que es mucho más, porque frente a ella uno se llena de sensaciones extrañas. Sí, esta puede ser la imagen que tu Maestro tiene en mente de quién fue para él el Mesías. Yo, como pienso distinto a él, veo otra cosa y eso es lo que me atrae de esta imagen… Hay algo íntimo y misterioso, un sustrato inquietante que sale de este rostro y de esa mirada. Es una combinación de humanidad y trascendencia. Es evidente, tu Maestro tiene un poder. Consigue tanto con tan poco que no me cabe duda de que detrás de su mano debe haber estado la voluntad del Creador. No me extraña que hayas querido imitarlo. Debe ser insoportable la atracción que siente el ser humano ante la belleza infinita de lo sagrado. Porque esto es lo sagrado”, concluyó el rabino y acarició la tela.
»Querido Maestro: este hombre sabio me ratificó en ese momento la respuesta que por años había buscado. Para él, viendo su obra, hubo algo que le resultó evidente: el arte es poder. Solo eso, o sobre todo eso: poder. No para dominar países y cambiar sociedades, para provocar revoluciones u oprimir a otros. Es poder para tocar el alma de los hombres y, de paso, colocar allí las semillas de su mejoramiento y felicidad… Por eso, desde que escuché al rabí Samuel hablar de su obra me convencí de que no puede haber en el mundo mejor hombre que él para que saque de Zamosc esta carta. Le he pedido que, con ella, le remita a usted la pintura que le pertenece. Con mis pobres trabajos, que también le entregaré, le he dicho puede hacer lo que mejor le parezca, a lo que él respondió: “Conservarlos hasta que nos volvamos a ver. Es este mundo o en el otro, si es que somos llamados…”.
»Ayer el rabí Samuel se despidió de los hijos de Israel que aún permanecemos en Zamosc con una plegaria en la sinagoga de la ciudad alta. Instó a todos a escapar de la ciudad y parece que muchos seguirán su consejo. Los sucesos de que hemos tenido noticias en los últimos días advierten con demasiada claridad que permanecer en estas tierras constituye un acto de suicidio, porque hace unos pocos días, como recién hemos sabido, le tocó su turno de pasar por el suplicio a la comunidad santa de Polanov, donde unos doce mil judíos, junto a dos mil hombres de los príncipes polacos, decidieron resistir el ataque de las fuerzas de los cosacos y los tártaros. Confiaron en la doble hilera de murallas y los fosos con agua que, decían, convertían en inexpugnable la ciudad. Pero los siervos de los príncipes, de religión ortodoxa, les facilitaron la entrada a los sitiadores. Se habla de diez mil judíos muertos en un solo día…
»Al saber del destino de Polanov y de la derrota que de inmediato sufrió el ejército polaco, los judíos radicados en la cercana villa de Zaslav decidieron huir. La mayoría fueron hacia Ostrog, la plaza fuerte y metrópoli de la Pequeña Rusia, y otros han venido a dar a Zamosc, portando estas noticias desalentadoras y una nueva, que reafirma las advertencias de mesiánicos y apocalípticos: el brote de la epidemia de peste, cebada en la carne humana insepulta y prendida ahora de la carne viva.
»Dicen los recién llegados que los judíos de Zaslav huyeron a la desbandada. Los que podían salían a caballo y en carreta, los más pobres a pie, con sus mujeres e hijos. Como ya está ocurriendo en Zamosc, abandonaron en la ciudad muchas pertenencias, todo lo que habían atesorado en sus vidas de trabajo y observancia de la Ley. Y mientras huían, cundió el pánico más irracional cuando alguien dio la voz de que detrás de ellos venían los verdugos. Desesperados, para avanzar con más rapidez, lanzaron a los campos vasos de oro, adornos de plata, ropas, sin que ninguno de los judíos que venía detrás se detuviera a recoger nada… Pero, por más que corrían, llegó el momento en que se sintieron a punto de ser alcanzados por los cosacos y para salvarse se desbandaron por los bosques, dejando atrás incluso a mujeres e hijos, pues solo pensaban en no caer en manos del Perseguidor. Solo que aquel aliento fétido de la más horrible de las muertes sentido en la nuca terminó siendo apenas una parte de lo que hoy estos judíos consideran un castigo celeste: porque todo había sido obra de una ola de pánico, y los tan temidos enemigos en realidad no venían tras ellos. Todavía.
»Maestro, en cuanto termine esta relación a la que me he dedicado los últimos dos días voy a entregársela al rabí Samuel, junto con su pintura y algunas de las otras que traje conmigo. He construido un estuche de cuero para mejor preservarlas. Confío en que este hombre santo y sabio salve su vida y, con ella, los tesoros que le he entregado. Por mi parte, a partir de hoy no sé cuál será mi fortuna. Espero que el Santísimo, bendito sea Él, me permita atravesar las huestes de la barbarie y llegar a mi destino. Sabiendo que mi economía agonizaba en medio de una estancia en este país que se ha dilatado más de lo previsto, el rabí Samuel me ha dado una cantidad importante de dinero para que me mantenga y hasta pueda comprar un pasaje en alguno de los navíos que viajan hacia el país de los turcos otomanos, desde donde espero ponerme en camino para encontrarme con los seguidores de Sabbatai Zeví, allá en Palestina. Quiera Dios que pueda atravesar el infierno y poner mis pies en la tierra prometida por el Creador a los hijos de Israel, para allí sumarme a las huestes del Mesías y anunciar con él la renovación del mundo. En esta aventura sé que me acompañan mi fe, nunca disminuida, y la voluntad y la ambición por alcanzar los fines que me enseñó a tener mi inolvidable abuelo Benjamín, de quien también aprendí que Dios ayuda con más regocijo al luchador que al inerte… Lo que mi lamentable mezquindad personal aún no me permite es dejar de pensar en lo que pudo haber sido mi vida, quizás incluso en lo que debió haber sido, si luego de haber tenido la fortuna de ver la luz en el que mis hermanos de fe consideran Makom, el buen lugar, yo también hubiese encontrado allí mi espacio de libertad. Si allí yo le hubiese podido dar a mi existencia el rumbo que le exigía lo mejor de mi alma. ¿Tan terrible era lo que pedía? Solo confío, en los desvaríos a los que se da mi mente mientras escucho los lamentos de los que huyen, en que mi sino personal hubiese estado escrito hace mucho tiempo. También en que el anuncio del advenimiento del fin del mundo que provocará el Ungido, cuando menos sirva para hacer a los hombres más tolerantes con los deseos de otros hombres y con su libertad de elección, siempre que no entrañe mal al prójimo, lo cual debería ser el primer principio de la raza humana. Y si no se cumplen ninguno de estos deseos, al menos siento el consuelo, mientras le escribo, de que tal vez estas letras lleguen a sus manos, y los seres de hoy y los de mañana puedan tener un testimonio vivo de lo que ha sido el sufrimiento de unos hombres y de los extremos a los cuales ha podido llegar la crueldad de otros. Si por algún camino se logra tener ese conocimiento, me sentiré retribuido y sabré que mi vida ha tenido un sentido, muy diferente del que pensé que tendría cuando soñaba con pinceles y óleos. Un sentido necesario y útil, tal vez, para el desvelamiento de los fosos de la condición humana a los cuales he debido asomarme…
»Maestro, hoy mismo parto hacia el sur en busca del Mesías. Ruego por que el Bendito los acompañe a usted, al joven Titus y a la amable señorita Hendrickje, por que gocen siempre de la felicidad y buena salud que se merecen, como tantas veces he pedido en mis plegarias, pues son ustedes parte de los más entrañables recuerdos que atesoro de una vida que fue la mía y de la cual hoy siento que me separa no solo el mar…
»Su eternamente en deuda,
»E. A.»
Con el corazón encogido y una sensación de desasosiego recorriéndole el cuerpo, Conde mantuvo la vista fija en aquellas dos letras que cerraban la carta: E. A. Las iniciales de un nombre. Un nombre que identificó a un hombre, pensó. Un hombre que había descendido a los infiernos y, desde allí, enviado su mensaje de alarma.
El ex policía debió darse unos minutos para continuar la lectura de la carta que incluía aquella relación extraordinaria.
Porque Elías Kaminsky comenzaba entonces sus anunciadas disquisiciones y conclusiones: según se podía leer, escribía, el tal E. A. había sido un sefardí que, huyendo de Ámsterdam, había ido a dar a territorio polaco en 1648, justo mientras este era asolado por cosacos y tártaros y, como afirmaba, estaba decidido a seguir su viaje hacia el sur para sumarse a las hordas de seguidores de aquel Sabbatai Zeví que, poco después, revelaría su impostura de desequilibrado farsante cuando, para salvar el pellejo, terminara convertido al islamismo luego de haber pretendido derrocar al sultán de Turquía. El sultán, contaba la historia, después de apresarlo, había sabido resolver con la mayor facilidad el enigma de si Sabbatai era o no un mesías cuando le ofreció dos opciones: «¿Musulmán o la horca?», a lo que Zeví respondió de inmediato: «Musulmán».
Pero las preguntas que aquel cuaderno había provocado entre los estudiosos de la historia y de la pintura holandesas de la época eran infinitas, como cabía presumir. La primera de todas se refería a la identidad de aquel E. A., en quien confluían las difíciles condiciones de ser judío sefardí y pintor, cuando para los judíos estaba anatemizado aquel arte. La segunda de la serie, por supuesto, tenía que ver con el origen y destino posterior de aquel tafelet convertido en antigualla vendida en un mercado de pulgas. La seguía la cuestión de por qué solo había un fragmento de la carta, dirigida sin duda alguna a Rembrandt, como lo confirmaba la mención a su hijo Titus y a su mujer de entonces, Hendrickje, Hendrickje Stoffels. Y, entre otras muchas interrogantes, palpitaba como la más punzante el grupo de rostros dibujados en el cuaderno, tan parecidos a la testa del judío que había servido de modelo a Rembrandt para sus estudios de cabezas de Cristo. Estudios y piezas que, justo por aquellos días (¿casualidad o plan cósmico?), por primera vez en la historia se exhibían juntas, gracias a una muestra organizada por El Louvre… en la cual faltaba la pieza retenida en Londres y sometida a litigio.
Desde que Conde comenzó a leer la misiva de Elías Kaminsky, y con más intensidad luego de atravesar la carta de E. A., la sensación de revelación de un arcano lo había empezado a dominar, para ir creciendo con la lectura de la parte final del texto y de inmediato instalarse en su ánimo de manera inquisitiva, obligándolo a leer una y otra vez las palabras de Elías Kaminsky destinadas a mostrar un panorama enigmático para el cual, ya lo presentía, resultaría imposible establecer un mapa definitivo. La imagen que Conde se había hecho de aquel mercado callejero de antiguallas devaluadas, abierto junto a un canal de Ámsterdam mientras la ciudad disfrutaba el privilegio de su primavera, impulsó en el hombre el imprevisible deseo de recorrer aquel sitio mágico donde podían hallarse así, en plena calle, trazas de remotos misterios, no importaba ya si solubles o insolubles.
En la parte final de su carta Elías Kaminsky (tal vez dándole algunos tirones a su coleta, pensaba Conde) entraba de lleno a especular a partir de lo conocido y lo posible. Lo más impactante, para él, resultaba la comprobación de la existencia real del sefardí holandés E. A., vagante por Polonia en los tiempos de la masacre de judíos, y relacionado con la pintura. ¿Cuántos sefardíes holandeses aficionados a la pintura podrían haber estado en Polonia por aquellos tiempos? Casi sin duda, afirmaba Elías, E. A. había sido, tenía que haber sido, el enigmático personaje que le entregara tres pinturas y unas cartas al rabino contagiado con la peste y muerto en Cracovia, en brazos de su antepasado Moshe Kaminsky. Si E. A. era ese hombre y su «Maestro» había sido Rembrandt, entonces se explicaba el hecho de que E. A. estuviera en posesión de la cabeza de Cristo o de un retrato de un joven judío (al parecer el mismo E. A.), pintada y firmada por Rembrandt, uno de los óleos que el médico Kaminsky recibiera de manos del moribundo rabino.
Conocer esta historia no probaba nada que pudiera ayudar en la posible recuperación del cuadro, aseguraba Elías Kaminsky. Pero a la vez lo probaba todo y los abogados neoyorquinos le sacarían su jugo. Y si al fin y al cabo no servía para ayudarlo a recuperar la pintura de Rembrandt, le daba al mastodonte de la coleta la certeza de su origen y autenticidad, y ratificaba que tenía que ser cierto el relato familiar sobre el modo rocambolesco por el cual aquella pintura había llegado a ser una propiedad de los Kaminsky de Cracovia, tres siglos y medio atrás.
La otra pregunta pendiente era la existencia y las tribulaciones, casi imposibles de rastrear, del tafelet capaz de provocar todas aquellas revelaciones inesperadas. ¿De dónde había salido, dónde había estado aquel cuaderno que el vendedor del mercado de pulgas había adquirido con un lote de objetos viejos saldados por los herederos de una anciana sin el menor interés en conservar unas ruinas empolvadas? Elías Kaminsky tenía una respuesta tentadora: podía haber salido de los cajones de objetos de Rembrandt subastados a finales de 1657, cuando el artista se declaró en bancarrota y había perdido su casa y casi todas sus propiedades materiales. El resto de las muchas preguntas posibles (¿quién era E. A.?; ¿cuál había sido su suerte final?, ¿por qué su cuaderno de apuntes había ido a dar, como parecía, a los archivos incautados de Rembrandt?) quizás nunca tendrían respuesta.
No obstante, a algunas de aquellas interrogantes ya Elías Kaminsky les había dado su respuesta: el joven judío demasiado parecido a la imagen del Jesús de los cristianos tenía que ser E. A., insistía, y de ese modo, su rostro, siempre sin nombre, había sido el que acompañara por trescientos años a los miembros de su estirpe. Por ello, prometía, o se prometía Elías Kaminsky, haría todos sus esfuerzos por recuperar aquella imagen, pues era un derecho moral y de sangre de su familia… Pero, cuando la probable recuperación se produjese (una decisión en la que podría influir el descubrimiento de Conde respecto a la identidad de la María José Rodríguez que había puesto la pintura en venta y su relación de sobrina nieta de Román Mejías), Elías entregaría la pieza al museo dedicado al Holocausto. Sencillamente, decía, no podía ni quería hacer otra cosa: porque si Ricardo Kaminsky no deseaba tener relación con los dineros que emanarían de una posible venta, él tampoco quería hacerlo. Aquel cuadro, en realidad, nunca había servido para nada a su familia y, justo cuando pudo tener una utilidad concreta, se convirtió en el motivo de una tragedia que marcó la vida de su tío Joseph y su padre Daniel. «¿Piensas que soy muy comemierda por haber tomado esta decisión?», le preguntaba Elías en las líneas finales de su carta, para darle una rápida respuesta: «Quizás sí. Pero estoy seguro de que, en mi caso, tú harías lo mismo, Conde. Ese cuadro y su verdadero dueño, E. A., quizás muerto en tierras de Polonia por una de las muchas furias antisemitas de la historia, se lo merecían…». Y se despedía prometiendo nuevas cartas, noticias frescas y, por supuesto, un seguro regreso a La Habana, en un futuro cercano.
Solo cuando terminó la segunda lectura de la carta, Conde devolvió los papeles al sobre amarillo. Se sirvió una nueva dosis de café, encendió otro cigarro y observó el sueño apacible de Basura II, que había entrado en la casa mientras él leía. Cuando terminó el cigarro se puso de pie y fue hasta el librero de la sala y tomó el volumen de Rembrandt publicado varios años atrás por Ediciones Nauta. Pasó las hojas del libro hasta llegar al apartado de las ilustraciones y se detuvo en la buscada. Allí estaba, con una camisa roja, el pelo castaño abierto sobre el cráneo, la barba rizada y la mirada concentrada en el infinito un hombre real retratado por Rembrandt. Observó largos minutos la reproducción de la obra, pariente cercana de la vista en la foto de Daniel Kaminsky y su madre Esther, tomada en la casa de Cracovia antes de que comenzaran las desventuras de aquella familia exterminada por un odio más cruel que el de cosacos y tártaros. Mientras contemplaba el rostro del joven judío al cual ahora, al menos, podían identificarlo con unas iniciales y con jirones de una historia de vida, Conde se sintió envuelto en la grandeza y el influjo invencible de un creador y en la atmósfera de una mística que los hombres, desde siempre, habían necesitado para vivir. Y tuvo la percepción de que el milagro de aquella fascinación capaz de volar por encima de los siglos estaba en los ojos de aquel personaje, fijado para la eternidad por el poder invencible del arte. «Sí, todo está en los ojos», pensó. ¿O tal vez en lo insondable que está detrás de unos ojos?
El hombre arrastró aquella pregunta hasta la azotea de su casa. Como cada noche, los cálidos y agresivos vientos de Cuaresma que marcan la primavera cubana habían amainado, como si se replegaran, dispuestos a recuperar fuerzas para retomar su faena enervante con la llegada del próximo amanecer. La ciudad, más tétrica que tentadora, se extendía hacia un mar invisible por la distancia y por la noche. Detrás de los ojos de Mario Conde, en su mente, estaban abiertos los ojos del joven judío E. A., aprendiz de pintor, muerto hacía tres siglos y medio, posiblemente siguiendo, como tantos hombres en tantos sitios y a lo largo de los siglos, la estela de otro autoproclamado mesías y salvador, capaz de prometerlo todo para terminar revelándose como un farsante enfermo con la sed del poder, con la avasallante pasión del dominio de otros hombres y sus mentes. Aquella historia a Conde le sonaba demasiado familiar y cercana. Y pensó que tal vez, en sus búsquedas libertarias, en algún momento Judy Torres había estado más próxima que mucha gente a una desoladora verdad: ya no hay nada en que creer, ni mesías que seguir. Solo vale la pena militar en la tribu que tú mismo has elegido libremente. Porque si cabe la posibilidad de que, de haber existido, incluso Dios haya muerto, y la certeza de que tantos mesías hayan terminado convirtiéndose en manipuladores, lo único que te queda, lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección. Para vender un cuadro o donarlo a un museo. Para pertenecer o dejar de pertenecer. Para creer o no creer. Incluso, para vivir o para morirte.
Mantilla, noviembre de 2009-marzo de 2013