EL verano cubano, a la altura del mes de agosto, puede llegar a tornarse exasperante. El calor sin tregua, la humedad pegajosa que potencia la transpiración y los malos olores, las lluvias que al evaporarse convierten el oxígeno en un gas a punto de combustionar, agreden y lo enturbian todo: las alergias, las pieles, las miradas, sobre todo los ánimos.
Conde sabía que aquel depredador ambiente meteorológico no resultaba el mejor para tomar determinadas decisiones. Pero por demasiados días arrastraba aquella exigencia y, mientras hacía el trillado recorrido entre la casa del flaco Carlos y la de Tamara, tomó la decisión: hablaría.
Había gastado la primera parte de la noche conversando con Carlos y el Conejo, a la sombra de una botella de ron. Terminó siendo un diálogo desangelado, más cargado de nostalgias de lo que resultaría saludable, como si ninguno de los amigos quisiera salir de las amables cuevas de los recuerdos y asomarse a la luz cegadora de un presente envejecido y sin demasiadas expectativas, para colmo dominado ahora por aquella canícula infernal. En algún momento de la conversación, mientras el sudor le corría hacia los ojos, Conde había sentido, por un impulso de origen impreciso, que su espíritu no podía seguir cargando con el fardo que él le había depositado encima. Entonces había caído en un prolongado mutismo.
Carlos, que lo conocía como nadie y, además, no podía controlar su necesidad de intentar resolver los conflictos personales de sus amigos, se impuso penetrarlo, del modo más sutil que conocía.
—¿Y a ti qué cojones te pasa, salvaje? ¿Por qué te has quedado tan callado, eh?
A pesar de que se bañaba tres o cuatro veces al día rociándose agua con la manguera del patio, el Flaco exhalaba un penetrante olor a ácido provocado por ignición de sus grasas corporales. Conde lo miró y se sintió devastado. Pero no albergaba el menor deseo de mover compuertas, aun cuando sabía que el otro no se daría por vencido con facilidad. O le decía algo o lo mataba. Buscó la solución intermedia, con esperanzas de escaparse.
—Estoy cabrón…, debe ser por este calor de mierda…
—Sí, el calor está insoportable este año —lo apoyó el Conejo, el más ebrio de los tres—. El cambio climático…, el mundo se jode, se jode…
—Pero a ti te pasan más cosas… —opinó Carlos, cortándole la posibilidad de una retirada por la brecha apocalíptica que abriera el Conejo.
Conde tomó un sorbo de su bebida. De verdad debía de ser haitiano aquel ron infame.
—Lo de casarme con Tamara…
Carlos miró al Conejo con cara de «¿y a qué viene eso?».
—¿Ella te dijo algo? —preguntó.
—No, no me ha dicho nada…
—¿Entonces qué? —Carlos expresó su incapacidad de entendimiento.
Desde que Conde hablara con Tamara del tema matrimonial, y lo que siempre había sido un sueño, una posibilidad, un final más o menos previsible, se convirtiera en un plan expreso gracias a aquel impulso, había empezado a rondarlo una sensación de asfixia y, últimamente, unos saltos en el estómago capaces de cortarle el aliento. El problema mayor radicaba en que ni él mismo entendía con claridad la razón por la cual reaccionaba así. Porque tampoco sabía a ciencia cierta por qué había tenido que tocar aquella puerta. Y, ahora, menos sabía si debía entrar o dar media vuelta. Su deseo invariable de continuar compartiendo su vida con aquella mujer seguía siendo lo inalterable y decisivo. Conocía a la perfección, además, que el hecho de casarse sería apenas una formalidad legal o social, daba lo mismo, tan fácil de admitir como de disolver, al menos en su lugar y momento. ¿Por qué entonces aquel miedo profundo, mezquino, insidioso? Conde tenía para sí mismo y para el mundo una sola respuesta: porque, quisiera casarse o no, aceptara más o menos los desafíos de la convivencia y hasta confiara en que Tamara lo admitiera con todos sus lastres (incluido el lastre canino, encarnado por Basura II), una vez que la mujer se convirtiera en su esposa la relación sufriría la merma de una de las pocas cosas que todavía le pertenecían: su libertad. La de emborracharse o no, compartir la cama con un perro callejero, comprar o no comprar libros, morirse de hambre o comer, no decidirse a escribir, vivir como un paria, ponerse melancólico sin necesidad de darle explicaciones a nadie…, hasta invertir el tiempo buscando a una emo que a su vez andaba en busca de un Dios resucitado y, al parecer, tenía esperanzas de encontrarlo. El problema se complicaba cuando a aquellas pérdidas posibles Conde enfrentaba las que podían ser las aspiraciones de la mujer a disfrutar de una vida sosegada a la cual ella siempre había aspirado y a la que, bien lo sabía, no querría renunciar. ¿Y el amor? ¿Sería verdad el cuento de que el amor todo lo puede? ¿Es capaz incluso de imponerse a las rutinas? Conde no lo creía. ¿Por qué carajo había meneado lo que era mejor no mover?
—Entonces nada, Flaco… No quiero casarme pero no quiero perder a Tamara. Y si le digo que en el fondo no quiero casarme, que me da miedo intentarlo otra vez, a lo mejor…
Carlos terminó su trago. Miró hacia el Conejo y luego hacia Conde.
—¿Quieres que te diga algo?
—No —soltó el otro de inmediato.
—Pues sí te lo voy a decir: tú te metiste en ese lío…, ahora jódete. Pero trata de no joderte demasiado, mi hermano. Ya bastante jodidos estamos para ponerlo peor…
Una hora después, ya frente a la casa de Tamara, mientras observaba las figuras de concreto robadas a la imaginación de Picasso y Lam, capaces de ejercer sobre su espíritu una atracción permanente, Conde le dio forma a su estrategia. A ver si no se autojodía demasiado.
Tamara estaba en el estudio que había pertenecido a su padre y luego a su primer marido, el extinto Rafael Morín. El sitio donde, se suponía, Conde podría tener las comodidades y la privacidad necesarias para emprender sus siempre postergados proyectos literarios: escribir historias escuálidas y conmovedoras, como aquel cabrón de Salinger que… El aire acondicionado le robaba diez grados a la temperatura ambiente y mejoraba los ánimos.
La mujer rellenaba unas planillas que debía presentar al día siguiente en la clínica dental.
—A ver si arreglan los sillones de trabajo, si ponen las luces que necesitamos, si nos dan jabón para lavarnos las manos y toallas para secarnos, si siempre hay agua, si completan el instrumental, si llegan los guantes…
—¿Y cómo coño ustedes sacan muelas? ¿Con cordelitos, como si fueran dientes de leche? —Conde no entendía.
—Casi —admitió Tamara.
Conde suspiró y se lanzó, sin darse más oportunidades.
—Mira, quería preguntarte una cosa… Tengo miedo, pero no me queda más remedio, porque…, Tamara, ¿de verdad tú tienes muchas ganas de casarte?
Conde puso el énfasis en el adverbio de cantidad que últimamente lo perseguía con saña. ¿Cuántas son muchas ganas de casarse? La mujer soltó el bolígrafo y se quitó las gafas de lectura para concentrarse mejor. Él, por supuesto, sintió cómo un temblor lo recorría. De miedo.
—¿Por qué me lo preguntas?
—No empieces, Tamara. Respóndeme tú…
Ahora fue ella la que suspiró.
—La verdad es que me da igual… Para mí que ya estábamos como casados. Casi casi… Pero tú eres el que quiere firmar papeles… Y por eso, antes de que se vaya a joder lo que tenemos, pues me caso contigo si me lo pides, si para ti es importante…
La sensación de alivio bajó como sangre nueva por todo el cuerpo del Conde. Se sintió al borde de la felicidad.
—A ver, Tamara, te propongo lo siguiente: si así estamos bien, ¿no es mejor no menearlo?
—¿Y el anillo? —saltó ella, alarmada.
—Es tuyo. Sigue usándolo.
—¿Y el café de por la mañana?
—Esa parte sigue siendo asunto mío.
Tamara soltó el bolígrafo y sonrió.
—¿Y lo demás?
—Lo demás es todo tuyo… Pero siempre que quieras, podemos usarlo.
Tamara se puso de pie.
—¿Por qué eres tan blando y tan complicado, Mario Conde?
—Comemierda que soy —dijo, y la besó. Fue un beso largo, mojado, excitante más por el alivio mental que por la convocatoria hormonal. Y en ese momento Conde sintió hasta muchos deseos de casarse con aquella mujer que el más amable de los planes cósmicos había puesto en su camino. Pero, de inmediato, apartó de una patada aquel deseo y se concentró en los restantes.
Afuera el calor quemaba la ciudad, sus calles, sus casas. Incluso quemaba sus gentes y los pocos sueños que aun pudieran conservar.
Asfalto por medio, desde aquella esquina de la calle Mayía Rodríguez podía contemplar, con un solo golpe de vista, la edificación de dos plantas en la cual, hasta unas pocas semanas antes, había vivido Judy Torres y, en la distancia, el proyecto de ruinas en que se había convertido la casa donde Daniel Kaminsky vivió los años más felices de su vida y donde, también, había recuperado la sensación del miedo. Después de varios años sin sentirse compulsado a hurgar en la vida de nadie, con pocos meses de diferencia dos historias de muerte habían salido a su encuentro, movidas por el mismo resorte: el que había soltado un judío polaco que había dejado de creer en Dios, que se impuso ser cubano y que, en la más ardua encrucijada de su vida, se creyó con fuerzas suficientes para matar a un hombre que había tenido en sus manos la vida de sus padres y su hermana. Y aquellas historias, al parecer remotas, habían tenido uno de sus puntos de coincidencia visible en esa precisa esquina habanera, un espacio físico que ahora Conde se dedicaba a observar, mientras se limpiaba la cara humedecida por el sudor que le sacaba de las entrañas el impúdico calor de agosto y se preguntaba por los modos en que se crean, avanzan, tuercen y hasta confluyen los caminos de la vida de personas distintas y distantes. Lo más inquietante, sin embargo, no era la vecindad casual de las dos edificaciones ni la conexión que sin proponérselo había propiciado la joven Yadine, ni siquiera la presencia recurrente de un cuadro pintado por Rembrandt tres siglos antes. Lo que más lo alarmaba era la concurrencia de motivaciones reveladas por el conocimiento que ahora poseía de las existencias y anhelos de Daniel Kaminsky y Judith Torres, aquellos dos seres empeñados, cada uno a su modo y con sus posibilidades, en encontrar un territorio propio, escogido con soberanía, un refugio en el cual sentirse dueños de sí mismos, sin presiones externas. Y las consecuencias a veces tan dolorosas que tales ansias de libertad podían provocar.
El sentimiento de inconformidad consigo mismo y con el mundo en pleno que le había provocado el descubrimiento de las últimas verdades sobre Judy no lo había abandonado en varias semanas, aunque con los días había comenzado a remitir, como no podía dejar de suceder. Para acelerar el proceso y terminar de arrancarse del alma aquel lastre mugriento, Conde había decidido distanciarse de las únicas evidencias materiales que lo conectaban a la joven y se dispuso a devolverle a Alma Turró, la abuela de la muchacha muerta, la libreta de teléfonos de Judy y la copia de Blade Runner que, por una asociación casi poética, le había abierto el camino hacia la verdad. Por eso, desde aquella esquina, miraba las dos casas, con la libreta y la cajuela plástica del DVD en las manos, dedicado a pensar y sin atreverse a actuar.
Si entraba en la casa y hablaba con Alma Turró, ¿qué podría decirle? Judy estaba muerta, en parte por su propia voluntad, en parte por los fundamentalismos libertarios que fue capaz de despertar en los demás, pero muerta, enterrada, y su abuela ya conocía los detalles del desenlace. Y los consuelos, hasta donde Conde sabía, nunca habían resucitado a nadie. Los moradores de la casa, que pudieron haber sido una familia común y corriente, se habían convertido en víctimas de la dispersión. Una muerta, otra en Miami, otro preso acusado de una larga lista de delitos de corrupción, Alma y su hija laceradas, seguramente deprimidas con causa. ¿Una venganza celestial por pecados cometidos en el pasado y continuados en el presente? ¿El precio satánico que deben o deberían pagar el engaño y la ambición? ¿Un escarmiento divino por la insistencia de Judy en creer que Dios estaba muerto y enterrado y finalmente reciclado…? El ateo que, a pesar de todo, Conde llevaba dentro, no estaba dispuesto a admitir trascendentes organizaciones olímpicas, sino apenas hilos de causas y consecuencias mucho más pedestres. No se puede jugar con lo que no te pertenece: ni con el dinero y mucho menos con las ilusiones y el alma de otros. Si lo haces, siempre, en algún momento (a veces muy retardado, es verdad), se dispara la flecha del castigo, concluyó, filosófico.
Entonces optó por una de sus salidas de cazador furtivo. Entró al portal, caminó hasta la puerta principal de la casa procurando no hacer ruido, y depositó la cajuela plástica y la pequeña libreta contra la madera pintada de blanco. Y huyó como un tránsfuga. Necesitaba correr, alejarse todo lo posible de aquella historia lamentable.
Encendió un cigarro y tomó a paso doble la pendiente de Mayía Rodríguez hacia la casa de Tamara, otra vez solo su novia, sintiendo cómo se liberaba de lastres. Al llegar, sofocado y húmedo, saludó a las esculturas de concreto y abrió la puerta. Nada más poner un pie tras el umbral, debió reconocer que, al menos para él, aquel pequeño territorio era el mejor de los mundos posibles. ¿De qué te quejas…? De la vida: de algo tengo que quejarme, se dijo y cerró la puerta tras de sí.