MESA por medio, habían desayunado. Tamara un café con leche en el que fue mojando las galletas untadas con mantequilla; Conde, un pedazo de pan tostado, bautizado con el aceite de olivas sobre el cual previamente había espolvoreado sal y triturado un diente de ajo. (La leche era un lujo que Tamara podía permitirse gracias a los euros que le enviaba su hijo; el aceite de oliva, una excentricidad impensable en la isla, un privilegio al cual Conde accedía por medio de su casi cuñada Aymara, residente en Italia.) Luego, para terminar de moldear la sensación de confortable rutina, ambos bebieron otro café, recién colado (café sin mezclas —o con menos mezclas— con otros polvos innobles, comprado gracias a las últimas operaciones mercantiles del tratante de libros valiosos). Pero ambos sabían que rutinas como aquella eran opciones inalcanzables para muchísimos, demasiados habitantes de la isla.
—Sabes a vampiro —le dijo Tamara al encontrarse con el regusto a ajo cuando le dio el beso de despedida.
—Y tú hueles a hierba recién cortada…
—Yves Saint Laurent… Regalo de un paciente. ¿Te pones celoso? Me voy corriendo…
Conde la vio irse y sintió de manera intempestiva el peso de la ausencia de Tamara. Algo debía de andar muy mal en su espíritu para que un ermitaño empedernido sufriera por tan corriente razón el aletazo de la soledad y, al mismo tiempo, no se sobresaltara con el hecho de estar dándole forma a un rito, muy amable, pero rito al fin y al cabo, adornado incluso con motivos para los celos. El ex policía no tuvo que pensar demasiado para saber la causa de su desazón: el misterio de la vida, pero, sobre todo, el de la muerte de Judy Torres.
Media hora después, cuando se proponía salir a la calle, los timbrazos del teléfono lo arrancaron de sus meditaciones.
—Conde, soy yo, Elías Kaminsky…
Conde lo saludó, con el afecto que ya sentía por el mastodonte.
—Llamé a tu casa pero… —siguió el pintor—. ¿Ya vives en casa de Tamara?
—No, sigo allá, acá, ni sé, compadre… Bueno, ¿qué hay de nuevo?
—Algo interesante. O por lo menos que me parece interesante… Los abogados descubrieron que el cuadro no había salido desde Los Ángeles, sino desde Miami.
—Eso tiene más lógica.
—Pero ¿por qué hacer esa jugada y esconder el origen? —preguntó Elías Kaminsky, y Conde coincidió con él. ¿Por qué aquel ocultamiento?
—¿Y pudieron saber quién lo tenía? ¿Un pariente de Román Mejías?
—Pues no sabemos si es familia de ese hombre —siguió informando Elías—, pero es una mujer joven, cubana, y lo extraño es que llegó a Estados Unidos hace cuatro años en una balsa. A lo mejor lo trajo con ella, o sea, que siempre estuvo en Cuba hasta que..
Una descarga eléctrica había recorrido el cerebro de Conde cuando escuchó la palabra balsa. Dos cables activados, que se habían mantenido distantes hasta ese momento, apenas se habían rozado, permitiendo el paso del fluido que lo removiera. Pero él pensó que no, no era posible lo que su mente estaba elucubrando.
—¡Coño, Elías!, coño, coño… —Conde interrumpió la reflexión del otro, pero se quedó atascado, porque sus pensamientos giraban sobre una superficie en la cual no podían encontrar un punto de apoyo.
—Pero ¿qué te pasa? —Elías parecía alarmado.
Conde se golpeó tres, cuatro veces la frente, se tomó unos segundos para recolocar sus ideas y poder hablar.
—¿Tú sabes cómo se llama esa cubana? —Y entonces cerró los ojos, como si no quisiera ver el alud que se le acercaba dispuesto a aplastarlo.
—El apellido es Rodríguez —dijo Elías—. Apellido de casada…
Sin levantar los párpados, Conde respiró todo el aire que encontró a su alrededor y preguntó:
—¿Y se llama María José?
El silencio que se abrió al otro lado de la línea, a tres mil kilómetros de distancia, le advirtió a Conde de que su lanzamiento había golpeado en el rostro al pintor Elías Kaminsky. Él mismo, con el auricular pegado al oído, sentía en ese instante cómo las manos le sudaban y el corazón le palpitaba.
—¿Cómo es que tú sabes ese nombre? —Las palabras de Elías llegaron al fin, cargadas de su incapacidad de comprender lo que estaba ocurriendo.
—Lo sé porque… —comenzó, pero se detuvo—. Primero dime algo. Me dijiste que tu padre te contó que, además del Rembrandt, Mejías tenía otras reproducciones de pintores holandeses, ¿verdad?
—Sí, otras… —Elías debía de estar registrando su memoria para poder responder a una pregunta que aún no sabía adónde lo llevaría—. Una iglesia de De Witte…
—Un paisaje de Ruysdael y la Vista de Delft de Vermeer —lo interrumpió Conde y siguió—: ¿Y que tenía una hermana que había quedado inválida en un accidente?
—¿Pero qué coño…?
—Es que yo conozco al hombre que se quedó con ese cuadro, Elías… Es el padre de una muchacha que…, bueno, es el padre de María José y estoy seguro de que es sobrino de Román Mejías. Estuve en su casa. Ahora estoy casi convencido de que el Rembrandt auténtico nunca salió de Cuba hasta que él lo pudo sacar, creo que para Venezuela, y desde allí pudo mandárselo a su hija que estaba en Miami para que lo vendiera… Y ese hombre esperaba ganar muchos dólares, muchos de verdad. Coño, ahora sé cuántos son muchos dólares: más de un millón…
A uno y otro lado del hilo se mantuvo el silencio durante un tiempo que pareció infinito, hasta que Elías reaccionó.
—¿Pero cómo es posible que tú…?
—Es posible porque Yadine, la nieta de Ricardito, me puso en ese camino, sin que ella se imaginara dónde iba a dar… Ni ella ni yo…
Del mejor modo que pudo Conde le narró la historia a la que lo había abocado Yadine Kaminsky y que, pasando por la desaparición de Judy y su muerte, enlazaba en un pasado remoto y de la peor manera a las familias de las dos jóvenes emos a través de una tragedia que llegaba hasta el camarote de un transatlántico fondeado en el puerto de La Habana en 1939.
—Elías, esto sí tiene que ser una de esas conjunciones cósmicas de que hablaba tu padre… —concluyó Conde y agregó—: ¿Ves que es más fácil creer que Dios existe?
—Conde —dijo al fin Elías Kaminsky, evidentemente removido por el relato—, ¿hay alguna forma de probar que ese Alcides sacó el cuadro de Cuba?
—Creo que solo si él lo confiesa… y no creo que vaya a hacerlo, porque no debe haber pruebas de que lo haya sacado. A lo mejor ni hay pruebas de que lo haya tenido… Y porque hay mucho dinero en juego. Si Alcides esperó hasta que se murió su madre para sacarlo e intentar venderlo… No, sin otras pruebas no creo que confiese nada.
—No importa —aceptó Elías—. De todas formas se lo voy a comentar a los abogados.
—Sí. —Conde seguía pensando en lo que podía provocar aquella revelación inesperada—. Pero yo no voy a decírselo a Ricardito. Su nieta está en el medio…
—Está bien. ¿Ya le dijiste lo del litigio y lo del dinero? ¿Y que las cosas van a llevar un buen tiempo? No hace falta decirle más.
—No, discúlpame, todavía no le he dicho nada… Pero hoy mismo voy a verlo para contarle lo del litigio… Y, claro, no hace falta…
Después de otro silencio, largo y denso, Elías preguntó:
—¿Qué vas a hacer?
—Pues no sé…, no sé, la verdad.
—No te preocupes. Cómo el cuadro salió de Cuba no cambia demasiado las cosas… Aunque saberlo con certeza podría ayudar…
—Sí, siempre es mejor saber…
—Sí, saber…
El silencio regresó y Conde se sintió agotado. En realidad, decepcionado. Porque incluso llegar a saber la verdad, sin poder demostrarla, no podía garantizar que se hiciese justicia.
—Nada, Elías, llámame cuando quieras… Y saluda a Andrés de mi parte.
—Gracias, Conde. No sé cómo agradecerte lo que me has dicho…
Conde pensó unos instantes antes de decir:
—Hoy hubiera preferido que no tuvieras que agradecerme nada. Eso habría significado que a lo mejor Judy todavía estaría viva…
Otra vez el silencio se hizo dueño de la comunicación. Conde cayó en cuentas de que había hablado de Judy y que quizás Elías había asumido que se trataba de Judit Kaminsky, la niña que nunca llegó a ser su tía, desaparecida en el Holocausto.
—Adiós —dijo Elías, y Conde se apresuró a colgar para terminar aquella conversación que potenciaba su malestar con el mundo y con algunos de los habitantes de ese mundo. Más de lo que era saludable.
Regresó a la cocina y se bebió el resto del café frío. No se sentía mejor con aquel descubrimiento de los caminos que podía haber seguido la pintura de Rembrandt que el viejo Joseph Kaminsky creyó haber destruido y que los herederos del infame Román Mejías habían conservado oculta por casi medio siglo, quizás conociendo el modo en que Mejías se había adueñado de ella. O no sabiéndolo. Pero soñando con obtener de ella muchos dólares.
Mientras se alejaba de la casa de Tamara, sintiendo la colisión de ideas que seguía produciéndose dentro de su pobre cabeza, Conde valoró con mucha seriedad si lo mejor no sería mandar toda aquella historia de un cuadro de Rembrandt y unos judíos blancos, negros y mulatos al mismísimo carajo y emborracharse hasta perder la conciencia.
Más fácil resultó para Mario Conde obviar las revelaciones recién destapadas y explicarle a Ricardo Kaminsky solo lo que debía decirle sobre la posible aunque muy dilatada recuperación del cuadro de Rembrandt y las intenciones futuras de su primo Elías, que sostener el diálogo hurtado durante días a su nieta Yadine.
Justo cuando su abuelo Ricardo volvía a decirle a Conde que él no tenía ningún derecho de propiedad sobre el cuadro y, por tanto, tampoco se sentía con derecho a aceptar ningún dinero enviado por Elías Kaminsky, la muchacha había salido al portal y, luego de saludarlo con frialdad, lanzado al aire el mensaje cifrado, en el mejor estilo Kaminsky.
—Abuelo, voy un rato hasta el Parque de Reyes.
Y salió hacia el punto donde por última vez se había encontrado con el detective que no era tal. Conde se reafirmó en la dificultad de la conversación cuando vio alejarse a la joven, ahora desprovista de sus atuendos emos y peinada con una cola de caballo que le caía sobre la parte posterior del cuello.
—Nos tiene preocupados esta niña —dijo Ricardo Kaminsky cuando ella no podía escucharlo.
—Los muchachos de ahora… —comentó Conde para no comprometerse con nada.
—Hace días que casi ni come, ni se disfraza de emo… Creo que está deprimida de verdad.
—Qué pena…
Cuando llegó al parque, Conde la distinguió sentada en el mismo banco medio destartalado donde hablaran unos días antes. Al natural, Yadine era una muchacha de una belleza rotunda, en quien los aportes de las sangres diversas que corrían por sus venas habían conseguido el mejor equilibrio. Pero la tristeza desbordada marchitaba aquella palpitante hermosura.
—¿Ya no eres emo? —fue el saludo de Conde, a la espera de que se le iluminara el mejor camino por el cual moverse.
—Si Judy quería dejar de ser emo, ¿para qué yo voy a serlo?
—¿Estás segura que iba a salirse?
—Sí. Se lo dijo a todo el mundo…
—¿Y qué iba a ser entonces?
—Eso no se lo dijo a nadie. Judy podía ser tremendamente misteriosa… Cuando quería serlo.
Entonces Yadine se vino abajo. Empezó a llorar, con unos sollozos entrecortados y profundos, mientras sus lagrimales vertían dos chorros caudalosos.
—Ya lo creo. Más misteriosa de la cuenta —todavía se atrevió a decir el ex policía, capaz de soltar cualquier tontería cuando se sentía desarmado. ¿Sabía Judy algo de la fuente de la que brotarían los muchos dólares que esperaba su padre? Se interrogó otra vez, movido por sus intenciones de preguntárselo a Yadine, pero decidió no hacerlo: en cualquier caso lo que supiera Judy no decidía nada, y él no iba a comentarle a Yadine los detalles de aquella otra historia sórdida. Además, el llanto de la muchacha lo estaba afectando tanto que sintió la posibilidad de que él mismo se le uniera para formar un extraño coro de plañideros.
Conde encendió un cigarro para buscar calma y dar tiempo a que la joven se recuperara.
—No la buscaste bien… —lo acusó ella, aún entre sollozos, mientras con las manos se limpiaba el rostro.
—Hice lo que pude —se defendió, aunque sin esgrimir su mejor razón: Judy estaba muerta cuando él comenzó a indagar por ella.
—Pero la mataron, chico, la mataron…
Y volvió a sollozar.
—La policía no sabe…
—La policía no sabe nada… Ella no se suicidó, seguro que no.
Conde dudaba si decantarse por tratar de consolar a la muchacha o explicarle lo que él mismo pensaba, decirle lo que conocía y creía sobre la muerte de su amiga, porque si de algo estaba convencido era de que Yadine debía de ser la persona en el mundo que más sentía la muerte de Judy. Porque no solo la amaba y había tenido la ocasión de expresar físicamente aquel amor: Yadine idolatraba a Judy. Y en aquel llanto, bien lo sabía Conde, no había una sola traza de sentimiento de culpa. Era solo dolor, puro y duro.
—¿Estás yendo a la escuela? —se procuró un resquicio por donde escapar.
La muchacha se iba recomponiendo y asintió.
—Sí, la semana que viene empiezan los exámenes…
—Dice tu abuelo que no estás comiendo casi nada.
Ella levantó los hombros e hizo un sollozo mudo. El hombre sintió que la muchacha le transfería su tristeza.
—Lo lamento, Yadine —dijo, después de lanzar lejos la colilla de su cigarro—. Me tengo que ir, porque…
Yadine lo miró con sus ojos enrojecidos y todavía más tristes.
—Todos se van…, a nadie le importa…, la mataron y a nadie le importa —dijo y otra vez comenzó a sollozar, a soltar más lágrimas, mientras se ponía de pie y miraba a Conde con una intención nítidamente acusadora—. A nadie le importa —volvió a decir y echó a correr en dirección a su casa, en la calle Zapotes, la misma a la que cincuenta años atrás llegaron sus bisabuelos Caridad Sotolongo y Joseph Kaminsky, acompañados del adolescente Ricardito, ya propietario de un apellido de judío polaco.
Mientras la veía alejarse, Conde sintió que le faltaba la respiración, que un nudo le subía a la garganta y las lágrimas le nublaban la mirada. Aunque no era su culpa, sentía el peso de la culpa, lo que también a él le tocaba de ella, en tanto parte del medio ambiente. «Lo último que me faltaba», pensó, mientras comenzaba a sufrir el acalambramiento de las nalgas por la falta de apoyo en que las dejaba la tablilla rota del único banco vivo del Parque de Reyes. Entonces pensó que el amor de Yadine y Judy había nacido marcado por la tragedia más clásica y patente: la de ser descendientes de unas familias de Montescos y Capuletos.
Definitivamente, Conde conocía un método mejor que la reflexión cuando necesitaba aclararse sus pensamientos y librarse de cargas espirituales pesadas. La fórmula resultaba sencilla y muchas veces le había demostrado su eficacia: dos botellas de ron, bocas y oídos propicios, y bastante conversación. Unos años antes de morir, su viejo amigo, el chino Juan Chión, le había enseñado que, en la juiciosa filosofía tao, aquellas sacudidas espirituales se solían llamar la limpieza del tsin[8].
Antes de entregarse a la necesaria ablución asiática, Conde se decidió a cumplir un último deber: llamó al mayor Manuel Palacios y le contó lo que sabía de la posible ruta de salida de un cuadro de Rembrandt de Cuba, quizás exportado por Alcides Torres. Si los superpolicías que se encargaban del caso del ex dirigente lograban sacarle algo a Alcides, pues mejor. Y si no lo conseguían, que se jodieran. Y salió a la calle.
Por supuesto, el portal de la casa del flaco Carlos, como casi siempre, resultó el sitio inmejorable para el lavado del tsin previsto. Aunque Conde llegó con cierto retraso, pues, de manera imprevista, el Bar de los Desesperaos había sido cerrado esa tarde ¡POR FUMIGACIÓN!, según el cartel rotulado por el arte de Gandinga, siempre amante de los signos de admiración. Conde imaginó que si el producto químico rociado en el local resultaba de veras eficaz, a la mañana siguiente sería posible encontrar allí cadáveres hasta de especies consideradas extinguidas hacía muchísimo tiempo. ¡Megaterios, por ejemplo! ¡Tiranosaurios, seguro! Y en los alrededores, como daño colateral, varios de los borrachitos del barrio a punto de perecer por deshidratación.
Esa noche Carlos y el Conejo parecían sedientos, pues reclamaron a Conde que sirviera con prisa del primer litro del etiquetado añejo blanco adquirido en pesos convertibles. Candito aceptó la lata de Tropicola que su amigo le había traído en virtud de su jubilación etílica.
Mientras calentaban los motores con el combustible propicio hablaron de la llamada de Elías Kaminsky, aunque Conde prefirió no revelar aún la extraordinaria conexión que había descubierto. Después de los primeros tragos, Conde al fin se enrumbó en su verdadero propósito y narró, con las interrupciones provocadas por las preguntas de Carlos, los últimos detalles conocidos sobre la desaparición y reaparición fatal de Judy Torres, que era la cuestión que más aguijoneaba a su conciencia.
Como no podía dejar de suceder, la noticia de que el padre de la muchacha estaba sometido a investigación policial se robó parte del interés de la audiencia, que en pleno odiaba con pasión a aquella raza de personajes tenebrosos, representantes de una resistente y endémica plaga nacional. ¡Y sin que supieran la mejor parte de la historia!
Candito el Rojo, más centrado que los demás, seguía pensando que la muchacha se había suicidado: lo pensaba desde que tuvo conocimiento de las confusiones mentales de las cuales era explosiva propietaria, y se lo confirmaba todo el ritual existente alrededor de su muerte. Carlos, por su parte, se debatía entre la salida suicida y la opción criminal, y suponía que el desvirgamiento de Judy mucho tenía que ver con cualquiera de las dos soluciones. El Conejo, en cambio, le dio más apoyo a la sospecha asesina del Conde y Yadine, aunque también pensaba que Judy había ido por voluntad propia hasta el sitio remoto donde la habían encontrado: allí se había drogado con su acompañante y, voluntaria o involuntariamente (voluntariamente, le recordó el Conde), había tenido relaciones sexuales con él, y luego…, ¿se había cortado los brazos o se los habían cortado? ¿Y por qué había otra sangre en su ropa? ¿Y de dónde había salido aquella droga extraña? ¿Y el dichoso dinero desaparecido?
Casi a la medianoche Conde tomó el camino hacia la casa de Tamara. A pesar de que apenas había bebido, se sentía borracho y frustrado, pues más que de certezas capaces de generar soluciones se había cargado de nuevas dudas. La conversación con Manolo y las de ese día con Elías y Yadine habían conseguido que la enrevesada historia de la muerte de Judy regresara con una presión avasalladora, definitivamente insoportable, y Conde tuvo la convicción de que aquella insistencia obsesiva solo se aliviaría con una respuesta categórica. Pero dónde coño y cómo carajo voy a encontrarla, se dijo y, gracias a que llevaba el tino alterado por el alcohol, falló el puntapié que le lanzó al mojón de granito que identificaba las calles y cayó de culo en la acera, desde donde descubrió, jubiloso, el enorme tamaño que exhibía la luna.
Como un ladrón entró en casa de la mujer con la que alguna vez pretendía casarse y, para no interrumpirle el sueño, decidió acostarse en el sofá del salón. Se desvistió y, nada más poner el cuerpo en posición horizontal, un súbito y sorpresivo mareo lo obligó a levantarse. Alarmado por aquella reacción, trató de pensar: ¿cómo es posible que esté tan borracho con tan poco ron? ¿Tan viejo me estoy poniendo? ¿Será verdad que soy alcohólico? No, no… Cuando el cerebro detuvo su marcha circular, fue al baño y metió la cabeza en el chorro de la ducha y, con la toalla convertida en un turbante de hindú aspirante a la beatitud del nirvana, caminó hacia la cocina donde puso la cafetera sobre la hornilla.
Con un vaso mediado de café regresó al salón. Mientras bebía la infusión sintió cómo el sueño lo abandonaba y la bruma de su mente se comenzaba a despejar, como un cielo después de la lluvia. ¿Estaba borracho y ya no lo estoy? Encendió un cigarro y, cuando fue en busca de un cenicero, lo vio. Allí, entre otros discos, estaba el DVD con la copia de Blade Runner que perteneciera a Judy. Como no tenía nada mejor que hacer, activó el reproductor y colocó el disco, para luego encender el televisor.
Sentado en su butacón preferido, comenzó a mirar la película sin verla. A medida que avanzaba la trama y su cerebro se asentaba más y mejor, volvió a concentrarse en el relato. Aquella fábula futurista le comunicaba algo recóndito, más aún, íntimo. Su simpatía por los replicantes y por su exigencia desesperada de tener el derecho de vivir resultó esta vez más dramática y visceral, quizás por los efectos remanentes del alcohol, o tal vez solo porque aquel drama lo estaba preparando para comunicarle algo todavía imprecisable. Hacia el final de la cinta, cuando el cazador de replicantes y el último ejemplar de aquellas criaturas condenadas tienen su duelo agónico y sangriento, Conde se sintió al borde del llanto. ¿Ahora todo le daba ganas de llorar? La figura épica y de piel muy blanca del engendro humanoide, tan perfecto y potente, se le convirtió en una imagen familiar, casi conocida, mientras el replicante agotaba la cuenta regresiva marcada en sus mecanismos vitales, programados con alevosía por su creador.
Cinco horas después, cuando apenas comenzaba a clarear, Conde abrió los ojos y, desde el sofá donde se había rendido, los clavó en el techo del salón. La fuerza explosiva de una convicción, nacida en algún recodo en vigilia de su cerebro, lo había sacado del sueño con un empujón y hasta varias patadas. Ahora Mario Conde sabía dónde buscar el misterio de la muerte de Judith Torres. Y sabía, además, que sus premoniciones habían cambiado intempestivamente su modo de reflejarse: en lugar del dolor en el pecho, justo debajo de la tetilla izquierda, ahora se manifestaban como un mareo similar al que pudiera ser provocado por una vulgar borrachera. Nada cambia para mejor, pensó.
Oprimió el botón del intercomunicador y se volvió para observar la expresión de su ex colega Manuel Palacios. El policía miraba arrobado la mansión, a la cual unos miles de dólares bien colocados habían devuelto el que debió de haber sido su esplendor original. Por cada poro del agente, en lugar del sudor extraído por el calor de julio, brotaba envidia líquida ante la magnificencia y la sensación de paz y bienestar que exhalaba la morada, en medio de una ciudad cada vez más sucia y bulliciosa.
Para Conde había resultado difícil hacer que Manolo lo escuchara y, luego, muy fácil conseguir que lo acompañara hasta allí. A primera hora de la mañana, cuando se presentó en la Central de Investigaciones y requirió al mayor Palacios, Manolo le dijo por el teléfono interno que estaba en una reunión y no podía atenderlo. Conde, en voz baja, para no hacer partícipe del diálogo a la sargento que hacía las veces de recepcionista, le dijo que se dejara de comer mierda y bajara dos minutos: si no le interesaba lo que le iba a decir, entonces él, Mario Conde, se olvidaba de todo y se iba al carajo y para siempre. Manolo, luego de un silencio, le pidió que lo esperara bajo el laurel de la calle. En diez minutos bajaría.
El policía vestía su uniforme con grados y usaba la cara de agobio que en los últimos años casi siempre lo acompañaba.
—¿Qué? —lo atacó Conde—. ¿No quieres que allá dentro te vean hablando conmigo?
—Vete a cagar, Conde. No tengo tiempo para estar…
—Pues saca tiempo —lo interrumpió el otro—. Porque estoy más que seguro de saber quién estuvo con Judy el día que se murió… o la mataron.
Manolo había mirado a su ex colega con la intensidad y bizquera habitual. Conocía demasiado al Conde para saber que no jugaba con las cosas que en realidad le importaban.
—¿De qué estás hablando? —Manolo comenzó a ablandarse—. ¿Tiene algo que ver con lo del cuadro de Rembrandt que me dijiste ayer?
—No, no creo que una cosa tenga que ver con la otra… Pero antes de seguir, quiero decirte algo… Manolo, eres un bizco hijo de puta. Me llamaste hace dos días y me contaste lo que pasaba y no pasaba en el caso de Judy para…
—Para que te metieras en él sin decirte que te metieras. Y te metiste… Bueno, sí, soy un poco hijo de puta. Y como me lo preguntaste el otro día, quiero decirte que esa fue una de las cosas que aprendí a hacer contigo… ¿Sirvió para algo?
—Creo que sí —admitió el otro y le contó su premonición.
A partir de ese instante empezó la parte fácil del trámite. Y por eso, una hora más tarde, un Manuel Palacios sudoroso estaba junto a Conde cuando la voz metálica del intercomunicador preguntó por la identidad del visitante. Y fue Manolo quien respondió.
—Es la policía. Abran ya…
Las palabras funcionaron como ensalmo de encantador y el sonido eléctrico de la cerradura abierta por control remoto casi se montó sobre la exigencia final de Manolo. Mientras, en el portal, se hacía visible la figura de Frau Bertha junto a la puerta de sólidas maderas de la mansión deslumbrante.
Manolo, decidido a tomar el mando, se acercó a la mujer y le mostró su credencial.
—Buenos días. Venimos a hablar con Yovany González.
El rostro germánico de la mujer tenía un tono casi escarlata.
—¿Qué hizo ahora?
—Estamos averiguándolo —se limitó a decir Manolo.
—¿Y este señor es policía o no es policía? —preguntó la criada de lujo señalando a Conde.
—No, Frau Bertha…, fui, ya se lo dije —le recordó el Conde.
—¿Frau Bertha? —La mujer no entendía nada, pero prefirió no intentar la comprensión—. Ese muchacho siempre metido en líos… Voy a buscarlo. Siéntense.
Si el exterior de la morada había hecho sudar al mayor Palacios, el interior, a pesar del empeño ciclónico de los ventiladores de techo, estuvo a punto de derretirlo.
—¿Cuánto dinero hay en esas paredes, Conde? —preguntó observando las obras de arte que lo rodeaban.
—Unos cientos de miles, diría yo… Menos que mucho… —agregó.
—¿Y de verdad tú crees que este muchacho…? ¿Viviendo en esta casa? ¿Qué es lo que le hacía falta…?
—Los misterios del alma humana, Manolo. Por cierto, déjame tratar de ser yo quien los devele…
Manolo, que adoraba interrogar sospechosos, aceptó de mal grado, quizás convencido de que no tenía el suficiente dominio del territorio por el cual debía moverse la conversación.
Yovany, con su bistec de pelo claro caído sobre el ojo derecho, los observó desde el umbral del comedor. Estaba descalzo y vestía un short florido y una camiseta malva. En el cuello, como un artilugio de torturas postmodernas, llevaba prendido unos auriculares con orejeras mullidas. La presencia de un oficial de policía uniformado y graduado contribuyó a acentuar su palidez, si es que aquella degradación cromática resultaba posible. «Parece un cabrón replicante», pensó Conde y esperó a que se acercara.
—Tenemos que hablar contigo, Yovany…, y si tu madre no está, preferimos que la señora esté presente —dijo y le señaló un asiento a Frau Bertha, quien los observaba desde una respetuosa pero interesada distancia.
—¿Qué pasó ahora? —preguntó el muchacho.
Conde esperó a que la criada, sin duda violando órdenes de los propietarios, ocupara un asiento en la sala.
—Vamos a dejar claro que esto es solo una conversación, ¿eh…? Bueno, hay algo que quiero preguntarte desde hace días —comenzó Conde—. ¿Tu padre se llama Abilio González?
Al oír la pregunta los rostros y los colores de Yovany y la presunta institutriz alemana recuperaron sus equilibrios alterados.
—¿Para eso vino a verme? ¿Qué pasó con el puro? —preguntó Yovany, ya con una pequeña sonrisa en sus labios.
—No me respondiste… ¿Se llama Abilio González Mastreta?
—Sí…, así se llama. ¿Se murió?
—¡Lo sabía, coño! ¡No, qué se va a morir! —exclamó Conde, con júbilo de victoria. Yovany sonrió, distendido, Frau Bertha se acomodó en el butacón prohibido y Manolo miró a Conde como se contempla a un loco o a un niño, e incluso bizqueó cuando el otro se dirigió a él, exaltado—. ¡Pero todos los días lo compruebo, coño: el mundo es un pañuelo! ¡Yovany es el hijo de Abilio el Cao! —Y dirigiéndose al muchacho—: Tu padre fue compañero mío en la primaria… Le decíamos el Cao, por lo blanco y lo pesao que era… Deja que el Conejo se entere, no se lo va a creer.
Todos sonrieron, incluso el mayor Palacios, acostumbrado a ser testigo de los métodos del hombre que tanto lo había ayudado a entender lo que poco antes calificara como «misterios del alma humana».
—Bueno, Yovany. —Conde retomó la palabra, sin dejar de sonreír—. Se terminó la parte buena de la fiesta. Ahora vamos a recoger la mierda… —Su tono cambió de modo imperceptible cuando preguntó—: ¿Por qué no nos cuentas ahora lo que pasó en esa finca del Cotorro la noche en que murió Judy Torres?
Frau Bertha enarcó las cejas y Yovany recuperó su máxima palidez. Casi la blanca palidez funeraria que cantaban Cristina y los Stops.
Conde, sin pedir permiso, extrajo un cigarro y le dio fuego. Parecía distendido.
—A ver, para ayudarte a pensar y decidirte… Tenemos el ADN de una sangre que estaba en la ropa de Judy. Con hacerte la prueba a ti, en cuatro horas… —miró a Manolo, que intervino.
—En una hora… —lo rectificó el uniformado, mintiendo con descaro.
—En una hora podemos saber si esa sangre es tuya… Así que…, ¿podemos ir adelantando el trámite y nos cuentas?
Con gesto mecánico Yovany se quitó los auriculares del cuello y los colocó a su lado, en el sofá. Las manos le temblaban cuando trató de acomodar tras la oreja la cortina de pelo caída sobre la cara.
—¿No tiene que estar la mamá de Yovany…? —comenzó a preguntar Frau Bertha y Conde no la dejó terminar.
—Sería bueno…, pero como hace dos meses Yovany cumplió los dieciocho años… Ya es un hombre, responsable para la justicia. ¿Qué nos dices, Yovany?
El muchacho miró a Conde con una imprevista actitud de desafío.
—Yo no sé de qué me estás hablando…
Conde lo escuchó y sintió una ráfaga de temor. ¿Se habría equivocado en sus conjeturas? ¿Lo de la prueba de ADN no era suficiente? Solo había un modo de saberlo. Apretando tuercas.
—Tú lo sabes requetebién, muchacho… Esa cicatriz que tienes en el brazo izquierdo y trataste de esconderme el otro día… Estoy seguro de que de ahí salió la sangre que estaba en la ropa de Judy… —dijo Conde y pudo leer en la expresión del joven que había tocado una herida abierta. Decidió lanzarse al vacío, confiado en caer de pie—. Y estoy seguro de que con el dinero que le robas a tu madre y el que de vez en cuando te manda tu padre compraste la droga que Judy y tú se metieron esa noche, la droga que los volvió locos, la que te impulsó primero a violar a Judy y, cuando te diste cuenta del rollo en que te habías metido, o ella te hizo darte cuenta, le propusiste que se cortaran los brazos para sellar un pacto de emos o qué coño sé yo, da lo mismo, y te cortaste tú primero, pero sabiendo bien lo que hacías, porque ya lo habías hecho otras veces. Y entonces la cortaste a ella. Pero la cortaste de verdad, abriéndole las venas… Y cuando creías que estaba por morirse, la tiraste en el pozo que por coincidencia estaba allí. O no por coincidencia, como nos vas a decir cuando nos cuentes tú mismo la historia y nos digas por qué fueron hasta ese lugar, aunque ya me lo imagino… Fueron hasta allí porque estabas muy, muy cabrón con Judy, porque Judy, nada más y nada menos que Judy, la que te hizo emo y te metió en la cabeza todas esas ideas de los nirvanas, el dolor, el odio al cuerpo, la libertad a toda costa, esa misma Judy…, quería dejar de ser emo.
Frau Bertha se había comenzado a deslizar por el butacón de piel auténtica, con el riesgo de que, en cualquier momento, pudiera caer de culo en el piso de impolutas losas de mármol. Yovany, por su lado, parecía haberse consumido en unos pocos minutos, luego de ser desnudado de su prepotencia y seguridad. Conde lo observaba y, sin poder evitarlo, sintió cómo lo invadía la desazón habitual que solía embargarlo en aquellos casos. Aquel muchacho, que había tenido todas las posibilidades y más, que había gozado en su juventud de privilegios y lujos que la mayoría de sus congéneres ni siquiera sabían de su existencia —y que Conde y su propio padre, Abilio el Cao, jamás habrían ni soñado en sus tiempos de escolares condenados a arrastrar un solo par de zapatos durante todo un año—, ese muchacho enrolado en una cruzada tribal libertaria, había jodido su vida. Para siempre. «Los caminos de la redención y la libertad suelen ser así de arduos», pensó Conde.
—Yo la tiré en el pozo…, pero ella se cortó sola. Y no la violé, nos acostamos porque sí, porque pasó… —Manolo, que se había colocado en el borde de su asiento, decidió que había llegado su turno.
—Pero le diste la droga…
—Tampoco… Se la había vendido el italiano amigo de ella… Bocelli… Fue idea de Judy que nos fuéramos para esa finca. Ella había estado una vez allí, en una excursión de esas de niños exploradores y habían encontrado el pozo… Le gustaba ese lugar, no sé por qué, si era un herbazal como otro cualquiera. Cosas de Judy… Cuando estábamos allí nos tomamos las pastillas esas y… ahí se jodió todo. Perdimos el control, nos fuimos de órbita… Nos acostamos, hablamos de cortarnos, de otras vidas y toda esa mierda. Entonces me dijo que iba a dejar los emos, porque había descubierto otra espiritualidad. Había descubierto que Dios no estaba muerto, o que había resucitado, no sé bien, pero que existía. ¡Que Dios existía…! Y como prueba, me retó a cortarme el brazo. Ella tenía el bisturí, andaba con él… Yo estaba tan volao con las pastillas que me corté comoquiera… Pero ella se cortó de verdad, se abrió las venas de arriba abajo. Judy estaba loca, quería matarse, quería ver a Dios… Esa era su manera de dejar de ser emo…
—Pero cuando la tiraste en el pozo estaba viva…
—Yo creí que estaba muerta, se lo juro… Soltaba sangre como una loca, no se movía… ¿Y qué iba a hacer? ¿Dejarla ahí para que se la comieran los perros y las tiñosas?
—Para qué carajo quieres tu celular. Podías haber llamado a la policía. Hubiera sido más fácil creerte en ese momento que ahora.
—¡Pero me tienen que creer, coño! ¡En ese campo de mierda los celulares no tienen cobertura! ¡Judy estaba loca, a mil con la droga, se cortó ella misma! No sé si se le fue la mano o si quería joderse bien jodía…
Yovany vociferaba y lloraba.
—Quisiera creerte, pero, chico, no puedo —dijo Manolo, en voz baja, como si estuviera hablando de cuestiones intrascendentes—. Yo creo que además te robaste los quinientos dólares de Judy. ¿No la mataste por eso?
—Que no, que no… Le quedaban trescientos cuarenta, lo otro se lo había gastado en las drogas. Tengo ese dinero guardado allá arriba, ni lo he tocado. Lo metí dentro del libro que ella llevaba.
Conde recordó aquel dato extraviado: Alma le había dicho que al despedirse de ella, el último día que la vio, Judy llevaba un libro.
—¿Qué libro era? —quiso saber, tal vez para cerrar el círculo de la comprensión de Judy Torres.
—El Purgatorio, de Dante.
Conde meditó un segundo: ni el tal Cioran postevolucionista, ni las lecciones de Buda y menos todavía Nietzsche. Tampoco El Infierno o El Paraíso, sino El Purgatorio, quizás porque aquel era el paraje adonde pensaba dirigirse. No, no era posible cerrar el círculo alrededor de Judy: siempre se le escapaba por algún resquicio. Pero Yovany no se le escurriría a Manolo.
—No estabas tan loco si recogiste el dinero y si para tener sexo con ella te pusiste el preservativo antes de…
—¡Siempre me lo pongo! ¡Siempre! ¡Aunque esté borracho o volao me lo pongo! ¡Tienen que creerme! ¡Allá arriba está todo el dinero!
Manolo negaba con la cabeza. Conde estaba por creerle. Pero ya aquella historia, que él había atrapado cuando parecía desvanecerse, había volado de sus manos. Tanto pensar, buscar, soñar con la libertad para terminar uno en la cárcel y otra desangrada en el fondo de un pozo y vagando por el Purgatorio en busca de Dios. Qué desastre.
—Yovany —Conde regresó al diálogo—, ¿Judy te habló de un negocio grande que quería hacer su padre?
—Sí…, en Venezuela.
—¿Y ella sabía con qué iba a negociar?
—¿Con televisores y computadoras y eso, no?
—¿No te habló nunca de un cuadro muy valioso?
Yovany hizo un puchero, ya incapaz de resistir más la afluencia del llanto.
—No, no, no me habló de ningún cuadro y yo no la corté, yo no la corté…
Yovany había empezado a llorar, como el niño que en realidad todavía era. Más que el llanto de una mujer, al ex policía lo afectaban las lágrimas y los sollozos de un hombre. Se imaginó a Yovany en una cárcel. Los cerdos se darían banquete con aquella pálida margarita. Entonces notó que se sentía enfermo, atrapado por un vértigo revulsivo, como si la borrachera de premonición de la noche anterior regresara a su cabeza y su estómago para cobrarle sus infinitos excesos. El vómito de café, alcohol y tristeza formó una estrella oscura e irregular sobre el piso de brillantes losas de mármol.