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La Habana, julio de 2008

LA invencible vocación por la nostalgia había sido quien decretara la elección: casi sin pensarlo había escogido el punto donde el Paseo del Prado se deshace, como una flor mustia, tras su encontronazo con la siempre agresiva intemperie del Malecón. Veinte años atrás, Mario Conde, todavía teniente investigador, se había citado en aquel cruce de caminos con el teatrista Alberto Marqués para emprender un recorrido alucinante por la noche homosexual habanera, una ronda nocturna que lo desbordaría de revelaciones sobre las estrategias de supervivencia y reafirmación de aquellos individuos preteridos, más aún, marginados y en ocasiones hasta condenados[7]. Aquella jornada había marcado una muesca endeleble en su memoria que, por generación espontánea, le había compulsado a pactar allí el nuevo encuentro.

Mientras esperaba la llegada del mayor Manuel Palacios, Conde se impuso no entregarse a las elucubraciones. El hecho de que, tras cinco días de silencio, su ex compañero lo llamara y le propusiera tomarse unas cervezas, podía tener demasiados vericuetos como para adelantarse a transitarlos. Lo que en cualquier caso había quedado claro en la conversación telefónica sostenida unas horas antes era que, seis días después de haber encontrado el cadáver de Judith Torres, los policías seguían siendo incapaces de dar una respuesta definitiva a las circunstancias en que había muerto la muchacha.

Con el paso de aquellos mismos días, el ánimo del Conde había conseguido una relativa recuperación. La orden policial de mantenerse al margen del caso de Judith Torres, sumada a su decisión personal de tratar de olvidar aquella historia lamentable, se había combinado con la favorable coyuntura de que, en lugar de tomarse las vacaciones planificadas (que en su caso consistía en el más compacto posible dolce far niente), se hubiera visto obligado a trabajar y concentrarse en temas menos dolorosos. Porque el Diplomático amigo de Yoyi, puesto al tanto de que la biblioteca del ex dirigente aún guardaba jugosas maravillas, les había pedido un listado de obras que el viejo estuviera dispuesto a vender y de precios estimados. Como era de esperar, Yoyi le había encomendado aquella engorrosa pero salvadora misión, que le había exigido mantener alertas sus cinco sentidos. Además, Conde se había prohibido de modo terminante otros regodeos malsanos que pasaron por su mente: el de asistir al funeral de Judy o el de sostener un último diálogo con la seguramente desconsolada Yadine, por lo que decidió incluso posponer de forma indefinida el momento de pasarle a Ricardo Kaminsky el recado de su pariente Elías sobre el litigio por el cuadro.

Para intentar sostener el propósito de no anticiparse a lo que de cualquier modo iba a saber (o no) gracias a la conversación con Manolo, Conde se dedicó a observar el ambiente y a tratar de establecer, en este retorno, cuánto había cambiado el panorama desde aquella lejana noche del gay saber. Los restos del viejo frontón vasco habían desaparecido y en su sitio no había crecido el hotel que, por años, prometiera una valla publicitaria; la plazoleta de la vieja fortaleza de La Punta, abocada a la entrada de la bahía, había sido restaurada y ahora aparecía ocupada por una estatua de Francisco Miranda. En los bajos del edificio triangular de la esquina de Prado y la abominable Calzada de San Lázaro había nacido un bar sobre el cual el Conde, gracias a los dólares ganados en días recientes, había puesto su mira. El resto de los elementos seguían encallados en el tiempo, con sus dramáticas advertencias: allí estaba el mismo modelo de mariconcito predador en busca de presas —que ni miró a Conde—, sobrevivían los falsos laureles marcados por el salitre y el viento marino, los edificios en trámite de muerte o ya definitivamente difuntos, los restos de la vieja cárcel habanera y el enigma insoluble del busto dedicado al poeta Juan Clemente Zenea, en cuyo rostro de bronce su artífice había tratado de expresar la tragedia sin salida de un bardo capaz de hacerse depositario de todos los odios: acusado de traidor, tanto por los independentistas cubanos como por las autoridades coloniales españolas, aquel ser etéreo había confundido sus posibilidades, atreviéndose a jugar sus cartas en el territorio de la política, para terminar fusilado en los fosos de la fortaleza de la Cabaña, visible al otro lado de la bahía.

El sol comenzaba su descenso final cuando el mayor Palacios bajó del auto y se acercó a Conde. Ya mentalizado con la invitación a beber unas cervezas, Manolo se había despojado de la chaquetilla del uniforme y llevaba un pulóver desmangado, muy trajinado, que lo hacía parecer el adefesio físico que era.

—¿Qué hubo, compadre? —fue su saludo, con la mano extendida.

—Pobre tipo —dijo el otro señalando el busto de Zenea—. Se creyó que podía pensar con su propia cabeza y que los poetas pueden jugar a la política. Le costó bien caro. Dijeron horrores de él y después le dedicaron un busto. Qué país de mierda…

—Bueno, veo que hoy estás contento y hasta patriótico.

—Sí, por suerte… Cuando estoy cabrón, pienso que es un país de mierda y media. Dale, vamos a sentarnos ahí enfrente.

Ocuparon la mesa más apartada, en el ala del portal asomada al Prado, por donde corría con más libertad la escasa brisa salida del mar. Pidieron cervezas y, para picar, unas supuestas croquetas de pollo que, al menos, resultaron comestibles.

—Se ve que tienes plata… —dijo Manolo mientras rellenaba el vaso con la cerveza clara.

—No mucha… —dijo Conde, que se avergonzaba del hecho de tener dinero casi tanto como de la más frecuente situación de no tenerlo.

—De todas formas no me borres de tu testamento.

—No, eso nunca. —Conde sonrió y bebió de su vaso, para, de inmediato, empujar al otro—. ¿Entonces?

Manolo suspiró.

—El forense descubrió que Judy había tenido relaciones sexuales, a lo mejor poco antes de morir. En la vagina tenía rastros del lubricante de un tipo de preservativo que se vende en Cuba.

—¿Y qué más?

—Pues más nada. No hay signos de violencia, como si hubiera sido consensual… Al fin y al cabo están en las mismas…

—¿Y me llamaste para decirme eso?

Manolo miró hacia el busto de Zenea, como si no se decidiera a hablar.

—Bueno, no tanto como en las mismas… Bocelli volvió a Cuba hace tres días…

—¿Qué tú dices? —El asombro del Conde fue mayúsculo y de altos decibeles.

—Había ido a México por unos negocios y regresó… Lo retuvieron en el aeropuerto cuando llegó. —Manolo hizo una pausa y se bebió hasta el fondo la cerveza, con más sed que deseos de paladearla. Con un gesto pidió otra—. Te podrás imaginar la cagazón que se armó. Embajador, cónsul italiano, y la madre que lo parió metidos en el potaje… Pero el tipo accedió a que le hicieran la prueba del ADN…

—¿Entonces estaba limpio? —Conde preguntó anticipándose a la respuesta previsible.

—Ahorita llegó el resultado del laboratorio. La sangre que estaba en la ropa de Judy no era suya… Parece que el tipo está limpio.

—Pero eso no quiere decir que no haya sido él quien tuvo sexo con ella. —Conde trató de avanzar un poco en la oscuridad.

—Eso no tenemos cómo probarlo, acuérdate de que usaron condón. Nada, tuvimos que soltarlo. Mañana se va de Cuba…, dice que no vuelve más.

—Mejor —dijo Conde—. No creo que vayamos a extrañarlo mucho.

Conde miró hacia la calle, donde, de un golpe, la noche se había establecido. La cancelación de aquella posible pista no dejaba la investigación ni siquiera en las mismas, sino más atrás. Definitivamente todo lo relacionado con Judy resultaba complicado.

—Hay más… Los del laboratorio por fin establecieron que una sustancia que Judy tenía en el organismo era un alucinógeno.

—¿Qué droga era?

—Ese es el problema…, no lo saben a ciencia cierta. Es una sustancia extraña, no una droga común por aquí.

—¿De qué coño estás hablando?

—De lo que estás oyendo: había consumido una droga parecida al éxtasis, pero que no es común entre los que se meten esas cosas aquí en Cuba. Es como un éxtasis elevado al cuadrado, con más mierda química.

—Está cabrón…

Conde se rascó los brazos, como si él mismo sufriera un clásico síndrome de abstinencia.

—Y la última: ayer metieron preso al padre de la muchacha, tu amigo Alcides Torres —soltó Manolo como si hablase del calor del verano.

—¡Pero, Manolo, cojones! ¿Por qué no lo dices todo de una cabrona vez?

—Porque no puedo… Nada más tengo una boca. Y me la van a coser si se enteran de que te he contado todo esto…

—¿Qué pasó con el tipo?

—Está en investigaciones. Aunque seguro que tiene mierda hasta en el pelo…

Conde no se sintió mezquino: se alegraba real y profundamente con aquel acto de justicia histórica. Por una vez, un hijo de puta pagaba algunas de sus culpas. Y trató de imaginar cuál habría sido la reacción de Judy si hubiera podido conocer el final previsible de la carrera de su padre.

—Judy sabía que Alcides estaba en un negocio que podía dejarle muchos dólares.

—Con lo que mandaban de Venezuela no creo que pudieran hacerse millonarios —aseguró Manolo, con el entrecejo arrugado y la bizquera en su máxima expresión—. Pero sacaban una buena tajada…

—Pues entonces el tipo estaba en otra cosa y no en los negocios que ustedes se imaginan… En otra cosa que le daría muchos dólares.

—¿Qué coño podría ser? —Manolo había mordido el anzuelo de la intriga—. ¿Cuánto es muchos dólares?

—Ese es el problema… ¿Cuánto es mucho? Más de los que tengo yo, seguro… Coméntaselo a tus amigos, a ver si lo averiguan —dijo Conde, satisfecho de poner más leña en el fuego donde ya estaban calentando a Alcides Torres—. ¿Y qué viene ahora?

—Pues más nada. Ahora sí se acabaron las noticias.

—¿Y la investigación de la muerte de Judy?

Manolo alzó los hombros, como si quisiera alcanzar sus grados de mayor y no los encontrara.

—Va a seguir abierta, pero…

—¿No hay más pistas?

—No. El ADN dice que la sangre que estaba en la ropa de Judy es de un hombre, menor de cincuenta años, blanco… Con eso no se puede ir a ningún lado.

—A menos que sepan por dónde ir.

Manolo detuvo en el aire el gesto de lanzarse una croqueta a la boca y miró a Conde. Otra vez sus ojos soltaron amarras en busca del mejor acomodo junto al tabique nasal.

—¿De qué estás hablando, Conde?

—De nada. De buscar…

Manolo se tragó la croqueta casi sin masticar.

—Mira, lo que te dije el otro día sigue en pie. Tú no puedes meterte en esto. Si yo decidí contarte lo de Bocelli y decirte lo de la droga y las otras cosas y hasta lo de Alcides Torres, es porque creo que te lo debía, ¿sabes por qué?

Conde lo miró.

—¿Porque eres mi amigo? ¿Porque hace años fui tu jefe? ¿Porque soy más inteligente que tú?

—No…, porque te has portado bien. Es como un premio a la conducta.

Conde negó con la cabeza.

—Manolo, el caso de Judy está más muerto que ella. ¿Qué coño les importa a ustedes que investigue un poco por mi cuenta?

Ahora fue Manolo quien hizo un gesto de negación.

—Con Alcides Torres bajo investigación del equipo especial, la cosa cambia. Y mucho. Esas historias las están mirando desde allá arriba. —Y señaló hacia la planta alta del edificio, aunque ambos sabían que Manolo indicaba un punto mucho más elevado—. Así que mejor estate tranquilo. ¿Y si hay alguna relación entre lo del padre y la muerte de la chiquita?

Conde esta vez asintió. Luego de una pausa, se lanzó.

—Hace unos días me estaba acordando del mayor Rangel —comenzó, como distraído—. Creo que si resistí trabajar diez años como policía fue porque tuvimos un jefe como él. Con el Viejo Rangel, con el capitán Jorrín, hasta con el hijo de puta corrupto de Contreras aprendí algunas cosas… Una, que ser policía es un oficio de mierda. Y aunque tú eres tan policía, me imagino que estás de acuerdo en eso, ¿no? Otra, que esa mierda es tristemente necesaria. Sobre todo cuando pasan cosas como la muerte de Judy Torres… Porque si de algo estoy seguro es de que en la historia de esa muchacha hay algo que huele mal. Y seguro que tú también estás de acuerdo, ¿no? —Manolo no afirmó ni negó, y Conde continuó—. Un policía como el mayor Rangel, o como Jorrín, o como el Gordo Contreras nunca hubiera despreciado su olfato. ¿Qué aprendiste tú de esas gentes, Manolo?

Cuando se despidió de Manolo, en lugar de poner rumbo a alguna de sus guaridas habituales, Mario Conde se había sentido empujado a la vagancia sin rumbo que, él bien lo sabía, tenía un norte predeterminado. Echó a andar por el Malecón, en dirección a El Vedado, mientras dejaba que su cerebro se desbocara en las elucubraciones que antes había evitado. Ahora, conociendo que Bocelli, su más tenaz sospechoso de alguna relación turbia con Judy, no parecía estar conectado con el destino final de la muchacha, se había empeñado en reorganizar las pocas piezas sobrevivientes en su ajedrez mental, si quería, como pretendía otra vez y a pesar de las repetidas advertencias de Manolo, marcar un posible camino hacia el conocimiento de lo ocurrido en la finca de las afueras de la ciudad donde encontraron el cuerpo sexuado, drogado, mutilado y muerto de Judy.

El hecho ahora comprobado de que la joven había perdido su virginidad, al parecer unas horas antes de morir, la certeza de que en su ropa había sangre de un hombre blanco y joven, la evidencia de que había consumido drogas no habituales en la isla, la macabra evidencia de que había agonizado en el fondo del pozo, sumado a la imposibilidad de determinar si la contusión craneal descubierta se había producido con la caída o antes de ella, le daban forma a una premonición que se iba haciendo cada vez más punzante en el pecho del ex policía: alguien había ayudado a Judy a morir. Estaba seguro. Pero, y ahí radicaba la cuestión: ¿quién?, ¿por qué?

La distancia entre el cruce de Prado y Malecón y el nacimiento de la Avenida de los Presidentes se había esfumado bajo sus pies gracias a la meditación del Conde en aquellas realidades y posibilidades. Algo le parecía cada vez más incuestionable: Judy había ido por voluntad propia hasta el sitio apartado donde fue hallada. A menos que la droga consumida la hubiese dejado sin defensas. Esta última posibilidad implicaría la existencia de un automóvil y, tal vez, de dos personas para cargar con ella desde el camino hasta las cercanías del pozo. Pero aquella premeditación no encajaba con la chapucería criminal de dejar en el lugar unas ropas con la sangre —como era casi lógico colegir— de la persona o una de las personas que la habían conducido hasta aquel paraje. ¿O no estaría forzando, por puro empecinamiento, una información que indicaba solo hacia la comisión de un suicidio? ¿No había estado convencido de que Judy cargaba con todos los atributos mentales capaces de alimentar esa posibilidad? ¿Drogada hasta las cejas no se habría desnudado, dejado penetrar por la vagina, y luego cortado los brazos y lanzado al pozo? ¿La pérdida de la virginidad habría actuado como catalizador de sus actitudes? ¿La nota hallada en su ropa no podía leerse como una declaración de principios, o más bien de finales?

Cuando dejó Malecón y torció por G, Conde empezó a encontrar las avanzadas de exploradores juveniles retirados hacia aquellos confines oscuros, más propicios para los juegos sexuales a los que se daban con apetitos pantagruélicos. Cuando atravesó Línea y entró en los sitios de mayor concentración tribal, se preguntó qué era, en realidad, lo que buscaba allí. O lo que pretendía encontrar. Y no pudo darse respuesta, porque lo sorprendió otra pregunta artera: ¿por qué Manolo, luego de haberle prohibido y vuelto a prohibir cualquier intervención, le había lanzado aquellas carnadas de información? Algo sospechoso había en aquel cambio de política nunca anunciado como tal.

El calor y la oscuridad parecían haberse combinado esa noche para sacar a la superficie y hacer visibles a cientos de aquellos jóvenes que se exhibían como especímenes de catálogo. Conde se sintió compulsado a recordar los carnavales de su niñez, todavía auténticos, para los que las personas escogían de manera voluntaria y jubilosa disfraces ridículos, compraban máscaras grotescas, se maquillaban con exageración los rostros. Pero lo que en los carnavales se consumía con la terminación de la fiesta, en la mascarada juvenil callejera de los nuevos tiempos, implicaba una transfiguración más profunda, que desde la superficie bajaba hasta las profundidades mentales de aquellos muchachos empecinados en su perseguida singularidad. Aquel espectáculo era la realidad. Las actitudes de esos jóvenes encarnaban el presente, más aún, el futuro glorioso tantas veces prometido, que había terminado convirtiéndose en un carnaval sin fiesta, aunque con demasiadas máscaras. Un futuro triste, como un emo convencido de su militancia.

Con sus dudas y conclusiones a cuestas siguió el ascenso por uno de los laterales de la avenida y, desde la esquina de la calle 15, donde se solía asentar Emolandia, trató de encontrar algún rostro reconocible bajo los bistecs capilares, tras los atuendos negros, oculto por creyones y maquillajes oscuros. No distinguió a Yadine, que seguramente seguía de duelo por la muerte de la mujer que la volvía loooca; Frederic tampoco se veía por los alrededores, quizás porque se dedicaba en algún sitio menos visible a su desenfreno sexual; ni siquiera encontró a Yovany, el emo blanquísimo, tal vez porque recorría otros territorios indígenas en busca de hermanos extraviados. Pero allí seguían dos, tres decenas de adolescentes, emoataviados hasta los dientes, gozando de su pretendida depresión, soñando con nirvanas musicales y nirvanas religiosos, exhibiendo sus cuerpos agujereados sin piedad pero con gusto, sintiéndose parte de algo en lo que creían y les hacía sentirse libres… Y no entendió cómo era posible que Judy hubiera pensado en su desactivación de la militancia y menos aún entendió que él, Mario Conde, hubiese aceptado la exigencia de mantenerse al margen. Judy era un grito que clamaba por él desde el fondo de un pozo seco.