ASOMADO a la ventana encendió el cigarro y se dedicó a observar el panorama que se mostraba aséptico desde la perspectiva otorgada por la distancia y la altura. Vio la manta verde formada por el follaje del falso laurel y los gorriones que, en grupo o en solitario, entraban y salían de entre sus hojas. Miró a lontananza, más allá de las casas y edificios coronados de antenas, palomares y tendederas con sábanas casi transparentes de tan gastadas. Como años atrás, tuvo un vislumbre del mar, con toda seguridad reverberante y magnético bajo el sol de junio. Aunque el cuadro que se podía contemplar desde la ventana apenas había cambiado, Conde sabía que se trataba de una percepción engañosa. Todo se movía. A veces hacia un despeñadero: porque aquello también se perdería en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.
Manolo regresó a la oficina con una carpeta en la mano y una sombra de cansancio visceral en el rostro.
—Apaga el cabrón cigarro, ya sabes que aquí no se puede fumar.
—Vete a cagar, Manolo. Voy a seguir fumando —dijo Conde—. Y si quieres, méteme preso.
Manolo negó con la cabeza y ocupó su silla detrás del escritorio. Abrió la carpeta y sacó una foto que le extendió a Conde.
Junto al tronco rugoso de un árbol, sobre la hierba, enrollados de cualquier modo, estaban el pantalón y la blusa negras y, junto a ellos, lo que Conde pensó que serían los tubos de tela de rayas que los emos solían usar como mangas, y en los que era posible distinguir unas manchas más oscuras. ¿Escarlatas?
—Dame las otras —exigió Conde.
Manolo le pasó las dos cartulinas sensibles. En la primera apenas se veía un pasto hirsuto de malas hierbas, que se hundía y oscurecía en lo que resultó ser la boca de un pozo. En la tercera foto, sobre el mismo pasto de hierbajos, depositado en una manta de nailon, el cuerpo putrefacto, inflamado, carcomido por las hormigas y otros insectos de la persona que había sido Judith Torres. Después de observar unos minutos aquella imagen de la muerte, siempre en silencio, Conde dejó caer las tres fotos sobre la mesa. Se sentía inútil y frustrado.
—De verdad no se había ido a ninguna parte… O sí. ¡Me cago en la…! Cuéntame —le exigió entonces al mayor Palacios.
—Hace unos días un hombre que tiene unos sembrados en la zona estaba viendo unas auras. Buscó varias veces qué podía ser, pero no demasiado, pensando que sería algún animal muerto, pero no encontró nada.
—¿Dónde es eso?
—A la salida del Cotorro, como a dos kilómetros por la Carretera Central. En esa zona apenas vive gente…
—¿Cómo coño llegó esta chiquilla hasta allí? ¿Te fijaste que estaba desnuda pero con los Converse puestos?
Manolo asintió y extendió la mano sobre la mesa para sacar un cigarro de la cajetilla del Conde. Lo miró, no se decidió a encenderlo, y lo devolvió al estuche.
—Ayer por la tarde, cuando regresó del trabajo, el hombre volvió a buscar, porque estaba intrigado. Entonces dice que se acordó de que en el terreno había un pozo. Cuando se acercó le dio el olor a carne podrida… y encontró la ropa. Salió corriendo y llamó a la policía. Fue del carajo para poder sacarla. El pozo tiene como diez metros. Parece que lo cegaron hace muchos años…
—¿Qué dice la autopsia? ¿Encontraron rastros de droga?
—Todavía están trabajando con ella, mira cómo está el cadáver. —Manolo se decidió y le dio fuego al cigarro con el mechero oculto en una gaveta del buró—. Pero ya saben que murió por pérdida masiva de sangre.
—¿Por la caída?
—Sí y no. Cuando el cuerpo cayó en el pozo, la muchacha todavía estaba viva. Pero parece que ya había perdido mucha sangre. Tenía dos heridas longitudinales, una en cada brazo. Las que se hacen los suicidas de verdad. Y una contusión muy fuerte en la nuca, a lo mejor provocada por la caída en el pozo. Aunque pudiera ser premortem.
—¿Qué tiempo llevaba muerta?
—Entre doce y quince días. No va a ser fácil precisar más. En estos días ha hecho mucho calor, ha llovido varias veces, la temperatura en el fondo del pozo sube y baja más lento que en la superficie, el nivel de humedad…
—Hay algo que no cuadra —musitó el Conde, lamentando el mal estado físico de su cerebro—. ¿Se cortó y después se tiró de cabeza en ese pozo?
—Pudiera ser. Pero ahora están analizando todo lo que encontraron. Porque en la ropa de Judy hay dos tipos de sangre.
—¡Pero, cojones, Manolo…! —protestó Conde al escuchar la información capaz de mover las piezas que había ido colocando en su construcción mental.
—¡Te estoy diciendo las cosas, viejo! Una a la vez…
—Una es la sangre de ella. ¿Y la otra?
—De alguien que a lo mejor estuvo allí con ella, digo yo. Pero sabe Dios cómo llegó esa sangre a la ropa. Porque todavía sigue pareciendo más un suicidio.
—Pero estaba desnuda. ¿Por qué?… ¿Con qué se cortó los brazos?
—Con un bisturí… Lo buscaron hasta en el fondo del pozo y al final lo encontraron cerca de la ropa. Tiene rastros de sangre, pero ninguna huella dactilar. Si las tuvo, la lluvia lo limpió.
El cerebro del Conde chirriaba mientras trataba de encajar en sitios razonables cada evidencia.
—¿Qué más encontraron?
—Este papel.
Manolo abrió la carpeta y extrajo el sobre transparente donde había una media cuartilla de papel blanco, ya no tan blanco. Se lo extendió al Conde, que leyó: «En otro tiempo el alma miraba al cuerpo con desprecio: y ese desprecio era entonces lo más alto. El alma quería el cuerpo flaco, feo, famélico. Así pensaba en escabullirse del cuerpo y de la tierra».
—Así le habló Zaratustra… Pero no sé si es una nota suicida… A cada rato escribía cosas así, las copiaba de los libros.
—Estaba en un bolsillo del pantalón, junto con el carné de identidad, en un sobre plástico. Pero no había ni dinero ni nada más…
—¿No había dinero?
—No, seguro. Como el hombre que encontró la ropa vio que estaba manchada de sangre, no la tocó.
—Ella le había robado un dinero a la abuela. Como quinientos dólares.
—Eso no lo saben los investigadores. Nadie les dijo nada…
—Pues es una pista.
—Sí, el dinero. —Manolo anotaba algo en su desarrapada libreta.
Conde, por su lado, trataba de asimilar aquella información y de casarla con la que ya había acumulado.
—¿Cuánto tiempo necesita ahora el laboratorio para hacer la prueba de ADN?
—Cinco días.
—¿Cómo coño cinco días, Manolo?
—Oye, que esto no es CSI, esto es Cuba y es la realidad… Además, cuando tú eras policía, ni siquiera había pruebas de ADN y también se resolvían los casos. Mientras llegan los resultados, van a seguir trabajando… Pero aquí no hay bancos de ADN, así que no va a servirnos de mucho la prueba de la otra sangre. A menos que la contrastemos con la de algún sospechoso y coincida.
Conde asintió de mala gana.
—¿No es posible encontrar huellas digitales ni de pisadas ni rastros de sangre?
—Ya te dije que son muchos días y los aguaceros se lo llevaron todo. Ni siquiera se puede saber el tiempo que lleva muerta.
Conde recuperó la cajetilla de cigarros, le dio fuego a otro canuto y volvió a mirar por la ventana.
—Ojalá se hubiera montado en una balsa… A lo mejor no estaría muerta… Pero en todo esto hay algo que huele mal.
—¿Tú crees que alguien le cortó los brazos, después la desvistió y la tiró en el pozo? ¿Que ese mismo alguien cogió el dinero, si es que lo llevaba ese día, pero dejó la ropa manchada, quizás hasta con su propia sangre, y con el carné de identidad de Judy?
—Es algo que estoy pensando, sí.
—¿Pero quién puede montar todo ese cuadro y a la vez hacer la chapucería de no llevarse la ropa, el carné, el bisturí?
—Alguien que casi se volvió loco cuando pasó lo que pasó. Alguien que a lo mejor no quería matarla pero la mató… No sé… Hace falta que los forenses verifiquen si de verdad Judy era virgen o si había tenido relaciones sexuales…, si las tuvo poco antes de morir.
Manolo suspiró. Con fuerza, utilizando las uñas, se frotó la cabeza.
—Conde…, no metas ruidos en el sistema. Los forenses saben qué hacer…
—Estoy pensando en el italiano Bocelli… No me imagino a un personaje como ese jugando a ser amiguito desinteresado de una muchacha de dieciocho años…
—Yo tampoco pero… —Manolo hablaba con su tono más firme—. Mira, yo te llamé para decirte que Judith Torres había aparecido muerta. —Hizo una pausa, miró hacia la ventana y tomó una decisión—. Dame un cigarro.
Conde le entregó la cajetilla. Manolo le dio fuego al cigarro y exhaló el humo.
—Te llamé para decirte que estamos investigando todas las evidencias… Pero también para advertirte algo. Por favor, óyeme bien —Manolo se llevó los dos dedos índices a las orejas, para enfatizar su exigencia—: a partir de ahora no te puedes meter en esta historia. Ya no es una muchacha desaparecida, escondida o lo que sea. Ahora es una persona muerta, y mientras no se pruebe si fue suicidio, hay una investigación criminal en marcha. Y cualquier interferencia puede joder el caso, y eso tú lo sabes requetebién. La amiga te pidió que le ayudaras a encontrarla y a la familia le parecía bien que lo hicieras… Pues has hecho todo lo que podías, y si no pudiste hacer más es porque hacía rato ya estaba muerta… A partir de este momento, mantente lejos de la investigación, por el bien de la misma investigación y de la verdad. Ahora tenemos que movernos con mucho cuidado… Tú sabes lo que te estoy pidiendo y también sabes que por tu cuenta ya no puedes hacer más.
Conde se había ido moviendo hasta colocarse otra vez frente a la ventana, de espaldas al mayor Palacios. Por su propia experiencia como investigador, sabía que no existían argumentos para rebatir la exigencia del otro. Pero eso le molestaba.
—Si aparece algo más —siguió Manolo—, si encontramos alguna pista, o si nos decantamos por el asesinato o por el suicidio, lo que sea, yo te llamo y te digo. Además, tú sabes que si te metes en esta investigación y se enteran, al primero que le van a pedir cuentas es a mí, y luego al que le van a patear el culo es a ti. ¿Está claro? Se acabó el juego de detective por cuenta propia…
Conde se volteó y miró a su antiguo subordinado.
—¿Quién va a avisarle a los padres?
—El jefe de la Central y el capitán que va a llevar la investigación. Ya salieron para allá.
Conde pensó en Yadine, Frederic, Yovany, la profe Ana María. Pero no, él no les avisaría de lo ocurrido. Nunca, en sus tiempos de policía, le había gustado aquel trance.
—¿Me van a interrogar?
—Seguro. El padre, la madre o la abuela les van a hablar de ti. Y lo que tú sabes puede ayudar al investigador.
—¿Y a Frederic? ¿Y a Yovany? ¿Y a la profesora?… ¿Y a Yadine? ¿A todos los van a interrogar?
—También. Tienen que hacerlo. Y van a apretarles las tuercas…
—¡Qué mierda todo!, ¿no?
Manolo fumó de su cigarro.
—La gran mierda —ratificó el policía.
Basura II estaba bien disgustado por el abandono al que Conde lo había sometido en los últimos días. Para aliviar aquel sentimiento, el hombre apenas le dijo algunas palabras de disculpa y le sirvió un plato rebosado de las sobras de lujo de la noche anterior. El perro, más que hambriento, le dio las espaldas al dueño y se concentró en lo importante.
El dolor de cabeza había vuelto a atormentar a Conde, aunque bien sabía que ya no se debía a los efectos de la resaca alcohólica. A pesar de haber traspasado la hora del almuerzo, no había sentido deseos de comer, pero decidió enviar otra duralgina al estómago devastado, se frotó las sienes y la frente con abundante pomada china y, luego de encender el ventilador, se dejó caer en la cama, que más parecía un nido abandonado. Ni siquiera miró la soporífera novela asmática que lo ayudaba a dormir.
Sentía un cansancio profundo en los brazos, los hombros, las piernas. También un vacío en el pecho, una incapacidad de moverse, o de pensar siquiera. Lo atenazaba el sentimiento de culpa por no haber conseguido encontrar la vía capaz de conducirlo hacia Judy y ni siquiera lo aliviaba la certeza de saber que cuando Yadine le había pedido ayuda, ya resultaba imposible auxiliar a la joven. Pero no dejaba de parecerle un juego macabro la idea de que mientras él pensaba en libros, dineros, anillos, bodas, cumpleaños y Rembrandts perdidos, el cuerpo de aquella muchacha que tanto había soñado con todas las libertades y que por tantos caminos las había buscado estuviera pudriéndose en un pozo seco, luego de que sus ojos hubieran visto cómo la tierra se tragaba su sangre y su vida de dieciocho años. ¿Por voluntad propia?
A Conde siempre le había resultado difícil concebir que un joven atentara contra su vida, aun cuando sabía que aquellas actitudes eran muy frecuentes. Pero si Judy se había matado, lo inconcebible, en su caso, alcanzaba proporciones trágicas: tanto pensar en la muerte, jugar con ella, despreciar la vida y lo único que la sostenía, el cuerpo, quizás había desbrozado aquel sendero absurdo. ¿De verdad creería la muchacha en su futura reencarnación? ¿En realidad pensaba que con aquellas salidas se encontraban soluciones? ¿Tal vez incluso que dejando de ser sería libre? ¿No había entendido que ni siquiera los replicantes quieren morir cuando han probado el milagro de estar vivos, el efímero pero enorme privilegio de pensar, odiar, amar? No. Judy, como decía de sí mismo Frederic, podría ser emo, pero no tan comemierda. ¿O sí? Si se había matado, tendría alguna razón, y sería de peso: mucho más peso que una militancia emo en disolución o los coqueteos con una filosofía autodestructiva. Pero si alguien la había llevado a aquel desenlace, nada de lo conocido resultaría importante: solo las razones ocultas del asesino. Pero ¿quién podría querer a Judy muerta para arriesgarse a cumplir aquel deseo? ¿Por qué hacer el intento de desaparecer el cuerpo y dejar abandonadas unas ropas manchadas de sangre que iban a ser encontradas y, más aún, resultar incriminatorias, o, por lo menos, un camino abierto a otras búsquedas? Si el tal Bocelli andaba tras esa muerte, ¿por qué disfrazarla de suicidio…? ¿Y el dinero, Judy lo llevaba consigo ese día? Mientras más pensaba con su pobre y adolorido cerebro, Conde iba comprendiendo que alguna pieza seguía sin encajar en el rompecabezas que con tanto esfuerzo había logrado armar con los diferentes rostros de Judy obtenidos en sus pesquisas… Por voluntad propia o por mano asesina, Judy estaba muerta y su salida del mundo debía de estar relacionada con la forma en que pretendió vivir en él: libre. Esa certeza era lo único que Conde tenía. Y para Judy quizás había sido lo único importante. Hallar un culpable no la regresaría a su vida, a su familia, a sus inquietantes lecturas y a sus militancias apasionadas. Ya nada la devolvería de su nirvana soñado. Por lo menos hasta su reencarnación. ¿O después de todo en realidad ahora sería más libre?
En algún momento de la tarde las fatigas físicas y mentales vencieron a Conde. Como tantas veces, sintió cómo se deslizaba por el sopor hasta encontrarse con el sueño que le devolvía la imagen de su abuelo Rufino. Esta vez el viejo se le presentó nítido y convincente, como si estuviera vivo y no se tratara de un sueño. Porque había venido para sacarlo de su malsano estado de ánimo con el persistente recurso de recordarle a su nieto preferido que el mundo, al fin y al cabo, siempre había sido y sería como una valla de gallos.
Mientras iba envejeciendo, con una inexorabilidad y velocidad espantosas, Mario Conde tendría incontables ocasiones de comprobar, gracias a sueños como el de esa tarde, y a otros muchísimos ejemplos debidos a la más patente realidad, el hecho de que, en verdad, de su abuelo él no había aprendido casi nada. Y no podría culpar de aquel desperdicio pedagógico a Rufino el Conde, quien había sido pródigo en consejos, demostraciones prácticas, e intentos de enseñanzas a veces hasta metafísicas, dedicadas a ejercitar al nieto en el complejísimo arte de vivir la vida. El anciano había comenzado a realizar aquel esmerado entrenamiento, casi socrático, desde que el muchacho tuvo uso de razón y el viejo empezó a llevarlo consigo por las gallerías donde criaba y entrenaba sus animales, y por las vallas oficiales, primero, y clandestinas, después de la revolucionaria y socialista prohibición de las peleas; aquellas empalizadas circulares, como remedos de circos romanos, en las cuales hacía combatir hasta la muerte a sus feroces discípulos y donde realizaba sus apuestas.
Viendo y escuchando al abuelo, intentando responder a sus constantes preguntas, él habría tenido la envidiable oportunidad de apropiarse de una afilada filosofía práctica que en cada circunstancia había cultivado el ya por entonces anciano Rufino el Conde. El abuelo adornaba sus lecciones con máximas tan gloriosas como aquella de que «la curiosidad mató al gato» (como acababa de sentirlo el nieto, en carne propia y ajena) o «solo sé que uno debe jugar cuando está seguro de que va a ganar, y si no, mejor no juega», una sentencia por lo general esgrimida minutos antes del inicio de una pelea de pronósticos reservados. Casi siempre, mientras el abuelo daba aquel consejo, se colocaba, en los lugares más inconcebibles del cuerpo o de su atuendo, las gotas de vaselina muy cargada de pimienta o de ají picante con las cuales, como un prestidigitador dueño de habilidades indescifrables, untaría solo lo prácticamente indetectable pero suficiente las plumas de su gallo justo antes de comenzar la pelea, para sofocar al contrario y debilitarlo. Jugar para ganar.
—Pero esa ayuda adicional hay que emplearla en ultimísima instancia, ¿sabes? —sentenciaba desde su taburete, reclinado contra un horcón, aquel hijo de un prófugo canario recalado en Cuba cuando corrían los remotos y aún llamados «tiempos de España»—. Lo importante es que tus posibilidades las hayas trabajado tú mismo, como se prepara un gallo: desde que escoges a los padres hasta que lo entrenas para convertirlo en una máquina perfecta. Eso quiere decir que lo enseñas a no dejarse joder por el otro gallo… ¿Me entiendes, mijo? Te pregunto si entiendes porque es importante que aprendas esto: en la vida uno tiene que verse como si fuera un gallo… ¿A que no sabes por qué? —insistía a esas alturas de su discurso para que su interlocutor, aun cuando entendiera a la perfección y supiera la respuesta por haberla escuchado cientos de veces, levantara los hombros y negara con la cabeza, dispuesto a la sorpresa y la revelación—. Porque el mundo es una cabrona valla de gallos en la que uno entra para acabar con el otro y nada más sale uno de los dos con todas las plumas puestas: el que no se deje joder por el otro —concluía Rufino y remataba—. Lo demás son cuentos de camino.
Como gallo, Mario Conde habría resultado un fracaso. Tal vez porque, a pesar del abuelo y el bisabuelo que había tenido, resultó estar cargado de genes defectuosos. Para empezar, le faltaban espuelas y era demasiado blando, como una mujer le dijera, con razón, muchísimos años atrás. Para seguir, no sabía usar su pico ni sus alas, pues era un sentimental de mierda, como con idéntica razón solía decirse él mismo a sí mismo. No por casualidad ni mala fortuna, sino por sus patentes incapacidades, llevaba marcada el alma con tantos espolonazos, picotazos y patadas en el culo recibidas a lo largo y ancho de sus años. Tantas que, de haberlo visto su abuelo Rufino el Conde, le habría retirado el apellido y quizás hasta torcido el cuello como a esos pollos a los cuales prefería poner en la cazuela antes que soltarlos en el serrín de una valla, pues nada más de verlos sabía que resultarían un caso perdido en las contiendas de la vida.
En un país que día con día se iba convirtiendo en una valla con bardas altísimas, en donde se practicaba la extraña modalidad de que muchos gallos lucharan entre sí, tratando cada uno de sacarle algo a otro y que no le sacaran nada a él, Conde se sentía como un monigote que, a duras penas, esquivaba los golpes, buscando un resquicio para la supervivencia. Lo más terrible resultaba saber que sus defectos no tenían remedio: en la valla de la vida su destino manifiesto siempre sería el de recibir hasta los picotazos que no le correspondían.
Si en la realidad de su día o en el universo flexible de su sueño hubiera sabido orar, a Conde le hubiera gustado rezar por el alma inmortal de Judith Torres. Pero, ante su incapacidad oratoria, debió conformarse con desearle suerte en el tránsito hacia su próxima estación terrena. Quizás pudiera aterrizar en un sitio y en una era en donde la vida no estuviese confinada a los límites opresivos de una valla de gallos.