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—¿QUÉ te gustaría oír?

—¿Los Beatles?

—¿Chicago?

—¿Fórmula V?

—¿Los Pasos?

—¿Creedence?

—Anjá, Creedence —fue otra vez el acuerdo. Desde hacía mil años les gustaba oír la voz compacta de John Fogerty y las guitarras primitivas de Creedence Clearwater Revival.

—Sigue siendo la mejor versión de «Proud Mary».

—Eso ni se discute.

—Canta como si fuera un negro, o no: canta como si fuera Dios, qué coño… Por eso nunca se casó.

Conde miró a Carlos, pero el Flaco, como si no hubiese dicho nada, se empeñó en el acto de colocar el disco compacto en el espacio preciso, accionar la tecla que lo devoraba y luego la destinada a ponerlo a reproducir la música.

La idea había sido de Dulcita: celebrarían un cumpleaños clásico, con las mejores retóricas del llamado estilo «chichí», según ella muy cultivado en Miami. Excepto las homenajeadas y Conde, los demás, incluida la vieja Josefina, llegarían todos juntos, unos a bordo del turismo que ella había alquilado, otros en el Bel Air descapotable de Yoyi, sonando los cláxons. Entrarían a la casa con globos en las manos, gorros de pico en las cabezas, un ramo de flores y con el cake, coronado por las cincuenta y dos velas, ya encendidas. Y lo harían cantando el Happy Birthday to You. El pastel de cumpleaños había sido diseñado en dos mitades: una cubierta con merengue azul para Tamara y otra con la crema de un tono violeta para Aymara, y había sido cruzado con el cartel de letras blancas del infaltable «Felicidades», pero esta vez con un dos en el extremo, la cifra encargada de elevar al cuadrado la congratulación.

Candito, el Conejo y Yoyi, bajo la mirada estricta de Josefina —también ataviada con el gorro de pico y con un silbato colgado del cuello—, se habían encargado de bajar el resto de las provisiones preparadas por la anciana: una pierna de cerdo asada, una cazuela de moros y cristianos brillantes por el perfumado aceite de olivas toscanas, las depravadas yucas, abiertas como el deseo, humedecidas sus entrañas con el aliño de naranjas agrias, ajo y cebolla, la florida ensalada de colores rotundos. Para el final dejaron las botellas de tinto, las cervezas, el ron y hasta un pomo de refresco —solo uno, de limón, como le gustaba a Josefina—, pues no era día para tales mariconadas geriátricas, según lo advirtió el Flaco.

Puesta la mesa, Dulcita dio al Conejo y Luisa la orden de servir los platos, sin que nadie probara nada, pues se imponía hacer un brindis. De su cartera sacó entonces dos increíbles botellas de Dom Pérignon y buscó en la cristalería de Tamara, herencia familiar, las copas de Baccarat más apropiadas para el champán. Incluso Candito, ahora abstemio absoluto, aceptó la copa rebosante del líquido espumoso, pues sabía que sería testigo de un gran acontecimiento. Casi un milagro.

Cuando cada uno tuvo su copa en la mano, Carlos golpeó un vaso con un tenedor para exigir el silencio, acatado por los otros. Entonces pidió que llenaran otra copa y la colocaran sobre la mesa. Solo cuando tuvo la copa ante sí, desde la silla de ruedas donde lo habían hecho malgastar los últimos veinte años de su vida, comenzó el discurso:

—En septiembre de 1971, seis de los aquí presentes, más un ausente cuya copa está servida —y señaló el fino recipiente colocado sobre la mesa—, empezamos a recorrer un camino imprevisible, lleno de baches y hasta de precipicios, el más hermoso que puedan atravesar los seres humanos: el camino de la amistad y del amor. Treinta y siete años después, los despojos físicos pero las almas indestructibles de esos siete magníficos nos reunimos para celebrar la perseverancia del amor y la amistad. Hemos pasado por muchas cosas en estos años. Uno de nosotros nos mira y nos escucha desde la distancia, pero nos mira y nos escucha, yo lo sé. Los otros seis, unos más jodidos que otros, estamos aquí (aunque a veces andamos por allá), convertidos algunos en lo que soñaban ser, otros en lo que la vida y el tiempo nos ha obligado a ser. Como somos sectarios, pero de la tendencia demócrata, hemos incluso aceptado de mala gana, pero aceptado, adhesiones posteriores que nos enriquecen. Por eso comparten hoy con nosotros esta historia, nuestras nostalgias y nuestras alegrías, amigos como Luisa y Yoyi, ya imprescindibles aunque condenados al eterno grado de soldados sin posibilidad de ascenso…, lo siento… Y como reconocimiento a la mucha hambre que nos ha matado y todos los pujos que nos ha aguantado, también está aquí mi madre…

Silbatazos, aplausos y vivas espontáneos para Josefina. Nuevo reclamo de atención por parte de Carlos.

—Como decía: tenemos la gran fortuna de poder reunirnos hoy para celebrar, comer, beber y comprobar que no nos equivocamos cuando nos escogimos, decidimos querernos y someternos a las pruebas de la amistad. Pero hoy es un día especial, y por eso este brindis también es especial, con un Dom Pérignon que hasta Candito va a beber, que hasta el ausente Andrés debería beber… y beberá, con su alma. Porque hoy, cuando festejamos el cumpleaños de las jimaguas, hoy, mi hermano del corazón Mario Conde va a decir las palabras que treinta y siete años atrás soñó decir y que, por fortuna, todos nosotros vamos a oír, todavía de este lado de acá…

En ese instante sonó el teléfono y Carlos le pidió al Conejo que lo levantara. El Conejo preguntó quién era y, sonriendo, accionó el altavoz.

—¿Y qué coño es lo que va a decir el Conde? —La voz telefónica de Andrés puso a llorar a Tamara—. Que lo diga pronto, todavía no he felicitado a las jimaguas por su cumpleaños ni le he dicho nada a Jose de unas medicinas que le mando…

—Conde —lo conminó Carlos.

Mario Conde miró a cada uno de los miembros del auditorio, incluido el teléfono. Colocó su copa en la mesa y se acercó a Tamara. Con las dos manos tomó una de la mujer y del modo menos ridículo que pudo, pronunció la frase:

—Tamara, ¿tú te atreverías a casarte conmigo?

Tamara lo miró y se mantuvo en silencio.

—¡Ay, mi madre! —se le escapó la exclamación a Josefina, la más excitada con la escena de trazas telenovelescas.

—¿Qué pasa, qué pasa? —clamaba la voz telefónica de Andrés.

—Tamara está pensando —le gritó el Conejo—. Cualquiera lo pensaría mucho.

La mujer sonrió y al fin se dispuso a hablar.

—Mario, la verdad es que yo no quiero casarme con nadie… —Las palabras de Tamara sorprendieron a los otros, que permanecieron tensos, esperando alguna explicación o el desastre—. Pero, ya que hablas de eso, creo que si alguna vez volviera a casarme con alguien, sería contigo.

Algarabía de hurras, bravo, gritos de coñó, qué bárbara es Tamara. Mientras los novios se besaban, aliviados por el modo en que habían salido del trance, los otros levantaban las copas y Carlos, anticipándose a lo que podía o quizás nunca llegara a ser, lanzaba puñados de arroz desde su silla de ruedas.

—Felicidades, Tamara. Felicidades, Aymara —lograron escuchar la voz telefónica de Andrés, que agregó—: Jose, en estos días te mando unas medicinas nuevas para la circulación que son buenísimas. En un papelito te explico cómo tomarlas…

—Gracias, mijo —gritó Josefina hacia el teléfono.

—Conde —siguió Andrés—, dice Elías Kaminsky que te llama en estos días.

—Ya me llamó —gritó Conde—. Y algún chismoso le habló de lo que está pasando ahora aquí…

—¿Sí? ¿Tú no pensarás que yo…? —Andrés rió—. Total, Conde… Bueno, ahora voy abajo, cariñossssssss —se despidió el distante y sonó el clic que cortaba la comunicación y el flujo de los dólares gastados con ella.

Yoyi se acercó entonces a Tamara.

—Un compromiso así —y metió la mano en el bolsillo, de donde extrajo un cofrecito— se merece un anillo así… Este es mi regalo de bodas.

Y le entregó el anillo empedrado a la novia, que lo observaba con todo su deslumbramiento, como si nunca lo hubiera visto, y luego se lo mostraba a las otras mujeres, con el más femenino de los orgullos prematrimoniales. Una escena típica de la más refinada y clásica estética «chichí».

—¿De verdad toda esta mierda tan loca y ridícula me está pasando a mí? —le preguntó Conde a Candito, observando la escena de las mujeres con gorros de pico, las copas con champán, el anillo, las felicitaciones.

—Pues me parece que sí… ¿Y sabes qué es lo peor?

—¿Hay más peor? Si Tamara ni siquiera dijo que se iba a casar conmigo…

—Sí lo dijo… A su manera. Lo peor, Condenado, es que esto tiene pinta de ser irreversible. Lo meneaste, y ahora, mi herma, no hay quien lo pare…

El despertar fue todo lo terrible que Conde se merecía: las sienes le palpitaban, la nuca le ardía, el cráneo le oprimía con perfidia la papilla encefálica. No se atrevió a palparse la zona del hígado por temor a descubrir que la víscera se le había escapado, harta de abusos. Cuando pudo abrir los ojos, desafiando el tormento, comprobó que había dormido con toda la ropa puesta, incluido un zapato. Tamara, al otro lado de la cama, con el anillo en el dedo, parecía muerta. Ni siquiera roncaba. La mezcla explosiva de champán, vino, ron y crema de whisky había hecho una reacción atómica con sus respectivos sentidos del ridículo y provocado devastadoras combustiones internas. Ahora los recién comprometidos pagaban el precio de los excesos cometidos durante la noche.

Como un herido de bala de una mala película de gángsters, Conde logró llegar al baño apoyándose en las paredes. Tomó del botiquín el frasco de las duralginas. Se lanzó dos a la boca y bebió agua del grifo del lavamanos. Como pudo se desnudó y se metió bajo el chorro frío de la ducha, sosteniéndose en la jabonera empotrada de la poceta. Durante diez minutos el agua intentó limpiar su cuerpo y las partes lavables de su espíritu.

Con cuidado se secó la cabeza y luego hurgó en el bolsillo del pantalón abandonado, de donde extrajo el pote de pomada china y se embadurnó las sienes, la frente, la base del cráneo. El calor del bálsamo empezó a penetrarlo mientras, con la toalla sobre los hombros y los cojones al aire, se iba a la cocina para preparar el café. Tuvo que sentarse a esperar la colada de la infusión, aunque supo que el ejército convocado para aliviar su cefalea ya venía en camino. Cuando bebió el café, la mejora se hizo patente, pero el cigarro le provocó una tos cavernaria, y procurando evitar sacudidas encefálicas, optó por apagarlo. Me estoy poniendo viejo, se lamentó en voz baja, y para comprobarlo tuvo ante sus ojos su escroto colgante salpicado de canas.

Solo entonces tuvo una noción del desastre doméstico ocurrido la noche anterior. Meter en cintura aquella cocina y el comedor sería una misión de titanes. ¿Allí habían comido y bebido nueve o noventa personas? Su primera y lógica reacción fue regresar al baño, vestirse, y escapar lo antes posible. Pero una extraña e inédita sensación de responsabilidad le impidió hacerlo. A pesar del mal estado de su cerebro logró alcanzar el entendimiento de aquella imprevisible actitud y se horrorizó. ¿Sería posible que se hubiese convertido en una persona diferente de un día para otro? ¿O era que todavía estaba atravesando la peor borrachera de su vida? ¿Acaso esos podían ser los síntomas más alarmantes de la entrada en la tercera edad? Cualquier respuesta le pareció peor. Como siempre, Candito tenía la razón.

Se asomó al cuarto y comprobó que Tamara seguía como difunta, aunque ya roncaba. Con otra taza de café en la mano, intentó de nuevo probar con el cigarro que le reclamaba el cuerpo. Esta vez logró fumar sin que la tos lo asediara y sintió cómo volvía a ser una persona. En realidad, otra persona. Porque se colocó el delantal de Tamara y, con el culo al descubierto, empezó a fregar la loza con la misma fruición con que algunos creyentes practican la penitencia: con la conciencia de que lo hacen para joderse, mancillarse, castigarse. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima y única culpa…, y siguió fregando.

Dos horas después, una Tamara resurrecta y maravillada por la actitud de su presunto marido, le regaló un beso y, después de provocarle un erizamiento con la caricia otorgada a las nalgas descubiertas, le dijo que ella se encargaba de poner en orden la loza, la cristalería y los cubiertos otra vez relucientes. Conde, extrañado de sí mismo, regresó al baño en busca de su ropa, pero antes se detuvo ante el espejo para observarse con el delantal y el culo al aire. Patético e irreversible, fue su conclusión.

Como si de las mismas fuentes de su patetismo recibiera el impulso de una necesidad perentoria, se fue directo a la sala de televisión y colocó en el reproductor de DVDs la copia de Blade Runner tomada de la habitación de Judy unos días antes. En medio de sus propias tribulaciones se había olvidado por completo de la joven emo desaparecida y de sus intenciones de llamar a Manolo, pero la inesperada exigencia de volver a tragarse aquella película oscura y lluviosa le había revelado que su preocupación apenas se hallaba sumergida y un reclamo profundo la estaba sacando a flote. La idea de que se le habían acabado las ideas, la certeza de no saber qué puerta tocar para aproximarse a la muchacha lo aguijonearon con malsana persistencia mientras avanzaba en la historia de la cacería de unos replicantes (muy bien hechos, por cierto, se dijo, deslumbrado por la belleza de Sean Young y Daryl Hannah) que alcanzan la conciencia de su condición de seres vivos y, con ella, el deseo de conservar esa extraordinaria cualidad que, sin embargo, su demiurgo les había negado. Hacia el final, cuando el último de los replicantes pronuncia sus palabras de despedida del mundo, Conde sintió cómo aquel parlamento de la película del cual se había adueñado su memoria le entregaba en ese instante una extraña resonancia, capaz de removerlo, como una de sus dolorosas premoniciones: «Yo vi cosas que los humanos no creerán. Vi naves de ataque incendiadas en Orán. Vi rayos cósmicos brillar cerca de la Puerta de Tannhäuser. Pero todo eso se perderá en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es tiempo de morir».

Con la molesta sensación de que aquel lamento era portador de una tétrica resonancia capaz de llegar hasta él, Mario Conde salió al patio de la casa que probablemente pronto sería también su casa y, bajo el aguacate cargado de frutos verdes, de piel brillante, prometedores de la esencial delicia de su masa, se sentó a fumar y a esperar. Esta vez no pensó en Basura II destrozando el entorno… Porque si su premonición no lo engañaba, estaba seguro de que aquello iba a ocurrir. Por eso, cuando Tamara se asomó y le gritó que Manolo lo llamaba, el ex policía supo que había llegado la hora. It’s time to die.