7

CONDE imaginaba a Basura II corriendo por el patio con césped que se veía desde la ventana de la cocina de Tamara. En su ensoñación, se horrorizaba (en verdad, era un horror con risa en las comisuras) viendo al perro escarbar en la tierra, mancillando el césped; arrancar arbustos y flores a dentelladas; cagarse en los butacones plásticos colocados bajo la pérgola. Aquel sería su modo de expresar que vivir encerrado, incluso en una jaula de oro, no era su modo de entender el buen vivir. La libertad, para él, era la libertad, sin demasiadas elucubraciones filosóficas —y, como propietario perruno, él siempre lo había aceptado—, y la disfrutaba vagando por las calles de su barrio, persiguiendo perras en celo. Aquella forma de vida, escogida por su albedrío, era para el animal más importante que dos comidas al día y baños antigarrapaticidas.

El olor del café que comenzaba a colar lo sacó de la problemática disquisición zoológica. Esperó la colada, le agregó azúcar al café y, cuando se disponía a beber el primer sorbo, sonó el teléfono. «Que espere el que sea», pensó Conde, bebió la infusión resucitadora y, por fin, como al décimo timbrazo, levantó el auricular.

—¿Sí?

—¿Conde? —preguntó la voz, conocida, pero que no identificó de momento.

—Sí…

—Oye, soy yo, Elías Kaminsky —dijo la voz remota y entonces lo saludó con verdadero afecto mientras se acomodaba en el butacón de la sala—. Antes te llamé a tu casa, pero…

—¿Qué pasó? ¿Hay noticias?

—Sí, y buenas… Se va a abrir el caso legal por la reclamación del cuadro a favor de la familia Kaminsky. Logré que lo radicaran en la corte civil de Nueva York y ya contraté a unos abogados especialistas en recuperación de obras de arte. Estos abogados han conseguido incluso devolver a familias judías obras que les secuestraron los nazis. Así que tengo muchas esperanzas.

—Deben ser caros como carajo —comentó Conde, incapaz de imaginar cómo funcionaba aquel mundo de abogados y juzgados del primer mundo.

—Ese Rembrandt se lo merece —afirmó Elías—. Te llamé a ti porque quiero que me hagas el favor de hablar con Ricardito…

—¿Y por qué no hablas tú mismo con él?

—Es que me da pena decirle que si se recupera el cuadro, le voy a dar la mitad del dinero… Tengo miedo de que no quiera aceptarlo…

—Bueno, me lo puedes dar a mí y resuelto el caso… A ver, a ver, ¿qué quieres que le diga a tu pariente?

—Es que la noticia del juicio le puede llegar y no quiero que se sienta relegado, o piense que estoy haciendo cosas con el Rembrandt a espaldas suyas… Nada más dile que se va a abrir ese proceso, que seguro que va a durar años, y no hay una certeza de que ganemos, aunque espero que sí, que ganemos… Y si ganamos…

—Cuando dices años…, ¿cuántos años crees tú?

—Nadie sabe, todo eso es complicado y lento… A veces más de diez años. Díselo a Ricardito.

—¡Pal carajo, diez años…! Está bien, yo le digo… —Solo en ese instante Conde recordó sus tratos personales con Yadine y buscó una alternativa—. Elías, ¿puedo esperar unos días para hablar con Ricardo?

—Sí —dijo el otro—. Pero, ¿por qué?

—Nada, complicaciones mías —optó Conde por no mezclar las historias y buscó el modo de alejarse de la explicación requerida—. ¿Y cuándo piensas venir a Cuba otra vez?

—Ahora mismo no lo sé, pero en cualquier momento. Acuérdate de que me debes una comida en casa de Josefina, con tus amigos… Ah, coño, ¿y por fin te casas con Tamara?

La pregunta sorprendió a Conde, que tardó unos segundos en descubrir el origen del rumor: Andrés, vía Carlos.

—Pues no lo sé. No estoy seguro de que ella quiera casarse conmigo…

—Felicidades de todas formas.

—Felicidades para ti por lo del juicio… Y no te preocupes, yo veo a Ricardo.

—Gracias, Conde. Te debo un día de paga.

—Anótalo como trabajo voluntario para ganar la emulación socialista…

—Lo anoto. Gracias y abrazos. Bueno…

—Espérate un momento… —lo atajó Conde, empujado por la fuerza de una duda imprevista.

—Dime…

—Tu padre, Daniel, ¿de verdad nunca volvió a creer en Dios?

Elías Kaminsky se tomó unos segundos para responder.

—Creo que no…

—Ya… Me lo imaginaba. Bueno, yo me ocupo de hablar con Ricardito, tranquilo.

—¿Yo no te había dicho eso de mi padre? ¿Por qué me preguntas?

Esta vez fue Conde quien debió meditar la respuesta.

—No lo sé bien… Porque en estos días han pasado cosas que me hacen pensar que es más fácil creer en Dios que no creer… Mira, si Dios no existe, ningún Dios, y los hombres se han estado odiando y hasta matando unos a otros por sus dioses y por la promesa de un más allá mejor…, pero si de verdad no hay Dios ni más allá ni nada… Olvídate, Elías, es que ando muy jodido, y me da por pensar en esas mierdas…

—No son mierdas, pero acabo de darme cuenta de que sí, que estás jodido…

—Sí, pero no solo por mí…

Elías Kaminsky hizo un silencio del otro lado de la línea y Conde lamentó haberle transmitido aquella sensación, por lo que se dispuso a despedirse.

—Bueno, no te preocupes, yo hablo con Ricardito… Y cuando sepas algo nuevo, me llamas… para saber…

—Claro que te llamo… —empezó Elías y se detuvo—. Conde, quiero darte otra vez las gracias.

—¿Por qué? Con lo que me pagaste…

—Por lo que me hiciste pensar…, nada. Te llamo en cualquier momento —dijo, se despidió y cortó la comunicación.

Conde colocó el auricular en su sitio y cayó en cuentas de que, luego del café, no había encendido un cigarro. Le dio fuego, fumó. Y tuvo la certeza de que aquella conversación estaba alterando algo en su mente. Algo indefinible, agazapado en algún rincón oscuro, pero que estaba allí.

—Me cago en la mierda —protestó, mientras aplastaba la colilla—. Como si ya no tuviera bastante…

—Nietzsche, Death Note, Nirvana y Kurt Cobain, un poco de budismo —comenzó el recuento y tomó impulso para el ascenso—. Blade Runner con sus replicantes, piercings, tatuajes, cortadas en los brazos y las piernas, un poco o mucho de droga, chateo con grupos de emos fundamentalistas y líder de tribu en Cuba, pero decidida a dejar de ser: emo y líder. Además lesbiana y virgen, asqueada de lo que hacía su padre, un corrupto y, por lo que me dices, hijo de puta redomado de los que tanto abundan. Creyente convencida de que Dios ha muerto y que morirse fue lo mejor que pudo hacerle a la gente para librarlos de su dictadura… ¡Pero esa niña es una bomba andante! —concluyó la doctora Cañizares, mientras revisaba sus notas, luego de que Conde le detallara la personalidad y las circunstancias vitales y existenciales de la joven desaparecida. Conde había tratado de ser lo más explícito posible, necesitado de una salvadora claridad, y por eso apenas había escondido el hecho de que la relación homosexual más prolongada de Judy se había concretado con una profesora de su preuniversitario, pues le parecía episódico y siempre peligroso de revelar.

La doctora Eugenia Cañizares era considerada la máxima autoridad criolla en el tema de la relación con el cuerpo de los jóvenes adictos a las filosofías punk, emo, rasta y freak. Años había dedicado a convivir con las ansias y angustias de aquellos muchachos y a intercambiar criterios con especialistas como el francés David Le Breton, según ella un tipo encantador y el más coherente de los estudiosos del tema. El libro de la Cañizares sobre la historia y el presente de la práctica del tatuaje en Cuba era uno de los resultados de aquella cercanía.

La mujer, navegando por sus sesenta años cortos, exhibía las huellas de la influencia ejercida sobre ella por sus objetos de estudio. En cada oreja llevaba cuatro aros, sobre la mano una pequeña mariposa tatuada, y una carga de pulsos y collares de todos los colores y materiales imaginables, más colores y materiales de los que podía resistir su edad sin asomarse a lo ridículo. De alguna manera, con aquella carga de gangarrias y sus ojos de un verde agresivo, más que una socióloga parecía una de las brujas de Macbeth, según los esquemáticos criterios del Conde.

—En el fondo de esos comportamientos siempre existe una gran insatisfacción, muchas veces con la familia. Pero de ese círculo se proyecta a la sociedad, también opresiva, con la que tratan de romper, de tomar distancia cuando menos, para buscar otras alternativas familiares y sociales: de ahí la pertenencia a la tribu. La tribu suele ser democrática, nadie te obliga a pertenecer ni a permanecer, pero como conjunto potencia el sentimiento de elección voluntaria, y con ella el de libertad, que es lo que está en el destino de esas búsquedas. Libertad a cualquier precio y cero presiones familiares o sociales o religiosas. Y ni oír hablar de política… Pero no solo es la liberación de la mente con respecto a las ideas impuestas por un sistema de relaciones caduco, sino incluso la liberación de la mente del cuerpo donde habita. Te imaginarás que pretender todo eso en un país socialista, planificado y vertical… ¡es candela!

»Fíjate, desde los tiempos de los gnósticos, y como lo retomara Nietzsche, y ahora los postevolucionistas, el cuerpo es considerado un mal recipiente para el alma. Por eso un fundamento importante de las elucubraciones de esas filosofías, asimiladas por estos jóvenes, es que el hombre no será del todo libre hasta tanto no haya desaparecido de él cualquier preocupación acerca del cuerpo. Y para empezar a distanciarse del cuerpo acentúan su fealdad, sus oscuridades, lo hieren, lo marcan, lo mancillan, aunque muchas veces también lo drogan para salirse de él sin salirse de él.

Conde la escuchaba y trataba de seguirla por aquel flujo de revelaciones capaz de enfrentarlo a un concepto de la búsqueda de la libertad que, al final, no hacía más que conducir a su negación, pues abría las rejas de otras cárceles, según lo entendía él, militante agnóstico y, con toda certeza, preevolucionista. Lo más corrosivo resultaba el hecho de que, en los últimos años, él había convivido en la misma ciudad con aquellos jóvenes y apenas se había detenido a observarlos, pues los consideraba una especie de payasos de la postmodernidad empecinados en apartarse de los códigos sociales por el recurso de hacerse notablemente distintos, y jamás les había concedido la profundidad de un pensamiento y unos objetivos libertarios (libertarios más que liberadores, se reafirmó en la idea, apoyado por la anarquía de sus búsquedas). A pesar de los grilletes que se colocaban. Pero eran sus grilletes, y esa propiedad marcaba la diferencia. La diferencia de que le hablara Candito. La diferencia que parecía buscar Judy. La diferencia en un país que pretendía haberlas borrado y que en su realidad de todos los días se iba llenando de capas, grupos, clanes, dinastías que destrozaban la presunta homogeneidad concebida por decreto político y por mandato filosófico.

—Los gnósticos, que mezclaban cristianismo y judaísmo para pretender llegar a un conocimiento de lo intangible, están en el origen de todas estas filosofías juveniles, aunque sus practicantes casi nunca tengan la menor idea de eso… Los que piensan un poco consideran que el alma es cautiva de un cuerpo sometido a la duración, a la muerte, a un universo material y, por tanto, oscuro. Por eso han llevado el odio al cuerpo al extremo de considerarlo una indignidad sin remedio. A ese proceso se le llama ensomatosis: porque el alma ha caído en el cuerpo insatisfactorio y perecedero en el cual se pierde. La carne del hombre constituye la parte maldita, condenada a la muerte, el envejecimiento, la enfermedad. Para llegar a lo intangible es preciso liberar el alma: siempre la liberación, siempre la libertad, como ves… Pero todo este pensamiento, mal asido y peor cosido, funciona de muy distintas maneras en las mentes de esos muchachos. Porque si desprecian el cuerpo, muchas veces también temen a la muerte. Y se empeñan en corregir el cuerpo, en superar lo que Kundera (¿por qué crees que Judy lo lee?) llamó la insoportable levedad del ser. ¿Te acuerdas de Blade Runner y sus criaturas de físicos perfectos pero también condenados a la muerte…? Estos jóvenes se congratulan de estar viviendo en lo que Marabe llama el tiempo postbiológico, y Stelare el postevolucionista: aunque la verdad es que la mayoría de ellos no tienen idea de estas síntesis, sino de sus consecuencias, a veces solo de sus fanfarrias… Pero, como sea, participan de la certeza de estar viviendo en el tiempo del fin del cuerpo, ese lamentable artefacto de la historia humana que ahora la genética, la robótica o la informática pueden y deben reformar o eliminar…

—¿Y vamos a terminar teniendo la cabeza grande y los brazos flaquitos, o los brazos fuertes y la cabeza hueca? Porque los replicantes de Blade Runner son grandes y atléticos… —Y se detuvo en su andanada de tonterías cuando iba a dar su evaluación machista de las mujeres replicantes que, según recordaba, estaban buenísimas.

—Lo que te quiero decir es que una borrachera de todos esos conceptos puede tener muy malos resultados. La búsqueda de la depresión abre las puertas a la verdadera depresión, el ansia de libertad puede llevar a la liberación, pero también al libertinaje, que es el mal uso de la libertad, y el rechazo al cuerpo muchas veces conduce a profundidades más tenebrosas que unos huecos en las orejas, el clítoris o el glande, o unas cortadas en los brazos. La inexistencia de Dios puede llevar a la pérdida del temor de Dios… Tienen que encontrar a esa muchacha, porque alguien así es capaz de hacer cualquier cosa. Incluso contra sí misma.

«¡Coñó!», pensó Conde, ya sintiéndose fatigado por las nuevas cargas recibidas.

—Lo peor —siguió la Cañizares, ya sin frenos por aquella pendiente de su pensamiento y sus obsesiones—, lo terrible, es que aunque parezcan un grupo reducido, esos jóvenes están expresando un sentimiento generacional bastante extendido. Son el resultado de una pérdida de valores y categorías, del agotamiento de paradigmas creíbles y de expectativas de futuro que recorre a toda la sociedad, o a casi toda…, o a toda la parte de ella que dice o hace más o menos lo que de verdad piensa. El margen entre el discurso político y la realidad se ha abierto demasiado, cada uno anda por su lado, sin mirarse, aunque debería ser el discurso quien observara la realidad y se redefiniera…

—¿Me lo dice de otra forma, doctora? —le suplicó el Conde—. Es que me voy poniendo viejo y bruto…

La mujer hizo sonar sus pulsos y sonrió:

—Chico, la cosa es que esos muchachos no creen en nada porque no encuentran nada en que creer. El cuento de trabajar por ese futuro mejor que nunca ha llegado, a ellos no les da ni frío ni calor, porque para ellos ya no es ni un cuento…, es mentira. Aquí los que no trabajan viven mejor que los que trabajan y estudian, los que se gradúan de la universidad después se las ven canutas para que los dejen salir del país si quisieran irse, los que se sacrificaron por años hoy se están muriendo de hambre con una jubilación que no les da ni para comprarse aguacates. Y entonces ellos ni siquiera sacan cuentas: unos se van para donde puedan, otros quieren hacerlo, otros viven del invento, otros se hacen cualquier cosa que dé dinero: putas, taxistas, chulos… Y otros más se hacen frikis, rockeros y emos. Si sumas todos esos otros, verás que la cuenta está cabrona, son muchísimos. Eso es lo que hay. No le des más vueltas. A eso llegamos después de tanta cantaleta con la fraternal disputa para ganar la bandera de colectivo vanguardia nacional en la emulación socialista y la condición de obrero ejemplar.

—¡Coño! —dijo el Conde, ahora abrumado. O como siempre prefería decir: ano-nadado: con el culo en el agua.

—¿Tú eres postbiológico o postevolucionista?

La palidez epidérmica de Yovany cobró casi de inmediato un matiz rosado, como si el muchacho volviera a la vida.

—¿Tú sabes de eso? —le preguntó, a modo de respuesta, incapaz de concebir que aquel insistente personaje prehistórico y ex policial estuviera al tanto de sus posibles militancias post cualquier cosa… Y entonces el Conde recibió la iluminación: ¡sí, coño, aquel muchacho casi transparente le recordaba a Abilio el Cao, su compañero de escuela primaria! Abilio era tan blanco, casi fantasmal que, por alguna razón olvidada por Conde, lo habían apodado como el pájaro negro que, además, se consideraba un ave de mal agüero. ¿Qué habría sido de la vida de aquel tipo hosco y misterioso que levantaba las cejas, así como Yovany, cuando preguntaba algo en lo que no creía? Años sin ver al Cao, ni siquiera recordarlo y de pronto…

Luego del revolcón mental que le propinara la doctora Cañizares, capaz de colocar en un plano científico sus presunciones, el Conde se había desplazado hasta la casa de Yovany, sin demasiadas esperanzas de encontrarlo. Lo había empujado en aquella dirección, en el barrio de El Vedado, la convicción de la patente peligrosidad hacia sí misma cargada por Judy y el deseo de tocar la última puerta visible en su horizonte, quizás justo la que daba acceso al laberinto perdido de la emo extraviada. Y si no encontraba nada tras aquel umbral, pues lo mejor sería acabar de mandarlo todo a la mierda y seguir con su vida de siempre, con más ganas ahora que era poseedor de mil dólares.

Ya ante la opulenta mansión, mejor pintada y cuidada incluso que la casa de Alcides Torres, Conde había empezado a hacer sus cábalas sobre el origen y las posibilidades del joven Cara Pálida portador de Converses, MP4 y Blackberrys. Observando el caserón de puntal altísimo, jardín cuidado con esmero japonés, amplios portales, rejas trabajadas con delicadeza artística y maderas brillantes gracias a barnices recientes, el hombre había tenido dos certidumbres: que los dueños originales del inmueble debieron haber pertenecido a la billetuda burguesía cubana prerrevolucionaria y que los actuales moradores militaban en la camada de los nuevos ricos postrevolucionarios surgida en los últimos años como una reemergente enfermedad, considerada erradicada por décadas de aplanador socialismo igualitario y pobre, pero ya dispuesta a florecer. ¿El discurso por un lado y la realidad por el otro?

Luego de pulsar el intercomunicador empotrado en el muro exterior y preguntar a la voz eléctrica si Yovany estaba en casa y hasta explicarle que venía a ver al muchacho pues era amigo del padre (no dudó en mentir) de una amiga de Yovany, la reja del palacio se le había abierto con un chirrido teatral y, de inmediato, salido a su encuentro la típica señora que ayudaba en la limpieza de la casa, como el buen gusto socialista había bautizado a las antes llamadas criadas o sirvientas. La señora, blanca, robusta, con pinta de institutriz alemana (¿federal o democrática?, no pudo dejar de interrogarse el Conde, siempre tan histórico), lo había hecho pasar a un salón recibidor con dimensiones de cancha de tenis y le había ordenado sentarse, para de inmediato hablar con la misma voz eléctrica que el Conde había achacado al intercomunicador.

—Señor, ¿café, té indio negro o chino verde? ¿Refresco, jugo natural, una cerveza, agua mineral con gas o sin gas…?

—Agua con globitos y café, gracias —musitó Conde, casi convencido de que la mujer era una replicante de última generación, comprada tal vez en la misma tienda de donde había salido la Blackberry de Yovany.

Abandonado en la inmensidad de salón con suelo de impolutas lozas de mármol ajedrezadas, techos con arabescos de yeso y una batería de ventiladores colgantes empeñados en mantener aireado el ambiente, Conde había sentido la palpable evidencia de su pequeñez y se dedicó a realizar una nueva comprobación de la distancia existente entre la casa de riqueza apresurada y de copias y pósters políticos de Judy y aquella mansión avasallante, pretenciosa: en las paredes destellaban pinturas originales de los más cotizados pintores cubanos de los últimos cincuenta años. Un efebo desnudo y muy bien dotado de Servando Cabrera, una ciudad oscura de Milián, una mujer de ojos desorbitados de Portocarrero, una sirena yaciente de Fabelo, una muñeca descoyuntada de Pedro Pablo Oliva, un paisaje perfecto de Tomás Sánchez, un mango de Montoto, contó, y se detuvo cuando regresó Frau Bertha (tenía que llamarse así) con el servicio de café en taza de porcelana, que incluía cucharillas de plata, las opciones de azúcar blanca, negra y artificial (Splenda), unos chocolaticos, un vaso de agua burbujeante y servilleta de hilo. Mientras bebía el contundente café, quizás hecho en una máquina de expreso con un polvo comprado en Italia, volvió a pasar la vista por los cuadros y calculó en varias decenas de miles, o en centenas de miles, los dólares allí colgados. Tantos dólares que eran capaces de reírsele en la cara a la fortuna de mil dolaritos con la cual el Conde se había sentido un potentado. Aquellos empezaban a ser muchos dólares de verdad.

En medio de aquel lujo de cuadros, porcelanas, maderas talladas, lámparas de Tiffany, bronces esculpidos y muebles de estilo, la estampa del recién llegado Yovany parecía la de una garrapata en un terrier con pedigrí. El muchacho, con los pelos chorreados por ambos lados de su cara incolora, unos pantalones desarrapados y una camiseta agujereada, se había sentado frente a Conde sin saludar, mirándolo con una intensidad corrosiva que el ex policía, entrenado en aquellas artes, había desarmado con su pregunta sobre la filiación post del muchacho que, al fin, le había recordado a Abilio el Cao.

—Yo sé más de lo que tú te imaginas… Una vez fui hasta postmoderno, ahora soy postpolicía… Sin embargo, no sé quiénes son tus padres… —dijo y movió la mano, como si acariciara de lejos objetos y pinturas.

My father se piró cuando yo era un chama. En una escala que hicieron en Canadá salió corriendo del avión que lo traía de Rusia y no paró hasta Chile… My mother, que sabe más que las cucarachas y es más dura de matar que Bruce Willis, se empató después con un temba galinfardo que parece que se escapó del hogar de ancianos, pero tiene negocios aquí de grúas y mierdas de esas y es dueño de un baro larguísimo…, como tú ves.

—¿Y el gallego te compra los Converse?

El muchacho sonrió. Había recuperado su palidez vampiresca.

—¿Por qué tú crees que el viejo es rico? Es más tacaño que la madre que lo parió. Las cosas que tengo me las manda el puro de Chile. Pa joder a my mother

Conde también sonrió, pero no por lo que iba conociendo de los moradores del palacio, sino porque a su mente vino la letra de aquella versión de «A Whiter Shade of Pale», de Procol Harum, versionada al español por Cristina y los Stop y que hablaba de alguien amado que, muerto y enterrado, se le aparecía a la cantante con una «blanca palidez» que a Conde, desde siempre, le había parecido asquerosa y necrofílica. Una palidez como la de aquel muchacho al que Yoyi había llamado «pomo e’leche». Una blancura en la cual resaltaba como un alarido la cicatriz rojiza de unos diez centímetros que Conde había logrado ver en la cara interior del antebrazo izquierdo de Yovany.

—Ya, ya —dijo Conde, en procura de un tiempo para enfocarse en lo que, al fin y al cabo, a él le interesaba—. Esa cicatriz en el brazo…

La reacción de Yovany fue también eléctrica. Ocultó el brazo en la espalda, como un niño sorprendido con un dulce prohibido.

—Eso es problema mío… ¿Qué es lo que quería? No estoy para descargas…

Conde supuso que había tocado un punto neurálgico del muchacho y decidió reorientar sus interrogaciones.

—Sabes que Judy sigue sin aparecer. Y me he enterado de algo que me gustaría comprobar.

—¿Qué cosa? —Yovany seguía con el brazo protegido por su cuerpo.

—Me han dicho que ella quería dejar de ser emo…

—¡Eso es mentira! ¡Mentira!

La reacción esta vez, más que eléctrica, resultó explosiva, como si en lugar de tocar el punto doloroso, Conde lo hubiera lacerado hundiéndole un escalpelo.

—¡Ella era la más emo de todos nosotros! —siguió Yovany, todavía alterado—. ¿Quién coño puede decir eso? ¿El negro comemierda ese de Frederic?

—No. Fue la abuela de Judy.

—Pues esa vieja no sabe ná… Judy no nos iba a dejar. Judy era un cerebro, la que más sabía de las cosas de los emos, la que siempre hablaba de la libertad y de no dejarnos meter cuentos por nadie, por nadie.

—¿Desde cuándo tú la conoces?

—Desde que apareció por la calle G. Yo era medio emo, medio miki, medio rockero, pero un día hablé con ella y fuá…, emo completo —dijo y, al parecer de modo inconsciente, abrió los brazos para que su emopertenencia resultara mejor apreciada. Y Conde volvió a ver la cicatriz, reciente, vertical, típicamente suicida. Solo que los suicidas de verdad se suelen cortar los dos antebrazos. Y morirse, ¿no?

—¿Cómo te convenció?

—Hablando de la herejía que hay en la práctica de la libertad.

—¿Así lo decía ella?

—Sí. Y me prestó unos libros para que aprendiera. Libros que no se publican en Cuba, porque aquí la policía del pensamiento no quiere que uno sepa esas cosas. Libros donde te explican que Dios ha muerto, pero el Dios muerto no es nada más el del cielo: es el Dios que nos quiere gobernar. Libros sobre la reencarnación que todos vamos a tener. Y hablaba mucho sobre lo que uno puede hacer con lo único que le pertenece de verdad, la mente. Porque hasta el cuerpo, decía, podía pertenecerle a ellos: podían golpearlo, meterlo preso. Pero no podían con lo que uno pensaba, si uno estaba seguro de lo que quería pensar. Por eso teníamos que ser nosotros mismos, ser distintos, y no dejarnos gobernar por nadie, por ningún cabrón, ni aquí —indicó hacia el suelo—, ni allá —señaló el techo donde seguían girando los ventiladores—. Y nunca, nunca, oír a los hijos de puta que te hablan de la libertad, porque lo que quieren es quedarse con ella y joderte…

Conde comprendió que cada vez más sentía unos patentes deseos de poder hablar con Judy. Sus ideas sobre la libertad y la pertenencia tribal, incluso después de atravesar la estepa del cerebro de aquel disfuncional, resultaban retadoras, más intrincadas que unas reacciones de rebeldía postadolescente. Oír todo aquello de boca de Judy podría resultar una experiencia. El ex policía recordó al polaco Daniel Kaminsky y sus búsquedas de espacios de libertad para redefinirse a sí mismo. Otra extraña confluencia, pensó.

—¿Cuándo fue la última vez que tú la viste?

—No sé, hace como dos semanas, vino a buscarme y nos fuimos para el Malecón antes de ir para G.

—¿De qué hablaron?

Yovany pensó un instante, quizás demasiado largo, antes de responder.

—No sé bien. De música, de mangas…, ah, de Blade Runner. Ella era crazy a esa película y la había vuelto a ver.

—¿Y habló o no habló de irse?

—Creo que no. Hablaba de eso a cada rato, de irse pal carajo, en una balsa o en lo que fuera. Pero no, ese día me parece que no. No me acuerdo…

—La otra noche me dijiste que hacía poco ella había tocado ese tema.

—Ah, no sé qué dije el otro día —protestó e hizo un gesto circular con su dedo a la altura de la sien derecha. Había estado volando en un helicóptero. Quizás para comprobar, por allá arriba, que Dios había colgado el sable.

—Dime algo de los italianos… ¿Ella era muy amiga de Bocelli?

Yovany miró a Conde como si estuviera en el portamuestras de un microscopio. Para ser ex policía sabía mucho y jodía demasiado, trató de decir con su observación científica.

—Yo no sé nada de ese Bocelli que tú dices, y tampoco sé cómo una chiquita tan bacana como Judy se podía juntar con esos tipos asquerosos y cara’e guantes.

—¿Por qué asquerosos y cara’e guantes? Si tú no los conocías…

—Pero sé que lo único que querían era cogerle el culo. ¿Qué otra cosa iban a querer, eh? Mira, mira, busca a esos tipos, a lo mejor ellos, no sé, hasta la violaron y la mataron…

—¿Tú crees que podían hacer eso?

—Y más también.

Conde pensaba lo mismo. Entonces dudó sobre su próxima pregunta, pero se lanzó.

—¿Tú no crees que Judy no aparezca porque se suicidó?

La palabra suicidio le propinó otro corrientazo al muchacho, que retiró más aún su brazo izquierdo. Si de algo ya no tenía dudas, Conde pensó, era sobre el origen de la herida: Yovany no buscaba el sufrimiento emo, sino que había intentado suicidarse. Pero ¿le habían suturado la herida? El recipiente de las dudas volvió a llenársele. A Conde le parecía que la cicatriz no tenía los puntos típicos de la sutura. Entonces había sido tan superficial que con un vendaje se pudo haber detenido el sangramiento. ¿Qué clase de intento de suicidio había sido aquel? ¿Una prueba sobre el terreno?

—A lo mejor… —susurró por fin Yovany, más pálido que en su estado natural—. Ella también hablaba mucho de eso. Le gustaba cortarse, probar el dolor, hablar del suicidio. ¿Cómo tú crees que alguien así va a dejar de ser emo de un día para otro por culpa de un viejo italiano baboso o por cualquier cosa? No, Judy no podía dejarnos —insistió, con una vehemencia capaz de revelarle al Conde el grado de dependencia mental de Yovany con la filosofía atrevida y peligrosa de Judy.

—¿Y alguna vez te habló de los negocios de su padre? —Conde probó suerte con aquel punto oscuro que tantas veces había aflorado en torno a las inconformidades sociales y familiares de la muchacha.

—Algo me dijo…, pero no me acuerdo bien. Un negocio de mucho dinero…

—¿Así, sin especificar?

—Así, y más ná…

Conde suspiró, frustrado.

—Una última cosa, Yovany, y ya me voy… ¿Dónde está tu mamá?

—En España, en Inglaterra, en Francia, por ahí…, gozando la papeleta y gastándole la plata al gaito. My mother tiene treinta y ocho años, y el viejo, dos mil…

Conde asintió y se puso de pie. No sabía si extenderle la mano a Yovany para despedirse con cierta formalidad. Lo que sí supo era que debía dispararle, así, a bocajarro.

—La herida que estás escondiendo…, ¿trataste de suicidarte?

Yovany lo miró con odio. Odio puro y duro.

—¡Vete de aquí pa la pinga! ¡Me tienes enfermo! —gritó y dejó a Conde en la sala vacía, con la última pregunta en el directo: ¿por casualidad tu padre se llama Abilio González y le decían el Cao…? El abandono duró solo unos segundos. Como un espectro pasado de peso se hizo presente la imagen de Frau Bertha, que se movió hacia la puerta principal y la abrió. Solo le faltaba la espada flamígera para indicar el camino por donde debían salir los expulsados del paraíso terrenal.

Una de las caminatas que más complacía a Conde era la que lo extraviaba por las calles arboladas y en otros tiempos majestuosas del barrio de El Vedado. Entre la casa donde vivía Yovany y el sitio donde podía abordar un auto de alquiler con destino a su barrio agreste y polvoriento, se interponía justo aquel paisaje magnético en el cual, unos años antes, había descubierto la más fabulosa de las bibliotecas privadas que hubiera podido imaginar y, en ella, las trazas del más melodramático bolero en el cual se pueden convertir unas vidas reales.

Ahora no tenía ojos ni ánimos para disfrutar del panorama decadente y amable, casi ni para sentir el agobiante calor de junio, menguado por los álamos, falsos laureles, flamboyanes en flor y acacias distribuidas en los flancos de las calles. En su cerebro se alternaban, peleaban, sacaban la cabeza una por encima de otra, dos preocupaciones insobornables, capaces de cegarlo: y ambas tenían nombre de mujer. Judith y Tamara.

Esa mañana, luego de hablar con Elías Kaminsky, había escapado de la casa de su casi prometida antes de que ella se despertase. Tamara había hecho los arreglos necesarios para tomarse dos días libres que, con el domingo, hacían un fin de semana largo y descansado, que su cuerpo, ya de cincuenta y dos años, le estaba reclamando a gritos. La mujer, a diferencia de Conde, tenía la envidiable capacidad de poder dormir la mañana cuando no había nada que le exigiese madrugar. Por eso, satisfechas las apetencias sexuales de su cuerpo y complacidas las expectativas de su alma, había ordenado a su mente dormir tanto como le resultara posible, para que todos, alma, mente y cuerpo, estuviesen en las mejores condiciones para afrontar un día con seguridad cargado de emociones.

Conde pensaba en cómo podía ser su vida a partir de aquel día preciso. Cuando esa noche él y Tamara hicieran pública —para el único público que les interesaba— su intención de empezar a pensar en la posibilidad de casarse (más o menos esa era la formulación), algo comenzaría a ser diferente. ¿O no? A la edad que ambos tenían y luego de tanto tiempo de relación y convivencias, nada tenía que cambiar: solo asentarse. Porque así estaba bien y lo mejor, claro, era no menearlo. Pero, se decía Conde, con una motivación por la aventura y una intención de autoengañarse capaces de sorprenderlo a sí mismo, al fin y al cabo todo se reducía a una formalidad y a ellos dos, y a los años que les restaban por vivir. El hijo de Tamara y Rafael, que ya andaba por los veintiséis años y, como tantos jóvenes de su generación, había decidido sentar sus reales fuera de la isla —desde hacía años vivía en Italia, primero bajo la protección de su tía Aymara y su marido italiano; ahora, ya independiente, como especialista en mercadotecnia del Emporio Armani—, era una presencia lejana, que solo se materializaba en alguna llamada telefónica, unas fotos enviadas por correo electrónico y, muy de cuando en cuando, la remisión de una maleta de ropa para la madre (ni un calzoncillo de Armani para Conde) y doscientos o trescientos euros. El resto de los intereses humanos de Mario Conde lo conformaban el destino de Basura II (¿jaula de oro o vagancia callejera?) y la vida del grupo de amigos que esa noche festejaría con ellos.

De aquella tribu de fieles el miembro más vulnerable era el flaco Carlos, cuyo corazón, hígado o estómago podía (podían, todos a la vez) estallar en cualquier momento, aunque en los últimos tiempos su dueño parecía marchar con ritmos mejor pautados y amables. Incluso fumaba menos y comía con cierta discreción. Porque, tras la entrada en la viudez de Dulcita, lo que la mujer y Carlos trataban de mantener en secreto, con estrategias adolescentes, no resultaba un misterio para ninguno de los otros amigos. A pesar de la limitación física del Flaco, se hacía patente que, del modo que podían y cada vez que podían, debían de estar otra vez revolcándose como desesperados, según la costumbre adquirida cuando estudiaban en el siempre recurrente pre de La Víbora.

¿Qué lo preocupaba entonces? ¿Que el país se desintegraba a ojos vistas y se aceleraba su conversión en otro país, más parecido que nunca a la valla de gallos con la que solía comparar el mundo su abuelo Rufino? A ese respecto él no podía hacer nada; peor aún, no le permitían hacer nada. ¿Le preocupaba que él y todos sus amigos se estuvieran poniendo viejos y siguieran sin nada en las manos, como siempre habían estado, o con menos de lo que antes habían estado, pues se les habían perdido incluso las ilusiones, la fe, muchas de las esperanzas prometidas por años y, por descontado, la juventud? En verdad ya estaban acostumbrados a esa circunstancia, capaz de marcarlos como una generación más escondida que perdida, más silenciada que muda. ¿Que el negocio de los libros resultase cada vez más azaroso? Pues a veces daba dividendos inesperados y muy ventajosos. ¿Incluso que el equipo nacional de beisbol ya nunca fuera campeón en los torneos internacionales? En este terreno mucho podía hacer: para empezar, cagarse en la madre de los que descojonaban una marca nacional tan sagrada para los cubanos como el juego de pelota, que siempre había sido algo más visceral que un simple entretenimiento. ¿Y si decidían casarse y la rutina matrimonial lo colocaba ante la evidencia de que, al fin, tenía las condiciones para dejar de autoposponerse con mil argumentos y excusas, y se viera conminado a sentarse de una vez a escribir la novela escuálida y conmovedora que por años y años había soñado? Pues a lo mejor debía escribirla y ya.

Sin que lo deseara, la historia de Judy, insobornable, empujó aquellas disquisiciones y subió a la superficie. En realidad, cada paso que Conde daba hacia la muchacha obtenía por resultado un nuevo y mayor alejamiento, como si sobre su imagen cayesen velos empeñados en ocultarla, incluso en difuminarla. Las ideas de Candito y de la doctora Cañizares, sumadas a las transcripciones de su pensamiento elaboradas por Yovany, habían reforzado una preocupación más patente en el espíritu de antiguo policía de Mario Conde. Si al principio estaba convencido de que Judy se ocultaba por voluntad propia, dispuesta a vivir en un planeta donde encontraba la libertad que tanto ansiaba, ahora aquella seguridad había sido minada a conciencia. La complejidad que existía en la mente de la muchacha podía estar, de hecho estaba, cargada de componentes explosivos. ¿Se habría suicidado de verdad? ¿El odio hacia su padre era solo una reacción ética? ¿Se habría metido por voluntad propia en la boca de un lobo italiano, como sugería Yovany? Ojalá se equivocara, pero tenía un mal presentimiento para cada una de aquellas cuestiones.

Ahora a Conde le resultaba curioso que la asociación de las herejías de Judy y de Daniel Kaminsky, potenciada por la insistente presencia de unas copias de grandes pintores holandeses y alentada por la reaparición de Elías, le hubiera recordado que la hermana desaparecida del judío polaco se llamara igual que la joven emo esfumada. La imagen que Elías Kaminsky le había regalado de aquella otra Judit, una visión creada por la mente atribulada de su padre Daniel y relacionada a su vez con la Judit bíblica, había empezado a moverse en la mente de Conde con los claroscuros y el dramatismo que patentara Artemisia Gentileschi: Judit como ejecutora de Holofernes, justo en el instante en que le cortaba el cuello al general babilonio y preservaba la libertad del reino. La imagen, pensó Conde, le gustaba: pero la fusión de heroína bíblica con niña polaca desaparecida en el Holocausto vistas a través de una pintura célebre del siglo XVII poco podía ayudarlo a resolver el misterio de una Judith perdida en su presente cubano, tórrido y caótico, porque no se imaginaba a la emo como ejecutora de nadie…, salvo ella misma. ¿O habría algún otro cable capaz de conectar a la niña polaca y la joven cubana que compartían el apelativo bíblico? ¿Por qué pensaba eso? No, no lo sabía… Pero presentía que por algo debía ser.

El problema para el detective por cuenta propia y, según suponía, para los policías profesionales que cada vez con menos y muy previsible falta de intensidad andaban a la caza de la muchacha esfumada, era la falta de una mínima traza capaz de orientarlos. El camino marcado por los italianos parecía el más prometedor, aunque la ausencia de aquellos personajes había bloqueado ese sendero. Por ello le resultaba más frustrante la falta de indicios o la caída de ciertas suposiciones que habían provocado las conversaciones con los otros emos y hasta con la profesora amante de Judy.

Lo que sí sabía Mario Conde, algo que antes intuía y ahora había podido comprobar fehacientemente, era que Judy y sus amigos resultaban la punta visible y más llamativa del iceberg de una generación de herejes con causa. Aquellos jóvenes habían nacido justo en los días más arduos de la crisis, cuando más se hablaba de la Opción Cero que, en el pico del desastre, podría enviar a los cubanos a vivir en los campos y montañas, como indígenas cazadores-recolectores del neolítico insular de la era digital y los viajes espaciales. Esos muchachos habían nacido y crecido sin nada, en un país que empezaba a alejarse de sí mismo para convertirse en otro en el cual las viejas consignas sonaban cada día más huecas y desasidas, mientras la vida cotidiana se vaciaba de promesas y se llenaba de nuevas exigencias: tener dólares (con independencia de la vía de obtención), buscarse la vida por medios propios, no pretender participar de la cosa pública, mirar como se observa un caramelo el mundo que estaba más allá de las bardas insulares y aspirar a saltar hacia él. Y daban el salto sin romanticismos ni cuentos chinos. Como a su manera le dijera la doctora Cañizares, la falta de fe y de confianza en los proyectos colectivos había generado la necesidad de crearse intenciones propias y el único camino entrevisto por aquellos jóvenes para llegar a esas intenciones había sido la liberación de todos los lastres. No creer en nada sino en sí mismos y en los reclamos de la propia vida, personal, única y volátil: al fin y al cabo Dios había muerto —pero no solo el dios del cielo—, las ideologías no se comen, los compromisos te atan. La profundidad y extensión de aquella filosofía había conseguido mostrarle a Conde el entramado más doloroso de aquel mundo al cual, así lo intuía, su mirada apenas había podido escudriñar. Cierto que muchas veces Yoyi el Palomo se había empeñado en mostrarle aquella realidad a golpe de cinismo pragmático y ausencia de fe. Y que alguien como la mother de Yovany, con el cuchillo en los dientes, había tocado el cielo del buen vivir sin sentir arcadas por el bocado envejecido que había sido necesario tragar. Pero los pocos años que separaban a la generación de Yoyi y la madre del emo pálido de los jóvenes como Judy parecían siglos, casi diríase que milenios. Los desastres de los cuales esos muchachos habían sido testigos y víctimas engendraron a unos individuos decididos a alejarse de todo compromiso y crear sus propias comunidades, espacios reducidos en donde se hallaban a sí mismos, lejos, muy lejos, de las retóricas de triunfos, sacrificios, nuevos comienzos programados (siempre apuntando hacia el triunfo, siempre exigiendo sacrificios), por supuesto que sin contar con ellos. Lo terrible era que aquellos senderos estrechos parecían flanqueados por precipicios sin fondo, letales en muchos casos. Incluso, un componente antinatural alumbraba las búsquedas de algunos de esos jóvenes: la autoagresión por la vía de las drogas, las marcas corporales, la pretendida depresión y el rechazo; la ruptura de los tradicionales límites éticos con la práctica de un sexo promiscuo, alterno, vacío y peligroso, muchas veces exento de emoción y sentimentalismos. Y hasta de condones, en tiempo inmunodeprimidos.

Si aquel era el camino de la libertad, sin duda resultaba una vía dolorosa, como muchas de las carreteras que han pretendido conducir a la redención, terrenal o trascendente. Pero, a pesar de sus muchos prejuicios y de su moral preevolucionista, ahora que conocía más de aquel empeño emancipador, Conde no podía dejar de sentir una cálida admiración por unos jóvenes que, como Judy la filósofa y lideresa, se sentían capaces de echar todo al fuego —«Es mejor quemarse que apagarse lentamente», Cobain dixit—, incluidos sus cuerpos. Porque sus almas ya eran incombustibles, más aún, inapresables. Al menos de momento.

Molesto con el mundo por tener que llegar a esos conocimientos tan poco agradables, colocó la moneda en el teléfono y marcó el número directo de la oficina de Manolo. Iba a decirle que le pasara a los investigadores especiales (¿o eran espaciales?) el dato del negocio con muchos dólares en que parecía había estado involucrado Alcides Torres, pero, sobre todo, que les reclamara a los investigadores criminales un nuevo esfuerzo por encontrar a Judy, si todavía era encontrable. Cualquier cosa posible por hallarla pronto y viva. Porque, a juzgar por las evidencias acumuladas y a pesar de sus amistades peligrosas, Judy podía ser el mayor peligro para la propia Judy.

En lugar de una secretaria, como en los viejos tiempos, fue una máquina quien le respondió con el eterno «¡Ordene!». El mayor Palacios no estaba disponible. Si marcaba uno, podía dejarle un mensaje. Dos, y le comunicaban con la operadora. Tres para… Cuando iba a colgar, marcó el uno. Deje su mensaje, lo conminaron.

—Manolo, ¿por fin tú eres bizco? —dijo, colgó y lo mandó todo a la mierda. Judy incluida. Con sus propios problemas ya tenía bastante.