CUANDO estuvo bajo el techo de zinc caliente del Bar de los Desesperaos, Conde, desbordado de jugos, refrescos, planes de cumpleaños e intrincadas revelaciones (incluidas dos confesiones lésbicas con las que se batió como un caballero para no dejar que su imaginación las coloreara), observó con cariño de hijo pródigo la humilde simplicidad de las botellas de ron peleón y de los paquetes de cigarrillos infames colocados en una mesa. Al fin se sintió cerca de un territorio más propicio y comprensible, donde las cosas eran lo que eran, incluso lo que parecían ser, sin más complicaciones. Pero esa tarde, sobre la mesa donde estaba apoyada una de las nalgas fofas del negro dependiente al que los selectos clientes de la instalación llamaban Gandi, por Gandinga, también se exhibía un cartel capaz de romper aquel hechizo de identidad asentada: «Distinguido cliente: ¡pague ANTES de ser servido! LA ADMON».
—¿Y eso, Gandi? —le preguntó Conde señalando la admirada orientación administrativa—. ¿Ya no hay confianza en la distinguida clientela?
—Ni me hables, Conde… Ayer me jodieron. Le di dos botellas a un tipo y el muy hijoeputa se mandó a correr. Me jodió bien jodío.
—¡Cooñó…! Los desesperaos se desencadenan… —se le ocurrió decir—. Bueno, dame un doble y una caja de cigarros —pidió el Conde.
—¿Tú sabes o no sabes leer…? Dale, quince cañas, paga primero —dijo el cantinero y, sin desacomodar la pesada nalga, esperó a que el distinguido cliente pusiera el dinero sobre el mostrador. Solo cuando lo hubo retirado, contado y distribuido los billetes en la vieja contadora, lanzó la cajetilla de cigarros y comenzó a servir la bebida en un vaso de cuya limpieza Conde tuvo más desconfianza que un marxista ortodoxo, en teoría presto a dudar de todo, más bien de todos.
Cuando se disponía a probar el ron que con tanta vehemencia le pedía su ánimo, sintió a su derecha una presencia mal oliente. Volteó la cara y se encontró un ojo que lo observaba y, muy cerca del ojo alerta, un párpado caído, derrotado ya sin remedio. El hombre no se afeitaba hacía muchos días y, de paso, también parecía andar en malas relaciones con la ducha. La pupila insomne, enrojecida, estudiaba al Conde, hasta que creyó encontrar lo que buscaba.
—¿Viste esto, Gandi? —el hombre le soltó al cantinero—. Un tipo bañao… Eso merece un trago. Quiero decir, dos. —Y alzó la voz hacia el cantinero—: Gandinga, uno pal bañao y otro pa mí.
Conde pensó que, aun cuando se duchaba todos los días, jamás se habría calificado de un tipo especialmente bañado. Y menos después de haberse pasado el día en la calle, padeciendo el bochorno de junio.
—¿Y quién paga? —Gandinga preguntó, solo por oficio.
—El bañao, claro…
—No, socio, gracias —dijo Conde. No quería hablar, solo tomar. Y no tomar para pensar, sino más bien para olvidar.
—¿No jodas? ¿No me vas a invitar a un cortico ahí? —Y no solo lo miró con el ojo bueno, sino que le tembló el párpado caído, como si realizara su mayor esfuerzo para resucitar. El cíclope tenía el aliento de un aura.
—Está bien, está bien, pero con una condición… No, con dos.
—Dale, dispara, aquí hay un hombre.
—Si te pago el trago, ¿después me dejas tranquilo?
—Hecho. Sigue…
—Ah, la segunda: un solo trago…
—Hecho, hecho… Dale, Gandi, escancia con generosidad… —reclamó Un Ojo.
Conde colocó el dinero en la barra y Gandinga, luego de retirarlo, le sirvió su trago al hombre. Un Ojo lo cazó al vuelo y bebió un sorbo pequeño, con alto sentido del ahorro, y solo entonces se volvió hacia el Conde. ¿De dónde habría salido aquel espantapájaros?
—Total, yo tampoco quería hablar contigo… Tú tienes cara de ser tremendo singao… Porque fuiste policía.
Al oír la primera razón de Un Ojo, Conde sintió deseos de patearle el culo, pero recibió como un corrientazo su conclusión final. Ya en estado de alerta, volvió a mirar al hombre y trató de ubicar lo que pudiera quedar de aquel rostro en su archivo de caras conocidas a lo largo de los ya muy distantes diez años en que había trabajado como policía y se había revuelto en la mierda. Con dificultad —no solo achacable a su memoria— descubrió que aquel despojo humano no era otro que el teniente Fabricio, expulsado por corrupto, y con quien había tenido todas las diferencias posibles, incluida una pelea a golpes en plena calle.
Lamentando su suerte, Conde arrojó hacia la acera la porción de ron que aún le quedaba en el vaso, dispuesto a alejarse de allí. Fabricio, o lo que sobrevivía de él, seguía siendo un polo repelente.
—Oye, Gandi —dijo Conde mientras devolvía el vaso al cantinero—, no tengas piedad con este tipo. Fue, es y será un tronco de hijoeputa. Y este sí que, haga lo que haga, no tiene salvación. —Y salió a la para él benefactora y consabida canícula de junio.
El encuentro con Fabricio no resultaba un prólogo favorable para el capítulo que el Conde necesitaba desarrollar en aquel momento: una conversación con Alcides Torres, el padre de Judy. Hablar con dos hijos de puta de tal calibre durante un mismo día, peor aún, en una misma tarde, le parecía un abuso con sus capacidades de resistencia gástrica. Y más desde que la profesora Ana María le hablara de cierto negocio millonario y, como remate, Candito le informara sobre la posible redención de aquel tipo de personajes. Pero la urgencia que lo envolvía por encontrar alguna pista capaz de conducirlo hacia Judy y, de paso, poder alejarse cuanto antes de cualquier relación con aquel episodio demasiado turbio y a la vez atractivo, resultó más fuerte y decidió arrostrar los riesgos de la sobredosis de diálogos con hijos de puta con diploma.
Habían quedado en verse a las siete, en el palacete de Alcides, pero cuando Conde llegó, el hombre aún no había aparecido. Alma Turró fue quien lo recibió, le brindó asiento, aire de ventilador, café y conversación.
—Dígame algo de mi nieta, por favor —pidió la mujer después de acomodar la bandeja con el café al alcance del recién llegado.
Mientras bebía la infusión, Conde pensó la respuesta, pues no era mucho lo que podía decirle a la mujer. Incluso, de lo que pudiera revelarle, existía una parte demasiado alarmante, y prefería no tocarla con ella.
—Alma… Todavía no tengo ni la menor idea de dónde puede estar ni qué puede haberle pasado. La policía está en las mismas. Ni siquiera tienen una pista, una sospecha, nada. Ni ellos ni yo sabemos qué hacer… Cuando alguien se pierde así, por lo general hay dos motivos: o le ocurrió algo muy grave o ella misma ha hecho todo lo posible para que no le sigan la pista…
Alma lo escuchaba en silencio. Tenía las manos apoyadas en el regazo y se las frotaba como si le escocieran.
—¿Va a dejar de buscarla?
—No… Ahora voy a hablar con su yerno, porque para seguir necesito saber ciertas cosas… Y mañana tengo una cita con una persona que ha estudiado mucho a los jóvenes como Judy, los emos, los frikis. Sobre todo a los que se tatúan, se hacen piercings o se lastiman… Y después no sé, la verdad, no sé. Judy parece un laberinto, y lo peor es que no tengo idea de cómo ni dónde voy a encontrar la salida porque ni siquiera puedo entrar en él.
La mujer apoyó la barbilla en la mano abierta y el codo en el brazo del sillón. Miraba hacia el jardín, apenas visible por la luz proveniente del portal.
—¿Ya habló con su profesora de literatura?
—Sí —dijo el Conde y se quedó a la expectativa.
—Ellas dos tenían… algo más.
—No lo sé.
—Se lo estoy diciendo. Eran… novias. O lo fueron…
Conde se mantuvo en silencio. Hasta que se rindió.
—Ella tampoco tiene idea de lo que puede haber pasado.
La mujer miró a Conde.
—¿Qué le dijo ella?
Conde pensó en lo que podía ser apropiado revelarle a la abuela.
—Algo que me sorprendió —dijo, aprovechándose del sendero más tentador—. Judy quería dejar de ser emo. ¿Usted lo sabía?
Alma asintió, pero dijo:
—No, no lo sabía. Aunque era de esperar. Judy es demasiado inteligente…
—Pero todo su fundamentalismo emo… Por cierto, hay un muchacho del grupo de Judy que se llama Yovany. ¿Usted sabe cómo puedo localizarlo?
—Ella tiene una libretica con teléfonos y direcciones. Déjeme ver… Es que la policía estuvo revisando las cosas de Judy y, por cierto, no nos han devuelto su computadora.
Alma se puso de pie y subió hacia las habitaciones de la planta alta y Conde al fin pudo encender el cigarro que le exigía el gusto del café. Desde que hablara con Yadine se le antojaba interesante un reencuentro con el emo albo. Su vista, sin embargo, se concentró en las magníficas reproducciones de pintores holandeses colgadas en la sala. Vermeer de Delft, De Witte y, acercándose al paisaje, leyó la firma copiada: Jacob van Ruysdael. El hecho de que unos meses antes Rembrandt se metiera en su vida y que ahora él se hubiera dejado meter en la vida de una muchacha en cuya casa existía una marcada afición por la pintura holandesa le pareció una conjunción que debía responder a una de aquellas trabazones de carácter cósmico de que tantas veces le hablara el polaco Daniel Kaminsky a su hijo Elías. ¿Y esas cosas sucedían así porque sí o por alguna voluntad inescrutable?
Unos minutos después la mujer regresó con un papel en la mano.
—Alma —le preguntó Conde, todavía de pie ante el paisaje invernal de Ruysdael—. ¿Por qué tienen estas reproducciones de pintores holandeses?
La mujer observó también el paisaje antes de responder.
—Son reproducciones de primera calidad, hechas en Holanda por estudiantes de pintura como ejercicios académicos. Coralia, la madre de Alcides, las compró en Ámsterdam por casi nada, como en el año 1950. Eso fue antes de que tuviera el accidente que la dejó inválida. Y él las heredó cuando ella murió, hace cuatro años… Coralia vivió en su silla de ruedas hasta los noventa y seis, y nunca quiso deshacerse de sus pinturas falsas. ¿Pero son lindas, verdad? Sobre todo este paisaje… Yo diría que hoy en día esas reproducciones valen unos cuantos dólares…
Conde observó un poco más las copias, y no pudo evitar que a su mente viniera la historia del Matisse falso que parecía auténtico y que había provocado las ambiciones de varias personas[6]. Y el destino cubano, todavía incierto, del retrato del joven judío realizado por Rembrandt y cuya propiedad estaba litigando Elías Kaminsky. ¿Una de aquellas reproducciones podía valer muchos dólares? No, para los niveles por los que se movía Alcides Torres no debían de ser muchos dólares.
Alma Turró al fin le entregó el papel a Conde.
—Mire, debe de ser este Yovany…, ahí tiene la dirección y el teléfono.
Cuando fue a poner el papel en su bolsillo, Conde comprendió que algo no funcionaba como debía.
—¿Esta libreta de contactos estaba en el cuarto de Judy?
—No, yo la tengo en mi cuarto… Es que llamé a todos los que ella apuntó ahí. A ver si sabían algo de ella.
—¿Y qué averiguó?
—Nada que me ayude a encontrarla —suspiró la mujer mientras volvía a sentarse y a enfocar a Conde—. Mire, si usted deja de buscarla, va a ser como si se hubiera perdido para siempre. ¿No entiende eso? Usted me da una esperanza de…
—La policía va a seguir. Es un caso abierto.
—No intente engañarme…
—Voy a seguir…, pero, ya le digo, se me acaba el camino. O alguien me lo está cerrando. A lo mejor la misma Judy —dijo Conde que, al verse a sí mismo en una carretera que llegaba a su fin, tuvo la premonición repentina de que en realidad alguien le estaba cortando el paso. En ese instante Alma alzó la barbilla y realizó un gesto canino, con resultados capaces de sorprender al Conde.
—Ahí llegaron Karla y Alcides —anunció, se puso de pie y recogió la bandeja para internarse en la cocina. Antes de salir, añadió—: Voy a darle la libreta de teléfonos de Judy. A lo mejor lo ayuda en algo.
—Claro, gracias…
Alcides Torres entró deshaciéndose en disculpas, una llamada por teléfono a última hora, el tráfico. Karla, su mujer, le extendió la mano y ocupó el sillón donde antes estuviera su madre. Karla tenía unos cuarenta y tantos años, muy bien llevados de la nariz hacia abajo y de la frente hacia arriba: porque la franja de los ojos era un pozo de dolor, tristeza e insomnios. Alcides, que quizás era unos años mayor que Conde, por fin se acomodó en una butaca rígida y bufó su cansancio. Justo a sus espaldas quedaba el cartel donde se le pedía al Máximo Líder que ordenara, lo que fuera y para lo que fuera.
—¿Conde, no? Alma nos ha hablado de usted, y le agradezco, le agradecemos su interés…
—No es mucho lo que puedo hacer…
—¿Entonces todavía no sabe nada? —le preguntó Alcides.
—Sé muchas cosas, pero no lo que ha pasado con Judy.
—¿Y qué le hace falta saber para seguir? —intervino Karla, ansiosa.
Conde meditó unos instantes y al fin habló:
—¿Puedo conversar a solas con Alcides?
La respuesta de la mujer fue una flecha que lo atravesó y lo clavó contra el sillón.
—No. Hable con los dos. —Y mantuvo la vista fija en el ex policía, sin mirar a su esposo—. De lo que sea. Es mi hija…
Conde no se esperaba aquella coyuntura precisa para decirle y preguntarle a Alcides Torres lo que necesitaba, pero si no le daban otra alternativa… Se lanzó.
—Bien… No tengo una sola prueba para sostenerlo, pero me parece que ahora mismo nada más hay tres posibilidades: la mejor es que Judy se fue porque quiso irse, y está en alguna parte donde no quiere que nadie la encuentre, sobre todo ustedes; la otra, que le haya pasado algo muy grave…, pero sería extraño que no hubiera algún rastro, cualquiera. La peor es que haya hecho algo contra sí misma.
—No, mi hija no es una suicida. Será todo lo rara que sea, pero no es una suicida. Pensemos en la mejor —propuso Karla, mientras tragaba lo que Conde estimó sería un buche amargo—. ¿Qué se puede hacer?
—Esperar, seguir buscándola… —enumeró Conde y decidió continuar por la ruta que le habían abierto—. O, si están tan seguros de que no se haría daño ella misma, dejarla tranquila. Porque haya pasado lo que haya pasado, hay algo seguro: Judy no quería vivir con ustedes, con las reglas de ustedes. Por eso se fabricó su propio mundo y se metió en él de cabeza. Un mundo de emos, de filósofos alemanes, de budas, de cualquier cosa que estuviera bien lejos de ustedes, de lo que ustedes defienden o pretenden defender. Quería sentirse libre de esa carga y a la vez mejor con ella misma… —dijo y miró de frente a Alcides Torres. Conde sintió el empujón que le daban su conciencia y las ideas de Judy, y ya no pudo detenerse—. Porque lo que usted hacía, Alcides, le daba asco. Lo que Judy vio en Venezuela y le costó el puesto fue la tapa al pomo… Su hija descubrió su peor cara y no podía ni quería vivir cerca de usted.
Alcides Torres miraba y escuchaba a Conde con una atención sumisa, como si no lo entendiera o como si el otro hablara de una persona ajena a él. Aquella imprevista andanada de inconformidades de Judy, salidas como un vómito del alma del ex policía, parecía haberlo sorprendido, al punto de congelarlo. Su mujer, desde su sitio, había bajado la vista y movía la punta del pie derecho, trazando pequeños círculos, sin atreverse a intervenir, tal vez lacerada por sus propios sentimientos de culpa o algún rastro de vergüenza. ¿Ella era parte de la trama de corruptelas de su marido? Conde, ya lanzado por la pendiente de sus animadversiones desveladas, siguió disparando:
—Lo peor es que, para no llegar a esa conclusión, Judy pasó por sus propios infiernos. Pero cuando fueron a Venezuela y vio lo que vio, ya no pudo más. ¿Y sabe qué? No dudo que ella misma lo haya denunciado… —La sangre que se había acumulado en el rostro de Alcides Torres pareció esfumarse, dejando una lividez enfermiza en su piel, y Conde se lanzó al remate—. Después, Judy maltrató su cuerpo y su mente, se enroló con los emos, se metió drogas, se hizo amiga de gentes bastante peligrosas que la ayudaban a evadirse, empezó una relación sentimental que la alejaba de ustedes y de toda esa mierda de la que se aprovechan para robarse lo que aparezca y para meterse en un negocio que le podría dejar muchos, muchos dólares…
Alcides Torres se puso de pie, impulsado por el último resorte de su desvencijada dignidad o por el primero de su más patente sorpresa, y levantó el brazo derecho, dispuesto a golpear. Conde, preparado para una reacción como aquella, empujó hacia atrás el sillón y salió del alcance del posible golpe, que Alcides dejó en suspenso, quizás por el alarido de Alma Turró.
—¡Alcides! ¡Qué coño te pasa…! ¿No te gusta la verdad…?
Con el brazo todavía en alto, Alcides Torres miraba a Conde, mientras este pronunciaba una frase que desde hacía muchos años no pasaba por sus labios, pero que, llegado el momento crítico, disfrutaba soltar.
—Si me tocas, te arranco el brazo…
Conde, que jamás le había arrancado una pata a una cucaracha, dio otro paso hacia atrás, ya liberado de su carga de rencor y frustración, más dispuesto a evitar que a provocar: al fin y al cabo había dicho lo que, por muchísimos años, había querido decirle a tipos como Alcides Torres. Justo cuando iba a continuar el retroceso, la voz de Alcides lo detuvo.
—Perdóneme —dijo mientras bajaba el brazo y se volvía hacia su suegra—. Alma, yo quiero a mi hija, quiero que vuelva, quiero pedirle perdón… Todo lo que he hecho…
Alcides cortó su disculpa y dejó la sala para subir por las escaleras hacia las habitaciones de la planta alta.
Karla, todavía metida en su sillón, no había dejado de observar a Mario Conde y este descubrió que su mirada había recuperado parte de la vitalidad perdida.
—Alguna vez alguien más se lo tenía que decir —habló al fin—. Judy fue la primera, hace como tres o cuatro meses… Alcides vino a decirle que la forma en que ella vivía y se comportaba lo perjudicaban, que no le iba a permitir sus exhibicionismos ni sus discursos sobre la libertad, que tener una hija viviendo en Miami ya era suficiente problema…, y Judy explotó. Le soltó todo lo que pensaba de él, cosas incluso peores de las que usted ha dicho, sobre todo porque se las decía su hija… Desde entonces dejó de hablarle.
Conde sintió cómo su ritmo cardiaco se normalizaba.
—Lo que vio en Venezuela afectó mucho a Judy —dijo Conde y se llevó un cigarro a los labios, aunque no le dio fuego—. Algo importante, Karla. ¿Con cuánto dinero pudo haberse ido Judy?
Resultó evidente que la mujer no se esperaba aquella pregunta.
—No lo sé —trató de escaparse.
—Es que tener o no tener dinero puede ser la diferencia entre haber desaparecido o estar escondida…
Karla suspiró y miró a su madre, antes de devolverle la atención al ex policía.
—Le robó a su abuela quinientos dólares que le mandó desde Miami mi hija Marijó, María José…
Conde pensó: quinientos dólares era poco para comprar un espacio en una lancha que saliera de Cuba, aunque mucho para alguien que solo necesita comprar unas lechugas para sobrevivir. Pero, a la vez, por quinientos dólares en Cuba podía haber gente dispuesta a hacer muchas cosas, cosas malas. En aquella historia en que solo escuchaba medias verdades toda nueva información, más que una certeza, abría otras interrogantes. Y aquel jodido adverbio de cantidad…
Karla volvió a mover el pie, cuando reclamó la atención del Conde.
—Voy a pedirle algo, un favor: si usted puede encontrar a Judy, o si tiene una idea de quién puede saber dónde está, quiero que ella sepa que su abuela y yo la queremos mucho, que a pesar de todo su padre también la quiere, y no nos perdonamos lo que le hemos hecho. No queremos que regrese, nada más queremos saber que está bien. Ya tenemos una hija que vive lejos de nosotros, decidió irse a vivir lejos de nosotros, así que podemos entender si Judy prefiere hacer lo mismo. Pero ella debería saber que haga lo que haga y esté donde esté, la vamos a seguir queriendo.
Conde avanzó por la acera destripada de la calle Mayía Rodríguez y sintió en el aire un hedor a chatarra, petróleo quemado y mierda de perro. La mierda la llevaba prendida a la suela de sus zapatos, la peste a chatarra y petróleo provenía de un Chrysler de 1952 que dos negros, con sus colores potenciados por la grasa y el hollín que los cubría, trataban de resucitar. Eran olores reales, de la vida de todos los días, a la cual tanto deseaba regresar.
La petición de Karla, hecha con el consentimiento visual de Alma Turró, lo volvía a empujar hacia la senda que hubiera preferido abandonar. Pero el sentimiento de liberación aportado por su conversación con Alcides Torres todavía lo sorprendía. Había venido buscando información y había terminado exorcizando viejos rencores, frustraciones, odios enquistados por personajes como aquel Alcides Torres que tanto le recordaba a Rafael Morín, el difunto marido de Tamara. ¿En realidad le había dicho a Alcides lo que hubiera querido gritarle a Rafael? Debía indagar cuando viera a algunos de sus amigos psicólogos.
Esa tarde, antes de salir de su casa, el ex policía se había atrevido a releer el prólogo a Así habló Zaratustra, tratando de poner en el espejo de Judy aquella monserga trascendentalista y mistificadora de Nietzsche —autor que, al mismo nivel lamentable que Harold Bloom, Noam Chomsky y André Breton, entre otros más, le resultaba de una petulancia de profeta iluminado que le caía como la clásica y muy reconocida patada en las partes más vulnerables de su anatomía—. Mientras leía fue haciendo el intento, solo el intento, de entender la relación de simpatía que, saltando sobre un siglo, podía establecer una emo cubana de dieciocho años con el alemán que había clamado por un hombre nuevo despojado del lastre de Dios y todas las sumisiones que ese Dios exigía. Y fue cuando empezó a pensar con más insistencia en las expresiones emofundamentalistas de Yovany, el muchacho capaz de alterar a Yoyi. Mientras a duras penas deglutía a Nietzsche, se convencía de que quizás el joven era la persona en mejores condiciones de explicarle las confusiones mentales de Judy, como, con benevolencia, las calificara Candito. Casi cuando había terminado con la lectura del prólogo recibió la llamada de Yoyi, siempre capaz de devolverlo a la realidad de su propia vida: al día siguiente, le explicó el Palomo, el Diplomático les liquidaría la deuda, y luego debían visitar al ex dirigente político para pagarle su parte y, por supuesto, repartir ganancias.
—¿Y todavía tienes el anillo? —le había preguntado, tratando de sonar casual.
Yoyi había reído de buena gana.
—¿Por fin lo quieres?
—Estaba pensando… No sé qué coño estaba pensando —dijo, pues era la verdad.
—Mira, yo que tú pensaría que es un buen regalo de cumpleaños y…
—Eso ya lo pensé, compadre —lo interrumpió el Conde.
—Pues es tuyo, man… Te lo voy a dar a un precio muy especial. Pero con una condición.
—No empieces a joder, Yoyi. Ya esto es bastante complicado para que me pongas condiciones y…
—Mira, man, la rebaja viene con esta condición, o no hay rebaja —había seguido el otro—. Es fácil: quiero que me dejes entregárselo yo a Tamara, claro, en tu nombre… Y que si se casan, me dejes ser el padrino de la boda.
—Nadie se va a casar, tú.
—Dije si, sin acento, if para los angloparlan…
—Si if, el Flaco no me perdonaría que le quitara el gusto de joderme otra vez. Es mi padrino de bodas y de divorcios ad vitam.
—Nadie dice que no pueda haber dos, tres padrinos de boda, los que a uno le salgan de la barriga.
—If… Mañana tengo una cosa a las once.
—Te recojo a las nueve y en una hora cerramos el negocio. Nos vemos, ahijado.
—No me machuques, Yoyi… —había dicho Conde antes de colgar el aparato.
Ahora, frente a la casa de Tamara, observando las esculturas de concreto inspiradas en la figuración de Picasso y Lam que cubrían el frente de la edificación y la singularizaban, Conde concluyó que su tiempo de gracia concluía y debía cumplir con lo prometido en la nota que esa mañana le dejara a Tamara. Antes de entrar, comprobó si sus zapatos estaban limpios. No se podía hablar de aquellos temas hediendo a mierda. ¿O lo mejor era no menearlo?
Como lo esperaba, Tamara, que no era demasiado adicta a la cocina, hacía el esfuerzo de preparar algo comestible: arroz, tortilla de cebollas y ensalada de tomates. Una vergüenza de menú. Si la vieja Josefina veía aquello, podía sufrir una apoplejía. ¿Y esta es la mujer con la que piensas casarte, así como si nada, solo porque te gusta, y ahora se te ocurrió que a lo mejor quieres casarte? Conde tostó unas rodajas de pan y las mejoró con aceite de oliva traído por Aymara de Italia, y las convirtió en una delicatessen con unas hojas de la albahaca italiana sembrada en el jardín y el aguacero de parmesano rayado que les dejó caer encima.
Media hora después, cuando ya habían agotado el tema de los preparativos de la fiesta del día siguiente y mientras bebían el café, colado por el Conde, el hombre se dijo que aquella técnica dilatoria no daba más de sí.
—Tamara, hace días que yo…
Ella lo miró y sonrió.
—Dale, te oigo. Dame una cachada —pidió ella, luego de sorber apenas unas gotas de café, para apropiarse del sabor. Fumó dos veces del cigarro del Conde y se lo devolvió, para de inmediato presionarlo—. Sí, ¿hace días que qué cosa…?
Conde se olió la trampa: su desempolvado instinto de policía le advertía del peligro.
—¿Tú sabes la cosa?
—¡¿Yo?! ¿La cosa? ¿Qué cosa?
El asombro exagerado la delató.
—El Flaco, Dulcita, Yoyi…, ¿quién se fue de lengua?
Tamara se rió a plenitud. Cuando reía era más hermosa.
—Como es tu cumpleaños y van a estar aquí todos esos hijos de puta, pues pensé…
La mujer no resistió más. Era demasiado blanda con Conde y hacerlo sufrir de aquella manera, aunque divertido, le parecía cruel.
—Anoche, cuando me hablaste de «la cosa», no estaba dormida. Me hice, después que te oí…, hasta ronqué un poquito.
—Así que…
—Y hoy Yoyi pasó por la clínica con el anillo para ver si tenía que hacerle algún ajuste para mi dedo. Me quedó perfecto. Y es precioso.
—¿Pero cómo se atrevió…? ¿Entonces…?
—Pues si me lo pides, me hago oficialmente novia tuya. Y si me lo pides después, pensaré si vale la pena casarnos o no. Pero primero, novios, como debe ser. Lo otro tengo que pensarlo… Mucho. No es cualquier «cosa».
Conde sonrió, se puso de pie y se colocó en las espaldas de Tamara, todavía sentada. Con delicadeza levantó la barbilla y la besó: su saliva sabía a aceite de oliva, parmesano y albahaca, con un punto de café y tabaco. Tamara sabía a las cosas reales y mejores de la vida. El hombre sintió cómo otra «cosa» se desperezaba, a pesar de los cansancios y las confusiones mentales acumuladas en un día demasiado prolongado y cálido.
De la mesa fueron directo a la habitación, donde los futuros novios se dieron a la práctica de sus respectivas sabidurías de las necesidades del otro para conseguir una sosegada y profunda tanda de sexo maduro y, como tal, más dulce y jugoso. Conde, por cuya mente perversa habían pasado en algunos momentos las imágenes fabricadas de Ana María, Yadine y Judy, revoltosas, frescas, entregadas a sus juegos femeninos, pensó al final del proceso que esa era la última vez que hacía el amor con una Tamara de cincuenta y un años, soltera y sin compromisos. La próxima ocasión sería con una mujer muy parecida, aunque a la vez diferente.