LA explanada, muchos años atrás bautizada como la Plaza Roja por algún alucinado y entusiasta promotor de la indestructible amistad cubano-soviética, reverberaba desde la negritud de su pavimento. Dejaron el auto en una calle lateral y, apenas se refugiaron bajo la sombra benéfica del árbol, Conde y Manolo, como no podían dejar de hacer, se entregaron a evocar el episodio grotesco de la muerte de una joven profesora de química que, veinte años antes, los había obligado a subir y a bajar varias veces la Plaza Roja hacia o desde el Pre de La Víbora. Gracias a aquella investigación terminaron por encontrar allí una montaña de mierda —dobleces morales, oportunismos, arribismos, desmanes sexuales, académicos e ideológicos— y, como guinda del pastel, a un asesino que ninguno de los dos hubiera deseado hallar[5].
Temprano en la mañana, Conde había localizado al mayor Manuel Palacios antes de que saliera de la casa (vivía ahora con la octava mujer con que se había casado) hacia la Central de Investigaciones. Manolo protestó todo cuanto pudo, pero al final accedió a verlo sobre las once y luego acompañarlo en aquel viaje a un presente plagado de conexiones con el pasado. Como Tamara había salido al amanecer, pues era el día en que hacía intervenciones quirúrgicas con los cirujanos maxilofaciales, Conde se atrevió a dejarle una nota sobre la mesa del comedor. Trataría de regresar temprano para hablar de algo importante con ella, escribió. Él sabía que había concebido aquella nota con la peor de las intenciones: no dejarse margen para una escapatoria. Y se fue a su casa para cambiarse de ropa y alimentar a Basura II, que lo recibió con un gruñido de reproche por el abandono al cual lo estaba sometiendo. Y si se casaba y se iba a vivir para la casa de Tamara, muchísimo más confortable que la suya, ¿qué hacía con aquel perro loco, aficionado a dormir en las camas y los sofás luego de pasarse el día en la calle revolcándose con otros perros y hasta con elefantes hermafroditas si aparecían paquidermos con esas cualidades? Si se lo llevaba consigo, lo más probable sería que, a la semana, Basura II y su dueño fuesen declarados indeseables y expulsados ambos, los dos (y el elefante si andaba con ellos), de una casa donde se vivía de acuerdo a ciertas reglas de urbanidad que aquellos salvajes desaforados sin duda desconocían. Causa admitida para el acto de divorcio: la insoportable ingobernabilidad de un hombre y su perro.
En la Central, Conde le había explicado a su antiguo subordinado los pasos que había ido dando en la búsqueda de la emo y el porqué de su petición de ayuda: necesitaba identificar y, si conseguían hacerlo, localizar al italiano que Judy había apodado «Bocelli». Para calmar a Manolo, tan urgido siempre, había entrado en el tema diciéndole que se trataba de un hombre interesante para él y sus policías, pues según había sabido, parecía muy posible que estuviese relacionado con algún nivel del consumo y venta de drogas en la ciudad. Necesitaba el apoyo de Manolo, ya que la única forma tangible para la identificación implicaba pedirle a Inmigración los datos de los italianos menores de cuarenta años, visitantes asiduos del país, que hubieran entrado en la isla en los últimos dos meses. Y con aquella información confrontar a Frederic, a quien el mayor Palacios, en su condición de policía de verdad, de los que te interrogan y te meten preso, también debía sacarle la identidad de la misteriosa novia de Judy, tentadora como una isla aún por explorar. Entre aquel italiano y la novia oculta podían andar las razones de la desaparición, forzada o voluntaria, de la emo.
Mientras esperaban la información sobre los italianos, Conde, como si no fuese importante, trató de introducir el otro tema en el cual su ex subordinado podía ayudarlo: la historia venezolana de Alcides Torres que aparecía una y otra vez en el fondo de las rebeliones de su hija. Para su sorpresa, ese día Manolo había reaccionado como si lo hubieran rejoneado: de aquella investigación ellos, los oficiales investigadores de siempre, no sabían nada. Con el argumento de que no se trataba de crímenes comunes, se la habían entregado a un cuerpo especial que llevaba ese y otros casos parecidos. Pero lo que estaba claro para «los oficiales investigadores de siempre», como el propio Manolo, era que se trataba de corrupción pura y dura. Si Alcides Torres todavía andaba por ahí buscando a su hija y manejando su Toyota, solo se debía a que no habían podido implicarlo de forma directa en aquellos manejos turbios de contenedores cargados de televisores de pantalla plana, computadoras y otras delicatessen tecnológicas compradas en Venezuela, luego revendidas en Cuba. Pero, a juicio del mayor Palacios, cuando dos de tus subordinados comen cake, por lo menos te dejan probar el merengue, ¿no?
Con las fotos de treinta y dos italianos que se ajustaban a los parámetros exigidos, Conde y Manolo esperaban el momento de la salida de los estudiantes. Como solía ocurrirle en circunstancias similares, Conde sentía el escozor que le provocaba su oportunista decisión de colocar a Frederic en la alternativa de develar un secreto con cuya preservación se había comprometido. Algo semejante había hecho durante el caso de la profesora asesinada, cuando prácticamente obligó a un estudiante de aquel instituto a revelarle una información capaz de colocar al muchacho en la categoría nada amable de chivato. ¿Por qué coño había aceptado meterse en esa historia?, se recriminaba el ex policía, cuando escucharon el timbre que ponía fin a la sesión matutina del instituto.
Como el día anterior, Yadine fue de las primeras en abandonar el edificio y, siempre sola, con prisa, como reconcentrada en algo, tomó la pendiente hacia la Calzada. Minutos después, Frederic salió del instituto usando su look de estudiante. Solo que, en lugar de dos, ese día eran tres las muchachas que lo acompañaban, incluida la rubia espectacular con la cual el día anterior se había besado en plan de buenos amigos. Con la regularidad ya establecida, la primera de las jóvenes se desprendió hacia su destino, y unos minutos después fue la rubia quien —luego de un beso más leve, pero labiolingual— se separó de Frederic y la otra joven. Los perseguidores debieron andar varias cuadras detrás de la pareja que, apenas se libraron de sus acompañantes, habían empezado a ejecutar un besuqueo desenfrenado y callejero que los obligaba a detenerse cada diez metros y le hacía pensar al Conde en su incapacidad de entender nada. Cuando llegaron al Parque de los Chivos y ocuparon un banco, la intensidad y profundidad de las caricias alcanzó más altos niveles. Las lenguas enloquecieron, las manos de los jóvenes actuaron como serpientes entrenadas en el arte de reptar bajo la ropa, y se empeñaron en clavar sus dientes en puntos neurálgicos, provocando convulsivas alteraciones musculares en los respectivos organismos. Conde y Manolo, a una distancia prudencial, debieron conformarse con fumar, sudar y evocar tiempos y amores pasados, confiados en que los muchachos no llegaran a lanzarse sobre la hierba y pasar a mayores (ya la muchacha tenía una mano dentro del pantalón de Frederic y este una de las suyas bajo la falda de su amiga, que en un momento se arqueó tanto contra su espalda que Conde temió se pudiera partir en dos). Tal vez el calor agotara con alguna rapidez sus desbocados ardores. En un instante en que Conde apartó la vista del espectáculo y miró a su ex colega, descubrió cómo los ojos de Manolo habían alcanzado su máximo estado de estrabismo, demasiado tiempo atraídos por el porno con ropa montado en el parque.
Veinte minutos después, tras un larguísimo beso, los jóvenes se separaron, no sin esfuerzo. La muchacha (esta era trigueña, alta, delgada, muy bien distribuida) atravesó el parque con pasos de convaleciente y Frederic, luego de reacomodarse el miembro para poder caminar sin que se le fracturara, bajó por la pendiente que conducía a la Avenida de Acosta. Manolo, quien ya consideraba que había invertido demasiado tiempo en aquel seguimiento voyerista que parecía haberle alterado las hormonas, decidió no esperar más y apresuró el paso para alcanzar al muchacho.
—Frederic, espérate ahí —gritó y aprovechó el impulso de la pendiente para acelerar la marcha. Conde, tras él, no pudo evitar una sonrisa. Ni él ni Manolo estaban ya en condiciones de realizar persecuciones callejeras.
El joven se había vuelto y su cara expresó con claridad lo que sentía al ver aparecer al Conde acompañado por un policía uniformado y, de contra, graduado.
—¿Qué cosa quieren ahora?
Conde trató de mantener la sonrisa.
—Tienes el pantalón manchado… Nos hace falta una ayudita más… No por nosotros, sino por tu amiga.
La frase de apertura dio en el blanco y Frederic bajó las defensas y la vista para ver las proporciones del derrame. Conde sabía que la acotación de aquella evidencia lo hacía más vulnerable.
—¿Qué quieren? —susurró, mientras utilizaba su mochila para ocultar la mancha en la entrepierna.
—Mira, el mayor Palacios —Conde indicó a Manolo— está interesado también en encontrar a Judy.
—Y nos hace falta ver si puedes identificar al italiano al que ella le decía Bocelli —intervino el mayor—. Aquí tengo unas fotos. Mira a ver si es alguno de estos hombres…
Frederic observó a Manolo, luego al Conde, y tomó la carpeta donde estaban las fotos. Con detenimiento fue pasando las hojas, sin que ninguna expresión saltara a su rostro. A la altura de la decimoquinta imagen, apoyó su reacción con la ratificación verbal.
—Es este. Seguro. Nada más lo vi una vez, pero es este… ¿No ven que es igualito al cantante?
Conde tomó la carpeta y observó la foto: un hombre de unos treinta y cinco años, pelo muy abundante y piel cetrina. Volteó la cartulina y leyó los datos: Marco Camilleri, decimosegunda visita a Cuba; había entrado en el país por última vez el 9 de mayo y lo había abandonado el 31, tres semanas después… Al día siguiente de que Judy saliera de su casa con rumbo desconocido.
—Estaba en Cuba cuando Judy se perdió, pero… —musitó Conde, mientras trataba de imaginar lo que aquella coincidencia podría significar. Y solo fue capaz de barajar las cosas peores.
—¿Pero qué? —quiso saber Frederic.
—Que si Judy está en Cuba, no puede estar escondida con él… Pero si antes de irse de Cuba este Bocelli… —La mente de Conde pensaba lo que su boca se negó a soltar: que Judy no estuviera desaparecida por cualquier razón, sino que su ausencia fuese tan irreversible como la muerte. ¿Bocelli había concluido su estancia en Cuba o la había interrumpido por alguna razón de las que Conde columbraba? De manera casi automática miró al mayor Palacios, que hizo un leve movimiento afirmativo. Pensaban lo mismo—. A lo mejor este hombre pudo hacerle algo muy malo a Judy.
—¿Que la mató? —La pregunta de Frederic fue un grito.
—No podemos saberlo, de momento —afirmó el Conde, y decidió en ese instante aprovechar la conmoción del muchacho—. Pero quien todavía debe de estar aquí es la novia de Judy, y nos hace falta que nos digas quién es.
—Ni idea… —empezó el joven, dispuesto a retirarse.
Manolo, con sus sentidos ya en máxima alerta, optó por saltar al ruedo.
—Mira, Frederic, esto no es un juego. Por si no lo sabes, se llama investigación criminal… Judy lleva trece días perdida, y lo más probable es que esté muerta. Estamos hablando aquí en la calle porque mi amigo me dijo que tú eras un buen muchacho, pero yo no estoy para perder mi tiempo. Así que, o bien nos dices ahora mismo quién coño es la novia de Judy o seguimos la conversación en otro lugar mucho menos agradable y, te juro, allí nos lo vas a decir. Tú no te imaginas lo convincentes que somos noso…
—Ana María, la profe de literatura —dijo Frederic y, sin esperar comentarios, echó a correr pendiente abajo.
Conde lo vio irse y sintió más pena que alivio.
Tendría unos veintisiete, veintiocho años, y exhibía una belleza avasallante. El pelo de un negro intenso, los ojos trágicos, de un verde selvático, coronados por unas cejas bien alimentadas y elevadas con la altura de un ligero asombro, los labios como rellenados con bótox pero en realidad engordados solo por la naturaleza de enrevesados cruces étnicos. Conde se vio amenazado por unas tetas pequeñas, enfiladas al cielo con postura de cañones antiaéreos, y percibió las caderas de la mujer como un remanso de paz o un campo de batalla. Toda su piel brillaba gracias a la tersura alcanzada en el punto de su máximo esplendor, matizada por aquel color conseguido con unas gotas de café sobre la leche. ¿Angelina Jolie? Como tampoco podía dejar de ocurrir, el machismo de Conde lo obligó a considerar a aquel pedazo de mujer, que amaba a otras mujeres, como un doloroso desperdicio de la evolución.
Desde que Frederic les pasara el dato, Conde había pensado que aquella conversación debía resolverse con cierta apariencia de intimidad. Por fortuna para él, no le resultó difícil deshacerse de Manolo. El policía, también alarmado por la cercanía de fechas entre la desaparición de Judy y la salida de Marco Camilleri, alias «Bocelli», había decidido que los investigadores debían seguir aquel rastro, hurgando en archivos y moviendo a la vez los hilos de las redes de informantes capaces de saber algo de los puntos calientes que con más fuerza latían en aquella trama: italianos, drogas y muchachas muy jóvenes. Y se había ido a poner en marcha la maquinaria, con la promesa de comunicarse con su ex colega si aparecía algún rastro revelador.
Cuando regresó al instituto y localizó a la profesora Ana María, Conde sintió cómo el pulso se le aceleraba ante el espectáculo de alto refinamiento estético ofrecido por aquel ejemplar de catálogo, capaz de arrasar con todas sus imaginaciones y prejuicios de andar en busca de una marimacho (¡por Dios, está más buena que Angelina Jolie!). Para su sorpresa, apenas Conde mencionó el motivo que lo traía, la mujer aceptó salir con él para conversar en privado.
Gracias a los pesos convertibles remanentes en su bolsillo, Conde pudo invitarla a tomar un refresco en una cafetería de reciente creación, por lo general desierta y por suerte refrigerada. Mientras desandaban las calles de La Víbora en busca del sitio propuesto, el hombre prefirió mantener la charla en el territorio aséptico y amable de sus recuerdos de los días en que había estudiado en el instituto donde ahora impartía clases Ana María, unas evocaciones remitidas a un tiempo anterior incluso al nacimiento de la profesora.
En realidad, el cuerpo de Conde le reclamaba una cerveza. Pero su sentido profesional lo hizo decantarse por un refresco, como la mujer, luego de suplicar que le limpiaran la mesa pringosa. Sabiendo que atentaba contra su salud y sus principios, se dio un trago del líquido oscuro y dulzón con sabor a jarabe, mientras le explicaba a Ana María los detalles de su interés por Judy y, sin dar demasiados rodeos, el motivo por el cual le había pedido aquella conversación: le habían comentado que ella y la joven emo tenían una relación estrecha —aunque no la calificó, ni en sus cualidades ni en sus estrecheces… ¡Pero qué clase de desperdicio, por Dios!—. Ana María lo oyó hablar, dando sorbos del vaso plástico en donde había vertido su refresco, y Conde hizo silencio cuando vio cómo un par de lagrimones brotaban de la fuente verde de los ojos y corrían por el rostro terso de la profesora. Como buen caballero esperó a que la mujer se recuperara, luego de secarse las lágrimas con un gesto muy femenino que le permitió ver, en el envés del antebrazo, el diminuto tatuaje de una salamandra con la cola recogida en forma de anzuelo.
—Voy a suponer que en realidad usted no es policía y que no será tan canalla como para estar grabando esta conversación —comenzó la profesora con autoridad y un recuperado dominio de sí misma—. Voy a creerle que en realidad usted está interesado en hallar a Judy por el bien de la propia Judy y por la tranquilidad de su abuela. Y voy a pedirle, por supuesto, que si obtiene algo de esta conversación solo lo use para recuperar a Judy, pero sin revelar de dónde lo sacó. Esto último por tres razones que va a entender: porque soy lesbiana y me gusta serlo, pero vivimos en un país donde todavía mi preferencia sexual es un estigma; porque soy profesora y me gusta serlo; y, sobre todo, porque una profesora no debe tener relaciones íntimas con una estudiante, y yo las tenía, o mejor dicho, las tuve, con Judy. Si revela la existencia de esta relación, voy a negarlo. Pero aunque pueda seguir trabajando como maestra, me haría un daño irreparable. ¿Entiende lo que le digo?
—Por supuesto. Tiene mi palabra de que si algo de lo que me dice me ayuda a saber dónde puede estar Judy, solo lo voy a usar para encontrarla y decírselo a su familia. Aunque también debo advertirle que puedo olvidarme de un desliz sentimental o pedagógico, pero no podría ocultar un delito si llego a saber que usted tiene alguna implicación y si la historia de la desaparición de Judy se complica.
—¿Qué quiere decir con eso último?
Conde valoró sus palabras, pero se decidió por las más directas y contundentes.
—Que esté secuestrada o le haya pasado algo peor y usted tenga algún vínculo.
—Podemos hablar entonces —concluyó ella, magisterial, y agregó—: Pero no se haga falsas expectativas: por más que lo he pensado, no tengo la menor idea de dónde puede estar Judy y menos de si le pasó algo. Unos días antes de que… —dudó, buscando la palabra más adecuada— se fuera, ella y yo habíamos roto y donde único hablábamos era en el aula, como profesora y alumna.
»Judy se metió en mi vida por un resquicio que no tiene defensas: el que lleva directo al corazón. Suena horrible, cursi, pero es así… Hace seis años que soy profesora graduada, nueve que estoy frente a un aula, y nunca, ni cuando todavía era estudiante, había tenido ni siquiera la tentación de empezar una aventura con una alumna, mucho menos una relación sostenida. Quizás porque hasta hace poco más de un año tuve una pareja estable, una historia muy satisfactoria, que duró doce años… Quizás porque soy maestra por vocación, no por obligación o compulsión, como muchos otros, y respeto, o respeté, para hablar con toda propiedad, los códigos académicos y éticos de la profesión, que me parecen sagrados, ¿me entiende?
»Cuando Judy se incorporó a mi aula, recién llegada de Venezuela, me di cuenta de que se trataba de una joven especial, en sus virtudes y en sus problemas. Tenía una inteligencia superior a la media, había leído lo que el resto de los alumnos del aula jamás leería, en cantidad y en profundidad, y podía ser a la vez tan madura y tan infantil que parecía dos personas en una. Solo que la Judy madura y la infantil pretendían la misma cosa, aunque desde perspectivas por supuesto diversas: no actuar como una persona común, ser todo lo libre que alguien de su edad puede ser, en especial en este país donde lo que no está prohibido no se puede hacer…, y estar dispuesta a luchar por esa libertad. A su manera. La madura luchaba con la mente, y tenía sus argumentos; la infantil, sobre un escenario, con un disfraz, yo diría que montando un personaje. Pero las dos buscaban lo mismo: un espacio de autenticidad, una forma de practicar libremente lo que ella deseaba practicar…
»Ya usted sabe que Judy es emo. Lo es por elección, diría que también por convicción, no por moda o imitación, como la mayoría de los muchachos metidos en esas cosas, ¿me entiende? Ser emo le permitía pensar como emo y también actuar como emo, con todas esas gangarrias que exhibía… Por lo que sé, desde antes de irse a Venezuela, Judy llevaba dentro de ella la semilla de su rebeldía, o de su inconformidad. Había visto demasiada falsedad, oído muchas mentiras, conocido las traquimañas de su padre y otros personajes como él, pero todavía era demasiado joven para entender las proporciones de todo ese entramado de oportunismos. Es evidente que allá maduró a toda velocidad y descubrió dos cosas: que su padre y otros hombres como su padre no practicaban en la realidad lo que sostenían en sus discursos. En dos palabras: que eran una banda de corruptos de la peor especie, los corruptos socialistas y de la retórica de la solidaridad, por llamarlos de alguna manera, o de la peor manera. Y eso le provocó un tremendo sentimiento de rechazo, de asco, de odio… Entonces descubrió la otra cosa que la cambió: el mundo virtual donde se movían los emos, un espacio en el que unos jóvenes hablaban con mucha libertad de sus experiencias culturales, místicas y hasta fisiológicas, empeñados en la búsqueda de su individualidad. Y pudo ver cómo debajo de todo aquello había una filosofía, más complicada de lo que puede parecer a simple vista, pues está relacionada con la libertad del individuo, que empieza por lo social y llega hasta el deseo de liberarse de la última atadura, la del cuerpo. Pero, cuidado, no se confunda: esa liberación no tiene una conexión directa con alguna actitud suicida, sino con una voluntad física y espiritual. ¿Me entiende? Judy no está perdida porque se haya suicidado, de eso estoy más que segura. O bastante segura. Porque, además, ella había decidido dejar de ser emo…
»El caso es que nada más llegar a mi clase, se convirtió en mi alumna de referencia, académicamente hablando. Pero de una manera extraña: lo mismo leía a fondo una obra del plan de estudios, que decidía no terminar de leer otra y daba en plena aula las razones de su actitud, y nunca eran las razones banales de que un libro resultara aburrido o no le gustara. Eso me ponía en un verdadero aprieto, pienso que en un buen aprieto. Como se podrá imaginar, en realidad Judy se convirtió en un reto, sí, un reto más que una referencia. En todos los sentidos, ¿me entiende? Y como reto, me desafió un día. Fue hace unos seis meses, nos habíamos quedado solas en el aula, discutiendo sobre La vida es sueño, de Calderón, le interesaba la relación entre vida real y vida soñada, el papel del destino o de la predestinación del individuo, todo eso del karma marcado para cada ser humano, y en un momento me dijo que soñaba con tener sexo conmigo y… otras cosas que ahora no voy a repetirle, por supuesto. ¿Cómo había descubierto ella que yo soy lesbiana y, más aún, que ella me atraía muchísimo? Aquello me desconcertó, pues nunca he llevado al aula ni mi sexo ni mis atracciones. Entonces le pregunté cómo se atrevía a decirme aquello, a su profesora… Y me dijo que yo era transparente, que podía verme por dentro y por fuera, y todo lo mío le gustaba y… Hablaba como una mujer de cincuenta años.
»Empezamos a vernos, aunque antes le exigí la más absoluta discreción. Algo que, ya veo, ella no cumplió, pues usted ha venido a verme porque alguien se lo dijo, y la fuente original solo puede ser ella misma. Quizás su lado infantil…, a pesar del cual tuvimos una relación muy madura. Hasta que de pronto ella decidió terminarla…
»Judy necesitaba liberarse o iba a explotar. Se había liberado de Dios, se quería liberar de su familia, se liberó de mí, se iba a salir de los emos, pretendía cortar todas las amarras de los compromisos… Arrastraba por todas partes sus insatisfacciones con lo que la rodeaba, con las mentiras entre las que había crecido. Todo lo que leía, oía, veía le profundizaba esa sensación de tener que desprenderse de cualquier lastre en su búsqueda de una liberación total, aunque no supiera bien cómo encausarla… Mire, aquí tengo un ejemplo. Esto lo escribió en una comprobación de lectura…
La profesora sacó un sobre de su carpeta y extrajo varias hojas escritas a mano. Pasó varias de ellas y, cuando halló la que buscaba, leyó:
—«La literatura sirve para mostrarnos ideas y personajes como este: “… seguía preso con toda una ciudad, con todo un país, por cárcel… Solo el mar era puerta, y esa puerta estaba cerrada con enormes llaves de papel, que eran las peores. Asistíase en esta época a una multiplicación, a una universal proliferación de papeles, cubiertos de cuños, sellos, firmas y contrafirmas, cuyos nombres agotaban los sinónimos de ‘permiso’, ‘salvoconducto’, ‘pasaporte’ y cuantos vocablos pudiesen significar una autorización para moverse de un país a otro, de una comarca a otra, a veces de una ciudad a otra. Los almojarifes, diezmeros, portazgueros, alcabaleros y aduaneros de otros tiempos quedaban apenas en pintoresco anuncio de la mesnada policial y política que ahora se aplicaba, en todas partes (unos por temor a la Revolución, otros por temor a la contrarrevolución), a coartar la libertad del hombre, en cuanto se refería a su primordial, fecunda, creadora posibilidad de moverse sobre la superficie del planeta que le hubiese tocado en suerte habitar… Se exasperaba, pataleaba de furor, al pensar que el ser humano, renegando de un nomadismo ancestral, tuviese que someter su soberana voluntad de traslado a un papel"…» ¿Qué le parece?
—Tremendo —admitió el Conde—. Me suena conocido… ¿Quién lo escribió?
—Adivine…
—Ahora mismo… Me suena, pero no, no sé. —Conde se sintió superado.
—Carpentier. El siglo de las luces. Publicado en 1962…
—Parece que está escrito para ahora mismo.
—Está escrito para siempre. También para ahora mismo. Judy sabía para qué sirve la literatura… Porque agregó esto —dijo y volvió a leer—: «Si un país o un sistema no te permite elegir dónde quieres estar y vivir, es porque ha fracasado. La fidelidad por obligación es un fracaso».
—Más tremendo todavía —admitió Conde, fascinado por los razonamientos y la osadía de Judy—. A esa edad yo era un comemierda… Bueno, más que ahora…
—De esto tampoco le hablé a nadie. —La profesora movió el papel, para luego devolverlo a la carpeta y sonreír ligeramente—. Imagínese el alboroto que hubiera formado… Bueno, el caso es que las cosas empezaron a ponerse más graves desde que conoció a Paolo Ricotti, un viejo verde que trató de enamorarla con historias de sus viajes por Venecia, Roma, Florencia, los museos, las ruinas romanas, el Renacimiento. Sobre todo hablaban de la especialidad de Ricotti, la pintura del barroco… A ella le encantaba hablar con él, y soñar con lo que él le prometía…, pero sin dar un paso más allá, muy consciente de lo que hacía. Y luego apareció un amigo de Paolo, Marco Camilleri, el tipo que según ella se parecía a Andrea Bocelli, y las cosas se pusieron más complicadas todavía, pues ese tipo se metía no sé qué drogas y ella, que estaba desesperada por probar, bueno… Me cuesta hablar de esto, pierdo la perspectiva, me pongo celosa, me dan rabia esas cosas. Aunque sé que toda aquella relación con los dos italianos estuvo desprovista de sexo, se trataba de amistades demasiado peligrosas para una muchacha que en realidad solo tiene dieciocho años, por liberal que sea y madura que parezca.
»No sé si por mis celos o por algo que estaba pasando dentro de Judy, el caso es que ella decidió terminar la relación. Y no sé si por despecho o por cordura, sin pensarlo dos veces yo le dije que sí, era lo mejor. Aunque sabía bien lo que me iba a doler, prefería terminar cuanto antes con algo que de todas formas iba a terminar, y mejor si lo hacía sin otras complicaciones. Por eso fue en el instituto donde me enteré de que nadie sabía dónde estaba Judy y, la verdad, al principio no me extrañó demasiado, porque pensé, y todavía lo pienso, que ella debía ser la mayor responsable de su propia desaparición, seguro que andaba en algo que era la verdadera causa por la que había preferido terminar conmigo y hasta con los emos, y, en cuatro o cinco días, otra vez andaría por aquí, sin dar explicaciones y satisfecha de sí misma, como siempre que hacía algo capaz de romper un esquema… Desde el principio deseché la idea de la policía, según me contó su abuela cuando fui a verla, pues yo sé que Judy no iba a montarse en una balsa con un grupo de muchachos. Eso no le interesaba ni le había pasado por la cabeza, ni es de esos jóvenes que hacen algo por la compulsión del grupo o por embullo… Bueno, ya vio cómo piensa. —Suspiró y tocó la carpeta—. Y si no había intentado irse, ni andaba con los italianos, ni se había suicidado o la habían secuestrado…, pues se había escondido. Solo me extrañaba que si pensaba esconderse no nos hubiera dicho nada a su abuela o a mí. Aunque eso implicaría demasiado peso de su lado infantil, una irresponsabilidad tremenda, pero con Judy cualquier cosa es posible. Como se imaginará, a medida que han pasado los días y no se sabe nada de ella, he empezado a pensar otras cosas, cosas malas, no sé… ¿Me entiende? No, seguro no me entiende.
Conde se puso de pie y le exigió unas servilletas al dependiente de la cafetería, que le entregó dos, bien contadas y de muy mala gana. Las servilletas formaban parte del botín de guerra del dependiente. Conde las colocó entre las manos de la profesora y observó que, incluso llorando, aquella mujer era alarmantemente hermosa. Quizás más. ¿Me entiendes? Eso sí lo entendía el Conde, y muy bien. Incluso lo sentía: como un lamento genital, impropio de su edad. Y también entendía que por segunda ocasión alguien muy cercano a Judy le hablaba de una personalidad doble o capaz de desdoblarse, de una capacidad para alternar rostros que hacían más insondable a aquella joven irreverente y atrevida.
Cuando Ana María se hubo calmado, Conde le agradeció su sinceridad y le dijo que sus palabras lo ayudaban mucho a entender a Judy (se le había pegado la cabrona palabra tan repetida por la maestra) y, tal vez, a encontrar el camino por donde se había alejado.
—Solo quiero hacerle dos o tres preguntas más… Es que no entiendo bien —agregó, para darle por la vena del gusto a la profesora, y le dio.
—A ver…
—¿Cómo es esa historia de que Judy quería dejar de ser emo? ¿Uno entra y sale así: soy o no soy?
—Eso es lo bueno de las militancias voluntarias. Cuando no quieres, renuncias y ya… Hasta donde puedo saber, pues con Judy nada es simple, ella se hizo emo buscando un espacio propio de libertad. Y lo encontró, pero se le agotó. La libertad se le convirtió en una retórica, y ella necesitaba algo mucho más real.
—¿Pero todo eso de que Dios había muerto, de que iba a reencarnar, de que el cuerpo es una cárcel?
—Lo sigue pensando, claro que lo sigue pensando. Pero necesitaba más. No sé qué, pero necesitaba más.
—Y eso de Carpentier que me leyó, ¿no tiene que ver con irse? ¿Ese texto no le interesó por eso?
—No, se equivoca… Irse o quedarse no es lo decisivo. Lo que importa es la libertad de las personas para irse o quedarse. O la falta de esa libertad… Y de otras. ¿Me entiende?
Conde asintió, como si entendiera, aunque seguía en las mismas. O no, en verdad sabía más y, a pesar de sus contradicciones, Judy le resultaba cada vez más atractiva. Valía la pena encontrarla, se dijo, y se lanzó hacia delante.
—¿Judy le contó algo de lo que ocurrió en Venezuela que la afectó tanto?
La profesora bebió un sorbo de refresco, quizás para darse un tiempo y pensar su respuesta.
—Ya le dije: conoció mejor la filosofía emo y también a su padre… —Ana María dudó un instante y siguió—: Judy supo que su padre estaba preparándose para hacer algo que le daría mucho dinero…
—¿Las cosas que él y sus subordinados traían a Cuba?
—No, eso eran menudencias y él casi no tenía que ver con ese negocio. Era otra cosa, algo que sacó de Cuba.
Conde sintió un temblor de alarma.
—¿Algo que sacó de Cuba y le daría mucho dinero? ¿Judy le dijo qué cosa podía ser?
—No…, pero habló de muchos dólares.
Conde cerró los párpados y se los oprimió con el índice y el pulgar. Quería mirar dentro de sí mismo: ¿cuántos eran muchos dólares?
—¿Judy no le dio ningún indicio de qué…?
—No, ni yo se lo pedí. No quería ni quiero saber de esas cosas. Me ponen nerviosa…
—Sí, claro —dijo el Conde y decidió posponer en su mente la reflexión sobre aquel dato alarmante que alteraba algunas de sus percepciones. Por eso prefirió moverse en otro sentido—. Y Yadine, la amiga de Judy, ¿es alumna suya?
—No, ella está un año por debajo de Judy.
—¿Qué sabe de ella?
Ana María intentó sonreír.
—Que se había enamorado de Judy…, se babea por Judy —remachó, casi con satisfacción, tal vez por haberse sentido vencedora sobre aquella rival. Pero la confirmación más que confiable del verdadero carácter de la relación de Yadine con Judy y la develación de las causas profundas de la tristeza que arrastraba la muchacha podían indicar algo revelador, tal vez turbio, que Conde aún no podía precisar. Aunque esta vez no se desvió de su camino.
—¿La salamandra tatuada en su brazo…?
—Una tontería. Digamos que una prueba de amor. Judy la llevaba en el hombro izquierdo, por la parte del omóplato…
—Claro —dijo el hombre y se tomó unos segundos. Dudaba cómo entrar en aquel otro tema, y optó de nuevo por la vía directa—: ¿Cómo usted sabe que Judy no se acostaba con ninguno de esos italianos con los que hablaba y, parece, hasta se drogaba?
Por primera vez Ana María sonrió de forma notable, antes de dar paso a otra apertura de sus lagrimales. No obstante el llanto, la profesora pudo decir:
—Porque no le gustan los hombres y porque sé que Judy es virgen. ¿Me entiende?
El Conde, que había asimilado con elegancia los otros golpes de información, se sintió sorprendido por aquel directo al mentón. Tendido en la lona, oyó al referee contar hasta cien. Por lo menos. Ahora sí no entendía un carajo.
—Dime una cosa, para tenerla bien clara… ¿Dios perdona a todo el mundo?
—A todos los que se arrepienten y con humildad se acercan a Él.
—¿Perdona incluso a los hijos de puta más hijos de puta?
—Él no hace esos distingos.
—¿Distingos…? ¿Ahora siempre tienes que hablar así, con palabras como esa?
—Ve a lavarte el culo, Conde.
Conde sonrió. Había llevado a su amigo Candito el Rojo hasta donde él quería: más o menos hasta donde estaba cuando lo había conocido y Candito era un prospecto de delincuente. Aunque, bien lo sabía el Conde, el traslado conseguido resultaba solo transitorio, pues el místico del grupo hacía años había encontrado en la fe religiosa un permanente alivio a los tormentos y dudas de la vida que parecía satisfacerlo a plenitud. Y Conde se alegraba por él, tomando en cuenta algo que tenía muy claro: mejor un Candito cristiano que un Rojo preso.
En los últimos dos años, cada vez más enrolado en los asuntos de la fe, Candito se había convertido en algo así como un predicador «emergente», de los que salen a batear cuando el juego está caliente. El crecimiento de la grey (también esa palabra le pertenecía al mulato canoso que alguna vez había tenido una pelambre hirsuta y azafranada) había obligado a los pastores oficiales a entrenar a varios entusiastas para que trabajasen en algunas de las llamadas casas de culto, adonde iban a recalar los muchos, cada vez más, desesperados y desesperadas en busca de una solución, tangible o intangible, para una existencia que se les hacía mierda entre las manos. Tal vez por esa razón no solo estaban llenas las casas de culto y templos protestantes, sino también las iglesias católicas, las consultas de santeros, espiritistas, babalaos y paleros, incluso las mezquitas y sinagogas en un inhóspito desierto sin árabes ni judíos. Todo aquello en un país donde se impuso el ateísmo y se cosechó, al final, la desconfianza y la ansiedad de otros consuelos de los que la realidad no les proveía.
Uno de esos casi pastores de urgencia era Candito, que si bien no poseía un alto don para la oratoria, tenía una fe a prueba de cañonazos. Para quienes estuviesen dispuestos a creer, el mulato podía resultar una voz y hasta un ejemplo convincente. Su capacidad de creer resultaba tan visceral y sincera que Conde había llegado a decir que si Candito le garantizaba la existencia de un milagro, él lo aceptaría. Pero ¿admitir que cualquier hijo de puta, como, para no ir muy lejos, el tal Alcides Torres, también mereciera el perdón divino? No, eso Conde no se lo creía ni al Rojo ni al mismo Dios si bajaba a confirmárselo.
—Rojo, ¿cuánto es muchos dólares?
—¿De qué estás hablando, Conde?
—A ver, si yo te hablo de que voy a ganar muchos dólares, ¿cuántos tú calcularías?
—Cien —dijo Candito, convencido.
Conde sonrió.
—¿Y si te hablo de que un tipo que maneja negocios va a ganar muchos dólares?
El otro caviló un instante.
—Pensaría en millones, ¿no? Todo es relativo. Menos Dios.
Los hombres se habían acomodado en los sillones que se robaban casi todo el espacio del pequeño cubículo adaptado como sala. Detrás de un tabique estaban la cocina y el bañito, mientras por la abertura hecha en la pared se accedía al dormitorio que, en realidad, había sido otro de los cuartos del apretado solar hasta que el padre de Candito había conseguido apropiarse del habitáculo concomitante. Los dos amigos se balanceaban, hablaban de muchos dólares y hasta bebían el jugo de guayabas frío servido por la mujer del anfitrión. Conde le había anunciado su visita para unas horas antes pero, a pesar de la tardanza, Candito lo había esperado, con aquella capacidad de paciencia que, gracias a Dios (decía Candito), había desarrollado.
Tal vez debido al insoportable calor, el solar promiscuo donde había nacido y todavía vivía el Rojo mostraba en ese momento su rostro más calmado: los moradores de varios de los aposentos distribuidos a lo largo del pasillo de lo que fuera el patio interior de una casa burguesa permanecían inmóviles, como lagartos del desierto a la espera de la caída del sol para ponerse en movimiento. No obstante, radios y reproductoras de CD, como ingenios con inteligencia propia, competían en una eterna lucha musical con la cual aquellos seres hacinados, con un mal pasado, un presente difícil y un futuro demasiado esquivo, se aturdían para pasar la vida sin reconocer sus dolores. El volumen del ruido que consumían hacía tan difícil la conversación que Candito tuvo que cerrar la puerta y colocar el ventilador en su máxima potencia.
—Esta grey sí está de bala. ¿Cómo es que resistes?
—Con el entrenamiento de muchos años y con la ayuda de Dios.
—Menos mal que Él te tira un cabo…
Luego de ponerlo al tanto de los detalles de la investigación que desarrollaba por cuenta propia y por culpa de su imperdonable curiosidad, Conde le explicó al amigo lo que necesitaba de él. Tanto habían cambiado las cosas en la vida de Candito que, en lugar de informaciones sobre delincuentes, ahora le reclamaba opiniones sobre las extrañas relaciones con Dios de una joven desaparecida, una esfera mística fuera de sus dominios.
—Esa muchacha parece demasiado inteligente. Pero tiene una gran confusión en su mente —dijo al fin Candito, y Conde levantó la mano, pidiéndole contención.
—Rojo, no estás en el culto.
Candito lo miró con intensidad. Unos restos chispeantes del hombre indómito y agresivo que había sido todavía podían brillar en sus ojos también rojizos, por lo general velados por una expresión de paz espiritual.
—¿Me vas a dejar hablar o…?
—Ya, está bien, habla…
—¿La chiquilla tiene o no tiene un patiñero en el coco?
—Sí —admitió Conde. No se atrevió a decirlo, pero le gustaba más que su viejo colega hablara de patiñeros en el coco que de confusiones mentales.
—Se te va a calentar el jugo de guayabas —le advirtió el mulato, indicando el vaso más que mediado.
—Está bien así. Ya me tomé ahorita medio refresco. No quiero arriesgarme a tener una sobredosis…
—Es verdad —admitió Candito—. Bueno, volviendo al tema… No te voy a decir que ese patiñero mental es obra del demonio, aunque pudiera… Mejor te digo que es el resultado de lo que estamos viviendo, de lo que hemos vivido, Conde. Esa muchachita está desesperada por creer, pero no quiere creer como los demás, porque rechaza lo establecido, y se ha estado inventando su propia fe: le gusta la idea de que Dios se murió, pero cree en la reencarnación, desprecia el cuerpo pero trata de salvar el alma, se agrede por todas las vías que puede y es lesbiana aunque se mantiene virgen, no soporta la falsedad de su padre y a la vez es amiga de unos italianos que de lejos huelen a cloaca…, y todo para no ser igual que los demás, o mejor, para ser distinta a los demás, porque se cansó del cuento de que todos somos iguales, cuando ella está viendo que no somos tan iguales nada.
—¿Entonces tú crees que su problema no es con Dios?
—No. Ella usa a Dios para parecer más distinta… No te vayas por ese camino. Lo de ella tiene que ver con cosas de aquí abajo, estoy seguro de eso. Fíjate, no es que no crea en Dios: es que le parece más epatante decir que se murió. No es lo mismo ser ateo que creer que ya Dios está muerto y desactivado… O haber perdido la capacidad de creer en algo, como le ha pasado a tanta gente que conocemos. Eso es muy jodido, Conde, pero es lo que estamos viviendo. Te lo digo yo… Una muchachita como esa no brota por generación espontánea, necesita algún abono para crecer, y ese abono está en el ambiente. Si no, mira alrededor: ¿cuántos muchachos de la edad de ella se están yendo para cualquier parte?, ¿cuántos son unos predelincuentes o delincuentes totales, cuántas se han metido a putas y cuántos son sus proxenetas?, ¿cuántos viven mirando los celajes sin que les importe nada?, ¿cuántos están más interesados en tener un teléfono celular o una eme pe no sé cuánto que en trabajar, porque saben que trabajando no se llega a tener ni el eme pe ni el celular…? Algo muy jodido está ocurriendo en el reino de Dinamarca. Y según tú, eso lo dijo Shakespeare.
Conde asintió. El panorama podía resultar más tétrico de lo que parecía. La calle G con sus tribus citadinas era, en realidad, apenas la punta del iceberg… Pero ¿lo de la incapacidad de creer estaba dirigido a él? Al carajo, se dijo, él no era lo importante. Porque, llegado a aquel punto álgido de la conversación, podía obtener lo que en verdad Candito era capaz de ofrecerle: una confirmación a una pregunta encarnada desde que visitara el cuarto de Judy y que había potenciado la conversación plagada de revelaciones inquietantes recién sostenida con la profesora.
—Rojo, tú hablas con mucha gente que está en crisis y anda buscando una salida, ¿te parece que alguien como Judy podría llegar a suicidarse? Eso es lo que más me preocupa ahora… La maestra piensa que no…
Candito dejó sobre la pequeña mesa de madera el vaso del cual había bebido.
—No te puedo decir una cosa u otra, Condenado, porque cada gente es un mundo… Pero a mí no me extrañaría que no aparezca porque se haya suicidado o que si está viva intente hacerlo. Así que si todavía no lo ha hecho, lo mejor sería encontrarla, porque es capaz…
—¿Y si aparece se le hace un exorcismo? —Conde no podía evitar cazar al vuelo aquellas oportunidades.
—A esta muchachita en particular, más bien se le manda de cabeza a un psiquiatra —dijo Candito, y el otro sintió cómo su amigo lo superaba con elegancia—. Ya te dije que su problema no es con Dios, ni siquiera con el diablo… Está en bronca con todo.
Conde asintió, descorazonado.
—¿Y esos muchos dólares dónde encajan en todo esto? —preguntó el anfitrión.
El otro se rascó la cabeza.
—Pues no lo sé… Pero mejor ni pienso en eso porque entonces sí voy a sufrir del síndrome del patiñero cerebral… A ver, a ver, ¿por qué tengo yo que buscarme estos rollos, eh, Rojo?
Candito sonrió, con la más beatífica y pastoral de sus expresiones.
—Porque aunque tú digas y hasta estés convencido de que no crees en Dios, al fin y al cabo eres un creyente. Y, sobre todo, eres un hombre bueno.
—¿Yo soy un hombre bueno? —Conde intentó poner sorna en la pregunta.
—Sí. Y por eso, a pesar de todo, yo sigo siendo tu amigo…
—Pero aunque sea bueno y amigo tuyo no voy a salvarme, porque no me he acercado a Dios. Y si otro cabrón se acerca, él sí va a la gloria. ¿Te parece que eso cuadra?
—Esa es la justicia divina.
—Pues, con tu perdón, debo decirlo: buena mierda de justicia…
Candito sonrió sin poner beatitud a su expresión: sonrió de verdad.
—No tienes remedio, mi socio… Vas para el infierno que te matas…
Conde miró al Rojo. Desde que se había casado por segunda vez y no fumaba ni bebía alcohol, Candito había engordado unas veinte libras. A pesar de las canas que habían sustituido a sus tirabuzones rojos, en realidad parecía más saludable y hasta desempercudido respecto al Candito del pasado, pecador y negociante, buscapleitos y violento.
—¿Y si me caso con Tamara tengo más posibilidades de salvarme?
La pregunta tocó el sentido de la sorpresa de Candito. Por el flaco Carlos sabía de la fiesta de cumpleaños en preparación y confirmado su presencia analcohólica. Pero ¿la cosa era de boda y todo…?
—¿Eso es en serio o estás jodiendo?
—Creo que es en serio. —El Conde lamentó tener que admitirlo, aunque aclaró—: Pero nada más como idea…
Candito se recostó en el respaldo del sillón y, con la mano, se limpió el sudor que, a pesar del ventilador, comenzaba a correr desde su frente.
—Conde, mi hermano, tú haces lo que te dé la gana. Pero piensa una sola cosa: lo que está bien, mejor es no menearlo…
—Con una excepción, ¿no?
Candito, al fin y al cabo, seguía siendo Candito.
—Si lo meneas es mejor…, pero se acaba más rápido, ¿no?
Desde el único banco apenas sobreviviente (aunque ya le faltaba una tablilla) del Parque de Reyes, mientras era azotado por los ramalazos de mal olor proveniente de una cañería que expulsaba detritus hacia la calle, Conde vio crecer la figura de Yadine, disfrazada a medias de emo, pero con el pelo caído sobre el rostro.
Para evitar que escuchasen su voz adulta y masculina, media hora antes Conde le había pedido a la mujer de Candito que llamase por teléfono a la casa de la muchacha y le concertara la cita que para el ex policía iba resultando urgente.
—No me había llamado, ayer fui a su casa y no estaba… Dígame, ¿qué sabe de Judy? —lo recriminó y le preguntó la muchacha cuando estuvo a dos metros del presunto detective, y en su rostro sin maquillaje negro había dosis similares de tristeza y ansiedad.
—Ven, siéntate. —Conde trató de ponerle el freno mientras golpeaba el asiento que de mala manera acogía sus nalgas.
—Bueno, ¿qué sabe? —La ansiedad de Yadine era definitivamente mayor.
—Nada y mucho… No sé dónde está ni qué puede haberle pasado, pero sé otras cosas —dijo y fue directo a su objetivo—. ¿Por qué no me dijiste cuál era tu verdadero interés en que buscara a Judy? No me inventes historias, ya sé la verdad sobre ese tema…
Yadine tenía unos ojos bellos y profundos. Toda la intensidad de su mirada se revelaba mejor así, sin los círculos negros con que se maquillaba.
—La verdad es terriblemente sencilla… A la gente no le gustamos las lesbianas. Pero lo que importa es saber de Judy, no lo que yo sienta por ella…
Conde tenía varias respuestas para aquellas afirmaciones, pero decidió que no debía atacar a la joven con las armas de su ironía.
—¿Ella rompió su relación anterior por estar contigo?
Yadine perdió su ansiedad y solo quedó en su rostro la marca de la tristeza.
—No…, fui yo la que se aprovechó de eso y tanto di que al fin pude estar con ella. Es que Judy me vuelve loooca… —enfatizó y alargó la pérdida de cordura.
Aquellas revelaciones siempre alarmaban a Conde, heterosexual machista cubano de la línea militante aunque comprensiva. Solo que oír dos confesiones lésbicas en el mismo día, realizadas por dos mujeres jóvenes y bellas, sobrepasaba su capacidad de asimilación. Pero debía contenerse, pensó.
—¿Desde cuándo tenían esa relación más íntima?
—La tuvimos una sola vez. El día antes de que Judy se perdiera… Pero fue lo mejor que me ha pasado en la vida.
Conde pensó pedir detalles, pero comprendió que no era lo más apropiado.
—¿Pero tú estabas enamorada de ella hacía mucho, no? ¿Te hiciste emo por ella?
—Sí, yo era casi emo, pero me hice emo-emo por Judy. Y me gusta desde que la conocí. Me gusta no, me vuelve loca, loca…
Conde hubiera querido saber la diferencia entre ser emo y ser emoemo, pero no se desvió.
—¿Y de verdad no tienes idea de dónde pueda estar, de por qué está perdida?
—Claro que no… ¿Para qué cree que fui a buscarlo? No es fácil andar por ahí contando lo que una es y lo que le gusta. Pero estaba desesperada… Ese lunes Judy quedó en llamarme para vernos. Como a las siete fui yo quien llamé a su casa y Alma me dijo que había salido hacía un rato. Ella pensaba que para la calle G, pero los lunes casi nadie va para allá. De todas maneras me fui a buscarla, pero había poca gente, ningún emo, y tampoco ella estaba allí. Entonces llamé a algunas gentes…
—¿A quiénes?
—Primero a Frederic, que estaba en su casa, con otra chiquita del pre. Después a Yovany, pero no cogió el celular… Después…, después a su novia anterior…
—La profe.
Yadine levantó una ceja y luego asintió.
—Ella no la había visto, según me dijo.
—¿Y qué sabes tú de los italianos? ¿De Bocelli, por ejemplo?
—Eso era una locura de Judy. Ella sabía lo que querían esos viejos, pero jugaba con ellos. Yo le advertí que eso podía ser peligrosísisisimo.
—¿Por las drogas?
—Por todo. Bocelli es un hijo de puta drogadicto y medio loooco.
Conde lo pensó un instante.
—Judy tenía que encontrar algo distinto en ese hombre, ¿tú no crees? ¿O es que estás celosa de él?
Yadine suspiró, otra vez triste.
—Sí, estoy muy celosa… A ella le gustaba hablar con Bocelli y luego decir que algún día iría a visitarlo a Italia. Judy era muy soñadora…
—Vamos a ver, Yadine…, y dime la verdad: ¿Judy estaba enamorada de ti o tuvo sexo contigo así porque sí?
Al fin la muchacha sonrió.
—Judy no hacía nada porque sí… Pero no, no estaba enamorada de mí, por lo menos no como yo de ella. Tuvo sexo conmigo porque estaba más deprimida de la cuenta y necesitaba de alguien que la escuchara, y yo me volvía loca por oírla. Judy quería dejar de ser emo, empezó a hablarme de que alguna vez se iría a Italia con Bocelli, de que su vida era un asco y tenía que hacer algo para cambiarla.
—¿Por qué su vida era un asco?
—Por mil cosas…, por el mundo, por su padre…
—¿Te contó algo de su padre en Venezuela? ¿De un negocio muy grande?
—Me dijo que hizo cosas… Muchas cosas. Pero no qué cosas.
Conde pensó que había llegado el momento y soltó la pregunta:
—¿Y te habló del suicidio como una salida?
Yadine reaccionó de inmediato.
—No, Judy no se puede haber suicidado.
—¿Por qué estás tan segura?
La muchacha sonrió, esta vez con mayor amplitud. Y convicción.
—Porque Judy quería cambiar su vida, pero no perderla. Ya le dije que Judy no hacía nada porque sí… Para todo tenía una razón. Y para seguir viva le sobraban las razones. Tenía un montón…
Conde asintió, satisfecho. ¿Por qué los que le habían hablado de Yadine la consideraban un poco tonta? ¿O era que Yadine, además de la máscara de emo, también sabía usar otras caretas?
—Una cosa más —dijo Conde, levantando sus nalgas divididas de la tortura del banco incompleto—. ¿Cuántos libros de Salinger te has leído tú?
Yadine se sintió amablemente sorprendida. Sonrió. Sin duda era bellísima.
—Todos, tooodos.
—Ya me iba imaginando por qué hablas así. Era tremendamente fácil de saber… Yo también me los he devorado toooodos. Una pila de veces. Con amor y escualidez…