—CLARO que soy yo… ¿Qué hubo?
—Ven pacá corriendo, ya el dirigente se desmerengó como el socialismo en el país de los sóviets…
Muy a pesar de lo que afirmara Nietzsche y de lo que él mismo pensara durante años, en los últimos tiempos Conde estaba por creer en la existencia de Dios. No importaba cuál, si al fin y al cabo todos eran más o menos lo mismo y a veces hasta el mismo, a pesar de que por sus maneras de entender a ese Dios la gente se cayera a patadas y piñazos (lo más leve) a cada rato. Ahora le parecía evidente que algún dios debía de haberse asomado en el cielo y, en un momento de aburrimiento, ejercitado su voluntad divina. Aquel Dios, muy metido en su papel, parecía haber decidido: voy a tirarle un cabo al comemierda ese que siempre está jodido y no tiene ni un peso para hacerle un buen regalo a la novia que va a cumplir años… En la guagua, mientras viajaba hacia la casa de Yoyi, comenzó a calcular, sin demasiado éxito, cuánto podía tocarle en la repartición porcentual de los beneficios de la venta de los libros, y de ahí pasó a la dificilísima deliberación de qué cosa sería más apropiado regalarle a Tamara por su cumpleaños… ahora que tendría dinero. En aquel proceso, cada vez que algún escrúpulo por el destino que seguirían los libros intentaba asomarse, Conde le lanzaba un empujón mental procurando alejarlo de su conciencia. Y, para estar en las mejores relaciones consigo mismo, esgrimía el argumento más pragmático del Palomo: si no lo hacían ellos, otros harían el negocio. En tal caso, mejor ellos que esos otros, los cabrones que nunca faltarían y entre los cuales debían estar los invisibles secuestradores de varias de las joyas bibliográficas de la maravillosa biblioteca descubierta por el Conde unos años antes y que, por culpa de esos mismísimos escrúpulos, él se había negado a negociar para no intervenir en su irreparable salida de Cuba… que al fin y al cabo «los otros» habían concretado para, con los beneficios, ponerse gordos y sentirse felices como lombrices.
Casi sin darse cuenta, de manera sibilina, sus reflexiones teológicas, bibliográficas y planes conmemorativos fueron desplazados de su mente por la novela de emo y misterio en la cual lo había lanzado Yadine Kaminsky, con la ayuda solidaria y desinteresada de su incontrolable curiosidad. Algo se le escapaba siempre que trataba de elucubrar una definición desde la cual partir: ¿quién era Judith Torres? Sin aquella respuesta le parecía imposible saber la causa de su desaparición. El hecho de que fuera emo podía ser esencial, pero tal vez solo resultara un componente secundario en la conformación del personaje. Una certeza al menos existía: Judy no era la simple (por decir algo, en un terreno donde la simplicidad no existía) adolescente inconforme y jodedora de la familia. Lo que más asediaba el pensamiento del ex policía radicaba en la relación de Judy consigo misma: sus lecturas, sus aficiones musicales, su percepción del mundo que, al decir de su abuela, se trataba de un universo creado por ella misma. Todas resultaban conexiones más intrincadas de lo que solían ser a la edad de la joven. Algo mucho más enrevesado había en el interior de la muchacha, como lo indicaban los cuatro rostros que había logrado componerle: el boceto entregado por una Yadine enamorada, el dibujado por su abuela, el que conocían Frederic y quizás los otros amigos emos, y el que Conde mismo había delineado mientras hurgaba en la habitación de la muchacha y se acercaba a algunas de sus obsesiones más difíciles. Su certeza de que Dios había muerto (algo que en ese preciso instante el ateo Conde se negaba a aceptar así como así) resultaba más intrincada que una incapacidad para creer en designios divinos, o diferente a una falta de fe en vidas y poderes ultraterrenos. Judy parecía haber elaborado toda una filosofía, capaz de incluir el crédito en la existencia de un alma inmortal pero, a la vez, en la libre voluntad del hombre para guiarla, y, más aún, en la necesidad de esa libertad como único modo para la realización del individuo, sin interferencias de castrantes poderes religiosos o mundanos, dueños de la fe y la moral establecidas.
El descubrimiento del lesbianismo de la joven en cierta forma había venido a alterar las perspectivas desde las cuales el Conde había empezado a contemplarla. Si había decidido ser lesbiana, ¿por qué una muchacha como Judy, idólatra de las libertades, decidía envolver en el secreto la identidad de su pareja? Algo chirriaba en aquel episodio… Para acabar de complicar el cuadro, estaba su cercanía con los dos italianos, el bueno y el malo, que incluso abría una vía para la obtención de drogas, entre otras posibilidades escabrosas. ¿Y el misterio de lo ocurrido en Venezuela? ¿Se trataba de una experiencia capaz de afectar personalmente a Judy o era fruto de los manejos turbios que le costaron a su padre la destitución y la investigación que se le seguía? ¿Solo había sido por su encuentro ciberespacial con los filósofos de la emofilia, teóricos tribales de las prácticas físicas dolorosas como castigo del cuerpo y búsqueda de la humanidad? Conde sabía que acumulaba demasiadas preguntas para un policía que ya no era policía y cuyos únicos instrumentos de trabajo eran la lengua, los ojos y la mente. Y Judith Torres se le escapaba cada vez que pretendía arrinconarla…
Yoyi, recién bañado y bien perfumado, todavía sin camisa, lo esperaba en el portal de su casa, practicando su manía de sobarse el hueso de su pecho de palomo desplumado.
—Qué clase de palo, man —dijo, con todo su entusiasmo desatado, cuando se acercó su socio comercial—. Si los vendemos como espero, ¿ya sabes cuánto te toca?
—Llevo dos días sacando cuentas pero no… ¿Cuatrocientos dólares? —se atrevió a pronunciar la cifra alarmante.
Yoyi se había puesto su camisa de lino, impoluta y fresca. Con la llave del Chevrolet en una mano y su mejor sonrisa en los labios, aferró con la otra la oreja del Conde para susurrarle mejor.
—Por eso te suspendían en aritmética… Te tocan casi mil fulas, man… ¡Uno-cero-cero-cero!
Conde sintió que las piernas le flaqueaban, el estómago le saltaba, el corazón se le detenía. ¡Mil dólares! Tuvo que contenerse para no besar al Palomo.
—Yoyi, Yoyi, acuérdate de que yo soy una persona mayor, mi salud… ¡Me vas a matar del corazón, coño!
—El ex dirigente me llamó y dice que como nosotros somos gentes serias, acepta la venta por porcientos. Pero quiere discreción y prefiere que hagamos el negocio fuera de su casa. Y como somos tan serios, me pidió que, como muestra de buena voluntad, le dejara en fondo dos mil toletes. —Y se golpeó el bolsillo, donde la evidencia de un abultamiento advertía de la excelente salud de los negocios del joven—. ¡Qué clase de personaje!
Cuando iban a abordar el Bel Air, Conde miró al cielo de junio y levantó el índice hacia las alturas, en el mejor estilo deportivo, y le comunicó al personaje de las esferas celestes su convencimiento. Definitivamente algún dios había sobrevivido y andaba por allá arriba.
—Nietzsche era un comemierda —dijo entonces.
—¿Y ahora tú te enteras de eso? —sonrió Yoyi mientras apretaba el acelerador.
—Te debo una, compadre. Ese dinero me salva la vida… Es que… A ver —por fin se atrevió—: si Tamara fuera tu novia, ¿qué le regalarías por su cumpleaños?
Yoyi pensó, con seriedad.
—Un anillo de compromiso…
—¿Un anillo de…? Pero si yo no quiero casarme… por ahora.
—Y no tienes que casarte. Pero un anillo es lo perfecto… De oro blanco, con unas buenas piedrecitas semipreciosas… Yo mismo te lo puedo vender, man. Uno lindísimo, ¡y a precio de amigo!
Al calor atmosférico del junio cubano, se había sumado ahora una combustión interior provocada por la estrepitosa entrada del diablo en su cuerpo. La propuesta soltada por Yoyi respecto al anillo de compromiso había tenido un inesperado impacto de profundidad en la conciencia de Mario Conde. La idea de congratular a Tamara con aquel regalo que con toda seguridad mucho apreciaría la mujer, tan dada a los detalles, las formalidades y las viejas costumbres, resultaba tentadora. Pero, en iguales medidas, peligrosa, pues si de algo Conde y Tamara habían hablado poco y mal a lo largo de aquellos veinte años de intimidad, había sido de la posibilidad de casarse. ¿Podría asumir Tamara aquel regalo como un acto conminatorio? ¿Se lo consultaba antes de regalárselo y aniquilaba cualquier efecto sorpresa? ¿En verdad él quería casarse? Y ella, ¿quería? ¿Alguna vez había que casarse? ¿Regalar un anillo implicaba tener que casarse? ¿Cómo Yoyi había adivinado que en esos días lo había rondado la idea de aquella posibilidad?
Después de matar el hambre con la comida que, por si las moscas —y casi siempre había moscas—, le había guardado Josefina, Conde y Carlos se fueron al portal en busca del alivio de una brisa. Pero mientras Carlos le explicaba la estrategia organizativa de la fiesta que celebrarían en dos días, para la cual ya había repartido invitaciones verbales y responsabilidades inalienables destinadas a garantizar suficientes cantidades de comestibles y bebestibles, Conde no dejaba de pensar en el dichoso anillo.
—Entonces seríamos nueve: el Conejo, Aymara, Dulcita, Yoyi, Luisa, la dentista fea amiga de Tamara, tú, Candito, la homenajeada y un servidor.
—¿Viene Candito?
—Imagínate si viene: me dijo que esa noche cierra la iglesia, porque no puede perderse esa fiesta. La vieja Josefina nos va a preparar unas cositas contundentes de comer con suministros que van a traer Dulcita y Yoyi, que se brindaron, también voluntaria y previamente, para hacer esos aportes… ¿Qué te parece?
—¿Desde cuándo Yoyi sabe lo de la fiesta?
—Hablé con él un rato después de que me llamaras.
Conde calculó: Yoyi había tenido varias horas para pensar en el tema del anillo. Ese tiempo convertía su propuesta en un acto premeditado y alevoso.
—¿Qué dijiste que me tocaba a mí? —preguntó Conde, tratando de volver a la realidad del instante. Para facilitar el trámite, se dio un lingotazo de ron.
—El cake, las flores y dos o tres botellas de ron. Y ron es ron, de verdad, con etiqueta, no este que venden en los Desesperaos…
Conde metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cincuenta pesos convertibles.
—Yoyi me dio un adelanto hasta que nos paguen los libros que estamos negociando. Me hace falta que tú y Candito, que sabe de flores, se encarguen de mi parte. Tú compra el ron… Yo me he enredado en la historia de la dichosa emo y…
—Cuéntame un poco… ¿Ya tienes alguna idea de dónde coño se metió? —Carlos imitó a Conde y bebió un trago.
—Tengo dos mil ideas, pero de dónde puede estar la chiquilla esa, ninguna. Me he complicado la existencia, Flaco. Ahora resulta que yo soy el más preocupado por dónde puede estar o qué le puede haber pasado… No todos los días se pierde alguien que anda advirtiendo por ahí que Dios ha muerto y hace filosofía sobre la libertad del individuo. Mañana quiero ver si hablo con Candito. Él es de todos nosotros el que más sabe de las cosas de Dios…
—Para algo es pastor emergente, ¿no?
Conde asintió, valorando otra vez la persistente presencia de un dios en la historia de una muchacha esfumada. Sí, tal vez su amigo Candito el Rojo, convertido en una especie de pastor evangélico sustituto, podría ayudarlo a entender el enredo de aceptaciones y negaciones de lo trascendente en que lo había metido la joven. Pero Conde presentía, sin saber la razón exacta de aquella sensación, que en la vida y la desaparición de Judy había otras tenebrosidades a las que él ni siquiera se había asomado y que no era cruzando los caminos del cielo por donde llegaría a las oscuridades que envolvían a Judy. Sí, necesitaba entender otras cosas. ¿Quién lo podría ayudar?
—Espérate, déjame llamar al Conejo. Se me ocurrió algo en lo que a lo mejor él me puede tirar un cabo.
Conde recogió el teléfono inalámbrico que había quedado sobre la mesita del portal. También el aparato era un regalo de Dulcita, cada vez más generosa y atenta con las necesidades de Carlos. Marcó el número predeterminado y cuando el amigo se puso al aparato, le explicó la razón de la llamada: necesitaba que el Conejo le aconsejara con qué persona podría hablar para entender algo del tema de los jóvenes que se marcan y autoagreden. Y si esa persona existía y el Conejo podía, que tratara de fijarle una cita, cuanto antes mejor. El otro asumió la tarea.
—De verdad está hereje ese asunto, salvaje —dijo Carlos—. No me puedo creer que gocen sufriendo y deprimiéndose, por mi madre que no…
—El mundo está loco, Flaco… Y yo también —admitió, bebió lo que le quedaba en el vaso y se puso de pie—. Aunque no tanto: Judy sabe lo que quiere, o por lo menos lo que no quiere, y yo sé que me tienes que devolver el dinero sobrante de lo que te di… Ahora me voy, quiero hablar una cosa con Tamara.
Carlos miró la botella de ron traída por Conde. Quedaba aún la mitad de su contenido. Algo mucho más grave que una emo perdida debería estar atormentando la mente de su amigo para que le reclamara un dinero y se retirara de un combate cuerpo a cuerpo al cual le quedaba por saldar su mejor parte.
—Conde…, ¿me vas a decir qué cojones te pasa ahora? Llegaste con cara de mierda y ahora tienes cara de mierda con peste. Coño, hoy hiciste un negocio con el que te vas a forrar, estás haciendo lo que más te gustaba hacer cuando eras policía y lo puedes hacer sin ser policía, dentro de dos días vamos a meter un fiestón por el cumpleaños de Tamara y, menos Andrés, vamos a estar todos los sobrevivientes… ¿Qué más quieres, salvaje? Dime, ¿de qué te quejas, Cabeza de Pinga?
Conde sonrió con la salida final de Carlos, que lo remitía al chiste sobre el guerrero piel roja nombrado Cabeza de Pinga, que le expresa al gran jefe Cabeza de Águila, hijo del legendario Cabeza de Toro y hermano del aguerrido Cabeza de Caballo, la inconformidad que arrastra con su apelativo. Y concluyó que Carlos llevaba la razón: ¿de qué te quejas, Cabeza de Pinga? Parecía evidente: él no tenía remedio. Su capacidad para sufrir por cualquier cosa que lo asediara lo hacía, de alguna manera, un precursor de la filosofía emo. Pero no abrió las compuertas. El asunto que lo aguijoneaba ni siquiera podía hablarlo con Carlos antes de haberlo solucionado con Tamara, tanto por lo que atañía a la mujer como por sus propias dudas.
—No me quejo, bestia. Es que soy así de comemierda… Si el Conejo me llama, que me localice con Tamara. —Conde se acercó a Carlos y se inclinó sobre su desparramada anatomía, apenas contenida por los brazos del sillón de ruedas, y no pudo evitar la oleada de ternura que lo impulsó a inclinarse y abrazar el cuerpo húmedo de sudor del amigo inválido. Si alguna prueba le faltaba al Flaco del estado lamentable del Conde, este se la regalaba con aquel abrazo, limpio de impulsos alcohólicos: resultaba evidente que iba herido. Carlos, contra su costumbre, esa vez prefirió mantenerse en silencio, mientras correspondía al gesto de amor.
Conde optó por hacer a pie el recorrido hacia la casa de Tamara. Quería darse más tiempo para meditar y buscar la vía hacia la solución de su nuevo conflicto. Lo que más le molestaba de aquella situación era su vulgar origen económico, pues si no tuviera en el horizonte los mil dólares prometidos por Yoyi, nada semejante podría haber estado ocurriendo. ¡Y luego dicen que los ricos no tienen problemas! Pero ¿el problema era el anillo en sí o sus implicaciones para sí?, se preguntó, filosófico.
Tamara, recién bañada y vestida con la ropa de dormir, veía desde el sofá uno de aquellos documentales sobre animales que tanto le gustaban a los programadores de la televisión nacional. Nada más verla, en aquel ambiente familiar, cotidiano, rutinario, Conde sintió un latigazo de angustia. ¿Casarse para siempre? Pero al acercarse para besarla, cuando se asomó al escote generoso y respiró el olor a mujer limpia que regalaba la piel de Tamara, la angustia fue desplazada por una plácida sensación de pertenencia, que lo hizo comenzar a concebir planes inmediatos.
—Sigue viendo eso. Voy a darme un bañito —dijo Conde y se dirigió hacia la ducha.
Mientras se limpiaba de las costras y calores del día y se entregaba a la imaginación de un satisfactorio cierre sexual de jornada, Mario Conde pensó que, en verdad, podía considerarse un ser muy afortunado: le faltaban miles de cosas, le habían robado cientos, lo habían engañado y manipulado, el mundo entero se hacía mierda, pero todavía él poseía cuatro tesoros que, en su magnífica conjunción, podía considerar los mejores premios de la vida. Porque tenía buenos libros para leer; tenía un perro loco e hijo de puta del cual cuidar; tenía unos amigos a quienes joder, abrazar, con quienes se podía emborrachar y soltarse a recordar otros tiempos que, en la benéfica distancia, parecían mejores; y tenía una mujer a la que amaba y, si no se equivocaba demasiado, lo amaba a él. Gozaba de todo aquello —y ahora hasta de dinero—, en un país donde mucha gente apenas tenía nada o iba perdiendo lo poco que le quedaba: porque demasiadas personas con las que cada día se topaba en sus afanes callejeros y le vendían sus libros con la esperanza de salvar sus estómagos, ya habían perdido hasta los mismísimos sueños.
Como era su costumbre de lobo solitario, Conde tendió en la bañadera el calzoncillo recién lavado y recuperó el que la noche anterior había dejado allí. Fue al cuarto y buscó el pullover agujereado y gigantesco con el cual solía dormir. Mientras escuchaba la voz televisiva dedicada a narrar la historia de un elefante hermafrodita, amigo de los pajaritos y aficionado a comer flores amarillas (¿no sería simple y sencillamente un elefante maricón?), preparó la cafetera pequeña y coló el café. A esa hora Tamara no lo acompañaría, por lo cual se sirvió su porción en un vaso y, con un cigarro en la mano, fue hacia la sala del televisor con una rotunda decisión en la mente: al carajo, le preguntaría a Tamara si quería casarse con él. Total, había pensado, si ya estoy queriendo regalarle un anillo, ¿por qué no lanzarme de cabeza de una vez y por todas?…
Cuando entró en la sala se encontró a Tamara dormida en el sofá. Para no despertarla fue a ocupar el butacón de piel muchos años atrás comprado por el padre de la mujer en Londres, mientras fungía como embajador en el Reino Unido. Con el mando a distancia apagó el televisor: no tenía ánimos para historias de elefantes con traumas sexuales. Bebió su café y encendió el cigarro. Y comprendió que aquel era el mejor momento para lanzar su proposición:
—Tamara —susurró y se atrevió a seguir—, ¿qué tú crees si nos casamos?
El primer ronquido de la mujer fue la única respuesta que recibió su tremenda pregunta.