EN los tiempos en que Mario Conde fue pelotero (o, para ser justos: trató de serlo), consumidor contumaz de Los Beatles, Creedence Clearwater Revival y Blood, Sweat and Tears, también él había sido víctima de la depresión: pero por motivos más concretos. Vivía los últimos días de una adolescencia atravesada sin la menor gracia y sin haber llevado en los pies o en cualquier otra parte de su anatomía nada ni remotamente parecido a unos Converse o una prenda de Dolce y Gabbana, ni siquiera falsa. Fue entonces cuando llegó al pre de La Víbora y, de la misma manera natural en que el acné iba desapareciendo de su rostro, fue adquiriendo algunas de las cosas que le completarían la vida: unos amigos —el flaco Carlos, entonces muy flaco—, el Conejo, Andrés y Candito el Rojo; el gusto por la literatura, complicado con unos alarmantes deseos de escribir como algunos autores leídos, como el cabrón de Hemingway o el comemierda de Salinger que en cuarenta años no había vuelto a publicar; y el primer, más doloroso y constante amor de su vida: Tamara Valdemira, la hermana gemela de Aymara. Y fue Tamara la causante de su primera depresión. (Hemingway lo deprimiría más tarde, cuando caló mejor al personaje. Salinger simplemente lo decepcionaría con su insistencia en no volver a publicar.)
Aunque las mellizas se asemejaban todo lo que un ser humano se puede parecer a otro, tanto que para facilitar la identificación sus padres decidieron que el color de Tamara era el azul y el de Aymara, el malva (para las cintas del pelo, las medias, los pulsos), desde que las vio, a pesar de sus uniformes y rostros idénticos, Conde se enamoró definitiva, inconfundible, caballunamente de Tamara. La furiosa timidez del muchacho, la belleza alarmante de la joven y el hecho de que Tamara proviniese de un mundo tan diferente al suyo (nieta de abogado famoso e hija de diplomático ella; de gallero y de guagüero él) hicieron que Conde sufriera en silencio aquella pasión, hasta que apareció el envolvente y expansivo Rafael Morín y se llevó la gata al agua y, de paso, las ilusiones de Mario Conde, quien sufrió por varios meses una malsana aunque muy justificada depresión juvenil, imposible de aliviar ni siquiera con la frecuente práctica de la masturbación, un arte en el cual llegó a considerarse un especialista y hasta un innovador.
Casi veinte años después, aquella amarga historia primaveral había abierto su segundo capítulo de una manera imprevista y explosiva. Rafael Morín desapareció y quiso el destino que el teniente investigador Mario Conde fuese encomendado de buscar al impoluto dirigente que, hurgando donde había que hurgar, muy pronto reveló ser todo menos impoluto y solo reapareció para ser depositado dos metros bajo tierra, cubierto además con la ignominia de sus manejos fraudulentos[4]. Desde entonces Tamara y Conde (que arrastraba un divorcio y una separación bastante traumáticos) habían sostenido una relación amable y sosegada en la cual cada uno entregaba al otro lo mejor que tenía, pero sin ceder sus últimos espacios de individualidad. Conde pensaba incluso que la salud de la convivencia quizás había estado fundada en el hecho de que ninguno de los dos, aun cuando lo pensara en algún momento, se había atrevido a pronunciar con intenciones de concretarla la palabra maldita: matrimonio. Aunque el hecho de no convocarla tampoco implicaba que la palabra y todo cuanto ella significaba no los estuviera rondando, como buitre al acecho.
Siempre que Conde se despertaba en la casa de Tamara lo embargaba una cálida sensación de extrañamiento y, en ocasiones, hasta unos imprevisibles deseos de casarse. La primera causa de aquellas reacciones era de origen visual: como solía despabilarse antes que la mujer, el hombre disfrutaba el privilegio de permanecer varios minutos en la cama observando el milagro de su fortuna y preguntándose —la misma pregunta una y otra vez, durante esos veinte años afortunados, al menos en aquel sentido concreto— cómo era posible que la noche anterior hubiera compartido la intimidad con una mujer tan bella, capaz incluso de llevar su clase al acto reflejo de roncar como si soplara un oboe d’amore típico de las cantatas de Bach. Tamara, apenas dos años más joven que Conde, había traspasado la frontera de los cincuenta años con una dignidad asombrosa: tetas, culo, abdomen y cara conservaban mucho de su tersura original, a pesar de los volúmenes que cargaban algunos de aquellos atributos, como el seno que, escapado del refajo, atraía la atención de Conde aquel amanecer. Los daños colaterales de la edad, Tamara los combatía con esmero: ejercicios diarios, ocultamiento de canas impertinentes con un tinte L’Oréal castaño mediano, alimentación regulada, por lo cual —calculaba el Conde cuando veía sus propios deterioros y contabilizaba sus excesos— pronto parecería su hija. La segunda causa arrastraba un carácter más conceptual: ¿cómo era posible que Tamara lo hubiera resistido tantos años? Para no pensar en esa pregunta, la más difícil, en mañanas como aquella, Conde solía abandonar la cama como un fugitivo e irse a la cocina a prepararse el necesario café de los despertares. Aunque ese día, en lugar de una premonición dolorosa, fue un relámpago de fuego lo que al fin le iluminó la memoria y lo retuvo unos minutos junto a la cama, observando el pezón descubierto y el brillo de la saliva en la comisura de los labios de la bella durmiente que… en dos días cumplía los cincuenta y dos años.
Fumándose el primer cigarro de la jornada, Conde vio por la ventana abierta cómo la claridad se iba instalando en el que prometía ser otro infernal día de junio. Él sabía muy bien que Tamara no era adicta a las celebraciones cumpleañeras, menos desde que rebasara la media rueda, y quizás por ello había tardado tanto en recordar la fecha. Pero, ahora, la presencia en Cuba de Aymara, radicada desde hacía mucho en Italia, y quien no por casualidad cumplía años el mismo día que su hermana gemela, creaba una situación más propicia para proponer una celebración. Y si necesitaban refuerzos y justificaciones, ahí estaba Dulcita, la mejor amiga de Tamara, también de visita en la isla por esos días. Sí, la fiesta ya estaba lista… El único problema radicaba en que, con los doscientos o trescientos pesos arrugados en sus bolsillos, al Conde no le alcanzaba ni para comprar el cake de cumpleaños.
Mientras se vestía, Conde sonrió, malévolo: sí, para algo estaba en el mundo el flaco Carlos.
Mientras se alejaba de la casa de Tamara con la brújula marcando la vivienda de la familia de la desaparecida Judy, Conde no tuvo más remedio que asumir la ubicación de la morada como una coincidencia para nada fortuita cuyo signo no fue capaz de descubrir, aunque no dejó de inquietarlo: Judy había vivido apenas a cuadra y media de la casa que por varios años ocuparan Daniel Kaminsky y su mujer, Marta Arnáez.
Ya frente a la dirección señalada por Yadine, Conde pensó que en tiempos pasados aquel palacete de la calle Mayía Rodríguez debió de haber pertenecido a alguna familia con menos dineros de los necesarios para levantar una mansión en la Quinta Avenida de Miramar, como los magnates cubanos del azúcar y el ganado, pero con suficiente para construir aquella edificación en un barrio de clase media con aspiraciones de ascenso, como lo fue el Santos Suárez de 1940 y 1950. Dos plantas, altos puntales, rejas sólidas y muy bien labradas, un aire art déco y un envolvente portal rematado con una galería de arcos españoles todavía de moda en aquellos tiempos, todo había recibido el beneficio resucitador de unas capas de pintura de colores llamativos. Según las informaciones que esa misma mañana había logrado sacarle al mayor Manuel Palacios, el tal Alcides Torres, el padre de Judy, había logrado hacerse con el atractivo inmueble hacia los albores de la década de 1980, cuando los propietarios más rezagados de la casa pusieron proa a Miami y, de algún modo, el compañero Torres, esgrimiendo necesidades y méritos políticos, había movido contactos para conseguir sentar allí sus reales de dirigente en ascenso.
Conde oprimió con delicadeza el timbre colocado junto a la puerta. La que supuso sería la abuela de Judy fue quien le abrió. Era una mujer que recorría la sesentena, muy bien conservada para su edad, pero con la marca de un profundo pesar en su rostro, una congoja al parecer más antigua que la desaparición de su nieta. Conde, que en más ocasiones de lo previsible solía tener ideas peregrinas, se preguntó al verla cómo sería posible para un pintor captar y llevar a la tela aquel sentimiento tan difuso y a la vez evidente: la tristeza de una mujer. Si supiera pintar le habría gustado intentarlo.
En cuanto se presentó, la anfitriona cayó en cuentas.
—El detective amigo de Yadine que no es detective pero fue policía…
—Es una forma de decirlo… ¿Y usted es la abuela de Judy, verdad? —La mujer asintió—. ¿Puedo pasar?
—Por supuesto —dijo ella, y Conde penetró en un salón hiperventilado por los grandes ventanales enrejados, un espacio en donde plantas, adornos, cuadros y muebles de maderas nobles se esforzaban en advertir de las posibilidades económicas de sus propietarios, pensó Conde, mientras aceptaba el ofrecimiento de la anfitriona y ocupaba uno de los sillones de mimbre, colocado junto a un ventanal.
—Gracias, señora…
—Alma. Alma Turró, la abuela de… —Y se interrumpió, agredida por un ramalazo de una rebelde tristeza.
Conde prefirió mirar hacia otro lado, esperando la recuperación de la mujer. En su otra vida, como policía, había aprendido cómo la incertidumbre sobre el destino de un ser querido solía afectar de manera más lacerante que una dolorosa verdad definitiva, muchas veces asimilada como un alivio. Pero el juego de decepciones y esperanzas al cual resultaba sometido el espíritu de quien espera confirmaciones sobre una persona desaparecida, siempre arrastraba un componente pernicioso y agotador. De pronto la mujer se puso de pie.
—Voy a hacerle café —dijo, obviamente necesitada de un escape digno.
Conde aprovechó para estudiar a gusto un entorno donde resaltaba la falsedad rotunda de unas magníficas reproducciones colgadas de las paredes: la inconfundible Vista de Delft, de Vermeer, el conocido interior de una iglesia de Emanuel de Witte, y un paisaje invernal, con molino incluido, cuyo autor original no pudo establecer, aunque sin duda era tan holandés como los otros dos maestros. ¿Por qué insistían en salirle al paso, en cualquier parte, los cabrones pintores holandeses? Sin embargo, en la mejor pared, la más visible, no había una obra de arte: como una declaración de principios allí imperaba una gigantesca foto del Máximo Líder, sonriente, calzada por la consigna DONDE SEA, COMO SEA, PARA LO QUE SEA, COMANDANTE EN JEFE, ¡ORDENE! Siguió su examen visual y observó, sobre una mesilla, un marco que encerraba la imagen de dos niñas, de unos diez y cuatro años, las mejillas unidas, sonrientes: Judy y su hermana radicada en Miami, supuso… Trató de imaginarse a una joven emo, deprimida e inconforme en medio de aquel sitio, con todos sus moradores en posición de firmes, prestos (al menos eso pretendían hacer creer) a recibir órdenes, cualesquiera que fuesen. No lo consiguió. Sin duda para aquella familia las actitudes de la muchacha deberían de tener mucho de la herejía que el furibundo emo transparente mencionara la noche anterior, y pensó que en aquella casa podían estar las razones de su desaparición, ya fuese voluntaria o provocada por fuerzas externas.
Alma Turró regresó con dos tazas y un vaso de agua en una bandeja plateada. Colocó todo en una mesa, junto al Conde, y lo conminó a servirse.
—¿Puedo fumar? —preguntó él.
—Por supuesto. Yo también me fumo unos cigarritos todos los días. Un poco más ahora, tengo los nervios…
Bebieron el café y dieron fuego a sus cigarros. Solo entonces Conde se lanzó.
—Ya usted sabe que Yadine estuvo a verme. Yo le expliqué que no soy detective ni nada por estilo y que no sé si podré ayudarlos a encontrar a Judy. Pero voy a hacer el intento…
—¿Por qué? —lo interrumpió la mujer.
Conde fumó un par de veces para darse tiempo a pensar. «Porque soy curioso y no tengo nada mejor que hacer», era un respuesta posible, aunque demasiado fuerte. «Porque soy un comemierda y me dejo meter en estos líos», parecía algo mejor.
—La verdad es que no lo sé bien… Creo que sobre todo por algo que me dijo Yadine sobre los emos y la depresión… —La mujer asintió en silencio y Conde recuperó el rumbo—. El problema es que ya hace doce días que no se sabe de ella, y eso complica las cosas. Hablé con un ex compañero y sé que hasta la policía está bastante perdida. —La mujer volvió a asentir, todavía sin pronunciar palabra, y Conde decidió entrar en materia por el lado más tradicional pero a la vez imprescindible—. Me gustaría saber si Judy hizo o dijo algo inusual antes de desaparecer, cualquier cosa que indicara sus intenciones…
La mujer dejó un segundo el cigarro en el cenicero, pero de inmediato lo recuperó, como si tomara una importante decisión respecto a la acción de fumar. Aunque no se lo llevó a los labios.
—Todo parece indicar que yo fui la última persona conocida que la vio. Ese día… —hizo una pausa, como si necesitara respirar más oxígeno, y volvió a abandonar el cigarro—, bueno, ese día ella llegó de la escuela a la hora de siempre, picoteó un poco la comida, dijo que no tenía mucha hambre, y subió a su cuarto. Mirándolo en su momento, no hizo nada extraño. Desde la perspectiva de ahora, parecía más reconcentrada o incluso deprimida, por lo menos más callada que otras veces, pero tal vez son imaginaciones mías… Ya una no sabía si estaba deprimida de verdad o deprimida por gusto y por disciplina… Qué disparate…
—¿Y después?
—Estuvo un rato en su cuarto, salió para bañarse como a las tres… A las cuatro y media bajó, se despidió de mí y se fue.
—¿Solo se despidió de usted? ¿Qué le dijo?
—Su madre había ido al mercado, su padre estaba arreglando una llave de agua en el patio, pero Judy no me preguntó por ellos. Se despidió como siempre, me dijo que se iba, no sabía a qué hora volvería, y me dio un beso.
—¿No llamó a nadie por teléfono?
—No que yo sepa.
—¿No comió algo antes de irse?
—Ni siquiera pasó por la cocina.
—A lo mejor pensaba comer algo en alguna parte, ¿no?
—No estoy tan segura. A veces se pasaba todo el día casi sin comer. Otras veces comía como un león. Yo siempre le decía que eso no era sano ni normal…
—¿Cómo iba vestida? ¿Llevaba una cartera, una mochila?
—No, no llevaba nada. Iba vestida como siempre que iba para la calle G. De negro, con unas mangas rosadas. Muy maquillada con creyones oscuros. Para los labios y los ojos… Con sus pulseras de metal y piel… Bueno, sí llevaba algo: un libro.
Conde sentía que en aquella aparente normalidad había algo revelador, pero se le escapaba de dónde provenía y qué revelaría. Se le hizo evidente que para intentar seguir los pasos de Judy, primero debía hacer lo posible por conocerla.
—Todo eso fue un lunes, ¿verdad? ¿Y ella le dijo que iba para la calle G?
—Sí, el lunes treinta de mayo, pero… —Alma se detuvo en su razonamiento, alarmada por algo que acababa de hacérsele patente—. No, ya le dije que no me habló nada de adónde iba. Todos supusimos que iba a reunirse con sus amigos… Aunque era todavía temprano y los lunes ellos casi nunca van para la calle G.
—Pero iba vestida como si fuera para allí…
—No, no me entiende. Cuando ella salía a encontrarse con sus amigos siempre se vestía así. No solo si iba a la calle G. No sé por qué pensé y le dije al otro policía que me preguntó que se había ido para allá. Fue una respuesta automática… A veces se reunían en la casa de alguno de ellos.
Conde asintió, pero anotó en la mente su pregunta: «Si no fuiste para la calle G, ¿adónde coño fuiste, Judy? ¿A ver a uno de tus colegas? ¿A encontrarte con el italiano?».
—¿Judy y Yadine son muy amigas?
—Yo no diría que muy… Judy tiene algo de líder y Yadine la seguía como un perrito, siempre la imitaba en todo… —La mujer hizo una pausa y se atrevió—: Como si estuviera enamorada de Judy… Pero Yadine es muy buena muchacha.
Conde hizo otra anotación mental, y la marcó con varias interrogaciones.
—Alma, necesito que me hable de Judy. Quiero entenderla. Hace dos días hablé con Yadine y ayer estuve con sus amigos de la calle G y estoy más confundido que otra cosa…
La mujer dio dos caladas y aplastó el cigarro a medio fumar.
—A ver… Yo creo que Judy siempre fue una niña muy singular. No por pasión de abuela, pero debo decirle que fue más madura de lo que debía ser en cada momento, y demasiado inteligente. Leía mucho, desde los ocho, nueve años, pero no libros para niños, sino novelas, libros de historia, y yo, que prácticamente fui quien la crió, le alenté esas aficiones… Quizás maduró muy pronto, quemó etapas. A los quince años hablaba y pensaba como un adulto. Entonces fue que a mi hija y a mi yerno, Alcides, los mandaron a trabajar en Venezuela y se la llevaron consigo. A partir de ahí todo se complicó. Si habló con sus amigos policías, seguro ya usted sabrá que destituyeron a Alcides de su cargo por algo que hizo o no hizo en Caracas y lo están investigando… Bueno, eso no viene al caso. Cuando los hicieron regresar de Venezuela estaba por terminar el curso académico y Judy perdió ese año de estudios. Pero también perdió otras cosas. Casi fue como si la cambiaran por otra persona: la niña prodigio que se fue era muy diferente de la joven extraña que volvió. Apenas hablaba con sus padres, más o menos lo hacía conmigo pero no se abría, no se abría… Era como si hubiese regresado a la adolescencia. Con Frederic, un compañero suyo del preuniversitario, empezó a reunirse con esos muchachos que se dicen emos, le dio por vestirse de negro y rosado, y ella misma se hizo emo. Por suerte no dejó la escuela, y a veces me daba la sensación de que funcionaba como dos personas, una estudiaba y otra lo negaba todo, lo rechazaba todo. La que estudiaba seguía siendo mi esperanza de que alguna vez superara aquella fiebre de negación y volviera a ser una sola Judy… Incluso sentí miedo de que tuviese alguna enfermedad, una esquizofrenia o una bipolaridad de esas que aparecen a esas edades, y la llevé a ver a unos médicos amigos míos. Ellos me tranquilizaron por una parte y me inquietaron por otra: no había trazas de bipolaridad ni nada por el estilo, pero sí una inconformidad muy grande, sobre todo un rechazo muy evidente a sus padres, y eso podía ser el origen de una tendencia depresiva, una tristeza que podía llegar a ser peligrosa… Y no era una pose de emo.
—Disculpe que la interrumpa —Conde se rascó la cabeza e inclinó en el sillón para hablar— y que le pregunte algo, pero… ¿Judy se lastima a sí misma?
Alma Turró hizo como si fuera a coger los cigarros pero se detuvo. Conde supo que había tocado una tecla que sonaba mal. La mujer demoró la respuesta.
—No demasiado… Sicológicamente, sí…
—¿Me explica?
—He leído de algunos jóvenes, sobre todo de los que se dicen punks, aunque también los emos, que se cortan, se mutilan, se tatúan. Expresan el odio hacia lo social con un odio hacia el cuerpo. Así lo decía Judy, tal como suena… No creo que Judy haya llegado a esos extremos, pero se perforó las orejas, la nariz, el ombligo, para usar esos aros y se hizo un tatuaje en la espalda…
—¿Todo eso después que regresó de Venezuela?
—Sí, después…
—¿La policía sabe de ese tatuaje? ¿Qué fue lo que se tatuó?
—Una salamandra… Así pequeña… Y, claro, la policía lo sabe… Para identificarla si…
Conde suspiró. Siempre había sido de los que, si debía hacerse un análisis de sangre, cerraba los ojos cuando venía la enfermera y pedía un algodón con alcohol para evitar desmayarse. Su visceral rechazo hacia el dolor, la sangre, la ofensa agresiva al físico, no le permitía concebir aquellas filosofías autoagresivas. Él nada más fumaba (siempre tabaco cubano) y comía y bebía (todo lo que apareciera, sin importar la bandera), confiado en la bondad de sus pulmones, hígado y estómago.
—Y me dijo que psicológicamente…
—Judy se ha ido creando su mundo, un mundo que cada vez tiene menos relación con este de nosotros. No solo es cómo se viste o se peina, sino cómo piensa. Come verduras, nunca carne; no usa desodorantes ni cremas, pero después de la ducha se frota con colonia hasta ponerse morada; lee libros muy complicados, y estuvo obsesionada con unos dibujos animados japoneses, de esos que llaman mangas. Y —Alma Turró bajó la voz— dice donde quiera que todos los gobiernos son una banda de represores… Todos —reafirmó, para estar más tranquila.
Mientras recibía aquella información Conde tuvo la sensación de que Alma Turró no era una fuente confiable. Algo más que inconformidad y animadversiones de adolescente había en las actitudes de la muchacha enumeradas por la abuela. Y ese algo más podía estar relacionado con su desaparición. Aunque creyese conocerla bien, Conde empezaba a pensar que la abuela, a pesar de haberla criado, tampoco conocía a Judy. O solo conocía bien a una de las dos Judy. ¿Y la otra?
—Alma, ese compañero de Judy, ¿Frederic? —Ella asintió—. ¿Cómo es él?
—Es negro, bastante alto, muy inteligente… Judy y él son amigos desde la escuela secundaria. Ese sí que es amigo de ella, más que Yadine. Bueno, fue él quien la embulló para meterse a emo.
—¿No fue Yadine?
—No. —Alma movió la cabeza—. Por lo que oí un día, Yadine era gótica o punk…, pero no emo. Hasta que conoció a Judy…
Conde asintió. Frederic tenía que ser el emo negro con el que había hablado la noche anterior y Yadine era otra cebolla hecha de capas, concluyó.
—¿Por qué llevaron a la televisión una foto de Judy sin…, donde no parece emo?
—Eso mismo dije yo… Cosas de Alcides. No quería que vieran cómo era de verdad su hija…
—¿Y la escuela?
—Sí, ella mantenía su interés por la escuela y sacaba muy buenas notas, como siempre. Por eso una de las cosas que me hacen pensar lo peor es que en unas semanas empiezan los exámenes finales y si no aparece… —El sollozo resultó ahora más profundo, descarnado, y Conde volvió a concederle la intimidad del cambio de objetivo de su mirada. Pero con aquel último dato se reafirmó en la idea de que en la historia de Judy contada por su abuela faltaba un componente que, desde ya, intuía ligado no solo con sus actitudes públicas, sino también con su misteriosa evaporación.
—¿Y quiere seguir estudiando en la universidad? —preguntó cuando la mujer recuperó la calma.
—Sí…, pero no sabe qué.
—Eso es más normal —dijo Conde, con cierto alivio, y recibió como recompensa una breve sonrisa de la abuela—. ¿Y por qué usted dice que los problemas de su yerno en Venezuela no tienen que ver con Judy?
—Nada de lo que hizo Alcides tenía relación con Judy. Porque, además, Judy no tenía mucho que ver con su padre, desde hace tiempo… Él se pasaba la vida criticándola, por cualquier cosa. Y mire en lo que andaba.
—¿En qué andaba? —Conde decidió explotar aquella brecha.
—Unos hombres que trabajaban con él se «guardaban» las libras de equipaje que no podían o no querían utilizar algunos cubanos que iban a trabajar a Venezuela. No sé cómo funcionaban las cosas, pero cuando había una buena cantidad de libras acumuladas, mandaban hasta un contenedor con cosas que se vendían aquí. Los dos hombres que hacían esas marañas eran subordinados de Alcides y están presos, porque eran los que firmaban las guías de esos envíos… Él jura que no sabía lo que esa gente estaba haciendo.
—¿Y usted le cree?
Alma suspiró.
—Estábamos hablando de Judy —se escabulló la mujer. Por supuesto, no le creía.
A pesar de que no era lo más adecuado en aquel momento, Conde tuvo que sonreír. Alma lo imitó, cómplice.
—Alma, ¿por qué casi todos están tan seguros de que Judy no intentó irse de Cuba?
La mujer dejó de sonreír. Su seriedad se tornó profunda. Miró hacia la foto de las dos niñas sonrientes.
—No se habría metido en eso sin decirle nada a su hermana María José que está en Miami…
—¿María José? —El nombre tan castizo sorprendió al Conde, acostumbrado ya a escuchar los apelativos más disparatados para los vástagos de sus congéneres: desde Yadine y Yovany hasta Leidiana y Usnavy.
—Sí. María José se fue en una balsa y estuvo a punto de morirse… No, estoy segura de que Judy hubiera contado conmigo para hacer algo así… A pesar de su carácter, o de sus poses… No, no se hubiera atrevido…
Conde asintió. No valía la pena recordarle a la abuela que la nieta tenía muchas caras, como ella misma había sugerido, y que jóvenes con ganas de largarse era lo que sobraba en el país. Pero de momento aquel camino estaba bloqueado, pensó. Necesitaba encontrar atajos hacia «la otra» Judy, quizás la más verdadera.
—Alma, ¿me dejaría ver el cuarto de Judy?
En la penumbra, Kurt Cobain lo miró a los ojos, desafiante, con la insolencia que solo son capaces de exhibir quienes creen estar muy seguros de sí mismos y se sienten fuera del alcance de cualquier asedio. Sin embargo, comprobar que el tal Cobain era un músico le provocó cierto sosiego pues la frase incendiaria escuchada la noche anterior y que había conseguido traducir como «Es mejor quemarse que apagarse lentamente» resultaba más amable si venía acompañada por alguna melodía. Debajo de la imagen rubia de Cobain, el póster anunciaba su pertenencia: Nirvana. Conde apenas sabía que se trataba de un grupo de rock alternativo, del cual no conservaba en la mente ni una imagen ni un sonido, como buen Neanderthal aferrado al sonido puro de Los Beatles y las melodías negras de Creedence Clearwater Revival. ¿Pero aquel cantante no se había suicidado? Debía averiguarlo.
La habitación, en el segundo piso del palacete, era amplia aunque cavernosa. Las ventanas, cubiertas con cortinas de tela oscura, apenas conseguían ser atravesadas por el despiadado sol veraniego. Cuando accionó el interruptor y tuvo una mejor visión del sitio, Conde comprobó que debajo del póster de Cobain estaba la cama, tendida con un cobertor color violeta, capaz de ratificar los gustos de su propietaria por las tenebrosidades. En otras paredes había carteles de grupos musicales también desconocidos para Conde —un tal Radiohead y 30 Seconds to Mars—, pero el verdadero encontronazo con algo muy torcido llegó cuando el ex policía cerró la puerta y vio el póster enorme que allí imperaba. Bajo unas letras chorreantes y escarlatas (sí, pensó en el término escarlata, un color extraño a la paleta de su vocabulario) que advertían DEATH NOTE, había la imagen de un joven, sin duda japonés, de mirada feroz, boca dura, puños prestos a golpear y una banda de pelo negro sobre el ojo derecho: un bistec, ¿sushi? Pero el joven aparecía cobijado por la extraña y grotesca figura de un animal imprecisable, de alas vampirescas, pelos disparados, y una enorme boca delineada de negro, como la de un payaso expulsado del cielo o salido del infierno. Una imagen satánica. Con toda seguridad aquellas figuras debían pertenecer a uno de los mangas japoneses consumidos por Judy. El hecho de acostarse cada noche y, antes de conciliar el sueño, observar aquella estampa de furia y horror, no podía ser nada saludable. ¿O la muchacha se estaba quemando lentamente con sus fuegos particulares?
En el armario encontró colgadas un par de piezas de uniforme escolar, mientras el resto del vestuario conformaba una galería de diseños emo. Ropas negras, punteadas con tachuelas brillantes, botas de plataforma y unos Converse al parecer ya inútiles por el desgaste exhibido en sus suelas, mangas portátiles (unas rosadas, otras de rayas blancas y negras) y unos guantes diseñados para dejar descubiertas las últimas falanges. Según Alma Turró, la tarde que salió para no volver, Judy iba engalanada con su emoatuendo. Pero allí estaban los otros trajes de batalla de la muchacha, lo cual ponía ingredientes alarmantes a su desaparición, pues una fuga planificada con toda seguridad hubiese implicado una selección de al menos algunas de aquellas ropas tan específicas.
En un pequeño librero chocó con lo que esperaba y más. Entre lo previsible estaban varias novelas vampirescas de Anne Rice, cinco libros de Tolkien, incluidos sus clásicos —El Hobbit y El señor de los anillos—, una novela y un libro de cuentos de un tal Murakami, obviamente japonés, El principito, de Saint-Exupéry, un gastadísimo volumen de La insoportable levedad del ser, de Kundera y… ¡El guardián en el trigal!, de ese recabrón de Salinger —que ya se sabe lo que ha hecho…—. Pero también halló otros textos de temperaturas mucho más altas: un estudio sobre el budismo y Ecce homo y Así habló Zaratustra, de Nietzsche, libros capaces de meter mucho más que vampiros, duendes y personajes alienados o amorales en la mente de una joven al parecer demasiado precoz e influenciable, con muchísimos deseos de apartarse del rebaño. Dentro del Zaratustra de Nietzsche, Conde encontró una cartulina rectangular, escrita a mano, tal vez por la propia Judy, y lo que leyó le confirmó su primera conclusión y le explicó el discurso sobre el descreimiento del emo transparente la noche anterior: «La muerte de Dios supone el momento en que el hombre ha alcanzado la madurez necesaria para prescindir de un dios que establezca las pautas y los límites de la naturaleza humana, o sea, la moral. La moral va inextricablemente relacionada a lo irracional [había subrayado el copista con varios trazos], a las creencias infundadas, es decir, a Dios, en el sentido de que la moral emana de la religiosidad, de la fe axiomática y, por tanto, de la pérdida colectiva de juicio crítico en pos del interés de los poderosos y el fanatismo de la plebe». ¿Lo había escrito Nietzsche? ¿Lo había copiado y procesado Judy? La idea subrayada al final de la cita indicaba un rasgo previsible en el retrato que se iba perfilando de la muchacha como antagonista de lo establecido y empeñada en la persecución de una singularidad liberadora, tanto del influjo del poder como de la pertenencia a «la plebe fanática». Pero ¿por qué le había atraído aquella primera frase destacada donde se conectaban la moral y la irracionalidad? ¿Qué había llevado a una muchacha tan joven a preocuparse por la ética y la fe?
Mientras se preguntaba qué habrían podido pensar de aquella habitación y sus revelaciones los policías encargados de encontrar a Judy, Conde escudriñó a su alrededor buscando algo que no conseguía precisar qué sería, con la certeza de que su hallazgo lo ayudaría a entender el carácter y quizás hasta los motivos de la desaparición voluntaria o forzada de Judy. Sin darse cuenta, el ex policía volvía a pensar como un policía, o, al menos, como el policía que había sido. Abrió otra vez el armario, miró en las gavetas, aireó las hojas de los libros sin hallar lo que buscaba. Entre las cajuelas de una veintena de DVDs leyó un título inadvertido en el intento anterior y para él muy atractivo: Blade Runner. Había visto aquella película no menos de cinco veces, pero desde la última ocasión había pasado bastante tiempo. Tomó la cajuela y la abrió para comprobar si era una copia de fábrica. Lo era. Para saberlo tuvo que levantar la tarjeta en blanco colocada sobre el disco, que resultó estar escrita en el envés, por la misma mano de los apuntes encontrados en el libro de Nietzsche, aunque con una letra más recogida, casi diminuta, empeñada en obligarle a entornar los ojos para poder enfocar la vista y leer: «El alma ha caído en el cuerpo, en el cual se pierde. La carne del hombre es la parte maldita, destinada al envejecimiento, a la muerte, a la enfermedad. // El cuerpo es la enfermedad endémica del espíritu». Conde leyó dos veces aquellas palabras. Hasta donde sabía (y no era que supiese demasiado de tales temas), no le sonaba a Nietzsche, aunque creía recordar que por boca de Zaratustra el filósofo había hablado del desprecio que el alma había sentido por el cuerpo. ¿Lo escrito era una conclusión de Judy, un parlamento de Blade Runner o una cita extraída de algún otro autor con aquellos conceptos destinados a reflejar un patente desprecio por el cuerpo humano? Fuera cual fuese su origen, sonaba inquietante, mucho más en la coyuntura precisa de una desaparición quizás voluntaria, y advertía a las claras por qué Yadine había dicho que no había nadie mejor que Judy para explicar qué era ser emo.
Conde se guardó la tarjeta en el bolsillo y decidió bajar con el DVD para pedírselo prestado a Alma Turró: debería soplarse otra vez Blade Runner si quería comprobar si se trataba de un parlamento olvidado de la película. En cualquier caso, aquella combinación de Nirvanas musicales y filosóficos, de emos feroces y monstruos postmodernísimos, de vampiros, elfos y superhombres liberados de ataduras gracias a la muerte de Dios, todo rociado con conceptos despectivos hacia el cuerpo, podía arrojar estados mentales complejos. La posibilidad de un suicidio crecía bajo aquellos reflectores. Ya sabía, por las palabras de Alma Turró, que Judy había creado su propio mundo y construido su casa en él. Pero ahora que tenía alguna idea de los extraños habitantes de aquel universo en donde se cruzaban tantas espadas afiladas como en un manga japonés, Mario Conde había adquirido la certeza de que la muchacha resultaba mucho más que una emo perdida, extraviada o escondida por voluntad propia: parecía ser una dramática advertencia de las ansias de cortar ataduras sufridas por los actores de los nuevos tiempos. Y una muerte autoinfligida tal vez se le había presentado como el camino más corto y expedito para aquella ansiada liberación del cuerpo y de la tristeza enfermiza que le provocaba lo que un emo había denominado «el medio ambiente».
Nada más ver la explanada de asfalto reverberante de la llamada Plaza Roja, el busto hierático del Padre de la Patria, el asta sin bandera, las viejas majaguas en flor, la breve escalinata y las altas columnas que sostenían el soportal del edificio, Conde sintió cómo la historia de la desaparición de Judy empezaba a pertenecerle. Del mismo modo que le ocurría al flaco Carlos, todo lo relacionado con aquel santuario profano de lo que había sido y ahora volvía a ser el Preuniversitario de La Víbora, arrastraba una connotación especial para un hombre negado a arrancarse las costras de los instantes más luminosos del pasado, temeroso de una pérdida capaz de desollarle la memoria y de dejarlo abandonado en un presente en el cual, muchas veces, sentía la imposibilidad de encontrar un norte. En aquella explanada negra, sentado en los pasos de la escalinata y en los pupitres resguardados por el edificio que se abría detrás de las columnas, Mario Conde había atravesado tres años con los que todavía convivía, con cuyas consecuencias todavía vivía, como lo podía comprobar cada mañana y cada noche.
Cuando la marea de tibia nostalgia se asentó en su espíritu, el Conde, debajo del álamo donde se había refugiado de los embates del sol más cruel del mediodía, decidió aprovechar el tiempo de la espera y utilizó el resurrecto teléfono público de una cabina cercana… Primero llamó a Carlos y lo condecoró con la organización de la fiesta de cumpleaños de las jimaguas: le correspondía el frente de combate que abarcaba desde las citaciones hasta la compleja distribución de las aportaciones que se le asignarían a cada convocado, convenientemente diferenciadas entre comestibles y bebestibles. Luego telefoneó a Yoyi para saber si había noticias del ex dirigente que amaba a sus nietos (y quizás también a los perros, debía investigarlo), pero el joven aún dormía la resaca de furia belicosa que le había explotado la noche anterior durante su encuentro cercano con Emo World.
Ya pasado el mediodía, una manada bulliciosa de uniformados bajó la escalinata en busca de la calle. Hurtando el cuerpo tras el tronco rugoso del álamo vio pasar a Yadine, que se alejó en solitario hacia la Calzada. Observándola, Conde sintió un golpe de nostalgia y desencanto: ¿cuántos sueños de futuro acariciados por él y sus amigos, mientras bajaban por aquella misma calle, se habían hecho mierda en el choque brutal contra la realidad vivida? Demasiados… Yadine, por lo menos, no creía en nada, o no tenía nada en lo que quisiese creer. Tal vez fuera mejor así, se dijo.
Unos minutos después, cuando casi había perdido las esperanzas, Conde vio salir y logró identificar a Frederic Esquivel, el joven negro que la noche anterior había conocido como practicante de la emofilia y quien, según Alma Turró, había sido el inductor de Judy hacia aquella pertenencia. Desde su posición lo vio tomar hacia la derecha, en compañía de dos muchachas, y decidió seguirlo para intentar abordarlo en el momento más propicio.
Desde su prudente distancia, el perseguidor trató de adivinar qué había hecho el emo negro con el pelo que la noche anterior le cubría la cara, y no encontró respuesta para su curiosidad, pues, cumpliendo los reglamentos escolares, el muchacho había recogido el mechón caído para dejar visible su rostro. Una de sus acompañantes se desgajó en busca de la Calzada del 10 de Octubre y Frederic siguió con la otra, con toda seguridad hacia la también cercana Avenida de Acosta. Por suerte para Conde fue la adolescente (una rubia bastante desarrollada, casi despampanante) quien echó ancla en la parada de la ruta 74, donde se despidió de Frederic con un beso largo, sostenido, impúdico, salivoso, acompañado de mutuo sobamiento de nalgas, muy fácil en el caso de Frederic, cuyos pantalones casi caídos dejaban ver, por la retaguardia, más de la mitad del calzoncillo. Apenas se separaron, el muchacho se mejoró la posición del miembro alborozado por el besuqueo y siguió su camino, como si acabara de tomarse un vaso de agua. Cuarenta metros más adelante cruzó la avenida para torcer en la primera esquina, hacia el reparto El Sevillano.
—¡Frederic! —El muchacho, al volverse, reveló su asombro al reconocer al hombre. Conde trató de sonreír mientras se le acercaba, pensando que si algo le quedaba de la erección, él se había encargado de disiparlo—. Me costó trabajo reconocerte…, ¿podemos hablar un minuto? Es que quería disculparme por lo que pasó ayer, lo que dijo mi amigo y lo que hice yo. Fuimos muy impertinentes con ustedes. ¿Me das el minuto?
El emo en hibernación se mantuvo en silencio. Su piel negra brillaba por el sudor y el recelo. Ahora parecía menos andrógino que la noche anterior. Conde le indicó un muro bajo, beneficiado por la sombra de un árbol, mientras le explicaba que había sido la abuela de Judy quien le había dicho su nombre y dónde encontrarlo. Por si acaso, volvió a jurarle que no era policía.
—Mira, la verdad es que lo fui, pero en otra vida, hace como mil años… Y antes de eso estudié en el mismo pre que tú… Bueno, eso no importa… A ver: vengo ahora de casa de Judy y su abuela me habló de ti. Alma me pidió que los ayudara a saber qué le había pasado a Judy, y creo que tu amiga se lo merece. Si Judy trató de irse en una balsa…
—No trató de irse en ninguna balsa, ya se lo dije —lo interrumpió Frederic, casi molesto.
—Pues lo más seguro entonces es que esté viva. Pero si no aparece es por algo…
—Por el padre. Ese tipo siempre ha sido un hijo de puta. Ella no quiere verlo ni en pintura.
—¿Por qué lo dices? ¿Qué le hacía a Judy?
Conde tembló nada más de pensar que el origen de la desaparición estuviese mezclado con un acto de violencia paternal.
—Trató de botarla de la casa cuando ella se hizo emo. Pero la abuela de Judy dijo que si se iba su nieta, ella también se largaba. La cosa era complicada, el padre decía que los emos somos contrarrevolucionarios y no sé ni cuántas mierdas más… Hasta vino un día a mi casa para acusarme de estar desviando a su hija…
—¿Así que el tal Alcides Torres se come esos mojones?
Frederic sonrió.
—Peor que eso… Ese tipo tiene un miedo que se caga…
—¿Por lo que hizo en Venezuela?
—A lo mejor —dijo, pensó un instante y agregó—: Creo que sí. Parece que se le fue la mano y le dieron un buen manotazo…
El joven sonrió otra vez, sin demasiada convicción. Quizás estaba triste, pero no deprimido, pensó Conde, que seguía sin entender nada: ¿triste después de besar a aquella rubia en flor? Él, a la edad de Frederic, y también a todas las otras que había ido teniendo, habría estado bailando la calinga.
—La muchacha que dejaste en la parada, ¿es tu novia?
—Na…, una amiga.
—Qué buena amiga —musitó Conde, envidioso de la juventud del muchacho y de la calidez de las relaciones que sostenía con sus amistades, y volvió a lo suyo—. Mira, si Judy no intentó irse en una balsa y no aparece, hay tres posibilidades que se me ocurren como las más seguras. Dos son muy malas… La primera, que le haya pasado algo, un accidente, no sé, y esté muerta. La segunda, que alguien la tenga retenida contra su voluntad, sabe Dios por qué. La tercera posibilidad es que se haya escondido, y sus razones tendría. Si fue esta última y me ayudas a encontrarla, y veo que está bien, haciendo lo que está haciendo porque ella quiere, me olvido de todo y la dejamos seguir en su historia. Pero para descartar las posibilidades jodidas tengo que ver si es la tercera. ¿Me entiendes?
Frederic lo miraba con toda su seriedad.
—Yo soy emo, no comemierda… Claro que lo entiendo.
—¿Entonces…?
Frederic bajó la vista hacia sus zapatillas Converse, bastante maltratadas. Lo hizo con una intensidad tal que el Conde pensó que en cualquier momento los tenis hablarían, quizás como Zaratustra.
—El italiano amigo de Judy no está en Cuba, así que no puede haberse ido con él… Los otros amigos del grupo andan por ahí, así que no creo que esté escondida en la casa de uno de ellos. Los últimos que se fueron en una balsa eran rockeros, no de la gente de nosotros, creo que ella ni los conocía. No sé por qué Yovany habló de eso y después mezclaron una cosa con la otra… Yo he pensado mucho en todo esto y de verdad no sé dónde puede andar metida. Yo creo que pasó alguna de las cosas malas que usted dice…
—¿Yovany es…?
—Sí, el de la discusión de anoche.
Conde asintió y encendió un cigarro. Comprendió que había cometido una descortesía y le ofreció la cajetilla a Frederic.
—No, yo no fumo. Ni tomo…
«El emo-delo», pensó Conde. «Incluso me trata de usted.» Y decidió que si Frederic optaba por la peor salida para el destino de Judy, él debía empezar a tocar las notas más difíciles de aquella melodía.
—Otra vez te juro por mi madre que ya no soy policía y no voy a hablarle de esto a los policías… ¿Qué clase de drogas toma Judy?
Frederic miró otra vez sus Converse en estado de desintegración y Conde esta vez descubrió tres cosas: que los tenis no hablaban, que el silencio del muchacho resultaba más elocuente que la más explícita respuesta y que la cabeza de Frederic era una obra de arte en donde los pelos tratados con un desrizador formaban en su cráneo unas capas que conseguían darle el aspecto de una col, con las hojas superpuestas. Conde insistió:
—Que se haya perdido…, ¿tendrá que ver con las drogas?
—No sé —dijo al fin el muchacho—. Yo no me meto nada de eso… Yo soy emo porque me gusta el grupo, pero no hago lo que hacen los otros. Ni tomo, ni me drogo ni me corto…
Conde atrapó el dato de lo que «hacen los otros» referido a la droga, y decidió seguir adelante haciéndose el tonto.
—¿Cortar qué?
—El cuerpo… Los brazos, las piernas…, para sufrir.
Para demostrarlo Frederic mostró sus brazos, limpios de cicatrices. A pesar de que ya sabía de aquellas prácticas, Conde no pudo dejar de sentir un latigazo. Pero fingió asombro.
—No puede ser…
—Es una manera de entender el dolor del mundo: sintiéndolo en carne propia.
—Y yo que creía que estaban locos. ¡De verdad están locos, coño!
—Judy se corta y se droga. Que yo sepa, nada más con pastillas. Las pastillas y el alcohol lo ponen a volar a uno.
—¿Y hay otros que usan otras drogas además de las pastillas?
Frederic sonrió.
—Yo soy emo, no…
—Está bien… La abuela dice que Judy se puso aros por todas partes, pero no se lastimaba.
—La abuela no sabe nada…
—¿Y qué sabes tú que me pudiera ayudar?
Frederic levantó la mirada y clavó los ojos en los del Conde.
—Judy es muy complicada, más de la cuenta… Se coge las cosas en serio.
—¿Por lo que lee y eso?
—También por eso. Yo no me imaginé que lo de ser emo le iba a dar tan fuerte… Se metió a buscar libros y se sabía de memoria uno del Nietzsche ese, el de los superhombres, y le dio por decir que Dios se había muerto… Pero a la misma vez ella cree en el budismo, en el nirvana, en la reencarnación y en el karma. —Conde prefirió no interrumpirlo, dejar que la enumeración se deslizase quizás hasta un punto revelador—. Decía que estaba viviendo su vida número veintiuno, antes había sido soldado romano, marinero, una muchacha judía en Ámsterdam, princesa maya…, y que si se moría joven volvería con un destino mejor —dijo Frederic y volvió a interrogar a sus Converse.
—¿Hablaba de morirse? ¿De suicidarse?
—Claro que sí. Para algo se metió a emo, ¿no?
—¿Tú hablas de eso?
Frederic sonrió, socarrón.
—Sí, igual que los demás…
—Pero no crees en eso. ¿Y los otros?
—Yovany y Judy hablan mucho de esas cosas, ya se lo dije, se cogen todo en serio. Él también se corta. Ahora mismo tiene un tajo del carajo en un brazo.
—No se lo vi…
—Tenía puesta la manga.
Conde recordó el tubo de tela que cubría el brazo de Yovany, el emo pálido que insistía en recordarle a alguien. Concluyó que, por lo visto hasta ese momento, a pesar de su aspecto, Frederic no encajaba con las actitudes de alguien preocupado por el suicidio o una posible reencarnación. Sacó entonces la tarjeta que guardaba en el bolsillo y le leyó el texto al muchacho.
—¿Qué me puedes decir de esto?
—Judy leía cosas de un tal Cioran. Lo había encontrado en internet cuando estuvo en Venezuela. Creo que esto es de ese Cioran —dijo y comenzó a buscar en una de sus libretas mientras hablaba—. A ella le gusta hablar de lo que lee, pasarnos citas, quiere educarnos, digo yo… Mire, esto me lo escribió ella en la libreta —dijo cuando al fin halló lo que buscaba y leyó—: «Despojar al dolor de todo significado supone dejar al ser humano sin recursos, hacerlo vulnerable. Aunque parezca al hombre el acontecimiento más extraño, el más opuesto a su conciencia, aquel que junto a la muerte parece el más irreductible, el dolor no es más que el signo de su humanidad. Abolir la facultad de sufrir sería abolir su condición humana».
Mientras escuchaba a Frederic, Conde fue percibiendo cómo aquella historia se complicaba en cada nuevo intento de asomarse a la mente de Judy y, sobre todo, se alejaba hacia un territorio para él insondable y desconocido: un campo cruzado de sentidos opuestos marcados con signos incomprensibles. Y por cualquiera de ellos podía haber tomado la muchacha, pues, si entendía algo en todo aquel berenjenal, la cita leída por Frederic parecía apuntar en otra dirección. ¿Cómo coño él se había dejado enredar en aquella historia?
—¿Disfrutaba y valoraba el sufrimiento, pero despreciaba el cuerpo y además se metía drogas para vivir en otro mundo y no creía en Dios pero sí en el karma y la reencarnación y además en la humanidad del dolor?
—Antes de irse para Venezuela ella todavía no era emo-emo de verdad, y creo que no tomaba drogas. Cuando vino de allá, ya las había probado, aunque no me parece que fuera adicta: era como una experiencia, o por lo menos eso decía ella. Aunque en Venezuela le pasaron más cosas, y ella no quería hablar de eso, ni de lo que había hecho su padre, aunque decía que era tremendo farsante… Lo que sí sé es que allá, como se podía conectar a internet, descubrió varios sitios de emos y punks donde hablaban mucho de esos temas del cuerpo y el sufrimiento físico, y chateaba con ellos. Cuando volvió se había hecho más emo que yo, más que nadie, y empezó a hacerse los piercings, después un tatuaje, y cada vez que podía hablaba de esas cosas, de las marcas, del dolor…
Conde supuso que la militancia emo-masoquista de Judy podía haber alentado una fuga voluntaria, pero para concretarla tenía que necesitar algún apoyo. Sobre todo en dependencia del sitio adonde hubiera pretendido irse. Y si estaba viva y en Cuba, ¿dónde rayos podría estar escondida?
—Si hubiera querido irse para alguna parte, o esconderse… ¿Ella manejaba algún dinero?
—Ella siempre tenía algo, cinco, diez fulas, pero no más. Me imagino que poquito a poco se los robaba al padre, digo yo…
Conde tomó nota del dato y siguió.
—¿Y el italiano? Dime algo de esa historia. ¿Él tenía que ver con las drogas? ¿Le daba dinero?
—Era una cosa rara, porque a Judy no le gustan los hombres y…
Conde no pudo evitarlo.
—¡Aguanta ahí! ¿Me estás diciendo que además Judy es lesbiana?
Frederic tampoco pudo evitarlo. Sonrió otra vez.
—¿Pero qué coño le han dicho los padres y la abuela de Judy? ¿No le dijeron que ella es gay, que se corta, se mete drogas y que se va a reencarnar? ¿Y así quieren que usted la encuentre? Lo veo muy jodido…
Conde sintió las oleadas del ridículo que hacía, o, más claramente, el papel de comemierda que encarnaba ante el muchacho. Y se convenció de que la operación de llegar hasta la semilla de Judy no iba a resultar fácil. Con la imagen de Yadine en la mente lanzó su pregunta:
—¿Ella tenía alguna relación seria, una novia o algo así?
Frederic volvió a interrogar a sus Converse.
—Sí. Pero yo no le puedo decir quién era.
—¡Manda pinga esto! —explotó el Conde al escuchar la respuesta del muchacho y la aprovechó para limpiar su imagen haciéndose el ofendido—. ¿Pero qué cojones es esto? ¿Todo el mundo aquí se las tiene que dar de misterioso, decir un pedacito de las cosas, soltar nada más lo que les sale del culo?
Si todavía hubiera sido policía, Conde habría tenido otros medios para sacudir a Frederic. El miedo suele derribar montañas, como hubiera podido decir el Buda Siddhartha Gautama, quizás amigo de Judy en alguna de sus veinte vidas anteriores. Pero, entre otras muchas razones, justo por una razón como aquella, Conde había dejado de ser policía. Encendió otro cigarro y miró a Frederic. Tuvo la certeza de que, al menos en ese momento, aquel oráculo se había cerrado. No obstante, decidió jugar una carta sorpresa cuando le preguntó:
—¿Judy era novia de Yadine, o tenía algo con ella?
Frederic sonrió.
—Yadine es una boba que quiere ser emo y la verdad es que no es nada… Pero está enamorada de Judy hasta aquí…
Frederic se tocó la barbilla y Conde asintió. Miró al joven y habló en tono de súplica:
—Entonces, ¿no tienes idea de dónde coño pueda estar, qué le pasó o no le pasó?
Frederic meditó unos segundos.
—Había otro italiano. Yo lo vi una vez. No sé si alguien más del grupo lo conoció. Ella le decía «Bocelli», porque se parecía al cantante ciego. Y lo otro que sé es que Judy quería salirse de los emos. Hace como un mes me dijo que ya estábamos muy viejos para eso, debíamos hacer otras cosas, pero no sabía cuáles…
Conde dio una calada y aplastó el cigarro en la acera. Aquella última revelación sonaba prometedora.
—¿La super-emo quería dejar la tribu? ¿Y a qué se iba a meter entonces?
—No lo sé, la verdad…
El hombre miró al joven y comprendió que el diálogo estaba por terminar. Pero necesitaba saber dos cosas más. Lo intentó.
—Ayúdame a entender algo, muchacho… ¿Tú crees que de verdad-verdad Judy quería suicidarse o todo eso es un personaje que se ha montado?
Frederic lo pensó, y al fin sonrió.
—Judy no tenía montado ningún personaje. Es la chiquita más auténtica del grupo. Se vestía como emo, hablaba como emo, pero pensaba muchísimo… Por eso a mí no me parece que quisiera suicidarse… Aunque si le daba por eso, también lo hacía. Judy es capaz de hacer cualquier cosa… Pero no, creo que no…
—Coño, Frederic, sigue ayudándome a entender… Dime, ¿por qué un muchacho como tú se mete a emo?
El joven movió la cabeza, negando algo, y provocó que una de las hojas de la col capilar se desprendiera y cayera desfallecida sobre su rostro.
—Porque estoy cansado de que me digan lo que tengo que hacer y cómo tengo que ser. Nada más que por eso. Creo que es bastante, ¿no…? Y porque me hace parecer más misterioso y eso ayuda a tener más jevitas.
—Ahora sí te entiendo… Ya vi algunos de los resultados… ¿Y el tal Bocelli? ¿Qué pinta ese tipo?
—No sé, nada más lo conozco por lo que Judy decía de él… Y ese sí se drogaba.
«Se te ha complicado la vida, Mario Conde», pensó, y se sintió agotado, con tantos deseos de dejar aquella historia como de encontrarle un sentido.
—Muchas gracias por lo que me has dicho. Si Judy no aparece, a lo mejor vuelvo a verte… —dijo Conde y extendió la mano. Estrechó la del muchacho y, antes de soltarla, le deseó suerte en su tránsito por el nirvana de Emolandia.