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NADA más poner un pie en el vestíbulo de la Central de Investigaciones Criminales el Conde sintió deseos de dar media vuelta y echar a correr. Aunque hacía veinte años que no corría ni visitaba aquel sitio, el recuerdo de su tormentosa estancia durante una década en el mundo de los policías siempre se le revolvía en las entrañas de su memoria como un dolor insobornable. Mientras observaba el nuevo mobiliario, las cortinas de tela gruesa acariciadas por el aire acondicionado, las paredes recién pintadas, se preguntó si aquel sitio de apariencia aséptica era el mismo lugar donde él había trabajado como policía y si aquella experiencia había transcurrido en su misma vida de ahora, y no en otra paralela o cerrada hacía tiempo. «¿Cómo coño resististe ser policía durante diez años, Mario Conde?»

No reconoció a ninguno de los uniformados que pasaron por su lado y ninguno de ellos lo reconoció a él —o al menos eso le pareció, para su alivio—. De los investigadores de su época solo debían de haber sobrevivido hasta ese momento los más jóvenes de aquel tiempo, como el entonces sargento Manuel Palacios, su eterno ayudante de investigaciones que, tras hacerlo esperar veinte minutos, por fin salió del elevador y se acercó a él. Manolo estaba uniformado, como le gustaba, y lucía sobre los hombros sus grados de mayor.

—Vamos a hablar para allá afuera —le dijo, mientras le daba la mano y casi tiraba del Conde para sacarlo de la atmósfera refrigerada hacia el vapor indecente de la mañana de junio.

—¿Por qué coño no podemos hablar allá dentro, tú?

Manolo se acomodó unas gafas misteriosas tras las que pretendía ocultar, cuando menos, las arrugas y bolsas oscuras colgadas del borde de sus ojos. Tampoco Manolo era el flaco que había sido, aunque a la vez no se podía decir que estuviera gordo, aun cuando lo pareciera. Conde lo estudió con esmero: el cuerpo de su ex compañero parecía el de un muñeco mal inflado, al cual se le hubiera acumulado en el abdomen y en la cara el aire viciado de los años, dándole un aspecto flácido, mientras los brazos, el pecho y las piernas seguían siendo delgadas, como si estuvieran secas. «Este cabrón está peor que yo, pal carajo», pensó.

Bajo el mismo falso laurel que veintitantos años atrás Conde solía ver desde la ventana de su cubículo, los hombres se acomodaron en un muro, cada uno con su cigarro en la mano.

—¿Qué es lo que pasa ahora, compadre? A ver si aquí nos cagan los gorriones… —El mayor Manuel Palacios fumaba, mirando hacia un lado y hacia otro, como si lo persiguieran—. Para colmo de males ahora no se puede fumar allá dentro… Te lo digo yo, Conde, esto está que no hay quien lo soporte…

—¿Cuándo no?

Manolo incluso intentó sonreír.

—¡Tú no sabes ná…! Lo del cigarro es lo de menos… Imagínate, ahora, de pronto, se dieron cuenta de que si los de abajo roban es porque los de arriba les dan la llave y hasta les abren la puerta… Hay una tonga de gente gorda presa o en camino. Pero gordas gordas. Ministros, viceministros, directores de empresa…

—Al fin sacudieron la mata. Pero les costó trabajo…

—Y no son aguacates lo que están cayendo. Son mojones… Y nosotros detrás de ellos. —Manolo hizo el gesto del cazador de aguacates fétidos en caída libre—. Los desfalcos y los negocios en que estaban metidos son de millones… Nadie sabe cuánto se han robado, malversado, regalado, dilapidado en cincuenta años.

—Y ustedes azocando a los viejitos vendedores de jabas, durofríos y palitos de tendedera…

—Ahora andamos detrás de los pejes gordos. Pero también en la operación Sábado Gigante, buscando a los que captan la señal del satélite y distribuyen los cables para que la gente vea los canales de Miami… Y son miles, pero miles de miles… Y desmontando los burdeles y puticlubs, que también son una pila. Eso reventó porque en uno mataron a una niña con una droga que le metieron y después tiraron el cadáver en un basurero. Hay hasta unos putañeros italianos enredados en eso y…

—Qué bonito, ¿eh? El mejor de los mundos posibles… Y ahora, así, de pronto, descubren que ese mundo estaba lleno de corruptos, putas, drogadictos, aberrados que prostituyen a niñas y caras de guante que parecían santos porque siempre decían que sí.

—Y en medio de toda esa cagazón, ¿cómo tú quieres que los jefes pongan gentes para ver dónde se metió una loquilla que seguro se fue a pique en una balsa tratando de llegar a Miami? ¿A ver, dime?

—Dice la amiga de ella que los padres y la abuela juran y perjuran que la chiquita no se fue… Ni siquiera contactó con una hermana que vive en Miami.

Manolo respiró sonoramente.

—Esta mañana, cuando me llamaste, lo primero que hice fue buscar ese expediente… La chiquita era emo y esa gente, la mayoría, tiene un mechón de pelo en un ojo y un tenis en la cabeza. Pero no uno cualquiera, sino un Converse, de los que cuestan casi cien dólares y…

—¿Cien dólares unos tenis?

Ahora sí, el mayor Palacios sonrió y levantó sobre su frente las gafas oscuras para mirar mejor a su ex compañero. En cuanto fijó la vista en el Conde, su ojo izquierdo empezó a navegar hasta terminar recostado en el tabique nasal.

—¿En qué mundo tú vives, chico? Mira, para ser emo hay que tener unos tenis de esos o de otra marca que ahora ni me acuerdo, un celular, pero no uno cualquiera que nada más sea para hablar y pasarse mensajitos, sino con cámara de fotos y video y sirva para oír música. Hay que usar ropa negra, mejor si Dolce y Gabbana, no importa mucho si auténtica o made in Ecuador. Llevar pulsos, unas fundas que se ponen en los brazos como si fueran mangas, unos guantes también negros, con este calor de mierda, y hay que estirarse el pelo con una cosa química que te lo deja lacio y tieso para poder peinarte como si te cayera en la cara el ala de una tiñosa… ¿Sabes cómo le dicen a ese mechón de pelo? El bistec…

—¿El bistec? ¿Bistec? ¿Qué cosa es eso, tú?

—Deja la gracia y saca la cuenta: hacen falta por lo menos quinientos dólares nada más que para meterte a emo…, lo que yo gano en dos años.

—¿Y cómo se llevan ustedes con los emos?

—A ver…, en la calle G se reúnen todos esos personajes: los emos pero también los rockeros, los frikis, los rastas, metaleros, hiphoperos…, ah, y los mikis.

—Cada vez aparecen más… ¿Qué es eso? ¿La guerra de las galaxias?

—Todos son más o menos lo mismo, aunque no son lo mismo. Los mikis esos, por ejemplo, son los que manejan más plata, porque los padres están bien conectados con el billete, de una forma o de otra… Nosotros tratamos de no meternos con ninguno de ellos mientras ellos se dediquen a tomar ron, poner música, mearse en la calle, cagarse en los portales de las casas de la zona, templarse unos a los otros en cualquier oscuridad…

Le tocó a Conde el turno de reír.

—¡Cómo han cambiado ustedes! Cuando yo estaba en el pre te llevaban preso por andar en bermudas por la calle… ¿Y cómo está la droga entre esos muchachos?

—Esa es la jodienda, la droga. Ahí sí nos ponemos bravos. El lío es que los fines de semana se juntan ni se sabe cuántos y eso nos la pone difícil. Lo que hacemos es buscar a quien la vende a través de quien la compra, y a cada rato nos cae un buen pescado en el jamo.

—¿Y cómo hacen?

—Coño, Conde, pa qué carajo se inventaron los informantes… Tenemos un mikipolicía, un policía metálico y un vampipolicía. Porque también hay vampiros en la calle G.

Conde asintió como si lo escuchado fuese lo más natural del mundo. Y, al parecer, ya lo era. De cualquier forma, Manolo le daba otra razón para alegrarse por el hecho de poder oír aquella música desde una butaca de espectador y no como policía en funciones, encargado quizás de realizar una cacería de vampiros. ¿El país se había vuelto loco? ¿Yadine usaba tenis de cien dólares?

—¿Entonces no puedes hacer nada para encontrar a la chiquita?

—No es una niña, Conde, tiene dieciocho años, ya está un poco tarajallúa para andar en esa comemierdería de ser emo o lo que sea, de deprimirse por gusto y de cortarse para sentir dolor y… Pero dicen ellos que no son masoquistas.

—Coño, Manolo, me parece que voy a cumplir cien años. No entiendo ni timbales. Tanto que nos jodieron la vida con el sacrificio, el futuro, la predestinación histórica y un pantalón al año, para llegar a esto… ¿Vampiros, depresivos y masoquistas por cuenta propia? ¿Con este calor?

—Por eso te digo que si no se fue pal carajo, lo más seguro es que ande por ahí gozando la papeleta con algún extranjero o sabe Dios dónde, metiéndose cualquier cosa de las que se meten ahora. O cortándose a pedacitos… Nada más puedo pedirle a los que llevaron el caso que no lo pongan en el fondo del cajón. Pero seguro que ahora mismo ellos están desbordados buscando proxenetas, putas, traficantes, estafadores, funcionarios corruptos y cualquier clase de hijos de puta para dedicarle más tiempo a la emo perdida porque quiso perderse. Además, tú lo sabes, después de las setenta y dos horas, un desaparecido al que lo hayan desaparecido no suele aparecer. —Manolo sonrió al valorar su ingenio verbal, y agregó—: Por lo menos vivo.

Conde encendió otro cigarro y le pasó la caja a Manolo, que negó con la cabeza.

—¿Qué día se supone que se perdió?

Manolo extrajo del bolsillo de su pantalón de reglamento una libreta macerada.

—El treinta de mayo…, hace once días —leyó, calculó y agregó—: Tres días después la madre denunció la desaparición. Dijo que a veces se perdía uno o dos días, pero no tres. Para una investigación, ese tiempo perdido es fatal, tú lo sabes.

—¿Y hay alguna cosa interesante en el expediente?

Manolo meditó unos segundos. Había vuelto a acomodarse las gafas y Conde no pudo disfrutar del espectáculo de su bizquera intermitente.

—¿Ya tú hablaste con los padres?

—No, todavía.

—Los padres hasta mandaron una foto de la hija a un programa de televisión… Pero trabajo costó que dijeran que la chiquita estuvo viéndose un tiempo con un italiano, un tal… —Manolo volvió a registrar la libreta que parecía sacada de un basurero— Paolo Ricotti… El nombre saltó porque a ese tipo lo tienen en la mirilla, por putañero, a lo mejor hasta por corruptor de menores, pero no han podido agarrarlo con las manos en la masa.

—¿Y qué hace ese personaje en Cuba?

—Hombre de negocios… Amigo de Cuba… De los que hace donaciones solidarias… Pero lo que no entiendo ahora es por qué te has metido en el rollo de la emo esa, ¿eh, Conde?

Conde miró hacia el edificio donde había trabajado diez años. Buscó con la mirada la ventana del que había sido su cubículo y, a su pesar, no pudo evitar una ráfaga de malsana nostalgia.

—Creo que porque me gustaría hablar con la tal Judy… Para entender de verdad qué cosa es ser emo…

Manolo sonrió y se puso de pie. Conocía aquellas respuestas evasivas del Conde y optó por picarlo con la púa.

—¿O será que te picó el bicho porque sigues pensando como policía?

—Como decía mi abuelo: que Dios nos libre de esa enfermedad, si no es que no nos dio ya… Gracias, Manolo.

Conde extendió la mano derecha y Manolo, más que estrechársela, se la retuvo.

—Oye, compadre, ¿y el padre no te interesa?

Una chispa iluminó el cerebro del ex policía.

—Sí, claro…

—El tipo está en remojo. Era uno de los jefes de la cooperación cubana en Venezuela… Hay una cagazón de importaciones por la izquierda…

—¿Y?

—Y hasta ahí es lo que sé… Pero a mí también me sopló la mosca en la oreja y voy a averiguar.

—Me interesa lo que averigües. Aunque no tenga que ver con la hija. Las desgracias nunca vienen solas… —afirmó y, de modo mecánico, se tocó debajo de la tetilla izquierda, el sitio en el cual solían reflejarse dolorosamente sus premoniciones.

—Ah, no, Conde, no me vayas a hablar ahora de tus premoniciones… Y, mira, échate mierda de vaca en la cabeza, dicen que eso es bueno…, porque vas para calvo que jodes…

Después de varios días de amenazas, el cielo se encabritó y abrió sus compuertas: rayos, truenos y lluvia inundaron la tarde, como si hubiera llegado el fin del mundo. Cuando llovía de aquel modo apocalíptico y el calor cedía, Conde conocía un método inmejorable para esperar el paso de la tormenta veraniega: se llenaba la barriga con lo primero que encontraba, se dejaba caer en la cama, abría una asmática novela de un poeta cubano siempre a mano para aquellas coyunturas, leía una página sin entender un carajo y, al recibir aquella patada en el cerebro, arrebujado en el ruido de la lluvia, se dormía —y así se durmió aquella tarde— como un niño acabado de mamar.

Cuando despertó, dos horas después, se sentía húmedo y pesado. La pesadez la debía al sueño; la humedad, a Basura II que, necesitado de refugio para pasar el vendaval veraniego, lo había encontrado en toda la regla y dormía, con su pelambre todavía mojada, cara a cara con el Conde. El hombre pensó que debía aprovechar el sueño del perro para matarlo en ese mismo instante: era lo que se merecía aquel hijo de puta redomado. Pero al verlo dormir con la punta de la lengua asomada entre los dientes, mientras emitía unos levísimos gruñidos de felicidad, provocados por algún amable sueño perruno, se sintió desarmado y se levantó con la mayor delicadeza posible para no interrumpirle la siesta a… aquel pedazo de cabrón que merecía que lo mataran por haberle mojado la cama.

La lluvia había cesado pero las nubes seguían cubriendo el sol. Mientras preparaba el café, a su pesar, Conde pensó en su conversación con Manolo. ¿Habría alguna conexión entre lo que el padre de la emo hiciera en Venezuela y la difuminación de la joven? La lógica advertía que no debía existir ese nexo, pero la lógica también solía ser bastante veleidosa, se dijo.

Luego de beber el café y de fumarse un cigarro, se decidió a poner en marcha sus maquinarias y llamó a Yoyi el Palomo.

—Dime, ¿se ha sabido algo del dirigente?

—Todavía no —dijo el Palomo—. Dale tiempo, dos o tres días. ¿O ya no confías en mi olfato?

—Más que nunca… Oye, Yoyi, ¿estás enredado esta noche o me puedes acompañar a ver una cosa que me interesa y de la que no entiendo nada?

—¿Hay plata por medio? —preguntó, como no podía dejar de hacerlo, Yoyi el Palomo.

—Ni un medio. Pero me vendría bien tu ayuda… Quiero ver si encuentro a una mujer.

—¿Para ti?

—No precisamente. Demasiado joven: tiene dieciocho años… Una emo.

—¿Una emo? ¿Dieciocho años? Me apunto.

Dos horas después Yoyi pasaba a recogerlo en su Bel Air. Como Conde había averiguado que la mejor hora para ver a aquellos personajes era a partir de las diez de la noche, su socio lo había invitado a matar el tiempo matando el hambre y practicaron la ejecución en El Templete, la vieja fonda portuaria renacida como el restaurante más caro de la ciudad, y cuya clientela, en un 99,99 por ciento de los casos, eran personas nacidas o vividas allende los mares, o los nuevos empresarios cubanos, los únicos en condiciones de saltar la barrera de los altos precios de las exquisiteces del establecimiento. Pero a Conde no le extrañó ver cómo, desde los parqueadores hasta el chef, recibieron a Yoyi, más callejero que la verdolaga, con reverencias exclusivas para jeques árabes.

Comidos como príncipes y bebidos con mesura —dos botellas de un tinto de reserva de la Ribera del Duero—, dejaron el Chevrolet frente a la casa de un amigo de Yoyi que se encargaría de vigilarlo como si fuese su hija todavía (otro decir) virgen, y caminaron por la calle 17 en busca de G, la antigua Avenida de los Presidentes. Desde hacía un par de años en el paseo central de la avenida habían sentado sus reales las tribus urbanas habaneras, como se habían dado en llamar aquellos ríspidos habitantes de la noche entre los cuales, por haber, resultaba que hasta existían vampiros tropicales.

En varias ocasiones Conde había observado, desde la velocidad de un auto o una guagua, siempre con la más absoluta displicencia, la concentración de muchachos que, en especial los fines de semana, se habían adueñado de las noches de la calle G. Desde el principio le pareció un espectáculo curioso, poco comprensible y bastante singular. Según sabía, todo había comenzado como una reunión callejera de un grupo de aficionados al rock sin otro sitio adonde ir, y, poco después, derivaría en una concentración masiva de aburridos e inconformes, más autoexcluidos que marginados, empeñados en vaciar de sentido el paso del tiempo, revolcados entre charlas, tragos y cierres de noche con un enchufe sexual por cualquiera de los tomacorrientes disponibles. Pero poco más conocía de aquel mundo tan distante y distinto del suyo.

Mientras cenaban, algo le había explicado Yoyi.

—A ver si entiendes.

—No voy a entender, pero dale… —aceptó el Conde.

—Estos muchachos lo único que quieren es estar tranquilos y hablar mierda sin que nadie los moleste. Según la tribu, así es el tema de conversación. Los rockeros hablan de rock; los rastas, de cómo hacerse trenzas de negro; los frikis, de cómo vestirse más extravagantes; los mikis, de teléfonos celulares y marcas de ropas…

—Temas elevados… ¿Y los emos?

—Esos sí que están cabrones, man. Esos no hablan mucho porque lo que les gusta es estar deprimidos.

—Todo el mundo me habla de la depresión… ¿De verdad les gusta? ¿No es una pose? Eso me tiene intrigado…

—Para ser emo hay que ser depresivo y pensar mucho en el suicidio.

—Te dije que no iba a entender.

Yoyi, que solía evitar los dulces, se zampó un ejemplar de los camarones al ajillo reclamados como postre, bebió un trago de vino y buscó la manera de abrirle las entendederas al Conde.

—Lo que pasa con todos esos muchachos es que no quieren parecerse a la gente como tú, Conde. Ni siquiera a la gente como yo. Tratan de ser distintos, pero, sobre todo, quieren ser como ellos decidieron ser y no como les dicen que tienen que ser, como hace rato pasa en este país, donde siempre están mandando a la gente. Ellos nacieron cuando todo estaba más jodido y no se creen ningún cuento chino y no tienen la menor intención de ser obedientes… Su aspiración es estar out, fuera…

—Ya eso me está gustando más. Eso lo entiendo…

—Anjá, man. Ellos pertenecen a una tribu porque no quieren pertenecer a la masa. Porque la tribu es de ellos y no de los que lo organizan y lo planifican todo. —Y Yoyi apuntó hacia las alturas.

—Sigo entendiendo…, pero no lo principal. ¿Y cómo tú sabes todo eso?

Yoyi sonrió mientras se acariciaba el pecho de palomo.

—Porque en mis tiempos yo fui rockero… Loco a Metallica.

—Mira tú…, yo no pasé de Creedence…

—Pero en mi época era como un juego. Cuando hablo con los rockeros de ahora, la cosa es más complicada. —Yoyi se tocó la cabeza para ubicar la complicación—. Y va en serio. Por lo menos eso es lo que piensan ellos.

Aquella noche, refrescada por la lluvia vespertina, la calle estaba desbordada de jóvenes. De un primer vistazo Conde comprobó que la mayoría eran adolescentes, casi impúberes. Y que todos parecían haberse disfrazado para un carnaval futurista. Había círculos humanos alrededor de algunos dedicados a tocar sus guitarras; muchachos que deambulaban en uno u otro sentido del paseo central de la avenida buscando algo que no encontraban o tal vez no buscando nada; otros más, sentados en la tierra, sin duda húmeda por el aguacero de la tarde, se pasaban la botella plástica de dos litros de un líquido oscuro, de aspecto pringoso, al parecer de alto octanaje. Unos vestían ropas ajustadas; otros, pantalones anchos; estos llevaban crestas de pelo engominado en las cabezas, brazaletes de verdugos medievales en las muñecas, cadenas con candados en el cuello; y aquellos, aros en las orejas, labios pintados y ropa rosada. Hastiados y alienados de una jerarquía opresiva, aburridos de todo, autoexpulsados, obsesos anatómicos y musicales de apariencias asexuadas, cándidos, irritados, militantes tribales, anarquistas sin banderas, buscadores de su libertad. Más que por una calle de La Habana, Conde sintió que caminaba por Puerto Marte, por supuesto, sin Hilda. Pero aquello era La Habana: una ciudad que por fin se alejaba de su pasado y, entre sus ruinas físicas y morales, prefiguraba un futuro imprevisible.

Tal vez por la necesidad de realizar aquella precisión planetaria, Conde no pudo dejar de recordar que en la misma ciudad donde ahora habían venido a dar las diez tribus perdidas, unos años atrás, cuando él mismo era adolescente, ciertos brujos con poder ilimitado habían salido a las calles a cazar a todo joven que exhibiera el pelo un poco más largo o unos pantalones más estrechos de lo que ellos, los brujos con poder que fungían como instrumentos del verdadero poder, consideraban admisible o estimaban apropiado para las cabelleras y extremidades de un joven inmerso en un proceso revolucionario empeñado con esos y otros métodos en fabricar al Hombre Nuevo. El arma de exterminio masivo más utilizada por la guardia roja habían sido las tijeras: para cortar pelos y telas. Algunos miles de aquellos jóvenes, considerados solo por sus preferencias capilares, musicales, religiosas, o en cuestiones de vestimenta y de sexo, como lacras sociales inadmisibles en los marcos de la nueva sociedad en trámite de construcción, habían sido no solo trasquilados y rediseñadas sus ropas. Muchos de ellos, incluso, terminaron recluidos en campos de trabajo donde se suponía que, en duras faenas agrícolas trabajadas bajo régimen militar, serían reeducados por su bien y por el bien social. Ser considerado un «pepillo», exhibir inclinaciones hippies, creer en algún dios o tener el culo alegre constituía todo un pecado ideológico y las hordas de la pureza revolucionaria, comisionadas con la tarea de desbrozar el camino moral e ideológico hacia el futuro mejor, habían hecho su muy productiva zafra con aquellos presuntos pervertidos urgidos de corrección o eliminación (mientras la zafra de verdad, la del azúcar, la del desarrollo y el subdesarrollo, no obtenía tan buenos resultados). Y, al tiempo que recordaba, Mario Conde no podía dejar de preguntarse si todo aquel dolor y represión contra los diferentes, por el solo hecho de serlo, si aquella mutilación de la libertad en la tierra de la libertad prometida, habían servido para algo: al menos por lo que ahora veía, no. Y se alegraba, muchísimo. Pero… ¿de verdad habían desaparecido los brujos o solo se habían replegado, esperando su momento, aunque la vida les hubiera quitado la posibilidad de más momentos…? Sin embargo, del mundo abigarrado y deshecho por el cual se movía ahora como un ciego sin bastón, solo seguía sonándole en los oídos como un ruido molesto la certeza de que algunos de aquellos jóvenes disfrutaran de la depresión y practicaran la automutilación, incluso hasta la cultura de la muerte, unas actitudes que el ex policía consideraba antinaturales, más aún, contranacionales. Cada vez más lo dominaba la certeza de que aquella actitud incomprensible había sido el empujón que lo había llevado hasta allí.

—Yoyi, ¿y en este circo cómo uno sabe cuáles son los emos?

—Coño, man, por la ropa y el bistec… Vamos a buscarlos…

—Oye, avísame si ves a los vampiros. Aunque a esos seguro que los conozco por los colmillos y porque en vez de ron con refresco toman Bloody Mary.

Yoyi se acercó a un grupo mientras el Conde, sin dejar de pensar en lo que iba conociendo, explicándose aquel mundo con unos códigos irónicos tras los que se protegía de su perplejidad, observaba desde una de las esquinas del paseo a los nuevos hombres del futuro, que ya era presente. Cuando regresó, el joven sonreía.

—Están ahí abajo, antes de llegar a G y Quince…

Cruzaron 17 y, en las inmediaciones de una de las nuevas y cada vez más horribles estatuas de próceres latinoamericanos erigidas para llenar los espacios dejados por las esfumadas efigies de presidentes cubanos de los tiempos republicanos, vieron a los habitantes de la diminuta pero soberana comarca de Emolandia. Los peinados con el mechón lacio aplastado sobre la mitad de la cara, los atuendos negros y rosados, aquellas mangas rayadas como pieles de cebras, los aros metálicos en diversas partes de la anatomía, y los labios, ojos y uñas, también oscurecidos, eran las señales que los distinguían del resto de los indígenas vistos hasta ese instante. Conde, ya desvelado el policía que a su pesar llevaba dentro, detuvo al Palomo para tratar de ubicar a Yadine en el grupo, pero no la encontró. Aprovechó entonces para contemplarlos un tiempo y hacerse una primera imagen del grupo. Mientras los que ya había visto cantaban, hablaban o se besuqueaban, los jóvenes emos permanecían en silencio, sentados en la hierba húmeda que debía de estar calándoles el culo, las miradas dirigidas hacia cualquier sitio o hacia ninguno. La estructura circular del grupo favorecía el movimiento del botellón plástico puesto a girar en sentido contrario a las manecillas del reloj, como si recorriera un tiempo imposible hacia la nada. Observándolos, Conde pensó que tal vez empezaba a entender lo incomprensible: aquellos adolescentes estaban cansados de su medio ambiente. Sin embargo, no parecían dispuestos a hacer algo más que autodecorarse, emborracharse y marginarse cada noche para solucionar aquel estado de profunda fatiga, sin preocuparse demasiado por encontrar un camino de salida que no fuese la autoalienación. Como le había sugerido la filosofía elemental de Yadine, solo pretendían ser, estar y parecer. Los emos eran los nietos de un avasallante cansancio histórico y los hijos de dos décadas de pobreza repartida a conciencia, seres despojados de la posibilidad de creer, apenas empeñados en evadirse hacia un rincón que les pareciera lo más propio posible, tal vez hasta inaccesible para todos los que estaban fuera de aquel círculo mental y físico que, sin pensarlo más, el ex policía decidió quebrar. Siguiendo un impulso impertinente e indetenible, Conde dio las tres zancadas más ágiles que consiguiera en los últimos años, avanzó hacia el grupo y se sentó entre un emo y una ema, o como se llamaran.

—¿Me dan un trago?

Los muchachos no tuvieron más opción que regresar a la apestosa realidad real: un extraterrestre resultaba algo demasiado descomunal como para ignorarlo. Y además, el alien descarado e insolente les pedía un trago.

—No —dijo el emo que estaba frente a él, aferrándose a la botella. Conde observó al muchachito rubio, casi transparente de tan blanco, con el pelo chorreado sobre el ojo derecho, los labios pintados de púrpura profundo, una sola manga postiza y un reluciente aro de buey en la nariz. Resultaba tan andrógino que se necesitaría una observación detenida en un microscopio y solo entonces se podría intentar la determinación de su pertenencia sexual.

—Está bien. Total, debe saber a mierda —se defendió el Conde, que se movió un poco hacia la ema ubicada a su derecha y llamó a su compañero—. Ven, Yoyi, cuela aquí, vamos a deprimirnos un poco…

Yoyi, que había contemplado con asombro la acción del Conde, definitivamente atípica de su carácter, se acercó con lentitud. Incluso para un ex rockero devenido soldado de la guerra de todos los días, la acción de su socio le parecía desproporcionada. Por eso susurró un «permiso», antes de dejarse caer en el sitio abierto por su amigo. Además, resultaba evidente que a Yoyi no le parecía gracioso pegar a la tierra los fondillos de su jean de Armani.

—¡Pero qué pinga…! —El rubio Cara Pálida recuperó su condición varonil y comenzó una protesta. Los otros iban a sumarse cuando Conde los cortó de cuajo.

—Vine para saber una cosa: ¿Judy está viva o está muerta?

La bomba soltada por la malicia del ex policía los dejó mudos. Pero las miradas eran vivas.

—Aclaración necesaria… —dijo el Conde, levantando el índice—. Nosotros no somos policías. Queremos saber qué pasó con ella para decírselo a su abuela —optó por decir, pues no sabía si debía mencionar o no la participación de Yadine—. Los policías de verdad dicen que alguien comentó que Judy quería irse de Cuba y a lo mejor se montó en una balsa y…, perdonen mi impertinencia y déjenme presentarme: Mario Conde, un placer.

Los muchachos escucharon al personaje no invitado y se miraron entre sí y alguna mirada fue en busca de Cara Pálida, sin duda poseedor de cierto liderazgo. Debajo de sus máscaras, el Conde les calculó que andaban entre los catorce y los dieciocho años y comprobó que su discurso había provocado algún efecto, y si quería sacar algo de aquella zambullida entre emos, debía catalizarlo.

—Me dijeron que a los emos les encantan las balsas y…

Cara Pálida tomó la palabra.

—Judy siempre estaba hablando de hacer cosas que después nunca hacía… A mí me habló de irse en una balsa…

El único emo negro del grupo carraspeó. Tenía la ventaja, según pensó el Conde, de ahorrarse el creyón de labios, pero mucho esfuerzo y química debía de haberle costado conseguir el bistec de pelo lacio tendido sobre la cara.

—Yo no me creo eso —dijo el muchacho y miró hacia el líder.

—Pues a mí ella me lo repitió el otro día —reaccionó Cara Pálida como si estuviera molesto—. Si lo hizo o no es otra cosa. Pero ojalá se haya ido pal carajo… —susurró las últimas palabras mientras se acomodaba la única manga rayada que le cubría desde la muñeca hasta el bíceps del brazo izquierdo. ¿A quién se le parecía aquel muchacho casi transparente?, volvió a preguntarse Conde. Anticipándose al silencio creciente, buscó alternativas para mantener a los jóvenes hablando.

—¿Es divertido ser emo? —preguntó, procurando atizarlos.

—Una es emo porque es emo, no para divertirse —dijo la ema sentada a su lado—. Porque nos duele vivir en un mundo de mierda, y no queremos saber nada de él.

Conde anotó mentalmente la frase, casi idéntica a la dicha por Yadine la tarde anterior. ¿Sería el lema tribal, unos versos de su himno emocional?

—¿Y qué dicen tus padres de eso?

—Ni sé ni me importa —dijo la ema y de inmediato agregó, con voz recitatoria y un inglés más que correcto—: «It’s better to burn out than to fade away», como dijo Kurt Cobain.

Un par de «yeah, yeah» desangelados pero aprobatorios siguieron al parlamento de la emo y Conde se preguntó quién sería aquel poeta o filósofo mencionado por la piromaniaca en ciernes. ¿Cobain? ¿No era Billy Wilder el autor de la frase? Entonces recordó la ocasión en que, siendo policía, había tenido una conversación con un grupo de frikis de aquellos tiempos remotos: los frikis querían ser libres y se alejaban de la sociedad opresiva para respirar su libertad y templar como condenados. Si estos emos no querían nada pero se exhibían como fenómenos asexuados, y además eran de los que apenas preferían quemarse para gozar de la inmolación, las cosas iban a peor.

—¿Alguno de ustedes vio la foto de Judy que la mamá mandó a ese programa de la televisión donde hablan de gentes y perros perdidos? —Trató de sonar casual.

—¡Sí, yo la vi…! No se parecía a ella, así peinadita —dijo otra ema más distante, incluso sonriente, para corroborar la sospecha de Conde.

—¿Y es verdad que Judy tenía un novio italiano?

El emo negro empezó a negar con la cabeza, sin conseguir que el bistec se despegara de su rostro.

—Yo soy amigo de Judy…, de la escuela —dijo el muchacho—. El italiano no era su novio. Qué iba a ser, si era un viejo como de cuarenta años…

Conde miró a Yoyi: ¿y qué coño sería él, con más de cincuenta? ¿Y por qué Yadine no había tocado aquella tecla específica del personaje italiano?

—¿Y entonces?

—Ella decía que era su amigo. Que le gustaba hablar con él, que él sí la entendía… Él le regalaba libros, los compraba en España…

—¡Oye eso! —protestó el emo pálido, por alguna razón molesto con las opiniones del emo oscuro.

Otra vez Conde miró a Yoyi: aquella historia del italiano viejo y bueno tenía un tufo raro. Siguió enfocado en el emo negro.

—¿Y tú dices que ella no habló de irse de Cuba?

El muchacho pensó la respuesta.

—Bueno, una vez…, pero después nunca me habló más de eso. Todo el mundo habla de irse, y una pila se van, pero aquí Judy hacía algo que le gustaba mucho: joder al padre.

—Bueno, eso es normal… ¿Me das un trago ahora? —se dirigió a Cara Pálida que seguía aferrado al botellón mientras operaba las teclas de su celular y observaba algo en la pantalla, como si la charla hubiera dejado de interesarle. De mala gana el muchacho le extendió el recipiente. Conde lo olió: mofucos peores se había tragado, se dijo, y se lanzó un chorro a la garganta. Tragó, bufó, y le ofreció el pomo a Yoyi. El Palomo, por supuesto, rechazó la oferta—. Una última cosa que me gustaría saber… por hoy… ¿Por qué los emos tienen que estar deprimidos por el gusto de estar deprimidos? ¿No hay suficientes cosas en la calle para deprimirlo a uno con razón? ¿No hace mucho calor en Cuba para deprimirse por cuenta propia?

Cara Pálida lo miró con odio, como si Conde fuera un profanador de dogmas sagrados. Sí, sí, el muchacho le recordaba a alguien. Después de pensárselo, el emo le respondió:

—Hacía tiempo no veía a un tipo tan comemierda como tú. Y me importa tres pingas si eres o no eres policía. —La ira que lo dominaba lo obligó a hacer una pausa. Conde, dispuesto a aceptarlo todo con el fin de saber más, observó el júbilo en las caras de los otros presuntos deprimidos—. Lo único que de verdad queremos es no tener una vida de mierda como la que tuviste y tienes tú. Segurito eres un amargao porque nunca hiciste lo que querías hacer. Te tragaste todos los cuentos que te hicieron… Por cobarde y por comemierda. Y total, ¿pa qué? ¿Qué ganaste con eso?

El emo hizo una pausa y Conde pensó que esperaba una respuesta, y accedió a entregársela.

—No gané nada. Si acaso perdí… Por comemierda.

—¿Están oyendo? —dijo, triunfal, dirigiéndose a sus cófrades. Luego devolvió la mirada a Conde, que había logrado mantener la sonrisa estúpida que consideraba necesaria para ese momento—. Nosotros por lo menos no nos dejamos tratar como corderos, vamos a vivir la vida que nos da la gana y no le vamos a rendir pleitesía a nadie, ni hombre ni dios. No creemos en nada, no queremos creer…

—¿Descreídos o herejes? —necesitó precisar el Conde, sin saber bien por qué, o quizás solo porque la última frase, aquella proclamada ausencia voluntaria de fe, le había tocado una cuerda de la memoria.

—Da igual. Lo importante es no creer —siguió Cara Pálida, exhibiendo su evidente liderazgo y expulsando una rabia enquistada—. Por eso no queremos que nos den ni pinga, para que después no puedan decir que nos dieron algo. No hablamos de libertad porque esa palabra los hijos de puta se la cogieron para ellos y la gastaron: ni eso queremos de ustedes… Agarramos lo que nos toca y ya… Y si podemos, pues nos largamos de aquí, da igual para dónde, Madagascar o Burundi… Y ahora vete a cagar por ahí, que nada más ver tipos como ustedes me multiplica la depre.

A medida que el transparente avanzaba en su discurso del orgullo emo, Yoyi se había ido poniendo de pie, como si lo levantara un gato hidráulico. Lo dejó terminar su descarga y entonces explotó:

—A ver, pomo e’leche, nada más voy a preguntarte una cosa. ¿De dónde coño tú puedes sacar el dinero para andar con los Converse que tienes puestos y con esa Blackberry que aquí en Cuba no sirve para un carajo?

—Oye, que yo…

—O me respondes o te callas, ya yo te dejé hablar y en Emolandia democrática cada uno tiene su turno —tronó Yoyi, provocando que otros jóvenes de las tribus adyacentes se volvieran hacia ellos—. ¿Sabes lo que yo tengo que hacer para tener un celular? Pues jugármela todos los días con los policías de verdad, que existen, y mucho… Sabe Dios de dónde tu padre, tu madre o el bugarrón que te coge el culo sacan el dinero para mantenerte, vestirte y pagarte tus pujos. Así que déjate de comer mierda y de hacerte el puro y el hereje. Y si de verdad quieres deprimirte, oye lo que te voy a decir ahora: ¡ese pullover de Dolce y Gabbana que tienes puesto es más falso que un billete de dos pesos…! ¿Quieres más trigo para deprimirte? Pues óyeme bien: ¡nunca vas a ser libre! ¿Y sabes por qué? Pues facilito: porque la libertad no te la dan si te escondes en un rincón. ¡Tienes que ganártela, comemierda! Y porque imbéciles como tú son los que hacen ricos a los que fabrican Converses, Blackberrys y MP4, que, por cierto, son tremendísimas mierdas… —Yoyi tomó aire y miró a Conde—. Me voy pal carajo, man, no estoy para esta descarga. Y tú —se dirigió al emo albo—, si no te gusta lo que te dije y quieres tirarte unos piñazos, vamos conmigo, que te voy a exprimir hasta la depresión…

Conde, todavía sentado, percibió cómo la humedad se le había concentrado en las nalgas y las sintió entumecidas. Miró a los emos, enfurecidos o sorprendidos por la explosión de Yoyi, y observó al líder transparente que bufaba, pero sin moverse de su sitio. Captó al vuelo que, a aquellas alturas del debate, el único que parecía deprimido era el emo negro. Luchando con sus músculos logró ponerse de pie y armó su mejor sonrisa.

—Perdonen a mi amigo… Él es así, impulsado. Es que fue rockero. Y yo… yo fui pelotero… —E hizo un gesto de adiós, como si estuviera anunciando su retiro definitivo de los terrenos de juego.