DE su abuelo Rufino, Mario Conde debió de haberlo aprendido: la curiosidad mató al gato. Pero, como otras muchas veces, en esa ocasión el ex policía, removido en sus partes blandas, fue incapaz de seguir los consejos del anciano que tanto y tan en vano se esforzó en perfilar su educación sentimental.
Aquella tarde tórrida y viscosa de junio, mientras entraba a su casa abrazado a las dos botellas de ron recién adquirido, lo que menos deseaba Mario Conde era recibir una visita, cualquier visita, ninguna visita capaz de alterarle sus planes de pasar una hora bajo la ducha y otra haciendo una siesta, para luego irse a gastar la noche en casa de su amigo Carlos, liberando tensiones, por supuesto que con la ayuda del ron. Y lo que menos podía imaginar era que la visitante inesperada, y por demás inquietante y de insistente toque en la puerta, fuese la nieta del doctor Ricardo Kaminsky, la gótica Yadine cargada de piercings que conociera varios meses atrás y quien —en los albores mismos del diálogo en que enredó al hombre y tras el cual, cuqueada su curiosidad, lo arrastraría a complicarse la existencia y a comprobar, una vez más, que las líneas paralelas siempre terminan por cruzarse— comenzó por dejar las cosas bien claras:
—Estás completamente equivocado. Yo no soy gótica ni friki. Soy emo.
—¿Emo?
Desde las primeras horas de aquella mañana Conde había vivido una de las jornadas típicas y llenas de tensión en el desarrollo de una negociación delicada que, de concretarse, podría cerrarse con jugosas ganancias para todos los encartados. Tres semanas atrás su socio, Yoyi el Palomo, había recibido uno de esos encargos que no se podía dejar pasar: el de su cliente el Diplomático, un hombre al cual no le parecía suficiente su salario de empleado público del primer mundo y mejoraba sus finanzas como intermediario y transportista de joyas bibliográficas para coleccionistas y revendedores en su europeo país, especialistas con librerías y sitios en internet conocedores de que con paciencia, buenos mapas del territorio y una dosis de suerte, aún se podían cazar ciertas maravillas en algunas bibliotecas privadas cubanas sobrevivientes de los terremotos de los años más duros y hasta los más blandos de la Crisis interminable, a lo largo de los cuales mucha gente había debido vender hasta el alma para seguir con vida.
La lista que esta vez recibiera Yoyi era de las que cortaba la respiración. Empezaba, nada más y nada menos, con el encargo de los dos tomos de las Comedias de don Pedro Calderón de la Barca, en la muy rara y cotizada edición habanera de 1839, ilustrada por Alejandro Moreau y Federico Mialhe, grandes maestros del grabado, y cuyo precio de salida en Cuba podía llegar a los mil dólares. El interesado seguía con el reclamo de los tres libros del siempre imprescindible Jacobo de la Pezuela: el Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba, en cuatro tomos, editado en Madrid en 1863 y del cual ya en una ocasión Yoyi le había vendido uno al Diplomático por quinientos dólares; la Historia de la Isla de Cuba, también impresa en cuatro tomos madrileños, estampados entre 1868 y 1878, vendible en una cifra similar o superior; y su Crónica de las Antillas, de Madrid y de 1871, factible de ser rematado en unos trescientos dólares. Pero sin duda la perla de la lista era la polémica Historia física, política y natural de la Isla de Cuba, compilada en trece tomos por el polifacético Ramón de la Sagra e impresa en París entre 1842 y 1861, con el añadido de 281 planchas de las cuales 158 habían sido coloreadas al natural, y cuyo precio establecido en el mercado interior de la isla podía alcanzar los siete, ocho mil dólares.
Cuando se trataba con libros de aquella categoría, si aspiraban a tener éxito, Yoyi y el Conde debían moverse en puntas de pie por senderos muy estrechos y ya bastante esquilmados. Para empezar, y siempre sin hacer mucho ruido, había que localizar la veta propicia. Luego, si conseguían una pista productiva, necesitaban la paciencia y capacidad de unos zapadores, pues la mayoría de los que aún poseían ese tipo de obras pretendían conocer algo de su valor y, en esa creencia, siempre picaban por exceso, reclamando precios irracionales, convencidos de tener en sus manos algo similar a la Biblia de Gutenberg. Para seguir, debían mostrarse muy interesados y a la vez no desesperados, ya que por lo general esos propietarios no solían tener prisa y, aun si sus expectativas se movían dentro de límites aceptables, se sentaban a pedir desde una posición de poder. En casos así la mejor solución, ideada por el genio mercantil de Yoyi, era la de presentarse como lo que en realidad eran, simples intermediarios entre alguien que poseía un libro valioso y el presunto y ansiado comprador, un personaje casi imposible de encontrar para el primero por tratarse de un producto de aquellas características y precio. El coste de la gestión de concordia entre las partes había sido fijado en un (no negociable) veinticinco por ciento del monto de la venta (quince para Yoyi, diez para Conde), a partir de un acto de confianza en la seriedad y honradez de los respetables mediadores comerciales. Aunque muchas veces la propuesta no funcionaba, cuando lo hacía resultaba lo más satisfactorio para todos los encartados y Yoyi acataba con pulcritud los términos y cuantías de la negociación. Pero si el poseedor del libro resultaba tozudo y desconfiado, ya solo les quedaba una alternativa: que el libro localizado (generalmente por Conde) fuese comprado por Yoyi (poseedor del capital), quien se enfrascaba en el acto de compra con su atuendo de pirata (parche en el ojo, pata de palo y garfio en la mano incluidos) y se encargaba de bajar a la realidad las expectativas del vendedor.
Desde que recibieran aquel pedido fabuloso, Conde había empleado varias horas del día de las tres últimas semanas en tratar de localizar los libros, escarbando como un desesperado en un terreno cada vez más estéril. Solo dos días antes de la aparición de la emo (ni friki ni gótica) Yadine, cuando ya andaba al borde de la renuncia, el ex policía había encontrado la pista que lo conduciría hasta aquel viejo dirigente político de los primeros tiempos de la Revolución, el cual (¡quién lo diría!) estaba dispuesto a conversar sobre algunas joyas depositadas en su biblioteca revolucionariamente heredada.
Por su preeminente historial político, poco después del triunfo revolucionario de 1959 al dirigente le había sido asignada una esplendorosa casa, hasta poco antes propiedad de cierta familia burguesa, una de las muchas que partió de la isla en aquellos años turbulentos con apenas dos maletas de ropa. Los burgueses habían tenido que dejar atrás, entre otros bienes, una bien surtida biblioteca en donde, con excepción de las comedias de Calderón, todavía figuraban, entre otras alhajas apetecibles, el resto de los libros encargados por el Diplomático y otros cientos más. El viejo compañero de afanes políticos, aun cuando había sido sacado con discreción de las esferas del poder hacía varios años (luego de haber destrozado con su confiable ineptitud varios planes económicos, empresas, instituciones), había logrado mantener su nivel de vida gracias a la conversión de su lujosa y amplísima morada ex burguesa en un pequeño hostal donde, bajo la gerencia de su querida hija mayor, se alquilaban habitaciones a extranjeros burgueses. Pero la reciente decisión de sus también queridos nietos de partir hacia otras tierras del mundo en donde no se viviera con tanto calor y con menos incertidumbre, lo había decidido a vender parte de la biblioteca. Aquella coyuntura lo convertía en un excelente candidato para cerrar un provechoso trato por los libros, cuya venta ayudaría a los nietos (¿también Hombres Nuevos?) en su propósito de reubicación geográfica en tierras, por supuesto, de burgueses.
La tarde anterior las conversaciones preliminares entre Conde y el ex dirigente, encaminadas a la compra de aquellos libros específicos, habían llegado al punto culminante de hablar de precios reales, sin que se perfilaran aún los acuerdos finales entre lo posible para el comprador y lo soñado por el vendedor. Por tal razón se había hecho necesaria la presencia de Yoyi el Palomo, quien esa mañana se había sumado a la expedición, dispuesto a poner las cartas sobre la mesa: o la venta con por cientos fijos apoyada en la mutua confianza en la buena fe de los encartados, o, si no existía ese crédito, la compra directa a la cual, indignado por la presumible falta de confianza del propietario, el Palomo se lanzaría con la ética de los hermanos del mar. Al final de la tarde y de la tensa discusión, las opciones habían quedado en suspenso y Yoyi había decidido retirarse como si lo hiciera definitivamente, aunque ya estaba más que convencido, como le dijera al Conde mientras lo acercaba a su casa, de que el ex dirigente, furibundo y fundamentalista en sus tiempos de personaje poderoso y tan cariñoso con sus queridos nietos en su presente de defenestrado, estaba urgido de mucho efectivo y los localizaría en un plazo breve, dispuesto a negociar las joyas reclamadas y, si se daba la ocasión, el resto del collar. Y el viejo caería en sus manos como el clásico mango maduro.
—Mira, man, de todas maneras coge esto para que vayas tirando. —Tras el timón del Chevrolet Bel Air de 1957 el joven había contado varios billetes sacados del bolsillo y le entregó mil pesos a su socio, quien los aceptó con la ansiedad y la vergüenza de siempre—. Un adelantiquitico.
En realidad, Conde no estaba para nada seguro de que hubieran quebrado la voluntad del vendedor, y la temida perspectiva de perder aquel filón lo abocaba a la tristeza y la depresión propias de la pobreza continuada y de las deudas monetarias y de gratitud adquiridas. Pero, había pensado, no se iba a sentir mucho más miserable por aceptarle mil pesos al Palomo, y menos ahora, cuando en el horizonte se veía tierra firme. Entonces, para evitar cualquier repunte de dignidad, se detuvo en el Bar de los Desesperaos y cargó con dos botellas de aquel ron barato, demoledor y hasta sin nombre al que, desde hacía unos meses, Conde y sus amigos le llamaban el Haitiano.
La reconoció tras el primer vistazo. Aunque había transcurrido casi un año desde el fugaz y único encuentro sostenido, la peculiar imagen de Yadine, todavía supuesta gótica, había permanecido intacta en su memoria: los labios, uñas y cuencas de los ojos ennegrecidas, los aros plateados en la oreja visible y en la nariz, el pelo rígido caído como un ala de pájaro de mal agüero sobre la mitad del rostro hacían de su estampa algo en realidad inolvidable, al menos para un Neanderthal como Conde.
—Quiero hablar contigo, detective —fueron las primeras palabras dichas por la joven, apenas abierta la puerta.
Lógica y hasta policiacamente sorprendido por aquel parlamento chandleriano, el Conde ni siquiera se atrevió a pensar para qué lo buscaba la nieta de Ricardo Kaminsky, aunque tuvo un mal presentimiento. Lo que provocaría su alteración y primera duda sería la elección del sitio donde sostener la conversación. Dentro de la casa, a solas con aquella joven en flor, ni hablar; en el portal…, ¿qué dirían los vecinos luego de verlo con la muchacha gótica? Al carajo con lo que piensen, se dijo, y luego de pedirle a Yadine que se esperara un instante, salió con las llaves del candado con el cual preservaba la propiedad de sus incómodos sillones de hierro.
—Si no recuerdo mal, nunca dije en tu casa que yo fuera detective… —empezó a hablar el Conde mientras disponía los asientos para el diálogo, como meses atrás hiciera con el pintor Elías Kaminsky, más o menos primo de la joven.
—Pero buscas gentes, ¿sí o no?
—Depende de quiénes, por qué y para qué —dijo el hombre mientras se acomodaba, ya con la curiosidad alarmada—. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Hay algún problema en tu casa?
—No, en mi casa no… Lo que yo quiero es que busques a alguien —soltó entonces la muchacha y Conde sonrió. Entre la creencia de que él se dedicaba detectivescamente a buscar a personas perdidas y la desenfadada inocencia revestida de seriedad o de preocupación de la muchacha gótica cuya belleza se presentía detrás de los exultantes afeites, la situación comenzaba a parecerle entre hilarante y novelesca. Pero optó por mantener la distancia, con la esperanza de una rápida solución del diálogo, aunque sin que su curiosidad remitiera del todo.
—Si es alguien que de verdad se ha perdido, es la policía la que debe buscarla.
—Pero la policía no quiere buscarla más y ella lleva diez días perdida —dijo con ira y angustia.
Conde suspiró. Aquel era el momento en que le venía bien un trago de ron, pero descartó de inmediato la idea. Optó por encender un cigarro.
—A ver, ¿quién es esa ella que está perdida?
Yadine sacó en ese momento el teléfono celular que llevaba en el bolsillo de su camisa negra punteada de tachuelas, tocó unas teclas y observó la pantalla unos instantes. Entonces le extendió el aparato a Conde, que pudo observar en el artilugio a Yadine junto a otra joven, vestida y maquillada de un modo muy similar. Solo entonces, con su único ojo visible clavado en el Conde, la muchacha respondió con la mayor convicción:
—Ella es. Mi amiga Judy.
Conde le devolvió el teléfono y Yadine lo regresó al bolsillo de su camisa.
—¿Y qué pasó con ella, tu amiga Judy? —El Conde evitó intercalar un coño en su pregunta y decidió hacer lo posible por avanzar un poco más—. Por lo que he visto es una friki gótica como tú…
Y entonces había brotado la aclaración que resultaría definitiva para ponerle el anzuelo a la curiosidad del Conde.
—No, estás equivocado. Yo no soy gótica ni friki. Soy emo.
—¿Emo?
—Sí, emo.
—¿Y qué cosa es ser emo, si se puede saber? Y disculpa mi ignorancia…
—Estás disculpado… O no. Te disculpo si me ayudas a buscarla. Ella es mi mejor amiga —aclaró, siempre enfatizando en el pronombre.
—No sé si vas a poder disculparme, porque no puedo prometerte nada… Pero ahora dime qué es ser emo…
Yadine volvió a acomodarse el pelo y Conde descubrió en su único ojo algo parecido a la frustración o a la tristeza.
—Tú ves, ahora nos hacía falta Judy… Ella lo explica mejor que nadie.
—¿Lo de ser emo?
—Sí, y otras cosas. Judy está escapá —afirmó y se tocó la sien para indicarle al otro que se refería a la inteligencia de su amiga.
—Bueno, pero dime algo de los emos…
—Nosotros somos emos y los otros no. Mira, hay frikis, rastas, rockeros, mikis, reparteros, gámers, punkies, skáters, metaleros… y nosotros, los emos.
—Anjá —dijo Conde como si entendiera algo—. ¿Y?
—Nosotros, los emos, no creemos en nada. O en casi nada —se rectificó—. Los emos nos vestimos así, de negro o de rosado, y pensamos que el mundo está jodido.
—¿Y son emos porque les gusta?
—Una es emo porque es emo. Porque nos duele vivir en un mundo podrido y no queremos saber nada de él.
—Bueno, en eso último no son muy originales que digamos —tuvo que decir el Conde. Sentía que chapoteaba en el mismo sitio y trató de reconducir la conversación hacia un desenlace—. ¿Y qué pasó con ella, tu amiga Judy?
—Que se perdió hace como diez días. —Yadine parecía sentirse más a gusto aunque más triste en aquel estado del diálogo—. Desapareció así, de pronto, sin avisar a nadie, ni a mí, ni a los otros emos, ni a su abuela… Y eso es muy raro —enfatizó de nuevo—. La policía dice que no aparece porque seguro trató de irse en una balsa y se ahogó en el mar. Pero yo sé que no se fue a ninguna parte. Primero, porque ella no quería irse; segundo, porque si hubiera querido irse yo lo hubiera sabido, y también su abuela… o su hermana que vive en Miami y tampoco sabía nada…
Conde no pudo evitar que su antigua profesionalidad coleteara en su mente.
—¿Y Judy no tiene padres?
—Sí, claro que tiene…
—Pero tú nada más hablas de su abuela. Y ahora de la hermana…
—Porque ella no se llevaba con los padres. Sobre todo con el padre, que era un, no, que era no, que es un cara de guante y no quería que ella fuese emo…
Conde pensó en el posible padre. Aunque todavía no sabía a ciencia cierta qué cosa era un emo, y a pesar de que no compartía la experiencia traumática de tener un hijo, sintió una leve solidaridad hacia el progenitor, por lo que decidió no ahondar en aquel tema.
—Mira, Yadine —comenzó a preparar su retirada procurando ser amable con la joven, que parecía realmente afectada con la desaparición de su mejor amiga—, yo no tengo forma de hacer una investigación de una persona desaparecida, eso es la policía…
—¡Pero ellos no la están buscando, coño! —La reacción de la muchacha fue visceral—. Y a lo mejor la tienen secuestrada…
En ese momento, Conde sintió pena por Yadine. ¿Los descreídos emos ven telenovelas? ¿Los episodios de Without a Trace? Lo del secuestro sonaba a Criminal Minds. ¿Quién coño iba a querer secuestrar a una emo? ¿Drácula, Batman, Harry Potter?
—A ver, a ver, dime dos o tres cosas… Además de a ser emo, ¿a qué se dedica tu amiga?
—Estudia en el preuniversitario, en el mismo que yo. Es una quemá —dijo y se tocó la misma sien que la vez anterior—. Y los exámenes empiezan la semana que viene y si no aparece…
—Entonces es tu compañera… ¿Y Judy andaba en algo peligroso? —Conde trató de buscar el mejor modo, pero solo existía uno posible: llamar las cosas por su nombre—. ¿Judy andaba con drogas?
Por tercera vez, Yadine se acomodó el pelo sobre la cara. Conde deseó en aquel momento poder ver toda la expresión de su rostro.
—Alguna pastilla…, pero no pasaba de ahí. Seguro que no.
—¿Y andaba con gente rara?
—Los emos no somos raros. Nos encanta estar deprimidos, a algunos les gusta hacerse daño, pero no somos raros —concluyó, otra vez enfática.
Conde percibió que entraba en territorio escabroso. ¿Les «encantaba» deprimirse? ¿Hacerse daño? Su curiosidad volvió a levantar vuelo. ¿Y de contra no eran raros?
—¿Qué es eso de hacerse daño?
—Cortarse un poco, sentir dolor…, para liberarnos —dijo Yadine luego de un instante, y se pasó un dedo por los antebrazos cubiertos con dos tubos de tela de rayas y los muslos enfundados en el pantalón oscuro.
Conde pensó que no entendía un carajo. Podía admitir que aquellos jóvenes no creyesen en nada, aceptar incluso que se llenaran de orificios para colocarse argollas, pero, ¿autoagredirse dándose tajazos?, ¿deprimirse por el placer de deprimirse para así liberarse? ¿De qué? No, no lo entendía. Y como sabía que quizás no iba a entenderlo nunca, decidió no hacer más preguntas y terminar allí mismo con aquella historia absurda de una emo perdida, a lo mejor hasta secuestrada.
—Bueno, bueno…, para complacerte yo voy a ver qué puedo hacer… Mira —pensó en sus alternativas y las escogió con sumo cuidado, exponiendo las que menos lo comprometían y le permitirían un rápido escape—, yo voy a hablar con un amigo mío que es jefe en la policía, a ver qué dice… Y después voy a hablar con los padres de Judy, a ver qué piensan ellos de…
—No, con los padres no. Con Alma, la abuela.
—OK, con la abuela. —Aceptó sin discusiones y extrajo un papel que llevaba en el bolsillo del pantalón y el bolígrafo prendido de la camisa—. Dame la dirección y el teléfono de la abuela de Judy… Fíjate bien, no me comprometo a nada. Si me entero de algo, te llamo en un par de días, ¿está bien?
La muchacha tomó el papel y escribió. Pero cuando se lo devolvió a Conde, lanzó su último reclamo, al tiempo que se recogía el pelo caído sobre la mitad de la cara y dejaba ver la verdadera belleza y la angustia patente que definían su rostro de diecisiete años.
—Encuéntrala, anda… Oye, mira que esto de Judy me tiene deprimida de verdad.
El Flaco y el Conejo, como dos vigías colombinos, oteaban el horizonte desde el portal de la casa de Carlos. Apenas lo vieron doblar la esquina, cargado con la bolsa de contenido nada difícil de imaginar, Carlos puso en movimiento su autopropulsada silla de ruedas y gritó:
—¡Coño, qué lija te estás dando!
—¿Cómo está la sed por estos lares?
—¿Tú viste qué hora es, animal? —siguió reprendiéndolo el Flaco, mientras le arrebataba la bolsa para catar en su interior, haciendo evidente que había mucha sed.
Conde le acarició la cabeza a Carlos y chocó palmas con el Conejo.
—No jodas, salvaje, no son ni las nueve… ¿Qué hubo, Conejo?
—El Flaco me dijo que venías temprano, que tenías dinero y habías comprado ron y estoy… Estoy bien, pero puedo mejorar —dijo el amigo, y aceptó la bolsa que le extendía Carlos para perderse hacia el interior de la casa.
—¿Y tu madre?
—Está preparando algo.
Nada más cobrar conciencia de aquella prometedora información, Conde sintió la rebelión de sus tripas contra la soledad a la cual estaban siendo sometidas.
—Dame un norte —reclamó al amigo inválido.
—La vieja dice que no estaba para complicarse la vida… Tamal de maíz tierno en cazuela… Con bastantes masas de puerco dentro… Y el Conejo trajo unas cervezas para que todo baje mejor. Con este calor…
—La noche se compone —admitió Conde cuando regresaba el Conejo con los vasos cargados de hielo y ron. Hecha la distribución, bebieron el primer trago, y los tres sintieron cómo sus desasosiegos perdían presión.
—¿De verdad, Conde, por qué te demoraste? ¿No habías terminado temprano con Yoyi?
Conde sonrió y se dio otro lingotazo antes de responder.
—La cosa más loca del mundo… A ver, ¿cuál de ustedes dos sabe lo que son los emos?
Carlos no tuvo tiempo de levantar los hombros para ratificar su ignorancia.
—Son una de las tribus urbanas que han aparecido en los últimos tiempos. Se visten de negro o de rosado, se peinan el pelo sobre la cara y les gusta andar deprimidos.
Conde y Carlos miraban embobecidos al Conejo mientras exhibía su conocimiento. Estaban acostumbrados a escucharlo hablar sobre el uso de los metales en Babilonia, la cocina sumeria o las ceremonias funerarias sioux, pero aquella erudición emo los sorprendía.
—Pues sí —lo aprobó Conde—, esos son los emos… Y me demoré en llegar porque hasta hace un rato estuve hablando con una.
—¿Una ema? —jugó Carlos con las palabras.
—La nieta del Kaminsky cubano, el médico.
—¿Y de qué hablaste? ¿De depresión?
—Casi casi… —dijo Conde y les narró la inesperada solicitud de la muchacha a partir del equívoco de considerarlo una especie de detective tropical por cuenta propia.
—¿Y qué coño vas a hacer? —quiso saber Carlos.
—Pues nada… Voy a llamar a Manolo a ver qué sabe y, si tengo tiempo, a lo mejor hablo con la abuela, para tranquilizar a Yadine, porque me da pena con ella. ¿Pero de dónde yo voy a sacar a esa chiquilla que debe andar por ahí haciendo sabe Dios qué cosas?
—¿Y si de verdad la secuestraron? —preguntó el Conejo, siempre el más novelero del grupo.
—Pues esperamos a que pidan el rescate… ¡O me dan un friki o me como a la emo…! A mí, por lo pronto, que me den tamal en cazuela, que me estoy desmayando de hambre, coño —clamó Conde, dispuesto a liberarse de aquella historia que cada vez le sonaba más disparatada.
Comieron como beduinos recién salidos de una larga temporada en el desierto: dos platos hondos de unos granos molidos que, al pasar por las manos de Josefina, se convertían en delicada ambrosía. La acompañaron con una ensalada de tomates y pimientos, y una fuente de plátanos maduros fritos, la mojaron con cervezas y remataron cualquier resto de hambre con un pozuelo de dulce de coco sobre el que reposaba medio queso crema.
Al filo de la medianoche, mientras se dirigía hacia la casa de Tamara, Conde tuvo la certeza de que algo importante se le estaba olvidando. Y no sabía qué. Ni dónde. Solo que era importante…
Entró en la casa y, luego de desvestirse y cepillarse los dientes, avanzó en puntillas hacia la habitación, como el clásico marido llegado a deshora. En la oscuridad escuchó el leve ronquido de Tamara, siempre húmedo y atiplado. Con sumo cuidado se acomodó en su lado de la cama, con la plena conciencia de que prefería el otro extremo. Pero desde el principio Tamara había sido inflexible en la pertenencia: si quieres dormir conmigo, este es mi lado, siempre, aquí y donde sea, advirtió una sola vez, palmeando el lado izquierdo del colchón. Con todo lo que Conde recibía de la mujer, no era como para pelearse por una nimiedad espacial. Aunque prefería el otro lado.
El hombre colocó la cabeza sobre la almohada y sintió cómo el agotamiento acumulado a lo largo de un día tenso y trajinado distendía sus músculos. El júbilo de la digestión y los efectos de cervezas y rones potenció la relajación hacia el sueño. En ese tránsito vino a su mente, sin que la convocara, la imagen de Yadine, la emo Kaminsky. La muchacha, con sus piercings y su mirada triste, consiguió colocarse por delante de preocupaciones conocidas y hasta presentidas, para acompañarlo en el deslizamiento hacia la inconsciencia.