ESCRITO está: la inmortalidad es un privilegio supremo del que solo gozarán algunos elegidos. Armadas con la paciencia del tiempo inconmensurable, las almas de esos afortunados deben esperar en el sheol, un territorio intangible, extendido como una veta de agua bajo el mundo habitado por los vivos. Allí reposarán hasta el advenimiento del Mesías y el día del Juicio, cuando se producirá la probable, solo probable, resurrección de sus cuerpos y sus almas, al final decidida por el arbitrio divino. De los muchos seres que alguna vez pasaron por la faz de la tierra, los moradores del sheol serán los únicos escogidos para participar en ese último trance. Entre ellos estarán los hombres y mujeres que en vida fueron piadosos, los niños muertos en la inocencia, los caídos en combate defendiendo los derechos y la Ley del Santísimo y de su pueblo elegido. Elías Ambrosius atesoraba una imagen muy personal de la apoteosis que vendría después del tránsito de las almas por el sheol. Se la había regalado su abuelo, Benjamín Montalbo de Ávila, el día de su iniciación en la vida adulta y la responsabilidad, celebrada en la sinagoga y oficiada por el todavía rabino Menasseh Ben Israel. «Me siento muy feliz por ti», le había dicho el anciano, luego de mejorarle la posición de la kipá en el cráneo y de besarlo en las dos mejillas. «Eres afortunado por haber nacido en el tiempo y el lugar más apropiados soñado por un judío desde que abandonamos nuestra tierra y salimos al exilio. Por ti mismo vas a descubrir que vivir en esta ciudad resulta un privilegio, que Ámsterdam es Makom, el buen lugar. Pero nunca lo olvides: hay un sitio donde se está mucho mejor. A él solo nos puede llevar el Mesías cuando convoque a vivos y muertos y nos abra las puertas de Jerusalén. Por eso, con nuestros pensamientos y actos debemos propiciar la llegada del Ungido, para que podamos disfrutar de ese mundo maravilloso donde siempre hay luz, nunca hay frío, jamás se siente hambre ni dolor, y mucho menos miedo, porque al fin no habrá nada que temer. Por ese sitio donde tan bien se está, el edén que conoció Adán antes de la caída, tenemos que luchar mientras estemos en este otro que, tratándose de Makom, debemos reconocer, hijo mío, no está nada mal.»
Las palabras del abuelo Benjamín y las dulces imágenes que conseguían evocar en la imaginación de Elías Ambrosius habían acudido a su mente para hacer menos doloroso el instante de verse obligado a contemplar cómo el cuerpo del anciano, envuelto en el primer talit que usara al llegar a Ámsterdam y se iniciara en la fe de sus antepasados, se perdía en la profundidad de la fosa, en busca de una proximidad con los dominios del sheol, adonde con todo derecho debía ir aquel hombre piadoso y luchador. Mientras el jajám Ben Israel declamaba los rezos rituales que convocaban a la resurrección, Elías Ambrosius tampoco podía dejar de pensar, preocupado por la suerte del abuelo, si las noticias llegadas de los confines orientales del Mediterráneo (a las cuales su escepticismo no le había permitido concederle hasta entonces demasiada atención) referidas a las andanzas por aquellos lares de un autoproclamado Mesías hacedor de milagros y que tanta expectación estaba despertando entre los judíos de todo el mundo, tendrían algún fundamento y le permitirían, tal vez, el mejor de los reencuentros, en el mejor de los sitios, con aquel hombre de corazón comprensivo, la persona a la que más había amado en su vida hasta que su virilidad fuera ganada por Mariam Roca.
La muerte del abuelo Benjamín les sorprendió, aunque la esperaban. Con sus setenta y ocho años ya festejados, el anciano había vivido mucho más que la mayoría de sus contemporáneos («Casi tanto como un patriarca bíblico», decía él mismo, sonriente, cuando hablaba de su exagerada edad), pero en los últimos tiempos su figura se había ido consumiendo a un ritmo visible, aunque sin dolores ni pérdida de la inteligencia. La tarde del viernes en que los abandonaría había pedido incluso que lo ayudaran a asearse y lo sentaran en la sala de la casa, para asistir a la ceremonia del encendido de las velas del Shabat y, como verdadero patriarca de aquel hogar, darle la bienvenida al día feliz, dedicado al Señor y a festejar la libertad de los hombres. Pero cuando la mesa estaba servida, las velas encendidas y las sombras de la noche permitieron ver el brillo de los primeros luceros que desde el firmamento anunciaban la victoriosa llegada del día esperado, el saludo que debía pronunciar Benjamín Montalbo de Ávila («Shabat Shalom!») no fue escuchado por sus hijos y nietos. Justo como una estrella de la órbita celeste: así se había apagado la vida del abuelo.
En la pequeña mesa donde el anciano, desde los tiempos en que aún estaba muy lejos de ser anciano, solía escribir, estudiar los textos sagrados y leer los libros que tanto lo entusiasmaban, su hijo Abraham Montalbo encontró el papel sellado donde el hombre, previsor, había escrito unas semanas antes sus últimas voluntades. A nadie en la casa le asombró que ordenase cada detalle de su funeral, escribiera incluso algún consejo muy bien razonado para cada miembro de la familia y decidiera legar los únicos bienes materiales de valor atesorados a lo largo de su vida a su nieto Elías Ambrosius: porque para él serían aquel escritorio y sus libros. Solo cuando recibió la noticia de la herencia recibida, el joven pudo llorar al fin unas lágrimas que parecían haberse secado. Más tarde, sentado tras el bello escritorio, mientras acariciaba los lomos y tapas de piel de los prodigiosos volúmenes que ahora le pertenecían, Elías descubrió cómo varios de ellos parecían más gastados por el intenso manoseo al cual debió de haberlos sometido su dueño. Entre los más sobados estaban, por supuesto, dos de las obras de Maimónides, el pensador favorito de Benjamín Montalbo, y los Diálogos de amor de León Hebreo, pero también varios autores modernos, en nada relacionados con la fe o la religión, como el tal Miguel de Cervantes, autor de una voluminosa novela titulada El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y un llamado Inca Garcilaso de la Vega (por cierto, traductor de los Diálogos al castellano), autor de La Florida del Inca, crónica de los frustrados intentos de conquista de aquel territorio del Nuevo Mundo donde, se decía, había sido localizada la Fuente de la Eterna Juventud. El contacto físico con aquellos libros, destinados a mantener al abuelo en comunicación con las tierras de la idolatría de donde había escapado para recuperar su fe, pero cuya lengua y cultura amaba como propias, le hizo entender a Elías la dimensión real del conflicto en el cual había vivido aquel ser humano insondable: el litigio sostenido por su espíritu entre la pertenencia a una fe, una cultura y unas tradiciones milenarias a las que se sentía ligado por vía sanguínea; y la cercanía a un paisaje, una lengua, una literatura entre los cuales habían vivido varias generaciones de sus antepasados, llegados a la península con los bereberes del desierto en un tiempo remoto, y entre los que él había gastado los primeros treinta y tres años de su vida y a cuyos efluvios nunca había podido ni querido renunciar (como no había renunciado a los garbanzos, el arroz y, siempre que podía, al lujo de mojar el pan en aceite de olivas). No, nunca pudo ni quiso renunciar a aquella pertenencia, ni siquiera por haber vivido en Makom y conocer de los preceptos de los rabinos encaminados a terminar con todas aquellas peligrosas cercanías con el pasado y lo que ellos consideraban acechanzas de la idolatría.
A lo largo de los siete días de observancia de la shiva, confinado con sus padres y hermano en la casa como estipulaba la ceremonia, Elías Ambrosius llegaría a convencerse de que había cometido una terrible mezquindad al no haber hecho al abuelo partícipe de sus desasosiegos y decisiones. Más que nadie en el mundo Benjamín Montalbo habría estado en condiciones de entenderlo: porque era su abuelo y lo amaba, por saber mucho de secretos y por haber vivido tantos años con el alma dividida. Tal vez, incluso, el anciano se habría maravillado con los progresos del joven y hasta le habría pedido uno de los lienzos que, enrollados o doblados, ahora escondía en un baúl en la casa del Maestro. Quizás el abuelo lo habría extendido allí, frente a la mesa donde disfrutaba escribiendo con su pluma, aquel rincón desde donde viajaba con sus libros y donde, al sentir la llamada de la muerte, había dejado su testamento.
En los últimos dos años, vividos por Elías en un vértigo de sensaciones arrolladoras, de aprendizajes y de cada vez menos torpes realizaciones, muchas veces el joven había pensado en la posibilidad de abrirle el cofre físico y mental de sus secretos al anciano. Por supuesto, él era el único de sus parientes al cual le hablara de la belleza que era capaz de generar el Maestro y de la obtusa reacción de los compradores de pinturas, que lo consideraban un violador de preceptos y no un desbrozador de caminos inexplorados. También había sido el primero a quien le comunicara su decisión de comprometerse de modo formal con Mariam Roca, y entonces obtuvo la respuesta más lógica y sincera por parte del anciano: «Me matas de envidia, hijo». Pero, en cambio, nunca había tenido el valor de atravesar la frontera de sus miedos y contarle de sus aficiones de aprendiz de pintor y hablarle de los momentos de júbilo vividos con el pincel que le entregara el Maestro: momentos como el dedicado a pintar sobre una tela el busto del querido anciano.
Porque en aquellos dos años Elías Ambrosius había tenido otras oportunidades de practicar sus presuntas habilidades siguiendo las orientaciones y órdenes del Maestro, dadas a él en específico u obtenidas como beneficio colectivo durante el proceso de algún trabajo de conjunto con el resto de los discípulos. Además de recibir la responsabilidad de imprimar telas para que se familiarizara con la creación de los fondos terrosos que tanto utilizaba el artista, Elías cumplió el aprendizaje de pintar algunos de los objetos y obras recolectados por el hombre —una concha marina con sus espirales, un busto de emperador romano, una mano esculpida en mármol, además de copiar dibujos de otros autores y temáticas— que, como varios modelos vivos, desnudos incluidos, habían servido como ejercicios didácticos a través de los cuales los consejos del Maestro fueron perfilando y asentando las indudables capacidades del joven. Mientras, en la buhardilla de la casa y en el galpón de la campiña, Elías Ambrosius había tratado de poner en práctica aquellos conocimientos y realizó varios autorretratos, perfiló paisajes, copió objetos (siempre escuchando en su mente las palabras del pintor) y, en un rapto de osadía, tomaría la decisión de contarle a Mariam Roca su quemante secreto, pues deseaba, más que nada en el mundo, hacer un retrato al natural de su prometida y amante.
La sorpresa de la muchacha al escuchar la confesión de Elías resultó todo lo patente que debía y tenía que ser. Varios días estuvieron hablando sobre el tema y el joven tuvo que esgrimir los abundantes argumentos acumulados en aquellos años para justificar un acto que muchos podrían considerar herético. Cuando la discusión se atoraba y el joven perdía las esperanzas de poder convencer a Mariam de que hacer lo que hacía era su derecho como individuo, y temía incluso que la joven pudiera hasta delatarlo, Elías se consolaba pensando que, más tarde o más temprano, habría necesitado hacerle aquella confesión —y correr los riesgos implícitos— a la persona con quien pretendía compartir los días de su vida. Por eso, cuando Mariam, al parecer más acostumbrada a la idea, había aceptado servirle de modelo, con la condición de que su decisión también fuese secreta, Elías supo que había obtenido una importante victoria y prefirió no preguntarle a la joven si la aceptación se limitaba a su función de modelo o implicaba también el ejercicio de la pintura por parte de su prometido.
El primer retrato de Mariam, apoyada en la ventana del galpón y asomada hacia el espectador, fue en realidad un doloroso ejercicio de copia del maravilloso retrato que unos años antes, con una composición similar, el Maestro le realizara a la bella Emely Kerk. Las dificultades que podían presentarle la luz, la anatomía o la proporción fueron superadas con cierta facilidad por el joven, quien mucho había aprendido ya sobre aquellos elementos. El uso de los colores para crear la carne y el pelo, recortados sobre un fondo profundo, casi le resultó fácil, después de haber visto pintar tanta carne y tanto fondo, después incluso de haberlos pintado a dos manos con sus compañeros y hasta con el Maestro. Más complicado se le hizo conseguir un parecido razonable, fijar la belleza de la mujer, aunque en un momento, con mucho esfuerzo, creyó haberlo logrado y Mariam, mirándose en un espejo, se lo confirmó. Pero lo que más perseguía y, sin embargo, se mantenía esquivo e inapresable para sus capacidades de retratista era el alma de la joven. Si física y amorosamente había podido entrar en posesión de cada sentimiento y pensamiento de la muchacha, al intentar llevar su espíritu a un pequeño lienzo descubría su impericia y falta de aliento para reflejar la expresión de aquel rostro en donde Elías podía ver la vitalidad y el desasosiego, la duda y el amor, el disfrute del riesgo y el temor que le provocaba. Pero no conseguía atraparlos. Movido por el fracaso, Elías se replanteó sus propósitos. Comenzó a trabajar entonces en un segundo retrato, una obra suya en todo sentido. Colocó a Mariam en un complicado perfil en el cual su rostro se volvía, haciendo una delicada diagonal hacia abajo con la línea del cuello, mientras los ojos, visibles, quedaban dirigidos a un punto impreciso colocado en el borde inferior de la tela. En ese instante comprendió que —como alguna vez le dijera el Maestro, y como no podía dejar de ser— toda la humanidad de aquella transposición radicaba en el desafío de los ojos. Pensó que si antes había fracasado en su propósito se debía al empeño de reflejar a la joven con la mirada dirigida al frente, con una expresión directa, explícita, protagónica. Y lo que en realidad requería la mejor representación de Mariam era un misterio. Entonces le pidió a la muchacha que sin mirarlo a él, le hablara con los ojos, como si estuviera susurrándole algo al oído… Con esmero, en varias sesiones de trabajo, fue delineando las cejas, los párpados, las pupilas y el iris de aquella mirada, mientras esquivaba lo evidente y buscaba lo insondable. Y cuando creyó haber reflejado la mirada, dejó que el pincel estableciera su propio diálogo con el resto de los detalles del rostro, para hacer verosímil el milagro del entendimiento de una sugerencia… La tarde de domingo en que hizo aquel descubrimiento y se enfrascó en el combate de plasmarlo fue uno de los momentos más plenos de la vida de Elías Ambrosius Montalbo de Ávila, pues otra vez tuvo la sensación de estar descubriendo qué cosa era lo sagrado. Porque allí estaba, palpitando, sobre una pequeña porción de lienzo manchada con pigmentos, una mujer que, desde su obligada quietud, ofrecía una ilusión de vida.
¿Cómo había sido posible que sus temores le hubieran impedido mostrarle a su abuelo Benjamín Montalbo aquel pequeño retrato donde había conseguido apresar lo evanescente y abrir las puertas poderosas de la creación? El anciano —ahora que estaba muerto era cuando Elías tenía aquella convicción— no solo lo habría comprendido, sino que lo hubiera alentado: porque a nada había sido más sensible aquel hombre que al deseo y voluntad humana de conseguir un objetivo, a pesar de todos los pesares. Y en aquella tela estaba la ambición de un hombre y la voluntad para lograr sus fines con las cuales el Creador lo había dotado…
Elías terminaría consolándose con la idea de que si al final resultaba cierto que por las tierras de los turcos, los persas y los egipcios andaba anunciando su advenimiento el Mesías (por todas aquellas regiones parecía vagar a la vez, a juzgar por los múltiples ecos llegados a Ámsterdam de su peregrinar y hasta de sus milagros), quizás dentro de muy poco él, Elías Ambrosius Montalbo de Ávila, podría acercarse al abuelo y, en medio de la apoteosis del Juicio Final, pedirle perdón por su falta de confianza. Porque aquel era el verdadero pecado del cual debía arrepentirse, ante los ojos de Dios y frente a la memoria y el espíritu de un hombre piadoso. Y esperaba obtener el perdón de ambos.
Ámsterdam era un hervidero, y también lo era el corazón de Elías Ambrosius. Unas semanas después del sepelio del abuelo Benjamín, la noticia del deceso en La Haya del estatúder Frederik Hendrik de Nassau, quien sería sucedido en su dignidad por su hijo Guillermo, aumentó la expectación en la cual ya vivían los habitantes de la ciudad por la, decían todos, hasta entonces inminente firma de un tratado de paz entre el difunto estatúder y la Corona de España. Aquella paz, que podría poner fin a un siglo de guerras y vendría a consolidar la independencia de la República de las Provincias Unidas del Norte, llegaría como merecido premio a una enconada resistencia de los habitantes del país pero, sobre todo, como resultado de su éxito económico, tan contrastante con el crítico estado de las finanzas del Imperio español, ya incapaz, como todos sabían, de mantener por más tiempo a sus ejércitos en una contienda perdida en el mar e insostenible en los pantanos y los inviernos de aquel territorio inhóspito. Pero el júbilo que provocaba el esperado desenlace político y militar empezó a disiparse, arrastrado por el peligro mayor del ascenso al estuderato de Guillermo de Nassau, cuyas aspiraciones monárquicas resultaban harto conocidas y, con ellas, su oposición al sistema republicano y federativo al cual los ciudadanos atribuían el éxito de su gestión mercantil, política, social y hasta militar. Gracias a la bonanza económica, la República había podido financiar los ejércitos de tierra, compuestos en su inmensa mayoría no por burgueses de Ámsterdam, nobles de La Haya o sabios de Leiden, sino, sobre todo, por mercenarios y señores de la guerra llegados de toda Europa a pelear por una buena cantidad de saludables florines. Solo el régimen republicano, también pensaban y decían, había permitido al país el ascenso económico de una gran masa de mercaderes, generadores de riquezas, alentados en sus empeños por el hecho de haberse liberado de arrastrar los fardos de una corte, una nobleza y una burocracia parásitas como las que desangraban a España. Y ahora, cuando parecían estar tan cerca de la victoria militar y política, Guillermo de Nassau podía aniquilar aquel equilibrio social gracias al cual muchos ciudadanos habían encontrado una vida mejor, con los amables beneficios de la libertad —que pronto, como colofón de adorno, también sería política si el nuevo estatúder firmaba la paz con los españoles.
Si Elías Ambrosius estaba tan al día de las interioridades de la cosa pública de su país no se debía a su sagacidad, sino a la privilegiada situación de sus oídos y su mente, que, por las responsabilidades y facultades ahora disfrutadas en el taller y la casa del Maestro, le permitían ser testigo (mudo en su caso) de algunas de las apasionadas conversaciones sostenidas entre el pintor y muchos de sus amigos, pero en especial el joven burgués Jan Six.
Desde el año anterior, cuando se presentó en la casa del Maestro para negociar la realización de un retrato, Jan Six había empezado a establecer con el pintor una relación que muy pronto fue más allá de los fugaces y pragmáticos límites de un encargo pictórico. Una corriente de mutua simpatía, que en el caso de Six corría por los senderos de sus aspiraciones artísticas, pues se presentaba como poeta y dramaturgo, y en el del Maestro por los de su vocación mercantil y por su eterna necesidad de dinero, había atraído a aquellos dos hombres, separados por más de diez años de edad y por la fortuna de uno y las eternas prisas económicas del otro. Además, la corriente de afinidad tuvo como sedimento la afición compartida por el coleccionismo, que haría de Six, quien era un compulsivo comprador de arte, un deslumbrado admirador de los cuadros, libros de grabados y los muchísimos e insólitos objetos atesorados por el Maestro.
A pesar de su juventud, Jan Six ya ostentaba el nombramiento de burgomaestre auxiliar, y fungía como uno de los magistrados de la ciudad, gracias a la circunstancia de que pertenecía a una de las más acaudaladas familias de Ámsterdam. Los Six eran dueños de una morada en la exclusiva Kloveniersburgwal, la llamada Casa del Águila Azul, contigua a la famosa Casa de Cristal, propiedad del muy enriquecido fabricante de espejos y lentes Floris Soop, y a tiro de piedra del lujoso edificio de las milicias ciudadanas donde se exhibía la gran obra del Maestro que, como a Elías Ambrosius, también le había provocado al joven Six una profunda conmoción y generado una compacta admiración por su creador.
Desde los primeros ensayos y estudios del posible retrato de Jan Six, el joven judío, por diversas razones, estuvo muy cerca del Maestro para seguir un extraño proceso creativo que, dos años después, aún no había producido el gran retrato que en un primer momento Six había pretendido tener como alimento para su ego y su colección, y que el Maestro deseaba realizar, por obvias razones monetarias y de revalorización de su trabajo en el mundo de los grandes burgueses de la ciudad. Unas veces como uno más de los discípulos, otras como ayudante del pintor, Elías había asistido a la elaboración de dos maravillosos dibujos, realizados como bocetos, con los que el Maestro se proponía definir los gustos del cliente para satisfacerlos a plenitud y evitar desagradables episodios como el de Andries de Graeff que, de repetirse, hubiera resultado devastador para su ya cuestionado prestigio como retratista.
El burgomaestre había acogido con absoluto entusiasmo uno de los bocetos. No aquel donde se resaltaba su condición de político y hombre de acción, sino en el que aparecía como un joven y bello escritor, armado con un manuscrito sobre el cual concentraba su atención, el cuerpo reclinado en una ventana por donde entraba la luz destinada a iluminar el rostro, el manuscrito y parte de la estancia, hasta caer sobre la butaca donde descansaban otros libros. Aquel dibujo daba a Jan Six la imagen de sí mismo que más deseaba entregar a los demás. Tanto le había satisfecho que le pediría al Maestro algo inusual: que en lugar de pintarlo al óleo hiciera con aquella imagen un aguafuerte, para así disponer de varias copias a las cuales daría diversos destinos. Y pagaría el aguafuerte al precio con el cual solía valorarse una pintura al óleo.
De aquel modo, primero como generoso cliente, luego como admirador consentido y muy pronto como amigo, Jan Six se hizo presencia habitual en la casa y el taller del Maestro en una época en que el pintor vivía uno de sus momentos de éxtasis, pues unos meses antes había logrado contratar como preceptora de su hijo Titus a la joven Hendrickje Stoffels, menos bella aunque a todas luces más inteligente que Emely Kerk, de familia humilde como su antecesora, a quien muy pronto había metido en su lecho. Y tanto había disfrutado aquellos despertares de su pasión de hombre maduro, que le había realizado una hermosa y provocadora pintura sobre una tabla a la cual tituló justo así, Hendrickje Stoffels en el lecho, en donde la joven, vestida a medias, sin otro adorno que un cintillo dorado sobre el cabello, levantaba con su mano izquierda el cortinaje del mueble y se asomaba hacia el observador, cubierto el seno con una sábana y recostada sobre un mullido almohadón… en el lecho del Maestro.
La presencia benéfica de Jan Six y de Hendrickje Stoffels mucho habían mejorado el ánimo del artista, quien volvía a ser —así lo pensó Elías— el hombre que unos años atrás, antes de la muerte de su esposa, debía de haber sido. Incluso, tal vez más animado, pues, como había proclamado, ahora se sentía libre de condicionamientos artísticos y hasta sociales, como lo demostraba aquel cuadro de Hendrickje en el cual ventilaba en público y con orgullo su relación amorosa con una criada. El sentimiento de autosatisfacción se irradiaba a todos cuantos lo rodeaban —excepción hecha, por supuesto, de la señora Dircx, con quien vivía en guerra—, entre ellos sus discípulos. La relación con Elías Ambrosius había llegado al punto de ser cálida, y, gracias a ello, el joven pudo asistir a los diálogos con Jan Six, a través de los cuales tanto aprendió sobre la situación política de la República. Y, de modo paralelo, sería la condición que lo llevaría a convertirse (favorecido por el hecho de que al fin le había crecido la barba, un poco rala, pero barba al fin y al cabo) en su principal modelo para la gran obra a la que por entonces el Maestro se entregaría con toda su capacidad y rebeldías en ristre: una imagen de la cena de Cristo resucitado luego de su encuentro con sus discípulos en el camino hacia Emaús.
Sus cada vez más visibles e importantes responsabilidades en el taller del Maestro (como en otros tiempos ocurriera con Carel Fabritius, ahora era Elías quien siempre lo acompañaba en sus expediciones de compra y fungía también como el más recurrido imprimador de telas), sus propios progresos como pintor, la declaración pública de su compromiso matrimonial con Mariam Roca y el ascenso a la categoría de operario en la imprenta regentada por su padre, llenaban de luces brillantes cada segundo de la vida del joven a la vez que lo abocaban a la peligrosa circunstancia de que su secreto estuviese siempre más expuesto y pudiese ser develado por personas capaces de complicarle, mucho, la existencia.
Por suerte para él, la atención de la gente andaba concentrada en los grandes conflictos políticos en curso, que podían traer impredecibles consecuencias para los miembros de la Naçao, y en sucesos más atractivos, como la publicación de un escandaloso opúsculo sobre la relación del Hombre y lo Divino, escrito y distribuido por el joven Baruch, el hijo de Miguel de Espinoza; o los problemas materiales de ubicación que planteaba la llegada cada vez más numerosa de paupérrimos judíos del Este, verdadera plaga; o los comentarios (cargados de esperanzas comerciales y familiares para muchos) de una posible apertura de los puertos españoles y portugueses al comercio con Ámsterdam. Pero, sobre todo, la parte más activa y militante de la comunidad hebrea estaba embelesada con las noticias siempre más inquietantes generadas por los actos del autoproclamado Mesías, que ahora parecía andar por Palestina, nada más y nada menos que camino de Jerusalén y anunciando la llegada del Juicio en el cercano año de 1648. Así era difícil que, en Ámsterdam, alguien tuviera un interés especial en la relación entre un pintor y un judío, y Elías Ambrosius podía disfrutar del beneficio de unas sombras entre las cuales su corazón disfrutaba de un espacio de paz.
En un verdadero estado de éxtasis vivía el joven Elías desde que el Maestro le escogiera para trabajar con él aquella pieza que, antes del primer brochazo, ya tenía el único título que podía tener, el mismo que en otras ocasiones había utilizado el pintor, tan vulnerable a sus obsesiones, tan complaciente con ellas: Los peregrinos de Emaús. «No me interesa el lado místico del relato, sino su condición humana, que es inagotable. Por eso vuelvo siempre sobre este pasaje, hasta que consiga domesticarlo, sentirlo definitivamente mío», le había explicado el pintor la tarde en que, apenas llegado el aprendiz, le comunicara su decisión. «Desde hace casi veinte años me obsesiona esa escena. La primera vez que la pinté hice de Cristo un espectro misterioso y del discípulo que lo reconoce un hombre asombrado… Ahora quiero pintar a unos tipos corrientes que tienen el privilegio de ver al hijo de Dios resucitado mientras este ejecuta la más común y la más simbólica de las acciones: partir el pan, un simple pan, no el símbolo cósmico del que habla tu jajám Ben Israel», recalcó. «Unos hombres comunes, llenos de miedo por las persecuciones que están sufriendo, en el instante en que su fe es superada por el más grande de los milagros: el regreso desde el mundo de los muertos. Pero sobre todo quiero pintar a un Jesús de carne y hueso, un Jesús que ha vuelto del más allá y ha caminado como ser vivo con esos discípulos hacia Emaús, y debe parecer tan humano y cercano como nunca nadie lo ha pintado. Más vivo que el del gran Caravaggio… Pero a la vez dueño de un poder. Y ese Jesús al que voy a reproducir como un hombre vivo va a tener tu cara y tu figura…»
Entonces el Maestro, para comenzar a rodear su objetivo, le había propuesto al conmocionado Elías realizar un experimento: pintaría al óleo un tronie del joven judío —aquellos bustos habían sido la primera especialidad del Maestro, allá en sus remotos días de tanteos en su natal Leiden—, pues lo que más le interesaba era conseguir una patente expresión de humanidad en el rostro divino. Pero, y aquí dio el giro inesperado: lo harían a dos manos. Mientras él hacía el retrato de Elías, Elías haría su autorretrato, y entre ambos buscarían las profundidades carnales del hombre marcado por la trascendente condición de haber regresado de los dominios de la muerte y estar en un breve tránsito terreno, humano, antes de ir a ocupar su lugar junto al Padre.
El mayor inconveniente que, de inmediato, Elías le encontró al muy tentador proyecto que lo ponía a trabajar codo a codo con el más grande pintor de la ciudad y quizás del mundo conocido, era la resonancia pública que alcanzaría aquella pieza, por ser obra del Maestro, y la presumible reacción que provocaría entre los líderes religiosos de la comunidad cuando vieran que él no solo se prestaba a servir de modelo para una representación, sino que lo había hecho para la representación de la mayor de las herejías. Y de herejías reales o asumidas como tales parecían estar hartos aquellos patriarcas, cada día más intransigentes con las reacciones mundanas de una comunidad cuyo control no podían perder.
Fue, como siempre, su antiguo profesor el hombre escogido para buscar claridad en sus razones. La noche en que se presentó en su casa, Raquel Abravanel, mal peinada y gruñona, como era usual, le dijo que su esposo andaba en una junta del Mahamad, el consejo rabínico, y que si quería esperarlo lo hiciera en los escalones de entrada, junto a la mezuzá. Y, como era usual, cerró la puerta.
La noche primaveral resultaba más templada de lo habitual para la época y Elías apenas pensó en el grosero desplante de la Abravanel, que hacía mucho había dejado de repetir la vieja sentencia sefardí con la cual había resumido su sueño de grandeza: «Jajám i merkader, alegría de la muzer». Como preceptor y a la vez empresario creador de riquezas su marido había demostrado ser el más rotundo de los fracasos, y Raquel Abravanel lo culpaba de todas sus penurias.
Aunque estuvo a punto de ponerlo en fuga la fetidez de las barcazas de excrementos que, como cada anochecer, atravesaban el Binnen Ámstel, el júbilo y el temor entre los cuales el joven vivía desde aquella tarde resultaron más fuertes. Y no era para menos: él mismo y su rostro, ya por fortuna barbado, serían objeto del arte del Maestro, lo cual le colocaría en el estadio de la más sublime inmortalidad terrena, una condición por la cual los más ricos ciudadanos de Ámsterdam, incluido Jan Six, debían pagar varios centenares de florines.
El jajám llegó casi a las nueve de una noche que por minutos se había ido enfriando. Desde el saludo y las primeras palabras cruzadas, el joven comprendió que el ánimo del erudito no era el mejor. Ya sentados en el caótico cuarto de trabajo de Ben Israel, mientras éste servía las primeras copas de vino, Elías tuvo un resumen de las coyunturas que traían enervado al hombre. «Para atemorizar a la gente, estos rabinos son capaces de hacer cualquier cosa. Ahora andan detrás de la cabeza de Baruch, el hijo de Miguel de Espinoza. Y, para colmo, varios de ellos, con Breslau y Montera a la cabeza, dicen estar convencidos de que las señales que llegan de El Cairo y de Jerusalén deben ser tenidas en cuenta. ¡Que ese loco que anda por ahí bien podría ser el Mesías!»
Ya con su segunda copa de vino en la mano, el jajám Ben Israel al fin le contó de las últimas aventuras del iluminado que se presentaba como Mesías. Todo había comenzado en Esmirna, donde el tal Sabbatai Zeví había nacido y, muy precoz, había estudiado a fondo los libros de la Cábala. Fue allí donde, borracho de misticismo o de locura —en palabras de Ben Israel—, se había lanzado por el más peligroso de los caminos hacia la herejía, dispuesto a desafiar todos los preceptos: ante el arca de la sinagoga había pronunciado el nombre secreto y prohibido de Dios, el que se escribe pero no se dice… La reacción de los rabinos de Esmirna fue inmediata y lógica: lo excomulgaron, como se merecía. Pero Sabbatai tenía más trucos en la manga: abandonó su ciudad y se fue a Salónica, donde comenzó su predicación y, en una reunión de cabalistas, imitó la ceremonia de su matrimonio con un rollo de la Torá y se proclamó Mesías. También de Salónica lo habían expulsado a patadas, como cabía esperar… Pero aquel loco (decían que era un hombre hermoso, alto, de pelo color miel, ojos que cambiaban de tonalidad como la piel de los lagartos, y dueño de una voz envolvente) había recalado en El Cairo, donde fue acogido en la casa de un rico comerciante, sitio del encuentro de los cabalistas de la ciudad. Allí, con sus discursos, convenció, y solo el Santísimo sabe cómo lo hizo, a los sabios y los potentados de la urbe, quienes le dieron su apoyo y hasta dineros. Desde entonces anduvo predicando por Jerusalén, adonde había llegado precedido por la fama de sus actos, y se había dedicado a repartir limosnas, practicar la caridad y, decían, a realizar milagros. Todo aquel circo, opinaba el jajám, bastante similar al de otros «mesías» que hemos sufrido («uno de ellos con muchísimo éxito, ya sabes quién»), había entrado en su etapa más peligrosa cuando un tal Nathan de Gaza, un joven cabalista, decíase que poseedor de dones proféticos, anunció que se le había revelado la enorme verdad: Sabbatai Zeví era la reencarnación del siempre esperado profeta Elías, y su llegada, coincidente con todas las desgracias sufridas por los hijos de Israel en los últimos siglos («como si sufrir desgracias fuera nuevo para nosotros»), constituía el definitivo anuncio del venidero Juicio Final, marcado para el año de 1648, cuando ocurrirían desventuras inimaginables para los hijos del pueblo elegido, los infortunios últimos, apocalípticos, previos a la llegada de la redención. «Ahora mismo ese farsante anda recorriendo Palestina, seguido por el tal Nathan de Gaza y cientos de judíos tan desesperados que son capaces de creer en sus prédicas, y convocando a todos a “alzarse sobre el muro” y reunirse en Jerusalén», dijo.
Elías Ambrosius, cuyas rebeldías y racionalidad nunca habían logrado apagar el fuerte sentido mesiánico que le inoculara el abuelo Benjamín, sintió que había algo nuevo aunque difícil de precisar en la historia de Sabbatai, y tal vez no solo locuras de un desequilibrado. La prohibición rabínica de «alzarse sobre el muro» y penetrar las murallas de Jerusalén para reunir de nuevo allí a los descendientes de Abraham, Isaac y Moisés representaba todo un desafío al cual ningún otro iluminado se había atrevido. Desde los días de los fundadores concilios rabínicos que sirvieron para establecer los preceptos y las leyes agrupados en el Talmud y la Mishná, era bien sabido por todos los judíos del mundo que aquel acto de pretender un regreso masivo a la Tierra Santa se consideraba una manera muy precisa de tentar la llegada de la salvación y, por ende, estaba férreamente prohibida, pues el exilio formaba parte del destino de aquel pueblo hasta tanto lo determinase el verdadero Mesías.
«Con todo respeto, jajám…, ¿y por qué Sabbatai no podría ser el Mesías? Tantos indicios, tanta osadía…» «No lo es por muchas razones que me encargué de recordarles a estos fanáticos con los que convivimos y que se aprovechan de todo para alimentar el miedo de las gentes y así dominarlos a su antojo», dijo el sabio, casi en un grito, perdidos los estribos. «Porque el propio profeta Elías advirtió que solo llegaría el Ungido cuando los judíos vivieran en todos los rincones de la tierra, y eso aún no ha pasado.» «¿Porque los indígenas americanos no son los descendientes de las diez tribus perdidas?» «Eso para empezar…, y para seguir, porque en Inglaterra, como bien tú sabes, como he dicho mil veces, no hay judíos desde hace trescientos cincuenta años… Porque el Mesías será un guerrero. Porque su llegada estará precedida de grandes cataclismos… Pero piensa, muchacho, piensa: ¿de dónde salió este Sabbatai de Esmirna? ¿Puede atestiguar que es un vástago de la estirpe de David?» Con la revelación de aquel dato, Elías Ambrosius terminó de entender la postura del jajám: aceptar siquiera la posibilidad del mesianismo de Sabbatai significaría la pérdida de su estandarte de lucha por la admisión de los judíos en Inglaterra y, sobre todo, la claudicación de las aspiraciones de los Abravanel que él, parte del clan, tanto se encargaba de predicar. «No importa lo que digan otros miembros del Consejo; tampoco que algunos de los más ricos sefardíes de Ámsterdam estén rematando sus fortunas para abordar, junto con muchos de los pobres de la ciudad, los barcos que zarpan hacia Jerusalén, donde todos se unirán a la comitiva del loco. A mí solo me importa lo que desde ahora va a ser la labor de mi vida: abrirle la puerta de Inglaterra a los judíos, tender el puente necesario para abrir paso al verdadero Mesías y no a este nuevo iluminado que, ¿sabes algo?, solo nos traerá más desgracias, como si no tuviéramos suficientes. Vivir para ver…»
Elías, que no había conseguido expresar el motivo de su visita a la casa de su antiguo preceptor, se despidió al filo de la medianoche, cargado con sus maravillosos desasosiegos y con nuevas dudas. Las revelaciones de la historia y andanzas de Sabbatai Zeví habían conseguido removerlo y ponerlo a meditar. El hecho de que unos judíos lo creyesen el Mesías y otros lo rechazasen para nada era una actitud inédita en la crónica de Israel, donde la credulidad y la duda siempre andaban de la mano. Desde los tiempos de Salomón, el más grande e ilustre de los sabios de su raza, época fértil en profetas y grandes sucesos (la creación de los reinos de Judá e Israel, la construcción del Templo, las grandes guerras y el decisivo exilio a Babilonia de casi toda la población hebrea, incluidas las diez tribus desde entonces perdidas), el Eclesiastés había manifestado una duda franca y libre sobre los dogmas ortodoxos, como lo reflejaba cada uno de los capítulos de su libro, a pesar de ello también considerado sagrado. Porque el escepticismo del Eclesiastés no era una herejía, sino parte del pensamiento judío, y demostraba cuán difícil resultaba enseñar pruebas capaces de satisfacer la vocación por el cuestionamiento de todo por parte de un pueblo con una disposición crítica tan acentuada. En realidad, pensaba Elías, un pueblo más incrédulo que dado a creer. El pueblo que, paradojas, había creado, por las revelaciones del Santísimo, los fundamentos de una fe religiosa capaz de impregnar las almas de todo el mundo civilizado.
¿Y en medio de aquel ambiente que permitía avizorar tormentas de muchos tipos, luchas en las que todo lo prescindible sería lanzado por la borda, iba él a prestarse al desafío de posar como el supuesto Mesías que se presentó como Jesús, el Cristo? Aquel hombre había sido quien dividiera con más profundidad a los judíos y convirtiera a los disidentes de entonces en los progenitores de los represores posteriores de sus propios hermanos, los fundadores y practicantes del antisemitismo que, desde los púlpitos de la nueva religión propuesta por Jesús, había traído tanto sufrimiento, dolor, esquilmación de bienes y, por supuesto, tanta muerte a sus antiguos cofrades, solo por haberse mantenido atrincherados en la fe original y sus leyes… Elías sintió cómo su alma se le fracturaba al meditar en las historias pasadas y presentes de los mesianismos, y cada pedazo flotaba por su rumbo, sin que él pudiera atraparlos e intentar la reconciliación. Si Sabbatai Zeví era el Ungido y su convocatoria a «alzarse sobre el muro» constituía un mandato divino, pues ya no habría nada que hacer, solo esperar la prodigiosa celebración del Juicio (y volvía a acariciarlo la idea del reencuentro con el abuelo). Si no lo era, como afirmaba su querido jajám y como él mismo, en el fondo de su inteligencia, se sentía más tentado a pensar, pues el mundo seguiría su camino plagado de dolores hasta el advenimiento real del Mesías y de la salvación. Entonces, como decía el propio Ben Israel, no había por qué entregar las ilusiones, pasiones y sueños a la muerte, vegetando en vida hasta el inevitable fin de la carne. Aunque su actitud entrañara riesgos, y a pesar de que los ortodoxos de siempre pudieran acusarlos hasta de traición a los de su raza y de que el miedo no lo dejaba en paz, él optaría por la vida… Y tuvo un vislumbre de alivio cuando comprendió que, si bien cada hombre con sus actos puede ayudar al Advenimiento, este dependía en lo esencial de la voluntad suprema del Santísimo, cuyas decisiones ya estaban tomadas desde la eternidad. Sus acciones individuales, por tanto, participaban del gran equilibrio cósmico, pero no lo determinaban. Él, como ser mortal, tenía un territorio que le había sido dado (por el Creador mismo), y por una sola vez: el espacio de su vida. Y aquel espacio podía ser llenado con sus actos de hombre, y podría hacerlo mejor porque su conciencia, la más importante instancia de decisiones, le advertía que con aquellas acciones él mismo no violaba las esencias de una Ley. Su problema, así volvía a sentirlo, era consigo mismo y no con sus vecinos… La suerte del alma del Maestro (que rechazaba cualquier intromisión de los demás en su vida personal y sobre todo en la religiosa) era una responsabilidad del Maestro, y el Maestro bien sabía lo que deseaba hacer con ella. La suya, aunque atada a una tradición y unas reglas, seguía siendo problema suyo. De él y de su Dios, o sea, de él y de su alma.
Cuando Elías Ambrosius entró en el estudio, descubrió que el Maestro, ya con sus impulsos desatados, había estado trabajando, quizás con el auxilio de algún discípulo, para lograr la obra que asediaba su mente. Como en la primera ocasión en que pintaron juntos, había dispuesto dos caballetes, con sus respectivas banquetas, y orientado los espejos de modo que el soporte y el asiento de la derecha, los más alejados de la ventana, quedasen reflejados por tres ángulos diferentes en las superficies azogadas. El vidrio colocado justo detrás del caballete daría una imagen frontal y los otros dos, dispuestos uno a cada lado, un medio perfil y un perfil completo, este último visible a través del espejo que entregaba el medio perfil. Ese iba a ser, parecía obvio, el lugar del autorretratado. La otra banqueta con su caballete había sido ubicada de manera tal que recibiría toda la luz de las ventanas y a la vez tomaría de frente a quien se acomodase en la silla rodeada por los espejos. Lo sorprendente para el joven fue descubrir que los pequeños soportes sobre los cuales trabajarían, de dimensiones inusuales aunque muy semejantes (unos tres cuartos de ell por algo más de esos tres cuartos de alto), eran, sin embargo, de diferente material: el del retratista, un lienzo; y el del autorretratado, una tabla, comprada unos meses antes por el Maestro, ya imprimada en gris mate, y luego, quizás por su tamaño tan poco habitual, arrumbada en el estudio.
Dando tiempo a que el Maestro terminase su siesta —con los años había adquirido la costumbre de hacer aquel reposo para reponer fuerzas, pues además solía sufrir noches en blanco a causa de los frecuentes dolores de las muelas aún sobrevivientes de las visitas al cirujano—, Elías Ambrosius decidió entretener su ansiedad. Con la profesionalidad ya adquirida, comenzó a preparar los colores con los que trabajarían, escogidos con anterioridad por el Maestro, sin mayores sorpresas: blanco plomo y colores de tierra. Allí estaban el rojo ocre (para la camisa que le había pedido a Elías que vistiese en las sesiones de labor), el siena, el amarillo ocre y un rojo-naranja cuyo uso y lugar en la pieza aún intrigaba al joven.
Cuando hubo preparado las cantidades requeridas para unas tres horas de trabajo, Elías se acomodó en su banqueta y estudió las imágenes de su rostro que recibía gracias a los espejos. Desde que comenzara a pintarse a sí mismo en la soledad de la buhardilla, unos años antes, sus facciones habían cambiado mucho, recorriendo el tránsito de las desproporciones propias de la adolescencia al asentamiento de los rasgos de la adultez de sus veintiún años ya cumplidos. Su cabello, que siempre llevaba partido en medio de la cabeza, suelto sobre sus hombros, se había oscurecido algo, aunque conservaba un brillo rojizo, y su boca parecía más firme, tal vez más dura. La barba, ahora extendida por sus mejillas y mentón, y el bigote sobre el labio superior, eran ralos, de pelos gruesos y, los de la barba, más oscuros que la cabellera y rizados como tirabuzones. Pero sus facciones también advertían de otros cambios menos perceptibles aunque muy recónditos, provocados por las experiencias vividas en aquellos años a lo largo de los cuales había descubierto, gozado o sufrido las sensaciones profundas del dolor por la muerte de un ser querido, el júbilo del amor y su consumación física, el peso de vivir con un secreto y arrastrar un miedo y, sobre todo, las certidumbres e incertidumbres de un aprendizaje tan cargado de responsabilidades, tensiones lacerantes, hallazgos fabulosos. Su rostro correspondía ahora al de un hombre que ha vivido sus fogueos imprescindibles e, incluso, se siente capaz de convertirlos en materia para el conocimiento de otras vidas a través del ejercicio maravilloso de un arte.
Elías sintió el impulso incontenible y, sin esperar a la llegada del Maestro, se atrevió a preparar su paleta y volvió a la banqueta y a la autocontemplación. Sin saberlo, en ese instante estaba descubriendo al fin por qué había decidido poner todo en el fuego y lanzarse a pintar: no por dinero, ni por fama, ni por complacer un gusto. Lo que lo movía y ahora sostenía su mano mientras trazaba las líneas entre las que encerraría su propio rostro era la certeza de que con un pincel, unos pigmentos y una superficie propicia, podía disfrutar del poder de crear vida, una vida inadvertida para mucha gente pero que él era capaz de ver y, poseyendo las armas con las cuales lo dotara el Maestro, de reflejar, con pasión, emoción y belleza. Lo que sí supo el joven en ese justo momento, aun cuando se arriesgaba a la reprimenda del pintor que en aquel taller siempre tenía la primera y la última palabra, fue que en ese instante él era un hombre pleno y feliz. Tanto como lo era cuando se acoplaba con Mariam, tanto como lo había sido el día en que su abuelo lo llevó a iniciarse en la sinagoga y lo besó en las mejillas luego de acomodarle la kipá y conducirlo para que se hiciese adulto, tanto como en los mejores momentos de su vida, porque estaba haciendo aquello para lo cual el Señor, ya no tenía dudas, lo había creado. Mientras daba forma a su rostro, buscándose a sí mismo a través de una mirada directa, limpia, había alcanzado la esquiva respuesta que cuatro años antes el Maestro le había exigido en ese mismo sitio y solo ahora brotaba, de forma arrolladora. Elías Ambrosius quería ser pintor para tener justamente aquel poder. El poder de crear, más hermoso e invencible que los poderes con los cuales unos hombres solían gobernar y, casi siempre, avasallar a otros hombres.
El verano de Ámsterdam es una fiesta de luz y calor, capaz de contagiar los ánimos de sus moradores, quienes, en pleno disfrute del estío, nunca logran olvidar del todo que se trata de una dicha pasajera, entre dos inviernos largos, nevados, azotados de ventiscas y lluvias demasiado frecuentes, empeñadas en calar de humedad hasta los tuétanos. La luz, siempre filtrada por los vapores de tanta agua, se torna densa, casi compacta, pero brilla durante muchas horas del día de ese territorio septentrional. Elías Ambrosius, también poseído por la euforia de la temporada, vivió aquellas jornadas en un arrebato de placer y satisfacciones, no demasiado amables para Mariam Roca, que debió asumir con estoicismo las ausencias físicas y mentales de su amado, quien, cuando al fin estaba a su lado, se perdía en divagaciones sobre la calidad de la luz o la rapidez de secado de ciertos pigmentos (veloz la tierra de Kasel, demorado el dúctil betún de Judea, caprichoso el amarillo de Nápoles) y sufría cambios repentinos en su estado de ánimo.
Cierto es que el Maestro había empezado el proceso de trabajo con uno de sus agrios desplantes habituales, más esperados y frecuentes cuando acababa de salir de una siesta o le dolían los dientes: le hizo cubrir con una capa gris el primer intento de Elías de declarar y practicar su independencia artística, pues la obra que estaba en su mente era la que él necesitaba y no la primera que se le ocurriese a un aprendiz. Él quería, necesitaba, buscaba expresiones muy convincentes del rostro de Elías-Cristo en las cuales se respirara humanidad, solo la humanidad de un hombre, a pesar de su estirpe y misión en la tierra, a pesar incluso de ser un resucitado en la tremenda coyuntura de estar otra vez entre los mortales y pecadores. Esa misma tarde, en su libreta de apuntes —junto a la carpeta de dibujos y su archivo de obras desde hacía unos meses escondida en la casa del Maestro—, Elías trató de reproducir las palabras del hombre, obsesionado y vehemente: «No puede ser el Cristo de Leonardo, humilde y desasido, demasiado santo, demasiado dios respecto a los discípulos…, aunque vamos a ponerle la camisola roja de La última cena. Tampoco el de la primera Cena de Emaús de Caravaggio: demasiado bello y teatral, casi femenino…, también con su camisa roja. Debe parecerse más a la segunda estampa de Caravaggio, más hombre, más humano, aunque resultó bastante dramático y perfecto, como no podía dejar de ser tratándose de Caravaggio. Mi Cristo tiene que ser un hombre que, delante de otros hombres, revela su esencia a través de un gesto que hacemos todos los días, pero que en Él se convirtió en el símbolo de la eucaristía. El pan será un pan de los más corrientes, y corriente el acto de partirlo en pedazos antes de iniciar la cena… Sin misticismo, sin teatralidad… Humanidad, eso es lo que quiero, humanidad», había recalcado, casi furibundo, y añadido: «Y tú tienes que entregarme ese rostro y nosotros conseguir plasmarlo del natural».
La idea del Maestro con las dos versiones era que Elías trabajase sobre la tabla, más dúctil con los pigmentos, y le ofreciera un rostro de Cristo con un leve perfil y la cabeza inclinada con suavidad, creando una línea de fuga que partiera de la barbilla, recorriera la nariz y, a través de la raya del cabello, alcanzara el ángulo superior derecho de la superficie. De este modo pretendía que se pudiera ver toda la mejilla cercana al espectador y el contorno completo de la interior, a la vez que marcaba una salida hacia lo infinito a partir de un gesto cotidiano. En aquella postura, la mirada, algo inclinada hacia abajo, debía expresar introspección. La luz tenía que ser uniforme, plena, y por eso había levantado las cortinas, buscando el paso libre de la densa luminosidad estival hacia el interior del estudio: su interés, en aquel momento, era el rostro y solo el rostro de un hombre. Y para que su propósito se concretara del mejor modo posible, el Maestro trazó sobre la tabla imprimada y vuelta a cubrir con el mismo gris mate la forma de la cabeza y la disposición de los hombros, hasta cuya altura llegaría el cabello. Mientras, su propio tronie de Elías-Cristo, que él ejecutaría sobre el lienzo, miraría casi al frente y, en el proceso de trabajo, decidiría el nivel de su mirada, aunque ya suponía que tendría una orientación diferente pero también debía estar dirigida hacia más allá de lo terrenal. Buscaría la mirada de alguien que, desde su humanidad, ya está viendo la gloria anunciada y que le fue sustraída por treinta y tres años durante los cuales tuvo que sufrir, como hombre, todos los dolores y frustraciones, incluidas la traición, la humillación y la muerte. «Como hombre…, el Hombre que en la cruz le había preguntado al Padre por qué le hacía pasar por aquellos trances.»
Elías, consciente de cuanto ponía en juego, se aplicó a la labor. Siguiendo las orientaciones del Maestro, terminó de delinear el rostro, el pelo y la curva descendente de los hombros, para dejar el sitio de las facciones como reserva. Trabajó entonces en lo que sería el fondo, rellenado con el rojo-naranja matizado con aportes de ocre que tanto lo había intrigado, pues el Maestro no solía utilizarlo para esas funciones. Elías descubrió al fin el propósito del pintor: restarle profundidad a la pieza, darle una iluminación propia sin que se trabajaran fuentes de luz y ayudar a resaltar lo que sería el rostro. Más que a recortarlo, asomarlo hacia el espectador.
Mientras el Maestro avanzaba en su experimento, reclamándole con frecuencia al modelo que lo mirase a los ojos, con la barbilla recta o elevada, Elías se arrastraba apenas en su creación. El pelo resultaría lo más fácil de fijar. De allí bajó al sector inferior donde iría el busto, cubierto con la camisola de un rojo terroso, marcada por unos pliegues de marrón profundo. «Ciérrale el cuello de la camisa», le dijo en algún momento el Maestro. «No desvíes el interés hacia otros sitios: el rostro es el objetivo.» «¿Puedo ver su pintura, Maestro?» «No, todavía no. Yo soy el que quiero ver la tuya terminada. Arriba.»
El día en que se empeñó al fin en la fijación del rostro que deseaba ver el Maestro, Elías comprendió cuánto había aprendido y cuánto le restaba por aprender. Debía conseguir la cara de un hombre iluminada por la luz interior de su condición divina. Trabajó la barba, delineó el mentón y se concentró en la boca, sobre cuyo labio superior se encontró con el desafío del bigote, ralo pero visible. Su propia nariz se le reveló entonces desconocida: como si viera por primera vez aquella protuberancia que lo había acompañado por siempre, muchas veces dibujada pero que de pronto se le declaraba tan ajena. Observó la nariz del Maestro, aporronada, cada vez más carnosa, y deseó tener una así. La que el espejo le entregaba resultaba demasiado anónima, vulgarmente perfecta, declaradamente judía. Con delicadeza y esmero llevó a la tabla la imagen entregada por el espejo y casi quedó satisfecho. La frente y el arco de los ojos, rematados con las cejas, le resultaron menos problemáticos, y los pudo resolver con unas pocas consultas al Maestro. Y asumió que había llegado el gran desafío, los ojos y la mirada.
Para ese momento el Maestro ya había terminado el grueso de su obra, a la que decidió dejar en reposo antes de darle los retoques finales, para los cuales ya no requeriría de Elías: solo de las exigencias de su arte, su visión interior del modelo y de su propia asimilación del Cristo perseguido a través del rostro vivo del joven. Elías pudo al fin ver el pequeño lienzo trabajado por el pintor y quedó deslumbrado: aquel rostro era el suyo, o no, en verdad resultaba ser más que el suyo, y, por esa razón, a la vez no lo era. La mirada inclinada hacia arriba lo ponía a escudriñar a ninguna parte, o tal vez a un sitio que para los demás hombres podía ser ninguna parte, y por tal razón ofrecía una poderosa sensación de trascendencia, de ruptura de los límites humanos, para asomarse a lo infinito y lo desconocido. Sin duda se trataba de él mismo, Elías Ambrosius Montalbo de Ávila, pero renacido, diríase que divinizado en vida, gracias al pincel del Maestro.
Avergonzado, observó su otro rostro, estampado en la madera pero ciego aún, y se dijo que jamás llegaría a los niveles celestiales por donde se movía la creación artística del Maestro. Aunque se reprochó de inmediato su exagerada vanidad: muy pocos hombres en el mundo habían tocado aquellas alturas y no por eso los contemporáneos del Veronese, Leonardo, Tiziano, Rafael, Tintoretto, Caravaggio, Rubens y Velázquez habían dejado de pintar, cada uno a su nivel, pero con esmero y belleza. Allí mismo, en Ámsterdam, cientos de hombres mojaban cada día sus pinceles, pensando o no en competir con el dramatismo y la fuerza de aquel genio o con la dulzura y delicadeza de Vermeer de Delft, con la exquisitez detallista de Frans Hals, pero entregados a sus obras.
«Te dejo para que nada te distraiga», le dijo el Maestro, una tarde de finales de agosto, mientras se despojaba de su delantal. «Vas bien. Ahora trabaja hasta que te rindas. Cuando no puedas más, gritas y te ayudo. Pero antes debo decirte dos cosas: primero, no quiero la mirada de un dios; segundo, estamos buscando lo que nadie ha encontrado: a Dios vivo… Y, por cierto, también quería decirte que ya eres pintor y estoy orgulloso de ti», y sin dar tiempo de reacción al joven, lanzó en un rincón el delantal y salió del estudio.
Cuando el Maestro se empeñó en dar los retoques finales a la tabla y al lienzo, estos alcanzaron su perfección pictórica definitiva y la calidez tangible de una inquietante cualidad terrena y a la vez trascendente. Los dos Cristos, diferentes aunque unidos por un patente aire de familia, rebosaban al fin la humanidad pretendida con el ejercicio de sacarlos de la realidad y dejarles esa condición carnal. En la fase final el pintor había insistido en su propósito de conferirles el equilibrio exacto, sólo por él conocido, que debían ofrecer sus miradas: el Cristo de Elías hacia dentro, en contemplación de su propio mundo insondable, y el suyo hacia fuera, procurándose una observación de lo infinito e inalcanzable. A Elías no lo tomó por sorpresa que, una vez terminadas las piezas, el Maestro decidiera no utilizar ninguna de las dos cabezas como referencia para la imagen del Cristo que, tras una mesa, partiría el pan ante los peregrinos de Emaús. «Tengo en mente algo diferente», dijo, como si fuese lo más normal. Pero, como alimento del inconmensurable júbilo en medio del cual vivía el joven, el Maestro tomó una decisión capaz de desbordar las expectativas de Elías: según la costumbre del taller, siempre que un trabajo de un discípulo lo merecía, firmaría como suyo el Cristo creado por Elías y en algún momento lo pondría a la venta. En cambio, al que él había dibujado sobre el lienzo solo le colocaría las iniciales de su nombre, y se lo obsequiaría al aprendiz, como recompensa por su esfuerzo en aquella búsqueda, pero, sobre todo, como reconocimiento por los logros que habían hecho del joven judío llegado a su casa cuatro años antes, apenas armado con su entusiasmo, un pintor capaz de salir al mercado con una obra calzada por la firma del Maestro.
Elías, sorprendido y conmovido por aquel reconocimiento y el gesto tan poco habitual del Maestro de obsequiar a un aprendiz una obra suya, esperó paciente hasta el fin de la jornada, dedicado a recoger y lavar pinceles, ubicar caballetes, hacer espacio para acomodar la tela que, al día siguiente, él mismo debía comenzar a imprimar en compañía del tudesco Christoph Paudiss, en aquellos momentos el más aventajado de los discípulos acogidos en el taller. Sería la tela en la cual el Maestro comenzaría a trabajar su nueva versión de Los peregrinos de Emaús, con la cual, por alguna razón no confesada, vivía tan obsesionado desde hacía varios meses (tanto como con la joven Hendrickje Stoffels, que día a día tomaba territorios en donde había imperado por años la señora Dircx).
Apenas el Maestro dio por terminada la labor de la jornada, Elías salió corriendo por la Jodenbreestraat, subió por la Sint Anthonis, pasó orgulloso frente a las casas donde habían vivido otros pintores (Pieter Lastman, Paulus Potter), más famosos, pero pintores como él, y el edificio donde residía el marchante Hendrick Uylenburg (en algún momento debería hablar con él), en busca de De Waag y, desde allí, la casa de Mariam Roca. En su mano, enrollada, cargaba la pequeña tela firmada con una R alargada y una V pequeñita, la tela que, luego de tantos desasosiegos, se convertía en el laurel de su éxito y, muy pronto, en fuente de infinitas desgracias.
Mientras caminaba con su prometida por la plazoleta de Spui, en busca de las orillas del Singel y el aire fresco que siempre corría sobre aquel canal, Elías le relató los últimos acontecimientos, tan trascendentes para él. Mariam, más preocupada que alegre, lo escuchaba en silencio, valorando tal vez las dimensiones de las responsabilidades y acciones en que se había enrolado el joven. Ya sentados sobre uno de los enormes troncos de madera que pronto serían trasladados hacia la plaza del Dam para su utilización en alguna de las obras que allí se ejecutaban a marchas forzadas, Elías Ambrosius, aprovechando la última luz de la tarde de agosto, no pudo resistir por más tiempo el empuje del orgullo y la vanidad y se atrevió a desplegar, en plena calle, la pequeña tela que era su mayor tesoro.
Cuando Mariam Roca vio el rostro de su amante calcado sobre el lienzo, tuvo un ligero sobresalto: aquella figura era su Elías Ambrosius pero también era, sin la menor duda, la estampa establecida por los cristianos del hombre al que consideraban el Mesías. «Es bellísimo, Elías», dijo ella. «Pero es una herejía», agregó, y le pidió que volviera a enrollarlo. «¿Qué vas a hacer con eso?» «Por ahora, guardarlo.» «Pues hazlo bien… ¿No te has excedido, Elías?» «Es un retrato, Mariam», dijo él, tratando de restarle importancia, y agregó: «Un retrato hecho por el Maestro, como los que tienen el jajám Ben Israel, o el doctor Bueno, tan amigo de tu padre». Ella movió la cabeza, negando algo. «Tú sabes que no. Esto es mucho más… ¿Y qué vas a hacer ahora?» Elías miró la apacible corriente de las aguas oscuras del canal, sobre las que caían los últimos destellos de la tarde de Ámsterdam, el buen lugar, el hogar de la libertad. «No lo sé. A partir de ahora no sé qué tiempo el Maestro me seguirá aceptando como discípulo… Pero no me imagino mi vida como un simple impresor, ni siquiera como un dueño de imprenta. Aunque me gane la vida moviendo las prensas y empaquetando volantes, ya no podré ser otra cosa que pintor.» «¿Y hasta cuándo, Elías? ¿O tú crees que tu secreto es invulnerable? ¿No sabes que la gente habla de ti por tu cercanía con el Maestro?» «¿Y no hablan de Ben Israel y de los otros judíos que son sus amigos y beben vino y fuman hojas de tabaco con él?» «Por supuesto que hablan…, pero otras cosas. Solo quiero decirte que te cuides. Tú me hablaste de una raya… Pero la dejaste atrás hace mucho tiempo… Ahora vamos, en casa me esperan para la cena.» Cuando Elías fue a tomarle la mano, Mariam se la retiró. En silencio regresaron a la morada de la joven y Elías Ambrosius comprendió hasta qué punto había transgredido la línea tras la cual lo habían confinado su religión y su tiempo.
Vestido con una túnica gris, el pelo caído sobre los hombros, Elías miraba trabajar al Maestro desde su posición, detrás de una mesa. Dos semanas habían dedicado el joven judío y el aprendiz alemán Paudiss al trabajo de imprimación del lienzo y, luego, al de rellenar los espacios previstos por el Maestro aplicando un ocre verdoso y un castaño que en el sector central se oscurecía hasta el negro, para después trabajar con un gris mate las columnas, los muros y el arco que ocuparían el fondo de la pieza, también trazados por el pintor. En la faena de los ayudantes había quedado intacto, como reserva, todo el centro y la parte inferior del espacio, en los cuales ahora el Maestro ya colocaba la figura del joven tras la mesa de la cena que reproduciría el episodio de Emaús.
Aunque la relación con Mariam había vuelto al estado de calidez habitual, en aquellas jornadas Elías Ambrosius había dedicado más tiempo que nunca en su vida a pensar no ya en el acto que deseaba realizar, sino en los modos de practicar su vocación y preservar el equilibrio, precario aunque amable, en que había transcurrido su vida, gracias al secreto en que había logrado conservar su osadía. Solo en esos días había tenido la verdadera noción de cómo una aventura que en sus orígenes mucho había tenido de capricho y curiosidad, de juego arriesgado y gusto inocente, había alcanzado con el tiempo una temperatura que se tornaba cada vez más peligrosa en medio de un ambiente definitivamente alterado por las siempre más alarmantes noticias de las andanzas por Palestina de Sabbatai Zeví, hereje para muchos, loco para otros, mesías para una cantidad creciente de esperanzados hebreos de todo el mundo, quienes hablaban de advenimientos, regresos a Tierra Santa y cercanos apocalipsis.
El consejo rabínico de Ámsterdam vivía en constante concilio y tensa división de opiniones. La exaltación de rabinos y líderes de la comunidad reflejaba el peligro en el cual Zeví y su exitosa campaña habían colocado el ventajoso estado de los acogidos en Ámsterdam. Como mil seiscientos años atrás, la llegada de un supuesto Mesías era vista con aprensión por todas las autoridades —judías, cristianas, calvinistas, mahometanas; reyes, príncipes, emires y sultanes—, pues los mensajes del predicador implicaban alteraciones del orden, ruptura de los estatus, revolución, caos. Los miembros del Mahamad resumían las dos tendencias que recorrían la comunidad: la que pedía cordura y la preservación del bienestar alcanzado, y la inclinada por abandonarlo todo para ponerse a las órdenes del Salvador. Quizás con la excepción del empecinado Ben Israel, quien proclamaba a los cuatro vientos la falacia de aquel poseído del demonio enviado para exterminar el judaísmo, todos albergaban el inquietante temor de la inescrutable posibilidad: ¿y si Zeví era en realidad el Ungido y ellos lo ignoraban como siglos atrás ignoraron al Nazareno? Aquella dramática tensión interna había explotado desde los cónclaves del consejo y tanto los defensores como los detractores de Sabbatai expresaban su frustración castigando a quienes se ponían a su alcance. Las nidoy y las jerem habían empezado a llover sobre Ámsterdam, repartiendo excomuniones, muertes civiles, castigos diversos y penitencias por cualquier acto desafiante de la ortodoxia. Los escritos del joven Baruch, el hijo de Miguel de Espinoza, eran desmenuzados por los sabios y ya se hablaba de una ejemplar condena del escritor hereje que se cuestionaba incluso los más sagrados principios de la fe judía y el origen divino del Libro. Y en medio de aquella explosión de rabia, intransigencia, miedo e inseguridad, la revelación de las acciones de Elías Ambrosius podía resultar un bocado demasiado fácil de devorar. Casi una tentación.
Perdido en aquellas cavilaciones el joven volvió a la realidad del taller cuando escuchó los golpes en la puerta. Su profundo conocimiento de las costumbres de la casa le advirtió que solo podía tratarse de alguna de las personas muy cercanas (o muy consentidas: el niño Titus, la diligente Hendrickje Stoffels) a las que el Maestro les había conferido el privilegio de poder interrumpirlo mientras trabajaba. Por eso no se sorprendió cuando la puerta se abrió y vio entrar, sombrero en una mano y garrafa de vino en la otra, espada al cinto, carpeta de papel bajo el brazo, al elegantísimo caballero Jan Six, uno de los escogidos. Pero sintió un vuelco en el corazón cuando, tras la figura del magistrado y poeta, se hizo visible la estampa que menos imaginaba encontrar en aquel sitio: la de Davide da Mantova.
La salida hacia su país del judío italiano había contribuido mucho a que Elías aliviara la fascinación que aquel hombre le había provocado. Convencido además de que un acercamiento al también llamado Salom Italia podía ser muy imprudente, rayano en la insolencia y, a la vez, poco provechoso dadas las convicciones que él ya poseía, había ido diluyendo los deseos de conocer las motivaciones del hombre. Y ahora, como una aparición del más allá, el pintor entraba en el recinto donde Elías posaba en el papel del Cristo de Emaús.
La segunda sensación que embargó al joven por la presencia de Salom Italia fue de ira y frustración, al ver cómo el Maestro, luego de saludar con el afecto de siempre a Jan Six, estrechaba la mano del otro, sonriente por tenerlo de nuevo en la ciudad, revelando la existencia de un conocimiento previo, quizás hasta estrecho. La tercera reacción fue toda una conmoción. «Davide», dijo el Maestro mientras terminaba de limpiarse las manos en el delantal, «quiero presentarte a tu compatriota y colega Elías Ambrosius Montalbo…, y ten cuidado, pues puede convertirse en tu competidor.»
Ni siquiera el halago recibido, el primer reconocimiento público a su trabajo, sirvió para calmar el ánimo de Elías. Aunque de inmediato comprendió que no había razones para preocuparse y muchas para obtener provechos de aquel encuentro. Si el Maestro conocía desde antes a Salom Italia (¿lo conocía cuando lo llevó a ver el rollo de Isaac Pinto, dos, tres años atrás?) y ni siquiera a él, envuelto en el mismo secreto, le había revelado la identidad del hombre, Elías podía tener la tranquilidad de que la suya estaba a buen resguardo en manos del Maestro: para todos seguiría siendo un sirviente, un judío más de los muchos con quienes se relacionaba el pintor.
Jan Six abrió la garrafa y Elías obedeció con diligencia la orden de su patrón de procurar cuatro copas limpias. «De las venecianas», añadió cuando Elías se retiraba. Pero solo cuando volvió al taller con los cuatro vasos de cristal labrado, comprendió que su permanencia en aquel sitio ya había sido decidida por el Maestro. Elías dispuso las copas en una mesa baja donde reposaba la garrafa (vino de la Toscana, de los mejores viñedos de Artimino, advirtió Davide da Mantova) y trató de pescar el hilo de la conversación, dedicada a los posibles temas de la ilustración que el Maestro le había prometido a su amigo Six para la edición de su drama Medea, ya listo para ser entregado a los impresores. Salom Italia, mundano, elegante, relajado, proponía ideas que podían fructificar en la obra solicitada y ofrecía traerle al Maestro una carpeta de grabados con recreaciones de estampas clásicas recién adquirida en Venecia.
De pie, Elías Ambrosius no podía separar la mirada del judío que parecía disfrutar con toda despreocupación de la charla y el vino. Como no podía dejar de suceder, en un momento la conversación derivó hacia la obra en proceso del Maestro, visible en el caballete, y el pintor le explicó al italiano cuáles eran sus propósitos con aquella revisitación a un tema sobre el cual otras veces había trabajado. «Pero ya que te he presentado a este colega tuyo», dijo entonces el Maestro, «quiero enseñarte lo que es capaz de hacer… No vayas a pensar que eres el único judío que puede hacerlo bien», siguió hablando mientras iba hasta el fondo del salón y, luego de retirar la tela manchada que la cubría, cargaba con la tabla pintada por Elías. El joven, que no podía evitar sobresaltarse con aquellas salidas para las cuales no se le pedía su parecer, esperó ansioso el juicio del otro pintor, aunque debió escuchar primero el de Six. «Tiene talento tu discípulo…», para volverse hacia el italiano y esperar su sentencia: «Talento y testículos», sentenció y, por primera vez, se dirigió a Elías. «Es una pieza hermosa, pero comprometedora.» «Tanto como un rollo ilustrado de la reina Ester», contraatacó Elías, con una osadía y velocidad que lo asombraron a sí mismo. El italiano sonrió. Jan Six asintió. El Maestro, contra su costumbre en tales trances, permaneció en silencio, al parecer dispuesto a disfrutar de la controversia israelita. «Hasta la herejía tiene grados, amigo mío», comenzó Salom Italia, «la mía es atrevida, la tuya es frontal: mucho podrás decir que se trata de tu autorretrato, pero nuestros suspicaces compatriotas dirían que has pintado un ídolo, el más prohibido de todos, el que se adora en todas las iglesias católicas.» «Y yo les preguntaría, de oír ese juicio, cuál de ellos vio a ese hereje, cuál de ellos puede asegurar cómo fue el falso mesías…, y si tenía algún parecido con ese rostro pintado en la tabla, pues se debe a que era judío, como yo», y volvió el rostro hacia el Maestro, antes de rematar, «y de que era judío nadie tiene dudas.» Salom Italia levantó la copa hacia Elías y este la chocó con toda la delicadeza que exigían aquellos costosos cristales venecianos (¿regalo de Davide da Mantova al Maestro?), y bebió. «No sé si sabes que hay varios conversos acá en Ámsterdam dedicados al arte», siguió Salom Italia, «y también algún otro judío, aunque parece que es tan infame como pintor que ni él mismo se toma en serio.» «Sé de los conversos, pero no de ese otro judío…, pero, aunque no sea bueno, para mí es importante que él pinte… y que usted también lo haga.» «Yo solo soy un aficionado… Y viendo tu trabajo, tengo que quitarme el sombrero… ¿Sabes cuántos pintores en esta ciudad darían una mano por que una obra suya merezca ser firmada por tu maestro…? Yo sería el primero… si quisiera ser pintor. Pero justo ahí radica tu mayor problema, amigo mío: si esto», y señaló la tabla con el rostro de Elías, «si esto no es solo uno de esos milagros que a veces ocurren y consigues pintar otras obras tan buenas, va a ser imposible que te mantengas a la sombra. Alguien te pondrá a la luz, o tu vanidad será más fuerte que tus miedos y te exhibirás tú mismo.» Elías miró al Maestro, buscando un asidero para calibrar aquellas palabras cargadas con el sabor inconfundible de una verdad. «Puede pintar muchas más», sentenció el Maestro, y Elías se sintió liberado, no supo en ese instante de qué, pero liberado. «¿Y no es posible ver algunas de esas piezas?», intervino Jan Six. «Ahora mismo no», respondió Elías, mientras lamentaba la decisión de haber devuelto a su casa sus cuadernos de dibujos, sus pequeños lienzos y sus libretas de apuntes, escondidos ahora en la torre con llave del escritorio heredado de su abuelo. «¿Y usted qué haría, señor Da Mantova?», siguió el Maestro, y Elías recuperó la atención en el diálogo. Observó que esta vez el italiano, hasta ese instante tan seguro de sí mismo y tan mordaz, no sonrió. Dejó su copa mediada del aristocrático vino de Artimino (de cuyas viñas, así lo había dicho en algún momento, se nutrían las mismísimas bodegas del pontífice de Roma) y al fin respondió: «Ojalá me acompañara un talento así, pero no lo tengo, y eso cambia mucho las perspectivas… Pero si el Bendito me hubiera bañado con esa luz, yo no renunciaría a ella. ¿Si no renuncio a una más pálida, creen que le cerraría las puertas a ese resplandor…? Amigo mío», dijo, enfocando la atención en Elías, «los hombres no van a perdonarte. Porque la historia nos enseña que los hombres disfrutan más castigando que aceptando, hiriendo que aliviando los dolores de los otros, acusando que comprendiendo…, y más si tienen algún poder. Pero Dios es otra cosa: él encarna la misericordia. Y tu problema, como el mío, es con Dios y no con los rabinos… Y Dios, recuérdalo, está también dentro de nosotros, sobre todo dentro de nosotros», enfatizó y siguió: «Por esa razón he venido a cerrar mis negocios en Ámsterdam y a llevarme a mi mujer conmigo. Porque tal vez el Mesías ha llegado. No estoy seguro, nadie puede estar seguro, a pesar de las muchas señales que lo confirman. Pero, ante la duda, voto por el Mesías, y voy a poner mi fortuna y mi inteligencia a su servicio. Si me equivoco y resulta un farsante, pues el Santísimo, bendito sea Él, ese que está dentro de mí, sabrá que lo hice con el corazón abierto, como Él nos pidió que recibiéramos a su Enviado. Y si es el verdadero Mesías, mi lugar tiene que estar a su lado. Creo que los hijos de Israel no podemos correr el riesgo de equivocarnos y rechazar al que puede ser nuestro salvador».
Con los días, la efervescencia crecía, amenazando con la explosión. Lo que naciera como una inquietud iba tomando proporciones alarmantes y en pocos meses la comunidad judía de Ámsterdam vivía como en pie de guerra. Varios de los más ricos miembros de la Naçao, encabezados por el acaudalado Abraham Pereira, habían decidido rematar sus negocios, como ya lo había hecho Davide da Mantova, para ir a peregrinar por los desiertos palestinos tras el presunto Mesías. Los más exaltados con el advenimiento dedicaban horas a rezar en la sinagoga, a purificarse con baños rituales, a someterse a largos ayunos no contemplados en los calendarios, y algunos de ellos incluso se entregaban a penitencias tales como tenderse desnudos en las nieves muy anticipadas de aquel año (otra señal del fin de los tiempos, decían) y, para el horror de hombres como Menasseh Ben Israel, hasta a autoflagelarse, en una desproporcionada exhibición de fe judaica.
También dentro de la casa de los Montalbo de Ávila se habían creado dos facciones en álgido litigio: de un lado el joven Amós, que se decía en trance de marchar a Palestina con el grupo de hebreos del Este, capitaneados por el rabino polaco Breslau, y andaba por la ciudad advirtiendo del cercano fin de los tiempos; del otro, Abraham Montalbo, el padre, quien recomendaba mesura, pues las informaciones que habían llegado y seguían llegando de las prédicas y acciones de Sabbatai Zeví, más que de un enviado del Santísimo llegado a la tierra, le parecían propias de un desequilibrado: desde las más previsibles, como afirmar que en uno de sus muchos diálogos con Yahvé, este lo había proclamado rey de los judíos y le había otorgado el poder para perdonar todos los pecados, hasta las más descabelladas, como la promesa de apoderarse de la corona turca luego de reunir las tribus o el propósito de desposarse, a orillas del río Sambayton, con Rebeca, la hija de Moisés muerta a los trece años de edad, a quien él había hecho resucitar. Elías, por su parte, se debatía en la duda, pero, al menos en su casa, trataba de mantenerse a cautelosa distancia de los debates, mientras echaba de menos la presencia del abuelo Benjamín, el más sólido equilibrio que había tenido la familia, y cuyos consejos bien razonados tanto habrían ayudado en aquella dramática coyuntura en que el destino de tantas almas podía estar en juego.
La tarde de noviembre en que abandonaba Ámsterdam el primer barco fletado por los judíos, cargado con más de cien de ellos con rumbo a los puertos palestinos, el joven Elías se había acercado al embarcadero en compañía de su antiguo jajám. Era notorio en la Naçao que Ben Israel, erigido como el más acalorado crítico de Zeví, en las últimas semanas mucho había avanzado en sus conversaciones con autoridades inglesas con las cuales muy pronto se proponía discutir en Londres la readmisión de judíos en la isla, ausentes de allí desde su remota expulsión, tres siglos y medio antes.
El puerto de Ámsterdam, siempre dominado por un ritmo furibundo, ese día otoñal parecía definitivamente enloquecido. Al tráfico ordinario de estibadores, marineros, mercaderes, prostitutas, funcionarios de aduanas, pordioseros, compradores y vendedores de letras de cambio, ladrones de carteras y traficantes de tabaco barato y especias falsas, se unía el gentío, más variopinto de lo habitual, de los judíos que partirían hacia Palestina (muchos de ellos vestidos como si ya se hallasen en tierras de Canaán), los porteadores de baúles, valijas y fardos que los acompañarían y los hombres, mujeres, ancianos y niños apresurados a despedirlos, más los curiosos de siempre, multiplicados por la notoriedad de un espectáculo del cual tanto se había hablado desde que se anunciara la venta de espacios en el bergantín genovés dispuesto a conducirlos hacia el autoproclamado Mesías.
El jajám Ben Israel y su antiguo discípulo, apostados sobre unas cargas recién llegadas de Indonesia, escucharon la campana que anunciaba la inminente partida del bergantín y observaron la aceleración de movimientos en aquel hormiguero humano. «Ni en mis peores pesadillas, y muchas han sido, hubiera podido soñar con algo así», dijo el profesor y añadió: «Tanto luchar por llegar a Ámsterdam y hacernos un espacio aquí, para que estos fanáticos lo echen todo por la borda. La necesidad de creer es una de las semillas de la desgracia. Y esta va a ser grande… Mira, ahí va Abraham Pereira con su familia. Por suerte su hermano Moshe todavía se queda y mantendrá abierta la academia… hasta tanto Abraham le confirme que debe partir». Elías observó la comitiva formada por la numerosa prole del rico comerciante, uno de los hombres que había gestado el milagro de la opulencia sefardí en Ámsterdam. «¿Y qué va a hacer usted si cierran la academia, jajám?» «No voy a esperar a que la cierren…, en dos semanas salgo para Londres. Esa es mi misión ante el Santísimo, bendito sea Él, y ante Israel: abrir la puerta por donde llegará el verdadero Mesías y no un farsante desbocado y hereje como este Zeví.»
Apenas repicó la campana con la señal de la partida, los dos hombres se alejaron del puerto y caminaron hacia la zona de De Waag, donde ocuparon una mesa en la taberna de Oudezijds Voorburgwal, el mismo sitio en que unos años antes Elías había visto al jajám reunirse con el Maestro y tenido la certeza de que Ben Israel podía ser su pasaporte hacia el taller del pintor. Parapetados tras sendas copas de grueso vidrio verde cargadas de un recio tinto portugués, Elías al fin tuvo ocasión de comentarle a su consejero las inquietudes que lo asediaban. La semana anterior, cuando el Maestro dio por terminado el trabajo de Los peregrinos de Emaús, el pintor había tocado un tema que venía preocupando a Elías Ambrosius: el de su permanencia en el taller. La situación económica del Maestro volvía a ser tensa, con deudas nunca cumplidas sobre el contrato de compra de la casa y con la perspectiva de tener que abonar una compensación a la señora Dircx, de cuyos servicios había decidido prescindir y que ya andaba por la ciudad acusando al Maestro de haber violado una promesa matrimonial. La fuente de ingresos seguros que significaban los discípulos no podía verse menguada por la favorecida presencia del joven judío, quien, además, ya era dueño de las herramientas necesarias para emprender su propio camino si, como le recomendara el pintor, obtenía la aprobación del gremio de San Lucas, indispensable para comercializar su trabajo. Elías entendía las razones del Maestro, pero el Maestro, en su desesperación y entusiasmo, parecía haber olvidado las del joven, imposibilitado de salir de su clandestinidad artística, y más en aquellos tiempos turbulentos dentro de la comunidad sefardí. «Ya tengo el grado de maestro impresor», siguió hablando Elías con su antiguo preceptor, «y aunque no gane mucho, puedo seguir trabajando con mi padre, o incluso buscar otro patrón. Con esos sueldos podría desposar a Mariam, de lo cual ya va siendo hora.» «Y que lo digas», reafirmó el jajám mientras reclamaba que le rellenaran la copa. «Pero, ¿esa es la vida que quiero?» «Imagino que no, a juzgar por la forma en que me lo preguntas, o te lo preguntas. Pero tu vida es tuya, como siempre te he dicho.» «Solo usted me puede ayudar, jajám. O al menos oír… Piense conmigo, por favor. A ver, piense si después de haber vivido cuatro años al lado del Maestro, de asistir tantas veces al milagro de verlo alcanzar una perfección casi divina, de oírlo hablar con usted, con Anslo, con Jan Six, con Pinto, con el marchante Hendrick Uylenburg, con el pintor Steen y el arquitecto Vingboons, muchos de los hombres más cultos e ingeniosos de esta ciudad; después de haber tenido el privilegio de aprender con discípulos que ya están haciendo carrera con mucho éxito; después de conocer los secretos de Rafael y Leonardo, los trucos del flamenco Rubens, las maneras en que Caravaggio expresa la grandeza; después de haber sufrido mi propia ignorancia, de haber vivido al borde de la indigencia para poder entregarle los florines que cada mes me reclamaba el Maestro, pero también de haber vivido la gracia y el privilegio de oírle hablar del arte, de la vida, de la libertad, del poder y del dinero, de haber sentido cómo mi mano y el pincel crecían en su entendimiento, de descubrir que todo está en los ojos, a veces más allá de los ojos, y ser capaz de colegir ese misterio que otros ni siquiera intuyen… Mi jajám, luego de haber entrado en el mundo fantástico de poder crear…, y después, usted sabe mucho de esto, después de haber vivido cargando un secreto y muchos miedos para llegar a trabajar un día al lado del Maestro y merecer el premio invaluable de que ese mismo Maestro me considerase un pintor… Después de todo eso, jajám, ¿voy a renunciar a esa experiencia maravillosa para envejecer detrás de unas prensas estampando volantes o recibos, como un hombre decente capaz de sostener una familia con su trabajo diario, pero huérfano del sueño de poder realizar la obra para la que, perdóneme, jajám, por mi segura vanidad, la obra para la que el Bendito me ha traído al mundo?»
El ex rabino bebió hasta el fondo su copa y dirigió la mirada hacia la calle, como si desde allí pudiera entrar, igual que el siempre esperado profeta Elías, la respuesta que con su exaltado discurso le exigía su antiguo y díscolo alumno. Los pensamientos, sin embargo, no parecían llegar de ningún lado, y el hombre extrajo la pipa de roble del Nuevo Mundo en la que gustaba quemar y absorber sus hojas de tabaco. Solo entonces se atrevió a intentar una respuesta. «Tú quieres que te diga lo que tú quieres oír, como se desprende de esa vehemencia… Por lo tanto, no es mucho lo que podré decirte, hijo mío… Solo recordarte que en toda la gama del proceder humano la máxima judía es practicar la continencia y la temperancia, más que la abstinencia. Y conseguir eso sería mucho para ti… Durante más de cuatro mil años los judíos hemos estado haciéndonos la misma pregunta que ahora te haces… ¿Para qué estamos sobre la tierra? Y nos hemos dado muchas respuestas. La idea de que somos seres hechos a la imagen y semejanza de Dios nos confirió el privilegio de convertirnos en individuos y nos llegó, gracias a Isaías y sobre todo a Ezequiel, la idea de que la responsabilidad individual es la esencia misma de nuestra religión, de nuestra relación con el Santísimo, bendito sea Él… Fue uno de nuestros antepasados quien escribió el libro de Job, un tratado trascendentalista acerca del mal, tan misterioso y visceral que ni los trágicos y filósofos griegos pudieron concebir algo que se le acercase siquiera… Job expresa otra variante de tu pregunta, mucho más dolorosa, más avasallante, cuando hace que un hombre de fe sólida sea quien interrogue al cielo pretendiendo saber por qué Dios es capaz de hacernos las cosas más terribles, Él, que es bondad…; y Job tuvo su respuesta: “Cuidado, el temor del Señor es sabiduría; y apartarse del mal es comprensión”. ¿Lo recuerdas?» El sabio colocó la pipa sobre la mesa y centró su mirada en los ojos del joven: «Toma ese versículo como respuesta. Ahí está todo: mantén tu sabiduría y siempre apártate del mal. Tu vida es tu vida…, y no vivirla es morir en vida, anticipar la muerte».
Siempre procurando el dudoso abrigo ofrecido por los aleros y las paredes de la caseta del guardaesclusa de la plazoleta de Sint Anthonisbreestraat, otra vez resistiendo con los pies hundidos en la nieve las navajas de aire húmedo que, siempre en busca del mar del Norte, corrían sobre el Zwanenburgwal y le cortaban la piel de las mejillas y los labios, soportando la invencible fetidez arrancada por la brisa a las aguas oscuras del canal, Elías Ambrosius pensaba en su futuro. Como cinco años atrás, sin dejar de contemplar un instante la casa que se alzaba al otro lado de la Jodenbreestraat, la Calle Ancha de los Judíos, su mirada estaba centrada en la puerta de madera coloreada de verde que tantas veces había atravesado desde el día en que había conseguido ablandar el corazón del Maestro y penetrar, por una mínima hendija, en aquel mundo capaz de cambiarle la vida.
Una sensación de satisfacción y de dolorosa nostalgia lo acompañaban en esta ocasión, pues por primera vez no cruzaría aquel umbral como pretendiente, como limpia suelos o ya como discípulo, sino como alguien cercano al Maestro. Como recordatorio de su antigua condición, en uno de sus bolsillos llevaba los tres florines y medio que desde el mes anterior le adeudaba al pintor, cantidad descomunal para su economía, pero que, a luz de lo alcanzado, le parecía ahora mezquina y ridícula.
Cuando al fin cruzó la calle, fue la inquieta Hendrickje Stoffels, dueña y señora de la casa y de las pasiones del Maestro, quien le abrió la puerta, con la sonrisa amable que siempre le dedicaba a Elías, habida cuenta la familiaridad del joven discípulo con el Maestro y con el niño Titus, al cual había visto crecer desde que diera sus primeros pasos. Ya en la cocina, mientras bebía una infusión hirviente, la costumbre obligó a Elías a mirar hacia el depósito de la turba y la leña y se ofreció para avisar al suministrador del Nieuwemarkt.
Autorizado por la mujer, Elías subió los tramos de escalera que conducían al estudio del Maestro, y observó con una melancolía capaz de imponerse a la familiaridad, los cuadros, bustos y objetos que se atesoraban en la morada. Como en los días en que andaba por aquella casa cargado con la escoba y el balde, Elías tocó la puerta del estudio con tres golpes, y escuchó la respuesta que se había hecho habitual: «Pasa, muchacho», dijo el Maestro, como cientos de veces había dicho en aquellos años de servicio, aprendizaje y cercanía.
El pintor estaba sentado frente a la tabla sobre la cual había comenzado a trabajar unas semanas atrás, y a su derecha descansaba la tela de Los peregrinos de Emaús, en espera de un secado que le permitiera realizar los retoques finales previos a la capa de barniz que esta vez había decidido aplicar. La nueva tabla, en cuya imprimación y preparación ya no había intervenido Elías, sería una recreación del baño de Susana en el instante en que la heroína bíblica se veía acosada por dos ancianos dispuestos a acusarla de adulterio si la joven no les concedía sus favores sexuales. Los personajes, todavía abocetados, formaban una cuña de luz caída desde el ángulo superior derecho hacia el borde inferior del espacio, cuyo centro sería la figura de Susana. El fondo, ya trabajado, ofrecía una oscuridad cavernosa donde el marrón profundo se abría con cautela hacia un gris verdoso que, en el extremo superior izquierdo, incorporaba un elemento arquitectónico macizo, cubierto con una cúpula, más fantasmagórica que real.
Elías le dio los buenos días y el Maestro musitó algo mientras agregaba algunas manchas más de un rojo que, supuso el joven, sería el traje vestido por Susana antes de desnudarse. «¿Piensas que Susana debe estar desnuda o la cubro con un paño?», preguntó el Maestro, aún sin volverse y luego de escupir hacia un rincón el caramelo de azúcar que tenía en la boca. Elías pensó un instante su respuesta. «Mejor cubrirla. Hay dos hombres en la escena», dijo, justo cuando el Maestro colocaba el pincel sobre la paleta y la acomodaba en la mesa auxiliar donde se alineaban los colores. «Tienes razón. Hendrickje piensa lo mismo… Pero siéntate, por Dios.»
Elías se acomodó en una de las banquetas sin atreverse a moverla de sitio. Sabía que aun cuando el Maestro le había franqueado la entrada al estudio, el tiempo que le dedicaría sería mínimo. «Vine a traerle el dinero que le debo, Maestro», dijo y comenzó a hurgar en el bolsillo. El pintor sonrió: «No busques más, no me debes nada… Considéralo el pago por el modelaje para Los peregrinos o un premio a la resistencia… por todo lo que me has tenido que soportar en estos años». «No diga eso, Maestro… Nunca podré pagarle…» «Está bien así», lo interrumpió el otro, «olvídate del maldito dinero.» «Gracias, Maestro.» «Muchacho, mi problema no se resuelve con tres florines. Por eso estoy pintando esta Susana, que ya tiene comprador, y he dejado ahí a Los peregrinos, que todavía no tiene pretendientes… Dos posibles clientes me han dicho que es un Mesías demasiado carnal. Católicos los dos, por supuesto.» «Entonces vieron lo que usted quería mostrarles.» «Sí, pero lo que no veo son los florines que debo pagar por la deuda de la casa. ¿Hasta cuándo voy a tener que trabajar con esta presión, por Dios? Suerte que Jan Six me ha prestado una cantidad que me da un respiro. Un adelanto por el aguafuerte con el que ilustrará la impresión de su Medea.» «Es una suerte tener amigos así.» «Sí, lo es… ¿Y por fin qué vas a hacer? ¿Te vas para Palestina con el Mesías, como Salom Italia?», preguntó con una sonrisa socarrona. «No, no me voy, pero, pienso y pienso y no sé qué hacer, Maestro.» El pintor, ahora serio, movió el cuerpo hasta quedar de frente a Elías. «¿Sabes algo? A veces pienso que nunca debí aceptarte en el taller. Tú eras demasiado joven para saber lo que hacías, pero yo sí tenía conciencia de los problemas que te traería. Tal vez por eso hice mucho para disuadirte, hacerte pensar en los riesgos a los que te estabas exponiendo… Pero tú lo soportaste todo, porque tienes una gran voluntad, como tu difunto abuelo Benjamín. Tanta que has aprendido a pintar como nunca me imaginé que fuera posible cuando vi tus primeros dibujos. Ahora no hay remedio: estás contagiado hasta el tuétano, y es una enfermedad que no tiene cura. O sí: pintar.» «Usted me cambió la vida, Maestro. Y no solo porque me enseñó a pintar. Mi abuelo, el jajám Ben Israel y usted han sido lo mejor que me ha sucedido, porque los tres, cada uno a su manera, me enseñaron que ser un hombre libre es más que vivir en un lugar donde se proclama la libertad. Me enseñaron que ser libre es una guerra donde se debe pelear todos los días, contra todos los poderes, contra todos los miedos. A eso me refería cuando le quería agradecer lo que ha hecho por mí en estos años.» El pintor, quizás sorprendido por el discurso del joven, lo escuchó en silencio, al parecer olvidado del trabajo en marcha. Pero Elías se puso de pie, y el otro hizo un gesto como si hubiera caído de regreso a la realidad. «Usted tiene trabajo, Maestro. ¿Sabe lo único que lamento? Que no sé si alguna vez volveré a trabajar con usted. El resto es ganancia. Adiós, un día de estos vendré a visitarlo y a ponerle hulla en las estufas.» Entonces el Maestro se incorporó de su banqueta y, con la mano derecha, palmeó dos veces la mejilla del joven. «Ve con Dios, muchacho. Que tengas suerte.»
La nieve, que desde el amanecer acechaba a la ciudad, había comenzado a caer cuando Elías salió a la Jodenbreestraat que, como otras veces, parecía una alfombra blanca tendida a sus pies. Avanzó por la Sint Anthonisbreestraat, cruzó ante la Zuiderkerk, con su batería de campanas en helado silencio, y se encaminó hacia la gran explanada de De Waag, donde los comerciantes más persistentes o desesperados resistían la lluvia de copos blancos tras los puestos de mercancías. La mente del joven, aliviada por la conversación sostenida con el Maestro, había hallado al fin algunas de las respuestas perseguidas con especial insistencia durante las últimas semanas aunque grabadas en su conciencia desde hacía varios años. Y las decisiones tomadas, tan esenciales para su vida, exigían de la comprensión o la negación de Mariam Roca, pues podrían afectarla, y mucho, si ella decidía continuar a su lado en medio de aquella guerra por la que seguiría blandiendo sus armas.
Frente a la puerta de su prometida, Elías se volvió a preguntar si era justo lo que se proponía. Cargar a otras personas con sus decisiones podía ser un acto de egoísmo. Pero ¿de qué se trataba el amor sino de entrega y comprensión, de compromiso y complicidad? En cualquier caso, la única alternativa era mostrar sus cartas y dejar que Mariam, libremente, todo lo libremente que resultara posible, hiciese su elección. Con aquel espíritu golpeó al fin la puerta con la aldaba de bronce. No tuvo que esperar demasiado para que la propia Mariam le abriese y Elías Ambrosius se encontrara con su rostro desencajado, pronto sabría que por el miedo, y con la noticia encargada de dar el giro capaz de torcer el destino del joven judío: «Por Dios, Elías, corre a tu casa… Tu hermano Amós encontró tus pinturas y te denunció como hereje ante el Mahamad».
Cuando algunos habían olvidado cómo era el miedo, con cuánta profundidad afectaba las esencias del hombre, el miedo regresó, como una avalancha gigantesca, dispuesta a cubrirlo todo. Habían sido muchos siglos de siempre tensa, pero posible concordia, y los hijos de Israel habían creído encontrar en Sefarad, conviviendo con los califas de al-Ándalus y los recios príncipes ibéricos, lo más cercano al paraíso que se podía aspirar en la tierra. Las ciudades y comunidades españolas se habían llenado de famosos médicos, filósofos, cabalistas, de prósperos orfebres, comerciantes y, por supuesto, de sabios rabinos. Pero con tanta notoriedad y éxito, al fin habían atraído la causa de su perdición: se habían enriquecido. Y para el poder nunca resulta suficiente el dinero que posee. Por eso, con la supremacía católica había regresado el miedo y, para hacerlo total e irreversible, la tortura y la muerte o un éxodo brumoso al cual solo podían salir con las ropas que llevaban puestas.
Desde varios años antes de que se aplicara la real y católica solución y se decretara su expulsión de Sefarad, los judíos habían vivido tiempos tensos, con más que justificado temor a los procesos de la Inquisición desatados en la España casi totalmente reconquistada para la fe católica. El abuelo Benjamín solía contarle a Elías que solo en los primeros ocho años de funcionamiento de aquel tribunal, más de setecientos judíos, incluidos sus dos abuelos cuando todavía no eran abuelos de nadie, habían sido condenados a morir en la hoguera (y siempre que oía hablar de ese tormento el joven recordaba las palabras del jajám Ben Israel, testigo de varios de aquellos espectáculos macabros durante los cuales —Elías no podía librarse de esa imagen— la sangre del condenado hervía durante varios minutos antes de que perdiese la conciencia y muriese asfixiado por el humo). También le contaba que, después de decretada la expulsión en 1492 («Y confiscados todos nuestro bienes», remachaba el anciano), muchos miles de conversos, reales y fingidos, habían recibido todo tipo de condenas. Cualquier acusación ante el Santo Oficio o del Santo Oficio era válida para que en una plaza pública se celebrara un auto de fe y se aplicara el castigo escogido. El cargo más frecuente solía ser, ni más ni menos, el de practicar en secreto el judaísmo, pero podía llegar al de haber sacrificado niños cristianos para determinados ritos ancestrales. A los condenados a la hoguera, si reconocían sus pecados y publicaban su arrepentimiento e inmediata adhesión a la fe de Jesús, los frailes católicos les concedían un generoso alivio: morir en el garrote en lugar de sufrir los tormentos de la pira. Con aquel horror, el miedo invencible había resucitado y se había prendido de la memoria de los sefardíes como aquel tufo que, según los sabios inquisidores, emanaba de los cuerpos de todos los judíos —olor que desaparecía con el acto del bautismo cristiano—. El miedo los había llevado a refugiarse en cualquier sitio de Europa, Asia y África donde se los admitiese y, aunque los confinaran en guetos, al menos no los amenazasen con prenderles fuego. Y el miedo los había hecho recalar en la Ámsterdam calvinista, donde resultó que no solo los acogieron, sino donde también se había producido el milagro de que los judíos pudiesen proclamar su fe sin temor a las represalias de los creyentes en el Cristo. Pero el miedo, en realidad, los había seguido. Transfigurado, transmutado, agazapado: aunque vivo y acechante.
Muy pronto los rabinos comenzaron a dedicar horas de sus plegarias del sábado, el día en que cada judío debía festejar la Libertad como bien y derecho de la criatura creada a imagen y semejanza del Señor, para advertir a la grey sobre los modos en que los fieles debían entender y practicar aquella libertad. Dispuestos a controlar los actos de libertinaje propiciadores de la herejía, incluso las acciones o simples pensamientos que iban más allá de la libertad concedida por la Ley y administrada por sus vigilantes, los rabinos y líderes de la comunidad, reunidos en el Mahamad, alentaban el miedo, seguían procesos y aplicaban condenas, desde las más leves nidoy hasta las temibles jerem. Como siempre había sido y sería en la historia humana, alguien decidía qué era la libertad y cuánto de ella les correspondía a los individuos a los que ese poder reprimía o cuidaba. Incluso en tierras de libertad.
Por decreto del consejo rabínico el proceso de muy posible excomunión de Elías Ambrosius Montalbo de Ávila había sido fijado para celebrarse el segundo miércoles de enero de 1648, en la sinagoga de los españoles, y el Mahamad instaba a asistir a sus sesiones a toda la comunidad judía de la ciudad de Ámsterdam.
Después de escuchar las palabras de Mariam, Elías Ambrosius había corrido hasta su casa para conocer lo sucedido. Al llegar, lo primero que vio fue el rostro descompuesto de su padre, en el que danzaban la ira, el miedo y la indignación. También la estampa de su madre, llorosa, recogida sobre sí misma como un animal atemorizado. Sin detenerse a pedir informes o dar explicaciones, el joven fue hasta el pequeño recinto donde siempre había estado el escritorio del abuelo Benjamín y observó la catástrofe: la cerradura, al ser violada a la fuerza, había desgarrado un pedazo de madera al precioso marco del mueble, del cual había sido sacado todo su contenido. En el suelo, algunos marcados por unas botas sucias, estaban los dibujos arrancados de las carpetas y las telas pintadas por él (¡el retrato de Mariam Roca!) y por otros discípulos, como su buen amigo el danés Keil. Antes incluso de comenzar a salvar lo salvable, Elías notó que había dos ausencias notables: sus cuadernos de apuntes y el lienzo sobre el que lo retratara el Maestro. Sin duda, aquellas habían sido consideradas las mayores pruebas en su contra.
Adolorido por la vergüenza a la cual sometería a sus padres, Elías Ambrosius había regresado al salón para enfrentarlos. La madre, los ojos hinchados por el llanto, bajó la cabeza al verlo entrar, y se mantuvo en silencio, como la buena esposa judía que siempre fuera. El padre, en cambio, se atrevió a preguntarle si tenía idea de lo que le esperaba. Elías asintió y le pidió que, por favor, le contara lo sucedido. Abraham Montalbo, luego de respirar varias veces, le resumió los actos: luego de violar el compartimento con llave del escritorio, Amós había salido corriendo de la casa para regresar, poco después, con los rabinos Breslau y Montera. El padre hizo una pausa: «Estuvieron dentro más de una hora, y, cuando salieron de ahí, me dijeron que tenía un hijo hereje de la peor especie. Llevaban unos cuadernos en las manos, y me enseñaron ese retrato tuyo donde te pareces a…». El hombre hizo otro silencio. «Te abrirán un proceso, Elías… Pero ¿cómo pudiste hacer lo que has hecho?» Elías pensó varias respuestas, sus respuestas, aunque de inmediato comprendió que ninguna sería buena para su progenitor. «No lo sé, padre. Pero si puede, perdóneme por lo que le estoy haciendo sufrir… Y si no es mucho pedir, déjeme permanecer en la casa unos días más hasta que encuentre alguna solución. Luego me marcharé», dijo Elías, y solo en ese momento Abraham Montalbo de Ávila pareció alcanzar la verdadera noción de lo que se avecinaba para él y su familia, que ya nunca volvería a ser la misma familia (un hijo hereje, otro delator, ¿y cuál había sido su propia culpa?), y también él comenzó a llorar.
Con el rollo de telas y cartulinas bajo el brazo, Elías Ambrosius había salido a la calle. Como en otras ocasiones en que había necesitado pensar, se dirigió a la zona del puerto. La noche prematura del invierno se acercaba a toda prisa y del mar se levantaba un brisote gélido. Buscando el magro resguardo de los almacenes regentados por la poderosa Compañía de las Indias Orientales, rectora del comercio con los puertos de aquellos remotos confines del mundo a los cuales alguna vez Elías había soñado viajar, estuvo varias horas barajando sus posibilidades. La ausencia de su antiguo profesor, el jajám Ben Israel, que días atrás había viajado hacia Inglaterra, lo dejaba sin la única persona cuyos consejos, en aquella encrucijada, podían aclararle la situación, y sin el único hombre en la comunidad sefardí que, tal vez, solo tal vez, se atrevería a vencer el miedo y levantar la voz en su defensa. Elías sabía que con toda seguridad lo esperaba un bullicioso proceso donde se le acusaría de idolatría, el más grave de los pecados, y al final se decidiría su excomunión y se le dictaría una jerem de por vida, similar a la aplicada a Uriel da Costa o la pendiente sobre la testa de Baruch, el hijo de Miguel de Espinoza… Aunque el retrato que le hiciera el Maestro fuese la prueba más retumbante, él tenía argumentos ya muy pensados para desmontar aquel cargo. Pero sus cuadernos de apuntes, donde por años había descubierto sus pensamientos, dudas, temores y decisiones, y relatado además sus experiencias en el taller, no le dejaría margen para la defensa: a los ojos de sus jueces, aquellos papeles eran la insuperable autoacusación de un hereje violador del segundo mandamiento de la Ley. Sus caminos estaban cerrados y poco podría hacer para abrirlos… Pero, había pensado entonces: incluso si convencía al Mahamad de que no había cometido un pecado imperdonable, ¿cómo sería su vida a partir de entonces? ¿Qué estaría dispuesto a hacer para vivir como un perdonado, pero dentro de la comunidad? ¿Renegaría cada día de lo que pensaba, de lo que creía justo, de lo que quería ser, por obtener un perdón siempre condicionado y puesto bajo custodia? ¿Valía la pena arrodillarse una vez, sumisión que en realidad equivaldría a arrodillarse para siempre, por seguir viviendo entre los suyos y en el sitio donde había nacido, donde reposaban sus muertos queridos y residían sus padres, sus amigos y maestros, la mujer a la que amaba? ¿De qué libertad disfrutaría como perdonado en las tierras de la libertad? Con aquellas preguntas su espíritu se encabritaba: si no había cometido ningún crimen condenable por su crueldad, si no era un idólatra sino un judío que había practicado su albedrío, ¿qué ser humano podía atribuirse el poder de sustraerle todo cuanto le pertenecía solo por haberse atrevido a pensar de manera diferente respecto a una Ley, incluso si esa ley había sido dictada por Dios? ¿Y si no pedía perdón? ¿Tendría el valor de vivir para siempre como un apestado para todos los de su mismo origen? Con algunas respuestas para sus preguntas regresó a la casa paterna y, contra lo previsible, apenas se tendió en su cama (la de Amós, como en los últimos meses, permanecía vacía, y ahora con más razón habida cuenta la repulsión que le provocaría la proximidad de un hereje), Elías Ambrosius Montalbo de Ávila cayó en manos del sueño. Ante lo inminente, por primera vez en muchos meses se sintió liberado del miedo.
A la mañana siguiente, otra vez cargado con sus dibujos y pinturas, el joven judío se dirigió al único sitio en que, pensaba, sería recibido y escuchado. Atravesó De Waag sin mirar a los comerciantes, ni siquiera a los vendedores de pinturas, dibujos y grabados que ocupaban el ángulo de la plaza donde nacía la Sint Anthonisbreestraat, por la cual avanzó, como cientos de veces en aquellos años, hacia la casa de la puerta verde, marcada con el número 4 de la Calle Ancha de los Judíos.
Hendrickje Stoffels le abrió. La muchacha lo miró a los ojos y, sin que Elías tuviera tiempo de reaccionar, le acarició una mejilla con la mano y luego le dijo que el Maestro lo estaba esperando. Elías Ambrosius, conmovido con el gesto de solidaridad de Hendrickje, subió las escaleras, llamó a la puerta del estudio y esperó hasta escuchar la voz del pintor: «Entra, muchacho». Elías lo encontró de pie, ante el lienzo donde recogía la historia de Susana, mientras se limpiaba las manos en el delantal manchado. «Anoche vino a verme Isaac Pinto. Ya sé que te van a procesar», dijo el hombre y le indicó una banqueta mientras él se acomodaba en otra. «¿Qué vas a hacer?» «Todavía no lo sé, Maestro. Creo que irme de la ciudad.» «¿Irte? ¿Adónde?», preguntó el pintor, como si una decisión de ese tipo fuese inconcebible. «No lo sé. Ni sé cómo. A lo mejor debería irme a Palestina, con Zeví. Quizás Salom Italia tiene razón y vale la pena averiguar si es o no el Mesías.» El Maestro negaba con la cabeza, como si no pudiera admitir algo. «No debí aceptarte en el taller. Me siento culpable.» «No lo haga, Maestro. Fue mi decisión y yo sabía cuáles podían ser las consecuencias.» «¿Y cuándo regresa ese inútil de Ben Israel? ¡Hay que hacer algo!», gritó el hombre. «Por eso mismo vine, Maestro, porque me atreveré a pedirle que haga algo: por favor, recupere mi retrato. Los rabinos se lo llevaron. Pero si usted lo reclama tendrán que devolvérselo. Ellos son capaces de destruirlo.» El hombre había comenzado a quitarse el delantal. «¿Quién se lo llevó? ¿Dónde lo tienen?» «Se lo llevaron Montera y Breslau, lo tienen en la sinagoga.» «Voy a buscar a Jan Six, tiene que acompañarme.» «Maestro», Elías dudó, pero pensó que no había nada que perder, «también se llevaron mis cuadernos. Son como sus tafelet. Por favor, vea…», agregó cuando el pintor, ya cubierto con el sombrero, le gritaba a Hendrickje Stoffels que le buscara sus abrigos y sus botas mientras salía a la calle.
Con toda delicadeza Elías acarició la superficie de la tela recuperada de las fauces de la intolerancia, y recibió en la palma de la mano el amable contacto rugoso del óleo aplicado por el arte del Maestro. Observó su rostro estampado en el lienzo, la mirada un poco por encima de su propia mirada. La belleza que lo penetró lo convenció de que había valido la pena. Con cuatro clavos pequeños fijó el lienzo en la pared de la buhardilla donde se había instalado, la misma en donde por tres años viviera el danés Keil, cuyo alquiler ahora había sido pagado por Jan Six a instancias del Maestro.
Dos días antes había abandonado la casa de sus padres. Mientras recogía sus más valiosas pertenencias —dos mudas de ropa, algunas piezas de cama y baño y los libros que pertenecieran a su abuelo Benjamín—, había tenido una conversación con su padre, durante la cual, más sosegados ambos, le había explicado los orígenes y motivos de su supuesta herejía. Entonces el padre le había pedido que permaneciera en la casa, pero Elías no deseaba someterlos a la realidad que él mismo estaba viviendo: la de ser un marginado. Aun cuando faltaban varios días para que se celebrara el proceso al cual sería llevado, la mayoría de los judíos de la ciudad, al tanto de lo ocurrido, ya lo daban por convicto y se anticipaban a condenarlo al ostracismo, la distancia y el desprecio. A Elías no le sorprendió encontrar que las puertas de la casa del doctor Roca estaban cerradas para él y que la propia Mariam, conocedora de todos sus secretos y hasta partícipe de ellos, se negara a hablar con él, temerosa tal vez de su propia implicación en la herejía, una participación que de algún modo o por alguna razón había quedado sin ser ventilada (¿acaso Amós y los rabinos no habían identificado a Mariam Roca como la muchacha por él retratada en un pequeño lienzo?; ¿tan malo era Elías como retratista?; ¿o la mano poderosa del doctor Bueno había intercedido para impedir que mezclaran en el caso a la hija de su colega y ayudante?). Abraham Montalbo no había insistido para que su hijo cambiase de opinión, pero antes de que el joven partiera le regaló una preciosa certeza: «En estos días me he alegrado de que tu abuelo esté muerto. El viejo habría sido capaz de matar a Amós. Siempre fue un luchador, un hombre piadoso, y lo que más admiraba era la fidelidad y la razón». «Sí», dijo Elías, «y lo que más odiaba era la sumisión.»
En aquellos días, fiesta cristiana por la Navidad y de regocijo judío con la celebración de las ocho jornadas de Janucá, mientras caminaba sin alegría y sin rumbo por la ciudad, matando horas y desasosiego, Elías Ambrosius había adquirido la sensación de estar confinado en un sitio extraño. Los muchos lugares de Ámsterdam cargados para él de significados, evocaciones, complicidades, ahora le resultaban lejanos, como si le lanzasen arengas de guerra en un idioma desconocido. Pero la certidumbre de aquella lejanía se multiplicaba cuando se cruzaba con alguno de los judíos que lo conocían y estos pasaban de largo como si el joven hubiera perdido su corporeidad. Elías sabía que muchos reaccionaban de tal modo por convicción, pero otros respondían de esa manera bajo la presión mezquina del miedo. En aquel ambiente hostil y cargado de malos humores, todo aquello que por veintiún años le había pertenecido comenzaba a alejarse de él, hasta convertirse en un aborto doloroso que lo expulsaba de su seno. Comprendió entonces en su justa dimensión lo que había sufrido Uriel da Costa cuando fue anatemizado y convertido en un muerto civil por sus hermanos de raza, cultura y religión. Aquel estado de invisibilidad al cual lo habían arrojado, la condición de no ser, de haberse esfumado para quienes antes lo querían, lo distinguían, lo admitían, resultaba la más dolorosa de las condenas a las que podía ser sometido un hombre. Ahora entendía incluso por qué Uriel da Costa había terminado doblegado y había pedido perdón, solo para quitarse la vida unas semanas después: por miedo y por vergüenza, consecutivamente. Pero él, como lo estaba haciendo Baruch Spinoza, no se suicidaría ni admitiría culpa alguna ni les daría el gusto de verlo sufrir por más que en realidad sufriera, pues la ganancia de libertad que significaba vivir sin miedo lo compensaba todo. Él no se sometería, no se humillaría.
La decisión al principio difusa de marcharse de Ámsterdam se fue haciendo firme en su mente y ahora solo le faltaba hallar el modo de concretar el camino por donde partiría, hacia cualquier sitio. Porque había varias cosas con las cuales Elías Ambrosius Montalbo de Ávila había nacido, crecido, vivido y a las que no renunciaría, por mucho que lo presionaran los poderosos líderes de la comunidad. La primera de ellas era su dignidad; luego, su decisión de pintar lo que sus ojos y su sensibilidad le reclamaban pintar; y, sobre todo, porque implicaba por igual a su dignidad y su vocación, no entregaría su libertad, la condición más alta que le había concedido el Creador y la divisa más valiosa con que lo había premiado su abuelo cuando aún estaba muy lejos de ser su abuelo, o el abuelo de su hermano Amós. Aquella gloriosa posibilidad de practicar su libertad que Benjamín Montalbo le había alimentado durante los veinte años en que compartieron una parte de sus respectivas estancias en la tierra.
Los días transcurrían, nublados y ventosos aunque sin nieve, acercando la fecha de la celebración del proceso, y Elías había descubierto que su decisión de irse a cualquier parte, lejos de Ámsterdam, podía ser mucho más ardua de lo imaginado. La mayor dificultad, comprobaría con dolor, provenía de su complicada situación de judío en vías de excomunión, pues unas puertas se las cerraban los que despreciaban su condición de hebreo y las otras se las clausuraban los hebreos mismos.
Entre los destinos barajados, Jerusalén se fue convirtiendo en una posibilidad que no dejaba de tentarlo. Aunque seguía albergando muchísimas dudas sobre la cualidad mesiánica de Sabbatai Zeví, tal vez impulsado por la misma coyuntura que Elías vivía con relación a su comunidad, por momentos le parecía hasta apropiado el acto de sumarse a una peregrinación mesiánica, poner su fe y su voluntad en un presunto Ungido, hacerse militante de la última esperanza… o perderse con ella. Sin embargo, aunque para los primeros días del año nuevo cristiano estaba anunciada la salida de un segundo barco fletado por los miembros de la Naçao con rumbo a la tierra de Israel, la simple posibilidad de abordarlo, incluso si hubiese tenido los dineros necesarios para el pasaje y los gastos del trayecto, resultaba impensable: aquellos enfebrecidos miembros de la comunidad no lo admitirían a bordo.
El otro rumbo capaz de seducirlo era el que conducía a alguna de las animadas ciudades del norte de Italia, donde quizás pudiera vivir al margen de la comunidad e, incluso, como en su momento hiciera Davide da Mantova, dedicarse con mayor libertad a ejercitar su pasión por la pintura. Pero en realidad el joven había tanteado todas las alternativas, incluida la de enrolarse como marinero en cualquiera de los navíos mercantes que a diario partían hacia las Indias Occidentales y Orientales, aunque un mercado abarrotado de hombres con experiencia y dispuestos a zarpar provocaría el inmediato rechazo de armadores y capitanes hacia un joven sin la menor pericia para las faenas en el mar. Por su parte, los más breves trayectos a España, Portugal e Inglaterra, tan transitados en aquellos tiempos, quedaban fuera de las posibilidades de un judío común y corriente, a menos que antes de intentarlo trocase su condición con un certificado de bautismo católico, algo que estaba fuera de sus intenciones. Las travesías por tierra, mientras tanto, resultaban impracticables en un momento en el cual las fronteras del país vivían en máxima alarma: la inminente concreción del esperado convenio de paz con España, que tal vez se firmaría en alguna ciudad alemana, había convertido los caminos en campamentos militares cargados de tensión y nerviosismo, y a todas luces resultaba menos drástico ser considerado un hereje por los judíos de Ámsterdam que un traidor o un espía por aquellas tropas exasperadas, muchas veces ebrias de los más feroces alcoholes potenciados por las respectivas resacas de la certidumbre en la victoria, de unos, y la indignación por la derrota, de los otros.
La nieve, como no podía dejar de ocurrir, había regresado para la Navidad cristiana. El ambiente festivo de las celebraciones, multiplicado por los anuncios del fin de un siglo de guerras contra España, se había adueñado de la ciudad, y sus moradores ponían en peligro las existencias de vino, cerveza y de las calientes bebidas destiladas en las refinerías de azúcar. La soledad de Elías Ambrosius, en cambio, se hizo más compacta en las prolongadas estancias en la buhardilla que se le antojaba una celda y donde ni siquiera contaba con un januquiá donde colocar ocho velas y disfrutar la celebración de uno de los grandes hitos de la historia de un pueblo que, como tanto insistía en sus lecciones el jajám Ben Israel (evocando al guerrero David, al invencible Josué, a los belicosos asmoneos), alguna vez había sido combativo y rebelde, más que contaminado por el miedo y adicto a la sumisión.
Tres días antes de la fecha en que se cerraba el año para los calendarios cristianos, unos toques en la puerta alarmaron al joven. Como una esperanza a la cual no había podido renunciar, soñaba con que, en cualquier momento, apareciese ante él su amada Mariam Roca. Bien sabía Elías de las habilidades de la muchacha para escurrirse, tantas veces puestas en práctica durante los muchos encuentros clandestinos que sostuvieran en sus años de relación amorosa y carnal. Sabía, además —o al menos creía saber—, que Mariam nunca estaría entre los que lo condenarían por sus acciones, él bien conocía el modo de pensar de la joven, pero a la vez cada día iba adquiriendo, a través de las actitudes de la muchacha, una mejor noción de cuánto puede paralizar el miedo. Tocado por la ilusión de ver a la amada, abrió la puerta para comprobar que no se trataba de Mariam: frente a él estaba la nariz de porrón, los ojos de águila y los dientes cariados del Maestro. Y de inmediato tuvo una certeza: al fin alguna puerta se había abierto.
El Maestro traía en las manos una botella de vino y en el cuerpo otras varias más. Tal vez por eso su saludo resultó tan efusivo: un abrazo, dos besos en las mejillas y una felicitación navideña de las que se suelen cruzar entre sí los creyentes en Cristo. Pero ni aun así flaqueó en Elías la certeza de que el hombre traía una solución.
Con dos vasos servidos del vino áspero y oscuro que se podía pagar el Maestro, se sentaron a conversar. El recién llegado, en efecto, le traía una buena noticia: su amigo Jan Six contrataría a Elías para que fuese hasta uno de los puertos del norte de Polonia en un mercante ya conveniado. Allí debería cerrar la compra de un gran cargamento del trigo que, desde hacía décadas, los holandeses importaban de aquellas regiones. Como para hacer el trato habría que presentar unas letras de cambio por unos miles de florines, Six y sus socios preferían depositar aquella fortuna en las manos del joven judío antes que en las del capitán del mercante, de cuya honestidad habían empezado a albergar serias dudas. Una vez realizado el trato con los agentes holandeses asentados en aquel puerto y con los proveedores polacos, Elías le entregaría los papeles de la compra ya cerrada y las guías de los embarques al capitán y entonces podría hacer lo que desease, lo mismo quedarse en Polonia, Alemania u otro sitio del norte o regresar a Ámsterdam, donde quizás las cosas se habrían calmado.
Mientras escuchaba los detalles de aquella encomienda capaz de abrirle una inesperada y extraña ruta de salida, el joven fue sintiendo una imprevista desazón ante la evidencia de que sí, que abandonaría, quizás para siempre, su ciudad y su mundo. Y comprendió que, en lugar de un escape, su partida sería una autoexpulsión. No obstante, bien sabía que aquella era su única alternativa viable y le agradeció al Maestro su interés y ayuda.
«Nunca me agradezcas nada», dijo entonces el pintor y abandonó su vaso de vino en el suelo. Solo en ese instante Elías advirtió que el hombre no había probado la bebida. «Lo que ha pasado contigo nada más se puede ver como una derrota… Y lo peor es que no se puede culpar a nadie. Ni a ti por haberte atrevido a desafiar ciertas leyes, ni a tu hermano Amós y los rabinos por querer juzgarte y condenarte: cada uno está haciendo lo que cree que debe hacer, y tienen muchos argumentos para fundamentar sus decisiones. Y eso es lo peor: que algo horrible parezca normal para algunos… Lo que más me entristece es comprobar que deben ocurrir historias como la tuya, o producirse renuncias lamentables como la de Salom Italia, para que los hombres por fin aprendamos cómo la fe en un Dios, en un príncipe, en un país, la obediencia a mandatos supuestamente creados para nuestro bien, pueden convertirse en una cárcel para la sustancia que nos distingue: nuestra voluntad y nuestra inteligencia de seres humanos. Es un revés de la libertad y…», cortó su frase porque con la vehemencia que lo había ido dominando uno de sus pies golpeó el vaso y derramó el vino en el suelo entablado. «No se preocupe, Maestro», dijo Elías y se agachó a levantar el vaso. «No, no me preocupo por tan poco, claro que no… ¿Qué mierda puede importarnos ahora un poco de vino perdido y otro poco de mugre ganada…? No sabes cómo me gustaría que estuviera aquí nuestro amigo Ben Israel para que tratara de explicarme, él, tan docto en las cosas sagradas, cómo Dios puede entender y explicar lo que te está pasando. Seguro que hablaría de Job y los misteriosos designios, nos diría que las leyes están escritas en nuestro cuerpo y nos demostraría la perfección del Creador diciéndonos que si en la Torá existen doscientas cuarenta y ocho prescripciones positivas y trescientas sesenta y cinco negativas, que suman seiscientas trece, es porque los hombres tenemos doscientos cuarenta y ocho segmentos y trescientos sesenta y cinco tendones, y la suma de todos ellos, que vuelve a dar seiscientos trece, es la cifra que simboliza las partes del universo… Lo dejaría terminar y entonces le preguntaría: Menasseh, en todas esas cuentas de mierda, ¿dónde dejas al individuo dueño de esos huesos y tendones, el hombre concreto del que tanto te gusta hablar?» El Maestro volteó las palmas de sus manos hacia arriba, para mostrar el vacío. Pero Elías no vio el vacío: por el contrario, allí estaba, sobre aquellas manos, la plenitud. Porque aquellas eran las manos de un hombre que se había cansado de crear belleza, incluso a partir de la constatación de la miseria, la vejez, el dolor y la fealdad, las manos a través de las cuales tantas veces se había manifestado y concretado lo sagrado. Las manos de un hombre que había luchado contra todos los poderes para tallar la coraza de su libertad… «¿Y cuándo parte el barco de Six?», fue, sin embargo, lo que Elías necesitó preguntar. El Maestro, sorprendido, debió pensar antes de responder. «El cuatro de enero, en una semana, creo… Six te explicará todo… Espero que te pague bien.» «Cuanto antes zarpe, mejor…», dijo Elías mientras el Maestro se ponía de pie, trastabillaba y le entregaba una sonrisa manchada como despedida: «No hay nada más que decir», musitó, «una derrota, otra derrota», dijo y abandonó la buhardilla. Y esta vez sí se creó el vacío. Elías Ambrosius sintió que acababa de abandonarlo una parte de su alma. Quizás la mejor.
Después de pensarlo mucho, decidió que iría a despedirse de sus padres. Al fin y al cabo no se merecían un castigo más. Pero lo pospuso hasta el día antes de la partida, cuando ya tuvo en sus manos todas las encomiendas de Jan Six, los documentos para el negocio y los dineros de su propia paga, retribuida con exceso de generosidad, con seguridad por presiones del Maestro.
Cuando salió de la casa paterna, después de volver a colocar en el viejo escritorio casi todos los libros que habían pertenecido al abuelo Benjamín —decidió llevarse consigo solo un tomo de Maimónides, su ejemplar de De Termino Vitae, obra de su jajám, y el de la extraña aventura del hidalgo castellano que enloquece por leer novelas y se cree un caballero andante—, pasó por la buhardilla y recogió sus dibujos y pinturas y los que le habían obsequiado sus colegas, dispuestos todos en un álbum encuadernado por él mismo. Fuera del cuaderno apenas dejó la tela en la cual el Maestro lo había retratado, el último y mejor retrato que él mismo le hiciera a Mariam y un dibujo de su abuelo trazado con una aguada gris, además del pequeño paisaje que le había regalado su buen amigo y confidente, el rubio Keil: aquellas cuatro piezas eran demasiado significativas para dejarlas atrás y las enrolló y acomodó dentro de una pequeña arca de madera que para tal función había comprado en el mercado. Con el resto de las obras, incluidos varios retratos al óleo de Mariam, dispuestas todas en el álbum, fue otra vez hacia la casa número 4 de la Calle Ancha de los Judíos y tocó la puerta de madera pintada de verde, convencido de que lo hacía por última vez en su vida. Cuando Hendrickje Stoffels le abrió, Elías le pidió ver al Maestro: quería hacerle un regalo de año nuevo, como prueba de su infinita gratitud. Hendrickje Stoffels sonrió y le dijo que volviese más tarde: el Maestro dormía la primera borrachera del año del Señor de 1648. Elías sonrió: «No importa», dijo y le alargó el cuaderno, «entrégale esto cuando dé en sí. Explícale que es un regalo…, que haga con esto lo que mejor le parezca. Y dile que le deseo a él, a ti y a Titus que el Santísimo, bendito sea Él, les dé mucha salud, por muchos años». Hendrickje Stoffels volvió a sonreír mientras colocaba contra su seno la carpeta que le entregara el joven y preguntó: «¿Cuál Dios, Elías?». «Cualquiera… Todos», dijo, luego de pensarlo un breve instante, y agregó: «Con tu permiso», y acarició con la palma de su mano la mejilla rubicunda y tersa de la muchacha que tantas veces había dibujado su Maestro. Elías Ambrosius bajó los escalones hacia la calle, impoluta y brillante como una alfombra tendida por la nieve recién caída. Volvía a ser un hombre que lloraba.