EL tiempo corría y, contra lo imaginado o previsto, Elías Ambrosius estaba muy lejos de sentirse feliz. A veces la sensación de desdicha lo rozaba de manera sibilina, como un ramalazo de mala conciencia, y el joven volvía a preguntarse: ¿vale la pena? Otras, lo hacía con encono, obligándolo a echar cuentas en términos prácticos: dinero, tiempo, resultados, satisfacciones, riesgos, miedos acumulados, contaba con los dedos, aunque muchas veces trataba de excluir el dinero, para que nadie, ni él mismo, pudiera acusarlo de estar reaccionando desde una perspectiva demasiado judía, aunque, comprobado estaba, en Ámsterdam no solo los judíos vivían obsesionados con el dinero. Muy bien lo había dicho un escritor francés acogido en aquella ciudad, un tal René Descartes, también considerado un hereje por los de su fe, a quien se atribuía la frase de que, excepto él, todos en la urbe se dedicaban solo a hacer dinero…
Algunos días calamitosos, plenos de esa tristeza, mientras sumaba sus dudas y convencimientos, el joven incluso llegaba a tomar la decisión: por muy Maestro que fuera el Maestro, por más reclamado que hubiera sido unos años antes, y a pesar de que él, Elías Ambrosius, lo creyera el pintor más grande de la ciudad y hasta del mundo conocido, dos años lustrando suelos, recogiendo mierdas y cargando turba, recibiendo más órdenes y regaños de la malencarada señora Dircx que consejos del Maestro (con el nada despreciable desembolso de treinta florines, pues sí, resultaba pertinente incluir el dinero, reclamado con firmeza cuando se retrasaba en un pago), a cambio de unas pocas conversaciones que cuando estaba de buen ánimo el pintor le podía regalar a cualquier visitante o comprador, sumaban razones sobradas para considerar la posibilidad de terminar con aquella aventura peligrosa.
Elías Ambrosius no podía negar que la cercanía del Maestro y su ambiente, aquel mundo donde todo se pensaba y expresaba, con recurrencia casi enfermiza, en términos de pintura (técnica, física, filosófica y hasta económicamente), ya habían hecho de él otro hombre y, aunque fuera para vivir revolcado en su desdicha, nunca volvería a ser el que antes había sido: conocía la grandeza, había recibido la luz y el calor de un genio y, sobre todo, había aprendido que grandeza y genio, cuando se mezclan con la propensión al desafío y la voluntad de ejercitar la libertad de criterios, pueden (¿o suelen?, dudaba) conducir al desastre y la frustración.
Pero ¿de qué le servía ese conocimiento? El joven judío meditaba en su situación y sopesaba su drástica providencia con más determinación aquellas noches en que, ante un pedazo de tela o de papel manchado con torpeza, se convencía de que, por más esfuerzos dedicados a absorber cuanto veía o escuchaba, y a pesar de su entusiasmo y tesón, aún faltaba entre su cerebro y aquella superficie retadora algo de indudable emanación de la gracia divina que él, le parecía evidente, jamás poseería: un verdadero talento. Y si toda su vida iba a ser un mediocre, no valían la pena los gastos, las humillaciones y el peso de un secreto que no podía confiar ni a sus mejores amigos. Para un pintor mediocre, se decía, ya eran suficientes los desplantes y miedos por él acumulados.
Aquella tarde fría en que su vida sufriría una imprevisible y alentadora sacudida, la recurrente idea de la renuncia lo había acompañado como un perro pertinaz mientras, hundiendo los pasos en la nieve recién caída, se dirigía a la casa del Maestro. Pero una excitación imprecisa, tan intangible como una premonición, le impedía dar el paso que, como otros dados en su corta vida, sabía que tendría un carácter definitivo.
La nueva criada de la casa, la joven Emely Kerk, fue quien le abrió la puerta y Elías Ambrosius se acercó a la estufa del salón contiguo para tratar de sacarse el frío acumulado en la caminata. De manera casi automática pensó, viendo el crepitar del fuego y el depósito metálico de la turba casi vacío, que esa tarde le ordenarían ir hasta el Nieuwemarkt a avisar al proveedor de que se le requería en el número 4 de la Jodenbreestraat. Elías Ambrosius se disponía ya a bajar a la cocina para cambiar la ropa de abrigo por la vieja camisola de faena y cargar con sus armas de todos los días, el balde y la escoba, cuando el Maestro salió de su habitación y, luego de acomodar en un carrillo de la boca uno de aquellos bastones de azúcar fundida que tantos dolores de dientes le habían causado y le causarían (aquellos bastoncitos a los cuales, aseguraba, no podía renunciar), lo miró y le dijo: «No te cambies la ropa, hoy tú vienes conmigo». Y en ese instante, sin poder colegir aún qué le esperaba, Elías Ambrosius tuvo la certeza de que —fuese por la contingencia que fuese— aquellas palabras mágicas colocaban de un solo golpe su relación con el Maestro en otro nivel de cercanía. Y de inmediato se olvidó de la decisión manoseada, como si nunca hubiese existido.
De todos era sabida la preferencia del Maestro de las mañanas para salir a hacer sus gestiones de compras. Siempre alrededor de las diez, escogía uno o dos discípulos, según las intenciones previstas, y emprendía un recorrido por las tiendas donde mejor solían satisfacer sus muy peculiares exigencias. La aventura terminaba sobre las doce y treinta, por lo general en el puesto de comidas que un matrimonio indonesio cargado de hijos había montado en el puerto, y donde, junto a negros estibadores, marineros ingleses y noruegos, mercenarios magiares y alemanes y otros personajes estrafalarios (indios de Surinam vendedores de loros u oscuros judíos de Etiopía ataviados con ropajes precristianos), observaba rostros, vestimentas y gestos, mientras devoraba con fruición los platos de carnes con verduras de la temporada, cargados de sabores y aromas evocadores de misteriosos mundos remotos, manjares preparados por aquellos dos seres de pieles cenizas y cuerpos flexibles como juncos de pantano. Según por dónde estuviese el humor del Maestro, los discípulos que lo acompañaban —desde que el favorito Carel Fabritius dejara el taller para probar su suerte artística, casi siempre escogía a su hermano Barent, malo para pintar, bueno para cargar, y unas veces llevaba también al danés Keil, otras a Samuel van Hoogstraten o al recién llegado Constantijn Renesse— seguían con él hasta las mesas de madera sin pulir de los indonesios o les ordenaba regresar con los materiales adquiridos. En cualquier caso, participar de aquellas excursiones era considerado un privilegio entre los aprendices, quienes, al volver, mostraban a los otros las nuevas provisiones y narraban —si habían existido— las charlas del Maestro con sus proveedores o con el vulgo portuario.
Sin dejar de tener en cuenta la diferencia de su situación con la de los otros discípulos admitidos como tales (los más antiguos de los cuales, vencidos ciertos prejuicios, ya lo consideraban casi un igual), Elías Ambrosius, al mismo tiempo que se revolcaba en sus dudas y miedos, había clamado a su Dios durante casi dos años para escuchar un día (¡solo un día!) aquella orden que lo individualizaba, al menos como ser humano. La razón de que el pintor no hubiese salido en la mañana, fácil resultaba colegirlo, se debía a que, desde el amanecer hasta el mediodía, había estado cayendo una nieve pertinaz. Aunque, también lo sabía el joven, el Maestro, al mismo tiempo en que había recuperado la sonrisa, había espaciado sus salidas matinales a la calle desde que, unos meses atrás, empezara a revolotear por la casa la joven figura de Emely Kerk, contratada a media jornada como niñera-institutriz de Titus, una responsabilidad imposible para la señora Dircx en razón de sus escasas relaciones con las letras. Pero lo importante no era el motivo, sino la elección, pues con toda seguridad en los cubículos de la buhardilla aún estarían trabajando algunos de los discípulos que pagaban los cien florines requeridos: como otras veces, la orden del Maestro pudo haber sido que el propio Elías subiera hacia el piso alto y avisara a alguno o algunos de los aprendices que ya estaba listo, casi en marcha. Pero esa tarde lo había escogido a él.
Cuando su ánimo cambiaba (y a veces lo hacía con facilidad, gracias a una charla que le dedicara el Maestro, o por el descubrimiento de su nueva capacidad de pintar algo que hasta entonces le había resultado esquivo o por la perspectiva de un encuentro con Mariam Roca, la muchacha que desde hacía unos meses lo atraía casi tanto como la pintura), el joven colocaba en su balanza el hecho de que a lo largo de aquellos dos años, llenos, es verdad, de sobresaltos, temores y desengaños, había conocido también, por un precio más que módico, las alegrías del aprendizaje en el más prestigioso taller de Ámsterdam y de la República. Elías Ambrosius reconocía en ese trance que había recorrido el trecho pedregoso del desconocimiento sideral al del conocimiento de cuánto debía de aprender si pretendía convertir sus obsesiones en obras y comprobar, con los instrumentos necesarios, las cualidades de su posible talento (de súbito crecido en su autoestima cuando afloraban aquellas coyunturas, en virtud de las olas de la euforia impulsadas por su espíritu más que por una obra concreta). Conversaciones del Maestro con los discípulos de las cuales había sido testigo, la sigilosa curiosidad con la cual Elías se acercaba a estos para interrogarlos sin que lo pareciera y la abierta voracidad con la que deglutía las ocasiones en las cuales el pintor le dirigía la palabra, así como el hecho de haber sido testigo del nacimiento, crecimiento y conclusión de varias obras de aquel genio (le había fascinado el retrato de Emely Kerk, a la que había puesto a posar como si estuviera asomada a una ventana; y en dos ocasiones Elías hasta le había preparado la paleta para el cuadro que desde hacía meses pintaba, una muy mundana y doméstica representación de la Sagrada Familia cristiana en el instante de ser visitada por unos ángeles), cada coyuntura propicia le fue permitiendo penetrar en los vestíbulos de un mundo mucho más fabuloso de lo que había imaginado y, para él, definitivamente magnético, a pesar de todos sus pesares… Por ello, de los papeles con carboncillos de antaño ya había pasado a experimentar sobre cartulinas con aguadas, dibujando con los grandes y simples trazos característicos del Maestro y, hacía unos meses, a la pintura sobre telas, las más baratas, compradas en ocasiones como recortería, a las cuales se aplicaba en un cuartón abandonado, descubierto más allá del Prinsengracht, el remoto canal del Príncipe, pues temía que el inconfundible efluvio del aceite de linaza lo delatara si trabajaba con él en la buhardilla.
Varias veces había tenido que mentir cuando un amigo o alguien de la casa le había preguntado por su labor en el taller del Maestro: el pretexto de que trabajaba como mozo de limpieza cumpliendo una petición de su antiguo jajám Ben Israel, gran amigo del pintor, fue suficiente para informar al abuelo (todo cuanto venía de Ben Israel le parecía correcto), tranquilizar al padre (aunque no entendía por qué su hijo, con dos ocupaciones, andaba siempre corto de dinero) y, por el momento, embaucar a Amós y a sus propios amigos o, al menos, para pretender hacerlo.
Aquella tarde jubilosa, cuando salieron, la Jodenbreestraat le pareció un manto blanco tendido para recibirlos. Los recogedores de nieve aún no habían comenzado su faena y el camino apenas aparecía marcado por las huellas de algún transeúnte. Al bajar a la calle el Maestro tomó a la derecha, para subir hacia la Meijerplein y, de inmediato, Elías supo que algo había ocurrido, un suceso capaz de tener de buen ánimo al pintor: solo así se explicaba la locuacidad con que lo sorprendió el hombre en las primeras yardas de recorrido. Mientras avanzaban, hundiéndose hasta el tobillo de las botas en la nieve todavía blanda, el Maestro se dedicó a contarle a Elías cómo había conocido a cada uno de sus vecinos judíos —Salvador Rodrigues, los hermanos Pereira, Benito Osorio, Isaac Pinto y, por supuesto, Isaías Montalto, todos favorecidos por la opulencia—, de quienes admiraba la capacidad para sostener su fe en medio de las mayores adversidades y, por supuesto, para multiplicar florines. Sin transición pasó a revelarle su teoría, muchas veces discutida con Ben Israel y algunos de esos vecinos sefardíes, de por qué los ciudadanos de Ámsterdam sostenían aquella relación de cercanía, más que de tolerancia, con los miembros de la Naçao sefardí: «No es porque vosotros y nosotros seamos enemigos de España, ni porque nos ayudéis a hacernos más ricos. Enemigos son los que le sobran a España y a nosotros no nos faltan socios comerciales. Tampoco porque seamos más comprensivos y tolerantes, ni soñarlo: es porque los holandeses somos tan pragmáticos como vosotros y nos hemos identificado con la historia de los hebreos para mejorar y adornar la nuestra, para darle una dimensión mística, como bien dice nuestro amigo Ben Israel. En dos palabras: pragmatismo protestante».
Elías Ambrosius conocía que el Maestro tenía una relación difícil con los creadores de mitos sobre la historia de las Provincias Unidas y con los predicadores calvinistas más activos y radicales. El fiasco en que, unos años atrás, había terminado el encargo de una pintura dedicada a celebrar la unión de la República (aún envuelta en su infinita guerra contra España) había perjudicado la relación del pintor con las autoridades del país. La obra, que debería haberse exhibido en el palacio real de La Haya, nunca fue terminada, pues los promotores del pedido, advertidos por los bocetos, consideraron que la interpretación del Maestro no cumplía con sus exigencias ni con la realidad histórica tal como ellos la entendían y, mucho menos, con el espíritu patriótico que debía exaltar. Por otro lado, también eran públicas su amistad con el polémico predicador Cornelius Anslo, así como su militancia en la secta de los menonitas, propugnadores de un retorno a las formas simplificadoras y naturales avaladas por las Escrituras. Muy conocida resultaba ahora su nueva y caprichosa simpatía por los disidentes arminianos, defensores de una adhesión al espíritu original de la Reforma Protestante y mucho más liberales que los calvinistas puros. Como si aquella caterva de actitudes heterodoxas u ortodoxas no bastasen, el Maestro se ufanaba de su cercanía vital y espiritual con los judíos y hasta con los católicos: era amigo del pintor Steen, quien profesaba esa fe; también del arquitecto Philips Vingboons, el más solicitado de la ciudad, por demás visita frecuente en la casa de la Jodenbreestraat. Todos aquellos desafíos habían hecho de él un hombre en el límite de lo tolerable por los rectores ideológicos de su sociedad, quienes miraban con aprehensión a un artista siempre en pugna con lo establecido, demasiado transgresor de lo aceptado.
Al llegar a la Meijerplein, Elías Ambrosius sabría dónde se realizaría la primera parada del recorrido y, muy pronto, la razón de la euforia del Maestro. En un ángulo de la plaza, frente al terreno adquirido por los judíos españoles y portugueses para cumplir el sueño de levantar una sinagoga, al fin concebida como tal y proyectada como una desafiante versión moderna del Templo de Salomón, estaba la tienda de Herman Doomer, un alemán especializado en la fabricación de duros marcos de ébano, quien también ofrecía soportes de otras maderas menos nobles y hasta de barbas de ballena ennegrecidas, un sucedáneo más económico. La relación entre el comerciante y el pintor era muy estrecha desde que, unos años atrás, Doomer fuera retratado por el Maestro, mientras su hijo, Lambert, pasaba una temporada como aprendiz en el taller —al parecer sin demasiado éxito—. Por tal cercanía, el alemán siempre le daba los mejores precios y las más bellas maderas de sus existencias.
El recibimiento de un amigo y cliente tan dilecto fue todo lo caluroso que se podía esperar de un alemán luterano hasta el tuétano e incluyó no una corriente invitación a cerveza o vino, sino a beber un vaso de la infusión que empezaba a ponerse de moda en las Provincias Unidas: el café venido de Etiopía, un lujo que pocos aún podían darse. De pie, a una distancia prudencial, saboreando su vaso de líquido negro endulzado con melaza, Elías Ambrosius siguió el diálogo de los dos hombres y comprendió al fin las razones de la euforia del Maestro: el estatúder Frederik Hendrik de Nassau, magistrado supremo de la República, le había encargado dos nuevas obras al pintor y, por supuesto, para tal encomienda los marcos debían ser de la mayor calidad (sin importar el precio que, al fin y al cabo, se le cargaría al poderoso cliente).
Como todos los enterados de los intersticios del mundo de la pintura en el país, el joven judío conocía los rumores que pretendían explicar el fin, al parecer turbulento, de la relación comercial y de simpatía entre el señor de La Haya y el maestro de Ámsterdam. Seis años atrás, luego de concluir una Resurrección, el tercero de los cuadros encargados por el estatúder en los cuales se representaba la Pasión de Cristo (antes había entregado una Ascensión y, casi junto con el último, un Entierro), el Maestro le había escrito al príncipe sugiriéndole con humildad pero en términos muy claros que, en lugar de los seiscientos florines pactados, le pagara mil por cada una de las dos últimas pinturas —habida cuenta, según pensaba el Maestro, que sus precios en el mercado habían ascendido en los últimos dos, tres años, y la complejidad y calidad de las obras—. La respuesta del estatúder vino con una letra de cambio por la cifra pactada y un regaño por todo el tiempo, excesivo a su juicio, que había debido esperar por las obras…, y fue acuñada con un silencio pernicioso como única refutación a las nuevas cartas enviadas por el Maestro. Con aquel affaire y con el rechazo inmediato de su proyectado cuadro sobre la unión de la República, el artista había visto cómo se desmoronaban sus sueños de llegar a ser, como aquel Rubens al que tanto envidiaba, amaba y odiaba, un celebrado pintor de corte, dueño de haciendas y colecciones de arte.
Desde la muerte de su esposa, que tanto lo afectó en el ánimo, y de la confusión y alarma que creó entre potenciales clientes la obra del Maestro para el groote sael de Kloveniersburgwal, pero sobre todo a partir de la escandalosa disputa judicial a la cual lo sometió el tan rico como necio Andries de Graeff por considerar que el retrato encargado al pintor, por el cual había pagado la enormidad de quinientos florines, estaba muy lejos de parecer terminado y hasta de ofrecer un parecido aceptable con su persona, los niveles de demanda del Maestro habían decaído de forma visible. Ya los potentados de Ámsterdam no hacían cola para ser inmortalizados por aquel pintor siempre problemático y voluntarioso, y sus encargos iban ahora a manos de artistas más dóciles, de una pintura más pulida y luminosa, de los que había decenas para escoger en la ciudad. Tras aquellos contratiempos, el impulso del Maestro había decaído y, para cualquier conocedor, podía resultar evidente que sus más recientes encargos (en los cuales había acudido más de lo usual a la ayuda de Carel Fabritius y del joven Aert de Gelder) eran trabajos elegantes, bien resueltos, pero poco individualizados y apenas dignos de su genio. Aunque también era cierto, como podía atestiguarlo Elías Ambrosius, que su obra menos comprometida con el gusto en ascenso, menos entregada a complacer, se había ido tornando más profunda, libre y personal. Y ahí estaba otro retrato para demostrarlo: el de Emely Kerk, joven, llana y terrenal, asomada a una ventana desde la cual ofrecía una palpable sensación de verdad. Con la frustración del sueño de llegar a la corte, el Maestro se había librado al fin del fardo más difícil arrastrado por varios años: el del ejemplo mundano, la teatralidad pictórica desbocada y la imaginería avasallante aunque siempre complaciente con el gusto de sus patrones del flamenco Rubens. Se había hecho más libre.
Elías Ambrosius tembló al oír el precio que alcanzarían los marcos de ébano, de casi seis cuartos de alto por un ell de ancho, pero cuando escuchó que las obras serían vendidas por mil doscientos florines cada una, tuvo la exacta dimensión de que el dinero para pagar los marcos más lujosos no iba a ser un problema para aquel noble cliente y de que el Maestro, siempre capaz de dilapidar en sus antojos más de lo que ganaba con su trabajo, le daría un respiro a sus turbulentas finanzas, por las cuales tanto discutía sobre gastos con la señora Dircx.
Cuando volvieron a la calle, la penumbra apresurada del invierno había caído sobre la blanca plazoleta, pero el entusiasmo del Maestro seguía inalterado, o quizás potenciado por las dos tazas de la oscura y vivificante infusión ofrecidas por el señor Doomer. El hombre miró hacia los lados, como si solo en ese instante pensara sus próximos pasos, y pareció tomar una decisión: «Vamos a beber un vaso de cerveza aquí al doblar… Luego le haremos la visita a Isaac Pinto. Pero antes quiero terminar de explicarte lo que te venía diciendo».
Tras el Maestro, Elías, casi pavoneándose, penetró en la taberna de Meijerplein, para su disgusto mucho menos concurrida que las siempre abarrotadas de De Waag, el Dam o la zona del puerto: «¿No me ven, señores?, bebo cerveza oscura con el gran Maestro», pensó, observando a los parroquianos, demasiado ebrios la mayoría de ellos a aquellas alturas de la jornada para reparar en los recién llegados. Con la cerveza servida en jarras de latón martillado y mientras devoraba una tira de arenque salado, el Maestro buscó el hilo de su discurso anterior sobre la construcción de un destino místico de su país, y le explicó a su casi discípulo:
«Como te decía…», tragó el arenque, bebió media jarra de cerveza y se enrumbó. «Es cierto que tenemos a nuestras espaldas un siglo de éxodos desde el sur católico hacia el norte calvinista y de guerras con la mayor potencia imperial que jamás haya existido. También la relación con una tierra pobre que hemos hecho florecer y, por ser un país pequeño aunque ambicioso, un sentimiento muy fuerte de predestinación. No es extraño entonces que nos consideremos un pueblo elegido…, quizás por Dios o por la Historia, quizás por nosotros mismos, pero por alguien. Si no, ¿cómo se explica que esta Nueva Jerusalén, como la llaman ustedes, haya podido convertirse en la ciudad más rica, más cosmopolita, más poderosa del mundo…?» Bebió de un trago el resto de la cerveza y levantó la jarra para ordenar otra. «Desde que rompimos con Roma, nuestra mentalidad calvinista prefirió entender la predestinación mesiánica de nuestra historia a través de la crónica de ustedes, los judíos, una nación por medio de la cual el Todopoderoso había trabajado su voluntad en la tierra y en la Historia…, según el libro escrito por ustedes mismos… Convertimos nuestro éxodo en lo mismo que fue para los judíos bíblicos: la legitimación de una gran ruptura histórica, un corte con el pasado que ha hecho posible la construcción retrospectiva de una nación. Toda una lección de pragmatismo… Pero la verdad, la verdad», insistió el Maestro, «es que esta República constituye el resultado de una combinación de incompetencia y brutalidad de la Corona española con pragmatismo calvinista, pero sobre todo obra de buenos negocios. Y una vez construida la República que tanto nos gusta y tanto nos enriquece, estas condiciones, las verdaderas, las hemos tapiado bajo la mitología patriótica según la cual en la existencia de estas provincias se cumplía una voluntad divina… como se cumplirá en Jerusalén…»
Con más calma atacó el segundo vaso, mientras Elías bebía el suyo a pequeños sorbos. «¿Sabes por qué te hablo de toda esta historia de equívocos bien manipulados…? Pues para decirte cuál es el tema de los cuadros que me ha encargado el estatúder… Como ya te imaginarás, son dos escenas muy relacionadas con ustedes y también con nosotros, que nos identifican y comunican: una adoración del Mesías por los pastores, que vista desde la historia solo puede imaginarse como una estampa judía, y una circuncisión de Cristo, que al fin y al cabo, ¿no?, era tan judío y estaba tan circuncidado como tú…»
El Maestro hurgó en sus bolsillos y colocó sobre la mesa las tres placas con las que pagaba lo bebido, y miró a su acompañante: «Ahora vamos a la casa de mi amigo Isaac Pinto. Después de lo que te he dicho, lo que vas a ver allí puede ayudarte mucho». «¿Ayudarme? ¿A qué, Maestro?», quiso saber el joven y se encontró con la sonrisa del otro, irónica y manchada de tabaco y caries. «A encontrarte a ti mismo, tal vez. O a entender por qué el pueblo judío ha sobrevivido más de tres mil años. Andando.»
En sus diecinueve años de vida nunca había pisado, y nunca volvería a pisar en los pocos que le restaban por vivir, una casa con tanto brillo, tanto lujo, tal exhibición de plata y madera reluciente multiplicada por espejos bruñidos con una perfección que solo podían haber sido fabricados en Venecia o Nürnberg, con suelos pulidos como solo lo llegan a estar los mármoles blancos venidos de Carrara, los amarillos extraídos de Nápoles y los negros fileteados en verde de la vecina Flandes. Todo refulgía entre aquellas cortinas arropadoras, sin duda nacidas de manos y lana persas, como si la morada gozara de un incendio de prosperidad y fortuna. De no haber sido por los cuadros propios y ajenos que colgaban en las paredes y le daban su propio lustre, la casa del Maestro, comparada con aquella de Isaac Pinto, habría parecido un campamento militar (aunque bastante de esto tenía).
Aquel judío llegado a Ámsterdam más o menos a la edad que tenía su padre Abraham Montalbo cuando desembarcó en la ciudad, y más o menos con la misma pobreza, era la constatación viva del éxito del genio mercantil sefardí que había propiciado la Nueva Jerusalén. A pesar de las limitaciones impuestas por las autoridades de la ciudad para que los israelitas se dedicaran a actividades tradicionales de la región e ingresaran en sus gremios más cotizados, la inventiva hebrea había encontrado espacios inexplorados y, casi con furia, explotado rubros como la producción de chocolate, la talla de diamantes y lentes, la muy próspera industria de la refinación de las mieles americanas. Pronto algunos de ellos, gracias a su milenaria sabiduría comercial y su íntima y eficiente relación con el dinero, habían comenzado a amasar fortunas. La de Isaac Pinto, sin embargo, había tenido un origen más previsible: el comercio con el pasado. Ya con contactos y marchantes en cuatro continentes —Europa, África, Asia y el Nuevo Mundo—, en realidad su gran centro de operaciones eran, sobre todo, las tierras de idolatría —España y Portugal—, donde no solo negociaba con parientes y amigos de su familia convertidos al cristianismo y muy bien ubicados en las escalas sociales de aquellos territorios, sino incluso con muy católicos agentes de las coronas ibéricas, sin que los otros rectores de la comunidad de Ámsterdam, también muchos de ellos socios o beneficiados de empresas similares, se atrevieran a anatematizarlo o siquiera a criticarlo. Como requerimiento de su estatus social, Isaac Pinto se vestía, calzaba, cortaba el pelo y el bigote como los patricios de Ámsterdam con quienes se codeaba en condición de igual. Y, como ellos, también adornaba su casa con las imprescindibles pinturas de los artistas holandeses, entre los que Elías Ambrosius distinguió un paisaje con vacas de Albert Cuyp, un molino que gritaba su pertenencia a Ruysdael, una naturaleza muerta con faisanes de Gerrit Dou, antiguo discípulo del Maestro, y un delicado dibujo del propio Maestro, de lo que parecía más un paisaje de sueños que de una campiña de la pantanosa Holanda real. Al fin y al cabo el éxito de Isaac Pinto —como el de los Pereira, o el de Isaías Montalto— resultaba el mejor ejemplo de lo que podía lograr el pragmatismo hebreo en condiciones medianamente favorables. O el peor, aunque nadie, ni el rabino Montera, ni el recalcitrante polaco Breslau se habrían atrevido a decirlo así tratándose del poderoso Isaac Pinto.
Conmocionado por aquel panorama de fasto y atraído por la sonriente estampa del dueño de tanta riqueza, que, mientras le daba la bienvenida en ladino, se atrevía incluso a abrazar al pintor famoso, por lo general tan hosco, Elías Ambrosius Montalbo de Ávila entendió mejor el discurso que poco antes le regalara el Maestro y, a la vez, se explicó por qué Isaac Pinto ya se sentía estrecho en la llamada Calle Ancha de los Judíos. Como comentaban en sus corrillos todos los miembros de la Naçao, el comerciante se estaba construyendo un palacio burgués, diseñado ni más ni menos que por el muy solicitado Philips Vingboons, en la zona de los nuevos y aristocráticos canales hacia donde estaban emigrando, sin que importaran sus particulares relaciones con lo divino, los protestantes y judíos dueños de las rutas comerciales del mundo.
Cuando el Maestro le presentó a su joven acompañante, Isaac Pinto sonrió y cambió al neerlandés. «¿Cómo está el señor Benjamín? Hace siglos que no lo veo», dijo y estrechó la mano de Elías, que apenas comenzaba a agradecerle el interés por su abuelo cuando ya Pinto se volvía hacia el Maestro y lo interrogaba: «¿No es él, cierto?». «Sí, es él», dijo el pintor.
Elías Ambrosius percibió la reacción de incomodidad de Pinto al saber que él era él. ¿Asombro, contrariedad? ¿Por qué dudaba él, el poderoso Isaac Pinto? Con el descubrimiento de aquella actitud fue el joven quien percibió cómo lo recorría una sensación de temor, aun cuando, pensó, el Maestro no sería capaz de colocarlo en una situación de peligro luego de haberlo cubierto por casi dos años. Ni siquiera lo tranquilizó del todo el hecho de saber que aquel hombre y sus muchos agentes comerciales en España eran quienes se dedicaban, a espaldas de los rabinos, a surtir de literatura sospechosa, impresa en las tierras de la idolatría, a gentes como su propio abuelo Benjamín Montalbo.
«Tienes mi garantía personal, Isaac», dijo entonces el Maestro y, sin que la pequeña mueca de contrariedad abandonara el rostro del potentado, éste admitió: «Si tú lo dices, pues así será», e hizo un gesto, invitándolos a acomodarse en las butacas tapizadas con lustrosa seda china.
Elías Ambrosius sabía que su papel era guardar silencio y esperar, y trató de cumplirlo a cabalidad, a pesar del estado de ansiedad que lo embargaba. En ese instante entró en el deslumbrante salón una criada —judía tudesca, a todas luces— con una bandeja también deslumbrante por su plata de ley, sobre la cual equilibraba una botella de vidrio verde y tres copas transparentes. Dejó la bandeja sobre la mesa con cubierta de mármol oscuro y patas de ébano, y se retiró. «Tienes que probar esto», dijo Isaac Pinto al Maestro. «¿Español?» «No, de Bordeaux. Una cosecha excepcional», aclaró el judío y sirvió la muy cotizada bebida en las tres copas. Cuando el anfitrión le fue a entregar la suya, Elías Ambrosius se limpió las palmas en las perneras, como si sus manos no estuvieran aptas para recibir la copa veneciana. «Salud», dijo el Maestro, y los dos hombres bebieron mientras el joven se dedicaba a respirar el perfume delicadísimo, afrutado pero firme, de aquella bebida que hizo exclamar al Maestro: «No soy buen catador de vinos, pero esto es lo mejor que he bebido en años». «Pues tengo reservada una garrafa para ti.»
Vaciadas las copas, Isaac Pinto se puso de pie y miró a Elías Ambrosius, que se sintió disminuido en la profundidad muelle de su butaca. «Hijo mío, ya sé tu secreto…», Pinto señaló al Maestro. «Mi querido amigo me lo contó para convencerme de que hiciéramos lo que vamos a hacer ahora. Pero escúchame bien, hijo… En esta Ámsterdam tan libre, todos vivimos guardando uno o varios secretos. El tuyo es nada en comparación con lo que voy a enseñarte. Por lo tanto, tu silencio es una condición que no puedes violar. Si comentas algo, quizás eso podría obligarme a dar algunas explicaciones, pero para ti sería el fin de todo. Y cuando digo todo, es todo. Vamos. El Bendito nos acompaña.»
Elías Ambrosius sintió el ascenso vertical de sus temores ante aquella presunta prueba de confianza que le llegaba adornada con una clara amenaza. Ya de pie siguió a Pinto y al Maestro hacia la escalera y ascendieron hasta la segunda planta, donde un oscuro portón de madera adornaba la pared del salón. Pinto hurgó en sus bolsillos en busca de la llave capaz de franquear la entrada de una habitación que, supuso Elías, era su despacho, el sitio desde donde dirigía sus incontables y portentosos negocios. El joven no se había equivocado: una mesa con gavetas, estanterías con algunos libros, armarios para guardar papelería, todo obra de los mejores ebanistas y barnizadores de la ciudad, ocupaban el espacio donde penetraron. Desde el principio la mirada de Elías descubrió sobre la mesa un arca de madera labrada con esmero, bastante similar a uno de los Arón Kadesh, los cajones para guardar el rollo de la Torá, pero más lujoso incluso que el más lujoso de la sinagoga. El Maestro miró a Elías y entonces le dijo: «Lo que vas a ver te hará sentir mejor… o peor, no lo sé a ciencia cierta, pero desde que lo vi, pensé que tú también debías verlo». Mientras el Maestro hablaba, Isaac Pinto, con otra llave, se aplicaba a abrir aquella especie de arca ritual que había llamado la atención del joven. Para su primera sorpresa, Elías vio que contenía, como esperaba, un rollo de pergamino recogido del modo en que se guardaba la Torá, aunque menos voluminoso. La mente de Elías Ambrosius se convirtió en un torbellino de especulaciones: si todo aquel misterio estaba relacionado con un rollo escrito con los pasajes bíblicos, sin duda era porque su texto contenía alguna revelación tal vez devastadora; pero el pergamino, como todo en aquella mansión, parecía de primera calidad, brillante, lo que eliminaba una posible antigüedad cargada de muy turbadores secretos. Conmocionado por las expectativas, el joven observó cómo Isaac Pinto sacaba el rollo con mucho cuidado para colocarlo sobre la mesa. «Ven, ábrelo tú mismo», le dijo a Elías, quien, de manera casi mecánica, obedeció la orden. Cuando tocó el pergamino comprobó la alta calidad del material. Tomó el mango de madera sobre el cual se enrollaba el Libro y, apenas descubierta una parte de su superficie, supo al fin que estaba ante algo más asombroso y retumbante de lo que pudiera haber especulado: sobre la imagen de un paisaje típico holandés, dibujado al modo holandés, pudo leer, en hebreo, que se trataba del libro de la reina Ester. ¿Un episodio bíblico, diseñado como los rollos de la Torá pero ilustrado como una Biblia católica? Siguió tirando del mango y descubriendo el pergamino, sobre el cual había dibujados animales, flores, frutos, paisajes, ángeles, en una profusión y con una calidad en las líneas, las perspectivas, las semejanzas, que le cortaron la respiración. Al fin levantó los ojos hacia los dos hombres. El Maestro sonreía y comentó: «Una maravilla, ¿no crees?». Isaac Pinto, con una seriedad orgullosa, dijo en cambio: «¿Ves por qué exigí tu discreción? ¿No es más de lo que podías imaginar? ¿No es más de lo que nuestros rabinos quisieran admitir…? Una maravillosa herejía».
Mientras afirmaba en silencio, Elías Ambrosius estudió varias de las estampas que ilustraban el pasaje bíblico y de pronto sintió con fuerza algo parecido a una nueva revelación. «¿Puedo saber quién lo dibujó?» «No», fue la respuesta de Isaac Pinto. «¿No lo firmó?» «No», repitió el anfitrión. «Porque es un judío, ¿cierto?» «Tal vez. Es más, digamos que sí», admitió Pinto, y Elías escuchó la carcajada del Maestro, que al fin intervino: «Qué complicados son, mierda». Elías asintió: tenía razón el Maestro. Y entonces el joven dijo: «Yo sé cómo se hace llamar este hombre», y tocó el pergamino para decir: «Salom Italia».
Frente al mar, respirando las fetideces de las aguas oscuras aportadas por los desagües y los olores noruegos de las maderas laboradas en el astillero (abetos de penetrantes aromas para los mástiles, robles y hayas de delicados perfumes para los cascos), Elías Ambrosius Montalbo de Ávila parecía estudiar el vuelo de las gaviotas, empeñadas en sacar algún alimento de las manchas de caparazones de gambas y langostinos y las cabezas de los arenques devorados por la ciudad y arrastrados por las corrientes de los canales hasta aquel banco de podredumbre. Pero la mente del joven, en realidad, se afanaba en el pertinaz examen de las estrategias posibles (y hasta imposibles) para poder conocer la verdadera identidad de aquel Salom Italia, empeñado en revolverle la existencia.
Aun cuando sabía que violaba la promesa hecha, el primero de sus pasos lo había conducido, varias semanas atrás, a la casa del jajám Ben Israel, con la débil esperanza de sacarle alguna información capaz de colocarlo en el camino del desvelamiento de aquel ubicuo y esquivo personaje que firmaba sus obras como Salom Italia. Para sorpresa de Elías, la primera reacción del profesor fue la de sentirse ofendido al saber que el pintor andaba en tratos con los miembros más acaudalados de la comunidad sefardí, sin dignarse siquiera a darle una oportunidad de compra de la pieza descrita con tanto asombro y admiración por su antiguo alumno: seguro, dijo, el ingrato Italia lo había considerado incapaz de alcanzar sus precios. Sin embargo, ni un instante pareció preocuparle el hecho de que aquel judío dibujara un rollo, para más ardor como ilustración de un libro tan querido de la historia sagrada, sino solo la operación mercantil realizada a sus espaldas, como si el objeto en discordia fuese la obra de uno más de los muchos pintores de Ámsterdam. Pero aun así mantuvo su mutismo y reiteró lo que ya le había dicho a Elías: Salom Italia era un nom de plume (¿o de pincel en su caso?) de un judío de quien, por cierto, no quería volver a saber nada, nunca más…, y dio por terminado el diálogo.
Sostenido por una tenue esperanza, Elías abrió otro frente y dedicó muchos días a recorrer los mercados de la ciudad donde se vendían obras de arte, en procura de alguna pieza que encajara en los modos de representar del pintor judío. Varias tardes realizó aquellos peregrinajes en compañía de la joven Mariam Roca, con la cual avanzaba paso a paso en el sendero de sus aspiraciones amorosas, pero, pensaba él, con movimientos necesarios y seguros. Como no se atrevía a confesarle a la bellísima joven sus verdaderas intenciones, durante aquellos recorridos Elías fingía que su insistencia en visitar los mercados de arte se debía a que, en lugar de simples paseos de enamorados, sus caminatas por aquellos lugares les servían también para disfrutar de la exposición de pinturas, dibujos y grabados más grande del mundo. Pero, por más paisajes y retratos que estudió (deslumbró a Mariam con sus conocimientos, fruto de una afición heredada de su reconvertido abuelo por las bellas representaciones y por la literatura de los gentiles, le dijo), fue incapaz de asegurar si alguno de los calzados por firmas desconocidas pudiera ser, o no, obra del tal Salom Italia. Pero ¿y si vendía sus trabajos con otro nombre, o bajo el nombre de algún maestro a quien estuviera vinculado, como era usual en los talleres del país? Tratándose de una persona que se comportaba con tanto desparpajo, cualquier alternativa parecía posible, incluso la muy extendida de vivir con dos nombres: uno para los judíos (Luis Mercado, Miguel de los Ríos) y otro (Louis van der Markt, Michel van der Riveren) para la sociedad holandesa en donde se había insertado.
Mirando el mar de plata oscura, Elías Ambrosius pensaba que, a pesar de los fracasos sufridos, en realidad había avanzado un recorrido considerable en el acecho del esquivo personaje. A su segura condición de judío podía sumar el hecho irrebatible de que se trataba de un sefardí, nunca de un asquenazí alemán o polaco, tan fanáticos y retrógrados, pues resultaba más factible que alguien de origen español o portugués pudiera haber tenido el acceso al conocimiento cultural y al entrenamiento técnico que exhibía aquel artista, sin duda alguna exquisito. Debía de ser, por supuesto, un hombre de cultura y finanzas saludables, con vínculos muy bien aceitados para conseguir moverse en esferas tan complicadas y a la vez distantes (religiosa, social, económicamente) como las representadas por Isaac Pinto y Menasseh Ben Israel. Pero aquel sefardí refinado, tal vez acaudalado y sin duda bien conectado, dejaba con su trabajo y su nombre otras huellas visibles aunque a la vez confusas: ante todo, la casi absoluta certeza de que no podía ser uno de los judíos pobres —la mayoría de la comunidad, asentados muchos de ellos en los alrededores de Nieuwe Houtmarkt, en la isla Vlooienburg, donde vivía el jajám—, pues sus dotes, fácil resultaba advertirlo, habían sido adiestradas por un maestro y alimentadas por el consumo de arte italiano y por el conocimiento de las escuelas holandesas. Tal condición reduciría la cifra de posibles candidatos. Siguiendo aquella lógica, el pintor bien era un sefardí italiano o había hecho su aprendizaje en Italia, pues no por cualquier razón había escogido aquel peculiar seudónimo (¿o la elección era parte del ocultamiento?) tan apropiado para un artista de su estilo, y vivía o había vivido por años en Ámsterdam o en alguna ciudad vecina. Aunque, pensándolo más, también podía tratarse de un marrano, adiestrado en la pintura durante su vida pasada como presunto converso en España o Portugal. O, incluso, podía tratarse de un verdadero converso, de los muchos que, llegados a Ámsterdam en busca de un ambiente menos peligroso, se reconocían judíos, ya sin necesidad de ocultar su origen hebreo pero, no obstante, optaban por mantenerse al margen del judaísmo y sus pesadas restricciones sociales y privadas, unas ataduras a las que no deseaban regresar… Tenía que ser, además, un hombre con un gran valor personal y una enorme convicción en sus razonamientos para ser capaz no solo de realizar aquellas obras rebosantes de herejía, sino para hacerlo con visible maestría y de un modo casi público para luego dedicarse a regalarlas y venderlas por las casas más ricas de la Ámsterdam judía y calvinista. ¿Cuántos hombres como aquel podía haber en la ciudad? Elías Ambrosius comprendió que, con un poco de empeño e inteligencia, quizás conseguiría llegar a conocerlo, porque, resultaba obvio, no podía haber muchos hombres como ese fantasma en la ciudad, ni siquiera en el mundo.
Camino ya de la casa del Maestro, donde lo esperaban la escoba y el balde, Elías Ambrosius atravesó la Plaza del Dam, donde los vendedores de pescado se disputaban el espacio con los bloques de piedra, las montañas de arena y las maderas destinadas a dar forma a los andamios que se emplearían para concederle el lustre que, decían y admitían todos, merecía el corazón de la ciudad más rica del mundo. Luego del incendio de la Nieuwe Kerk, unos meses antes, los calvinistas habían decidido reconstruir el templo concediéndole ahora unas proporciones aplastantes, y el proyecto incluía la erección de la torre campanario más alta de la ciudad, la cual debía alzarse por encima de la ostentosa cúpula del Stadhuis, pues el poder religioso debía imponerse al civil, al menos en proporciones arquitectónicas. Elías Ambrosius, siempre curioso por saber de aquellos acontecimientos citadinos, esta vez apenas le prestó atención al movimiento de los maestros constructores de catedrales, venidos de Lutecia, y dueños celosos de los secretos de su profesión (más secretos para aquella ciudad), pues su mente seguía empecinada en hallar posibles caminos hacia aquel individuo en forma de enigma. Porque la gran pregunta, había concluido, no era la identidad del hombre, sino su individualidad, una preocupación que de una u otra forma obsesionaba a todos los judíos. ¿A qué acuerdos había llegado con su alma el tal Salom Italia para decidir lanzarse por aquel camino? ¿Pensaba, como el propio Elías, que su libertad de elección era sagrada por ser, sobre todo, un don concedido por el Santísimo? ¿A pesar de ello, asistiría, como asistía él, a la sinagoga, haría los rezos correspondientes y respetaría el sábado, como él, y acataría todas las leyes, excepto una, como él? Aquel individuo ya debía de haberse hecho, respecto a la ley y su obediencia, las preguntas que todavía se repetía el joven Elías y, resultaba obvio, había hallado sus propias respuestas. Porque si bien se escondía tras un alias y trabajaba en la clandestinidad, su decisión de dar a conocer su trabajo era un desafío abierto a milenarios preceptos y una patente opción por su libertad de pensamiento y acción.
La tarde en que Isaac Pinto le mostrara los maravillosos rollos ilustrados del libro de la reina Ester, aquel hombre al cual su fortuna y sus aportaciones a la comunidad le daban el privilegio de mostrarse tan liberal, le había recordado al joven Elías que el origen de las decisiones del hombre estaba centrado en la relación entre su conciencia y su arrogancia, ambas esencias inalienables del individuo: «Mientras más sigas la conciencia», había dicho Pinto, «mejores resultados obtendrás. Pero si te dejas guiar por la arrogancia, los resultados no serán buenos. Seguir solo la arrogancia», ejemplificó entonces, «es lo mismo que el peligro latente de caer en un hueco cuando caminas en la oscuridad, pues te falta la luz de la conciencia, la que ilumina el sendero». ¿No eran aquellas palabras una variación de la relación entre la plenitud, la conciencia y la dignidad con las cuales debemos vivir nuestras vidas, acerca de la que escribiera el jajám Ben Israel al referirse a la muerte y el intangible más allá? ¿Aquellos hombres, tan hábiles para hacer dinero o para especular con las ideas, estaban impulsando a Elías en sus pretensiones como creador de imágenes?
Las palabras de Isaac Pinto, relacionadas sin duda con la práctica artística de Salom Italia y con la del propio Elías Ambrosius Montalbo de Ávila, debían de apuntar hacia una concepción del albedrío que se había convertido en foco de discusión entre los judíos sabios de la ciudad. El hecho de que en el ambiente permisivo de Ámsterdam cada vez más hebreos empezaran a distinguir, o a pretender distinguir, entre los terrenos de la religión y los de la vida privada resultaba —al decir de los ortodoxos— un gigantesco pecado teñido con los colores de la herejía: sí, el judaísmo era una religión, aunque también una moral y una regla, y debía por tanto regir cada acto del hombre, por mínimo que fuese y por alejado de los preceptos religiosos que en apariencia estuviese, pues todos esos actos, de un modo u otro, estaban reglamentados por la Ley. Y dijese lo que dijese un hereje confeso como Uriel da Costa y otros de su cosecha, los actos humanos, de un modo u otro, tenían una significación cósmica, pues se integraban en el universo de lo creado, daban forma a la Historia, y cargaban el peso de servir para anticipar o retardar la salvadora llegada del Mesías, tanto tiempo aguardada por el pueblo de Israel.
Elías Ambrosius solía preguntarse entonces si en realidad era posible que un ser insignificante como él, al violar de manera individual y privada la interpretación más férrea de una ley que en su instante remoto respondió a la necesidad de disciplinar a unas tribus perdidas en un desierto, sin patria ni mandamientos, estaba desequilibrando al universo con su decisión y retrasando incluso el advenimiento del Ungido. El joven pensaba que no era justo hacerlo cargar con ese peso: ya debía tener más que suficiente con la responsabilidad de estarse jugando el destino de su alma para que también lo hicieran pensar en la suerte de todos los judíos, incluso en la suerte del universo creado. ¿Por qué asociaban su propia libertad de decidir los rumbos de su vida individual y sus preferencias personales con el destino colectivo de toda una raza, de una nación? ¿Qué se había respondido Salom Italia ante aquellas disyuntivas? Elías Ambrosius no lo sabía; quizás nunca lo sabría. Pero conocía un hecho: Salom Italia, fuese quien fuese, había seguido pintando. En clandestinidad, enmascarado, pero pintando… ¿Por qué no iba a hacerlo él? ¿Qué movía a Elías hacia su decisión: la conciencia o la arrogancia? ¿O la opción bíblica de escoger vida? ¿Por qué, oh, Señor, por qué para un miembro del pueblo por ti elegido todo tenía que ser tan difícil?
La noticia cayó como un rayo en el corazón de la Ámsterdam judía: Antonio Montesinos, apenas desembarcado del bergantín que lo había traído del Nuevo Mundo, se presentó en la sinagoga y, luego de pedir que convocasen a todos los miembros de la comunidad, hizo el demoledor anuncio. Él, Antonio Montesinos, dijo ante los congregados en asamblea, tenía pruebas fehacientes, irrebatibles, comprobadas con sus propios ojos, de que los indígenas de las tierras americanas eran los descendientes, al fin hallados, de las diez tribus perdidas. El comerciante narró entonces sus peripecias por tierras de Brasil, Surinam y la Nueva Ámsterdam del norte, mostró bocetos por él hechos, palabras transcritas, y, afirmó, había podido comprobar que los mal llamados indios, en virtud de la confusión provocada por Colón, tenían que ser los hermanos extraviados desde los días remotos del Exilio a Babilonia. El hecho de que hubieran cruzado la Mar Océana por una ruta desconocida durante siglos (columbrada por los griegos, quienes mucho antes hablaron de una tierra de atlantes más allá de las Columnas de Hércules) explicaba su desaparición. Su físico, elegante y fornido, confirmaba un origen semita. Su lenguaje, decía y leía de sus apuntes palabras aisladas, incomprensibles para todos, era una corrupción del arameo antiguo. ¿Qué otra prueba se necesitaba? Lo más importante, clamaba el autor del colosal hallazgo, resultaba que la presencia de aquellos hermanos en los confines de la Tierra advertía de la más importante condición necesaria para que se produjese la esperada llegada del Mesías: la existencia de hebreos asentados en todos los puntos del universo, como lo predijeron los profetas, quienes consideraron su dispersión planetaria una de las exigencias inalienables para el Advenimiento.
Los días sagrados de la Pascua de aquel año se dedicaron a discutir el hallazgo, calificado por algunos de revelación, casi tan maravillosa como la recibida por Moisés en el Sinaí. Siempre dividida en muchas facciones, la comunidad esta vez se polarizó en dos bandos: los mesiánicos, en realidad menos numerosos, que se adhirieron a la convicción de Montesinos, y los escépticos, capitaneados por el jajám Ben Israel, quienes consideraban el presunto descubrimiento del viajero una lamentable y hasta peligrosa falacia. El consejo rabínico, varias veces reunido luego del anuncio, debatió los argumentos de Montesinos, pero sin llegar a una definición.
Para Elías Ambrosius la conmoción y guerra de facciones, tan propia del carácter judío, se convirtió, sobre todo, en el desvelamiento de una delicada realidad: los extremos a los que había llegado el fanatismo religioso de su hermano Amós, quien de inmediato se había adherido al bando de los mesiánicos más apocalípticos, presidido por su guía espiritual, el rabino polaco Breslau.
Para sorpresa del abuelo Benjamín y de su padre, Abraham Montalbo, más que escépticos, divertidos con lo que consideraban un desvarío del tal Montesinos, el joven Amós se presentó un día en la casa anunciando su alistamiento en la partida que, decían, iría al encuentro de los hermanos extraviados para ayudarlos a volver a la fe, las costumbres y la obediencia de la Ley. Elías, que escuchó conmovido la decisión del hermano, no se sorprendió cuando sus mayores intentaron disuadir a Amós, pero sí se alarmó, y mucho, cuando escuchó la respuesta de su hermano, negado a discutir la decisión tomada, mientras lamentaba que su padre y su abuelo sostuvieran aquella actitud herética ante tan gran acontecimiento, preludio de la revelación del Mesías.
Elías, una vez más advertido de que vivía bajo el mismo techo que un hombre fanatizado hasta el extremo de atreverse a amenazar a sus mayores con condenas divinas, se convenció de las razones por las cuales, incluso en una tierra de libertad, muchos judíos preferían vivir enmascarados entre secretos, antes que limpios entre verdades expuestas. Entendió, por supuesto, la actitud de un hombre como Salom Italia, y la decisión de mantener sus aficiones en la sombra. Y, más aún, obtuvo la evidencia de por qué él mismo debía tapiar su secreto del modo más hermético posible si no quería correr un gravísimo riesgo.
Esa misma noche, aprovechando la ausencia de su hermano, Elías Ambrosius, como si practicase un robo, sacó de su casa con el mayor sigilo la libreta de apuntes, la carpeta de dibujos y las pequeñas telas manchadas con sus titubeos y búsquedas de aprendiz de pintor. Entre los sitios posibles para tenerlos a buen resguardo, escogió en ese momento la buhardilla del danés Keil, en quien, según creía, podía confiar. Y aunque le resultó doloroso, debió aceptar que se sentía más protegido por un hombre de otra fe que por muchos de los de la suya. Más abrigado por un extraño tolerante que por un hermano de sangre contaminado de fanatismo, de intransigencia y, no podía calificarlo de otro modo, repleto de odio.
La primavera se entregaba como un regalo del Creador a la ciudad de Ámsterdam. Todo revivía, sacudiéndose de encima la modorra del hielo y los agresivos vientos invernales que, por meses, asolaban la villa y oprimían a sus habitantes, sus animales, sus flores. Mientras las temperaturas subían sin darse demasiadas prisas y la lluvia se presentaba con frecuencia, los colores se desperezaban, despojando de su protagonismo casi absoluto al blanco de la nieve en los tejados y al pardo de los lodazales en que se habían convertido las calles por donde aún no habían pasado las legiones de colectores municipales. Con los tonos recuperados también renacían los ruidos y se avivaban los olores. A los mercados regresaban los vendedores de perros, con sus jaurías de lebreles, pastores y galgos vociferantes; salían a la intemperie los bulliciosos tratantes de especias y hierbas aromáticas (orégano, mirto, canela, clavo, nuez moscada), tan delicadas al tacto y al olfato como incapaces de resistir las temperaturas invernales sin perder la perfumada calidez de sus almas; las tabernas abrían sus puertas, regalando el olor fermentado de la cerveza de malta y las risas de los clientes; y retornaban a la ciudad los proveedores de bulbos de tulipanes, con la promesa de una floración de colores anunciada a gritos para luego decir en voz baja los precios desbocados, como si les avergonzara —solo como si les avergonzara— explotar la moda y pedir cifras exageradas por una cebolla peluda que apenas encerraba la promesa de su futura belleza. Las voces de los mercaderes, carretoneros, conductores de barcazas y borrachos arracimados en cualquier esquina (incontables en una ciudad donde casi no se bebía agua, dizque para evitar una segura disentería), sumados a los ruidos penetrantes de los talleres de fabricantes de armas o de tambores y la monótona canción de los aserraderos, formaban una algarabía compacta que muchas veces al día resultaba tapiada por el repique atropellado de las infinitas campanas de la ciudad que, desentumecidas, parecían tañer con más vehemencia, en su misión de anunciar cualquier acontecimiento. Campanas solitarias, campanarios de múltiples bronces y musicales carillones traídos de Berna advertían de horas, medias y cuartos, de aperturas y cierres de negocios, de llegadas o zarpas de barcos y celebraciones de misas o entierros, de bautizos y matrimonios retardados por el invierno, y de alguna ejecución por ahorcamiento, a las cuales eran tan adictos los holandeses, siempre como si el tañido de la metálica notificación convirtiera en realidad el hecho que la provocaba. En la Sint Anthonisbreestraat, camino de la casa del Maestro, frente al edificio donde vivía Isaac Pinto, Elías Ambrosius Montalbo de Ávila se detuvo ese mediodía y compartió su buen ánimo primaveral con el sonido (ese sí, armónico) de las treinta y cinco campanas, alineadas como pájaros sobre una valla, colgadas de lo alto de la torre de Hendrick de Keyser, sobre la cruz de la Zuiderkerk.
El buen humor del joven mucho tenía que ver con la estación y el sesgo prometedor tomado por sus encuentros con Mariam Roca, que habían evolucionado de los paseos sin rumbo preciso por calles y mercados o de las conversaciones cada vez más cargadas de terceras intenciones, a caricias de manos y susurros en los oídos, capaces de provocarle una fogosidad tal que le solía exigir el alivio de la autofrotación y el consiguiente reclamo de comprensión y perdón al Santísimo. Pero, más que con la primavera y los pálpitos del amor y el sexo, el estado de entusiasmo en el cual vivía Elías Ambrosius estaba relacionado con la función tremendamente especial que, desde hacía una semana, cumplía en el taller del Maestro: servir de modelo para el muy judío mohel en el instante en que se disponía a realizar la circuncisión ritual del niño Jesús, la Brit Milá ordenada por Yavhé para distinguir a todos los varones del pueblo elegido.
Desde la tarde en que lo llevó consigo para visitar a Isaac Pinto, las relaciones entre el pintor y el aprendiz habían tomado cierta calidez —casi toda la calidez capaz de generar el carácter hosco del Maestro con quienes no eran sus más íntimos amigos—, y Elías Ambrosius, sin haberse liberado del balde y la escoba, no solo había sido ascendido en las funciones prácticas del taller, triturando con el pesado alfil las piedras de pigmentos y preparando colores con las proporciones precisas del aceite de linaza, sino que el Maestro le había dedicado varias conversaciones, más bien monólogos, en los cuales, según sus humores, a veces se enredaba como si perdiera la noción del tiempo. Unos días hablaba solo de temas artísticos, como (según los apuntes de Elías Ambrosius, siempre empeñado en anotar los aprendizajes para luego releerlos y asimilarlos) sus ideas sobre la necesidad de quebrar la relación establecida entre la belleza clásica y el desnudo femenino, que, a su juicio, no debía ser perfecto para ser femenino y bello, pues el Maestro gustaba de plasmar pieles plegadas, pies agrietados, muslos flácidos, en busca de un patente sentido de verosimilitud al cual no se acercaban los demás artistas de la ciudad. Otros días se lanzaba a fundamentar su peculiar entendimiento de la armonía y la elegancia como cualidades en función de la obra y no como valores en sí mismos, que era el modo en el cual lo habían entendido los cultores de la pintura clásica, incluido el flamenco Rubens. No, no: ese sentido más profundo de la armonía por él perseguido resultaba la gran enseñanza que, según el Maestro, había dejado al mundo el pintor Caravaggio; no el dominio de las oscuridades cavernosas en las cuales se habían empeñado sus seguidores, aseguraba, incapaces de ver más allá de lo aparente, sino la revelación de que la verdad y la sinceridad deben estar por encima de la belleza canonizada, la simetría pretendida o la idealización del mundo. «Cristo, con los pies sucios, llagados por la arena del desierto, predicó entre pobres, hambrientos y tristes. La pobreza, el hambre, las lágrimas no son bellas, pero son humanas», concluía: «no hay por qué huir de la fealdad», e ilustraba aquellas disquisiciones con el estudio de una «Predicación de Cristo», dibujada sobre papel en la que el orador, cosa curiosa, carecía de un rostro definido.
Días hubo, en cambio, en que el Maestro prefirió recorrer los derroteros de asuntos mundanos, como su desinterés por la cosa pública y, sobre todo, por la política, la cual consideraba una peligrosa tentación para el artista deseoso de mostrarse participativo. Y días en que se enredaba en una de sus obsesiones de hombre siempre urgido de dinero, hablando de la importancia y a la vez del lastre que había significado para los pintores de las Provincias Unidas haberse convertido en los primeros artistas en la historia que no trabajaban ni para la corte ni para la Iglesia, sino para un tipo de cliente por completo diferente en sus exigencias, gustos y necesidades: los hombres ricos nacidos de los beneficios del comercio, la especulación, la manufactura a gran escala. Entonces aseguraba que aquellos individuos, muchas veces de origen plebeyo, siempre pragmáticos y visionarios, cada vez estaban menos interesados en la historia o en la mística. Sus ansias se expresaban en el deseo de ver cuadros en los cuales fuesen representadas sus propias creaciones materiales: su país, sus riquezas, sus costumbres, ellos mismos, con sus joyas y ropas, satisfechos al fin de una fortuna de la que cada día se sentían más orgullosos. Aquel reflejo debía materializarse en lienzos de dimensiones razonables, concebidos para adornar la pared de una acogedora morada familiar, en lugar de una aplastante iglesia o un palacio real. Y para adornar exigían lo que ellos consideraban bello, lo que ellos estimaban propio.
«Hemos creado una relación distinta para el arte», le había dicho una de esas tardes en que, luego de ordenarle posponer la limpieza del estudio, se había mostrado más locuaz con Elías Ambrosius, quien lo escuchaba casi hipnotizado por la facilidad con que el Maestro perfilaba los trazos, los volúmenes, las ubicaciones espaciales, las zonas de sombras de lo que sería la escena de la adoración de los pastores del niño Jesús solicitada por el estatúder Frederik Hendrik de Nassau. «En la ciudad donde todos comercian, nosotros estamos inventando algo: el comercio de la pintura. Trabajamos para venderles a clientes nuevos con gustos nuevos. ¿Sabes quién es el mejor comprador de los cuadros de Vermeer de Delft? Pues un panadero enriquecido. ¡Un mecenas que vende pasteles, no un obispo ni un conde…! Y tras el dinero de esos que se hacen llamar burgueses, sean panaderos, banqueros, armadores de barcos o comerciantes de tulipanes, se ha tenido que mover la pintura, y ha debido complacer los gustos de hombres que jamás han pisado una universidad. Por eso ha aparecido la especialización: quienes pintan escenas campestres y las venden bien, pues a pintar escenas campestres; igual los que pintan batallas, marinas, naturalezas muertas o retratos… Hemos inventado la estampa comercial: cada uno debe tener la suya y cultivarla para recoger sus frutos en el mercado, como cualquier comerciante. Mi problema, como sabrás, es que no tengo ese tipo de marca, ni me importa que mi pintura sea brillante y armónica, como quieren ahora… Me interesa interpretar la naturaleza, incluida la del hombre, incluida la de Dios, y no los cánones; me importa pintar lo que siento y cómo lo siento. Siempre que puedo… Porque también hay que vivir.» Y señaló con el cabo del pincel hacia el lienzo donde ya se perfilaban la Sagrada Familia y los pastores solicitada por el señor de La Haya. «Sé que ya no estoy de moda, que los ricos no me ruegan que los retrate, porque la moda la crean ellos y estos ricos de hoy no tienen el concepto de sus padres calvinistas: ahora se quiere exhibir la riqueza, la belleza, el poder…, pues para eso han obtenido esas riquezas. Se construyen palacios en los nuevos canales y nos pagan por nuestras obras, ya que, por fortuna, estiman que somos un medio de invertir esa riqueza y, a la vez, un buen modo de adornar esos palacios y mostrar lo refinados que son.»
Sin embargo, el Maestro no había sido en absoluto comunicativo la tarde en que, sin haberle revelado aún su propósito de utilizarlo como modelo, le había ordenado a Elías Ambrosius dejar a un lado los aperos de limpieza y subir al estudio, sitio al cual, en las dos últimas semanas, se había establecido la orden de que solo podían entrar el Maestro, su discípulo Aert de Gelder y la joven Emely Kerk. Al penetrar en la sala de trabajo, Elías Ambrosius recibió una sorpresa que le explicó la razón de la clausura: en la pared del fondo había dos cuadros extrañamente iguales pero esencialmente diferentes de la manida escena cristiana de la adoración de los pastores, aquella representación en que por demasiado tiempo había venido trabajando el pintor. Sin darle ocasión a detenerse en la observación de las dos telas enigmáticas por su similitud, el Maestro le había pedido que se vistiera con un pesado camisón marrón oscuro y lo había ubicado ante un fragmento de columna griega que le llegaba a la altura del pecho. Luego de observarlo desde varios ángulos, comenzó a pedirle que adoptara diferentes poses mientras, con rasgos muy sueltos, iba reproduciendo las posturas con un carboncillo sobre las hojas rugosas de su tafelet. Algo muy recóndito y visceral debía de ocupar la mente del Maestro en el proceso de observar y dibujar al joven judío, en un mutismo solo quebrado por las indicaciones dedicadas a modificar posturas. El Maestro, pensó Elías, parecía empeñado en una cacería más que en una obra. Y había tenido la certeza de estar asistiendo a un invaluable aprendizaje.
Unas semanas antes, cuando comenzó a trabajar en alguna de aquellas versiones de La adoración de los pastores, el pintor había tomado la previsible decisión de utilizar otra vez a la joven Emely Kerk, la institutriz de su hijo Titus, como modelo para la figura de la Virgen María, como ya había hecho en la escena que tituló La Sagrada Familia con ángeles. La obra, terminada y entregada a principios de ese año, y a cuyo proceso de creación Elías Ambrosius había tenido el privilegio de asistir, había provocado en el joven aprendiz una atracción casi magnética. Largas horas había dedicado a su contemplación, tratando de descubrir, pues ya se creía capaz de ello, los efectos por los cuales aquella escena familiar y mágica lograba transmitir una emoción que, a pesar de su educación y creencias judías, Elías no podía dejar de sentir: y un buen día encontró que la clave del cuadro no estaba en su representación de un acontecimiento místico, sino en lo contrario, en la manifestación de su serenidad terrenal. El Maestro parecía estar cada vez más lejos de la expresión de sentimientos evidentes de miedo, dolor, sorpresa, pesar, ira, a las que se había entregado, años atrás, en sus cuadros sobre la historia de Sansón, o en sus trabajos sobre el sacrificio de Abraham o el llamado El festín de Baltasar, todos tan teatrales y plenos de movimiento. Ahora, en cambio, había optado por la interioridad de los sentimientos y en aquella escena había sido capaz de concentrar toda la emoción de la circunstancia en el gesto cuidadoso de una mano. La mano de la joven y hermosa Emely Kerk, convertida en Madre de Dios, resumía, como una última emanación de su carácter, la perfección que comenzaba en el óvalo de su cara, en la suavidad de su semblante, y continuaba en el arco apacible de sus hombros, para bajar hasta la delicadeza de aquella extremidad que se acercaba al niño para comprobar si estaba dormido: era solo un gesto, cotidiano y leve, casi vulgarmente maternal y terreno, mas lograba conferir a la figura de la Virgen una dulzura capaz de proclamar, en su ternura a la vez humana y cósmica, que aquella no era una madre normal, sino la Madre de un Dios. El Maestro había generado una explosión de la magia de la belleza, y había sido capaz de convertir su propio deseo carnal por la modelo en una lección de amor universal y trascendente. Y Elías Ambrosius comprendió que solo los maestros más dotados eran capaces de lograr tanto con tan poco. ¿Podría él, alguna vez, asomarse siquiera a esa grandeza?
En la pieza de la adoración de los pastores en la cual se empeñara el pintor durante los últimos dos meses, aparecía la misma Virgen, pero como parte de un grupo de personajes. Con el niño Cristo recostado en un pequeño moisés, más bien una canasta corriente, acomodada en su regazo, la Virgen mostraba a los pastores forasteros al hijo de Dios recién nacido. La madre y el hijo, desde que fueran abocetados, aparecían beneficiados por la única luz del cuadro, cuya fuente diríase que brotaba de las mismas personas divinas. Sin embargo, algo en aquel trabajo, destinado al palacio del estatúder, no parecía haber complacido al Maestro, y su conclusión se había dilatado ya por varias semanas, a lo largo de las cuales el hombre, sin mojar el pincel, se dedicaba a observar lo estampado o a vagabundear por la ciudad, como si se hubiera olvidado por completo de la pieza. Empujado por aquella insatisfacción con la obra, como luego sabrían todos en el taller, el Maestro había tomado una extraña decisión: le había pedido a Aert de Gelder, el más dotado de sus jóvenes discípulos, que utilizara un lienzo de similares dimensiones al escogido por él, y reprodujera el cuerpo central de aquel cuadro. De Gelder debía copiar la escena con la mayor fidelidad, aunque con la libertad de introducir las variaciones que el joven creyese necesarias. Aert de Gelder, que era la mímesis pictórica más asombrosa que hubiera existido del Maestro, había aceptado el reto y, gustoso, se empeñó en la labor, sabiendo que no se trataba de un simple ejercicio de copiado sino de un experimento más intrincado cuyos fines últimos desconocía. Fue en los días durante los cuales se había cocinado aquel proceso, cuando la entrada al estudio había estado vedada para todos los habitantes y trabajadores de la casa. Por ello, solo aquella tarde, luego de recibir el mandato del Maestro para que se moviera hasta quedar de frente a él, Elías Ambrosius al fin había tenido la oportunidad de detenerse a estudiar las dos obras, todavía muy necesitadas de retoques y tratamientos conclusivos. Lo sorprendió observar cómo las pinturas multiplicaban la sensación de simetría pues parecían mirarse una a la otra en un espejo y el joven judío coligió que, con toda seguridad, De Gelder había decidido realizar el encargo de reproducir lo ya existente valiéndose de instrumentos ópticos que proyectaran la imagen estampada por el Maestro sobre el lienzo en el cual la había copiado el discípulo. Por tal razón las figuras de la reproducción quedaban invertidas respecto a las del original, con los personajes algo más concentrados en la fuente de luz, aunque transmitiendo el mismo sentimiento de respetuosa introversión. Pero, para quien no tuviera los antecedentes que poseían Elías y los demás discípulos, la pregunta que de inmediato saltaría de la contemplación de aquellas obras gemelas sin duda sería: ¿cuál es el original y cuál la copia?
«¿Quieres saber por qué estoy haciendo esto?», había preguntado al fin el Maestro sin necesidad de comprobar hacia dónde se dirigía la mirada hipnotizada de Elías Ambrosius. «Con el mayor respeto», dijo el joven, y entonces el pintor se volvió para quedar de frente a las obras, dándole las espaldas al aprendiz. «Es el precio del dinero», dijo y se mantuvo unos instantes en silencio, como solía hacer el jajám Ben Israel cuando lanzaba sus discursos. «Esta vez no puedo fallar. Dependo del dinero del estatúder para pagar los plazos atrasados de esta casa. Ya no me hacen encargos como este, algunos comentan que mis pinturas parecen abandonadas más que acabadas, en fin… Hace unos años este mismo estatúder fue mi esperanza de poder convertirme en un hombre rico, famoso, y vivir en un palacio de La Haya…» «¿Cómo el flamenco Rubens?», se atrevió a preguntar Elías. El Maestro asintió: «Como el maldito flamenco Rubens… Pero yo no soy y nunca pude haber sido como él, por más que me empeñara en lograrlo, por más que le robara los temas, las composiciones, hasta los colores… Mi salvación fue lo que en un momento pareció mi desgracia: que el estatúder no me convirtiera en el pintor de la corte y me tratara solo como lo que soy: un hombre vulgar dispuesto a vender su trabajo… En ese momento sentí cómo me hundía, tuve que renunciar a querer vivir como Rubens, a pintar como Rubens. Pero también me convertí en un hombre un poco más libre. No, mucho más libre… Aunque, escúchalo bien, la libertad siempre tiene un precio. Y suele ser demasiado alto. Cuando me creí libre y quise pintar como un artista libre, rompí con todo lo considerado elegante y armónico, maté a Rubens, y solté mis demonios para pintar La compañía del capitán Cocq para las paredes de Kloveniers. Y recibí el castigo merecido por mi herejía: no más encargos de retratos colectivos, pues el mío resultaba un grito, un eructo, un escupitajo… Era un caos y una provocación, dijeron. Pero yo sé, lo sé muy bien, que logré esa insólita combinación de deseos y realizaciones que es una obra maestra. Y si me equivoco y de maestra no tiene nada, lo importante es que fue la obra que quise hacer. En realidad, la única que podía hacer mientras tenía ante mis ojos la evidencia de hacia dónde nos conduce la vida…, hacia la nada. Mi mujer se apagaba, escupía sus pulmones, se moría un poco más cada día, y yo pintaba una explosión, un carnaval de hombres ricos disfrazados, jugando a ser soldados, y lo hacía como me venía en gana… La disyuntiva resultó muy simple: o los complacía a ellos o me complacía a mí, o seguía esclavo o proclamaba mi independencia». El pintor detuvo su diatriba, como si de pronto perdiera el entusiasmo, pero enseguida se encarriló de nuevo en su disquisición: «Aunque la amarga verdad es que mientras dependa del dinero de otros no seré del todo libre. No importa si quien paga es el estatúder y el tesoro de la República, la Iglesia, un rey o un enriquecido panadero del Delft… Al final es lo mismo. Puedo pintar a Emely Kerk como quiero pintarla, o una Sagrada Familia que parezca una familia judía de tu barrio mientras recibe la visita de unos ángeles como si fuese lo más normal del mundo. Y sentarme a esperar a que aparezca un comprador generoso… o a que no aparezca. Pero eso que ves ahí», señaló sin necesidad su cuadro, el de mayores dimensiones, «eso no me pertenece: es obra del estatúder. Él me pidió con todo detalle lo que quería ver y me paga para cumplir ese deseo… Y ya aprendí la lección. Sé muy bien que el estatúder no quiere exhibir en su palacio pies sucios ni pastores andrajosos recién salidos del desierto, como debió haber sido en la realidad. No quiere vida: solo una imitación de ella que resulte bella. Por eso le pedí a Aert que hiciera su versión para luego yo retocar la mía con las soluciones que él encontrara… Escogí a Aert porque es uno de los mejores pintores que conozco, pero nunca será un artista. Y ahí está la prueba: ¿parece una obra mía, no es cierto? Mira esos trazos, mira la profundidad de su claroscuro, disfruta con qué técnica trabaja la luz. Observa y aprende… Pero también aprende algo más importante: a esa estampa de Aert le falta algo… Le falta el alma, no tiene el misterio del arte verdadero… Es solo un encargo. Y yo estoy copiando a Aert porque así se debe pintar si uno quiere cumplir el deseo de un poder y ganarse esos florines que tanto necesita». Se detuvo, concentrado en los dos cuadros, y negó algo con la cabeza antes de decir: «El arte es otra cosa… Y ya está bien por hoy. Ahora limpia a fondo este estudio, parece una pocilga… A partir de mañana te necesito aquí conmigo. Dile a la señora Dircx que no la ayudarás por un tiempo. Me vas a servir de modelo para el mohel del cuadro de la circuncisión de Jesús… Y cuando terminemos con este encargo, te voy a dar un pincel. Tengo curiosidad por saber si además de valor, vocación, empecinamiento y quizás hasta talento, tienes alma de artista».
Otra vez Emely Kerk era la Virgen que, en primer plano, observaba con devoción cómo su marido, José, sostenía en sus manos al niño abrigado con unos paños blancos, mientras Elías Ambrosius, transfigurado en un mohel vestido como un personaje de cuentos persas, la cabeza cubierta al estilo de los primitivos judíos orientales que cada vez más pululaban por Ámsterdam, se disponía, casi de espaldas al espectador, a la cirugía ritual del descendiente de la casa de David llegado a la Tierra para cambiar el destino de la religión de los hebreos y hasta la propia historia del pueblo de Israel, que no le reconoció su mesiazgo. Detrás de esos personajes, sobre los que se concentraba la luz, una oscuridad cavernosa en la cual se podían entrever otras figuras, vestidas todas con túnicas de un bermellón oscuro, y, al fondo, una cortina con algunos reflejos dorados y las columnas del Templo de Zorobabel y Herodes el Grande, el último gran vestigio de la gloria de Judea que, poco después, derribarían los legionarios romanos.
Varias veces, mientras el Maestro trabajaba en aquella Circuncisión de Cristo, el jajám Ben Israel acudió al taller para ayudarlo en la interpretación de una escena bíblica solo referida por Lucas y en la representación veraz de la milenaria ceremonia. Como profundo conocedor no solo de la Torá y los libros de los profetas, sino también del llamado Nuevo Testamento escrito por los discípulos del hombre a quien los cristianos consideraban el Mesías, Ben Israel dominaba a fondo la cristología. Bebiendo el vino del pintor, disfrutaba otra vez de aquella labor de consultante que había realizado ya en varias ocasiones, pues aunque el Maestro conocía al dedillo las Escrituras —casi no leía otros libros—, sus significados históricos más profundos y sus conexiones con el complicado imaginario hebreo siempre podían escapársele, algo a lo que no quería arriesgarse en aquella obra de encargo. Varios años atrás, cumpliendo similar misión, había sido el jajám quien, en un juego de sentidos cabalísticos cuyas entretelas no dominaba el Maestro, había escrito el mensaje que, en una nube divina, atraviesa la pared del palacio de Baltazar y le anuncia al emperador babilonio el fin de su corrompido reinado. Las letras hebreo-arameas, dispuestas en columnas verticales, en vez de aparecer dispuestas de forma horizontal y de derecha a izquierda, encerraban en la advertencia encriptada un sentido esotérico que solo podían entender los conocedores de los misterios de la Cábala y sus proyecciones cósmicas, como era el caso de Ben Israel.
En aquellas charlas, casi siempre mojadas con más vino del requerido para calmar la sed, de las que varias veces Elías Ambrosius fue testigo desde su estrado de modelo, con frecuencia el Maestro y el jajám hablaron del mesianismo que, por los preceptos de sus respectivas religiones, entendían de modos diversos. Elías descubrió que su antiguo profesor discrepaba de las conclusiones de las escuelas de sabios cabalistas radicados en el Oriente del Mediterráneo —Salónica, Constantinopla, la propia Jerusalén, sitios adonde aquellos maestros o sus antepasados inmediatos habían llegado luego de salir de Sefarad—, las cuales habían propalado la teoría extraída de sus esotéricas interpretaciones de las Escrituras de que el cercano año de 1648, o sea, el año 5408 de la creación del mundo, estaba marcado en el Libro como el del advenimiento del Mesías. Las grandes desgracias sufridas por los judíos en los últimos siglos, el nuevo Éxodo que había significado la expulsión de Sefarad, la hostilidad que los acechaba por todas partes («Esta Nueva Jerusalén es una isla», decía Ben Israel, con palabras que bien podía haber robado al abuelo Benjamín), la pérdida de fe de tantos israelitas, convertidos al cristianismo, al islam o, peor aún, entregados al descreimiento (el excomulgado Uriel da Costa no era el único hereje crecido entre ellos, y mencionó las polémicas, casi peligrosas ideas de un joven demasiado inteligente y rebelde, llamado Baruch Spinoza, del cual Elías oía hablar por primera vez), constituían, según aquellos cabalistas, las primeras de las grandes catástrofes. Eran apenas un prólogo previsible de las ingentes desgracias que se avecinaban, anunciadas para preceder la verdadera llegada del Ungido y celebrar, al fin, el juicio de los justos y comenzar la era del reconocimiento universal del Dios de Abraham y Moisés. Pero, además, el jajám discrepaba de las elucubraciones de los sabios orientales por una precisa razón: los profetas Daniel y Zacarías, decía, advierten a las claras que solo se produciría la llegada del Mesías cuando los judíos vivieran en todos los rincones de la tierra. Nunca antes.
Justo el día que Ben Israel llegó a ese punto neurálgico de sus análisis mesiánicos, el Maestro hizo una pregunta capaz de sacar de sus cabales al erudito: «¿Y lo que dice en las tabernas y sinagogas el tal Antonio Montesinos de que ha descubierto en el Nuevo Mundo a los descendientes de las diez tribus perdidas?». «¡Patrañas! ¡Un fraude! ¡Un engaño que mucho complace al rabino Montera por lo que le sirve para controlar a la gente…!, pero que ni él mismo se cree», gritó el profesor. «¿Cómo va a decir ese Antonio Montesinos que unos indígenas mal encarados e incultos son los herederos de las diez tribus perdidas? ¿Quién le va a creer que hablan una derivación del arameo si los indios de una tribu no se entienden con sus vecinos?» «Pero si fuera cierto, eso significaría que los judíos viven en todo el mundo», replicó el Maestro. «Ya ni el rabino Breslau se cree la fábula de Montesinos… Porque el problema no es el Nuevo Mundo, donde ya hay asentados sefardíes y hasta algunos de esos burros asquenazíes, incluso en los territorios del rey de España, por cierto… El problema está en Inglaterra, de donde fuimos expulsados hace tres siglos y medio. Inglaterra es la clave para que se produzca la llegada del Mesías…, y ni más ni menos que en abrir las puertas de Albión voy a empeñar mis fuerzas: si lo logro, habré dado el gran paso para que el reinado del Santísimo, bendito sea Él, se extienda por toda la Tierra y el mundo quede listo para la llegada del verdadero Mesías y el regreso a Jerusalén.»
Una tarde en la que el Maestro liberó a Elías Ambrosius al mismo tiempo en que Ben Israel se despedía, el joven aprovechó la ocasión para acompañar al jajám en su recorrido hacia la casa de Nieuwe Houtmarkt. Ya había oscurecido pero la temperatura se mantenía agradable, y decidieron caminar por la margen izquierda del Zwanenburgwal, hasta que la fetidez móvil de las barcazas cargadas de estiércol los obligó a buscar un callejón que los acercara al Binnen Ámstel. Cada noche aquella carga de detritus humanos y animales subía por los canales hacia las dársenas del Ámstel, en dirección al Ij, para navegar luego hasta los campos de fresas de Astsmeer y de las zanahorias de Beverwijk, que en su momento se ofrecerían con sus refulgentes colores en los mercados de la ciudad.
Sentados en el abigarrado estudio del jajám, con las ventanas cerradas para impedir el paso a los malos olores, el sabio preparó la pipa en donde gustaba fumar las hojas de tabaco que le obsequiaban sus amigos, mientras se entregaba a la reflexión o la lectura. Elías Ambrosius, bajando el tono, le contó entonces de la decisión del Maestro de ponerlo a pintar en el taller. Aquella maravillosa oportunidad de ascender en su aprendizaje significaba, no obstante, que su verdadera relación con el pintor se haría pública, al menos para los otros discípulos del taller y hasta los criados de la casa. Y tal desvelamiento no dejaba de provocarle al joven un justificado temor. Aunque no solo el jajám podía mostrarse comprensivo con la afición de un judío, por lo demás observante de las leyes y mandamientos de su religión, Elías Ambrosius se sentía temeroso de reacciones radicales, de las que cada vez con más frecuencia se producían en la ciudad. No lo consolaba demasiado saber que hombres como Isaac Pinto y de seguro otros de su círculo se dedicaban no ya a comprar pinturas, sino pinturas hechas por un judío asentado entre ellos. Porque también resultaba evidente para todos los miembros de la Naçao que el consejo rabínico, ante el temor de perder el control de la comunidad, se tornaba cada día más intransigente con respecto a ciertas actitudes consideradas heterodoxas. En cada ocasión que se les presentaba un caso de desobediencia o laxitud para ser analizado o enjuiciado, los rabinos repetían la perorata de que la prosperidad y la tolerancia del ambiente tornaban cada día más libertino al rebaño. No era casual que en los últimos tiempos las jerem condenatorias cayeran como la lluvia: por sostener relaciones con conversos radicados en tierras de idolatría y hasta por visitar esas tierras; por mantenerse alejados de la sinagoga, no cumplir los ayunos o violar las prohibiciones del Shabat mientras satisfacían necesidades o exigencias mundanas; o en el peor de los casos, por expresar ideas o realizar actos considerados heréticos. ¿Qué podía esperar él que ocurriera de ser descubierta lo que para la mayoría de los judíos constituía una flagrante violación de la Ley? ¿Acaso Salom Italia no ocultaba su identidad para evitar el castigo de los rabinos? ¿Hasta cuándo podría seguir viviendo entre pintores, trabajando a escondidas sin que sus verdaderas intenciones fuesen descubiertas por su hermano Amós, que, fanatizado como estaba, lo denunciaría ante el Mahamad?
El jajám parecía más divertido que preocupado por los temores de su antiguo alumno. Una sonrisa casi imperceptible aunque permanente inclinaba la pipa hacia la comisura izquierda de su boca. «¿Pero en verdad a qué le temes, Elías, a Dios o a tus vecinos?», preguntó al fin, utilizando la lengua de los sefardíes castellanos, luego de abandonar la pipa sobre el escritorio. A Elías lo sorprendió la dificultad que entrañaba responder aquella simple cuestión. «De Dios sé qué se puede esperar…, y de mis vecinos también», fue lo que se le ocurrió decir, en el mismo idioma utilizado por el jajám, que apenas asintió, ya sin sombra de sonrisa en su rostro. «¿Para ti qué cosa es lo sagrado?», continuó el interrogatorio. «Dios, la Ley, el Libro…», enumeró el joven y de inmediato supo que había errado, por lo que agregó: «Aunque la Ley y el Libro tienen un componente humano». «Sí, lo tienen… ¿Y el ser humano, hecho por Él a su imagen y semejanza, no es sagrado…? ¿Y el amor? ¿El amor no es sagrado?» «¿Qué amor?» «Cualquier amor, todos los amores.» Elías pensó un instante. El profesor no se refería al amor a Dios, o no solo. Pero respondió: «Sí, creo que sí». «Estamos de acuerdo», dijo Ben Israel después de una pausa y agregó: «Quizás recuerdes esta historia, pues en la escuela les hablé de ella… Como sabes, el 6 de agosto del año 70 de la era común, los ejércitos del emperador romano Tito tomaron Jerusalén y destruyeron el Segundo Templo. Curiosamente ese mismo día del año 586 antes de la era común, había sido destruido el Primer Templo…». «Tishá b’Av, el día más triste del año para Israel», lo interrumpió Elías mientras se preguntaba por qué el jajám le repetía aquella historia que sabían hasta los judíos más incultos. «Si no me quieres oír, puedes irte.» «Perdón, jajám. Siga.» «A donde quiero llegar es a recordarte que a partir de la destrucción del Segundo Templo y de las persecuciones del emperador Adriano a cualquier práctica del judaísmo, la historia de Israel, como nación, ha continuado por mil setecientos años. Pero no sobre una tierra cuyos últimos vestigios perdimos en esa época, sino sobre unos libros escritos muchos siglos antes por los miembros de un pueblo que nunca tuvo grandes artesanos, ni pintores ni arquitectos, pero sí grandes narradores que hicieron de la escritura una especie de obsesión nacional… Fue la nuestra la primera raza capaz de hallar palabras no solo para definir toda la complejidad de una relación entre el hombre y el Misterio, sino también para expresar los más profundos sentimientos humanos, incluido, por supuesto, el amor… Poco después de la destrucción del Templo, entre las diversas persecuciones de Adriano, se realizó una gran asamblea de rabinos y doctores y se establecieron las dos reglas fundamentales para la supervivencia de la fe de los hebreos, dos reglas que son válidas hasta hoy… La primera es que el estudio resulta más importante que la observancia de las prohibiciones y de las leyes, pues el conocimiento de la Torá conduce a la obediencia de sus sabias prescripciones, mientras que la observancia pura, sin la comprensión razonada del origen de las leyes, no garantiza una fe verdadera, esa fe nacida de la razón. La segunda regla, lo recordarás por la historia de Judá Abravanel que tantas veces les conté, tiene que ver con la vida y la muerte. ¿Cuándo es preciso morir antes que ceder?, se preguntaron esos sabios hace más de mil quinientos años, y nos respondieron a todos nosotros que solo en tres situaciones: si el judío se ve obligado a adorar a falsos ídolos, a cometer adulterio o a derramar sangre inocente. Pero todas las otras leyes pueden ser transgredidas en caso de peligro de muerte, pues la vida es lo más sagrado», dijo el profesor y movió el brazo como si fuera a recuperar la pipa, pero desistió. «Te quiero decir con esto apenas dos cosas, Elías Ambrosius Montalbo de Ávila… Una, que las leyes deben ser razonadas por el hombre, pues para eso tiene inteligencia, y la fe debe ser pensamiento antes que aceptación. La segunda, que si no violas ninguna de las grandes leyes, no estás ofendiendo a Dios de manera irreversible. Y si no ofendes al Bendito, puedes olvidarte de tus vecinos… Claro, si estás decidido a asumir los riesgos de enfrentar las iras de los hombres, que en ocasiones pueden ser más terribles que las de los dioses.»
¿Entonces son la vida y el amor sagrados? ¿Qué es exactamente lo sagrado? ¿Solo se refiere a lo divino y a sus obras o también a lo más reverenciado para el ser humano? ¿Y no eran la vida y el amor un regalo de Dios a sus criaturas, y por ende sagrados?
Elías Ambrosius no podía evitar hacerse aquellas preguntas mientras observaba el rostro ruborizado de Mariam Roca, escuchaba la respiración profunda de la joven y sentía una palpitación jubilosa en su entrepierna, tan urgente como jamás la había percibido.
No tuvo que insistirle demasiado para que, en lugar de caminar por la ciudad, fueran aquel día a pasear por los campos apacibles extendidos más allá de los nuevos canales. Era una luminosa mañana de domingo, de cielos abiertos como una flor por el calor del verano, y se entretuvieron contemplando los palacetes del canal del Príncipe, los más nuevos y lujosos de Ámsterdam. «¿Te gustaría que viviéramos en uno así?», le preguntó a la joven al pasar ante el casi terminado edificio donde pronto viviría Isaac Pinto, y ella se ruborizó por las connotaciones encerradas en la interrogación. Tomaron luego el sendero que conducía a la soledad del galpón abandonado donde Elías solía colocar su caballete y sus telas para pintar al óleo. Mientras caminaban entre algarrobos y sauces crecidos a la vera de los pantanos, el joven se había preguntado hasta dónde podría llegar aquel día en su relación con Mariam y pensó en todas las posibilidades que su mente inexperta era capaz de ofrecerle. Pero cuando se hubo sentado junto a ella, las espaldas recostadas sobre los tablones carcomidos de la pared del galpón que recibía la sombra, y casi por instinto comenzado un avance hacia nuevos territorios, que ella no había rechazado (caricias en el cuello con el envés de la mano, toque ligero de los labios con un dedo), Elías soltó sus amarras. Tomó el rostro de la muchacha entre sus manos y posó sus labios sobre los de ella, para abrir aquellas puertas de sus vidas y provocar unas reacciones vigorosas que fueron incapaces de vencer a las preguntas que se agolparon en su mente ante la certeza de que la magia de aquel instante, la belleza de Mariam y sus palpitaciones, el endurecimiento de su miembro y la sensación de potencia que lo exaltaba, también eran lo sagrado. Tenían que serlo, pues conducían a la esencia misma de la vida, a la comunicación más sublime con lo mejor que Dios le había entregado a sus criaturas.
Desde que la viera por primera vez en la casa del jajám Ben Israel, casi un año antes, Elías Ambrosius había tenido el presentimiento de que aquella muchacha de apenas dieciséis años estaba predestinada a entrar en su vida. Los padres y los abuelos de Mariam, ex conversos portugueses, por varios años habían preferido asentarse en Leiden, donde su padre, médico de profesión graduado en Oporto, había conseguido un discreto puesto como auxiliar de la cátedra de Medicina de la famosa universidad de la ciudad. Luego, cuando el padre había sido reclamado para trabajar con el famoso doctor Efraín Bueno, por fin habían recalado en Ámsterdam. El vínculo con aquel médico conectó al padre de Mariam con el sabio Ben Israel (amigo de cuanto doctor existía en la ciudad, a quienes les consultaba de modo compulsivo sus enfermedades reales e imaginarias) y, por la cercanía entre los mayores, a los dos jóvenes. Los paseos de Elías y Mariam, iniciados con el pretexto de que el joven le mostrara a la recién llegada la ciudad en donde ahora vivía, había colocado a Elías en la privilegiada coyuntura de tener tiempo y espacio para alimentar una relación sentimental cuyo crecimiento la familia de la muchacha parecía aceptar de buen grado, a pesar de que el clan de los Montalbo de Ávila no figuraba ni mucho menos entre los económicamente más afortunados de Ámsterdam, aunque sí era de los más respetados por su cultura y laboriosidad.
Aquella mañana inolvidable, cuando Elías se disponía a besar a Mariam Roca por segunda vez, detuvo la mirada durante unos segundos en los ojos de la joven: unos ojos limpios, de color miel, a través de los cuales logró contemplar las fuentes del deseo y del temor, de las decisiones y de las dudas de su dueña. Y también, sin poder evitarlo, pensó que algún día debía pintar aquellos ojos —pues todo está en los ojos—. Y si sus pinceles o carbones lograban captar la vida palpitante en aquella mirada, entonces habría sido capaz de ejercer el poder de atrapar un atisbo tangible de lo sagrado. Como un dios. Como el Maestro.
Los días, que transcurrían apresurados en busca del otoño, pasaban con lentitud sobre las pocas obras en las que por esa época se empeñaba el Maestro. En aquellos meses, dos de los más antiguos discípulos se despidieron del taller, primero Barent Fabritius y luego el buen danés Keil, quien, antes de regresar a su gélida tierra, le obsequió al judío que tanta cerveza le había pagado una pequeña tela sobre la cual había pintado una marina, obra que, junto a las carpetas y cuadernos de Elías, debieron volver al escondite de la buhardilla de su casa. Poco después, para ocupar los puestos vacantes, se incorporaron otros aprendices, como el tal Christoph Paudiss, venido de Hamburgo con la petulancia expresa de convertirse en el más grande pintor de su país. También, de semana en semana, el rostro de la señora Dircx se había ido enfurruñando de manera siempre más visible por la presencia juvenil y de ascendente protagonismo hogareño de Emely Kerk… Todo se movía, giraba, ascendía o descendía pero pasaban las semanas y el pincel anunciado no llegaba a las manos de Elías Ambrosius, atenazado por una ansiedad que ni siquiera sus amoríos bien correspondidos lograban calmar. Una ansiedad que se había incrementado cuando, de la manera más inesperada, tuvo la certeza de haber descubierto la verdadera identidad de Salom Italia.
Durante varios meses, en cada ocasión que se le presentaba y arrastrado por su obsesión, Elías Ambrosius había dedicado horas a visitar de nuevo a los vendedores de pinturas de todos los mercados de la ciudad, saltando de la contemplación de las obras a la interrogación sobre un posible conocimiento de un tal Salom Italia, grabador y dibujante, casi con toda certeza asentado en Ámsterdam. Los marchantes callejeros, tan enterados de cuanto se movía (y hasta no se movía) en el mercado de la pintura en la ciudad, negaron siempre haber oído alguna vez aquel nombre que, a todas luces, debía de ser el de un judío. Y agregaban: ¿un judío pintor?, acentuando su suspicacia por lo nunca concebido.
En la sinagoga, cada sábado, el joven se había empeñado en observar a los asistentes, y un día se concentraba en los hijos de los comerciantes acaudalados; otro, en los artistas especializados en la talla de diamantes; uno más, en los hombres llegados en los últimos años, como si la observación de los físicos pudiera abrirle la puerta del secreto tan bien escondido por alguno de los judíos allí presentes. Estaba convencido, además, de que no sólo Isaac Pinto y el jajám Ben Israel habían estado en tratos con aquel fantasma que se atrevía, incluso, a decorar los rollos de la reina Ester. Si el hombre se dedicaba a hacer grabados, de cada obra habría varias copias, y alguien debía haberlas comprado o, al menos, recibido. Y el empeño realizado en un rollo de las Escrituras no debía ser, pensaba, un esfuerzo único, y nadie mejor que otro judío para apreciar una obra como la atesorada por Isaac Pinto.
Fue el último sábado de agosto cuando Elías Ambrosius encontró al fin, justo en un momento en que no la buscaba, la pista capaz de conducirlo, como de inmediato lo supo, al conocimiento de Salom Italia. Ocurrió precisamente en la sinagoga, durante uno de los últimos rezos de la mañana (el musaf con el cual se recuerda a los judíos los sacrificios que se ejecutaban en el Templo), cuando, sumido en la plegaria, bajó la vista y lo que vio le hizo perder el hilo de las palabras. Al otro lado del pasillo central, en la misma fila donde él oraba, había una bota sobre la cual refulgía un punto amarillo que solo podía ser una gota de pintura. Con lentitud, sin dejar de mover los labios vacíos de palabras, comenzó a subir por el físico del hombre calzado con aquella bota y encontró al final un rostro para él desconocido. El hombre, unos pocos años mayor que él, llevaba la barba y el bigote recortados, a la nueva moda, y, bajo el talit de las oraciones, vestía una camisa de tejido finísimo, sin duda costosa. Aquel hombre podía ser cualquier cosa menos un pobre embarrador de paredes dueño de un único par de botas. Aquella mancha tenía que ser una salpicadura de pigmento diluido en óleo…
El cierre de la ceremonia matinal lo sorprendió en pleno estado de excitación por lo que ya presentía como un seguro descubrimiento capaz de conducirlo hacia la resolución de sus dudas y temores. Sin esperar a sus padres y a su abuelo (Amós asistía desde hacía unos meses a la celebración que reunía a los aburridos y muy formales tudescos en una pequeña sala convertida en sinagoga), sin mirar hacia el balcón ocupado por las mujeres donde estaba su amada Mariam, el joven salió del templo despojándose de su kipá y su talit y, con la habilidad ya adquirida, se apostó detrás del tenderete de unos vendedores callejeros de verduras y frutas de la estación para esperar allí la salida del hombre de la bota manchada. ¿Quién era aquel personaje? ¿Por qué no lo había visto nunca?
Antes de que la mayoría de los fieles abandonara la sinagoga, el desconocido, tras cambiar la kipá ritual por un elegante sombrero de fieltro de color crema, salió a la calle y, con evidente prisa, comenzó a atravesar la Visserplein en busca de la plazoleta Meijer. A una distancia que consideraba prudencial para no ser descubierto pero segura para no perder a su presa, Elías Ambrosius lo siguió y atravesó tras él el nuevo y ancho puente de Blauwburg sobre el Ámstel, y, luego de cruzar el Botermarkt, apenas se sorprendió cuando vio cómo su perseguido hurgaba en los bolsillos hasta extraer una llave con la cual abrió la puerta de una de las casas ubicadas en la Reliquierswarstraat, muy cerca de la orilla norte del Herengracht, el canal de los Señores.
Dos días después Elías Ambrosius ya había acumulado toda la información necesaria y capaz de confirmarle cómo una furtiva gota de pintura había bastado para coronar sus empeños de varios meses y revelarle uno de los secretos mejor custodiados de la ciudad de los secretos. El morador de la casa de las inmediaciones del Herengracht decía llamarse Davide da Mantova, y era (aseguraban quienes lo conocían) un tataranieto de sefardíes españoles, aunque natural de aquella ciudad del norte de Italia, a la cual viajaba con frecuencia y por largas temporadas. En Mantova el hombre mantenía contactos comerciales con la comunidad judía veneciana, gracias a la cual importaba hacia Ámsterdam espejos, vidrios, jarrones y abalorios de alta calidad salidos de las famosas fábricas de la laguna de Venecia, con los pingües beneficios que era posible colegir y, más aún, constatar por la ropa que se gastaba y el porte de la morada en donde habitaba. Por su posición económica y las particularidades de su negocio, Davide da Mantova —como ya lo imaginaba el joven Elías— cuando estaba en Ámsterdam se movía en el círculo de los sefardíes enriquecidos y de los poderosos burgueses locales, cuyas puertas siempre estaban abiertas para aquel proveedor de exclusivas maravillas.
A Elías Ambrosius ya no le quedaron dudas: aquel hombre tenía que ser Salom Italia, y si hasta entonces no había conseguido dar con él, solo se debía a que su presencia en la ciudad solía ser esporádica, pues pasaba la mayor parte del tiempo en Italia. Pero la identificación solo resolvía parte del problema, mientras quedaba pendiente la esencial: ¿cómo accedería al hombre, le revelaría que conocía su secreto y, sobre todo, cómo lo haría hablar de su vocación oculta? Los posibles caminos que él conocía para un acercamiento a Davide da Mantova ya habían revelado ser intransitables: ni el jajám Ben Israel, ni Isaac Pinto ni el Maestro iban a traicionar la confianza del hombre y, en justicia, resultaría mezquino que él les pidiera tal infidelidad cuando a aquellas personas les debía la preservación de su propio secreto, tan similar al de Salom Italia.
Sentir que estaba frente a un arcano inaccesible pero tan necesario de penetrar para calmar sus propios desasosiegos hizo que Elías Ambrosius sintiera todo el peso de su doble vida, cargada de silencios, ocultamientos y hasta mentiras, una máscara que venía arrastrando desde que tomara la decisión de darle curso a su vocación prohibida. Varias veces, mientras seguía por la ciudad al presunto pintor judío, moviéndose como una sombra de otro mundo, trató de imaginar cómo llevaría su existencia aquel Davide da Mantova, siempre preocupado por no abrir más de lo recomendable el manto de su intimidad, mostrando a los demás apenas la mitad iluminada de su rostro, reduciendo sus satisfacciones artísticas a un círculo de cómplices comprometidos con el silencio —tal vez la peor condena para el artista—. Se preguntó si sus padres, allá en Italia, o su mujer, acá en Ámsterdam, participarían de la componenda o estarían, como el abuelo Benjamín, sus propios padres y su amada Mariam, preguntándose por el destino y el origen de las extrañas actitudes de un ser a la vez cercano y desconocido, un nieto, hijo, novio del cual ni siquiera sabían que pasaba cada minuto de su existencia asediado por el temor a los hombres y la duda más trascendente.
Fue entonces cuando Elías Ambrosius llegó a preguntarse si valía la pena vivir en esas condiciones: si era lo mejor para sus seres queridos y para él, si la doblez permanente representaba la única opción que su tiempo, raza y vocación le permitían o si habría alguna salida que no condujera al desastre. Quizás lo más recomendable, llegó a pensar, resultaría olvidarse de unos devaneos que, al fin y al cabo, aún no lo habían conducido a nada, y, mientras estuviese a tiempo de evitar mayores desgracias, entregarse a fabricar una vida corriente pero sin sobresaltos, en la que pudiera abrirse en cuerpo y sobre todo en alma a los demás. De ese modo atravesaría una existencia sin miedos (siempre el maldito miedo), aunque sin ambiciones ni sueños, se deslizaría sobre el fragor de unos días cada vez más iguales, sin volver a sentir el deseo excitante, nacido del fondo más insondable de su ser, de tomar un carbón o un pincel para enfrentar el reto supremo de pretender eternizar la mirada de felicidad de una joven amante, la paz de un paisaje amable, la fuerza de Sansón o la fe de Tobit, tal y como se las solía mostrar su imaginación desbocada, tal como las había plasmado el Maestro. Una vida corriente de hombre corriente que, incluso, podría ser mejor.
Una noche en que la ansiedad enfermiza por penetrar el mundo de su perseguido lo había mantenido observando las ventanas de la casa de Reliquierswarstraat hasta que se extinguió la última vela encendida en la morada, el joven, mientras sopesaba sus lacerantes alternativas, descubrió que el problema no radicaba en saber cómo pensaban y vivían Salom Italia o Davide da Mantova: el problema estaba en conocer cómo quería o podía hacerlo Elías Ambrosius Montalbo de Ávila.
«Suelta esa escoba de mierda. Toma esa paleta cuadrada…, coge ese mazo de pinceles… ¡Arriba, vamos a trabajar!»
Elías Ambrosius sintió cómo las piernas le flaqueaban, la voz lo abandonaba, el aliento se le escapaba del alma hasta dejarlo inerte. Pero también descubrió el modo en que una fuerza sobrehumana y desconocida venía en su auxilio para permitirle obedecer la orden por la cual había esperado durante casi tres años: ¡el Maestro lo convocaba a pintar! ¿Dónde fueron a dar en ese instante las dudas y hasta las certezas de terminar con su devaneo juvenil que lo habían perseguido en las últimas semanas dedicadas a pisar las huellas del enigma de Salom Italia? Ni siquiera consiguió preguntárselo, porque la única respuesta que podía dar en aquel instante, la única que en realidad deseaba dar, fue la que por fin salió de sus labios: «Estoy listo, Maestro».
El pintor, cubierto con el bonete blanco bajo el que retenía sus rizos cuando trabajaba, se acomodó en una banqueta frente a la cual había dos pequeños lienzos imprimados. Desde allí observó al joven, paleta y pincel en mano, y sonrió. Dejó sobre la banqueta su propio pincel y su paleta, para descolgar de un clavo un delantal. «A ver», dijo, y Elías bajó la cabeza para que el otro le colocara la tela protectora, manchada de mil colores, con un gesto que parecía el de imponer una condecoración militar.
«Pon ocre, amarillo, bermellón, blanco y siena en tu paleta. Con esos colores Apeles pudo pintar a Alejandro tomando un rayo con la mano frente al templo de Artemisa. Con esos colores se puede pintar todo», dijo el Maestro y, luego de indicarle los potes de porcelana con los pigmentos ya diluidos, se volvió hacia la tela y la observó, como si la interrogara. Elías, en silencio, esperó una nueva orden y solo entonces tuvo la lucidez suficiente para vencer la conmoción y preguntarse qué iban a pintar. Miró a su alrededor y comprendió la intención del Maestro: por la ubicación de los espejos, la disposición de los caballetes y el ángulo en el cual el pintor se había colocado respecto a la luz proveniente de las ventanas, el objeto a trabajar no podía ser otro que el mismo Maestro.
«No tengo ningún encargo pendiente», casi susurró el pintor, sin dejar de mirar hacia la tela. «Y hoy he perdido a mi mejor modelo…, tuve que echar de casa a Emely Kerk porque la sorprendí fornicando con uno de los alumnos…, ya sabrás quién. Y como no puedo prescindir de los florines que me paga el padre de ese aprendiz… La muy puta.»
Elías Ambrosius tuvo al fin la respuesta para la insólita amabilidad con que, unos minutos antes, lo había recibido la señora Dircx, dedicada a jugar con el pequeño Titus en la cocina. De alguna manera la vieja leona se las había arreglado para sacar del ruedo a la joven pretendiente.
«¿De veras estás listo?», le preguntó el Maestro, indicándole con el cabo del pincel la otra banqueta, dispuesta ante el segundo lienzo. Elías no demoró esta vez la respuesta: «Creo que toda mi vida he estado esperando este momento, Maestro». «¿Y ya sabes por qué estás dispuesto a arriesgar todo y probarte como pintor?» «Sí, ya lo sé… Porque…» El otro levantó el pincel, pidiéndole que se detuviera. «Eso es importante solo para ti… Y no te preocupes si la respuesta te parece demasiado simple. La mía es simplísima… Si hubiera seguido estudiando medicina en la universidad, quizás ahora fuese rico y viviría tranquilo… Hoy estoy lleno de problemas. Pero no me arrepiento de mi respuesta.» Elías Ambrosius asintió: ¿puede haber algo más elemental que querer pintar porque uno siente la necesidad de hacerlo, una necesidad incorruptible, capaz de llevarlo a afrontar todas las dificultades y riesgos? «Hace unas semanas descubrí quién es el hombre que pintó el rollo de la reina Ester», dijo entonces, también porque lo necesitaba. «Sé cómo se llama el tal Salom Italia, dónde vive, a qué se dedica…» «¿Y no habrás hecho la tontería de querer hablar con él?» «No, no supe cómo hacerlo… Pero, ¿por qué tontería?» El Maestro suspiró y observó el lienzo retador que lo esperaba. «Porque no tienes el derecho a violar su intimidad, como los demás no lo tienen de violar la tuya. Además, lo que te hubiera dicho habría sido su respuesta, no la tuya.» «Tiene usted la razón… Después de seguir a ese hombre por varios días, yo pensé en no volver más al taller, olvidarme de todo esto», hizo un gesto con el pincel para indicar cuanto le rodeaba: un gesto que le había copiado al Maestro. «Pero sé que eso es imposible…, al menos ahora. Y menos ahora.»
El Maestro asintió, todavía mirando la tela imprimada con color tierra colocada frente a él. «No sabes cuánto me duele lo ocurrido con Emely… Pero mejor para ti: gracias a ella hoy vas a pintar conmigo.» «Me alegro, Maestro», dijo y de inmediato sintió deseos de morderse su maldita lengua. Pero el otro pareció no haberlo escuchado, absorto quizás en sus pensamientos. «Antes de mojar el pincel debes tener una idea de adónde quieres llegar, aunque no sepas cómo vas a hacerlo… Yo hoy quisiera llegar a la tristeza que hay en el alma de un hombre de cuarenta años. Quisiera descubrirla, porque es una tristeza nueva… No es lo mismo el dolor que la tristeza, ¿lo sabías? Tengo mucha experiencia en el dolor, como en la ira, en el desengaño, en la frustración…, y también en el goce del éxito, aun cuando los demás no lo hayan entendido y me estén dejando en el borde del camino… Lo cual no resulta extraño… Pero la tristeza es un sentimiento profundo, demasiado personal. La alegría y el dolor, la sorpresa y la ira son exultantes, cambian el rostro, la mirada…, pero la tristeza lo marca por dentro. ¿Dónde crees que puedo encontrar la tristeza?» Elías Ambrosius respondió de inmediato, satisfecho de su sagacidad: «En los ojos. Todo está en los ojos». El Maestro negó con la cabeza. «¿Todavía crees que sabes algo…? No, la tristeza no. La tristeza está más allá de los ojos… Hay que llegar al pensamiento, al alma del hombre para verla y hablar con esas profundidades para intentar reflejarla…» El Maestro mojó el pincel en el pigmento amarillo y comenzó a marcar las líneas de lo que pronto comenzó a ser una cabeza. «Por eso muy pocos hombres han logrado retratar la tristeza… Un hombre triste nunca miraría al espectador. Buscaría algo que está más allá de quien lo observa, una huella remota, perdida en la distancia y a la vez dentro de sí mismo. Nunca miraría hacia arriba, buscando una esperanza; tampoco hacia abajo, como alguien avergonzado o temeroso. Debe tener la mirada fija en lo insondable… El rostro levemente inclinado hacia dentro, la luz no demasiado brillante en la mejilla que da al espectador, los párpados bien visibles… Para hacer que el rostro resalte y puedas concentrar la fuerza en él, lo mejor siempre ha sido un fondo marrón oscuro, pero nunca negro: la profundidad de la atmósfera se correspondería con la profundidad de los sentimientos, los reiteraría y acabaría con su misterio… Dime, muchacho, ¿te sientes capaz de pintar mi tristeza?» «Voy a intentarlo, con su permiso…»
Y Elías mojó su pincel en el mismo amarillo mate utilizado por el Maestro y colocó la pelambre húmeda sobre el lienzo para hacerla correr hacia abajo, con suavidad, marcando el primer corte de un rostro. Entonces miró el espejo colocado frente a sí, donde se reflejaban, apenas ladeados, la cabeza y el torso del Maestro. Observó la forma tan conocida del rostro, sus rasgos distintivos —la nariz aporronada, la boca casi carnosa, los ángulos fugaces de la barbilla apenas inclinada—, valoró el peso del bonete blanco y de los rizos rojizos caídos sobre las orejas, y se detuvo en los ojos, en aquella mirada de un hombre que tantas veces había tocado el cielo, cuya fama corría por las capitales de Europa, ante el cual el estatúder de La Haya, después de haberlo ofendido, había recogido amarras y accedido a pagarle una fortuna por dos obras que solo aquel hombre era capaz de lograr con la maestría soñada, el mismo hombre que, en ese instante, decidía autorretratarse y ofrecerse a un pupilo para, entre ambos, intentar dar caza a su tristeza por haber perdido algo tan mundano y, para alguien de su posición tan fácil de reemplazar, como una amante joven y bella. A través de aquellos ojos Elías Ambrosius Montalbo de Ávila estaba abriéndose camino hacia su paraíso o hacia su infierno, pero sin duda hacia el sitio luminoso al cual, con toda su alma y su conciencia, quería llegar.
«Sí, esto es lo sagrado», se dijo cuando sintió cómo, luego de un breve forcejeo con el virgo, su cuerpo se deslizaba dentro de las entrañas de Mariam Roca. Ella, después de la ruptura, que le provocó la molestia de un dolor sobre el cual ya estaba advertida, abrió los ojos, tragó aire, mientras devoraba hacia sus entrañas el pene circuncidado que ocupaba con ambición su espacio propicio de mujer, dándole el mayor sentido a la vida. El movimiento impredecible pero visceral de las caderas de los amantes inexpertos adquirió su ritmo e hizo que el ajuste fuese rotundo y luego, impulsado por un molino desbocado, vertiginoso, devorador, y más vertiginoso aún, y después lento, lento, lento… Hasta que, adiestrado por las lecturas bíblicas, Elías Ambrosius tuvo la suficiente lucidez para ejecutar la estrategia de Onán y desconectarse, para eyacular sus simientes fuera del pozo de la joven. Sabía que antes de darse al goce pleno sería preciso romper las copas con las que se recordaban las ceremonias matrimoniales celebradas por sus antepasados en el demolido Templo de Jerusalén. Por ahora debía conformarse con disfrutar aquella revelación de lo sagrado, sin pretender eternizarla con el milagro de la procreación.