ELÍAS Ambrosius Montalbo de Ávila resistía las navajas de aire húmedo que, en busca del mar del Norte, corrían desbocadas sobre el Zwanenburgwal y le cortaban la piel de las mejillas y los labios, las únicas partes de su anatomía expuestas a la agresiva intemperie de la ciudad. Con la nieve alcanzándole los tobillos, sufriendo el calambre que le atería los dedos, el joven sostenía por quinta mañana consecutiva su empecinada vigilia, mientras procuraba algún alivio dedicándose a rememorar la dramática historia y las enseñanzas recibidas de su abuelo Benjamín y las lecciones aprendidas de su turbulento profesor, el jajám Ben Israel. Porque, como nunca en su vida, Elías Ambrosius necesitaba de aquellos apoyos para atreverse a dar el salto que lo obsesionaba y, con él, emprender la lucha por la vida que deseaba vivir, dispuesto a asumir las consecuencias de un imperioso ejercicio de su albedrío. Un ejercicio que, de realizarse, con toda seguridad le cambiaría la vida y, quizás, hasta la misma muerte.
Tantas veces había escuchado el relato de la huida del abuelo Benjamín y del júbilo de su llegada a Ámsterdam, que el muchacho se creía capaz de imaginar cada detalle de la aventura vivida junto a la abuela Sara (a quien habían disfrazado de hombre, a pesar de andar embarazada de seis meses de la que sería la tía Ana) y a su padre, Abraham, entonces de siete años (le había tocado ser enfardelado como si fuese una mercancía). La fuga se había producido cuarenta años atrás, en la bodega cochambrosa de un barco inglés («Hedía a brea y pescado salado, a sudor, mierda y dolor de africanos convertidos en esclavos»), recalado en el estuario de Lisboa, en tránsito hacia una Nueva Jerusalén donde los tránsfugas pretendían recuperar la fe ancestral de sus mayores. Aquel episodio, ocurrido en un tiempo en que el anciano Benjamín Montalbo ni siquiera soñaba aún con ser el abuelo de nadie, constituía el hito de la creación del destino de una familia que, en el mundo de acá, sabía obtener lo que se proponía, sobreponiéndose a las adversidades, entendiendo que Dios ayuda con más regocijo al luchador que al inerte.
Pero a Benjamín Montalbo de Ávila debía el joven, sobre todo, el que consideraba el más valioso principio de la vida. El anciano, persona docta a pesar de su existencia errabunda, hombre proclive a pronunciar sentencias, le había repetido muchas veces que el ser humano puede ser la herramienta mejor forjada y resistente de la Creación si tiene suficiente fe en el Santísimo, pero, sobre todo, sostenida confianza en sí mismo y la necesaria ambición para alcanzar los fines más arduos o elevados. Porque, solía rematar el abuelo en los largos monólogos a los cuales le placía entregarse cada noche de viernes, en familiar y jubilosa espera de su majestad el Shabat —«Shabat Shalom!»—, poco puede el hombre sin su Dios y nada puede el Creador, en cuestiones terrenas, sin la voluntad y el raciocinio de su engendro más indómito… Gracias a aquel convencimiento, sostenía el curtido Benjamín, tres generaciones de la estirpe de los Montalbo de Ávila habían podido resistir las humillaciones perpetradas por los más avasallantes poderes terrenos, empeñados en despojarlos de su fe y hasta de su propio ser («Pero primero de nuestras riquezas, no lo olvides, hijo mío, y luego, solo luego, de nuestras creencias»). Únicamente por el empuje de su propia perseverancia, remarcaba, fue que él, nacido y bautizado cristiano como Joao Monte, que él, y se tocaba el pecho para evitar ambigüedades, había logrado saltar las altísimas barreras levantadas por la intolerancia y lanzarse un día en busca de la libertad y, con ella, de su Dios y de la existencia que, en comunión con el Santísimo, deseaba vivir. Entonces, a sus treinta y tres años, había renacido como el Benjamín Montalbo de Ávila que siempre debió haber sido.
En cambio, gracias a su preceptor, el jajám Menasseh Ben Israel, el más sabio de los muchos judíos entonces asentados en Ámsterdam, Elías Ambrosius asumió la noción de que cada acto de la vida de un individuo tiene connotaciones cósmicas. «¿Comerse un pan, jajám?», una vez, siendo aún muy niño, osó preguntarle Elías, al oírlo hablar en sus clases sobre aquel tema. «Sí, también comerse un pan… Solo piensa en la infinidad de causas y consecuencias que hay antes y después de ese acto: para ti y para el pan», había respondido el erudito. Pero además había adquirido del jajám la amable convicción de que los días de la vida eran como un regalo extraordinario, el cual precisaba disfrutarse gota a gota, pues la muerte de la sustancia física, como solía afirmar desde su púlpito, sólo significa la extinción de las expectativas que ya murieron en vida. «La muerte no equivale al fin», decía el profesor. «Lo que conduce a la muerte es el agotamiento de nuestros anhelos y desasosiegos. Y esa muerte sí resulta definitiva, pues quien muere así no puede aspirar al retorno el día del Juicio… La vida posterior se construye en el mundo de acá. Entre un estado y otro solo existe una conexión: la plenitud, la conciencia y la dignidad con que hayamos vivido nuestras vidas, en apariencia tan pequeñas, aunque en realidad tan trascendentes y únicas como…, como un pan.»
Pero no solo por olvidarse del frío o por darse ánimos Elías Ambrosius se había entregado en esos días a pensar una y otra vez en las convicciones de su abuelo paterno y en las enseñanzas de su siempre heterodoxo profesor: en realidad lo hacía porque, a pesar de su convencimiento, Elías Ambrosius sentía miedo.
Procurando el abrigo ofrecido por los aleros y las paredes de la caseta del guardaesclusa, soportando la fetidez arrancada por la brisa a las aguas oscuras del canal, el joven empeñado en el ejercicio de acumular argumentos que lo sostuvieran, ni un instante dejaba de mirar la casa que se alzaba al otro lado de la calle, centrado en la puerta de madera coloreada de verde y en los movimientos apenas visibles tras las ventanas de vidrios emplomados, velados por la diferencia térmica. Elías observaba y calculaba que si el Maestro no había abandonado la morada en los últimos cinco días, entonces debería salir esa mañana, o la siguiente. O la siguiente. De ser cierto que otra vez trabajaba («Cumple unos encargos y también pinta otro retrato de su difunta esposa»), según le comentara el jajám Ben Israel, las provisiones de aceite y pigmentos que usaba en grandes cantidades se le agotarían y, como era su costumbre, acudiría a sus proveedores de la vecina Meijerplein y de las inmediaciones del mercado de De Waag en busca de suministros. En alguna de aquellas paradas, si la situación le parecía propicia, Elías Ambrosius por fin lo abordaría y, con un discurso ya memorizado, le expondría unos deseos y sueños que, sin alternativas, pasaban por las manos del Maestro.
Ya eran varios los meses que el joven dedicaba a practicar aquellas persecuciones secretas a las cuales había sometido al dueño de la casa de la puerta verde. Al principio fue como el juego de un niño deslumbrado que cumple la curiosidad de acechar a un ídolo o un misterio magnético. Pero, con las semanas y los meses, los seguimientos llegaron a convertirse en práctica frecuente y, en los últimos tiempos, cotidiana, pues incluía hasta las horas libres del sábado, el día sagrado. Su creciente obsesión había sido premiada, de sobra, con la amable coincidencia de haber sido testigo de la salida de la enorme tela (protegida por viejos lienzos manchados, operación dirigida por el propio Maestro, con gritos e insultos a los discípulos escogidos como estibadores), aquella obra destinada a remover al joven, como un terremoto, la tarde en que, por fin, la había podido contemplar en la sala principal de la sociedad de arcabuceros, ballesteros y arqueros de la Kloveniersburgwal. Pero las vigilias también lo habían retribuido con la luctuosa coyuntura de convertirlo en espectador (esta vez entre un grupo de curiosos, atraídos por el espectáculo de la muerte) de la puesta en marcha del cortejo que condujo hacia la Oude Kerk los restos de la todavía joven esposa del Maestro. Desde la pequeña plazoleta que hacía la Sint Anthonisbreestraat al cruzar el puente con esclusa donde el canal se ramificaba en busca del mar, justo en el punto donde la calle había cambiado su nombre desde que empezara a ser llamada por todos Jodenbreestraat, la Calle Ancha de los Judíos, Elías había seguido el paso de la carroza sobre la cual reposaba el cadáver, apenas cubierto con un simple sudario, como ordenaba el precepto de humildad de Calvino. Tras la difunta había visto pasar a su jajám, el ex rabino Ben Israel, al predicador Cornelius Anslo, al famoso arquitecto Vingboons, al acaudalado Isaac Pinto y, por supuesto, al Maestro, vestido para la ocasión de luto riguroso. Y había descubierto —o al menos eso creía— una humedad de llanto en las pupilas de aquel hombre, tan amado por el éxito y la fortuna como frecuentado por la muerte, que ya le había arrancado a tres de sus hijos.
También gracias a aquellas custodias, ciertos días afortunados convertidos en caminatas, el joven había recibido las que en su indigencia intelectual consideraba unas valiosas lecciones, pues había conocido de la obstinación del Maestro en no delegar en los discípulos la compra de las telas montadas. Había aprendido de su preferencia por los lienzos ya tratados con una primera imprimación de color muerto, capaz de concederles un preciso y maleable tono de marrón mate sobre el cual se continuaría el trabajo de preparación o, incluso, aplicaría directamente la pintura. Ya sabía, además, que para sus grabados y aguafuertes el Maestro solía comprar los delicados papeles importados desde el remoto país de los japoneses, e, incluso, que no le confiaba a nadie la puntillosa selección (con regateo de precios incluida) de los polvos, piedras y emulsiones necesarios para conseguir las mezclas capaces de alcanzar los colores y tonos que su imaginación le reclamaba en cada instante. Escuchando de manera furtiva sus conversaciones con el señor Daniel Rulandts, dueño de la más solicitada tienda de artículos para pintores de la ciudad; con el tudesco llegado unos meses antes y dedicado a la importación de potentes pigmentos minerales traídos desde las minas germanas, sajonas y magiares, y con el frisio pelirrojo, vendedor de los más disímiles tesoros del Oriente (entre ellos el codiciado aceite negro conocido como betún de Judea, el papel de Japón y los apreciados mechones de pelo de camello que los discípulos convertirían en pinceles de distintos calibres), Elías había empezado incluso a penetrar los intersticios de la práctica de aquel arte, prohibido por el segundo mandamiento de la Ley sagrada a los de su raza y religión, aquel universo de imágenes, colores, texturas y sentidos por el cual el joven sufría la galopante e irresistible atracción del predestinado. La razón por la cual ahora se atería, de miedo y frío, sobre el Zwanenburgwal.
Desde sus días de escolar, mientras seguía los cursos en el sótano de la sinagoga abierta por los miembros de la Naçao, aneja a la casa donde por esa época vivían los Montalbo de Ávila, Elías había sentido aquella empatía, primero difusa y luego cada vez más perentoria, finalmente avasallante. Quizás la atracción había nacido del manoseo de los libros ilustrados e iluminados que, como única pertenencia material, habían viajado con el abuelo Benjamín, su mujer preñada y el mayor de sus vástagos desde las tierras de idolatría hacia la tierra de libertad. O tal vez la seducción había sido forjada por las muy gráficas historias de peregrinaciones y viajes a mundos distantes emprendidos por sus más remotos antepasados, los relatos que solía contar a sus alumnos el locuaz jajám Ben Israel, peripecias capaces de enfebrecer la imaginación y alimentar el espíritu. Muchas tardes, durante muchos años, en lugar de irse con sus compañeros de estudio y con su hermano Amós a jugar en los descampados o entre los postes de madera sobre los que se erigirían las portentosas edificaciones que se iban levantando a un ritmo frenético en las orillas de los nuevos canales, Elías había gastado su tiempo recorriendo los muchos mercados de una urbe plagada de ellos —la Plaza del Dam, el Mercado de las Flores, la plazoleta Spui, la explanada de De Waag y el Mercado Nuevo, el Botermarkt—, donde, entre tenderetes, básculas y fardos de mercancías recién desembarcados, aromas de especias orientales y tabaco de las Indias, hedores de arenques, bacalaos nórdicos y barriles de aceite de ballenas, entre costosísimas pieles de la Moscovia, delicadas piezas de cerámica de la cercana Delft o de la remota China, y aquellas peludas cebollas, crisálidas de futuros tulipanes de imprevisibles colores, siempre había un espacio para la venta de obras de los incontables pintores asentados en la ciudad y reunidos en el gremio de San Lucas. La noche solía sorprenderlo en alguna de aquellas explanadas con el voceo de remates de aguafuertes y dibujos, la recogida de lienzos y el desmontaje de caballetes de exhibición, luego de haberse perdido por horas en la contemplación de paisajes siempre adornados por un molino o por una corriente de agua, de naturalezas muertas que se prestaban unas a otras sus figuraciones y abundancias, de típicas escenas callejeras y hogareñas, de oscuras recreaciones bíblicas emparentadas por el cálido aliento italiano de moda en todo el mundo, imágenes dibujadas o estampadas sobre telas, maderas y cartulinas por unos hombres dotados de la maravillosa capacidad de captar sobre un espacio en blanco un pedazo de la vida real o de la imaginada. Y de detenerlos para siempre por medio del acto consciente de crear belleza.
A hurtadillas, con carboncillos y papel tomado de los desperdicios de la imprenta donde su padre laboraba y el propio Elías se adiestraba en el oficio desde que cumplió los diez años, el joven se había dado a la práctica de su afición prohibida. Había dibujado (como suponía lo hacían los pintores que vendían sus obras en el mercado) a sus gatos y sus perros, o a la vela ardiente cuya luz silueteaba a su capricho los contornos de la manzana que luego se comería, o al abuelo, observado por la juntura mínima de una puerta, cada día más gastado, meditabundo y bíblico. Intentaba reproducir la delicadeza de los tulipanes de un balcón vecino, el panorama del canal con y sin barcazas, la calle vista desde los cristales de la buhardilla de la casa familiar de la Bethanienstraat. Incluso había dado figura, rostro y escenario a imaginaciones fraguadas por las historias de su profesor y por las crónicas de conquistas de mundos fabulosos donde se afirmaba la existencia del Edén y El Dorado, relacionadas en los volúmenes que en los últimos años el abuelo se hacía traer desde España. Por supuesto, también lo habían alentado las lecturas de la Torá, el libro sagrado en el cual, de manera precisa e inconfundible, se anatemizaba justo aquella práctica de representar hombres, animales y objetos del cielo, del mar o de la tierra, por el hecho de que el Máximo Creador de Todas las Formas, según el mensaje transmitido por Moisés a las tribus reunidas en el desierto, la había considerado impropia de su pueblo elegido, por ser fuente propicia de idolatrías. A causa de aquella bíblica razón, Elías Ambrosius Montalbo, nieto de Benjamín Montalbo de Ávila, el criptojudío llegado a las tierras de la libertad en 1606 clamando ser circuncidado y devuelto a la fe de sus ancestros, se veía obligado a ejercitar su pasión a escondidas, incluso de su hermano Amós, y antes de tenderse en su catre, dedicarse a la minuciosa y acongojante destrucción de los pliegos grabados con su carbón.
Quizás por el peso mismo de aquellos impedimentos, la afición de Elías por los colores y las formas resultó ser cada vez más ferviente: era la fuente de donde manaba la energía que le permitiría resistir, como un condenado, y todo el tiempo sustraíble a sus obligaciones, las vigilancias montadas en la plazoleta sobre el canal de la Sint Anthonisbreestraat. La tremenda elección, violadora de una mitzvah, que de hacerse pública podía costarle una nidoy, incluso la condena mayor de una jerem del cada vez más férreo consejo rabínico (un castigo capaz de excluirlo de la familia, y de la comunidad y sus beneficios mediante una excomunión), se había convertido en una decisión irrevocable de una manera brutal aunque previsible la tarde del otoño anterior, cuando, apenas pasadas las celebraciones de Sucot y reiniciadas las labores en la imprenta, su padre, afectado por unos dolores de cintura que lo obligaban a moverse como si hubiera dado de cuerpo en los calzones, le había transferido la responsabilidad de entregar unas resmas de volantes, todavía olorosos a tinta, en el Kloveniersdoelen, la nueva e imponente sede de la sociedad de las milicias de la ciudad.
Nada más oír el carácter de la encomienda, mientras disfrutaba una explosión de júbilo a duras penas contenida, Elías Ambrosius pensó en lo inescrutables que suelen ser los caminos de la vida trazados por el Creador: aquellos volantes serían el salvoconducto que le permitiría entrar a él, el más pobre de los judíos de la ciudad, en el edificio más exclusivo y elegante de Ámsterdam, y, del modo que fuese, poder observar la obra del Maestro destinada a engalanar el gran salón de reuniones, la pieza gigantesca que unos meses atrás había visto salir de la casa de la Calle Ancha de los Judíos, cubierta con unos lienzos sucios y de la cual hablaban (bien o mal, pero hablaban) todos los que, en la ciudad del mundo donde más pintores vivían y donde más cuadros se pintaban y se vendían, tenían alguna relación, interés, afición o vocación por aquel arte.
Cargado con el pesado bulto, el joven había volado sobre las calles que lo conducían a la sede de la compañía de arcabuceros. No tenía ojos ni oídos para registrar lo que le rodeaba, imaginando solo cómo sería en realidad la pintura que tanta conversación y debate había provocado, al punto de que se hablara de ella en iglesias, tabernas y plazas, y casi tanto como de negocios, dineros, mercancías. El custodio del edificio, advertido de la entrega de los volantes, le indicó el acceso al piso superior, luego de darle un grito al bedel encargado de recibir los impresos y de conducir al muchacho ante el tesorero responsable de pagarlos. Elías Ambrosius devoró los pasos de mármol de Carrara de la imponente escalera y encontró abiertas ante sí las puertas del groote sael, el gran salón donde se realizaban las reuniones y festejos más importantes de la urbe. Entonces, favorecido por la luz de las altas ventanas asomadas a los diques del río Ámstel, vio el lienzo, brillante por el barniz, recostado aún contra la pared donde en algún momento debía de ser colgado. Elías Ambrosius, ya capaz de identificar con una sola mirada las obras de los más importantes artistas de la ciudad, pero sobre todo las piezas salidas del pincel del Maestro (aunque más de una vez, debía reconocerlo, se había confundido con el trabajo de algún discípulo aventajado, como el ya famoso Ferdinand Bol), no necesitó preguntar para saber si aquella tela descomunal, de más de cuatro metros de largo y casi dos de altura, era la obra que tenía conmocionada a la ciudad.
Frente al joven, más de veinte figuras, encabezadas por el muy conocido y más que opulento Frans Banning Cocq, señor de Purmerland y capitán de la compañía de arcabuceros de la ciudad, y su alférez, el señor de Vaardingen, se ponían en marcha para ejecutar su ronda matinal hacia una inmortalidad que parecía iba a comenzar justo en ese instante, cuando el señor Cocq terminara el paso iniciado y posara su pie izquierdo encima de las lozas ajedrezadas del groote sael sobre las que aún reposaba el cuadro y, sin demasiados miramientos, le pidiera a Elías Ambrosius que se apartara del camino… Sacado del trance inmovilizador por la voz del bedel, el joven había realizado la entrega de los volantes y cobrado, de manos del tesorero, los dos florines y diez placas acordados por el trabajo. Sin siquiera preocuparse por contar el dinero delante del pagador, como le indicara su padre, le había pedido al tesorero autorización para volver a mirar el cuadro, sin entender de momento la reacción de desdén que su petición provocara en el hombre.
Otra vez frente al enorme retrato colectivo, todavía fragante a linaza y barniz, mientras percibía las proporciones tremendas de la emoción que lo embargaba, Elías Ambrosius se había deleitado en la observación de los detalles. Se empeñó en la búsqueda de las imprecisas pero fulgurantes fuentes de luz y siguió la vertiginosa sensación de movimiento que se desprendía de la pintura gracias a gestos como el del capitán Cocq, en primerísimo plano, cuyo brazo a medio alzar y su boca levemente abierta indicaban que su orden de marcha era la chispa destinada a dinamizar la acción. El aviso del capitán parecía sorprender al portaestandarte en el acto de tomar el asta, y alertaba a otras figuras, varias de ellas en plena conversación. Uno de los retratados (¿no era el señor Van der Velt, contratista de obras y también cliente de la imprenta?) levantaba el brazo en dirección al rumbo marcado por el capitán y, con el gesto, cubría más de la mitad del rostro de un personaje que Elías consiguió identificar como el tesorero con quien acababa de cerrar el trato, y con facilidad pudo entender la reacción del hombre cuando él solicitara permiso para ver la obra. A mano izquierda, hacia donde el señor Frans Banning Cocq proponía la marcha de la milicia, la acción se aceleraba con la carrera de un muchacho (¿o era uno de aquellos bufones enanos?) cargado con una cuerna de pólvora y cubierto con una celada demasiado grande para su estatura; pero, andando en sentido opuesto, como una explosión de luz, una niña de oro (¿que hacía allí con una gallina atada del cinturón de la falda?) gozaba de un espacio privilegiado y, con inconfundible socarronería de adulta, miraba la escena o quizás al espectador, como si con su atrevida presencia se burlara de la pantomima montada a su alrededor. Mientras, en el centro del espacio, detrás de la pluma blanca del sombrero del alférez a quien iba dirigida la orden del capitán, se escapaba de un arcabuz un fogonazo luminoso, instantáneo, más que atrevido. El alférez, sobre cuyo uniforme de un refulgente amarillo de Nápoles se proyectaba la sombra de la mano alzada del capitán, sin embargo, aún no había transmitido al resto de los hombres la orden del señor Banning Cocq: Elías entendió entonces que toda la representación constituía el principio de algo, vivo y retumbante como el fogonazo escapado, un misterio hacia un porvenir que estaba más allá del puente de piedra sobre el cual los comandantes se disponían ya a marchar, una movilidad caótica preparada para romper inercias. Algo que explotaba en varias direcciones, pero apuntando siempre al futuro.
Alarmado por la potencia viva de esa imagen de fuerzas desatadas, empeñadas en desafiar todas las lógicas y los más elementales preceptos ya aprendidos (¿cómo era posible que el capitán Cocq, vestido de negro, aunque cruzado el pecho con una exultante banda rojo-anaranjada, ofreciera la impresión de encimarse al espectador por delante del alférez, ataviado de amarillo brillante, cuando todos sabían que los colores claros avanzaban y los oscuros daban impresión de profundidad?), Elías Ambrosius apenas tuvo ojos para ver los restantes seis cuadros encargados de engalanar el groote sael, todos colocados ya en sus espacios. Las otras piezas eran retratos de grupo (¿lo era el cuadro del Maestro?), respetuosas de las leyes establecidas, perfectas a su modo. Pero en la vecindad de aquel torbellino espectacular, lleno de efectos ópticos inverosímiles que, sin embargo, conseguían una patente sensación de realidad y vida, el joven sintió que las otras obras parecían naipes de una baraja: unas figuras a las cuales, en su pretendida y perfecta uniformidad, la pintura del Maestro hacía lucir rígidas, elementales, vacías de aliento…
La voz del bedel, recordándole la necesidad de cerrar el salón, apenas pudo sacarlo del embrujo en el cual Elías Ambrosius había caído, la tormenta de desasosiegos dentro de la cual viviría desde aquel día en que se tornó irreversible su decisión de hacerse pintor y, con su soberana o inevitable elección (solo Dios sabría cuál era el adjetivo preciso), colocó su destino en el vórtice de la tormenta de la cual derivarían los mayores placeres y las definitivas desgracias que marcarían los días de su vida.
No sucedió aquella mañana. Ni tampoco en las dos siguientes. Solo cuando el joven comenzaba a pensar en posponer por un tiempo su aterida vigilia, en espera de temperaturas menos agrestes, sus expectativas resultaron recompensadas con el ruido de cerrojos de la puerta verde que se abrió para dar paso al encapotado Maestro. Apenas verlo, Elías Ambrosius sintió cómo lo abrazaba una ola de satisfacción, capaz de hacerlo olvidar el frío, sus miedos y hasta las tenazas del hambre.
Una hora antes, algo más temprano de lo habitual, Elías había visto entrar en el edificio al joven Samuel von Hoogstraten y, poco después, a su vecino de la Bethanienstraat, el danés Bernhard Keil, acompañado por los hermanos Fabritius, todos afortunados discípulos del Maestro, y se congratuló, pues tuvo la esperanza de que esa mañana llegaban con anticipación porque con seguridad saldrían de compras y él, por fin, rompería la helada monotonía de sus esperas.
Por el propio danés Keil, alojado en una buhardilla cercana a su casa y dueño de una exacerbada locuacidad que se multiplicaba con una invitación a cerveza, Elías Ambrosius había conocido (además de las rutinas de la casa y del estudio) las desalentadoras exigencias del Maestro a la hora de aceptar nuevos discípulos y ayudantes. Aunque los aprendices le garantizaban una notable fuente de ingresos (solo la matrícula alcanzaba el centenar de florines, sin contar con las otras utilidades prácticas y mercantiles que le reportaban), el Maestro reclamaba a los candidatos que llegaran a su taller con una preparación previa y algo más que entusiasmo o conocimientos elementales del arte de la pintura. Él, repetía, no se dedicaba a enseñarlos a pintar, sino a obligarlos a pintar bien. («Mi estudio no es una academia, es un taller», decía el danés, citando al Maestro, y hasta hacía el intento de robarle la expresión hosca del rostro que, al hablar del asunto, debía de poner el pintor.) Aquella demanda, por sí sola, le cerraba a Elías la puerta verde que daba acceso a sus pretensiones: primero por su propia condición de judío y, en consecuencia, haberse visto imposibilitado de poner a sus padres al tanto de sus inquietudes y de que hubiesen considerado siquiera la eventualidad de quebrar las convenciones implícitas en el hecho de enviarlo a entrenarse con algún maestro de aquel arte. Y en segundo, pero no menos importante término, porque en ese momento, debido a su delgadísima economía, le resultaba casi imposible encontrar otro instructor, por demás discreto, barato y hábil, capaz de ayudarle a dar rudimentos a sus pretensiones, para luego aspirar a un sitio en el taller de sus sueños. Pero la propicia afinidad del Maestro con sus vecinos de la judería y el conocimiento de sus métodos tan personales (desde hacía meses Elías tenía bien aprendidas todas las piezas del Maestro colocadas en algunos sitios públicos y hasta en varios lugares privados de la ciudad) resultaban un polo magnético hacia el cual se orientaban todas las expectativas del joven, multiplicadas y grabadas con fuego la tarde en que había contemplado la marcha de la compañía del capitán Cocq. Si arriesgaba tanto por su afición, si vivía y debería vivir parte de su vida en una especie de clandestinaje, lo haría del mejor modo posible. Y para Elías Ambrosius el camino hacia aquella obsesión tenía un único nombre y una sola forma de entender el arte de la figuración: los del Maestro. O no tendría ninguno. Lo cual, bien lo sabía el joven, resultaba en verdad lo más probable…
Por todas aquellas insalvables razones, en espera de una solución para sus aspiraciones, el joven se había debido conformar con escuchar las disquisiciones del abuelo Benjamín sobre la importancia de una relación directa entre el hombre y su Creador, y con soñar con obras salidas de sus manos mientras, en las noches, dibujaba sobre sus modestos papeles. Pero también se había empeñado en disfrutar la discreta cercanía física con el Maestro conseguida en las persecuciones por calles y mercados, mientras procuraba captar al vuelo algunas de sus palabras, realizando el aprendizaje, pensaba que útil en algún momento, de las preferencias del pintor en materia de pigmentos, aceites, cartulinas y lienzos, de su obsesivo disfrute por la compra de objetos ordinarios o extraordinarios (desde una caracola hasta lanzas africanas), y de las extáticas contemplaciones de edificios, calles, hombres y mujeres vulgares o singulares de la abigarrada ciudad en donde habían confluido todas las razas y culturas del mundo, a las que se entregaba el hombre en algunas ocasiones.
Aunque a Elías le extrañó comprobar que salía solo, ajustándose los guantes de piel de becerro, más le sorprendió verlo cruzar la calle, como si se dirigiera justo hacia donde él estaba apostado. El corazón le dio un vuelco y empezó a imaginar posibles respuestas a cualquier requerimiento del hombre por su insistente presencia ante la morada, y en un instante se decidió por una: la verdad. El Maestro, sin embargo, rodeó una acumulación de nieve y una charca de cieno, procurando no mancillar su atuendo, y, sin prestar la menor atención al imberbe, se encaminó hacia la casa de Isaías Montalto, el muy enriquecido sefardí al que, como todos los que tenían motivos para esa clase de orgullos, tanto le gustaba pregonar el linaje hidalgo y español de su familia, coronado por su padre, el doctor Josué Montalto, médico de la corte de María de Médicis, reina madre de Francia. Aquel Isaías Montalto, que había adquirido la primera y una de las más lujosas casas de la llamada, por gentes como él, Calle Ancha de los Judíos, había hecho una fortuna tan considerable desde su llegada a Ámsterdam que ya había mandado a construir una morada más amplia en la zona de los nuevos canales, donde la yarda de tierra robada a los pantanos alcanzaba precios de vértigo. Como todos sabían, el judío mantenía desde hacía varios años una relación estrecha con el hombre que, después de tirar de la campanilla, pasó al interior de la morada, de la cual salió apenas cinco minutos más tarde, llevando en el cuello una de las bolsitas de olor, cargada de hierbas aromáticas y hechas de lino color verde, especialmente diseñadas para Isaías Montalto, y en las manos otra bolsa, pero de papel marrón, en la cual se envolvía el penúltimo capricho que se gastaba la ciudad: las hojas de tabaco llegadas del Nuevo Mundo, de las cuales abastecía a Montalto el converso Federico Ginebra, quien las hacía traer de las vegas del Cibao, en la remota isla de La Hispaniola.
En lugar de juntarse con sus discípulos y dirigirse hacia la Meijerplein, por donde solía comenzar sus rondas de compras, el Maestro tomó el sentido contrario, pasó casi frente a Elías (cuyo olfato recibió un fugaz efluvio de lavanda y enebro emanado de la bolsita de olor), cruzó el puente de la esclusa y, luego de escupir un caramelo de azúcar sobre la barandilla, avanzó por la Sint Anthonisbreestraat, como si se dirigiera hacia el centro de la ciudad. Dejó atrás la lujosa casa de su amigo Isaac Pinto y el almacén donde tenía su morada y comercio de arte el marchante Hendrick Uylenburg, pariente de la fallecida esposa del Maestro, el sitio donde éste había residido al radicarse en la ciudad. Pero, al llegar junto al arco decorado con dos calaveras que se abría hacia la explanada de la Zuiderkerk, el hombre se detuvo y se descubrió, a pesar del frío. Elías sabía que en el atrio de la vieja iglesia descansaban los restos de sus tres primeros hijos, muertos todos a las pocas semanas de su nacimiento, y solo en ese instante se preguntó por qué razón el hombre había decidido enterrar a la madre de los niños en la Oude Kerk y no en aquel sitio, ya marcado por su dolor.
El Maestro reanudó la marcha y, luego de pasar frente a la casa donde viviera por años su instructor, el ya difunto Pieter Lastman (el mejor profesor de Ámsterdam en su momento, el maestro que lo convirtió en el Maestro), penetró en el Mercado Nuevo abierto en la siempre ruidosa explanada de De Waag, donde apenas siglo y medio antes estaba la Sint Anthonispoort, la puerta que delimitaba por el oeste la ahora desbordada metrópoli. A la frenética actividad de los comerciantes e importadores que certificaban allí los pesos de sus mercancías en la báscula municipal, a los gritos de los subastadores y compradores de productos existentes y por existir, remitidos de todos los confines del universo, se unía en aquel instante el ruido metálico de las palas con que la cuadrilla de menesterosos contratados por el ayuntamiento recogía la nieve para depositarla sobre los carromatos que la conducirían para ser vertida en el canal más cercano. La limpieza se debía, tal vez, a que antes del mediodía podría haber programada en la plaza alguna de las ejecuciones con tanta frecuencia allí cumplidas, sentencia que, como era usual, se efectuaría con la mayor rapidez para no perder preciosos minutos de mercadeo. Al pasar por el rincón donde se mostraban algunas pinturas en venta, hechas a la medida del gusto más común, el Maestro apenas pasó la vista sobre ellas, y Elías pensó que las descalificaba. Y casi todas se lo merecían, se dijo el joven, asumiendo los supuestos criterios del otro.
Por la Monnikenstraat el Maestro cruzó sobre el canal Archerburg y Elías pensó si sus pasos no estarían dirigidos hacia la ya cercana Oude Kerk, el templo erigido por los cristianos, reconvertido unas décadas atrás por los calvinistas. Pero al alcanzar el Oudezijds Voorburgwal, torció a la izquierda, alejándose del edificio de torres góticas donde unos meses antes enterrara a su esposa, y entró en la primera taberna de las varias que ocupaban aquella orilla del canal. El joven, aunque conocedor de la afición del Maestro por la bebida fermentada, se extrañó por la hora tan temprana en que la procuraba.
Aumentando las precauciones, Elías se acercó al local, de seguro repleto de soldados mercenarios llegados de Inglaterra, Francia y hasta de los reinados del Este para pelear contra España por los buenos sueldos que les pagaba la República. A la puerta del local, en la moda de los últimos tiempos, le habían colocado un enorme vidrio translúcido, a través del cual el joven miró hacia el interior. No necesitó buscar demasiado, pero sí debió retirar su rostro con toda prisa: el Maestro, de espaldas a la calle, ya se acomodaba a la mesa que, en el lado opuesto, era ocupada por el antiguo profesor de Elías Ambrosius, el jajám Menasseh Ben Israel. En ese instante el ex rabino, siempre goloso de placeres terrenales, metía su nariz en la bolsa de papel marrón cargada de la aromática hoja americana para respirar su cálido perfume de tierras lejanas.
Durante meses había rondado la cabeza de Elías Ambrosius la temeraria idea de acercarse a su viejo profesor y confesarle sus pretensiones. Solo aquel día, mientras lo veía beber, fumar y palmear en varias ocasiones el hombro al Maestro, tomó la decisión. Al sopesar sus posibilidades concluyó que aquel hombre era la peor y la mejor opción para sus propósitos, pero, a todas luces, la única a su alcance.
El jajám Ben Israel vivía en una casa de madera, más destartalada que modesta, en Nieuwe Houtmarkt, en la llamada isla Vlooienburg, a las orillas del Binnen Ámstel, muy cerca de donde unos años antes habían vivido el Maestro y su ahora difunta esposa. Con más frecuencia de la que pudiera ser provocada por la simple nostalgia de sus días escolares, Elías visitaba la morada de su instructor de religión, retórica y lengua hebrea quizás porque allí se respiraba la atmósfera más genuina de la judería de Ámsterdam: una mezcla de mesianismo con realidad, de predestinación divina con comportamientos mundanos, de cultura abierta al mundo y las ideas renovadoras, con el milenario pragmatismo hebraico. Y también porque en aquella casa podía entrar en contacto con el espíritu del Maestro.
Las condiciones físicas de la morada del jajám contrastaban de manera evidente con la circunstancia de que su esposa, madre de sus tres hijos, fuese miembro de la familia Abravanel, otrora rica y poderosa en España y Portugal, y ahora otra vez rica y poderosa en Venecia, Alejandría y ya también en Ámsterdam. Los Abravanel habían llegado a la ciudad incluso después de su abuelo Montalbo, pero, a diferencia de este, como pasajeros de un mercante, cargados con bolsas de monedas de oro, cofrecillos con diamantes y con contactos políticos, sociales, familiares y mercantiles que valían otros muchos miles de florines. Estirpe de consejeros, banqueros y funcionarios reales de las coronas ibéricas antes del infausto año de 1492, semillero de comerciantes, médicos y hasta poetas de reconocida fama en todo el Occidente, los Abravanel parecían nacer predestinados para la riqueza, el poder y la inteligencia. Pero la casa del jajám nada tenía que ver con las dos primeras de aquellas virtudes; por el contrario, el sitio advertía que la capacidad mercantil de su morador no era su fuerte (fundador de varias empresas, entre ellas la primera imprenta judía de la ciudad, pronto derrotada por la competencia y vendida a otro sefardí), pero, sobre todo, la precariedad del edificio de maderas roídas ponía en evidencia que sus relaciones con los acaudalados Abravanel no debían de ser demasiado cordiales. No obstante, quizás la mejor prueba de la distancia existente entre el sabio y sus parientes fue la que truncó el destino de Ben Israel como rabino, pues de haber tenido el apoyo del poderoso clan no hubiese sido derrotado en la porfía para esa codiciada condición.
Aquella agria disputa se había producido unos años atrás, cuando los sefardíes, cada vez más numerosos y prósperos, decidieron dar vida al Talmud-Torá, la asamblea religiosa y comunitaria en donde se fundieron las tres congregaciones existentes en la ciudad y, como parte de la fusión, se decidió prescindir de algunos rabinos, cuyos salarios eran pagados por la comunidad. Y entre los descartados había caído el incómodo Menasseh Ben Israel. A pesar de su fama como escritor, cabalista y difusor del pensamiento hebreo, el erudito debió conformarse desde entonces con la no muy bien retribuida condición de jajám, profesor de retórica y religión, aunque le permitieron conservar una silla en el consejo rabínico de la ciudad. A pesar de aquel fiasco, el estudioso se enorgullecía en público de su nexo sanguíneo con la famosa estirpe, pues, como varios miembros de la familia y también él mismo se habían encargado de pregonar, existían pruebas fehacientes de que los Abravanel descendían en línea directa de la casa del rey David y, en consecuencia, el Mesías por venir (cuya llegada, según los versados cabalistas del oeste y los místicos del este, parecía cada vez más cercana) sería un portador de aquel apellido…, por lo cual el Esperado bien podría ser uno de los hijos del ex rabino, engendrados en un vientre Abravanel.
A pesar de que debía vivir contando los céntimos espolvoreados en sus bolsillos, de la escandalosa degradación rabínica y su portuguesa y sostenida afición al vino, Menasseh Ben Israel seguía siendo uno de los hombres más influyentes de la comunidad y, no por gusto, desde hacía tres años ocupaba la dirección de Nossa Academia, la escuela fundada por los también poderosos Abraham y Moshé Pereira. En su juventud, para poder estampar y hacer circular sus escritos, había fundado aquella primera imprenta judía de Ámsterdam, que si en tanto negocio resultó un fiasco, como plataforma para sus ideas y para el conocimiento de muchos clásicos de la literatura hebrea fue una decisión iluminada. Sus propios libros, escritos en español, hebreo, latín, portugués e inglés (podía, además, expresarse en otras cinco lenguas, incluido, por supuesto, el neerlandés), se movieron por medio mundo y tuvieron lectores no solo entre los judíos del oeste y del este (su Nishmat Hayim era considerado ya uno de los más enjundiosos comentarios cabalísticos), sino también entre católicos y cristianos. Estos últimos habían encontrado en obras suyas como El conciliador, una curiosa mirada hebrea sobre las Sagradas Escrituras, una perspectiva incluyente donde se marcaban las coincidencias entre la lectura católica y cristiana del texto y la que por tres mil años habían hecho los hijos de Israel. Pero, de todas sus obras —todas leídas por Elías Ambrosius, inducido por su abuelo—, su antiguo discípulo seguía prefiriendo el cuadernillo De Termino Vitae (cuyo original, pronto convertido en un éxito de escándalo, le tocó componer en la imprenta), pues le comunicaba al joven aquella noción de la vida y sus exigencias, de la muerte y sus anticipaciones que tanto lo complacía como concepción de la existencia humana, aquí y ahora.
Quizás por ser un heterodoxo tan peculiar, encajado en medio de una comunidad recién nacida y turbulenta que, para fortalecerse, debía acudir a la ortodoxia más férrea, la carrera de Ben Israel había estado tan adornada de éxitos y tropiezos. Pero, sin duda, por ser un iconoclasta capaz de propalar las ideas más aventuradas (por novedosas o conservadoras) y vivir una vida pública al límite de lo aceptado por los preceptos judaicos, sus vínculos con el resto de la sociedad protestante de Ámsterdam llegaron a ser más fluidos y estrechos. Y si hacía falta alguna muestra visible de hasta dónde había llegado aquella comunicación, en el pequeño salón de su modestísima morada estaba ese testimonio: allí, desafiante, colgaba el retrato que, unos años antes, le había hecho el Maestro, cuando ya era el Maestro y el más conocido y solicitado pintor de la ciudad. Aquel dibujo, donde el entonces rabino exhibía un sombrero de ala ancha, una barba recortada y bigotes, al estilo de los burgueses de la villa, destilaba vida gracias a un impresionante trabajo con los ojos, de los cuales brotaba la mirada de buitre inteligente que caracterizaba el modelo y muy bien había sabido reflejar el Maestro. La obra funcionaba como un imán que, en cada visita a la casa, Elías Ambrosius Montalbo de Ávila contemplaba hasta gastarla, y resultó otro de los motivos que generó en el joven el creciente anhelo de acercarse al Maestro e imitarlo.
La relación de amistad y confidencias entre un pintor crítico del calvinismo dogmático, afiliado a la secta menonita de su amigo Cornelius Anslo, y un polémico erudito hebreo, tal vez se hizo fuerte porque ninguno de los dos profesaba la exclusión de los otros y menos aún se conformaban con las posibilidades intelectuales ofrecidas por su tiempo. Derrotados ambos en sus aspiraciones de ascenso social, habían terminado por revelarse incapaces de aceptar muchos de los que se consideraban los buenos modos (para un exitoso pintor holandés y para un judío preeminente), aquellos cánones y preferencias establecidos a veces por tradiciones ancestrales o sostenidas por las conveniencias de los dueños del dinero y el poder, esos hombres de cuyos capitales, mal que les pesara, debían vivir el pintor y el estudioso de los textos sagrados.
Por su antiguo preceptor, Elías conocía las largas charlas sostenidas en el estudio del artista, en la casa del jajám o en las cervecerías de Ámsterdam en donde a los dos hombres les encantaba encontrarse y darse a libaciones, diálogos en los cuales aquellos espíritus contradictorios y en comunicación solían referirse a sus inconformidades y conceptos. Sus modos muchas veces insolentes de comportarse en público habían contribuido también a granjearles la atención de una comunidad bullente para la cual el disfrute de la libertad de ideas y credos se había establecido como el bien más preciado al cual tenían derecho todos quienes allí vivían, incluidos los hijos de Israel: no por gusto los judíos no solo la consideraban una Nueva Jerusalén, sino también la llamaban Makom, «el buen lugar» donde habían hallado la aceptación de sus costumbres y fe y, con ella, la paz para vivir su vida, perdida en casi todos los otros sitios del mundo conocido.
Aquella mañana, cuando Raquel Abravanel, mal encarada y peor peinada (como siempre) recibió a Elías, le espetó de inmediato que su marido aún dormía los excesos etílicos de la noche anterior y le cerró la puerta en la cara. Sentado en la escalerilla de acceso a la morada, con una nalga sobre la mezuzá, el cilindro con fragmentos de la Torá dedicada a recordar a quienes entraban o salían de la morada que Dios está en todas partes, el joven decidió esperar la recuperación del profesor, pues estaba determinado a tener el difícil diálogo con el hombre más capaz de ayudarlo o de hundirlo. Una hora después, demasiado poco abrigado para el frío de la mañana, vestido con las bombachas sucias y el capote raído con los cuales solía pasearse por la ciudad para hacer más patente su inexistente interés por los bienes materiales y las opiniones de sus vecinos, el anfitrión se acomodó en el mismo escalón del joven y le ofreció un tazón de un vino aguado y tibio, endulzado con miel y condimentado con canela, similar al que él mismo bebía.
Elías le preguntó cómo se sentía. «Vivo», fue la respuesta del jajám, que, cosa extraña, no parecía tener deseos de divagar. ¿Para qué quería verlo? ¿Por qué tanta prisa? ¿No tenía frío? ¿Y qué era de la vida del ingrato Amós? El joven decidió empezar por donde le resultaba más fácil, aun cuando en realidad no lo fuera, porque su hermano Amós, también antiguo alumno de Ben Israel, había tenido una crisis mística y se había convertido en uno de los seguidores del rabino polaco Breslau, el más recalcitrante defensor local de la pureza religiosa del judaísmo y, como era de esperar, enemigo público de Ben Israel y de sus modos de pensar. Por ello dio la respuesta más política y a la vez explícita que se le ocurrió: «Amós debe de estar leyendo la Torá en la sinagoga tudesca», dijo, se dio un trago del vino ya frío y, sin pensarlo más, se lanzó hacia donde en realidad le interesaba: «Mi amado jajám, quiero que su amigo el Maestro me acepte en su taller. Quiero aprender a pintar. Pero quiero aprender con él». El profesor siguió bebiendo de su tazón, como si las palabras de su ex alumno fuesen un comentario intrascendente sobre el estado del tiempo o el precio del trigo. Elías sabía, no obstante, que la mente del erudito debía de estar deglutiendo aquellas palabras cargadas de complicaciones y colocándolas en la balanza equilibrada con los contrapesos de lo lógico, lo posible, lo admisible y lo intolerable.
Pocos hombres en Ámsterdam sabían más que Menasseh sobre qué cosa es vivir guardando un secreto y representando un personaje: en su niñez lusitana, cuando aún se llamaba Manoel Dias Soeiros, había sido arrancado de su hogar y recluido en un convento donde por varios años unos frailes franciscanos, no demasiado misericordiosos, lo habían educado como cristiano, enseñándole (varilla en mano) las razones por las cuales debía despreciar y reprimir a los practicantes de la religión de sus ancestros, responsables directos de la muerte de Cristo, practicantes de sacrificios rituales de niños, hedientes a azufre y avaros por naturaleza, entre otros muchos pecados y estigmas. Su estómago, obligado a digerir carne de cerdo, morcillas de sangre y cuanto alimento trefa se les ocurriera servir a los curas, se debilitó hasta provocarle una enfermedad crónica que aún lo acompañaba y le producía dolorosas vomitonas. Pero también había aprendido a sobrevivir en un medio adverso, a guardar silencio y a saber ocultarse en la masa para no ser oído ni visto y, sobre todas las cosas, a tomar de ese medio hostil las enseñanzas que podían ser útiles en las más diversas circunstancias. Había asimilado, gracias a sus represores teológicos, que el ser humano es una criatura demasiado compleja para que alguien («Fuera de Dios, por supuesto», les decía a sus alumnos, como siempre recordaba Elías) pudiera creerse capaz de conocerlo y juzgarlo, mientras la libertad de elección debía ser el primer derecho del hombre, pues le había sido otorgada por el Creador: desde el origen del mundo, para su salvación o perdición, mas siempre para su uso.
Cuando les hablaba de este tema a sus discípulos, Ben Israel solía repetirles su versículo predilecto del Deuteronomio, «Yo, Dios, te he dado vida y muerte; bendición y maldición: escoge vida», recalcando la posibilidad de elección más que la elección final misma, y muchas veces, como colofón, solía narrarles la extraordinaria historia de uno de sus parientes políticos, don Judá Abravanel, el hombre que, por la salvación de su vida y la de su estirpe, había optado por la entrega pública de su fe y la renegación de todas sus convicciones. Según el relato (Elías siempre lo creyó una ficción del jajám para cargar más aún el destino mesiánico de la familia) aquel hombre era hijo del poderoso Isaac Abravanel que tanto apoyó y tanto dinero dio para que el genovés Colón pudiera zarpar con sus naves y regalar poder y gloria a la Corona de España. No obstante, él también debió huir del país donde por muchos siglos vivieron y prosperaron sus ancestros para buscar refugio en Lisboa, como otros muchos judíos perseguidos por los obispos de aquella misma Corona española (la cual, antes de expulsarlos, había confiscado sus muy considerables bienes, como siempre recordaba el abuelo Benjamín al hablar de esas y otras persecuciones). Pero, según el relato del maestro, fue en el año de 1497 cuando Judá Abravanel vivió el momento más tremendo de su existencia: él, su mujer y sus hijos, junto con otras decenas de familias sefardíes, terminaron confinados en una catedral de Lisboa y, por real decreto, colocados frente a la terrible elección a la cual los cristianos reducían las opciones de los practicantes de la Ley mosaica. O aceptaban el bautismo católico o eran llevados al tormento y la muerte en la hoguera. (En este punto —bien lo recordaba Elías— el jajám Ben Israel solía hacer una pausa dramática, destinada a alimentar el sobrecogimiento de sus pupilos, aunque el mejor silencio lo reservaba para más adelante.) Muchos de los hebreos atrapados en la catedral, cientos de ellos, decididos a morir por su fe santificando el nombre de Dios y por no verse humillados con el acto del bautismo, optaron por el sacrificio, como lo ordenaban las Escrituras, y comenzaron a matar a sus hijos y mujeres, para luego matarse a sí mismos: si tenían armas, los degollaban, les cortaban las venas, los herían en el corazón, y si no estaban armados, pues los estrangulaban con sus cinturones y hasta con sus propias manos, para luego inmolarse ellos mismos golpeándose el cráneo contra las columnas del templo, de las cuales, se decía, todavía goteaba la mucha sangre absorbida por sus piedras. Pero Judá Abravanel no, decía en aquel punto del relato el jajám. Aquella negación caía como un manto de alivio sobre los adolescentes, aterrorizados con aquella historia del sufrimiento al cual habían sido sometidos otros judíos, un episodio al cual ellos, afortunados habitantes de Ámsterdam, la Nueva Jerusalén donde se les habían abierto las puertas a los hijos de Israel, no se imaginaban que pudiera ser conducido ningún ser humano.
Judá Abravanel, cuya estirpe —como bien se sabía— se remontaba hasta la mismísima casa del rey David, era médico de profesión y sería el poeta que con el nombre de León Hebreo escribiría los famosos Dialoghi d’amore, varias veces leídos por Ben Israel a sus discípulos. Hombre culto, piadoso y rico, había sido atrapado por la más dolorosa circunstancia y hecho su elección: don Judá había tomado a su mujer y a sus hijos de la mano y, chapoteando en la sangre judía derramada en el templo cristiano, había avanzado hacia el altar clamando por el bautismo (y aquí el jajám hacía su más largo silencio). Optando por la vida. Aun cuando su corazón lloraba, consciente de que su decisión quebraba uno de los preceptos inviolables («¿Saben cuáles son esos preceptos?»), don Judá Abravanel caminó dispuesto a lanzarlo todo al fuego, a perder la salvación de su alma, pero consciente de lo que su vida y la vida de sus hijos significaban o podían significar para la historia del mundo según las cósmicas proporciones de un riguroso plan divino: eran una vía abierta en el camino del Mesías… Además, con el ejemplo dado por aquel hombre, considerado un puntal de la comunidad, don Judá salvó la vida de muchos de los judíos encerrados en la iglesia, que, conocedores de su prestigio, influidos por su ascendencia, decidieron imitarlo…
Gracias a aquel acto, por cierto, solía decir el jajám, ya más distendido, quizás incluso con un dejo de ironía, Judá Abravanel tuvo vida suficiente para huir de Portugal con los suyos, asentarse en Italia y, en una coyuntura más favorable, volver a enriquecerse y regresar a la fe en la cual él había nacido y a la que se debía. En todo caso, don Judá, tal vez hasta perdonado por la infinita comprensión del Santísimo, bendito sea Él, había legado una conmovedora enseñanza (y aquí solía caer el último silencio del mañoso narrador): en cada momento el hombre sabio debe actuar del mejor modo que su inteligencia le reclame, pues para algo el Creador le había dado al humano aquella capacidad. El Santísimo había enseñado a los suyos que ningún poder, ninguna humillación, ni siquiera la más enconada represión o cofradía de dolor y miedo pueden apagar la llama del deseo de libertad ardiente en el corazón de un hombre presto a luchar por ella, dispuesto incluso a humillarse para llegar a esa libertad, y luego de cumplida la vida, confiarse al Juicio Final. Porque el deseo de libertad es indisociable de la condición singular del hombre, esa intrincada creación divina.
Tan dramático como aquellos silencios de sus relatos fue el silencio que el jajám abrió esa mañana, luego de escuchar la confesión de Elías Ambrosius. Y tan largo resultó que el joven pensó si no iba a morir de desesperación y frío. Ben Israel, demasiado absorto, había sacado la galleta de cebada escondida en el bolsillo de su blusón para humedecerla en el resto del vino y masticar sin prisas antes de, por fin, decidirse a hablar. «No voy a preguntarte si entiendes lo que me pides, pues asumo que debes entenderlo. También asumo que sabes cuál se supone que es mi deber, ahora mismo.» «Sí, señor, tratar de convencerme de que es una locura. O denunciarme al Mahamad. No intente lo primero: estoy decidido. Lo segundo es determinación suya, como miembro de ese consejo.» Ben Israel dejó el tazón ya vacío junto a la mezuzá, se limpió la boca y se frotó las manos para desprender las últimas migajas y, de paso, devolverle calor a sus dedos. «Llevo treinta años viviendo aquí y todavía añoro el sol de Portugal… No me extraña que haya judíos negados a salir de allí y otros aquí desesperados por volver.»
Sin dar explicaciones, el profesor entró en la casa y salió con una manta sobre los hombros. Recuperó su sitio, se sorbió sonoramente los mocos y miró al joven: «¿Por qué me pides ayuda en algo tan grave? ¿Por qué vienes a mí?». «Porque usted, jajám, es el único que puede ayudarme… Y porque sé que incluso sería capaz de hacerlo.» El hombre sonrió, quizás orgulloso por la opinión de Elías. «Me estás pidiendo apoyo para violar una mitzvah, nada menos que el segundo mandamiento escrito en las tablas.» «Una mitzvah que los hebreos estamos violando hace dos mil años. ¿O no fueron hebreos, según aprendí en sus clases, quienes pintaron los paneles con escenas bíblicas en una sinagoga a orillas del Éufrates? Y los mosaicos con imágenes humanas y de animales de la sinagoga de Tiberíades, en el lago Galilea, usted dice que no cayeron del cielo. ¿Y las Sagradas Escrituras ilustradas? ¿Y los túmulos funerarios en el cementerio de Beth Haim, aquí mismo, en Ámsterdam, acaso no tienen imágenes de animales…? ¿Y los ángeles del Arca de la Alianza? ¿Y la fuente del rey Salomón alzada sobre cuatro elefantes esculpidos…?, perdóneme, jajám, pero lo que le voy a decir es pertinente…, ¿y tener imágenes en las paredes de la casa no es una violación de la Ley?» «Sí, hay malos precedentes y otros…», el sabio sonrió de nuevo, herido por la estocada de su antiguo pupilo que le recordaba el retrato desde hacía varios años exhibido por Ben Israel, como un desafío, allí mismo, en su casa, «… hay otros que confunden. Los querubines que adornaron el Arca fueron una petición del propio Creador, es cierto. Aunque él jamás indujo a que los adoraran… Los túmulos del cementerio se los han encargado a artesanos gentiles… Y yo no soy el único judío que ha sido pintado por el señor Van Rijn. También tiene un excelente retrato suyo el notable doctor Bueno… Lo que quiero decir es que nada de eso te exime de la obediencia y menos del peligro del castigo…»
Entonces Elías Ambrosius sacó la carta con la cual pensaba asegurar su triunfo: «La Torá nos prohíbe adorar falsos ídolos, ese incluso es uno de los tres preceptos inviolables, y por eso condena el acto de representar imágenes de hombres y animales, o de adorarlas en los templos o en las casas… Pero no habla del hecho de aprender a hacerlo: y yo solo quiero que usted me ayude a aprender con el Maestro. Lo que haga después es mi responsabilidad consciente… ¿Me va a ayudar o me va a delatar?». Ben Israel al fin rió abiertamente. «Cada vez que debía lidiar con su gente, Moisés se preguntaba por qué el Santísimo, bendito sea Él, había elegido a los hebreos para cumplir sus mandatos en la Tierra y propiciar la llegada de un mesías. Somos la raza más díscola de la creación. Y eso nos ha costado un precio, tú lo sabes… Lo peor no es que nos cuestionemos todo, sino que racionalicemos esos cuestionamientos. Tienes razón…, nadie te impide estudiar. ¿Pero sabes algo? Me siento culpable de que hayas aprendido a pensar así… Además, la Ley es clara en cuanto a la representación de figuras que pueden ser idolatradas. La prohibición se refiere sobre todo a la construcción de falsos ídolos o pretendidas imágenes del Santísimo…, aunque, digo yo, deja un espacio al acto de crear si ese empeño no conduce a la idolatría… Y cada nueva generación, bien lo sabes, está obligada a respetar la Torá y sus leyes, pero también está obligada a estudiarla, porque los textos requieren ser interpretados en el espíritu de los tiempos, que son cambiantes… Ahora, con independencia de cómo interpretemos la Ley, te pregunto: ¿serás capaz de detenerte al borde de la línea? ¿Estudiar y solo aprender, como me dices, por el disfrute de hacerlo?» Hizo una de sus pausas, otra vez tan larga que Elías llegó a pensar si no habría terminado su discurso, cuando por fin se puso de pie y agregó: «Ven, quiero mostrarte algo».
El jajám recogió su tazón y ascendió los dos escalones que daban acceso a la casa. El joven lo imitó, intrigado por lo que podría mostrarle el otro. Atravesaron el desordenado salón, desierto en ese momento, y penetraron en el cubículo donde solía leer y escribir el erudito. Montañas de libros y papeles, colocados al parecer de cualquier modo, rodeaban la pequeña mesa donde descansaban varias hojas escritas en hebreo, las plumas de ganso y el frasco de la tinta. También la garrafa de vino, el lujo al cual no podía renunciar el profesor. Ben Israel se volvió y miró a los ojos de su antiguo discípulo: «La discreción es una virtud. Confío en ti como tú confías en mí», y, sin esperar comentarios del otro, se inclinó sobre la mesa y de un cajón extrajo una cartulina enrollada que le entregó al joven. «Ábrela.»
Apenas sintió la textura del papel, Elías Ambrosius supo que se trataba de una cartulina para grabados de las vendidas por el señor Daniel Rulandts y, con todo cuidado, comenzó a desplegar el rollo hasta abrirlo ante sus ojos. En efecto, la superficie estaba grabada con un aguafuerte, y la imagen representada era el busto del propio Ben Israel, vestido con rebuscada elegancia, la barba y bigotes bien recortados, la cabeza cubierta con su kipá judía. Lo primero que se le ocurrió decir al joven se convirtió en palabras en sus labios: «Pero esto no es obra del Maestro». «Veo cuán bien lo conoces», admitió el jajám, «eso es lo interesante de este grabado…» «¿Y entonces quién es…? ¿Salom Italia?», leyó en el borde inferior, donde también estaba grabada la fecha de ejecución en números romanos: MDCXLII, 1642. «¿Quién es Salom Italia…? No me dirá que un judío.» Ben Israel dejó que una pequeña sonrisa aflorara a sus labios. «Elías, confórmate con saber esto, que ya es mucho: sí, es un judío, como tú, como yo.» «¿Un judío? ¿Y usted sabía que hacía esto? Quien sea este Salom Italia no es un aprendiz…, es un artista.» «Vas por buen camino…» Ben Israel tiró unos libros al suelo y se acomodó en su silla. «No es un aprendiz, aunque casi no recibió lecciones de ningún maestro. Pero tiene un don. Y no pudo evitar desarrollarlo… Ah, por supuesto, Salom Italia no es su verdadero nombre…» «¿Y qué va a hacer usted, jajám? ¿Va a denunciarlo?» «¿Después de posar para él?…» Elías Ambrosius comprendió que estaba ante algo demasiado grave, definitivo, capaz de impulsarlo en sus pretensiones pero a la vez de llenarlo de temores. «¿Qué va a hacer usted entonces?» «Con este grabado, guardarlo. Con el secreto de Salom Italia y su aguafuerte, lo mismo. Contigo, ayudarte… Después de todo es tu opción y conoces los riesgos… como los conocía Salom Italia. Además, en esta ciudad los secretos se multiplican: hay varios de ellos ocultos por cada judío visible… Sí, tengo una idea…, y espero que el Santísimo, bendito sea Él, me entienda y me perdone con su infinita gracia.»
Menasseh Ben Israel se puso de pie y volvió a frotarse las manos: «Otra vez necesitamos leña y estoy en la ruina… ¿Viste que no tengo ni para comprar leche? ¿Cuándo se acabará este maldito invierno…? Vete ahora, tengo que orar…, aunque ya es un poco tarde, ¿no? ¿Tú hiciste los rezos de la mañana…? Y después voy a pensar. En ti y en mí».
Cuando al fin estuvo frente a la puerta verde del número 4 de la Jodenbreestraat, Elías Ambrosius sintió deseos de echar a correr. No es lo mismo tomar una decisión que ejecutar un acto; y si transponía el umbral custodiado por él durante meses, siempre soñando con aquel instante, estaría dando un paso irreversible. Sin quererlo, sin pensarlo, volvió a revisar su vestimenta, la más presentable a su alcance, pero se reconfortó al observar el aspecto descuidado de su guía: el erudito Ben Israel casi parecía uno de aquellos judíos toscos y malolientes que en los últimos años habían migrado del Este hacia la Nueva Jerusalén y vivían de la caridad o de los magros salarios municipales devengados por labores como sacar mugre y cadáveres de animales de los canales, recoger nieve en el invierno y barrer el polvo de las calles el resto del año.
La señora Geertje Dircx les abrió la puerta y, con el mutismo que (ya Elías lo sabía) le era propio, los hizo pasar a la sala recibidor. Aquella viuda de un militar, casi militar ella misma, era la encargada del cuidado de Titus, el pequeño hijo del Maestro, incluso desde antes de la muerte de su madre, y tras el deceso de la dueña de la casa se había convertido en una especie de ama de llaves con todos los poderes. Apenas aguardaron unos minutos y de la escalera que conducía a la cocina salió el Maestro, aún masticando un último bocado y ataviado con un blusón que le cubría hasta los tobillos, manchado de todos los colores existentes y ajustado a la cintura con un cáñamo más apropiado para atar barcazas que para la función ahora encomendada.
«Buen día, amigo mío», lo saludó el jajám, y el Maestro le correspondió con las mismas palabras y un apretón de manos. Elías, a quien el anfitrión ni siquiera había mirado, sentía cómo todo su cuerpo temblaba, sacudido por la presencia cercana de aquel hombre de nariz de porrón y mirada de águila, de aspecto tan vulgar que, aun sabiendo quién era, resultaba difícil aceptar que fuese, y nadie lo dudaba, el más grande maestro de una ciudad donde pululaban los pintores. Ben Israel le mencionó el motivo de su visita y solo entonces el hombre pareció recordarlo y miró de soslayo a Elías. «Ah, tu joven discípulo… Vamos al estudio», dijo, y luego de ordenarle a la señora Dircx que subiera una botella de vino y dos copas, emprendió la ascensión por la sinuosa escalera de espiral.
Mientras subían, el joven, sin perder su angustia, trataba de encajar cuanto iba viendo en las imágenes de aquel sitio que había fabricado con descripciones del jajám, el danés Keil y el comerciante Salvador Rodrigues, vecino del pintor y amigo del padre de Elías. Sin apenas atreverse a dar un vistazo a las obras colgadas en la sala, entre las cuales reconoció un paisaje de Adriaen Brouwer y una cabeza de Virgen, sin duda venida de Italia, además de un par de trabajos del anfitrión, los siguió hacia la planta donde el Maestro tenía su estudio y, a través de la puerta semicerrada del anexo de la antesala, consiguió ver la prensa en donde el pintor imprimía las copias de sus codiciados aguafuertes. Al llegar al descanso del tercer nivel pudo atisbar en la habitación del fondo, a su derecha, el almacén de los objetos exóticos que tanto le gustaba adquirir al Maestro en las subastas y mercadillos de la ciudad y, a la izquierda, la puerta que ya se abría y daba acceso al taller. Fue en ese instante, mientras el Maestro le cedía paso al rabino, cuando el hombre le dirigió por primera vez la palabra a Elías Ambrosius. «Espera aquí. Si quieres, puedes ver mi colección. Pero no vayas a robarte nada», y, sin más palabras, cerró tras de sí la puerta del estudio.
Elías, obediente, entró en el cubículo donde, en un orden que más bien parecía un caos, se acumulaban las más inconcebibles rarezas. Aunque su estado de ánimo no era propicio para concentrarse en las observaciones, paseó la vista por aquel muestrario de maravillas en donde convivían los artificialia con los naturalia, en una variedad y disposición alucinante o alucinada. Ubicado en un ángulo desde el cual podía observar la puerta del estudio, el joven recorrió con la mirada la serie de bustos de mármol y yeso (¿Augusto?, ¿Marco Aurelio?, ¿Homero?), las cajas de caracolas, las lanzas asiáticas y africanas arracimadas en un rincón, los libros (todos en neerlandés) colocados en una estantería, los animales exóticos disecados, los cascos militares de hierro, la colección de minerales y de monedas, los tazones importados del Lejano Oriente, dos globos terráqueos, varios instrumentos musicales de cuya existencia y sonoridad el judío no tenía idea. Sobre una mesa reposaban tres enormes carpetas que, ya lo sabía el joven, guardaban grabados, aguafuertes y dibujos de Miguel Ángel, Rafael, Tiziano, Rubens, Holbein, Lucas van Leiden, ¡Mantegna!, ¡Cranach el Viejo!, ¡Durero!… Concentrado en la observación de los álbumes, rozando con las yemas de los dedos las rugosidades de las impresiones, perdida la noción del tiempo y alejado sin quererlo de sus ansiedades, el quejido de la puerta que se abría lo sorprendió. «Ven, hijo», lo reclamó el jajám y los temblores regresaron al cuerpo del joven.
El taller del Maestro ocupaba toda la parte frontal de la planta. Las dos ventanas tantas veces observadas desde la plazoleta de la Sint Anthonisbreestraat, a la orilla de la esclusa del Zwanenburgwal, tenían bajadas las cortinas de tela dispuestas para atenuar la luz, pero el joven pudo ver en el caballete preparado a las espaldas del Maestro, muy cerca de una estufa de hierro labrado, una tabla de mediano formato con la mitad superior oscurecida en una profundidad casi cavernosa en donde, sin embargo, resultaba posible descubrir una enorme columna, algo semejante a un altar cargado de filigranas de oro, y una cortina que bajaba desde las tinieblas por la izquierda de la superficie. En la mitad inferior de la tabla, donde la luz se concentraba alrededor de una mujer arrodillada, vestida de blanco, se agrupaban varias figuras más, todavía abocetadas sobre un fondo gris.
El jajám ocupó la otra banqueta libre y dejó a Elías de pie, en el centro de la estancia, en una embarazosa posición, pues podía ver su reflejo de frente y de perfil en los dos grandes espejos recostados contra la pared frontal y lateral del taller. El joven no sabía qué hacer con sus manos ni adónde dirigir la mirada, ávida de captar cada detalle del sanctasanctórum aunque incapaz de convertir en pensamientos las imágenes asimiladas.
«¿Qué edad tienes, muchacho?» Elías fue sorprendido por aquella pregunta. «Diecisiete años, señor. Recién cumplidos.» «Pareces más joven.» Elías asintió. «Es que todavía no me sale barba.» El Maestro casi sonrió y continuó. «Mi amigo Menasseh me ha hablado de tus pretensiones. Y como yo admiro la osadía, voy a hacer algo por ti.» Elías sintió que podía flotar de alegría, pero se limitó a asentir, la vista fija en las manos del Maestro, dedicadas a enfatizar sus palabras. «Como por la salud de mi amigo, y por la tuya, debemos ser discretos, y como tengo entendido que eres un muerto de hambre ambicioso y tozudo, mi única propuesta posible es que, para todos, vengas a trabajar en el taller como mozo de limpieza, por lo que te voy a reducir la matrícula a cincuenta florines. Por supuesto, por ese precio y para que los demás crean que limpias, de verdad vas a limpiar, claro está… Primero vas a aprender mirando lo que hacen los demás discípulos y lo que hago yo. Puedes preguntar, pero no demasiado y a mí nunca me dirijas la palabra cuando esté trabajando… Nunca… Cuando sepas todo lo que se debe saber sobre cómo disponer y mezclar los colores, moler las piedras con el alfil, preparar los lienzos y las tablas, fabricar pinceles y tengas una idea de cómo se pinta un cuadro y por qué se pinta de una forma y no de otra, entonces te volveré a preguntar tu disposición. Y si aún insistes, te daré un pincel. Si tomas en tus manos ese pincel y si ese acto llega a ser más o menos público, ya solo depende de ti, y las consecuencias las asumes tú. Tengo demasiados amigos judíos que no están tan locos como este amigo nuestro», señaló con la barbilla a Ben Israel, «para enturbiar mi relación con ellos por un soñador que pretende pintar y a lo mejor no sirve ni para darle cal a las paredes… ¿Te conviene?»
Elías, abrumado por el discurso, al fin miró al rostro del Maestro, que había quedado a la expectativa de una respuesta, y luego al de su antiguo preceptor, quien, con una hermosísima copa mediada de vino en la mano, parecía achispado y divertido con la situación. «Sí, acepto, señor…, pero solo puedo pagarle treinta florines.» El Maestro lo miró como si no hubiera entendido bien y, con los ojos, interrogó a Ben Israel. «Por favor, señor, treinta florines es más de lo que tengo», añadió entonces el joven, mientras sentía cómo el mundo se desmoronaba bajo sus pies al observar que el Maestro negaba una y otra vez con la cabeza. Elías, como todos los que conocían algo de la vida de aquel hombre, sabía que la fama no le bastaba para darle alcance a las presiones económicas a las cuales lo conducían sus excentricidades. Además, sus finanzas debían de haber empeorado mucho desde el año anterior, cuando varios de los miembros de la sociedad de arcabuceros propalaron el comentario de que la obra encargada había resultado ser una estafa, un cuadro impertinente y de mal gusto, pues en nada se parecía a los retratos de grupo entonces de moda. Algunos hasta comentaron que el pintor era caprichoso, voluntarioso y terco («Mejor se lo hubiéramos encargado a Frans Hals», habían dicho algunos de los retratados, cada uno de los cuales había abonado la considerable cifra de cien florines), y, casi como si fuera un decreto municipal, el Maestro había dejado de recibir aquella clase de encargos, los más rentables en el mercado de pinturas de Ámsterdam. Por ello, la respuesta del pintor sorprendió a los dos judíos: «No tendrás barbas, pero tienes agallas… Pues allí está la escoba. Empieza a barrer la escalera. Quiero verla brillar. Cuando termines pregúntale a la señora Dircx qué otras cosas debes hacer… Creo que necesitamos turba para las estufas… Sal ahora, quiero hablar algo más con mi amigo. Y vístete como lo que eres, un sirviente. Arriba, sal y cierra la puerta».
Se sabía un privilegiado, vislumbraba que asistiría a sucesos maravillosos, y quería tener la alternativa de recordarlos por el resto de los días de su vida y, tal vez, en un futuro imprevisible, transmitirlos a otros. Por ello, un par de semanas después de que comenzara a frecuentar la casa y el taller del Maestro, Elías Ambrosius decidió llevar una especie de libro de impresiones donde iría escribiendo sus conmociones, descubrimientos, elucubraciones y adquisiciones a la sombra y luz del Maestro. Y también sus temores y dudas. Mucho debió pensar dónde esconder el cuaderno, pues, de caer en manos de alguien —y pensó ante todo en su hermano Amós, cada día más intransigente en cuestiones religiosas, empeñado incluso en hablar con la escabrosa jerga de los rústicos judíos del Este—, haría innecesarias todas las precauciones y encubrimientos, imposible el mínimo intento de defensa. Al final se decidió por una trampilla abierta en el suelo de tablas de la buhardilla, resguardada de la vista por un viejo cofre de madera y cuero.
En la primera página del cuaderno, ensamblado y empastado por él mismo en la imprenta, según el modelo de los tafelet en los cuales los pintores solían hacer sus bocetos, escribió en ladino, con letras grandes, poniendo empeño en la belleza de la caligrafía gótica: Nueva Jerusalén, año 5403 de la creación del mundo, 1643 de la era común. Y para empezar se dedicó a relatar lo que significaba para él la posibilidad de compartir el mundo del Maestro y luego, en varias entradas, cargadas de adjetivos y admiraciones, trató de expresar la sensación de epifanía que le había provocado convertirse en testigo del acto milagroso a través del cual aquel hombre tocado por el genio sacaba las figuras de la base de color muerto imprimada en el tablero de roble, cómo las vestía, les daba rostros y expresiones con retoques de pincel. Trató de explicarse cómo conseguía iluminarlas con un fabuloso, casi mágico juego de colores ocres, mientras las ubicaba en un semicírculo alrededor de la mujer arrodillada y vestida de blanco, para darle forma definitiva al drama cristiano de Jesús otorgando el perdón a la mujer adúltera, condenada a morir apedreada. El trabajo había resultado un proceso de pura creación ex-nihilo, en el que día a día el joven había podido contemplar una convocatoria de trazos y colores que aparecían y tomaban cuerpo para ser devorados muchas veces por otros trazos, otros colores capaces de perfilar mejor las siluetas, los ornamentos, los decorados, las formas y las luces (¿cómo lograba aquella controversia de oscuridades y luces?, se preguntaba una y otra vez) hasta, después de muchas horas de esfuerzo, alcanzar la más retumbante de las perfecciones.
Según habían acordado el día de la primera visita, Elías, una vez concluida su labor cotidiana en la imprenta, trabajaba en la casa del Maestro todas las tardes y noches, del lunes al jueves, y hasta un par de horas antes de la caída del sol la tarde del viernes. («Cuando termina el viernes, tú debes cumplir con tus compromisos como judío. El domingo a veces voy a mi iglesia y, si puedo evitarlo, no me gusta tener a nadie en casa», le dijo el Maestro.) Escoba y bayeta en mano, siguiendo las instrucciones de la señora Dircx, el joven comenzaba a recorrer el inmueble donde, en una época, la alegría, la fiesta y la charla habían llenado los días y las noches, pero en la que ahora se respiraba la atmósfera lóbrega forjada por la presencia de la muerte, que tanto había rondado por allí. Solo traían señales de vida y normalidad al ambiente las carreras, risas y llantos del pequeño Titus, el hijo sobreviviente, y la presencia de los discípulos, algunos incluso más jóvenes que Elías, quienes muchas veces no podían evitar el estallido de una risa capaz de alterar por unos momentos la atmósfera lúgubre encerrada entre aquellas paredes.
Elías siempre realizaba sus faenas deprisa, aunque a conciencia, deseando subir cuanto antes al ático donde los alumnos trabajaban en sus cubículos. Incluso, si era posible, intentaba acceder al estudio del Maestro antes de la caída de la tarde, pues a pesar de su preferencia por las escenas nocturnas, descubriría que muy pocas veces el hombre continuaba su labor sobre un cuadro utilizando la luz de las velas o una fogata preparada por los ayudantes en una gran caldera de cobre diseñada para aquel fin. Pero cuando llegó la primavera y se retrasó la desaparición del sol, Elías pudo disponer de más tiempo para vagar, siempre en silencio, escoba y balde en mano, por el estudio del pintor; y cuando este no trabajaba o cuando sí lo hacía pero pasaba el cerrojo, en ocasiones permanecía en los salones de la primera planta, contemplando las obras recientes del Maestro (un delicadísimo retrato de su difunta esposa, adornada como una reina y mostrando su última sonrisa; una magnífica estampa de David y Jonatán rezumante de ternura, en la que el Maestro había utilizado su propio rostro para crear al segundo de los personajes); las pinturas de sus amigos y discípulos más aventajados (Jan Lievens, Gerrit Dou, Ferdinand Bol, Govaert Flinck) y piezas que había adquirido, algunas para conservarlas, otras para venderlas con alguna ganancia. Entre aquellas joyas Elías encontró una Samaritana de Giorgone, una recreación de Hero y Leonardo del exuberante flamenco Rubens, y aquella cabeza de Virgen vista el día de su primera visita a la casa, que resultó ser obra del gran Rafael. Las más de las veces, por supuesto, se dirigía a los cubículos de la buhardilla, delimitados por paneles móviles, donde laboraban los aprendices, en unas ocasiones guiados por el Maestro, otras trabajando sus propias obras, según las capacidades ya adquiridas. Con el danés Keil, con Samuel von Hoogstraten, el aniñado Aert de Gelder y, sobre todo, con el muy dotado Carel Fabritius (no por gusto convocado con frecuencia por el Maestro para que lo ayudara a adelantar algunos de sus trabajos), comenzó su verdadero aprendizaje de los misterios de las composiciones, las luces y las formas, aunque con todos se cuidó de revelarles sus verdaderas intenciones, aun cuando asumía que a ninguno de los discípulos y aprendices les sería difícil adivinarlas, mas también que muy poco les podría interesar a aquellos vástagos de comerciantes y burócratas acaudalados las posibles pretensiones de un insignificante criado judío.
Durante las primeras semanas el Maestro apenas volvió a dirigirle la palabra, salvo cuando le ordenaba que limpiara un sitio o le alcanzara un determinado objeto. Aquel tratamiento, muy cercano al desdén, motivado tal vez por lo poco rentable que resultaba su presencia, hería el orgullo del joven, pero no lo vencía: al fin y al cabo estaba donde él quería estar y aprendía lo que tanto había deseado aprender. Y ser invisible era su mejor escudo, tanto dentro como fuera de aquella casa.
Elías solía estar particularmente atento a las labores ordenadas a los discípulos, pues bien sabía que se trataba de las reglas básicas del oficio. Alguna vez, con suerte, él también recibiría aquellos mandatos. Siguió con especial atención el proceso encargado a los aprendices de dar segundas y terceras capas de imprimación a los lienzos, sobre los cuales muchas veces aplicaban una mezcla gruesa, casi rugosa, de cuarzo gris coloreado con un poco de marrón ocre, más o menos rebajado con blanco, diluido todo en aceite secante, para conseguir la máxima rugosidad de la textura y el color muerto exigido por el Maestro; observó con detenimiento el arte de preparar los colores, luego de pasar por el molinillo y pulverizar en el mortero las piedras de pigmentos, para luego mezclarlas con cantidades precisas de aceite de linaza procurando que aglutinara lo suficiente, sin estar demasiado pastoso; estudió la forma de disponer la paleta del Maestro (asombrosamente reducida en colores) según la fase en que se hallara la obra o de acuerdo con el sector de ella donde trabajaría en ese momento. Todas aquellas labores se desarrollaban con mandatos precisos, y solo en ocasiones derivaban hacia la explicación más o menos didáctica de las intenciones del artista. Elías descubrió, además, que el pintor, como si nada más confiara en su habilidad para lograr el tono preciso exigido por su mente, era por lo general quien preparaba los colores amarillos, oros, cobres, tierras y sienas, que utilizaba con profusión. Sin embargo, fue mientras conversaba con el amable Aert de Gelder, el discípulo que con mayor facilidad podía reproducir obras del Maestro, como si tuviera dentro de sí al propio Maestro, cuando Elías Ambrosius tuvo las primeras nociones de cómo debían combinarse los colores para lograr aquellos impresionantes efectos de luz y cómo aplicarlos para alcanzar las más tenebrosas sombras que tanto dramatismo interior daban a las piezas salidas del taller.
Una tarde del mes de abril —apenas pasado Pésaj, la Pascua judía que, por los rituales estipulados, espació las estancias de Elías en la casa—, el joven tuvo dos grandes satisfacciones. La primera fue cuando, al entrar en el estudio, vio al Maestro sentado ante un lienzo que había ordenado preparar unos días antes a Carel Fabritius. Durante las jornadas en que el discípulo estuvo trabajando en la tela de seis cuartos de alto por un ell de ancho, Elías había asistido al origen más remoto de una obra que en ese instante solo estaba en la mente del Maestro, palpitando como un deseo. Mientras Fabritius preparaba la tela, el Maestro se dedicaba a dibujar sobre una tablilla y observaba de reojo el trabajo de imprimación del lienzo. En dos ocasiones pidió «más», y Fabritius había debido agregar a la pasta oscura polvo de tierra de Kasel, para concederle un tono aún más profundo a la superficie. Al fin, sobre aquel plano casi negro, matizado con un destello marrón, el Maestro había marcado después unos trazos de blanco plomo, refulgentes, que Elías identificó con la forma de una cabeza, cubierta tal vez con un bonete… como el que en ese instante llevaba el pintor. La disposición de los espejos, colocados más allá del caballete de modo tal que el artista pudiera verse a sí mismo de frente y de tres cuartos y en un ángulo en el cual la luz del sol, filtrada por las ventanas, destacara solo una de las mejillas del modelo, le reveló el asunto de la obra.
Apenas Fabritius abandonó el estudio, Elías Ambrosius, moviéndose con el mayor sigilo, metió dentro del balde una decena larga de pinceles sucios recogidos del suelo y recuperó a su compañera la escoba para salir del recinto: la primera ley que había aprendido al llegar al taller era que cuando el Maestro trabajaba en un autorretrato siempre debía estar solo, a menos que solicitara la presencia de alguien —bien para usarlo como modelo de la ropa o como retocador de ciertas zonas de la pieza—. Por eso se asombró al escuchar la voz del Maestro cuando le habló a la imagen de Elías reflejada en el espejo: «Quédate».
Elías recostó la escoba y bajó el balde, pero no se movió. El Maestro recuperó su mutismo y clavó la mirada en su propio rostro, visto en el cristal reflectante. Aquel rostro había sido, sin duda, el más socorrido objeto de representación sobre el cual había trabajado el Maestro. Varias decenas de sus autorretratos, pintados, dibujados, grabados, habían salido de sus manos y hasta encontrado compradores en el mercado y espacios en las paredes de las casas burguesas de Ámsterdam, adonde habían llegado casi siempre no por ser bellas representaciones, sino apenas por haber sido consideradas por algunos compradores osados como un valor seguro: lo mismo que el oro o los diamantes, igual que todo lo salido de las manos de aquel hombre antes de que su prestigio se viera afectado por la pieza del gran salón de Kloveniers. La búsqueda de expresiones, sentimientos, estados de ánimo fingidos o reales, tal vez habían hecho que el Maestro se tomase como modelo ideal y, por supuesto, siempre disponible. Quizás la búsqueda de soluciones visuales útiles para ser aplicadas en los otros muchos retratos que había realizado (con reconocida habilidad) constituía otra causa de aquella insistencia. Pero, sobre todo, pensaba Elías luego de oír comentarios al respecto de los discípulos y aprendices, y de conversar sobre aquella obsesión con su profesor Ben Israel, al parecer el Maestro encontraba en sus rasgos, no demasiado nobles, por cierto (su nariz roma, los rizos rebeldes y libres —cadenettes, como le llamaban los holandeses, utilizando el vocablo de los franceses—, la boca expresiva aunque dura, con los dientes cada vez más oscurecidos por las caries, y la profundidad siempre alerta de su mirada), un reflejo de una vida bien conocida, de cuyas ganancias y pérdidas, felicidades y desastres quería o pretendía dejar testimonio vivo, con la certeza (como alguna vez, tiempo después, le dijera a Elías Ambrosius) de que un hombre es un momento en el tiempo; y la vida de un humano, la consecuencia de muchos momentos a lo largo del tiempo, más o menos dilatado, que le tocaría vivir. Un rostro no como representación, sino como resultado: el hombre que es como emanación del hombre que ha sido.
Por todos era conocida aquella habilidad tan singular del Maestro, su capacidad para leer conciencias y reflejarlas en la densidad de una mirada, que luego rodeaba con unos pocos atributos significativos. En la ciudad se contaba cómo varios años atrás, apenas llegado a la metrópoli desde su natal y más conservadora Leiden, las aptitudes del joven recibieron una prueba escandalosamente definitoria: el muy rico comerciante Nicolaes Ruts, el rey del negocio de pieles, vendedor casi exclusivo de las martas siberianas —más caras que el oro, más incluso que los bulbos de tulipanes de cinco colores—, quería un retrato hecho por aquel «muchacho» de quien tanto se hablaba y al cual hasta se consideraba como la nueva promesa de la pintura del norte. Ese debut en el círculo de los poderosos, que Dios y el ya visible talento del joven pintor pusieron en su camino, resultó tan espectacular como para dejar boquiabiertos a los comerciantes de arte y entendidos de la ciudad. Porque el retrato de Ruts constituía, a pesar de los pocos medios utilizados, la mejor representación posible del hombre de negocios, poderoso, seguro de sí mismo, pero ajeno por ideología y fe a los cantos de la ostentación. Si el Nicolaes Ruts retratado se cubría con una piel de marta dibujada pelo a pelo, como jamás había sido dibujada una piel de marta, en una apropiación capaz de realizar el acto mágico de transmitir a través de la contemplación la suavidad y el calor que la pelliza ofrecería al tacto, era porque no había nadie mejor que Nicolaes Ruts para llevar una de aquellas piezas. De ahí la mirada segura y tranquila con la cual el comerciante, abrigado por la codiciada piel, miraba a los espectadores que, alguna vez, habían tenido la fortuna de ver el lienzo. Y quienes lo habían visto fueron los otros ricos de Ámsterdam que se codeaban con Ruts y vestían sus costosos capotes, aquellos opulentos que se encargarían de convertir el retrato en una leyenda y en la obra capaz de propiciar que durante diez años esos mismos ricos de Ámsterdam solicitaran el arte del joven Maestro para hacerse inmortalizar del modo que en la ciudad se estableció como el mejor de los posibles.
Unos minutos después de recibida la orden de quedarse en el estudio, Elías Ambrosius tuvo el privilegio de poder observar cómo el Maestro, luego de una detenida contemplación, tomaba un pincel fino y, sin dejar de mirarse en uno de los espejos, comenzaba a trabajar en lo que serían los ojos. «Si eres capaz de pintarte a ti mismo y poner en tus ojos la expresión que deseas, eres pintor», habló al fin, sin dejar de mover el pincel, sin desviar la mirada de la labor. «El resto es teatro…, manchas de colores, una al lado de la otra… Pero la pintura es mucho más, muchacho… O debe serlo… La más reveladora de todas las historias humanas es la que está descrita en el rostro de un hombre… Dime, ¿qué estoy viendo?», preguntó, y ante el mutismo del pretendiente a aprendiz, se respondió a sí mismo. «Un hombre que envejece, que ha sufrido demasiadas pérdidas y aspira a una libertad que una y otra vez se le escapa de las manos, aunque no va a rendirse sin dar pelea…» Solo entonces el Maestro se movió, para acomodar mejor sus nalgas. «Mira bien. Aquí, junto a la cara, hacia el lado del espectador, es donde debes poner el punto luminoso. De esa manera evitas un contorno demasiado nítido de la otra mejilla. Con ello logras romper la atención de la cara como una unidad. Lo que importan son las facciones, en especial los ojos, donde debes encontrar el espíritu y el carácter. A partir de…»
El Maestro interrumpió su monólogo, como si hubiese olvidado que hablaba, porque trabajaba ahora con gris y siena buscando la forma del párpado, más bien grueso, quizás un poco caído. Demasiado caído, pareció decidir, y volvió a intentarlo, luego de pasar un dedo sobre la tela. «Los ojos se definen por la sombra, no por la luz…», retomó el discurso y por primera vez se volteó para mirar al joven judío. «El retrato es un acontecimiento temporal, un recuerdo del presente que visualizamos y eternizamos. Quiero saber mañana cómo soy, o cómo era hoy, y por eso me estoy retratando… Cuando retratas a otro resulta más complicado. Ya no es un diálogo entre dos, sino entre tres: el pintor, el cliente y la imagen de sí que reclama ese cliente, cargada con todas las convenciones sociales que el retratado pretende satisfacer… Pero cuando te pintas a ti mismo, nadie más que tú le habla al espectador. Es como desnudarse en público: eso que está ante ti es lo que tienes…»
El Maestro había vuelto a darle las espaldas a Elías Ambrosius y se dedicó a mirarse en el espejo que lo reflejaba de perfil. «Y tú, ¿qué buscas en la pintura?», preguntó, y apoyó la mano cargada con el pincel sobre el muslo, mientras cambiaba la mirada para buscar en el espejo el reflejo del joven judío, como si esta vez exigiera una respuesta. «No lo sé», confesó Elías, dispuesto a decir la verdad y por eso agregó: «Solo sé que me gusta». «Eso ya lo sé: un hombre que está dispuesto a ser humillado, maltratado y hasta marginado por lograr algo; que paga treinta florines por barrer una casa, hacer los recados y tirar mierda en el canal, porque espera aprender algo; que se arriesga a sufrir la furia doctrinaria de otros hombres, que es, por cierto, la peor furia del mundo…, solo puede hacerlo por algo que le gusta mucho. Pero eso del gusto está bien para un amante, o un comerciante, para un político incluso. No para un ministro de una Iglesia, como mi amigo Anslo, o para un fanático del mesianismo, como mi también amigo Menasseh… Tampoco es suficiente para un pintor, no. ¿Qué más? ¿Gloria? ¿Fama? ¿Dinero?» Elías Ambrosius pensó que todas aquellas cosas eran apetecibles y, por supuesto, él las deseaba: pero también sabía que no le correspondían y nunca las alcanzaría con un pincel en la mano. Si un maestro como Steen debía mantener una taberna donde vendía cerveza, si Van Goyen casi mendigaba, si Pieter Lastman había muerto olvidado, ¿a qué podía aspirar él? «Quiero ser un buen judío», dijo al fin, «no me interesa molestar a los míos, ni darles motivos para enfurecerlos o para que me condenen. Creo que quiero pintar solo porque me gusta. No sé si tengo un don, pero si acaso Dios me lo dio, fue por algo. El resto es mi voluntad, que también es un don de Dios, el Santísimo que me entregó una Ley, pero también una inteligencia y la opción de escoger.» «Piensa menos en Dios y más en ti y en esa voluntad», el Maestro pareció interesarse en el tema. Dejó el pincel sobre la paleta y se volteó para mirar al joven: «Aquí en Ámsterdam todos hablan de Dios, pero muy pocos cuentan con Él para hacer su vida. Y creo que eso es lo mejor que nos puede pasar. Los hombres debemos resolver nosotros mismos nuestros problemas de hombres… Calvino, que leyó demasiado la Biblia de ustedes los judíos, también pensaba que hacer esto que hago es un pecado. Pero si peco o no, ese es mi problema, no el de los demás calvinistas. Pues al fin y al cabo deberé resolverlo a solas con Dios, y al final no me van a ayudar ni los predicadores ni los curas ni los rabinos… Para un artista todos los compromisos son un lastre: con su Iglesia, con un grupo político, hasta con su país. Reducen tu espacio de libertad y sin libertad no hay arte…». Elías escuchaba y aunque tenía sus juicios sobre aquella opinión, prefirió permanecer en silencio: él estaba allí para oír, para ver, si acaso para preguntar y solo para responder si se lo exigían. «Sírveme una copa de vino», pidió el Maestro y, cuando la recibió, bebió un sorbo sonoro. «Tu gente ha sufrido mucho desde hace demasiado tiempo y todo es por culpa de un mismo Dios que unos hombres ven de una forma y otros de una manera diferente… Si aquí en Ámsterdam la gente admite que cada cual crea en su Dios, e interprete de formas diferentes las mismas palabras sagradas, tú debes aprovechar esa oportunidad, que es única en la historia del hombre y, por cierto, no creo que vaya a durar demasiado o que vuelva a repetirse en mucho tiempo, porque no es lo normal: siempre habrá unos iluminados dispuesto a apropiarse de la verdad y a tratar de imponerle esa verdad a los demás… No te conmino a que hagas nada, solo a que pienses: la libertad es el mayor bien del hombre, y no practicarla, cuando resulta posible practicarla, es algo que Dios no nos puede pedir. Renunciar a la libertad sí constituye un terrible pecado, casi una ofensa a Dios. Pero ya tú debes saber que todo tiene su precio. Y el de la libertad suele ser muy alto. Por aspirar a ella, incluso donde hay libertad, o donde se dice que hay libertad, que resulta lo más común, el hombre puede sufrir mucho, porque siempre hay otros hombres que, como mismo ocurre con las ideas sobre Dios, entienden la libertad de otros modos, y llegan al extremo de pensar que su modo es el único correcto y con su poder deciden que los demás tienen que practicarla de esa manera… Y ese resulta ser el fin de la libertad: porque nadie puede decirte cómo debes disfrutarla…» «Los rabinos dicen que somos afortunados porque estamos en las tierras de la libertad.» «Y tienen razón. Pero yo creo que la palabra libertad está muy desacreditada… Esos mismos rabinos son los que te obligan a cumplir las leyes de Dios, pero también las leyes que ellos mismos han dictado, asumiendo que son los intérpretes de la voluntad divina. Son ellos, mientras ponderan la libertad, quienes te castigarían sin piedad si supieran por qué estás aquí… Aunque solo sea porque te gusta pintar y no porque pretendas ser un idólatra…» Dejó la copa sobre la mesa auxiliar donde colocaba los botes de pintura. «Piensa, muchacho, tiene que haber algo más que un deseo para atreverte a hacer lo que estás pretendiendo hacer… Óyeme bien: si no hay ese fin supremo, mejor ahórrate los treinta florines… O gástatelos con una de esas putas indonesias que no por gusto están tan bien cotizadas.» El Maestro miró hacia un lado y, como si se sorprendiera, reparó en su figura en el espejo. «A tu edad es lo más recomendable. Ahora vete», y recuperó el pincel, se volteó y estudió los trazos grabados en el lienzo, «quiero seguir con los ojos. Recuerda lo que te dije: todo está en los ojos.» «Gracias, Maestro», susurró el joven y salió del estudio.
Todo está en los ojos, se dijo y los observó en la superficie del espejo que había comprado y subido hasta la buhardilla. En el improvisado caballete, donde tenía clavado el pliego de papel, la superficie blanca se mantenía impoluta. ¿Por qué iba a intentarlo? El Maestro tenía razón: debía de haber un motivo, un fundamento profundo y elusivo, tan difícil de fijar como una mirada convincente sobre una superficie virgen. Aunque la razón estaba muy cerca de allí, de aquella cacería de lo inaprensible para la mayoría de los hombres, en lo que era posible solo para los elegidos. Elías Ambrosius, mirándose a los ojos a través de la superficie pulida del espejo barato, se hacía preguntas pues sabía que, justo en ese instante, se colocaba al borde de la línea y, si la cruzaba, debía hacerlo con una respuesta en la conciencia. Hasta ese momento sus ejercicios con el carboncillo sobre restos de papel habían sido parte de un juego juvenil, la manifestación de un capricho inocente, el cauce del arroyuelo apacible de una afición sin consecuencias. Ahora no: en su mano estaba latiendo una posibilidad razonada, intencionada, que, al fin y al cabo, no interesaba demasiado si se hacía pública o no. En realidad solo importaba si se concretaba ante los ojos de El que Todo lo Ve. Solo trascendería si ejercía aquel acto que implicaba su albedrío y, con él, el destino de su alma inmortal: la opción de la obediencia o del desacato, de la sumisión a la letra antigua de una ley o la elección de una libertad de escoger con la cual ese mismo Creador lo había dotado. La sumisión podía resultar confortable y segura, aunque amarga, y su pueblo bien lo sabía; la libertad arriesgada y dolorosa, más dulce; la paz de su alma, una bendición pero también una cárcel. ¿Por qué quería hacerlo si sabía todo lo que colocaría en la balanza? Aquel tal Salom Italia que había grabado sobre una plancha de metal la imagen del jajám Ben Israel, ¿había tenido las mismas dudas? Y ¿qué respuestas se había dado para atreverse a penetrar la virginidad de la plancha y convertirla en el soporte de la imagen de un torso, un rostro, unos ojos humanos? ¿Habría sentido, como él, las acechanzas del miedo y tantas, tantas dudas?
A Elías siempre lo maravillaba pensar en la concatenación de sucesos y decisiones que lo habían llevado hasta aquella buhardilla de una ciudad considerada por los expulsados de Sefarad como la Nueva Jerusalén, y donde los de su raza estaban disfrutando de una tolerancia inusitada que les permitía orar en paz cada sábado, reunirse a la luz múltiple del menorah, leer los rollos de la Torá en sus festividades ancestrales y practicar sin mayores temores el rito de la Brit Milá, la circuncisión, o el Bar Mitzvá de iniciación en la adultez y, al mismo tiempo, enriquecer sus bolsillos y sus mentes y ser respetados por esas riquezas de oro e ideas, pues ideas y oro, a la vez, daban lustre a la ciudad acogedora. El buen lugar, Makom. Ámsterdam, una urbe que crecía por horas, en donde siempre se escuchaba la fricción de un serrote, el golpe de un martillo, el roce de unas palas, la misma ciudad que apenas dos siglos atrás era poco más que un pantano poblado de juncos y mosquitos y ahora se ufanaba de ser la capital mundial del dinero y el comercio y en donde, por ende, hacer dinero era una virtud, nunca un pecado… Para que ello ocurriera y Elías se hiciera sus preguntas lacerantes, tuvo que ocurrir una guerra todavía en marcha entre católicos y cristianos divorciados del pontífice de Roma, entre monárquicos y republicanos, entre españoles y ciudadanos de las Provincias Unidas antes de que se abriera en Ámsterdam aquella inesperada puerta a la tolerancia y a unos judíos a quienes, en nombre de Dios, unos monarcas habían expulsado de la que ya consideraban su tierra. También tuvo que explotar el sufrimiento y la humillación, y correr la sangre de muchos hijos de Israel. Tuvo que producirse el rechazo a su fe de otros muchos judíos, la negación de sus costumbres, la pérdida de su cultura con la conversión a la adoración de Jesús o de Alá por salvar sus vidas (y haciendas), para que un hombre como él estuviese en aquel sitio disfrutando de la libertad de preguntarse si debía o no realizar el acto de cruzar una línea a la cual solo su espíritu, su voluntad y aquella razón esquiva, todavía imprecisa, lo abocaban. Debió existir su abuelo, Benjamín Montalbo de Ávila, capaz de devolver la familia a su fe, y debió existir la experiencia desgarradora de aquel hombre piadoso de pasar muchos años como cristiano sin serlo, atenazado por un secreto que cada viernes, al brillar el primer lucero de la noche, su padre le susurraba en el oído «Shabat Shalom!», de vivir enmascarado en un medio hostil… Todo para que a Elías Ambrosius le llegara, casi por vía sanguínea, la convicción de que más esencial que las muestras sociales de una pertenencia, la asistencia a una sinagoga o la obediencia a los preceptos de los rabinos, era la identificación interior del hombre con su Dios: o sea, consigo mismo y con sus ideas…
Pero, sobre todo, para que él estuviera allí, debió existir el miedo. Ese miedo permanente, opresivo, infinito, también recibido por herencia, un miedo que incluso Elías, nacido en Ámsterdam, muy bien conocía. Era aquel temor invencible a que lo propicio se terminase en cualquier momento, a que llegasen de nuevo la represión exterior o interior. O a que se produjese la expulsión y, cualquier mañana, funcionase otra vez el garrote o crepitase la hoguera, como tantas veces había sucedido a través de los siglos. Debió existir ese miedo mezquino y muy real para que él también tuviese miedo de los extremos a los cuales podían llegar los hombres que, desde el poder, se autoproclaman puros y pastores de destinos colectivos, allí, en Ámsterdam, donde todos se ufanaban de la existencia de tanta libertad.
Elías Ambrosius continuó mirándose en el espejo, observando sus ojos (luz y sombra, vida y misterio), y se dijo que no podía dejarse vencer por el miedo. Si estaba allí, si de verdad era libre, si lo acompañaban todas las fuerzas de sus diecisiete años, debía aprovechar aquel extraordinario privilegio que era haber nacido y todavía vivir en una ciudad donde un judío respiraba con una libertad por siglos inimaginable para los de su estirpe, y que en su caso incluía la gracia de la cercanía de un hombre inconforme, pintor ya predestinado a ser uno de los grandes maestros, gigante en el altar de Apeles. Sabía que, de llegar a conocer sus propósitos, el abuelo Benjamín no lo festejaría, pero tampoco lo condenaría: el anciano había padecido en carne propia todas las vejaciones imaginables por creer en algo y, a pesar de ser un judío devoto, era también un defensor decidido de la libertad y del respeto por las opciones de los otros que ella exigía. Igual presentía que su padre, Abraham Montalbo, sufriría, se lamentaría, pero no lo repudiaría, pues su mirada abierta, gracias a los libros que leía (con mucha discreción, él y el abuelo se hacían traer de España y Portugal la literatura que más disfrutaban), a los libros que imprimía y distribuía por medio mundo, le permitía tener una relación tolerante con los demás, pues él mismo era un tolerado y algo sabía de la intolerancia. Al mismo tiempo, estaba convencido de que su hermano Amós, salvado por las decisiones y riesgos de sus mayores de haber sufrido represiones o violentos desprecios, y que tal vez por esa circunstancia se había contagiado con las ideas más ortodoxas, podía ser la fuente de sus infortunios. Como aquellos loros venidos de Surinam, Amós solía repetir las palabras de los hombres propugnadores de que solo el cumplimiento estricto de la Ley sagrada y la obediencia plena de los iluminados preceptos talmúdicos podían salvar a los hijos de Israel en un mundo todavía dominado por los gentiles: las palabras de aquellos mismos hombres capaces de condenar con una nidoy a un hijo porque mantenía relaciones con un padre que vivía en Portugal o en España —otra vez las temidas tierras de la idolatría con las cuales, a pesar de todo, tantos judíos aún soñaban, con las que muchos de esos mismos supuestos ortodoxos, capaces de condenar a otros, comerciaban y se enriquecían—. Elías lo sabía: su propio hermano sí podía llegar a acusarlo ante el consejo del Mahamad, convertirse en su perseguidor, quizás hasta en su fiscal, seguro de que con su acción cumplía una responsabilidad como buen representante de su pueblo.
En la mente de toda la comunidad judía de Ámsterdam —y, cada día, retumbando como un tambor en la de Elías Ambrosius— todavía flotaban los ecos del proceso de expulsión de Uriel da Costa, condenado por el consejo rabínico (¡incluido el jajám Ben Israel!) a una jerem de por vida que implicaba la incomunicación con todos los miembros de la comunidad, una verdadera muerte civil. Da Costa había sido sentenciado por el pecado de proclamar en público que los preceptos de los rabinos recogidos en el Talmud y la Mishná, en tanto consideraciones de los hombres, no eran las verdades supremas que ellos proclamaban, pues aquel privilegio solo pertenecía a Dios. Da Costa había reclamado una separación de los mandamientos religiosos de los civiles y jurídicos, y hasta se había atrevido a proponer una relación individual entre el creyente y su Dios (la misma propugnada en el seno de su familia por el abuelo Benjamín), una comunicación en la cual las autoridades religiosas solo tuvieran un papel de facilitadores y no de reguladores. Y por ello había sido acusado de descalificar la Halajá, la antigua ley religiosa, en tanto código dedicado a regir no ya la conducta religiosa, sino también la privada y ciudadana.
Entonces aquel hombre tan osado había llegado al extremo de su ingenuidad al proclamar, durante el sumario de excomunión que le siguió, su esperanza de que sus hermanos, los mismos rabinos cuyo poder ancestral él agredía, tuvieran «un corazón comprensivo» y fueran capaces de «sesionar sabiamente con juicios firmes», como seres pensantes, hijos de un tiempo muy distinto al de los primitivos patriarcas y profetas, criaturas brotadas de la oscuridad de los orígenes de la civilización, nómadas adoradores de ídolos y vagantes por los desiertos. El dramático proceso, durante el cual se acusó a Da Costa de ser un agente del poder Vaticano, en el que un tribunal rabínico le humilló y vilipendió, había terminado con el pronunciamiento de aquella jerem de por vida, leída por el rabí Montera, que entre otros horrores declaraba que «Con el juicio de los ángeles y la sentencia de los santos, anatemizamos, execramos, maldecimos y expulsamos a Uriel da Costa, pronunciando contra él el anatema con que Josué condenó Jericó, la maldición de Elías y todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley. Sea maldito de día y maldito de noche; maldito al acostarse, al levantarse, al salir y al entrar. ¡Que el Señor jamás lo perdone o reconozca! Que la cólera y el disgusto del Señor ardan contra este hombre de aquí en adelante y descarguen sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley y borren su nombre bajo el cielo… Por lo tanto, se advierte a todos que nadie debe dirigirse a él de palabra o comunicarse por escrito, que nadie debe prestarle ningún servicio, morar bajo el mismo techo que él, ni acercársele a menos de cuatro codos de distancia…».
Elías bien podía recordar cómo, mientras el rabino Montera leía la excomunión inquisitorial, la sinagoga donde se apretujaban los miembros de la Naçao había sido inundada por el gemido prolongado de un gran cuerno que se dejaba escuchar de tanto en tanto, cada vez más sordo y apagado. Con aquellos ojos que ahora se miraba en el espejo, el adolescente Elías Ambrosius, aferrado a la mano de su abuelo y temblando de miedo, había visto cómo las luces de los candelabros rituales, intensas al comienzo de la ceremonia, se habían ido extinguiendo a medida que avanzaba la lectura de la jerem, hasta apagarse la última cuando el cuerno enmudeció: con el silencio y la agonía de la luz se extinguía también la vida espiritual del hereje condenado.
El retumbante proceso, dirigido contra Uriel da Costa, pero de muchas maneras contra todos los díscolos y heterodoxos de Ámsterdam, había pretendido sembrar una nueva semilla de miedo en quienes pudieran tener la osadía de pensar de un modo que no fuese el decretado por los poderosos líderes de la comunidad, proclamados por la tradición como propietarios de las únicas interpretaciones admitidas de la Ley. Era aquel miedo pernicioso y ubicuo a sufrir una suerte similar, por supuesto, el que en ese instante palpitaba en la mano del joven Elías Ambrosius, armada con un carboncillo, mientras observaba sus ojos en un espejo y contemplaba el desafiante papel en blanco tendido en un rústico caballete. ¿Solo porque le gustaba pintar asumiría aquel riesgo? El Maestro lo sabía y ahora también lo sabía Elías Ambrosius: sí, debía existir algo más, tenía que haber algo más. ¿El jajám Ben Israel sabría qué podía ser? ¿Salom Italia, que había atravesado el espejo, habría descubierto qué cosa era ese algo más? Elías Ambrosius tuvo un vislumbre de aquel misterio cuando su mano, obedeciendo un mandato que parecía provenir de una fuente ubicada mucho más allá de su conciencia y de sus miedos, grabó sobre la superficie impoluta el primer trazo de lo que sería el ojo. Porque todo está en los ojos. Los ojos de un hombre que llora.
El misterio, lo supo en ese instante, se llamaba poder: el poder de la Creación, el impulso de la trascendencia, la fuerza de la belleza que ninguna potestad podría vencer.