DESDE aquella altura de vértigo la vista se adueñaba de una porción exagerada de un mar tentador, cruzado de franjas increíblemente precisas de colores y matices falseados por el azote despiadado del sol veraniego. La serpiente gris del Malecón, tendida bajo los pies de los improvisados vigías, marcaba, en dramático contraste, un arco preciso, opresivo, como si cumpliera con júbilo la misión de servir de barda entre lo circunscrito y lo abierto, entre lo conocido y lo posible, entre lo abarrotado y lo desierto. En toda aquella generosa porción de océano entregada por el montículo de acero y cemento, no se veía una sola embarcación, lo que potenciaba la sensación desoladora de estar asomado a un paraje prohibido u hostil. Del lado del mar vio unos arrecifes sumergidos, con toda probabilidad intervenidos por el hombre, pues formaban unas cruces oscuras, definitivamente tétricas; de la parte de la ciudad contempló azoteas, antenas, palomares destartalados, vehículos renqueantes atrapados entre nubes de escapes mortales, árboles carcomidos por el salitre y personas lentas, disminuidas en virtud de una distancia capaz de borrar, incluso, las alegrías y tragedias que los impulsaban. Vidas aplastadas por la perspectiva y tal vez por otras razones más dolorosas y permanentes que el Conde no se atrevía siquiera a colegir. Gentes como él, pensó.
Los había recibido una mujer de unos treinta años, dueña de carnes precisas y en su mejor estado de esplendor, ojos rasgados con asiática perversión y olorosa a Chanel número 5 rociado con generosidad. Luego de decirles que Papi —así lo llamó— se estaba dando un bañito ahí pero vendría a mil, había dejado al Conde y a Elías Kaminsky con su perfume, los ecos de su indigencia lexical y el magnetismo de su espectro en la sala abierta a la terraza abocada al mar, a la que se asomaron. El ex policía, acostumbrado por sus años de mal oficio a sospechar siempre, se preguntaría qué clase de Papi de aquella mujer comestible sería Roberto Fariñas: ¿el padre biológico o el papi afortunado de posesiones más recónditas y penetrables?
Aunque se había mentalizado para asimilar todas las conmociones, frente al paisaje exultante entregado por la terraza y la supervivencia de la imagen de la mujer, Mario Conde comprendió lo vanidoso de su aspiración: una visión fugaz del deseo y la contemplación de lo insondable que los aguardaba en el apartamento de Roberto Fariñas lo habían sacudido, hasta el punto de que sintiera superadas sus pretendidas capacidades de develador de verdades, mientras veía cómo se desbordaba su inventario de asombros.
Conde se había preparado psicológicamente, pues sabía que, con toda seguridad, asistiría a la provocación de un salto mortal hacia el pasado, quizás adornado con piruetas imprevisibles. Y suponía que, con los efectos de la caída, podrían salir a flote las más inesperadas revelaciones imbricadas a varias vidas, revelaciones capaces de llenar el paréntesis oscuro de una o más existencias. Espacios que, a veces, mejor dejar vacíos.
El penthouse espectacular donde vivía Roberto Fariñas estaba ubicado en el décimo piso de un edificio de la calle Línea, a escasos ochenta metros del Malecón. En su preparación para aquel encuentro que sin mayores contratiempos el Conde había pactado y del cual Elías Kaminsky había insistido en hacerlo partícipe, el antiguo policía había logrado saber, con la indispensable ayuda del Conejo, que la propiedad del piso se remitía al año 1958, cuando fuera construido el edificio y el padre de Fariñas se lo obsequiara a su díscolo y revoltoso vástago como anzuelo de oro con el cual poder sacarlo del mar turbulento de las conspiraciones políticas. Pero, mientras con una mano recibía las llaves del futurista penthouse, con la otra el joven seguiría apretando el gatillo en sus acciones de combatiente clandestino. ¿Había sido Fariñas uno de los participantes en los atentados de aquellos tiempos? Ese era otro vacío histórico, cerrado con cuatro candados.
Luego del triunfo revolucionario, mientras toda su familia se iba al exilio, Roberto Fariñas se entregó a su fidelidad política y comenzó a trabajar en distintas áreas, rediseñando el país que pronto derivaría hacia otro sistema social. Sus méritos en los años duros de la lucha lo mantuvieron cerca de las esferas de decisión, sobre todo en los sectores económicos y productivos, pero después de la debacle de la zafra de 1970 en la cual se empeñó al país en pleno con la pretensión de lograr una cosecha de diez millones de toneladas de azúcar (las toneladas capaces, por sí solas, de promover el gran salto económico de la isla), la estrella del hombre, quizás por alguna colisión cósmica relacionada con aquel fiasco y conservada en secreto incluso para las pesquisas del Conejo y sus contactos especializados en la chismografía histórica, había comenzado a declinar, hasta extinguirse de obsolescencia tras el buró de un ministerio cualquiera, donde se había acogido a la jubilación varios años antes. Desde entonces Roberto Fariñas era invitado, alguna que otra vez, a un acto de recordación de heroicos martirologios, y nada más.
Mientras desde la terraza observaban la engañosa placidez del mar, Conde extrajo una pregunta pospuesta por varias jornadas.
—¿Fue Fariñas el amigo que le habló a tu padre de la envidia como rasgo de los cubanos?
Elías sonrió, mientras daba fuego a un Camel.
—No, no. Fue un personaje que conoció en Miami Beach. Quizás el único amigo que hizo allá, aunque nunca fue igual que con los de acá. En Miami ni siquiera fue igual con Olguita, la que había sido novia de Pepe Manuel…
—¿La comunista?
—Eso le preguntaba mi padre cada vez que la veía. Oye, Olguita…, ¿y tú no eras comunista…? Bueno, ese personaje era un cubano que se hacía llamar Papito. Leopoldo Rosado Arruebarruena. El clásico cubanazo, con cadena de oro y zapatos de dos tonos hasta que se murió de viejo, hace como tres años. Papito salió de aquí en 1961, decía que por la ley que cerraba los burdeles en La Habana… Un país sin putas era como un perro sin pulgas: lo más aburrido del mundo, decía… Un tipo simpático, desbordado de palabras, vivía de lo que aparecía y no le importaba la política… A mi padre le encantaba hablar con él y a cada rato lo invitaba a la casa, a él y a la mujer que tuviera en ese momento, a comer arroz con pollo… Papito fue el que le habló de la envidia como marca nacional cubana.
—¿Qué le dijo?
—Papito pensaba que los cubanos resisten cualquier cosa, hasta el hambre, pero no el éxito de otro cubano. Que como todos se creían lo mejor del mundo, y estoy diciendo lo que él decía, los más bárbaros, inteligentes, los más listos y los mejores bailadores, cada uno de los cubanos lleva dentro un triunfador, un ser superior. Pero como no todos triunfan, la compensación que tienen es la envidia. Según Papito, si el que tiene éxito es un americano, un francés o un alemán, no hay problemas, los cubanos se mueren de admiración. Pero si es alguien como ellos, un latinoamericano, un chino, un español, les parece que el tipo es un comemierda con suerte y no le hacen mucho caso… Ahora, si es otro cubano, les entra una carcomilla, sí, carcomilla decía Papito, una picazón en el culo que no pueden resistir…, y la envidia se les sale hasta por las orejas, y empiezan a echarle mierda al que triunfó. No sé si es verdad pero…
—Es verdad —le ratificó el Conde, que en los días de su vida había visto muchas explosiones de envidia cubana hacia otros cubanos.
—Yo me lo imaginaba… Papito lo decía con una gracia que…
—Todo es culpa de vivir con la maldita circunstancia del agua por todas partes —los interrumpió la voz, citando al poeta, y obligando a los hombres, prendados del panorama y perdidos en la disquisición sobre el ser nacional, a voltearse hacia el recién llegado anfitrión, que sonrió observando a Elías—. Pero, cojones, muchacho, eres la viva estampa de tu abuelo gallego.
Con más rapidez de la que Elías podía asimilar, el hombre lo apretó en un abrazo. A sus setenta y ocho años Roberto Fariñas exhibía una apariencia demasiado juvenil, pero muy bien llevada. Los músculos de sus brazos se veían compactos y trabajados, su pecho sólido y su rostro, afeitado con esmero, tan desprovisto de arrugas que Conde se atrevió a valorar dos posibles tratos: o con el diablo o con el bisturí.
El anfitrión le dio un fuerte apretón de manos a Conde, como si quisiera demostrar su potencia física (quizás para patentizar su capacidad de ser el papi de la dama de Chanel), y con una sonrisa gozó de la reacción de sorpresa y dolor provocadas en el visitante. De regreso al salón de amplios paños de vidrio resistente a los huracanes, se encontraron la mesa servida con tazas de café, vasos de agua, una cubeta de hielo y una botella de un Jameson irlandés, ultrañejo.
—Tienen que probar ese whisky. Es lo mejor de lo mejor… ¿Saben cuánto me costó esa botella? No, me da pena decirlo…
A pesar de la propaganda, Elías Kaminsky optó solo por el café. Conde, haciendo un esfuerzo supremo, también aceptó el café pero rechazó el trago, sobre todo ante la perspectiva de que solo le brindarían una vez y, para quedarse con las ganas, mejor ni empezar.
—Ustedes se lo pierden —advirtió el anfitrión—. No sabes el gusto que me da verte… Pero es que eres cagao a tu abuelo…
Roberto Fariñas se concentró en Elías Kaminsky y por varios minutos se desentendió olímpicamente de Conde, que aceptó casi gustoso su papel de convidado de piedra en aquel encuentro entre dos desconocidos que, sin embargo, se conocían desde mucho antes de que uno de ellos llegara al mundo. Por eso, sin dejar de escuchar, pudo dedicarse a observar la concentración de objetos valiosos dispuestos en el salón: un televisor de pantalla plana de cuarenta y ocho pulgadas (calculó) con todo el sistema de home-cinema, juego de sala forrado de piel auténtica, un bar con más botellas de etiquetas brillantes, además de candelabros, jarrones y otros objetos de refinada prosapia. ¿De dónde el jubilado Fariñas sacaba dinero para mantener todo aquello?
—No sé por qué, pero siempre estuve seguro de que un día pasaría esto —comenzó Fariñas, dirigiéndose a Elías—. Como mismo supe a partir de un momento que nunca volvería a ver a tu padre, sí sabía que a ti te vería alguna vez… Y hasta sabía por qué te vería…
La luz se encendió en ese instante en el cerebro del Conde. Ahora entendía de golpe la razón por la cual Elías Kaminsky había contratado sus servicios y exigido su presencia en aquel encuentro: por miedo. El pintor, pensó Conde, en realidad no lo habría necesitado para llegar hasta aquel pináculo habanero donde con toda seguridad estaban algunas de las respuestas a sus preguntas, tal vez las respuestas más definitivas. Una llamada telefónica habría bastado para depositarlo allí, frente al hombre que le había ratificado a su padre que podía contar con él para lo que fuese, con plena conciencia de lo que aquel ofrecimiento podría significar. Pero el temor de Elías a escuchar la revelación que no deseaba escuchar, aunque a la vez necesitaba conocer, lo había obligado a buscar una ayuda neutral, una presencia en la cual apoyarse si todo se venía abajo. El precio de varios cientos de dólares que para Conde representaban una fortuna, para Elías, heredero de tres supermercados oportunamente vendidos a grandes cadenas norteamericanas, pintor de cierto éxito y presunto heredero de un Rembrandt, sería apenas una inversión mínima empeñada en obtener lo que él consideraba una ganancia enorme: no enfrentarse solo a la verdad, cualquiera que esta fuese.
—Mi padre hablaba mucho de usted y de Pepe Manuel. Nunca volvió a tener amigos como ustedes. ¿Cómo es posible que en más de cuarenta años nunca volvieran a hablar, no se escribieran ni una carta?
—Porque la vida es una barca… Como bien lo dijo Calderón de la Mierda —soltó el viejo joven y rió de su chiste, tan arcaico como él, pero más gastado por el uso. Al parecer era aficionado a demoler las citas literarias—. Aunque yo estaba al tanto de la vida de ustedes. Siempre lo estuve.
—¿Cómo podía, si no hablaban?
—Con tu padre, no. Pero con Marta, sí… Cuando nos dijeron que tener relaciones, cualquier contacto con los que vivían fuera del país era casi un delito de traición a la patria, nosotros descubrimos un sistema para comunicarnos. Mi madrina, que se quedó en Cuba y le daba lo mismo lo que dijeran de ella, le escribía a Marta las cartas que yo le dictaba y las enviaba con su nombre. Y tu madre le respondía a ella. Así supe que tú habías nacido, por ejemplo. Así tuve la foto de la lápida de mármol con incrustaciones de bronce que tu padre le compró a Pepe Manuel en ese cementerio tan horroroso de Miami. También me enteré de lo del cáncer, la operación, y la ojiva atómica que le metieron en el culo al polaco. Y ella se enteraba de mis cosas. Que enviudé en 1974. Marta e Isabel, mi mujer, se quisieron mucho… Bueno, fue una relación íntima a espaldas de tu padre y de los talibanes políticos de acá.
Elías intentó sonreír y miró a Conde. Las revelaciones comenzaban a llegar, con su carga de sorpresas. ¿Dónde había metido su madre aquellas cartas? ¿Cómo las había recibido para evitar que su padre conociera de aquella sostenida y amable infidelidad? ¿O estuvo Daniel al tanto de aquel nexo y se lo había ocultado a él?
—La última carta me la escribió cuando murió el polaco. Por el silencio que vino después, pude adivinar lo que había pasado con ella hasta que un amigo me lo ratificó. Las otras cartas no te las voy a dar, pero esa última te la quiero regalar. Es una de las mejores cartas de amor que se hayan escrito. Cuando la leí sabía que a Marta se le había acabado la vida. Porque su vida era Daniel Kaminsky. A ti mismo, y perdona que te lo diga, te quería más por ser la consecuencia de su amor al polaco que por haberte parido…
Ahora el pintor no sonrió. Mientras tiraba de la coleta, las lágrimas potenciales le humedecían las pupilas. Las palabras de Roberto no le revelaban nada: él sabía lo que había significado aquella relación para sus padres, las luchas sostenidas para concretarla, los sacrificios y renuncias a los cuales se sometieron para santificarla y preservarla, los silencios que mantuvieron para no mancharla. Pero presentada por el testigo sobreviviente de los tiempos en que todo había comenzado como un enamoramiento juvenil, le agregaba las connotaciones demoledoras que aportaban sesenta años de persistencia, un tiempo que había cambiado tantísimas cosas, pero no la decisión que más había incidido en las vidas del polaco zarrapastroso Daniel Kaminsky y la galleguita casi rica Marta Arnáez. Y en la suya.
De la mochila que lo acompañaba, Elías extrajo entonces una pequeña caja de madera. La abrió y de su interior sacó, como un mago en funciones, un cubo de vidrio en cuyo interior reposaba una pelota de beisbol, amarillenta por la edad, cruzada con unas letras azules.
—Aunque no sabía si iba a verte o no —dijo Elías—, traje esto, porque es más tuyo que mío. ¿Ves? Está dedicada a Pepe Manuel, firmada por Miñoso…
El forastero extendió el cubo de vidrio que Roberto Fariñas tomó con delicadeza, como si temiera destrozarlo.
—Coño, muchacho —musitó, conmovido—. ¡Qué tiempos, cojones! Cómo vivíamos, a qué velocidad, las cosas que hacíamos y cómo lo disfrutábamos… Y de pronto todo cambió. Tu padre fuera, Pepe Manuel muerto de la manera más absurda, yo de dirigente socialista sin haber querido nunca ser socialista ni comunista… Nunca más fue igual… Hace un tiempo leí una novela de un gallego, que no escribe mal, por cierto, donde un personaje cita a Stendhal con unas palabras que son una verdad como un templo. Dice el gallego que Stendhal escribió: «nadie que no haya vivido antes de la revolución puede decir que ha vivido»… ¡Oíste eso! Pues ponle el cuño a esa frase. Te lo digo yo, que soy un superviviente… —dijo y se concentró en sus recuerdos, quizás los más felices, mientras observaba la pelota colocada en la urna de cristal—. Yo estaba con Daniel el día que Miñoso botó esta pelota…
—Esa historia sí la sé. Hay otras que no…
—A veces no hace falta saberlo todo.
—Pero es que mi padre vivió hasta el final con una pena —comenzó Elías, pero Roberto, luego de colocar el cubo de cristal sobre la mesa de centro, se apresuró a detenerlo con una señal de su mano.
—¿De verdad quieres que te hable de tu padre? ¿Que te diga a ti las cosas que desde hace cincuenta años hubiera querido decirle a él?
Elías se atrevió a pensarlo. Aunque no tenía alternativas. Conde notó que el pintor deseaba mirarlo, pero no se atrevía.
—Sí, como si yo fuera él.
—Pues debo empezar por el principio… Tu padre vivió con esa pena que tú dices porque era un reverendo comemierda. Un polaco cabezón que se salvó de no volver a encontrarse conmigo, porque lo hubiera reventado a patadas por el culo… No por lo que hizo o no hizo, eso no importa, sino por no haber confiado en mí. Eso nunca se lo perdoné.
Con estoicismo, Elías recibió aquella andanada de improperios sin dejar de tirarse de la coleta, tanto, que Conde temió que en algún momento se podría desprender de su coronilla. Desde la barra de los testigos, Conde percibió que los insultos y amenazas de Roberto Fariñas llegaban envueltos en un manto de cariño resistente a todas las intemperies, los años pre y postrevolucionarios, las incomprensiones y las distancias obligatorias y buscadas. Aquello le sonaba a bocadillos aprendidos, quizás hasta ensayados.
—Uno de sus problemas era que yo pudiera pensar que él había matado al hijo de puta que estafó a…, sí, tus abuelos y tu tía. Pero desde que supe cómo habían matado a Mejías, también me di cuenta de que no lo había hecho tu padre. Y era fácil de saber por qué no lo había matado él: Daniel nunca hubiera matado así a un hombre. Ni siquiera a ese hijo de la gran puta… Lo que lo complicó todo fue que cuando supieron que Pepe Manuel se les había escapado, me metieron preso casi tres semanas, me interrogaban dos veces todos los días y me daban unos cuantos bofetones, a pesar de mi apellido y las conexiones de mi padre… Y como estaba preso no pude volver a hablar con el polaco. Cuando me soltaron, él ya se había ido. Por suerte para él, pues podía ser el próximo al que metieran preso.
Roberto Fariñas, tan exultante desde un principio, fue perdiendo vehemencia en su discurso. Conde conocía esos procesos y se preparó para la verdadera revelación.
—El otro problema —se encarriló después de una pausa durante la cual acarició con ansiedad el elegantísimo reloj de oro aferrado a su muñeca—, el verdadero problema, es que él pensaba que mientras yo estuviera preso podía delatarlo como posible asesino de Mejías… Por eso se largó de Cuba, no por miedo a la historia de Pepe Manuel. Y también por eso nunca me escribió después. La vergüenza no lo dejaba. Había pensado de mí lo que no tenía derecho a pensar… Esa fue la verdadera carga que ese comemierda arrastró hasta el final y, como nunca se iba a poder librar de ella, la echó con su cuerpo en la tumba.
Elías se mantuvo en silencio, atrapado por la vergüenza que le llegaba por vía genética, pero a la vez aliviado por la convicción de Roberto Fariñas de que su padre no había matado a Mejías. Conde, en su papel de testigo silente, se movió incómodo, aguijoneado por las preguntas que lo martirizaban y a las que, en su condición de escucha, debía mantener bajo control. Cada vez más tenía la sensación de que algo no encajaba en el relato de Fariñas.
—Yo entiendo que Daniel haya pensado así —siguió Roberto su monólogo—. En esa época mucha gente que se creía capaz de aguantarlo todo se quebró. El miedo y la tortura han sobrevivido siglos porque han demostrado su efectividad. Y él tuvo derecho a tener miedo, incluso miedo de mi resistencia… Porque a veces, cuando lo único que quieres es dejar de sentir dolor, tener una esperanza de sobrevivir, eres capaz de decir cualquier cosa por detener el sufrimiento. Pero si tengo un orgullo en mi vida fue que esa vez resistí. Tuve miedo, mucho. Por suerte no me torturaron a fondo… Me dieron unos cuantos golpes, pero enseguida me di cuenta de que lo hacían con el freno puesto. Los hijos de puta trataban de no dejarme marcas. Y saqué la cuenta de que si nada más me dejaban de pie o sentado por horas, sin permitirme dormir, me iba a derrumbar físicamente, pero podía resistir psicológicamente. Y no les dije una palabra: ni de cómo Daniel y yo habíamos sacado a Pepe Manuel, y mucho menos, por supuesto, de lo que tu padre había pensado hacer y yo sabía que no había hecho.
—De veras lo siento. —Elías al fin logró expresar su disculpa e hizo el intento de torcer el rumbo del diálogo—. Y si no fue mi padre, ¿quién pudo haber matado a Mejías?
—Cualquiera —soltó su conclusión Roberto Fariñas—. Mejías llevaba veinte años jodiendo y estafando a la gente. Incluso pudo haberlo matado alguien de Batista si se habían enterado de lo que estaba haciendo con los pasaportes y los revolucionarios.
—¿Pero no tiene una idea?
—La tengo, pero es solo una sospecha. De lo que estoy seguro es de que tu padre no lo hizo.
Conde sintió cómo sus engranajes mentales cobraban velocidad, y supuso que lo mismo ocurriría en el cerebro de Elías Kaminsky. Una «sospecha», como la calificara Fariñas, por lógica tendría un nombre. El de una persona que, con casi toda certeza, ya debía de estar muerta, como casi todos los involucrados en aquella trama. ¿Por qué Fariñas no le regalaba aquel alivio a Elías?
En el fondo de las cavernas de su intuición policial, empolvada aunque todavía viva, Conde sintió cómo otra luz se había encendido, con mayor luminosidad. Lo que no cuadraba en el discurso de Fariñas, pensó, tenía que ser la mentira sobre la cual había puesto en exhibición las verdades: el hombre decía sospechar, pero a la vez no querer hablar, lo cual era o mezquino o una mentira.
—¿Usted sabe que el cuadro de Rembrandt que estaba en la casa de Mejías salió a subasta en Londres? —le preguntó Elías.
Roberto Fariñas reaccionó con auténtico asombro.
—El cuadro de la discordia… —musitó, como decepcionado—. No, no lo sabía…
—Y por lo que sé, mi padre no lo sacó de Cuba. Nunca lo recuperó porque él no mató a Mejías, como usted mismo dice, y, por supuesto, nunca volvió a entrar en la casa de ese hombre. La familia de Mejías casi toda se fue de Cuba en 1959… ¿Lo sacaron ellos de aquí?
—Cuando mataron a Mejías hubo un cuadro robado. Desde el principio yo pensé que el cuadro que vimos en casa de Mejías podía ser falso, y me convencí de que lo era cuando vi que no se habló mucho del robo. La gente de Mejías, la mujer y creo que dos o tres hijas, se fueron muy al principio de la revolución, así que pudiera ser que se llevaran el cuadro auténtico, el que trajeron tus abuelos. —Fariñas trataba de encontrar variantes, y Conde, desde su mudez obligatoria, se convenció de que algo chirriaba cada vez con más fuerza. Pero seguía sin poder vislumbrar qué engarce de la trama provocaba aquella fricción, hasta que la implosión de su mente comenzó a resultar más fuerte que su pactada política de no intervención. La clave estaba en desgajar las verdades del tronco de una mentira. Iba a justificar su salario.
—Para esa gente no era fácil sacar ese cuadro de Cuba —intervino de pronto el Conde, tratando de contener su vehemencia—. Usted lo sabe. Los registraban de pies a cabeza… ¿No se lo habrán dejado a alguien? ¿No lo habrá confiscado y después robado alguien de aquí?
Roberto Fariñas escuchaba a Conde, pero miraba a Elías.
—¿Tenías que darle vela en este entierro? —le preguntó a Kaminsky señalando al ex policía como si fuera un insecto repelente.
—Me está ayudando…
—Aquí en Cuba, por ganarse unos dólares, te venden los clavos de la cruz y dos cuadros de Rembrandt… ¿Ayudando a qué, muchacho?
Aun cuando sabía que violaba sus límites, Conde decidió responder al ataque, pues presentía que podía conducirlo a un camino por el cual llegar a la verdad y porque se sentía herido en su dignidad. Lo pensó un instante: sabía que Fariñas resultaría difícil de quebrar, pero él tenía que lograrlo.
—Usted era de los que sabía que ese cuadro, el de verdad, valía mucho dinero, ¿no?
—Sí, claro… Pero ¿qué cojones estás insinuando?
—No insinúo nada. Afirmo algo. Usted lo sabía… ¿Y quién más?
—¡Qué sé yo! Mejías era un charlatán, cualquiera podía saberlo. Él se pavoneaba de que tenía un Rembrandt auténtico y el cuadro estaba en la sala de su casa, a la vista de todo el mundo…
—No, hasta donde suponemos. Lo que estaba allí debía de ser una copia, como usted mismo dice. Igual que las otras pinturas. Porque es verdad que Mejías era un charlatán, pero no un comemierda. Y el misterio de que no se hablara del cuadro robado se explica porque no era el auténtico y a la familia no le interesaba que se hablara de ese cuadro, ni del falso ni del verdadero, porque ellos tenían el bueno…
Fariñas meditó un instante.
—Sí, está bien, ¿y qué?
—¿Cómo que y qué? —Conde volvió a pensarlo. ¿Tendría derecho a seguir adelante? Y se dijo que sí: el derecho que otorga la necesidad de obtener la verdad—. Que usted hace veinte años está jubilado. Que lo sacaron del poder hace mucho. Pero mantener esta casa, comprar toda esa mierda que usted tiene, ser el papi de esa mujer que puede ser su nieta… ¿Con qué dinero, Fariñas…? Pero, además, ¿qué conexiones tenía su familia para que usted saliera vivito y coleando de donde los demás revolucionarios salían sin ojos, sin uñas… o muertos? ¿De verdad Mejías era amigo de un hermano suyo? ¿O no sería compinche suyo en cosas como la venta de pasaportes y otras cosas así? Y ahora, y ahora mismo…, ¿qué conexiones tiene para poder comprarse todas estas cosas?
El dueño del espectacular apartamento y beneficiario de las bondades de la contundente chica Chanel parecía haber perdido el habla ante aquel ametrallamiento impío. Conde aprovechó el mutismo permutado al otro para lanzarse a la mezquina demolición. Elías Kaminsky, por su lado, parecía una versión contemporánea de la jodida mujer de Lot.
—Daniel tenía razones para tenerle miedo a usted. Sabía que podía delatarlo. Por eso se fue y nunca volvió a escribirle. Por eso Daniel nunca regresó a Cuba, ni siquiera cuando se fueron Batista y sus gentes. Si nunca le contó sus sospechas a Elías, es porque prefirió culparse a sí mismo antes que revelar las dudas que tenía de usted y de su amistad. Por eso no me extrañaría que el original de ese cuadro y usted tuvieran alguna relación…
Roberto Fariñas consiguió tomar un segundo aire, solo para protestar.
—¿Pero de qué pinga está hablando este mamarracho? —dijo, refiriéndose a Conde pero dirigiéndose a Elías.
Conde miró los bíceps de setenta y ocho años de Fariñas, varios centímetros más musculosos que los suyos, y decidió correr el riesgo.
—Estoy hablando de que usted tiene alguna relación con el cuadro de Rembrandt, tal vez con que ese cuadro haya aparecido en Londres para una subasta justo después que se murieron Daniel y Marta, y de que, a lo mejor, también tiene alguna relación con la muerte de Mejías… Porque ni siquiera Marta sabía qué día Daniel iría a matarlo, y ella siempre sospechó que él pudo haberlo matado. Pero usted sí sabía todo, tanto, que está convencido de que no fue Daniel el que mató a Mejías… Y al mismo tiempo dejó que Marta viviera hasta el final con la duda… ¿Y lo de la fecha de la muerte de José Manuel? ¿De verdad se mató por accidente el mismo día que mataron a Mejías o lo de la fecha fue un montaje de todos ustedes? ¿No fue José Manuel el que se adelantó y mató a Mejías y después cogió el ferry? ¿O fue usted, que sí andaba por ahí con un revólver, y estaba interesado en el cuadro de Rembrandt y sí tenía los cojones para cortarle el cuello y la pinga a un tipo, o meterle dos tiros, como casi seguro hizo dos o tres veces en 1958? Además, ¿usted mismo no le dijo a Daniel que usted estaba dispuesto a hacer lo que hubiera que hacer?
Fariñas había ido enrojeciendo mientras se elevaban los niveles de su presión arterial. Conde, tirando golpes en todas direcciones, había logrado llevarlo al extremo del ring donde lo necesitaba. Si algo le quedaba a Roberto Fariñas era su amor por su propia imagen, física y moral. Y ahora no podía hacer otra cosa que defenderla delante del hombre que era el hijo de uno de sus mejores amigos, el testigo por transferencia de su pasado.
—¡Está bueno ya, coño! —coleteó—. ¡Yo no sé ni cojones de ese cuadro de mierda! Lo que tengo aquí, incluida la mujer que está allá dentro, lo tengo y lo mantengo con las joyas que dejó mi familia y que estoy vendiendo desde hace años. Yo no fui de los comemierdas que entregaron sus joyas al Gobierno porque decían que era revolucionario hacerlo. Ya había entregado bastante, me jugué el pellejo, sí, con una pistola en la mano, y maté a un par de hijoeputas torturadores y puse bombas en las narices de los policías… Y estoy vendiendo esas joyas porque antes de morirme me lo voy a gastar todo en comer bien y singar bien, hasta que la Viagra me haga explotar como un ciquitraque… Toda esa mierda que tú estás hablando de Pepe Manuel es eso, mierda, mierda, mierda. —El disco de Fariñas pareció atascarse en la mierda y para sacarlo de allí miró a Elías, dejando a Conde fuera de su interés, más o menos en la mierda—. Muchacho, yo nunca hubiera delatado a tu padre. Y él lo sabía. Se fue de Cuba porque cogió miedo, por eso. Pero no cogió miedo por él, sino que cogió miedo de sí mismo… —Roberto Fariñas hizo una pausa y abrió el diapasón de su mirada para beneficiar a Conde, que se preparó para escuchar al fin la verdad escondida por cincuenta años y que podría darle el alivio final a Elías Kaminsky—. Su miedo era que de alguna manera lo relacionaran con Mejías, lo metieran preso y lo obligaran a confesar. Porque él sí sabía quién había matado a ese hombre. Y por supuesto, sabía que no había sido Pepe Manuel, como dice el imbécil este, porque él mismo lo ayudó a irse unos días antes y hasta se quedó con su pistola… Yo mismo se la di. Y también sabía que yo no había sido, porque cuando salió de la casa de Mejías fue a buscarme y me encontró todavía durmiendo…
Ahora fue el rostro rollizo de Elías Kaminsky el que enrojeció. Había dejado en paz su coleta. La claridad de una siempre postergada sospecha había comenzado a cobrar forma, a tomar temperatura. El mastodonte necesitó carraspear para preguntarle a Fariñas:
—¿Mi padre me mintió?
—No lo sé…, pero seguro no te dijo toda la verdad.
—¿Él le dijo que sabía quién había matado a Mejías?
—Él me lo dijo —confirmó Fariñas—. Unos días antes de que me metieran preso habló conmigo. Se sentía requetejodido, se culpaba por no haber sido él quien liquidara al hijo de puta ese. Y tenía miedo de que si lo relacionaban con ese hombre y lo metían preso, no pudiera resistir. Era una época terrible… y tu padre era muy cobarde… Entonces yo mismo le di una idea: que si algo así pasaba, le íbamos a echar la culpa a Pepe Manuel, que ya se les había escapado… para siempre.
Conde escuchaba y se iba reafirmando en una simple convicción: a veces no hay que exhumar las viejas verdades enterradas. El epitafio leído tres días antes al fin cobraba sentido en su mente: «Joseph Kaminsky. Creyó en el Sagrado. Violó la Ley. Murió sin sentir remordimientos».
—La única vez que le escribí a tu padre —Roberto Fariñas volvió a concentrarse en Elías Kaminsky— fue para decirle que el viejo Pepe Cartera se había muerto. Y él me pidió el favor de que le mandara a hacer una lápida. Me dijo lo que debía ponerle… Lo escribió en hebreo… Te puedo enseñar esa carta…
—¿Y por qué mi padre me hizo toda esa historia y no me dijo que él sabía que el tío Joseph había matado a Mejías? ¿Por qué no se lo dijo nunca a mi madre?
—Eso sí no lo sé, Elías. Creo que por salvar la memoria de su tío aunque se jodiera la suya… O porque creía que era él quien debía haber matado a Mejías. No sé, tu padre siempre fue un tipo complicado. Como todos los judíos, ¿no?
Elías Kaminsky le confesó que no sabía si se sentía mejor o peor, aliviado o cargado de una mala conciencia por lo que había llegado a pensar de su padre y por los secretos y miedos que el hombre nunca le confesó, para proteger a otros y para protegerse él mismo de sí mismo y sus sentimientos de culpa. Lo que sí sabía, le dijo a Conde, era que deseaba terminar con aquella zambullida en el pasado, incluso olvidarse del cuadro que, al menos a Daniel Kaminsky, no le había reportado una sola satisfacción y apenas había servido para torcerle la vida, una y otra vez. Y al carajo si otros se hacían ricos con él.
—¿Entonces no te importa que los herederos de la culpa de lo que les pasó a tus abuelos se queden con el cuadro o con el dinero del cuadro…? A tu padre sí le importaba. A tu tío le importó…
—Pues a mí no me importa —dijo, como si izara una bandera blanca.
—¿Y tampoco te interesa ver a tu casi primo Ricardo Kaminsky?
Cuando salieron de la casa de Roberto Fariñas, Conde había invitado a Elías a beber unas cervezas en el bar rústico desde donde se veía el Malecón. El pintor necesitaba una pausa para deglutir lo revelado y la primera reacción había sido aquel rechazo total. Pero Conde, sintiéndose involucrado, ansioso por conocer las últimas verdades, lo llevaba a la esquina del ring, lo dejaba tomar aire y ya lo empujaba a continuar. Al oír aquella pregunta, Elías había reaccionado.
—¿Qué puede saber ese muchacho, Conde?
—Pues no lo sé. Pero estoy seguro de que algo sabe. Desde que oí a Fariñas lo siento aquí, aquí mismo… —se tocó debajo de la tetilla derecha—, me duele una premonición: él sabe algo importante de toda esta historia.
—¿Qué sabe?
—Pues no lo sé. Pero lo podemos ver ahora por la tarde… Y no es un muchacho. Acuérdate de que es mayor que tú.
La noche anterior, después de pactar la cita con Roberto Fariñas, Conde había conseguido localizar el teléfono de Ricardo Kaminsky del modo más elemental: buscando en la guía. En el listado había una sola persona con aquel nombre, vivía en la calle Zapotes, en Luyanó, y, por supuesto, no podía ser otro que el vástago de la mulata Caridad que, de entenado de Joseph Kaminsky, había pasado a ser legalmente su hijo, con apellido de judío polaco incluido. Desde la casa del flaco Carlos, Conde lo había llamado, le había explicado que el hijo del sobrino de su padre adoptivo, sí, el hijo de Daniel Kaminsky, Elías, estaba en Cuba y le interesaba verlo. El doctor Ricardo Kaminsky, vencida la sorpresa, había accedido al encuentro para él tan inesperado.
—¿Tú hiciste una cita? —El mastodonte parecía entre alarmado y molesto. Conde lo achacó a la conversación con Fariñas.
—Sí, claro. Para eso me estás pagando, ¿no?
—¿Y por qué pensaste que yo quería hablar con él?
—Antes, porque conoció a tu padre aquí en Cuba y porque fue una de las últimas personas que debió haber visto vivo a tu tío Joseph. Ahora, porque estoy convencido de que puede decirte cosas que te interesan… A menos que de verdad quieras mandarlo todo a la mierda y montarte en el primer avión que te saque de aquí sin saber todo lo que pretendías saber.
Elías bebió un sorbo largo de la cerveza y buscó el pañuelo para limpiarse los labios y, de paso, el sudor de la frente. Incluso en aquel tinglado abierto, a cien metros del mar, el calor deshidrataba los cuerpos. Elías movió la cabeza, negando algo cuyo carácter solo él conocía. De momento.
—¿Te dije que tengo dos hijos?
—No. Todo el tiempo has estado mirando para atrás…
Ahora Elías asintió.
—Un varón de catorce y una hembra de once. Ahora no los veo tanto como quisiera. Me divorcié de su madre hace tres años y se fueron a vivir a Oregón. Ella consiguió un puesto en la Universidad de Eugene. No te asombres: mi ex se hizo especialista en pintura barroca de Europa del Norte. Rembrandt incluido… Pero lo que te quería decir es… A principios del año pasado, cuando mi padre empezó a empeorar, llevé a mis hijos a Miami. Vivimos tres meses allí, hasta que el viejo murió. Lo curioso es que no fueron unos meses de duelo. Más bien de conocimiento, de simpatía. Mi padre se mantuvo con conciencia hasta el final. Los últimos días se negó incluso a que lo drogaran, no se quejaba, pedía que le sirvieran frijoles negros… Tu amigo Andrés lo ayudó mucho. El caso es que mis hijos nada más conocían a los abuelos por las vacaciones de verano que pasábamos en Miami. Mi hijo varón tenía trece años, y era un niño de Nueva York, lo cual quiere decir mucho y no quiere decir nada. Nadie es de Nueva York, o todo el mundo puede ser de Nueva York, no sé. Mi padre le contó entonces, cada vez que podía, muchas cosas de su vida. Le hizo conocer la Cracovia de los judíos antes de la guerra mundial, el Berlín de los nazis, la persecución del miedo, la historia de sus bisabuelos y el Saint Louis… Algunas de esas cosas eran para él argumentos de películas, cosas de Indiana Jones, y gracias a mi padre pudo entender que lo macabro era la realidad… Pero sobre todo le habló de su vida en Cuba, y de cómo y por qué aquí había decidido dejar de practicar el judaísmo y hasta pretender dejar de ser judío. Y le habló mucho de la libertad. Del derecho del hombre a escoger con independencia. Si creer o no creer en Dios; si ser judío o cualquier otra cosa; si ser honesto o un cabrón. Le repitió la historia de Judá Abravanel, que para mí es un cuento judío… Creo que le hablaba de las cosas que eres y no puedes dejar de ser, y de cómo nunca puedes liberarte de ellas… ¿Pero sabes de lo que más le habló?
Conde pensó. Tiró una piedra.
—¿Del cuadro de Rembrandt?
—No… Bueno, habló del cuadro porque sin esa pintura no se entendían algunas cosas importantes de las vidas de todos nosotros. Pero de lo que más le habló fue de su relación con el tío Joseph. Le decía a mi hijo lo importante que había sido para él ese hombre que parecía tan tacaño y arisco y que en los momentos más jodidos de su vida había estado a su lado y le había garantizado esa posibilidad de escoger sus opciones con libertad… Y le dijo a Sammy, bueno, mi hijo se llama Samuel, le dijo algo que jamás me había dicho a mí: que él nunca podría haberle pagado a su tío Joseph la deuda de gratitud que le debía, no porque lo hubiese acogido o por el dinero que le hubiera dado, sino porque el tío había sido capaz de empeñar hasta la paz de su alma para salvarlo a él, a su sobrino. La vez que lo oí decirle eso a Sammy, yo pensé que el viejo se refería a cosas de la religión, cosas de judíos complicados, como dice Roberto. Pero ahora sé que estaba hablando de problemas más importantes. Hablaba de la condena y la salvación. De la vida y la muerte. Mi padre se refería a su propia vida y a la muerte de un hombre.
Ricardo Kaminsky podía presentarse como el más imprevisible y a la vez fiel heredero de una tradición que se remontaba al doctor Moshé Kaminsky, judío de Cracovia. Como el remoto asquenazí polaco cuya sangre no tenía pero cuyo apellido le habían entregado, el mulato habanero ejercía la medicina y exhibía las categorías de especialista de segundo grado en nefrología y profesor titular de su especialidad. Pero, para asombro insoluble de Elías Kaminsky, aquel otro Kaminsky, cubano, de sesenta y seis años y pelo blanco, a pesar de sus méritos científicos y docentes aún vivía en la más que modesta casita del barrio de Luyanó, construida en la década de 1930, y que heredara de sus padres, la mulata Caridad y el polaco Pepe Cartera.
A bordo del turismo, mientras se aproximaban a la dirección que Conde le iba indicando a Elías Kaminsky, la sordidez eterna y el deterioro indetenible de aquel viejo barrio habanero se fue haciendo patente, más aún, insultante. Las casas, en su mayoría sin el beneficio de un portal, tenían sus puertas sucias sobre las aceras mugrosas. Las calles, llenas de furnias de históricas prosapias, en donde se encharcaban todas las aguas posibles, parecían salidas de un esmerado bombardeo. Las construcciones, hechas muchas de ellas con materiales poco nobles, habían sobrecumplido el ciclo vital para el que fueran programadas y exhalaban sin gracia sus últimos suspiros. Mientras, los inmuebles que pretendieron imponer una distancia de categoría y tamaño con sus vecinos más pobres, en muchos casos habían corrido la suerte de la fragmentación: desde hacía muchas décadas habían sido convertidas en solares, donde se apretujaban las familias en pequeños espacios y, todavía en pleno siglo XXI, con aquellos baños colectivos que en sus días martirizaron a Pepe Cartera. En las calles, las aceras, las esquinas, una humanidad sin expectativas y al margen del tiempo o, peor aún, desgajada de él, veía pasar el Audi brillante con miradas que iban de la indiferencia a la indignación: indiferencia por una vida posible que nunca, ni en sueños (pues ya no soñaban), sería la suya, e indignación (el último recurso) por reflujo visceral ante lo que les había sido negado por generaciones, a pesar de muchísimas promesas y discursos. Eran seres para los que, a pesar de obediencias y sacrificios, la existencia había funcionado como un tránsito entre una nada y un vacío, entre el olvido y la frustración.
—Mira —dijo el Conde—, ese es el Parque de Reyes. Ahí estuvieron hablando tu padre y tu tío cuando Daniel descubrió el cuadro de Rembrandt en la casa de Mejías.
Lo que Conde llamaba «parque» era un territorio indefinible. Varios tanques desbordados de basuras; acumulaciones de escombros jóvenes, adultos y ancianos; restos de los que, con mucha imaginación, pudiera calcularse que alguna vez fueran bancos y aparatos para juegos infantiles; árboles lacerados, con patentes deseos de morirse. Un compendio del desastre.
—¿Y el tío Joseph salió del solar de Compostela para vivir aquí? —Elías Kaminsky no entendía.
—Era un barrio de proletarios. Pero quítale de arriba cincuenta años de desidia y maltrato y diez millones de toneladas de mierda… Y al menos era una casita independiente y tenía un baño propio para darle tiempo a su estreñimiento, ¿no?
—Le regalaba una fortuna a mi padre y él seguía viviendo en la mierda —fue la dolorosa y admirada conclusión del forastero espantado.
Conde dio las indicaciones finales para que Elías tomara la calle Zapotes. Siguieron la numeración descendente hasta dar con el número 61. Para alivio de ambos, la placa numerada, en lugar de pender sobre la acera, estaba adherida a la pared de la única casa con portal de la cuadra. Un pequeño portal, pero portal. Frente a la casa estaba parqueado un agonizante automóvil, el auto soviético que, pronto lo sabrían los recién llegados, al médico Ricardo Kaminsky le habían permitido comprar, gracias a su condición profesional, casi veinticinco años atrás.
Desde el turismo vieron al doctor. El hombre los esperaba en el portal, vestido como para una ocasión: pantalón crema y camisa con los filos de la plancha bien visibles. La expectación del que una vez fuera Ricardito, el mulatico blanconazo capaz de improvisar versos y que, de la mano de su madre, se robara el corazón de Joseph Kaminsky, resultaba patente. Cuando los recién llegados bajaron del brillante automóvil que resaltaba con alevosía la decrepitud del carro del especialista y profesor de nefrología, los ojos del hombre descartaron de inmediato la figura de Conde, tan secundaria en aquella pesquisa, y se concentraron en el mastodonte con coleta. Aquella cara le hablaba de su propio pasado. Y lo hacía a gritos, como pronto comprobarían Conde y Elías.
Luego de los saludos y primeras presentaciones, el médico, algo nervioso, insistió en presentarle a su familia al hijo de Daniel Kaminsky, aquel pintor salido sin previo aviso de la bruma y el pasado. La esposa, las dos hijas, los respectivos yernos y los tres nietos —dos varones, una hembra— brotaron del interior de la casa donde parecían haber estado agazapados aquellos seres de los más diversos colores de piel, a la espera de ser convocados. La última figura en asomarse provocó la curiosidad de Mario Conde, pero no la de Elías, seguramente acostumbrado a aquellas estampas: la que resultó ser la nieta mayor del médico, una joven recién vencida la adolescencia y más blanca que el resto de los parientes, vestía un atuendo estrafalario, lleno de remaches y piezas metálicas, llevaba los labios, las uñas y los bordes de los ojos pintados de negro, una especie de tubo de tela de rayas le cubría un brazo, mientras un anillo plateado le brillaba en la nariz y una colección de ellos en la única oreja que dejaba ver el mechón de pelo que, tendido como un manto oscuro, le cubría la mitad de la cara. La muchacha desentonaba en aquel ambiente como un perro en medio de una manada de gatos.
La presentación fue un acto que Ricardo Kaminsky asumió con una formalidad demodé, como si colocara a los integrantes del clan frente a un chamán o alguien de similares niveles de trascendencia. Las mujeres, incluida la joven gótica, besaron en la mejilla a Elías y los hombres le estrecharon la mano, repitiendo todos la misma frase: «Mucho gusto, es un placer conocerlo». Por eso, luego de dichos los nombres y parentescos de cada uno de sus familiares y expresado el gusto, se dirigió a ellos, señalando a Elías.
—Como ya saben, este señor es el sobrino nieto de Pipo Pepe. El hijo de mi primo Daniel. Este señor, si él me permite decirlo, es mi familia, mi primo, el único que tengo, y según sé, yo soy el único primo Kaminsky que él tiene, pues su familia paterna fue asesinada por los nazis. Pero lo más importante, y ustedes todos lo saben: si abuela Caridad fue una mujer feliz y si yo soy el hombre que soy y ustedes las personas que son, es por aquel polaco, el tío abuelo de este señor, mi papá, que nos dio a mi mamá y a mí las tres cosas más importantes que puede recibir un ser humano: amor, respeto y dignidad.
¿Joseph Kaminsky era Pipo Pepe? ¿Daniel Kaminsky, Primo Daniel? ¿Kaminskys cubanos, blancos, negros, mulatos, orgullosos de aquel apellido estrafalario que los había sacado de la mierda? Elías Kaminsky había sido atacado otra vez por sorpresa y por la espalda. Perdió la voz, y las lágrimas le corrieron mejillas abajo, indetenibles. Había venido buscando una verdad y, en recompensa, le llovían descubrimientos capaces de aflojarle los grifos de los lagrimales.
—Si ustedes son tan amables —siguió el doctor Kaminsky, dirigiéndose ahora a los visitantes—, nosotros quisiéramos invitarlos a comer aquí en la casa. No es nada del otro mundo, acuérdense de que nada más soy médico, pero sería para nosotros un honor, quiero decir, una alegría inmensa que aceptaran la invitación. Como no sé si usted practica el judaísmo —siguió, dirigiéndose a Elías—, hemos preparado nada más platos kosher, nada es trefa… Yo mismo los cociné, como los preparaba mi mamá para Pipo Pepe…
Los palos de afecto no dejaban hablar a Elías Kaminsky, quien se limitó a asentir.
—Qué bien…, pero siéntense, por favor. Aquí en el portal hay más fresco. Mirtica… —Ricardo se dirigió a una de las hijas—, la limonada, por favor.
La familia del médico pidió permiso para retirarse y regresó hacia su refugio secreto. Elías y Conde se acomodaron en los sillones, y Ricardo al fin ocupó el suyo. Un minuto después la muchacha gótica (¿Yadine, Yamile, Yadira?, Conde trató de recordar el nombre que empezaba con «Ya») y su tía, de piel más clara que su hermana pero dueña de una grupa africana que el Conde no pudo dejar de admirar, les servían de una jarra empañada por el líquido frío, en unos vasos largos de vidrio muy fino.
—¿Saben una cosa? Estos vasos se los regaló el señor Brandon a Pipo Pepe y a mi mamá cuando se casaron. Nada más los sacamos en ocasiones muy especiales.
Por dilatados minutos los dos Kaminsky hablaron de sus respectivas vidas para ubicarse mutuamente mejor. Elías le contó de su profesión, su familia, el destino final de sus padres. Ricardo, de su trabajo como especialista en nefrología en un hospital, de la alegría que le proporcionaba aquel encuentro inesperado, también de su familia, que vivía con él.
—¿Todos viven juntos? —preguntó el visitante, quizás teniendo en cuenta la información previa de que la casa de Luyanó solo disponía de dos habitaciones.
—Sí, todos juntos, qué remedio… Y gracias que heredamos esta casa. Ahora mi hija Mirtica, que es maestra, vive con su marido y sus dos hijos en el primer cuarto. Mi hija Adelaida, que estudió economía, con su marido y su hija Yadine, en el segundo. Mi mujer y yo armamos una cama por la noche en la sala… El problema es la cola para el baño. Sobre todo cuando Yadine entra a disfrazarse… —dijo y sonrió.
—¿Y no pueden hacer algo…? —El pintor seguía sin entender.
—No. La casa que te toca es la que te dejó tu familia, la que pudiste construir si tenías mucho dinero, o la que, por una u otra vía, te dio el Gobierno. Yo me dediqué a hacer mi trabajo y nada más gané un salario…, y no me dieron nada… —Ricardo Kaminsky pensó un instante si continuar o no, y decidió que sí—. El problema es que yo soy católico. Como lo oye: ni judío ni santero. Católico. Y cuando iban a repartir algo en el hospital, siempre me dejaban de lado, porque era religioso y algo así estaba muy mal visto… De milagro me vendieron ese Moskovich. Es simpático: ahora que no dan nada, no importa en lo que creas. Cuando daban, sí. Pero lo que no podía hacer era ocultar mis creencias. Y pagué el precio, sin remordimientos. Después de todo, me encanta tener a mi familia cerca…
Mientras escuchaba la historia para él bien conocida, por común y corriente, de la promiscuidad habitacional del nefrólogo Ricardo Kaminsky, Conde pensó en la inconmensurable distancia existente entre el mundo del médico y el de Roberto Fariñas. Era la misma, más insultante tal vez, que Daniel Kaminsky había encontrado entre sus pobrezas y las posibilidades de los judíos ricos de La Habana de 1940 y en el Miami de 1958. Y calculó que, ni con cinco años de estudios universitarios, el pintor Elías Kaminsky iba a entender los vericuetos de aquel panorama que necesitaba haber sido vivido para ser entendido —más o menos—. Las existencias de aquellos dos hombres, primos legales, habían discurrido por caminos tan diversos que parecían las de habitantes de dos galaxias diferentes. Pero, con fatalidad matemática, Conde comprobaría que en un rincón remoto del infinito, incluso las líneas más paralelas también encuentran su punto de coincidencia.
—Nunca se me va olvidar, no se me puede olvidar, que tu padre fue la persona que me llevó por primera vez a ver un juego de pelota en el estadio del Cerro. Yo tendría como ocho, nueve años, y era un fanático absoluto del Almendares, y me pasaba la vida jugando pelota en cualquier plazoleta de la Habana Vieja. Daniel todavía no se había casado ni se había mudado, pero ya era novio de Martica, y un sábado por la mañana, cuando yo bajaba por las escaleras del solar para irme a jugar pelota, él me llamó y me preguntó si alguna vez había visto jugar al Almendares. Yo le dije que no, claro. Y me dijo que esa tarde los iba a ver: que fuera a darme un baño y le dijera a mi madre que me preparara para irnos a las dos para el estadio… Aunque el Marianao de Daniel le ganó al Almendares, creo que esa fue la tarde más feliz de toda mi niñez. Y se la debo a un Kaminsky. Tú no te imaginas lo orgulloso que yo vine del estadio con aquella gorra azul del Almendares que Daniel me compró…
»Mi mamá y yo tuvimos mucha suerte de encontrarnos en el solar con tu tío y tu padre. Sobre todo, claro, con tu tío, que empezó una relación con mi madre en la que él le dio algo que ella nunca había conocido: le dio respeto. Y a mí me ofreció algo que, según él, me haría rico: la posibilidad de estudiar. Con los años, incluso mi madre y Joseph se casaron, y yo dejé de llamarme Ricardo Sotolongo, de ser lo que en esa época se llamaba un hijo natural, para tener dos apellidos, como debía ser: Kaminsky Sotolongo. Pero desde antes que él se hiciera mi padre legal, ya yo le decía Pipo Pepe. Y tu padre, cuando me veía, siempre me decía Primo. Ellos hicieron que me sintiera parte de una familia, algo que yo nunca había tenido…
»Cuando Daniel se fue de Cuba, Pipo Pepe se negó a irse por nosotros. Tampoco se quiso ir en 1960 cuando Brandon le ofreció abrirle un taller en Nueva York en calidad de socios. Él sabía lo jodida que podía ser la vida para unos negros en los Estados Unidos, y por eso se quedó aquí con nosotros. Aunque también se quedó porque no tenía fuerzas para empezar de nuevo. Cuando se enfermó y se murió, en 1965, mi mamá y yo sentimos que habíamos perdido a la persona más importante de nuestras vidas. Entonces tu padre, Daniel, le dijo a mi mamá que, si nosotros queríamos, él nos podía reclamar como viuda e hijo de un judío polaco y llevarnos a vivir con él y con Martica. Pero yo estaba terminando la universidad, aquí las cosas estaban difíciles pero todavía se vivía con muchas esperanzas de que todo iba a ser mejor, y ni ella ni yo queríamos irnos a ningún sitio. De todas formas le agradecimos a Daniel que se acordara de nosotros, como si nosotros fuéramos su familia… Por eso siempre me he reprochado tanto no haber tenido más comunicación con tu padre y con Martica, haber sido tan estúpido de aceptar lo que nos dijeron, aquello de que quienes se iban eran enemigos con los cuales no había que tener relaciones… En fin, las cosas que lo obligan a hacer a uno. Y que uno acepta… hasta que se sacude y decide no aceptar más, aun a riesgo de que te aparten de la tribu.
»Unos cuantos años después fue mi mamá la que se enfermó. A ella, que nunca había tomado ni una cerveza, se le declaró una cirrosis hepática fulminante. Una noche, casi al final, ella presentía el final, me dijo que debía contarme una historia que, me recalcó, yo debía saber… Y por lo que me has dicho, ahora pienso que tú también te mereces saber… Porque es una historia que descubre la clase de persona que fue Joseph Kaminsky y lo que significó para él su sobrino Daniel.
El médico respiró con fuerza mientras se frotaba las palmas de las manos en las perneras del pantalón crema, como si necesitara limpiarlas. Conde observó que tenía los ojos más húmedos y brillantes, como si lo atenazara un gran dolor. Elías Kaminsky, por su lado, movía la boca, ansioso y adolorido.
—Pipo Pepe mató a ese hombre, Román Mejías. Lo hizo para que tu padre, su sobrino, no lo hiciera, no tuviera que hacerlo. Lo mató con su chaveta de cortar pieles… Corrió el riesgo de que lo fusilaran, de pudrirse en la cárcel, de que Mejías lo matara a él, de que los batistianos lo hicieran pedazos. Pero sobre todo lo mató para salvar a Daniel de todos esos peligros. El viejo sabía muy bien lo que estaba haciendo, me dijo mi madre, porque no solo estaba tentando la justicia y la furia de los hombres, sino también estaba perdiendo el perdón de su Dios, que a pesar de haber divinizado la venganza, puso por encima un mandamiento inviolable: no matarás. Yo, que lo conocí, y supe de su bondad, no me imagino cómo pudo entrar en la casa de ese hombre, darle varios chavetazos por todo el cuerpo y luego cortarle el cuello, casi degollarlo. Pero sí puedo entender sus razones. Más que el odio que pudiera haber sentido hacia ese hombre que estafó a su familia y los mandó de vuelta a Europa y al suplicio y a la muerte, lo empujó el amor por su sobrino. Nada más un hombre muy, pero muy cabal es capaz de hacer ese sacrificio, y perder lo más sagrado de su vida espiritual, cuando esa vida le importa, y mucho. Por eso, creo, a pesar de todo él vivió en paz hasta el final. Sabía que su alma no tendría salvación, pero murió satisfecho de haber cumplido con la palabra que un día le había dado a su hermano, el padre de Daniel: cuidar de su hijo en todas las circunstancias, como si fuera su propio hijo. Y así lo hizo.
Elías Kaminsky había escuchado al médico con la vista clavada en las losas del portal, carcomidas por la lluvia y el sol. La definitiva confirmación de la inocencia de su padre venía acompañada con el clamor de aquella epifanía que revelaba la capacidad de sacrificio de un hombre que, por amor y deber, se convertía en un asesino despiadado y se autocondenaba con total conciencia y por voluntad propia. Mario Conde, observando la actitud de aquellos dos seres de orígenes diferentes, emparentados a través de la bondad bien llamada infinita de Pepe Cartera, decidió arriesgarse a la impertinencia de intentar llegar al último recodo de una historia ejemplar.
—Doctor —dijo, hizo una pausa y se lanzó—, ¿su mamá, Caridad, le habló algo del cuadro que Mejías le había estafado al hermano de Joseph?
Ricardo Kaminsky asintió, pero se mantuvo en silencio unos segundos.
—Pipo Pepe se lo llevó de la casa de Mejías. Estaba en un marco, y con la misma chaveta con que había matado al hombre, cortó la tela y se la metió dentro de la camisa. Como en aquel momento él era el propietario de esa obra, y como esa obra era lo único que podía relacionar a los Kaminsky con Mejías, decidió que él no la quería y la quemó en el lavadero del patio. No le interesó que aquella pintura pudiera valer mucho dinero. Él ya no quería un dinero que, cuando pudo hacerlo, no había servido para salvar a su familia… Mi madre no se atrevió a decirle que quemar algo tan valioso era una locura, y no se lo dijo porque se trataba de su propiedad y su decisión, y ella creyó que debía respetarla. Ella sabía que con aquel acto Pipo Pepe le daba un poco de paz a su alma…
Mientras Ricardo Kaminsky explicaba las razones y acciones extremas de su padre adoptivo, Elías había ido levantando la cabeza y, tirando compulsivamente de su coleta, vuelto su mirada hacia el Conde. El ex policía, por su parte, sintió cómo el corazón se le agitaba con aquella revelación del médico.
—¿Entonces él quemó la pintura de Rembrandt?
—Sí, eso me dijo mi madre.
—¿Pensando que era de Rembrandt y valía muchísimo?
—Era de Rembrandt y valía mucho —ratificó el médico, incapaz de entender las entretelas de aquellas preguntas o pensando que su interrogador del momento sufría de endurecimiento de la corteza cerebral provocada por grave infección urinaria.
—¿Cómo él lo sabía? —insistió Conde.
—¡Lo sabía porque lo sabía, digo yo…! Era un retrato de un judío que se parecía a Cristo. Él lo había visto muchas veces en su casa, en Cracovia.
—¿Y por supuesto antes de quemarlo no se lo enseñó a ningún especialista?
Ricardo Kaminsky sintió los efectos de la alarma que dominaba a Conde.
—Claro que no, no sé… ¿Cómo iba a…? ¿Pero qué es lo que pasa?
Conde miró a Elías Kaminsky y el pintor entendió que las explicaciones le correspondían a él.
—Es que el original de ese cuadro de Rembrandt está ahora en Londres y lo quieren vender. Comprobado y autentificado, por supuesto… El tío Joseph creyó que se había llevado el original y lo había quemado, pero era una copia.
Ricardo negaba con la cabeza, desbordada su capacidad de entendimiento y asombro.
—Lo terrible —siguió Elías— es que el tío creyó que destruía un original, un cuadro que valía mucho dinero, y no le importó perderlo. Solo quería proteger a su familia.
Las cervezas y el vino aportados por Elías Kaminsky habían contribuido en mucho a atenuar la formalidad de sus parientes cubanos, apretujados en la mesa que ocupaba todo el comedor de la casita de Luyanó. Para sorpresa del pintor, los platos servidos eran recreaciones cubanizadas de viejas recetas judías y polacas, aunque incluía los imprescindibles frijoles negros que todos los Kaminsky allí reunidos, de sangre o de apellido, consideraban su plato preferido.
En una esquina del comedor, sólido aunque ya opaco, todavía ronroneaba el viejo Frigidaire que en 1955 Daniel y Marta le habían regalado a Joseph Kaminsky cuando alquiló la casa. Junto al aparato estaba la vitrina donde se guardaban los platos y los vasos de fino cristal de Bohemia regalados por el potentado Brandon. Sobre el mueble, Elías se encontró un crucifijo de madera y el januquiá, el candelabro de ocho brazos, traído desde Cracovia por Joseph Kaminsky, y con el cual, según su padre, cada año el tío celebraba la festividad de Janucá, encendiendo una vela por día, en memoria de la gran gesta de los macabeos para reconquistar el Templo. A propósito de aquel candelabro y del crucifijo, Conde supo que a raíz de sus conversaciones con su abuelo Daniel, el hijo de Elías, Samuel, le había pedido a su padre hacerse judío con la ceremonia de su circuncisión ritual y la celebración de su Bar Mitzvá en una sinagoga neoyorquina. Un retorno al redil ejecutado por voluntad propia por el nieto de un hombre que, convencido a golpes, nunca había vuelto a creer en la existencia de Dios. De ningún dios.
—¿Y qué hay que hacer para hacerse judío? —quiso saber Yadine (se llamaba Yadine), al parecer adicta a las rarezas.
—Eso es muy complicado, deja eso —intervino el abuelo.
—¿Y para ser detective privado en Cuba? —siguió preguntando la joven gótica, mientras miraba a Conde.
—Eso es más difícil que hacerse judío —respondió el aludido y los otros, a excepción de Yadine, rieron con la respuesta, por lo que Conde se sintió obligado a aclarar—: Yo no soy detective. Fui policía… Y ahora no soy nada.
La despedida, al filo de la medianoche, luego de todas aquellas horas de una cada vez más desinhibida compañía, había sido alegre y emotiva, con juramentos de mantener el contacto e, incluso, con la promesa de Elías de regresar a la isla con sus hijos Samuel y Esther para que conocieran a sus parientes cubanos y asistir todos juntos a disfrutar de un juego de pelota en el estadio de La Habana donde muchos años atrás había brillado Orestes Miñoso.
En el auto rentado por el pintor, mientras viajaban hacia la casa de Tamara, Elías Kaminsky le comunicó a Conde su decisión de regresar a Estados Unidos al día siguiente.
—Voy a contratar a unos abogados para que hagan lo necesario y recuperen el cuadro de Rembrandt. Ahora sí estoy decidido: no puedo dejar que otras gentes se hagan ricos con esa pintura. Unas gentes que le jodieron la vida a mi familia…
—Y si lo recuperas, ¿lo vas a donar al museo judío o a cualquiera de los otros que me dijiste?
—Por supuesto. Ahora más que nunca —dijo Elías, enfático, al parecer algo achispado por lo bebido.
—Me parece muy bonito…, incluso glorioso y digno de tu estirpe. Pero ¿me dejas decirte algo?
Elías extrajo con una mano un Camel de la cajetilla que llevaba en el bolsillo de su camisa casual de Guess. ¿Cuántas cajas de cigarros cabían en aquel cabrón bolsillo? ¿Era la misma camisa del primer día o tenía varias iguales? Luego buscó el encendedor y le dio fuego. El humo salió por la ventanilla abierta al vapor de la noche.
—A ver, dime —dijo al fin.
—¿Quién era el que decía que cuando alguien sufre una desgracia, debe orar, como si la ayuda solo pudiera venir de la providencia; pero al mismo tiempo debe actuar, como si solo él pudiera hallar la solución a la desgracia?
—El tío Joseph se lo decía a mi padre…
—¡El tío Joseph, el más judío de todos ustedes, era un cabrón pragmático…! A ver, Elías, ¿no te parece que ese acto glorioso y tan simbólico de donar el cuadro es lo que en Cuba le decimos una gran comedera de mierda? En ese museo estaría muy bien, recordaría la memoria de los muertos, de una familia judía masacrada en el Holocausto. Pero, coño, chico, ¿y los vivos? ¿Tú te imaginas lo que puede ser la vida de estas gentes con las que acabamos de estar con una partecita de ese dinero? Sí, te lo imaginas… Pero… ¿puedo seguir?
—Sigue, sigue —dijo el otro, mientras guiaba con la vista fija en el pavimento.
—Ese cuadro le pertenece a Ricardo Kaminsky tanto como a ti. Legalmente él es el hijo de Joseph Kaminsky. Es más, creo que le pertenece más que a ti, aunque jamás se le ocurriría reclamarte nada porque es un hombre decente y porque la gratitud que siente por ustedes no se lo permitiría… ¿Pero crees que por ser Kaminsky de sangre tú eres el único que puede decidir? Después de lo que has oído hoy, ¿tendrías cojones de ser tan egoísta?
Elías lanzó el cigarro a medio fumar hacia la calle. Movió la cabeza, negando.
—¿Todo el mundo en este país tiene que caerme a palos?
—A lo mejor ese era tu destino… Volver y salir apaleado, pero más completo.
—Sí… Y el destino de Ricardito es ser más comemierda, como tú dices, que el tío Joseph. ¿Tú crees que va a aceptar dinero del cuadro si no quiso coger los doscientos dólares que le ofrecí?
—Es que entre la caridad y el derecho hay un tramo muy largo. Lo único que tiene Ricardo Kaminsky es su dignidad y su orgullo.
—¿Tú crees entonces…?
—Ya te dije lo que yo creo. El resto, y lo que de verdad importa, es lo que crees tú.
En la terraza del hotel pidieron los cafés y los añejos de la despedida. Mario Conde, tantos días metido en aquellas historias enrevesadas, llenas de culpas y expiaciones de una familia judía, ya iba sintiendo cómo hallar la verdad apenas le servía para tener seiscientos dólares en el bolsillo y una sensación de vacío en el alma.
—Traje esta carta —le dijo a Elías Kaminsky y le extendió el sobre—. Es para Andrés.
—¿Y tú no le escribes por email?
—¿Qué cosa es eso? —preguntó Conde. Elías le sonrió la supuesta broma que, en realidad, no lo era. Definitivamente, Elías Kaminsky seguía siendo un forastero.
—Yo se la llevo en cuanto llegue… Tengo además que darle las gracias por su ayuda, por tu ayuda.
—Yo no hice nada. Si acaso oírte y aclararte la mente. Por cierto, sé casi todo de ti, pero no lo más importante.
—¿Lo más importante?
—Sí…, no me has hablado de tu pintura. ¿Qué coño es lo que tú pintas? No me digas que como Rembrandt…
Elías Kaminsky sonrió.
—No…, pinto paisajes urbanos. Edificios, calles, paredes, escaleras, rincones… Siempre sin figuras humanas. Son como ciudades después de un holocausto total.
—¿No pintas personas porque está prohibido para los judíos?
—No, no, ya eso no le importa mucho a nadie… Es que quiero representar la soledad del mundo contemporáneo. En realidad en esos paisajes hay personas, pero son invisibles, se han hecho invisibles. La misma ciudad se los ha tragado, les ha quitado su individualidad y hasta su corporeidad. La ciudad es la cárcel del individuo moderno, ¿no?
Conde asentía mientras probaba su añejo.
—¿Y dónde los invisibles encuentran la libertad?
—Dentro de sí mismos. En ese lugar que no se ve, pero existe. En el alma de cada uno.
—Interesante… —dijo Conde, intrigado pero no demasiado convencido. Arrastrado por aquella conversación, una preocupación pospuesta vino entonces a su mente—. Y el judío sefardí que andaba por Polonia diciendo que era pintor. ¿Sabes qué cosa pintaba? ¿Qué coño hacía en Polonia cuando allí estaban matando judíos?
—Ni idea…, ni siquiera se sabe el nombre. Pero… ¿tú lees francés?
—Leía mucho cuando estuve en París. Desayunaba siempre en el Café de Flore, compraba Le Figaro, me bañaba en el Sena y andaba para arriba y para abajo con Sartre y con Camus, uno debajo de cada brazo…
—Vete al carajo —dijo Elías cuando cayó en la cuenta del disparate que iba armando el otro—. Bueno, hay un libro escrito en hebreo pero ya traducido al francés que se llama Le fond de l’abîme. Son las memorias de un rabino, un tal Hannover, que fue testigo de las matanzas de judíos en Polonia entre 1648 y 1653… Descojonante, como dicen ustedes. Si lo lees, puedes calcular cómo terminó ese judío sefardí perdido en Polonia. Te voy a mandar el libro…
—¿Y lo que pintaba el sefardí?
—Si de verdad había estudiado con Rembrandt y le dejó a Moshé Kaminsky un retrato de una muchacha judía, sí, me puedo imaginar lo que pintaba y cómo lo pintaba.
—A ver…
—Rembrandt era magnético —comenzó Elías—. Y un poco dictador con sus discípulos. Los obligaba a pintar según sus ideas, que a veces parecen bastante claras, pero otras son como tanteos, según lo que se ve en su trabajo. Rembrandt era un buscador, se pasó la vida buscando, hasta el final, cuando estaba en la fuácata y se atrevió a pintar los hombres sin ojos de La conjura de los bátavos… Lo que sí tenía muy claro era la relación entre el ser humano y su representación en un cuadro. Lo veía como un diálogo entre el artista, la figura que representaba y el modelo. Y también como la captación de un instante que se fugaba hacia el pasado y exigía una fijación en el presente. Todo el poder de sus retratos está en los ojos, en las miradas. Pero a veces iba más allá… y hasta llegó a pintarlos sin ojos, y eso le dio más fuerza al cuadro. Pero la mirada es lo que hace notable ese estudio de retrato de un joven judío, que quizás fue su discípulo. Ese pedacito de tela es una obra maestra. Más que los ojos, en ese retrato, igual que en el de su amigo Jan Six y en algunos autorretratos, Rembrandt buscaba el alma del hombre, lo permanente, y lo encontró… Quizás eso fue lo que ese judío hereje aprendió de su maestro y trató de hacer con su pintura… Digo yo.
—¿Por pintar era un hereje? —quiso aclararse Conde.
—Sí, ese hombre violó una ley muy rígida en esa época… Aunque quizás, como mi tío, murió sin sentir remordimientos… Nadie te puede obligar a pintar. Y si él lo hizo está claro que había ejecutado su libre albedrío. Y lo había hecho nada más y nada menos que al lado de Rembrandt. O eso me imagino…
Conde asintió, bebió su café y encendió su cigarro.
—Aquel judío pudo ser condenado por pintar personas. Y a ti, que casi no eres judío y te cagas en las condenas, no te interesa pintar personas. Está cabrón eso…
—Uno no sabe por qué es pintor o por qué no lo es. Y tampoco por qué termina pintando de una forma y no de otra, por más explicaciones que le des a la cuestión… A mi madre le gustaba mi pintura. A mi padre, no. Para él la gente siempre era lo más importante.
—Tu padre sigue siendo de los míos. Gentes, bulla, amigos, pelota, frijoles negros, mujeres con una flauta o un saxofón…
—¿No serás judío? —Elías sonrió.
—A lo mejor…, y con mi espíritu judío te pregunto: ¿por fin qué vas a hacer si recuperas el cuadro?
Elías Kaminsky miró a los ojos del vendedor de libros viejos. Levantó su trago y lo vació de un golpe.
—Para llegar a eso, todavía falta mucho camino. Pero te prometo algo: haga lo que haga, tú vas a ser el primero en saberlo.
—Bien —dijo el Conde—. Ojalá no se te ocurra hacer una comemierdá…
La idea había rondado varios días al flaco Carlos, que solo esperaba la ocasión propicia para empeñarse en ponerla en práctica. Al enterarse de que Conde había terminado su faena judía, deseoso de que lo pusiera al día de las últimas peripecias de la pesquisa, soltó sus dotes de organizador y, a las cinco de la tarde, los amigos llegaban a la playa de Santa María del Mar a bordo del espacioso Chevrolet Bel Air de Yoyi el Palomo y del auto rentado por Dulcita, la antiquísima ex novia del Flaco, recién llegada de Miami.
Para Carlos, el acto de gastar las últimas horas de la tarde frente al mar de aquella playa, desde donde se podía asistir a unas espectaculares zambullidas del sol en el horizonte marino, significaba mucho más que un capricho o un deseo: representaba una manera de comunicarse con el joven que una vez había sido, el hombre con dos piernas útiles, como la mayoría de los hombres, capaz de jugar al squash en las canchas cercanas, de correr por la arena, de nadar en el mar. Por eso todos los amigos aceptaron la propuesta y se lanzaron a la tarde playera, luego de hacer el imprescindible acopio de los bebestibles necesarios.
El sol de septiembre todavía azotaba cuando llegaron. Entre Conde, Conejo, Candito y Yoyi cargaron al Flaco, que ahora pesaba muchísimo, y lo trasladaron sobre su obligatorio trono hasta la orilla del mar, adonde llegaron desfallecidos y sudados. Tamara y Dulcita se encargaron de transportar las bebidas colocadas en un termo plástico y luego extendieron unas lonas sobre la arena.
Mientras Conde relataba los avatares de su pesquisa, el sol comenzaba la fase final de su descenso diario y las pocas personas que aún se encontraban en la playa concretaron la retirada, regalándoles el usufructo exclusivo del territorio. En la soledad del paraje y atrapados por una historia de muerte y amor, otra vez la sensación de tiempo detenido, incluso invertido, fue dominando el espíritu de la tribu. Aquellos concilios de practicantes fundamentalistas de la amistad, la nostalgia y las complicidades tenían el efecto benéfico de borrar los dolores, las pérdidas, las frustraciones del presente y arrojarlos en el territorio inexpugnable de sus memorias más afectivas, por amadas.
El alcohol cumplía su misión de catalizar el proceso. Para su frustración, ni Dulcita, con su conciencia de chofer norteamericano; ni Yoyi, por saberse poseedor de una joya rodante; ni Candito, por sus tratos con el más allá; ni Tamara, que no estaba para enfrentarse a aquellos rones casi haitianos, se dejaron arrastrar por la tentación etílica, a la que Conde, el Flaco y el Conejo se habían entregado con desafuero, hasta alcanzar el estado perfecto: el de gozar hablando mierda. Como no podía dejar de ocurrir aquella tarde, el tema cayó en las posibilidades que les pudiera abrir la posesión y venta de un cuadro de Rembrandt. ¿En cuánto? ¿Dos millones?
—Si se vende en cinco está bien, pero siete estaría mejor —dijo Carlos.
—¿Siete? ¿Para qué tanto dinero? —preguntó el Conejo.
—Nunca es tanto, man, nunca —intervino Yoyi, el más economicista del grupo.
—Siete, porque así nos toca un millón a cada uno, ¿no?
—Siete, OK, siete millones —concedió Conde—. Pero ni un kilo más, coño. Estos ricos son insaciables…
—Conde —quiso saber Candito—, ¿y de verdad le dijiste al pintor que era una comemierdá su idea de donar el cuadro al museo del Holocausto judío?
—Claro que se lo dije, Rojo. ¡Cómo coño no iba a decírselo! Después de todo lo que había pasado su familia por ese cuadro, y lo que sigue pasando, alguien debe sacar algo bueno de él, ¿no?
—A mí me parece bien que le dé un buen dinero al médico y la familia —terció Tamara, con espíritu gremial.
—¡Millonarios cubanos! Con la mitad de ese dinero se compran Luyanó completo —dijo Yoyi, pero se rectificó—. No, mejor no comprar mierda…
—Lo que no acabo de entender —comentó Dulcita— es dónde estuvo metido ese cuadro todos estos años…
—Alguno de los Mejías… —supuso el Conde.
—Sería bueno saberlo —opinó Tamara.
—Todo eso está muy bien, pero…, volviendo al dinero. Yo, lo que soy yo, no repartiría nada —dijo el Conejo sacudiéndose la arena de las manos—. Me quedaría con todo, me compraría una isla, haría un castillo, compraría un yate y… me los llevaría a todos ustedes para allá… y a la familia del médico. Con el doctor Kaminsky y con Tamara habría salud pública gratuita; con la hija maestra, la universidad popular y Conde sería el bibliotecario; con la Kaminsky economista, planificación centralizada, y a Yoyi lo ponemos de administrador… El Flaco sería el príncipe de la isla, Dulcita la princesa, Candito el obispo y yo el rey… Y al que se porte mal, lo boto pal carajo.
—Donde quiera nace un tirano —sentenció Dulcita—. Pero me gusta mi trabajo en la isla del tesoro.
—¿Y tú, Conde? ¿Qué harías con siete millones? —quiso saber Tamara.
Conde la miró con intensidad. Se puso de pie y trastabilló. Todo lo teatralmente que pudo paseó la vista sobre el público cautivo.
—¿Cómo coño ustedes quieren que yo sepa eso? Miren… —metió la mano en el bolsillo y sacó los seiscientos dólares cobrados por la faena—, si no sé qué voy a hacer con esto.
Y de inmediato fue entregando un billete de cien a cada uno de los amigos.
—Un regalito de fin de año… —dijo.
—¿En septiembre? —Dulcita intentó poner lógica al disparate.
—Bueno, por el cumpleaños del Conejo que es en unos días…
—Olvídate, muchacha, este está loco pal carajo —dijo Yoyi.
—No, lo que pasa es que es más comemierda que el pintor —lo rectificó Carlos que, en medio de su bruma etílica, con un billete de cien dólares en la mano, tuvo un destello de lucidez—. Coño, miren para allá, se va el sol.
En el horizonte, el sol estaba a punto de tocar la superficie bruñida del mar.
—Oye, maricón —le gritó el Conde al sol—. ¿Vinimos a verte y te ibas sin avisar?
Utilizando uno y otro pie, Conde logró descalzarse y, en equilibrio más que precario, apoyando las nalgas en el cuerpo de Carlos, se quitó las medias. Luego se desabotonó la camisa y la dejó caer en la arena. Los demás lo veían hacer, intrigados. La sabiduría de Candito, sin embargo, les advirtió de las intenciones de Conde.
—Oye, Conde, ya tú estás un poco viejo para esas… —comenzó Candito, pero el otro, mientras se bajaba el pantalón y exhibía sus calzoncillos, siguió haciendo, sin prestarle atención a Candito, y se deshizo del reloj, que fue a caer junto a la camisa. Dio unos pasos hacia la costa y comenzó a bajarse los calzoncillos, mostrando al público unas nalgas flacas, apenas más claras que el resto del cuerpo.
—¡Qué culo más feo! —dijo el Conejo.
—Pérate ahí —gritó entonces el Conde, en dirección al sol, y después de soltar la última prenda reemprendió la marcha hacia la estela dorada que, desde la última curvatura visible del planeta, se extendía sobre el océano para venir a morir en la orilla de la playa de los sueños, los recuerdos y las nostalgias. Desde el vórtice de la tormenta etílica que asolaba su mente habían llegado, justo en ese instante y por caminos mentales imprevisibles, las palabras de un moribundo del futuro: «Yo vi cosas que los humanos no creerán. Vi naves de ataque incendiadas en Orán. Vi rayos cósmicos brillar cerca de la Puerta de Tannhäuser. Pero todo eso se perderá en el tiempo, como lágrimas en la lluvia».
El hombre desnudo entró en el mar, sin dejar de mirar al sol, dispuesto a atajar su descenso, el fin del día, la llegada de las tinieblas. Empeñado en detener el tiempo y en impedir que los asolaran todas las pérdidas.