DANIEL Kaminsky debió esperar hasta el mes de abril de 1988 para convertir en una realidad, inmortalizada en una foto, el sueño más permanente y acariciado de su vida.
En puridad, Daniel nunca había sido el tipo de hombre que pudiera considerarse un soñador. Su propio hijo, Elías, siempre lo consideró lo contrario: un pragmático esencial dispuesto a tomar las decisiones concretas que cada momento le exigía, dueño de una proverbial capacidad de adaptación al medio, una habilidad que le sirvió para vivir en Cuba como un cubano común y corriente, y para recuperar en Miami su condición de judío, sin renunciar nunca a la de cubano, y salvar así del naufragio del desarraigo las dos mitades de su alma, siempre en litigio, aunque desde entonces sumida en un insuperable lamento por el mundo bullicioso que había extraviado.
Sin embargo, ese mismo hombre capaz de programarse con dosis similares de frialdad y de pasión había vivido durante casi cuarenta años con aquel sueño romántico alojado en la mente, y lo sostuvo palpitante durante todo ese tiempo, dándole matices, colores, palabras, muy convencido, además, de que el sueño se materializaría antes de recibir el llamado de la muerte, o de la pelona, como decía cuando le hablaba en cubano a su hijo Elías y le contaba, antes y después de tomada la foto, y siempre como si fuera la primera vez, los avatares de una vieja ilusión conservada en el mejor rincón del baúl de las esperanzas. Por eso, la tarde de abril de 1988 en que al fin podría celebrar la concreción del anhelo, Daniel Kaminsky se había preparado con el esmero que le confería la experiencia de haberlo practicado infinitas veces en sus imaginaciones. Sobre la cabeza se acomodó la vieja gorra negra, ya bastante descolorida, con la M amarilla deshilachada, la misma que había comprado en 1949 en un estanquillo del entonces recién estrenado Gran Stadium de La Habana. En el bolsillo superior de la guayabera blanca depositó la postal impresa conservada en un estuche de nailon. Y, por último, luego de acariciar por un instante la pelota con el cuero veteado por la erosión del tiempo, la colocó en el bolsillo derecho del ancho pantalón de muselina a rayas, de donde tenía la habilidad de sacarla con la misma rapidez y destreza con que, en las películas vistas en el palacio de las ilusiones que fue para él el cine Ideal, de la Habana Vieja, los cowboys extraían sus Colt 45 en las polvorientas praderas del Viejo Oeste.
Era tal su excitación que varias veces les dio prisas a su hijo Elías y a su mujer, Marta. Veinte minutos antes de la hora prevista para la partida, él ya estaba dispuesto, sentado incluso en el sitio del copiloto del Ford de 1986 que dos años antes le había regalado a su hijo cuando terminó sus estudios de diseño gráfico en la Florida International University. Desde su posición en el auto, parqueado en un costado del jardín, observó la casa de dos plantas, portal con arcos españoles y cenefas art déco siempre destacadas en blanco sobre un fondo más oscuro, una construcción dotada de cierto aire de familia con la edificación del barrio habanero de Santos Suárez donde había vivido los que siempre consideró como los mejores años de su vida. En aquella misma casa de la 14 Street y West Avenue, Daniel Kaminsky había vivido desde que en mayo de 1958 saliera de Cuba y decidiera establecerse en Miami Beach, conducido por su olfato premonitorio y su sensibilidad tras las huellas de los viejos judíos venidos, sobre todo, de los estados del norte de la Unión en busca del sol de la Florida y precios más bajos para el alquiler o la compra. Aquella era la casa donde en 1963 había nacido su hijo y el sitio en el cual había sufrido todos los desasosiegos que lo acompañaron en el proceso de reconstrucción de su vida, intempestivamente sacada de su órbita. Desde aquella casa había salido muchas veces a caminar por la costanera de la cercana y por entonces casi despoblada West Avenue, arrastrando la certeza de su soledad y sintiéndose desguarnecido como nunca, para meditar los modos posibles de ubicarse a sí mismo en una ciudad que parecía un campamento de paso, y donde su espíritu gregario no tendría, durante meses, el consuelo de contar siquiera con un amigo. Y nunca más con el calor y la complicidad de amigos como los que tuviera en Cuba. También había sido dentro de aquella casa, sentado frente a Marta Arnáez, donde había barajado sus escasas posibilidades y tomado la tercera decisión más trascendente de su vida: la de regresar al redil y volver a vivir como judío, procurando con aquel retorno a la pertenencia a la que veinte años atrás había renunciado encontrar una manera de hallar solución no ya a los conflictos de su alma, sino a las apremiantes exigencias de su cuerpo. Daniel Kaminsky necesitaba garantizarle a su familia y a sí mismo un techo para cobijarse, una cama donde reposar y dos comidas al día para poder seguir adelante. Y la cercanía a su tribu se le presentó como la más artera pero natural y mejor de las alternativas.
Por supuesto, también había sido en aquella casa, construida en 1950 con muchos de los atributos del estilo del cual se había apropiado la arquitectura de la playa de Miami, el sitio donde más veces se había arropado con el invencible sueño, nacido en Cuba, más de treinta años antes, y que esa tarde se convertiría al fin en realidad: estrecharle la mano al gran Orestes «Minnie» Miñoso y pedirle que le firmara una postal con su foto, impresa por los Chicago White Sox para la que sería la fabulosa temporada de 1957 del Cometa Cubano (veintiún jonrones, ochenta y ocho carreras impulsadas), y la pelota que cuando era joven y tenía la piel tersa y brillante había sido sacada fuera de los límites del Gran Stadium de La Habana por uno de los batazos del pelotero, durante un juego del club Marianao contra los Leones de La Habana, en el invierno de 1958: la pelota que ese mismo día Daniel había tenido la fortuna de poder comprársela por dos pesos al muchacho que con más encono la había perseguido y logrado hacerse con ella.
El joven Elías Kaminsky, que ya se había decidido a probar suerte como alumno en una academia de arte en Nueva York donde terminaría su formación técnica e intelectual, se sintió recompensado por la pirueta del destino que le permitiría ser testigo del acontecimiento memorable. Desde que había tenido noticias del homenaje que se le rendiría en la ciudad a Orestes Miñoso, quien anunciaba el fin de su dilatadísima carrera deportiva, iniciada con todo su brillo en Cuba, continuada en Estados Unidos y cerrada a una edad más que exagerada en terrenos mexicanos, el joven había decidido que esa sería la mejor ocasión para que su padre cumpliera el sueño del cual tantas veces le había hablado. De inmediato, Elías había comprado los tres cubiertos que les garantizaban un sitio en el banquete de homenaje y había corrido a darle la buena nueva a su padre.
Cuando los Kaminsky llegaron al salón-restaurante del club Big Five, sitio preferido por los cada vez más acaudalados cubanos de Miami para sus actos sociales, todavía el mítico Miñoso no había hecho acto de presencia. «Mejor», musitó Daniel, y se apostó junto a la puerta, luego de comprobar por enésima vez que tenía bien puesta la gorra negra del Marianao, la postal en el bolsillo de la guayabera y la valiosa pelota en el del pantalón.
Para contribuir al perseguido aunque manifiesto ambiente de nostalgias, por el audio del salón se dejaba escuchar una prodigiosa selección de chachachás, mambos, sones, boleros y danzones famosos en la Cuba de la década de 1950. Periódicamente ocupaba el espacio el chachachá de Miñoso («Cuando Miñoso batea de verdad, la bola baila el chachachá»), interpretado desde la eternidad por la Orquesta América, pero cada nueva pieza que se oía resultaba de inmediato identificada por la añoranza agresiva de Daniel Kaminsky, quien le susurraba a su hijo el nombre de su ejecutante: Benny Moré y su banda, Pérez Prado, Arcaño y sus Maravillas, el Conjunto de Arsenio, Barbarito Díez, la Aragón, La Sonora Matancera de antes, la de verdad, con Daniel Santos o Celia Cruz al micrófono…
Quince minutos más tarde de la hora anunciada para el inicio del acto, el interminable Impala negro de 1959 donde viajaba el pelotero se detuvo ante el local repleto de viejos cubanos y desbordado de reminiscencias amables y feroces de una vida extraviada que (a pesar del éxito económico de muchos de los emigrados) a todos les parecía mejor y nunca había dejado de alborotarles las añoranzas o de alimentarles el rencor. Sin pensarlo dos veces, Daniel Kaminsky se acomodó una vez más la gorra negra, sacó con una mano la postal, con la otra la pelota y, según le pareció después, con una tercera mano extrajo la pluma Paper Mate de plata y le salió al paso a la realización de su sueño…
Días después, apenas fue impresa en una cartulina de 20 x 35 centímetros, la foto tomada por la Minolta de Elías Kaminsky había sido enmarcada. La imagen escogida recogía el instante en que Orestes Miñoso, mostrando en una sonrisa sus dientes blanquísimos heredados de sus ancestros africanos, le estrechaba una mano al judío polaco, casi calvo, bastante barrigón y con nariz de pico de cuervo, mientras este le juraba ser su más antiguo y ferviente admirador. Al igual que la postal firmada y la pelota que Daniel le había pedido que le dedicara «Al amigo José Manuel Bermúdez», conservadas ambas en unas pequeñas urnas de cristal fabricadas para ellas, la foto estaría desde entonces en la mesa de noche de Daniel Kaminsky. Primero junto a la cama de su casa de Miami Beach, luego en la del apartamento de la residencia geriátrica de Coral Gables, siempre acompañándolo, haciéndole más llevaderas sus nostalgias y culpas, su temor a la muerte, hasta el día de la primavera de 2006 en que el anciano se fue de este mundo, sin escalas hacia el infierno. Pues, él bien lo sabía, y así se lo diría varias veces a su hijo: aunque no había realizado la ejecución del hombre al que había estado dispuesto a matar, para su alma de hereje no habría siquiera el consuelo de pasar una temporada en el sheol adonde, decían, iban los espíritus de los judíos piadosos, siempre observadores de la Ley.
No podía haber sido de otro modo: al llegar a Miami, luego de instalarse en un modesto hotelito de la playa, la primera visita que harían Daniel Kaminsky y Marta, todavía Arnáez, sería al cementerio católico de Flagler y la 53 Street, donde apenas un mes antes había sido enterrado el cadáver de su amigo José Manuel Bermúdez.
En el trayecto hacia el North West, Marta le había pedido al taxista venezolano que los transportaba hacer una escala en alguna florería, donde había comprado un gran ramo de rosas rojas. Ya en el camposanto, los recién llegados encontraron que tras sus muros solo había lápidas de mármol y granito colocadas directamente sobre las fosas cavadas en la tierra e identificadas con un nombre, algunas de las veces con una cruz. Cuando hallaron la parcela donde descansaba el amigo, se les hizo evidente que los escasos fondos de los compañeros de lucha de Pepe Manuel, encargados de pagar el terreno donde había sido enterrado el joven, solo debieron haber alcanzado para comprar el espacio y una pequeña, casi vulgar losa de granito fundido, con los nombres y las fechas de nacimiento y muerte y una cruz cristiana grabadas con pintura negra. La tumba de un olvidado enterrado en tierra extraña. Marta, sin poder contener el llanto, depositó las rosas rojas sobre la lápida y se alejó unos metros, como si huyera del absurdo perverso de aquella muerte inconcebible. Daniel Kaminsky, solo ante la tierra arenosa que aún conservaba las trazas de su reciente movimiento, recibió entonces la más avasallante sensación de desvalimiento que hubiese sufrido en su complicada existencia. El vacío que dejaba la muerte de aquel hombre bueno había caído sobre el estado de desorientación y la pesada tristeza que ya lo acompañaban, y le reveló la medida exacta de todas las pérdidas que acumulaba en aquel instante y lugar, y también del esfuerzo que le exigiría rediseñar su vida. Con José Manuel Bermúdez, o Pepe Manuel, o Calandraca, el polaco reexiliado había perdido no solo a un amigo: aquella muerte prematura funcionaba como una lobotomía de lo mejor de su memoria, pues se le esfumaba el testigo y comentarista de miles de recuerdos compartidos, jirones de reminiscencias comunes que se desvanecerían. O, en el mejor de los casos, ya nunca volverían a ser las mismas memorias si al evocarlas no podía preguntarle a Pepe Manuel si se acordaba de algún detalle para, con la respuesta siempre afirmativa, entrar una vez más en la amable morada de la complicidad y de unas vidas compartidas. Por ello, sin saber cómo ni cuándo podría hacerlo, en ese momento le prometió a la imagen revivida del amigo muerto la compra de una lápida decente, bajo la cual esperar la resurrección de los justos que, sin duda, aquel hombre cabal sí se merecía.
En los primeros días gastados en el hotelito de Miami Beach donde habían tomado habitación, Marta y Daniel repasaron muchas veces sus perspectivas. El dinero con que contaban, casi todo facilitado por el gallego Arnáez, les alcanzaría para pagar unos meses de alquiler y sostenerse mientras encontraban trabajo, o hasta que fuese vendida la casita de Santos Suárez y el Chevrolet. El mayor problema, sin embargo, radicaba en los posibles modos de orientarse en aquel mundo para ellos desconocido, y por eso comenzaron a tantear a partir de los más cercanos puntos de apoyo visibles en su horizonte: los cubanos y, por una predisposición genética de Daniel, los numerosos judíos asentados en Miami.
Muy pronto descubrirían, para su decepción, que ninguno de esos caminos ofrecía expectativas halagüeñas. La pequeña colonia de cubanos que había recalado en la joven y desparramada ciudad estaba integrada, en su mayoría, por gentes que habían preferido o se habían visto obligadas a salir de la isla empujadas por la represión policial desatada por Batista y sus testaferros. Muchos de aquellos parias vivían en una precaria transitoriedad, apenas esperando a que se produjese la caída del régimen que, desde el exilio, ellos apoyaban y anhelaban. La comunidad judía, por su lado, constituía una especie de asilo de ancianos jubilados en excursión playera. Venidos de los estados del norte, atraídos por el calor y los bajos precios de la propiedad en la remota ciudad, se habían disfrazado con camisas de colores tropicales y sombreros de fibra vegetal, pues apenas aspiraban a pasar en paz, sin frío y sin muchos gastos, los últimos años de sus vidas. No obstante, para otear mejor el ambiente, Daniel y Marta comenzaron a frecuentar los sitios sociales en donde se reunían cubanos y judíos, a pesar de las escasas esperanzas que aquellas gentes les ofrecían con sus preocupaciones regidas solo por la política o por el estado de las cuentas bancarias.
En contra de una rápida y satisfactoria reubicación estaba, además de la precariedad económica y la falta de conexiones útiles, el conocimiento limitado que ambos tenían del idioma inglés, sin el cual les resultaba imposible hallar un empleo en sus respectivas profesiones de contador y profesora. Pero Daniel Kaminsky era un luchador empecinado y conocía todas las estrategias de la supervivencia. Y la primera de ellas radicaba en la capacidad y disposición de adaptarse al medio, conocerlo y luego penetrarlo. Por ello, pasadas las semanas del estupor inicial, decidió que ambos se matricularían en un curso para profundizar y perfeccionar su dominio del inglés. Al mismo tiempo, recibido el dinero de la venta del Chevrolet, dejaron el hotel y alquilaron la casa de 14 Street y West Avenue, propiedad de un judío neoyorquino que, les dijo, estaba dispuesto incluso a vender el inmueble si pagaban de entrada un cincuenta por ciento del precio fijado.
Fue durante un acto de recordación a las víctimas del Holocausto y gracias a la oportuna invocación del apellido Brandon, mencionado al viejo judío ucraniano Bronstein, dueño del mayor grocery store de la playa, cuando Daniel conseguiría los primeros empleos que ambos tendrían en la ciudad: Marta como empaquetadora de las mercancías vendidas en el negocio y él como auxiliar de almacenero. Si para Daniel aquella labor, casi la misma que veinte años atrás hiciera en la dulcería habanera de Sozna, significaba un retroceso dramático, para Marta Arnáez, nacida en cuna de plata gracias al trabajo casi esclavo de su padre gallego, aquella opción constituía una dolorosa degradación a la cual se enfrentó con decisión de resistir, pero con su dignidad mellada. Lo peor no resultó el hecho de verse obligados a recurrir a unos empleos simples y mal pagados para ganarse la vida. Ellos estaban convencidos de que ese primer escalón resultaría transitorio y en algún momento lo superarían, más en aquel país en expansión y lleno de posibilidades. El drama, sobre todo para Marta, fue asimilar que se había convertido, de un día para otro, en ciudadana de segunda o tercera, por su patente y nunca antes imaginada condición de inmigrante, latina, proletaria pobre y católica, y por verse obligada a sentirse servidora, mandada, condenada a pasar muchas de sus horas al servicio de judíos burgueses que disfrutaban poniendo de manifiesto las inferioridades sociales y económicas de la hermosa cubana. Para Daniel, en cambio, la principal dificultad fue intentar encontrarse a sí mismo en un territorio agreste, en el cual le resultaba imposible poner en armonía su espíritu gregario, conformado y alimentado por el ambiente habanero. En aquella ciudad la gente vivía encerrada en sus casas, todo el mundo se trasladaba en autos, solo se pensaba en el trabajo o en el césped del jardín y no había un estadio como el de La Habana donde ir a disfrutar y gritar, no existía una calle desbordada de luces, gentes, música y lujuria como el Paseo del Prado, ni siquiera pasaban guaguas por las calles. Y lo más doloroso, allí no tenía un solo amigo. Era, además, una ciudad donde imperaba un silencio vacío de connotaciones y donde el miedo provenía de la circunstancia terrible de no tener dinero para pagar los bills.
Aquella profunda alteración de sus vidas provocaría en Daniel un punzante sentimiento de culpa. El solo hecho de ver a Marta llegar a la casa al filo de la medianoche, agotada por un día de trabajo y varias horas dedicadas al estudio del inglés, lo obligaba a recordar los imprevisibles encuentros y decisiones que los habían llevado hasta aquella agobiante circunstancia. Entonces, según pensaría después su hijo Elías, con toda seguridad Daniel Kaminsky habría sentido que su drama resultaba mucho más lamentable por el absurdo que lo sustentaba: huía de lo que había pretendido hacer, ni siquiera de lo que había hecho.
En las largas jornadas de trabajo en el almacén, mientras trasladaba sacas que tanto le recordaban los talegos de harina que había estibado en La Flor de Berlín, Daniel Kaminsky se dedicó por días y semanas a pensar en los caminos por los cuales podría llegar a la construcción de una nueva vida. Mucho le costó acostumbrarse a la idea de tener que vivir en una ciudad y un país que se le revelaban mucho más distantes y ajenos de lo que siempre había sido la cálida Habana de sus dramáticos años de recién llegado, cuando sintió cómo caía sobre su espalda la soledad sideral en la que lo dejaba la ausencia, quizás permanente, de su familia. Si los golpes recibidos y el ambiente propicio de La Habana lo habían impulsado en aquel momento a tomar la decisión de dejar de ser judío y liberarse del peso de su condición y leyes, ahora, mientras pesaba y equilibraba sus arduas posibilidades de ascenso y pertenencia, había comenzado a meditar con mucha seriedad en la antes inimaginable eventualidad de volver al redil: igual que en sus tiempos lo había hecho el mítico Judá Abravanel, quien, luego de bautizarse para salvar su vida y la de los suyos, había reasumido la Ley mosaica cuando lo creyó seguro y conveniente. Al fin y al cabo él, Daniel Kaminsky, había renunciado por propia voluntad a su religión: ahora, otra vez gracias a esa voluntad, optaría por el regreso. Para eso servía el libre albedrío del hombre.
En enero de 1959, apenas derrotado y puesto en fuga el general Batista por los revolucionarios que lo combatían en las montañas y las ciudades de la isla, la pequeña comunidad cubana de Miami sufrió una drástica transformación que complicó más aún la adaptación de los Kaminsky. Mientras los exiliados políticos allí asentados regresaban al país, llegaban a la ciudad del sur de la Florida los personajes más nefastos de la cúpula batistiana, ligados casi todos a actos de corrupción, represión, tortura y muerte. Daniel y Marta, que antes habían tenido una relación cordial aunque no demasiado estrecha con los exiliados cubanos, no hicieron el menor intento por acercarse a los nuevos refugiados. Por el contrario, decidieron mantenerse alejados de ellos, confiados incluso en que el Gobierno del país expulsaría a algunos de aquellos asesinos que, decían, venían a Miami por una temporada, pues antes de fin de año sacarían a los rebeldes del poder y volverían a la isla.
El empujón que le faltaba a Daniel Kaminsky para acelerar su acercamiento a los judíos de la ciudad vino a dárselo la coyuntura que había cambiado de modo radical el carácter del exilio cubano. En julio de 1959, ante el rabino que desde Tampa viajaba para oficiar en un salón de Miami Beach improvisado como sinagoga, Daniel Kaminsky recuperó su kipá, su talit y, al menos formal y públicamente, los principios de su religión. Y también, como él mismo lo había hecho en un momento decisivo de su vida en que aceptó el bautismo cristiano, convenció a la católica Marta Arnáez, ahora Kaminsky, de que se convirtiera al judaísmo. La tarde de noviembre de 1960 en que Daniel y Marta aplastaron juntos, a taconazos, las copas de vidrio ante un rollo de la Torá, el reconvertido pensó en cuánto le habría gustado al tío Joseph Kaminsky asistir a aquella ceremonia. ¿Le habría importado demasiado que Marta fuese una gentil y no una de las jóvenes judías de sangre pura con la que, de haberse casado, habría conservado íntegra, en cuerpo y alma, la condición de sus posibles vástagos? ¿O ya todo le daría igual al viejo y entrañable Pepe Cartera, unido por vínculo legal a una negra cubana y padre también legal de un mulatico habanero improvisador de versos? ¿Eran, todos ellos, unos herejes insalvables?
Para Daniel, e incluso para Marta Kaminsky, fue un soplo de aliento la tumultuosa llegada a Miami Beach de decenas, cientos y muy pronto miles de judíos salidos de Cuba empujados por el temor al régimen comunista que el olfato entrenado de aquellos hombres percibió con nitidez en el aire de La Habana. Si en la segunda mitad de 1959 habían empezado a asomar la cabeza algunos de los miembros más ricos de la comunidad judía habanera (Brandon, como iba en grande, se trasladó directo a Nueva York, donde ya tenía negocios), entre 1960 y 1961 llegaron todos los demás, la mayoría de ellos pobres o de repente empobrecidos por las pérdidas sufridas al salir de la isla. Aunque judíos, más o menos practicantes, casi ninguno demasiado ortodoxo, los recién llegados eran sobre todo cubanos, por fortuna de una especie diferente de los personajes cercanos a Batista de los primeros tiempos, esos tipos oscuros que, para alivio de los Kaminsky, habían sentado sus reales en el South West y Coral Gables.
Aunque la idea de regresar a Cuba comenzó a ser acariciada por la pareja, los temores crecientes del gallego Arnáez por un futuro todavía no aclarado y el silencio de Roberto Fariñas —alguna que otra vez, en aquellos primeros tiempos, justificó su distanciamiento con los infinitos trabajos y responsabilidades asumidas en el proceso de reconstrucción de las estructuras del país— los decantaron por la cautela. Al fin y al cabo, para regresar siempre habría tiempo, pensaban.
Ya para los finales de 1958 los Kaminsky habían comenzado a pagar la compra de la casita de la 14 Street y West Avenue con los dineros obtenidos del remate de su propiedad de Santos Suárez y un nuevo préstamo del gallego Arnáez. Al mismo tiempo Daniel se había convertido en el encargado de negociar con los suministradores del grocery, para pasar muy pronto a ser el contador del establecimiento y hombre de confianza de Bronstein. Y fue entonces cuando la fortuna vino en su ayuda. A mediados de 1959 el viejo ucraniano murió de un ataque cardiaco, y su único hijo, que trabajaba para el Partido Demócrata en Washington y había pensado en la posibilidad de vender el negocio, estuvo de acuerdo con Daniel en realizar un experimento del cual el heredero solo podría obtener ganancias sin el menor esfuerzo: ante el arribo continuado de judíos del norte, y la llegada masiva de judíos cubanos que multiplicaban la población de Miami Beach, aquel parecía el mejor momento para convertir el modesto grocery store de la Washington Avenue en un mercado al estilo de los Minimax de La Habana, cuyo funcionamiento tan bien conocía el antiguo contador. Para ganar espacio rentaron el local vecino, asomado a la más ventajosa y visible esquina de la Lincoln Road y, como variación respecto al original habanero, destinarían un espacio notable del mercado a los alimentos kosher reclamados por los judíos. Gracias al dinero remanente de la venta de la casa de Santos Suárez, Daniel entraría en el negocio con el veinte por ciento del capital (que se emplearía en la modernización del local) y Bronstein Jr. pondría el resto solo invirtiendo lo heredado de su padre. Mientras, el judío cubano se encargaría de la administración del establecimiento, por lo cual recibiría un quince por ciento adicional de las ganancias.
Por su lado, Marta, que había hecho grandes progresos en su perfeccionamiento del inglés, fue contratada como profesora de lengua española e inglesa en la recién fundada academia judeo-cubana de la playa, de la que apenas dos años después llegaría a ser subdirectora y accionista.
Mientras las puertas del bienestar económico se iban abriendo, la política cubana se iba radicalizando y la hostilidad norteamericana hacia la isla se tornaba patente, la idea del retorno se fue desvaneciendo, a pesar de que ni Marta ni Daniel habían recuperado —ni recuperarían nunca— la sensación de pérdida que les llamaba desde su pasado habanero. Entonces, la llegada del gallego Arnáez y su mujer fue un alivio para sus desarraigos, al tiempo que la negativa del tío Joseph Kaminsky de irse a ningún lado fue asumida como una reacción natural de aquel empecinado que, en cualquier caso, seguía y seguiría viviendo en Cuba los mejores tiempos de su vida, que para su mala fortuna resultaron demasiado breves.
En su recuperado papel de judío, Daniel decidió entonces dar varios pasos hacia delante en busca de una solidez de sus posiciones y, como le diría muchas veces a su hijo, de una pertenencia que le permitiera sosegar su extravío espiritual. Por ello, presintiendo que de ese modo apuntalaba mucho mejor su cada vez más próspero negocio, asentado justo en el sitio que se estaba convirtiendo en el corazón de la localidad, se vinculó con un grupo de judíos llegados de Cuba que andaban empeñados en la materialización de un sueño: crear una comunidad o sociedad cubano-hebrea en Miami con la cual enfrentar el futuro y preservar la identidad alcanzada en el pasado. En realidad, aquella aspiración de los que se hacían llamar judíos cubanos —nacidos muchos de ellos en Polonia, Alemania, Austria o Turquía, pero cubanizados hasta el tuétano— era una respuesta al muro invisible pero bastante impenetrable levantado por los judíos norteamericanos —originarios, muchos de ellos, o sus padres, de los mismos sitios de donde provenían los hebreos cubanos—, más ricos, con propiedades y pretendidos derechos de antigüedad, y con una actitud a veces cercana al desprecio respecto a los advenedizos recién llegados con dos maletas, que no hablaban inglés y en sus fiestas en el Flamingo Park, en pleno Miami Beach, bailaban al ritmo de la música interpretada por orquestas cubanas, con una sorprendente capacidad de poner en sus cinturas y sus hombros cadencias africanas, como cualquier mulato habanero.
Daniel fue uno de los trece judíos que el 22 de septiembre de 1961 dio origen a la Asociación Cubano-Hebrea de Miami en un local del hotel Lucerne. Bajo las banderas de Israel, Estados Unidos y Cuba, los adelantados discutieron un primer proyecto de reglamento para la naciente sociedad. Daniel Kaminsky, que prefirió mantenerse en silencio ante la verborrea de los otros fundadores, especialistas casi todos en la creación de cofradías y más familiarizados con los modos de pensar y con las exigencias religiosas de sus congéneres, pensó entonces en cómo los caminos de la vida pueden llevar a los hombres a circunstancias jamás imaginadas siquiera en los peores desvaríos. Pero, se dijo, y después le diría a su hijo, si el precio del éxito económico y la necesidad de sentirse parte de algo pasaban por aquel salón de hotel, allí estaba él para comprar uno y atrapar a la otra. Aunque su corazón siguiera siendo el del mismo renegado que, veintitrés años atrás, rechazara a un Dios demasiado cruel en sus designios. Lo verdaderamente sagrado era la vida, y allí estaba él luchando por ella, por hacerla mejor. Porque, a sus treinta años, Daniel Kaminsky podía considerarse un especialista en pérdidas: había perdido no uno, sino dos países, el de nacimiento y el de adopción; una familia; la lengua polaca y el yídish; un Dios y, con él, una fe y la militancia en una tradición sostenida sobre esa fe y su Ley; había perdido una vida que le gustaba y una cultura adquirida; había extraviado a sus mejores y hasta sus peores amigos, algunos en la tierra, otros, como Pepe Manuel y Antonio Rico, ya instalados en el cielo; incluso había fracasado en la posibilidad de hacer su justicia aunque pagaba el precio que le hubiera tocado de haberlo hecho, sin obtener siquiera el alivio del descargo o la satisfacción de haber ejecutado el castigo merecido. Daniel Kaminsky estaba harto de pérdidas y, por el único camino a su alcance, se disponía ahora a obtener ganancias. Siempre y cuando su conciencia siguiera siendo libre.
Daniel Kaminsky conservaría por muchos años la costumbre de vagar a solas por la costanera de la West Avenue, menos favorecida y concurrida que el paseo de Ocean Drive, la costa donde se extendía la playa. Gracias a aquellas caminatas por la llamada intercosta, que en ciertas temporadas, reclamado por las muchas obligaciones de su trabajo, solo podía hacer los sábados después de terminados los servicios en la sinagoga, Daniel pudo ser testigo a lo largo de los años de las transformaciones de aquel sector de Miami Beach y de los cayos ubicados al otro lado del canal, como la llamada Star Island, donde se fueron levantando mansiones que, en la década de 1980, cuando la droga inundó la ciudad, se hicieron más numerosas, fastuosas, casi irreales en su competencia por el lujo y el brillo al que conduce el dinero fácil. A Daniel, que iba camino de convertirse en un hombre rico y que llegaría a serlo, todo aquel derroche le parecía grotesco, pues seguía viviendo en la misma casita art déco de dos plantas con dos dormitorios donde se instalara desde un primer momento y ni siquiera las lenguas maldicientes que lo acusaban de ser muy judío lo harían cambiar de opinión solo para satisfacer las expectativas ajenas a través de la ostentación.
A Daniel le gustaba sentarse en el pequeño atracadero de la 16 Street, desde donde se divisaban los viejos puentes que unían la playa con la tierra firme, el islote con el obelisco erigido a la memoria de Joseph Flagler y, a la distancia, el puerto de Miami frente al cual, no podía dejar de pensarlo, el Saint Louis había esperado durante cuarenta y ocho horas por la última negativa. Cuando no estaba de buen ánimo, se lanzaba a caminar en solitario por la intercosta para sentir que se buscaba a sí mismo y no perderse del todo, pues empezaba a presumir que se alejaba demasiado de lo que había sido. Desde que decidiera retornar al redil del judaísmo, aquel hombre siempre sentiría que estaba gastando una vida apócrifa, con su alma y conciencia sometidas a un estado de clandestinaje. En los primeros años habaneros, cuando optó por alejarse de creencias y tradiciones ancestrales, el adolescente Daniel se había visto obligado a andar por el mundo con dos rostros: uno para complacer a su tío y otro para satisfacerse a sí mismo y confundirse en la muchedumbre. Aquella dolorosa dicotomía, a la cual lo obligaba su dependencia económica y emocional de Joseph Kaminsky, la tuvo que asumir como el único camino hacia la opción liberadora escogida.
Pero su reconversión, que volvía a transfigurarlo en un enmascarado, se le presentaba, en cambio, como una pérdida de muchas de las ganancias de una libertad de la cual tanto había disfrutado en su vida cubana. Aunque la comunidad en la cual se había insertado resultaba mucho menos restrictiva que la de su país de origen o que la facción de los ortodoxos neoyorquinos, en donde la Ley y la palabra del rabino eran opresivas y poderosas, una patente compulsión social obligaba a los hebreos de Miami a ser respetuosos con los preceptos más sociales si querían ser aceptados. A diferencia de la distendida religiosidad con que vivían muchos judíos en Cuba, en Miami la necesidad de reafirmación social caía como un peso añadido a su vida cotidiana. Daniel sabía que entre ellos había muchos que, como él, apenas si conservaban vestigios de fe religiosa. Sin embargo, casi todos acataban en público las regulaciones para conservar la pertenencia y no aparecer como demasiado diferentes, pues el riesgo mayor era la exclusión, la marginación. Incluso, ser considerado algo así como revolucionario, una mala palabra con la cual se resumía el estatus previo al de hereje.
Cuando vagaba a solas, respirando la brisa amable del canal, el hombre soltaba las amarras de su nostalgia por el mundo perdido. Miraba hacia su pasado y veía a un Daniel pleno y satisfecho, libre como solo lo puede ser un hombre que actúa, vive y piensa de acuerdo con su conciencia. La hipócrita sumisión ahora acatada le resultaba entonces más mezquina y cobarde, aunque bien sabía que necesaria para conseguir el respeto y hasta la impunidad que da el poder. Y en su caso poder era dinero.
¿Qué haría con aquel dinero con el cual no pretendía comprarse un palacete ni un auto ostentoso, ni joyas que jamás había lucido, ni siquiera un bote de paseo, pues, para colmo, lo mareaba el movimiento del mar? Daniel Kaminsky sonreía, satisfecho de sus alternativas: compraría libertad. Primero, la más valiosa: la libertad de su hijo Elías; luego, si aún tenía fuerzas y deseos, la suya.
Con aquellas perspectivas en mente Daniel estaba educando a su hijo con una moderación en ocasiones hasta demasiado exagerada para los criterios de madre cubana de su mujer y de abuelo gallego reblandecido por los años del viejo Arnáez. Pero él estaba convencido de que el muchacho debía aprender cómo en la vida todo tiene un precio y cuando uno lo paga por sí mismo y por su propio esfuerzo, estima mucho más el valor de lo obtenido. No obstante, a diferencia de lo que le había ocurrido a él, su hijo jugaría con ventaja en el desafío de la vida, pues podría estudiar y apropiarse de la riqueza de los conocimientos, que son intransferibles y constituyen riqueza patente, como habría dicho su abuelo polaco. Y, con la posesión de aquellas ventajas, Elías podría escoger. Él le garantizaría la suprema libertad de elección, y para ello lo preparaba desde la continencia.
Daniel, que en su estancia norteamericana había descubierto la literatura tradicional judía y se había acercado a los pensadores más racionalistas, intentaba dotar a su hijo de los instrumentos que le permitirían realizar las mejores elecciones. De sus lecturas había traído a los consejos paternos la noción de que las decisiones humanas son el resultado del equilibrio (o de la falta de equilibrio) entre la conciencia y la arrogancia, una relación en la cual la conciencia debía ser la conductora hacia los mejores resultados y determinaciones. Y acompañaba aquella noción con las extraordinarias aseveraciones de aquel erudito sefardí que tanto lo había deslumbrado, Menasseh Ben Israel, un heterodoxo soñador, autor de muchos libros pero sobre todo de un opúsculo titulado De Termino Vitae, un texto curioso en donde el sabio judío holandés aunque nacido en Portugal (por cierto, todos aseguraban que amigo de Rembrandt) reflexionaba sobre algo tan trascendente como la importancia de saber vivir la vida y de aprender a asumir la muerte. El pintor Elías Kaminsky, que años después leería también a Ben Israel y, a través de él, a Maimónides y hasta al arduo Spinoza, siempre recordaría a su padre citándole al filósofo sefardí en sus concepciones sobre la muerte como un proceso de pérdida de las expectativas y anhelos sufridos por los hombres a lo largo de la vida. La muerte, solía decirle su padre, es solo el agotamiento en vida de nuestros anhelos, esperanzas, aspiraciones, deseos de libertad. Y de la otra muerte, la física, solo se puede retornar si se llega a ella con una vida bien cumplida, empleada a cabalidad, con la plenitud, la conciencia y la dignidad que les hayamos entregado a nuestras vidas, en apariencia tan pequeñas, pero en realidad tan trascendentes y únicas como…, como un plato de frijoles negros, decía el hombre.
Dos meses después del glorioso encuentro con Orestes Miñoso, concretado en la primavera de 1988, a Daniel Kaminsky le fue detectado un cáncer de próstata. Tenía cincuenta y ocho años, era un hombre sólido, quizás algo pasado de peso, accionista principal de tres mercados, ubicados en Miami Beach, el South West y Hialeah, padre de un hijo con carrera universitaria y ya definidas aspiraciones artísticas, y, a pesar de sus públicas heterodoxias, considerado uno de los pilares de la comunidad hebreo-cubana del sur de la Florida. Un triunfador al que ahora lo acechaba la peor derrota, la irreversible, pero contra la cual lucharía, como siempre en su vida.
La revelación de la enfermedad, la operación a la cual fue sometido, los tratamientos anticancerígenos posteriores y la asimilación de un dispositivo nuclear en la zona afectada (al cual siempre se refirió como una ojiva atómica metida en el culo) lo indujo a ver la vida de otras maneras. Durante todos sus años de estancia norteamericana el polaco hebreo-cubano había cargado en silencio y con pesar con el fardo de una culpa ajena del cual no había podido desprenderse. Pero ante la perspectiva más que posible de la muerte, decidió al fin compartirla con su hijo.
Según le contaría a Elías, Daniel Kaminsky estaba seguro de que su buen tío Joseph, muerto más de veinte años atrás en su casita habanera del barrio de Luyanó, se había ido del mundo convencido de que su sobrino había matado al hombre que estafara a sus padres y los devolviera al infierno europeo de 1939. Sabía que su antiguo amigo Roberto Fariñas se había distanciado de él, más que por inexistentes diferencias políticas o por la lejanía sideral abierta por la geopolítica sobre el estrecho de la Florida, por la convicción de que era un asesino despiadado. Incluso su querida Marta, aunque había decidido, aceptado, querido creerle, en el fondo de su corazón nunca le había creído. Y por eso, ante el diagnóstico de los oncólogos, se había lanzado a confesarse ante su hijo, para aliviarse él mismo de ese lastre y, de paso, sustraerle al joven la posibilidad, improbable pero no descartable, de tener que recibir aquel fardo, algún día, por un conducto menos propicio.
—En el hospital, mientras se recuperaba de la operación, me contó toda esta historia… Mi madre pasaba el día con él. Yo, las noches. Como no se podía sentar, yacía de lado, con la cara muy cerca de mí, que me sentaba en un butacón. Habló cinco, seis noches, no me acuerdo bien. Hablaba hasta rendirse. Empezó desde el principio, disfrutando con aquella descarga, y me acuerdo de cómo se me fue construyendo en la cabeza una imagen de la vida de mi padre que hasta ese momento no tenía. Como un cuadro al que se le van dando colores y los contornos se van perfilando hasta tomar formas… Antes de esas conversaciones, a veces por falta de tiempo, otras por mi desinterés o por sus miedos, o por unos años de mucha incomunicación entre nosotros, en realidad yo no conocía los detalles de su vida y no me interesaba demasiado saber nada de Cuba. Creo que como la mayoría de los hijos, ¿no? Él empezó contándome lo que había sido la vida de la familia en Cracovia y en Berlín, antes de la guerra, en la época de los pogromos y el miedo metido en la sangre… Su obsesión con el tema de la obediencia y la sumisión, las opciones del albedrío. Luego cayó en el descubrimiento de La Habana y su vida miserable en el solar de Acosta y Compostela, los amigos que fue ganando, la fe que fue perdiendo. Todo eso para mí era una mancha oscura, a veces páginas de algún libro de historia, y de pronto se me convirtió en una vida muy cercana a la mía. La historia del Saint Louis y los primeros años de mi padre en Cuba, que iban de la tragedia y el dolor a la alegría y los descubrimientos. Las razones de su renuncia al judaísmo y hasta a la condición de judío… Su descubrimiento del sexo y la obsesión erótica por las mulatas saxofonistas de los cafés de El Prado… Todo aquello me lo fue entregando. Y al final me contó la historia del plan y de lo que ocurrió el día que iba a matar a Román Mejías. Todo lo que yo te he contado en estos días —dijo Elías Kaminsky, sin dejar de tirar suave pero repetidamente de su coleta, como siempre que entraba en temas escabrosos. El pintor dejó por un momento su pelo y encendió uno de sus Camel, de los cuales parecía haber traído una abundante provisión, y añadió—: Tú tienes el derecho a no creerle. Incluso tienes razones, igual que las ha tenido Roberto Fariñas, como las tuvo mi madre, como pudo tenerlas el tío Joseph. Pero yo tengo una razón mayor para aceptar lo que me dijo: si era posible que el cáncer lo pudiera matar y si por su voluntad me había contado lo bueno y lo malo de su vida, sus miedos y sus decisiones de negar todo lo que había sido y liberar su alma de algo que lo oprimía y la decisión bastante hipócrita de volver al redil sin entregar su conciencia…, ¿por qué coño me iba a mentir en lo de Mejías si, por lo que ese hijo de puta le hizo a su familia y sabe Dios a cuántas otras gentes, se merecía que lo mataran mil veces?