ELÍAS Kaminsky también lloró. Un par de lagrimones incontenibles corrieron por sus mejillas antes de que el mastodonte de la coleta tuviera tiempo de cortarles el paso y evitar que otros les siguieran. Para ayudarse en aquel propósito, se sometió a una respiración profunda de humo cargado de nicotina.
Mario Conde supo contener sus ansias y guardó un conveniente silencio. Aquel Parque de Santos Suárez, a medio camino entre la casa de Tamara y la que ocuparan por unos años Marta Arnáez y Daniel Kaminsky, estaba milagrosamente bien iluminado, tratándose de la ciudad de los parques tenebrosos y las calles en tinieblas. Conde había escogido ese parque como sitio propicio para la conversación pues, frente a uno de sus ángulos, se hallaba el edificio del colegio en el cual Marta Arnáez había hecho sus prácticas docentes mientras estudiaba para obtener su título de maestra normalista. Pero también porque le gustaba el lugar y le evocaba muchas historias amables del pasado, un tiempo remoto en el cual, a veces hasta sentado en ese mismo banco de aquel mismo parque, atravesó unos años marcados por amores y desamores, fiestas y juegos de pelota, ilusiones de escribir y desengaños traumáticos, siempre en compañía de sus viejos colegas, incluido el ausente Andrés que desde el más allá geográfico le había enviado al hombre que intentaba no llorar mientras evocaba los momentos más escabrosos de la vida cubana de su padre, el ex judío polaco Daniel Kaminsky, compulsado a matar a un hombre.
Cuando Elías pareció recuperar la compostura, Conde no esperó más y se lanzó al ataque.
—Te imaginarás que no entiendo un carajo… Por fin, ¿lo mató o no lo mató?
Ahora Elías trató incluso de sonreír.
—Disculpa, es que soy muy llorón… Y esta historia de mierda… Bueno, por eso estoy aquí.
—No hay nada que disculpar.
El pintor trató de recuperar el aliento. Cuando lo creyó posible, habló.
—Me dijo que no, que él no lo había matado. Cuando escapó de allí, sin saber todavía lo que había pasado, tenía tanto miedo que tiró la pistola de Pepe Manuel en un río… Claro, el Almendares, como el equipo de pelota. Ya él sabía que nunca podría matar a aquel tipo, me dijo. Se odiaba a sí mismo por sentirse un cobarde…
—¿Pero qué pasó con Mejías?
Elías miró directamente a Conde, pero se mantuvo en silencio por unos dilatados segundos.
—Esa mañana lo mataron… —dijo al fin—. Las luces que mi padre vio eran de verdad de un auto de patrullas, porque una hora antes la criada había descubierto el cadáver de Román Mejías en la sala de la casa…
Conde movió la cabeza, negando algo recóndito pero evidente que necesitó refrendar con palabras.
—No, no puede ser…
—Lo mismo pienso yo… Pensé —se rectificó Elías—. Lo mismo pensaba Roberto Fariñas. Y mi madre… ¿Quién se va a creer que el día en que él había decidido matar a ese hijo de puta viniera alguien, se le adelantara una hora, matara a Mejías y se robara el cuadro de Rembrandt? Difícil de tragar, ¿no?
—Sí, está duro eso…
—Hay algo que no encaja y siempre me hace dudar —empezó Elías—. Lo del revólver de Pepe Manuel es cierto. Mi madre lo vio. Él lo tenía… Si tienes una pistola o un revólver, ¿no es más fácil matar a un tipo de un par de tiros que enredarte con él, inmovilizarlo y luego cortarle la garganta con un cuchillo? ¿Un tipo que además podía estar armado?
Las preguntas golpearon a Conde, que se había acomodado en la lógica de la historia, luego de haber visto él mismo la película proyectada desde la mente de Daniel Kaminsky a través de las palabras de su hijo.
—¿Lo degollaron?
—Así fue como lo mataron. Lo degollaron de una manera que casi le arrancaron la cabeza… Había sangre por todas partes…
—¿Como Judit a Holofernes?
Elías miró hacia un lado antes de responder.
—Sí, como mi padre se imaginaba la rebeldía hebrea de Judit, como en su imaginación veía salvarse a su hermana, también Judit…
Conde negó con vehemencia.
—Ahora no entiendo dos carajos… o tres. —El Conde agregó uno más para completar su incapacidad de discernimiento. Entendía, por supuesto, que un hijo levantara los valladares más ilógicos para no permitirse creer que su padre hubiera asesinado a un hombre, incluso por los motivos más justificados. Lo que de ningún modo encajaba era que ese mismo hijo viniese desde el fin del mundo, por su propia voluntad, a revolver la mierda ante un desconocido solo para buscar un apoyo que, a todas luces, no necesitaba, pues le creía o quería creerle a su padre. Y que por ese apoyo innecesario hasta le pagara. No, la lista y el billete no jugaban en aquella partida en la cual, para más ardor, se ponían en el teatro de la realidad escenas de los mitos bíblicos y la pintura barroca, más el supuesto desinterés por los dos millones de dólares que podía implicar la recuperación del cuadro de la discordia—. A ver, explícame bien qué pasó… Se me debe de estar endureciendo el cerebro…
—A Mejías le amarraron las manos a la espalda, le metieron un pañuelo en la boca y lo desnudaron. Luego lo mataron de un tajo tremendo en el cuello. Pero antes lo habían cortado por varias partes, los brazos, el estómago, más abajo… Parece que fue algo terrible, con mucho ensañamiento… Al principio se habló de que habían sido unos revolucionarios, porque Mejías era un funcionario del Gobierno. Pero esa forma de matar… Más parecía de un ladrón al que habían sorprendido en la casa y que lo amarró primero, lo torturó para saber algo, dónde guardaba el dinero, y al final lo mató para poder huir o por miedo a que Mejías lo reconociera. Muchos ladrones no tienen intención de matar a nadie, y solo lo hacen si no les queda otra alternativa. Aunque lo de Mejías era demasiado…, hasta el pene… Claro, al Gobierno y a la policía les resultaba más rentable que pareciera una venganza política, eso demostraba lo que podían hacer aquellos revolucionarios en su desesperación y con su falta de escrúpulos. Y como por alguna razón casi no se habló del cuadro robado, esa fue la teoría que más se difundió…
—Tengo que preguntarle al Conejo si él conocía esta historia. Yo no la había oído nunca…
—Si mi padre no fue quien mató a Mejías —siguió Elías—, al menos él sí sabía bien que aquello no debía tener relación con los luchadores clandestinos que estaban en la ciudad. Si iban a matar gentes, tenían a muchos otros para matar antes que a Mejías, que incluso los había servido en casos como el de Pepe Manuel. A menos que hubiera engañado a alguno, ¿no? El caso es que no encontraron huellas ni otras pistas y nunca se supo quién había matado a Mejías. Mi padre me dijo que, para él, el asesino había sido un ladrón sorprendido por Mejías…
—Sí, todo eso está muy bien. Pero, por ahora, yo no me lo creo, la verdad.
—Parece que Roberto Fariñas tampoco se lo creyó nunca. Ya te dije, él también sabía que no habían sido los revolucionarios. Porque él era uno de ellos, ¿no? Dos meses después entraría en una célula de luchadores clandestinos, de los que hacían «acción y sabotaje», como decían ellos.
—Sí, ya sé… ¿Y tu madre?
—¿Qué iba a decir ella? Decía que estaba convencida de que habían sido unos ladrones. Tenía que parecer convencida…, aunque en el fondo no lo estuviera.
—¿Y tú qué crees? Por favor, dime la verdad… —Conde necesitaba tocar fondo, procurarse un punto de apoyo para luego continuar braceando.
—Yo no tengo la claridad que hace falta para discernir en este asunto. Yo nada más sé esta historia, la que él me contó… Desde que era un muchacho empecé a olerme que había algo oscuro en el pasado de mi padre, aquí en Cuba, pero no tenía idea de lo que podía ser. Hasta que un día, hace como veinte años, él por fin me contó esta historia. Y me la contó porque quiso. O porque se asustó por lo del cáncer de próstata… Aunque siempre hubo algo raro en todo ese cuento de la salida de mis padres de Cuba en el cincuenta y ocho, la verdad es que a mí ni se me hubiera pasado por la cabeza venir aquí y preguntarle a Roberto Fariñas si él sabía algo del pasado de mi padre que…, por años pensé que se había ido de Cuba por algo relacionado con Pepe Manuel.
—¿Y qué pasó con Pepe Manuel?
El pintor miró a Conde, como si quisiera prepararlo para la respuesta:
—El mismo día que mataron a Mejías, Pepe Manuel se mató en Miami…
Conde sintió cómo su mente daba dos pasos atrás para asimilar el mazazo.
—¿Se mató? ¿Se suicidó?
—No, no, fue un accidente cargando un revólver. O eso se supone que haya sido. Se dio un balazo en el cuello.
—¿El mismo día…?
—El mismo día —ratificó Elías Kaminsky—. Al amanecer…, casi a la misma hora.
Conde, que se había olvidado de fumar, encendió uno de sus cigarros. La acumulación de coincidencias, incongruencias, de soluciones fortuitas o forzadas de aquel relato lo estaba desbordando. Casi sentía, incluso, cómo corría el jugo de sus elucubraciones por los bordes de su pobre cerebro aguado y envejecido.
—¿Y el dichoso cuadro? —preguntó Conde con sus últimos destellos de lucidez.
—Pues no sé, y ese es el mayor misterio de todo este lío. Vamos a ver: si mi padre hubiera matado a Mejías y se hubiera llevado el cuadro… ¿Dónde coño estuvo metido hasta ahora? ¿Cómo es que otras gentes lo llevaron a Londres para venderlo? ¿Cómo es que esas personas tenían los certificados que pidió mi abuelo en Berlín en 1928 y que debieron de venir con él en el Saint Louis?
—¿Tú dices que no se habló del robo del cuadro? ¿Para que pareciera una venganza política?
—Mi padre me dijo que casi no se habló del robo. Quizás para alimentar la teoría de la venganza política. Yo revisé los periódicos de 1958 donde salió lo del asesinato de Mejías y es verdad: el primer día se habla de un cuadro perdido, pero no se dice que fuera de Rembrandt. Y un Rembrandt robado siempre ha sido algo muy serio…
—¿Entonces no se sabe si el que lo mató se robó o no el cuadro?
—Yo diría que no… Que no se robó el Rembrandt.
Conde sonrió, vencido por el tumulto de contradicciones.
—Elías, este es el momento en que nos montamos en tu carro, me dejas en mi casa y te vas, para yo poder pensar. ¿Te das cuenta de lo enredada que está esa historia de tu padre? ¿De que como me la cuentas nada tiene pies ni cabeza?
—Acuérdate de que, mal que bien, soy judío… No te voy a regalar cien dólares todos los días para que me oigas hablar tonterías. Por lo enredada que está necesito tu ayuda.
—Claro… Pero, vuelvo a preguntarte, ¿qué es exactamente lo que tú quieres saber? Y discúlpame si insisto en esto: ¿lo que quieres saber te va a ayudar a recuperar ese cuadro que ahora vale más de un millón doscientos mil dólares?
Elías Kaminsky miró hacia los confines del parque, a través de los troncos rugosos de las casuarinas y los follajes de los falsos laureles. Aun en aquel sitio el calor de septiembre se sentía como un vapor envolvente y Conde descubrió la frente del pintor húmeda por el sudor.
—Quiero saber si mi padre me engañó y me dijo que no mató a ese hombre y en realidad lo hizo, algo que yo entendería. Ya sé que no es fácil confesar que uno mató a alguien, aunque fuera un hijo de puta como ese tal Mejías. Pero sé que mi madre se murió pensando que sí, que él había matado a ese hombre. Al final ella misma me lo dijo, en el funeral de mi padre… Y según sé, su amigo Roberto Fariñas pensaba igual. Pero yo quiero dudar. No, mejor dicho, quiero creerle. Sobre todo desde que el cuadro de Rembrandt apareció en Londres. Porque si mi padre mató a ese hombre, con todas sus razones para hacerlo, él tenía que haberse llevado la pintura. No podía dejar de hacerlo… Era la memoria de su familia, ¿no? Era hacer justicia… Pero alguien que no fue él se quedó con el cuadro y ahora mismo no creo que el asesino de Mejías, sea quien haya sido, se hubiera llevado ese día el original de Rembrandt… Aunque después de pensarlo mucho estoy por creer que la pintura que estaba en la sala sí se la llevaron…
—¿Se la llevaron o no se la llevaron? —gritó Conde, para lamentar de inmediato el exabrupto.
—Quiero decir que creo que sí, se la llevaron, pero no era el original, como sospechaba Roberto. Todas las pinturas que estaban en la sala de Mejías eran muy buenas copias y el que se llevó la cabeza del judío pensó que era un original. Pero la auténtica debió de quedarse en la casa de Mejías, escondida. ¿Me entiendes ahora? Si esto fue lo que pasó, para la familia de Mejías era mejor ni hablar del robo, no mencionar a Rembrandt y dejar que la policía insistiera en el asesinato político. Además, eso explicaría lo que tal vez pasó con el Rembrandt auténtico: que una de las hijas de Mejías, o no sé quién cercano a la familia, lo sacó de Cuba en algún momento, con los documentos de autenticación de mi abuelo. Luego, la persona que sacó el cuadro de Cuba se lo vendió a alguien, quizás el mismo vendedor que ahora pretendía subastarlo en Londres. ¿Es mucha casualidad que saliera a subasta después de que murieran mis padres…? Hace dos meses, cuando fui a Londres, yo vi las copias de aquel certificado. No hay dudas de que es el que obtuvo mi abuelo Isaías en Berlín en 1928, el mismo papel que Mejías le enseñó al judío Hajdú, el de la Fotografía Rembrandt… En fin, Conde, lo que yo quiero saber es la verdad sobre mi padre, sea cual sea esa verdad. Quiero saber quién se quedó con el cuadro que pudo haber salvado a mi familia y medró o pretende medrar con él. Y si es posible, también quiero hacer justicia y recuperar esa pintura que por trescientos años les perteneció a los Kaminsky. Y no tengo dudas de que es aquí en Cuba donde están las claves de esta historia. Y nada más cuento contigo para poder conseguirlo… Como ves, lo que quiero saber no me va a ayudar a recuperar el Rembrandt. Pero puede ayudarme a recuperar la memoria de mi padre, quizás a hacer justicia…
Conde aplastó en la losa de cemento la colilla de su cigarro. Respiró hondo y dirigió la vista hacia los confines del parque, donde se extendía la oscuridad más impenetrable. Tuvo en ese instante la sensación de que, en realidad, miraba dentro de su mente y solo veía un caos de fragmentos inconexos bailando en las tinieblas.
—¿Por qué no habías venido nunca a Cuba si eres un poco cubano?
Elías sonrió por primera vez en mucho rato.
—Precisamente por eso… Soy un poco demasiadas cosas para alimentarlas todas. Como viajar a Cuba siempre ha sido complicado, fue lo más fácil de posponer —dijo. Ya sin sonreír agregó—: Y porque hasta ahora preferí no menear la historia que me contó mi padre. Pero lo de la subasta…
—Eso lo entiendo —dijo Conde—. Ahora ayúdame a ver si entiendo otras cosas. Aceptemos que tu padre no mató a Mejías… ¿Está bien…? Bueno, ¿y por qué entonces salió huyendo de Cuba un mes después?
—Por miedo… El mismo miedo que le hizo botar el revólver. Me dijo que cuando supo lo de la muerte de Mejías se puso como loco. De miedo. Se sintió un cobarde… Entonces empezó a pensar lo que no había pensado. Por ejemplo, que el viejo Hajdú dijera algo de sus averiguaciones sobre el cuadro. O que su amigo Roberto, sabiendo lo que sabía, lo delatara… Eran cosas tan absurdas que mi madre llegó a creer que habían huido porque de verdad él había matado a ese hombre.
—Yo hubiera pensado lo mismo…
—¿Y por qué no se llevó el cuadro?
Conde vio una luz y disparó hacia ella.
—¿Y si mató a Mejías, se llevó el cuadro falso y lo botó cuando se dio cuenta del engaño?
—También he pensado mucho en esa posibilidad… ¿Y por qué no usaría el revólver y lo mataría con un cuchillo?
—Ojo por ojo, ¿no? Para hacerlo sufrir… Para hacerlo como lo hizo Judit… —Conde barajó posibilidades.
—¿Y por qué me contaría una historia que no tenía por qué contarme, solo para decirme una mentira? No, no estaba obligado a contarme nada.
Aunque estuviera de espaldas a las cuerdas, Elías Kaminsky no se daba por vencido. Conde optó por sonarle la campana.
—Elías, ¿tú quieres que alguien escarbe un poco y te diga, para tu tranquilidad espiritual, que tu padre no mutiló y mató a un hombre?
El pintor negó enfáticamente con la cabeza.
—No, Conde, te equivocas. Yo creo, estoy seguro, de que él no mató a Mejías. Pero quisiera tener una certeza definitiva y también saber qué pasó con el cuadro de Rembrandt. Yo no puedo quedarme con los brazos cruzados mientras alguien se hace millonario con lo que les costó la vida a tres familiares míos… Y si buscando esa verdad aparece que mi padre cometió un crimen, pues también eso me sirve para mi tranquilidad de espíritu, como tú le dices. Porque entendería lo que él hizo. Y por eso que pudo haber hecho, yo siempre lo voy a perdonar, con todo lo terrible que fue. Lo que no le perdonaría es que nos hubiera engañado, a mi madre y a mí.
Conde suspiró.
—Tú mismo me has dicho que hay cosas que es mejor no menearlas…
—O que debemos menearlas. Si no se caen, mejor. Y si se caen, pues a joderse… Lo que quiero, necesito, es la verdad. Por todo lo que te he dicho.
—¿La verdad? Pues la verdad es que ahora mismo yo no sé cómo ayudarte… Pero si llegamos a saber algo y con ese algo puedes recuperar el Rembrandt, ¿qué vas a hacer con ese cuadro?
Elías Kaminsky miró a su interlocutor.
—Si recupero la pintura, creo que la voy a donar a algún museo, no sé a cuál, quizás a uno que hay en Berlín sobre el Holocausto. Por la memoria de mis abuelos y mi tía. O a la casa de Rembrandt, o mejor al museo judío de Ámsterdam, por la memoria de ese sefardí que llevó la pintura a Polonia y nadie sabe quién fue ni qué carajo hacía metido en medio de aquellas matanzas de judíos… Todavía no sé qué haría, porque es bastante improbable que la recupere. Pero eso es lo que haría. No quiero ese cuadro para mí, por muy Rembrandt que sea, y menos el dinero que se le puede sacar, por tentador que sea…
—Suena bien —dijo Conde, tan dado a las soluciones románticas e inútiles, luego de sopesar unos instantes los sueños del pintor y de calibrar los posibles destinos propuestos para aquel retrato de un joven judío demasiado parecido a la imagen cristiana del Mesías—. Vamos a ver qué se puede hacer…
—¿Entonces vas a ayudarme?
—¿Quieres saber la verdad?
—¿Sobre mi padre?
—Sí, claro, está la verdad sobre tu padre… Pero ahora yo hablaba de mi verdad.
—Si me la dices…
—Pues la mitad de mi verdad —comenzó Conde— es que no tengo nada mejor en que perder mi tiempo y tratar de encontrar las razones de historias como esta es algo que me gusta hacer. La otra mitad es que me vas a pagar mucho por hacerlo y, tal como estamos este país y yo, mira, no se puede despreciar un dinero así. Y la tercera mitad de la verdad es que tú me caes bien. Con todas esas mitades se arma una verdad bastante grande y buena. Y se mejora incluso con el presentimiento de que vamos a llegar a algún lado… Aunque antes tengamos que caminar bastante, ¿no? Por cierto, ya que vamos a seguir en esto…, ¿podrías adelantarme algo de mi paga? Es que estoy en la fuácata.
—¿Fuácata?
—Inopia, pobreza, penuria… Sí, en la fuácata. Como Rembrandt cuando le quitaron su casa con todo lo que tenía dentro…
La mañana del 14 de junio de 1642, Ámsterdam disfrutó de uno de los días más espléndidos de sus breves y apenas templados veranos. Aquella luz de plata, siempre perseguida por sus pintores, matizada por los reflejos del sol en el mar y los canales que atraviesan y envuelven la ciudad, se regocijaba en su encuentro con los jardines, canteros y tiestos donde, alentados por el calor y la luminosidad, se desplegaban orgullosos los muy cotizados tulipanes que, desde su arribo a la urbe más rica del mundo, competían por alcanzar los más insólitos tonos de la escala cromática.
Pero aquel día Rembrandt van Rijn, natural de Leiden, pintor y miembro reconocido por la Guilda de San Lucas de Ámsterdam desde 1634, no tuvo ojos para apreciar aquel espectáculo prodigioso de luz y color. Ataviado con un traje negro, botas altas y sombrero también oscuro, había hecho el trayecto desde su casa, en el número 4 de la Jodenbreestraat, la Calle Ancha de los Judíos, hasta la gótica Oude Kerk, más allá de la plazoleta y el mercado de De Waag. Rembrandt seguía el paso fúnebre de la modesta carroza en la cual viajaban los restos de quien había sido su esposa y musa más recurrida, Saskia van Uylenburgh. Junto al pintor, como si aquellas compañías revelaran la esencia de su carácter heterodoxo, abrían el desfile tres de sus mejores amigos: uno era Cornelius Anslo, predicador calvinista de la secta de los menonitas; otro, Menasseh Ben Israel, ex rabino judío y experto cabalista; y el tercero, el católico Philips Vingboons, el más solicitado y exitoso arquitecto de la ciudad.
Luego de dichas las oraciones fúnebres, mientras los enterradores depositaban el cadáver de Saskia van Uylenburgh en el osario de la Oude Kerk, Rembrandt van Rijn lloró con todo su desconsuelo. La enfermedad de la joven había sido dilatada, devastadora, y aunque Rembrandt sabía que el estado de su tisis era irreversible, por largos meses había confiado en que se produjera algo similar a un milagro: tal vez entre Dios y la juventud de Saskia podrían conseguir la inopinada recuperación. Pero dos días atrás todo había terminado, incluso los sueños y la fe en los milagros, y el hombre no podía hacer otra cosa más que llorar.
Esa misma tarde, mientras en la soledad de su estudio observaba el gigantesco e insólito retrato de grupo de La compañía del capitán Cocq, que solo esperaba por unos retoques para salir hacia los lujosos salones del Kloveniersdoelen, sede de la exclusiva sociedad de arcabuceros, el pintor se juró que nunca más lloraría. Por ningún motivo. Porque solo había una razón capaz de volver a provocarle el llanto: la muerte de Titus, el único de sus cuatro hijos con Saskia que había sobrevivido. Y Titus no moriría, al menos antes que él, como lo exigía la ley de la vida. Y si la vida lo obligaba a ver morir a Titus, en lugar de llorar, maldeciría a Dios.
Aquel hombre tocado por el genio, premiado con el espíritu de la inconformidad perenne, perseguidor incansable de la libertad humana y artística, aunque golpeado por más fracasos y frustraciones de las que se merecía su paso por el mundo, pudo mantener por años su promesa, hasta que la vida volvió a sacudirlo, con una fuerza mezquinamente empeñada en derribarlo. Entonces Rembrandt van Rijn, tan agotado, no tuvo fuerzas para cumplir el juramento que se hiciera a sí mismo. Antes de morir, Rembrandt tendría que llorar otras cuatro veces.
Porque Rembrandt lloró la tarde de 1656 en que, vencido por las presiones de sus acreedores, debió declararse en bancarrota y abandonar su querida casa del número 4 de la Jodenbreestraat, mientras los miembros del Tribunal de Insolvencias Patrimoniales hacían el inventario de todas sus pertenencias, obras, objetos, recuerdos acumulados durante años, para ser rematados en subasta pública y entregar los beneficios a los deudores.
Volvería a llorar la noche de 1661, cuando los jerarcas del ayuntamiento de Ámsterdam, sin pagar un centavo por el trabajo solicitado, rechazaron, por considerarla inapropiada, áspera, incluso inacabada, su pieza La conjura de los bátavos bajo Claudius Civilis, aquella obra maestra dedicada a celebrar el mítico nacimiento del país en tiempos del Imperio Romano y capaz, por sí sola, de revolucionar y adelantar dos siglos la pintura del XVII. Tal era la sequía de encargos a que lo habían condenado por considerarlo un artista fuera de moda y tosco en sus realizaciones, que los últimos cinco años apenas había recibido un par de encargos: La lección de anatomía del doctor Deyman (un mal remedo de la dedicada al doctor Tulp) y Los síndicos de los pañeros. Por ello, urgido a sacar algún dinero a la obra rechazada, el pintor tomó la terrible decisión de cortar el lienzo maravilloso para tratar de vender al menos el fragmento en donde aparecen tras una copa de vidrio tres personajes fantasmagóricos, de cuencas oculares oscuras, como vacías: la única parte de la pieza que sobreviviría y que habría bastado para inmortalizar al pintor. A cualquier pintor.
El hombre volvería a llorar el 24 de julio de 1663, cuando puso en una tumba de la Westerkerk al cadáver de Hendrickje Stoffels, la mujer que lo había acompañado por casi veinte años, le había dado amor, una hija, un modelo para algunos de sus cuadros más hermosos y atrevidos y, sobre todo, había obrado el milagro de hacer que volviera a reír, y tantas veces como él nunca pensó que habría sido posible.
Y, ya cuando no le restaban fuerzas ni para maldecir a Dios, tendría que llorar el 7 de septiembre de 1667, cuando, contra natura, vio morir a su hijo Titus, a quien le faltaron quince días para llegar a los veintisiete años de edad. Tanto lloró aquella muerte que, apenas un año después, él también moriría, lamentando el macabro retraso del Creador. Pues si la justicia divina existía, debió habérselo llevado a él unos años antes para evitarle, al menos, las dos últimas razones que tuvieron sus lágrimas.
Si los más devastadores eventos que le provocarían el llanto luego de haberse hecho aquella promesa en 1642 fueron la muerte de la amable Hendrickje y de su amado Titus, el más dramático debió haber sido la mutilación de la que parece haber sido la más explosiva y atrevida de sus creaciones, más, mucho más incluso que La compañía del capitán Cocq, que se convertiría en una de las obras más célebres de la historia del arte mundial con el nombre impropio de La ronda nocturna. Porque aquel día Rembrandt había llorado también por la muerte de la libertad.
En cambio, el más vulgar, mezquino, agresivo y lamentable de sus motivos de llanto fue el de la expulsión de su casa por falta de pagos y la amputación de su memoria por la pérdida de los pequeños y múltiples tesoros de los cuales se había hecho acompañar en su vida: objetos exóticos venidos de todos los rincones del mundo conocido, piedras, caracolas, mapas y recuerdos de los cuales él solo sabía la razón por la cual habían llegado a su casa y permanecido allí. También debió entregar al remate la colección de grabados y aguafuertes de Andrea Mantegna, los Carracci, Guido Reni y José de Ribera, grabados y xilografías de Martin Schongauer, Lucas Cranach «el Viejo», Alberto Durero, Lucas van Leyden, Hendrick Goltzius, Maerten van Heemskerck y flamencos y coetáneos como Rubens, Anton van Dyck y Jacob Jordaens; perdió las xilografías realizadas a partir de Tiziano y tres libros impresos de Rafael, así como diversos álbumes estampados por los grabadores nórdicos más conocidos. Rembrandt tuvo que entregar a los buitres del Tribunal de Insolvencias, incluso, sus propios tafelet, aquellos cuadernos de apuntes pictóricos que tan populares y recurridos se habían hecho entre los artistas del país.
—Dicen sus biógrafos que Rembrandt, usando una capucha para no ser reconocido, asistió al primero de los remates públicos de sus pertenencias. Aseguran que desde un rincón del salón principal del hotel Keizerskroon, en la Kalverstraat, mientras observaba la desanimada puja por los objetos que formaban parte de su vida, aunque tuvo sobrados motivos para llorar, esa vez Rembrandt logró contenerse… El pobre hombre estaba en la inopia, en la fuácata… Lo jodido es que solamente con el precio que hoy tiene su tafelet, hubiera podido comprarse cinco casas como la que había perdido. —Elías Kaminsky tiró un par de veces de su coleta y al fin puso en marcha su turismo, que avanzó por las calles oscuras de La Habana, la ciudad en la que su padre había sido más feliz y más desdichado.
La última vez que se habían sentado a beber whisky en el antiguo despacho del doctor Valdemira habían tocado, entre otros, el fondo de una botella de un Ballantine’s de reserva que, sin saberlo aún, les había dejado en herencia el ya difunto Rafael Morín, hasta ese instante creído vivo y, por ende, aún marido oficial de Tamara. Aquellos tragos olorosos a madera y de un dorado intenso los habían ayudado a derribar las últimas inhibiciones de ella y prevenciones policiales de él, a impulsar sus enquistadas ansiedades humanas y sus deseos más animales. Con el gusto del Ballantine’s en la boca se habían ido a la cama, para que él cumpliera su más viejo y persistente sueño erótico y ella la liquidación de una pesada dependencia marital en trance de asfixiarla. Ambos habían sentido cómo el acto de acoplamiento, demasiado nervioso a pesar del alcohol, implicaba mucho más que una resolución física. Entrañaba, entrañó, toda una liberación espiritual que la revelación de la muerte de su marido terminó de sellar[3].
Desde entonces sus vidas habían comenzado a cambiar, en muchos sentidos: una liberación fue conduciendo a otra y, mientras ella al fin se encontraba a sí misma y se convertía en un ser individual, con capacidad de ejercitar su albedrío sin la persecución de la sombra opresiva de Rafael Morín, él había comenzado a alejarse de lo que había sido durante demasiados años y, justo nueve meses después, renacería, cuando abandonó la policía y todo cuanto aquella pertenencia implicaba.
También desde aquella época el país donde vivían había cambiado, y mucho. La ilusión de estabilidad y futuro se hundió tras la caída de muros y hasta de Estados amigos y hermanos, y de inmediato llegaron aquellos años oscuros y sórdidos de principios de la década de 1990, cuando las aspiraciones se redujeron a lograr la más vulgar subsistencia. La inopia colectiva, la fuácata nacional… Con la escabrosa recuperación posterior, el país no pudo volver a ser el que había pretendido ser. Del mismo modo en que ellos ya no podrían serlo. El país fue más real y más duro, y ellos se tornaron más desencantados y cínicos. Y también se hicieron más viejos, se sintieron más cansados. Pero, sobre todo, se habían alterado dos percepciones: la que el país tenía de ellos, y la que ellos tenían del país. Supieron de muchas maneras que el cielo protector en el cual les habían hecho creer, por el que habían trabajado y sufrido carencias y prohibiciones en aras de un futuro mejor, se había desarbolado tanto que ya ni siquiera podía protegerlos del modo en que se lo habían prometido, y entonces ellos miraron con distancia hacia un territorio desgajado e impropio y se dedicaron a cuidar (es un decir) de sus propias vidas y suertes, y de las de sus seres más entrañables. Aquel proceso, a primera vista traumático y doloroso, fue, en realidad y en esencia, liberador, de parte y parte. Por el lado de ellos se introdujo la certeza de saber que al fin y al cabo estaban mucho más solos, pero también el beneficio de sentir a la vez que eran más libres y dueños de sí mismos. Y de sus inopias. Y de sus faltas de expectativas por un futuro que, para hacerlo todo más sombrío, sabían peor.
La lucha por sobrevivir en la cual se habían empeñado a lo largo y ancho de esos años, casi veinte, había sido tan visceral que en muchas ocasiones solo aspiraron a deslizarse del mejor modo posible sobre la turbia espuma de sus días. Y llegar al siguiente. Y empezar de nuevo, siempre de cero. En aquella guerra a vida o muerte se endurecieron y debieron olvidarse de códigos, gentilezas, rituales. No hubo tiempo, espacio ni posibilidades para las exquisiteces de la nostalgia, solo para capear la Crisis, que Conde siempre evocaba así, con mayúsculas. Pero cuando el olvido se creyó vencedor, muchas veces la memoria, con su inconcebible capacidad de resistencia, había salido a flote moviendo su pañuelo blanco.
Antes de llegar a la casa de Tamara, Conde había hecho una importante escala, ya con el propósito muy acariciado de festejar la capacidad de resistencia de la memoria y de repetir un rito fundador. Con los dineros ganados había comprado una botella de whisky, cuadrada, de etiqueta sobria y negra. Con aquella botella en una mano, la bandeja con los mejores vasos y el hielo en la otra, Conde había abierto la marcha hacia el antiguo despacho del padre de Tamara, donde ya funcionaba a todo motor el aire acondicionado, con su ronroneo apacible, satisfecho de su victoria sobre el calor de la noche de septiembre.
Sentados en los envolventes sillones de cuero gastado por los usos, junto a una chimenea que jamás había visto arder un fuego, Mario Conde y Tamara Valdemira probaron sus tragos como si no hubieran transcurrido veinte años desde la última vez que lo hicieran en aquel sitio y con whisky, pero conscientes de que había pasado ese tiempo dilatadísimo desde aquella noche liberadora. Y se reconocieron dichosos, pues, a pesar de todos los pesares, ellos seguían allí, y en compañía.
Afuera comenzó a caer una lluvia cruzada de relámpagos. Ellos, a salvo de toda inclemencia exterior, bebieron en silencio, como si no tuvieran nada que decirse, aunque, en realidad, no necesitaban hablar pues ya se lo habían dicho todo. Los años y los golpes los habían enseñado a disfrutar a plenitud los instantes en que el goce era posible, para, avariciosos, dejar caer después esa efímera sensación de vida disfrutada en la alcancía de las ganancias indelebles, un recipiente translúcido como la memoria y que siempre se podía quebrar si se avecinaban tiempos peores, en los cuales incluso habría más razones para llorar. Y ellos también sabían que esa era una posibilidad en permanente acecho. Pero ahora estaban allí, tenaces y bebedores, encerrados por propia voluntad entre las murallas levantadas para proteger lo mejor de sus vidas, sus únicas pertenencias inalienables.
Agotado el segundo trago se miraron con intensidad a los ojos, como si quisieran ver algo agazapado más allá de las pupilas del otro, en algún pliegue remoto de sus conciencias. Como si todo lo que representaban uno para el otro estuviera en los ojos. Dejando a un lado las montañas de las frustraciones, los mares de los desengaños, los desiertos de los abandonos, Conde encontró detrás de aquellos ojos el oasis amable y protector de un amor que se le había ofrecido sin exigencias de compromisos. Tamara, tal vez, se topó con la gratitud del hombre, con su asombro invencible ante la certeza de que algo invaluable le pertenecía y lo completaba.
Tomados de la mano, como diecinueve años atrás, subieron las escaleras, entraron en la habitación y, con menos prisas y con más pausas que antes, se refugiaron en la seguridad del amor.
Afuera el mundo se deshacía en la lluvia y las descargas eléctricas, el caos y la incertidumbre que siempre augura la llegada del Apocalipsis. O tal vez de un mesías.