DANIEL Kaminsky pudo sentir cómo el mundo dejaba de girar, con un espectacular frenazo planetario capaz de expulsar todo de su sitio y ponerlo a rodar, a volar por los aires, sacando cada cosa del rincón donde se había acomodado o refugiado. Pero, una vez vencida la inercia, el globo había comenzado a moverse, aunque el joven tuvo la vertiginosa percepción de que lo hacía en sentido contrario, desandando su movimiento de los últimos diecinueve años, como si buscara aquella precisa semana del pasado, olvidada para muchos, dolorosamente vivida por él, allá por los días finales de mayo de 1939, cuando lo obligaron a adquirir la enconada convicción de que había dejado de ser un niño. El destino de aquel retorno era el momento genésico en que aquella tela, en donde se veía el rostro de un joven judío demasiado parecido a la imagen de la iconografía cristiana de Jesús, la misma tela que por tres siglos había acompañado a la familia Kaminsky, se había separado de la custodia de sus padres para, con aquel gesto desesperado, pretender propiciar el acto supremo de darles la vida a tres refugiados judíos: los tres mismos judíos que, rechazados por los gobiernos cubano y norteamericano, poco después serían devorados por el Holocausto, pero siempre, siempre, siempre después de que la pintura hubiera salido de su propicia madriguera y pasara a unas manos que, de algún modo, la habían llevado hasta el lugar de donde ahora pendía, con la mayor impunidad y orgullo.
Roberto Fariñas no pudo dejar de advertir cómo algo más profundo que los resquemores y hasta el miedo con los que habían llegado hasta aquel sitio estaba sacudiendo a su amigo. En voz baja le preguntó si le pasaba algo, pero Daniel Kaminsky apenas movió la cabeza, negando, incapaz de hablar, de pensar, de saber.
La sirvienta de la casa, una lujosa construcción de la Séptima Avenida de Miramar, les había ofrecido asiento en los mullidos sofás forrados de terciopelo azul, ajustados con armonía a la fastuosa decoración del salón, que alcanzaba su punto más refinado gracias a los cuadros colgados de las paredes, que reproducían obras famosas del período de oro del arte holandés. Entre los cuadros, colocado en la mejor pared de la sala como para resaltar el protagonismo que le daba su segura autenticidad y su avasallante belleza, aquella cabeza de un joven judío, firmada con las iniciales de Rembrandt van Rijn, le gritaba su presencia a un pasmado Daniel Kaminsky. La obsesiva contemplación de la pieza a la que se había entregado el joven llamó la atención de Roberto. «Tiene algo extraño ese cuadro, ¿no? ¿Es un retrato de un hombre o una imagen de Jesucristo?» Daniel no respondió.
Román Mejías se presentó unos minutos después. Era un hombre de unos sesenta años y vestía un reluciente traje de dril cien, como si se dispusiera a salir de la casa. Daniel hizo sus cálculos: aquel hombre tendría unos cuarenta años cuando el episodio del Saint Louis, así que bien podía haber sido uno de los que subía y bajaba del barco por su condición de funcionario de Inmigración.
El polaco apenas escuchó el diálogo sostenido entre Mejías y Roberto. Trataba de mirar, sin que su interés pareciera demasiado evidente, la pequeña tela pintada y solo regresó a la realidad cuando su amigo le pidió el sobre con el dinero que Daniel cargaba en el bolsillo interior de su saco. Le entregó el envoltorio a Mejías, como parte inicial del trato: cinco mil pesos para comenzar, otros tantos al recibir el pasaporte. Mejías guardó el envoltorio sin contar el dinero mientras les explicaba que a partir del instante de entrega del documento falso, el beneficiario debía salir de Cuba en una semana como máximo. Él se comprometía a tenerlo listo en diez días. Roberto le alcanzó las fotos de Pepe Manuel, ahora con bigote y gafas de miope, y Mejías preguntó si tenían preferencia por algún nombre. Roberto miró a Daniel, y de algún rincón de la memoria del polaco salió el apelativo: «Antonio Rico Mangual», dijo, pues hacía unos meses había recibido la noticia de que su viejo camarada Antonio, el mulato lavado y de ojos bellos que lo acompañó en sus aventuras iniciáticas en la Habana Vieja, había muerto de tuberculosis en un sanatorio de las afueras de la ciudad. Pero una luz en su mente le hizo añadir, para asombro de Roberto: «Ese es mi nombre. Yo no tengo pasaporte y además no pienso viajar, así que puede usarlo sin problemas». «Me parece bien. Yo me encargo de obtener la inscripción de nacimiento», dijo el hombre y concluyó: «Trato hecho». Mejías extendió la mano hacia sus visitantes. Roberto se la estrechó, pero Daniel se hizo el desentendido para evitar el contacto. «Nos vemos aquí en diez días», añadió el hombre. «Y en la discreción va la vida de su amigo, la de ustedes y la mía. Batista juró matar a todos estos muchachos. Y no va a parar hasta lograrlo.» Cuando Daniel y Roberto se disponían a salir, una fuerza superior a todas sus prevenciones empujó al ex judío. «Señor Mejías, ese cuadro de ahí», señaló la cabeza pintada sobre el lienzo, «¿es de un pintor conocido?» Mejías se volvió a contemplar la pieza, como un padre orgulloso de la belleza de su hija. «Los otros, claro, son reproducciones. Pero ese, aunque no lo crean», dijo, «es una pintura auténtica de Rembrandt, un pintor famoso, más que conocido.»
La vida de Daniel Kaminsky, ya herida por el miedo que se respiraba en el ambiente y sus propias tensiones, cayó desde ese instante en un laberinto oscuro. Sin hablar siquiera con Marta o con su tío Joseph sobre el terrible descubrimiento, dedicó varios días a pensar cuáles eran sus alternativas. En su mente, sin embargo, se había clavado una convicción: aquel hombre, o alguien relacionado con él, había estafado a sus padres. Mejías o quien fuese la persona que le había dado o vendido el cuadro tenía mucha responsabilidad en la muerte de su familia. Y, en cualquier caso, él tenía la obligación de recuperar la pintura, propiedad de los Kaminsky desde los días remotos en que el rabino moribundo se la había entregado al médico Moshé Kaminsky, en una lejana Cracovia asolada por la violencia y la peste.
Con toda la discreción requerida por el caso, Daniel comenzó a investigar la vida de Román Mejías. Todas las precauciones serían pocas, pensó, y así se lo contaría a su hijo Elías: aunque no se tratase de un hombre cercano al círculo de favoritos y amigos de Batista, era un funcionario del Gobierno y, por tanto, un hombre del régimen, y como toda aquella gente, Mejías vivía en estado de permanente alerta. Además, el hombre estaba empeñado en la confección del pasaporte para Pepe Manuel, y esa era la prioridad del momento.
Utilizando argumentos triviales para hacer alguna pregunta, leyendo periódicos viejos, Daniel pudo ir construyendo la existencia del personaje. El dato esencial era que Mejías había sido, en efecto, uno de los funcionarios escogidos por el secretario de Gobernación del presidente Laredo Bru para sustituir a los acólitos del coronel Manuel Benítez en la Dirección de Inmigración, luego de la pelea por los visados vendidos en Berlín. La eventualidad de que fuese uno de los que manejó el caso del Saint Louis resultaba mucho más que posible y se lo demostró un ejemplar de El País del 31 de mayo de 1939, en el cual se publicaba una foto en donde aparecía Mejías, veinte años más joven. En la imagen estaba acompañado por otros dos funcionarios, en el momento en que, recién desembarcados luego de una estancia en el transatlántico, se negaban a dar información a la prensa sobre el comentario de que el Gobierno pedía el doble del dinero ofrecido por el Comité para la Distribución de los Refugiados Judíos. Pero ¿no podía haber sido otro de sus colegas quien se hiciera con el cuadro y, por algún motivo, pasara luego a manos de Mejías? Aunque remota, existía esa contingencia que, tal vez incluso, exculparía a Mejías.
A la primera persona que Daniel debió darle una explicación fue a Roberto Fariñas. Cuatro días después de abrir el trato con Mejías, cuando volvieron a verse, Roberto le preguntó por aquella historia de que se llamaba Antonio Rico Mangual, y por la extraña actitud mantenida durante todo el tiempo que duró la negociación con el personaje y su interés por aquel cuadro que él, ni a palos, se creía que fuese de verdad una obra de Rembrandt, como tampoco las otras colgadas en aquella sala eran de Vermeer o Ruysdael. Por lo que él conocía de pintura, no mucho pero algo, abundó Roberto, a aquella estampa le faltaba algo de la maestría que transmitían todos los Rembrandts, los mayores, los menores, hasta los prescindibles, concluyó. Entonces Daniel Kaminsky, que ya sentía como si se asfixiara por el peso de la revelación y la sospecha con las que cargaba, optó por liberar lastre y contarle la historia a su amigo y su decisión de recuperar lo que le pertenecía. Porque aquella pintura, a pesar del juicio de Roberto, a pesar de ser solo un estudio, sí era un verdadero Rembrandt, con todas sus letras y colores: y él bien lo sabía, dijo, y le mostró al otro la foto del salón familiar de Cracovia. Mientras lo escuchaba, Roberto casi no daba crédito al relato y hasta tuvo la pueril idea de que, apenas obtuvieran el pasaporte, alguien, quizás el mismo tío Joseph Kaminsky con el apoyo del poderoso Brandon, denunciara al funcionario corrupto. De inmediato el joven comprendió el improbable éxito de su idea, pues en la práctica los tipos como Mejías siempre conseguían hurtar el cuerpo a la justicia de un país convertido en una gigantesca componenda de intereses. Pero, como era de esperar, se puso a disposición de su amigo para lo que fuese necesario hacer: lo que fuese, enfatizó. Así había sido y sería siempre Roberto Fariñas, le diría Daniel Kaminsky a su hijo Elías. Así fue, incluso en los tiempos en que la política se había encargado de abrir todas las distancias imaginables entre los antiguos compinches y llenar de resquemores todas las diferencias. En ese instante Daniel solo le pidió a Roberto la mayor discreción, al menos hasta que pudieran sacar de Cuba a Pepe Manuel. Después, ya verían.
Una idea luminosa vino entonces en su ayuda. La tarde anterior al día pactado para la entrega del pasaporte, Daniel salió del mercado, abordó su Chevrolet y se dirigió a su antiguo barrio, en la judería habanera. En la calle Bernaza, entre Obispo y Obrapía, funcionaba desde la década de 1920 uno de los estudios fotográficos más renombrados de la ciudad, el Fotografía Rembrandt. Su propietario original, ya anciano pero todavía lúcido, era el judío Aladar Hajdú, cuyo fanatismo por la obra del maestro holandés era tan notoria que sus conocidos y parroquianos lo llamaban «Rembrandt». No era para nada casual que hubiese escogido el nombre del artista a la hora de bautizar su próspero negocio, en el cual no solo se exhibían fotos de clientes famosos, sino algunas obras de pintores cubanos y varias reproducciones de Rembrandt, encabezada por la que recogía El festín de Baltasar ubicada de tal manera que el personaje bíblico, con el dramático gesto que lo distinguía en toda la abultada historia del arte, indicaba hacia la habitación interior donde se montaba el set para las fotos de estudio.
Daniel pidió ver a Hajdú y se presentó. El anciano, por suerte, conocía a Pepe Cartera y hasta sabía de su estrecha relación con el potentado Brandon. No fue difícil para Daniel que el viejo judío, en cuyos labios siempre había un cigarrillo humeante, le aceptara una invitación a tomar una cerveza en el bar de la esquina, pues necesitaba hablar algo con él. Ya sentados a una mesa, rodeados de todos los ruidos posibles que se generaban en aquel centro neurálgico y apabullante de la ciudad, Daniel le pidió que la conversación que iban a sostener se mantuviese en secreto, por razones que quizás alguna vez podría explicarle. Hajdú, entre curioso y alarmado, no prometería nada hasta haberse enterado de qué se trataba, dijo. «Necesito saber algo, tal vez muy fácil de conocer para alguien como usted», comenzó Daniel, poniéndolo todo en riesgo. «¿Alguien en Cuba tiene un cuadro de Rembrandt?» Hajdú sonrió, y soltó humo, como si se estuviera quemando por dentro. «¿Por qué quieres saberlo?» «Eso soy yo quien no se lo puedo decir. Solo le puedo asegurar que yo he visto uno.» El viejo judío picó el anzuelo. «Román Mejías. Hace años ese hombre vino a verme para saber si una cabeza de Cristo que él tenía era un Rembrandt auténtico. Y hasta donde yo puedo saber, me pareció que sí lo era. Una de las varias cabezas de Cristo que pintó Rembrandt.» «¿Y cuándo le hizo esa consulta?» «Uf, hace como veinte años», dijo Hajdú mientras encendía un nuevo cigarrillo y añadió: «Me dijo que era una herencia familiar. Entonces me mostró unos certificados de autenticación de la obra, pero estaban escritos en alemán y yo no conozco el alemán. Lo que sí recuerdo es que estaban fechados en Berlín, en 1928». Aquella era la confirmación buscada por Daniel: esos eran los documentos obtenidos por su padre, y el cuadro que tenía Mejías era el de su familia. «¿Y ahora puede mantener en secreto esta conversación?» Hajdú lo miró, con una intensidad que a Daniel le pareció capaz de desnudarlo. «Sí…, pero con una advertencia que te doy gratis, muchacho: Román Mejías es un tipo peligroso… Ten cuidado, sea lo que sea lo que te traes entre manos. Por cierto, yo no te conozco y nunca he hablado contigo. Gracias por la cerveza», dijo, soltó humo y se puso de pie para tomar el rumbo de su estudio fotográfico.
Esa misma tarde el joven manejó hasta el barrio de Luyanó, pues había llegado el momento de conversar con el tío Joseph, a quien aquella historia también le pertenecía. Caridad lo recibió con la afabilidad de siempre, le brindó asiento y le dijo que el tío hacía una media hora andaba por el baño. «Tú sabes haciendo qué. Debe de estar al salir.» Daniel resistió como pudo la para él intrascendente conversación de la mujer, muy preocupada por el futuro de su hijo ante el cierre indefinido de la universidad a la que pretendía ingresar. Cuando el tío abandonó el baño con la cara de disgusto con que siempre terminaba sus difíciles deposiciones, Caridad se fue a hacer el café y Daniel le pidió a Joseph salir un momento de la casa. Se dirigieron hacia el cercano parque de la calle Reyes, y en el trayecto el sobrino empezó a contarle el dramático descubrimiento hecho unos días antes. Ya sentados en un banco, beneficiados por la luz de la farola recién encendida, Daniel concluyó la historia. Durante toda la exposición el tío Joseph se había mantenido en silencio, sin hacer siquiera una pregunta, pero pareció como si despertara de un sueño cuando el joven le reveló la indudable relación de Mejías con el cuadro desde los días de la llegada del Saint Louis, confirmada por la aportación de Hajdú respecto a los certificados fechados en Berlín.
«¿Qué vas a hacer?», fue la primera pregunta de Pepe Cartera. «De momento, sacar a Pepe Manuel de Cuba. Después, no lo sé.» «Ese tipo es un hijo de puta», dijo el hombre y agregó, con una determinación capaz de convencer a Daniel de todo lo que había despertado en el tío Joseph aquel doloroso descubrimiento, «y como el hijo de puta que es, tiene que pagar por lo que hizo.»
En la mañana del décimo día, fin del plazo pedido por Román Mejías, Daniel fue hasta el atracadero de los ferrys que cubrían la ruta Miami-Habana-Miami y compró un pasaje para el que zarpaba dos días más tarde, en la mañana. Como el muelle quedaba cerca de donde había estado el atracadero de la Hapag por el cual debieron haber desembarcado los pasajeros del Saint Louis, por primera vez en dieciocho años Daniel Kaminsky se atrevió a regresar al sitio donde, junto con su tío Joseph, se había metido entre el gentío para ver quiénes venían a bordo de las lanchas que regresaban del transatlántico. Recordó cómo el tío había apostado a que un funcionario protegido por un sombrero sería el escogido por el destino para realizar el trato con su hermano Isaías. La salvadora herencia sefardí, la cuchara que conocía los secretos ocultos en la olla… Daniel trató de recuperar la intensidad de aquellos momentos, de rescatar del fondo de su memoria infantil los rostros de los hombres que, en medio de aquel desasosiego, identificaba como la parte visible de los poderes capaces de decretar la salvación de su familia. Pero la faz actual de Román Mejías insistió en ocupar el espacio de las figuras evocadas o creadas por su imaginación.
En la noche, Daniel y Roberto se presentaron en la casa de Mejías y entraron a concluir el negocio. Esta vez el funcionario los esperaba en la sala, donde también estaba una mujer de unos cincuenta años, sentada en una silla de ruedas, que se deslizó discretamente cuando llegaron los visitantes. «Mi hermana, es de confianza», aclaró Mejías, apenas cruzados los saludos. Fue hasta un pequeño aparador de donde sacó el pasaporte y se lo entregó a Roberto. El joven lo revisó y le pareció auténtico. «Es auténtico», confirmó Mejías, «bueno, todo lo auténtico que ustedes lo necesitan.» Daniel permanecía en silencio, tratando de concentrarse en el estudio del lugar, las entradas y salidas posibles, lo que se veía a través de las ventanas. Cuando Roberto lo tocó con el codo, extrajo el sobre y se lo entregó al hombre, quien lo recibió con una sonrisa. Cuando fue a meter el dinero en el bolsillo interior del saco, Daniel pudo ver, contra el fajín, el arma que cargaba. «En el paquete anterior faltaban veinte pesos», dijo Mejías, «pero no se preocupen.» Daniel, sin hablar, metió la mano en el bolsillo y sacó dos billetes de veinte y se los extendió al hombre. «Por lo que faltaba en la primera entrega y por si otra vez volvimos a equivocarnos», dijo. Mejías sonrió y tomó los billetes. En ese instante, Daniel Kaminsky tuvo la absoluta certeza de que aquel miserable y no otro había sido el funcionario que había estafado a sus padres y los había puesto en el camino de la más espantosa de las muertes. Román Mejías merecía un castigo.
Los preparativos para la salida de Pepe Manuel fueron rápidos y concretos. A la mañana siguiente Roberto y Daniel se trasladaron con Olguita hasta Las Guásimas. El reencuentro, luego de casi un año, resultó todo lo alegre y lleno de esperanzas que entre aquellos seres alterados, y en la situación del momento, cabía esperar. Pero también fue breve. Roberto y Daniel quedaron en regresar al día siguiente a las seis de la mañana, pues Pepe Manuel debía abordar el ferry de las nueve, y dejaron a Olguita, con una maleta de ropas para el viajero. La pareja tenía un día de tiempo y el espacio de un rústico varaentierra para la despedida.
A la mañana siguiente, mientras viajaban hacia el centro de la ciudad en el Chevrolet de Daniel, la luz del amanecer llegó a La Habana. En el trayecto Pepe Manuel exigió que, para evitar mayores riesgos, lo dejaran en las inmediaciones del Parque Central, donde abordaría un taxi hasta el muelle del ferry. Una y otra vez Roberto y Daniel le repetían al amigo que tomara todas las precauciones, aun a sabiendas de que Pepe Manuel, desde que había dejado de ser el Calandraca inquieto de los viejos tiempos, era un hombre con un profundo sentido de la responsabilidad. Daniel conducía con la tensión aferrada a sus hombros, por la situación compartida, pero, sobre todo, por la excitación de la demanda que necesitaba hacerle al amigo antes de la separación. Daniel debió agradecerle a Pepe Manuel que fuese él quien procurase relajar un poco la pesada ansiedad, cuando felicitó al polaco por la nueva victoria recién alcanzada por los Tigres de Marianao, campeones de la Liga Profesional cubana por segundo año consecutivo. «Y eso que Miñoso estuvo a media máquina», siempre recordaría haberle dicho al amigo, aquellas mismas palabras que, justo treinta años después, le diría a su hijo Elías cuando asistieron a la gala de homenaje al Cometa Cubano celebrada en Miami, y el judío al fin pudo lograr uno de los sueños de su vida: estrecharle la mano a aquel negro mítico, responsable de algunos de sus mejores recuerdos, y llevarse consigo una pelota firmada por el inconmensurable Miñoso, aunque dedicada «Al amigo Jose Manuel Bermudez», así, sin los acentos.
Poco antes de llegar al destino previsto, Daniel, desde el volante, miró a su viejo y querido amigo a través del retrovisor. «Pepe Manuel», le dijo al fin, sobreponiéndose a todos sus temores, «necesito tu revólver.» Las palabras del joven retumbaron en el interior del automóvil y se robaron la atención de los otros tres, olvidados por ese instante del resto de las preocupaciones. Daniel insistió: «¿Lo tienes contigo?». «Claro que no, Polaco, ni que estuviera loco.» «¿A quién se lo diste?» Pepe Manuel miró a Roberto y Daniel no necesitó respuesta.
Daniel detuvo el auto en Prado y Neptuno, la esquina más agitada de La Habana, y donde todos suponían que un hombre se esfumaría con facilidad en la multitud. Dentro del auto, por encima del asiento, Pepe Manuel abrazó a sus amigos y volvió a darles las gracias por su fidelidad. Luego se volteó, para besar los labios de Olguita, quizás con demasiado pudor por la presencia de los otros. Entonces se colocó las gafas translúcidas de marco de carey, apretó el hombro de Daniel y le dijo: «No hagas locuras, Polaco».
Ataviado con un traje gris claro, llevando un pequeño maletín en la mano, el hombre con bigote y gafas en que se había convertido el colorado Calandraca bajó del auto y, sin volverse, cruzó Prado hacia la piquera de taxis del Parque Central. Desde el Chevrolet, Olguita, Roberto y Daniel lo vieron abordar uno de aquellos autos negro-naranjas, que de inmediato partió Prado abajo, en busca del mar. Aunque los tres sabían todo lo incierta que resultaba aquella aventura, confiaban en la calidad del pasaporte y en la sangre fría de Pepe Manuel como pilares para el éxito del trance. Por eso, a pesar de los riesgos existentes, ninguno de ellos fue capaz de imaginar en ese instante que estaban viendo por última vez a Pepe Manuel Bermúdez, el mejor de los hombres que, en sus largas existencias, conocieron y conocerían el creyente Roberto Fariñas y el descreído Daniel Kaminsky.
Desde aquel día del mes de febrero de 1958 en que se despidió de José Manuel Bermúdez, Daniel Kaminsky comenzó a vivir otra de las etapas de su vida que hubiera querido borrar de su persistente memoria. Pero aquel no era, tampoco, de los recuerdos que se deshacen con facilidad. Para atenuarlo no conocía ni conocería más remedio que el proporcionado por el paso del tiempo y la llegada de nuevas preocupaciones que, de momento, restaban protagonismo a la evocación y procuraban su aplacamiento, nunca su cura definitiva. Si en otro momento la drástica y complicada decisión de arrancarse del alma su condición de judío le ofreció una estratagema para alejarse de una historia demasiado lacerante y, a la vez, le permitió sentir cómo alcanzaba una extraña pero patente sensación de libertad que le facilitaba el acto de respirar y de mirar al cielo y ver nubes y estrellas como nubes y estrellas, seguro de que más allá solo había el infinito, a partir del momento en que se despidió del amigo, Daniel Kaminsky se desposó con algo que jamás pensó poseer y terminaría siendo como una mancha indeleble. La nueva determinación no partía de las acciones de otro, o de muchos otros, sino de su propia y soberana voluntad. Porque en ese instante se ratificó a sí mismo su decisión de matar al hombre que lo había despojado de lo más entrañable de su vida. Tenía que matar, no, en realidad quería matar a ese hombre.
A sus veintisiete años, aquel joven nacido polaco y judío, convertido al catolicismo, esencial y legalmente cubano, ya tenía una traumática conexión con la muerte. Pero los rostros concretos que se relacionaban con esa herida eran solo los más amables: los de sus padres y su hermana, los de abuelos y tíos Kellerstein, el de monsieur Sarusky, su primer profesor de piano, allá en Cracovia, y el de la bellísima esposa del maestro, madame Ruth, de quien Daniel se enamoró hasta sentir cómo su corazón de niño se desbocaba. Todos ellos devorados por el Holocausto. Los victimarios, en cambio, solían ser sombras difusas, espectros demoníacos, a los cuales ni siquiera valía la pena el intento de poner la faz de uno de los jerarcas nazis, culpables en primera instancia de sus pérdidas. Porque, en las imágenes remitidas por su conciencia, y a veces hasta su subconsciencia, le resultaba imposible conectar las facciones conocidas de los grandes responsables de la masacre con la cara del hombre concreto dedicado a amenazar, golpear, escupir, mancillar a los judíos, gozando de su gran poder para provocar pavor: el hombre sin facciones precisas que, demasiadas veces en sus evocaciones, apretaba el gatillo de una pistola puesta en la nuca. Pero ahora, para alimentar su abominación y sus dolores, había recibido una cara real, una mirada viva, la sonrisa mezquina de un individuo mientras tomaba dos billetes de veinte pesos, luego de embolsarse diez mil. También tenía, además y sobre todo, la imagen de su propio rostro mientras le disparaba dos, tres balas, en el pecho, en la cabeza. ¿No decían los gángsters de las películas que en el estómago los plomos provocaban una muerte más lenta y dolorosa? Aquello representaba un nuevo e inesperado nexo con la violencia, la venganza justiciera y la muerte para la cual nunca se había preparado, para la cual, creía, no había nacido. Constituía una drástica aplicación de la bárbara ley del talión dictada por aquel mismo Dios despiadado que, en los tiempos del Éxodo, le exigió a Abraham el atroz sacrificio de su hijo. «Pagará vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe», había decretado la voz del cielo. «Vida por vida», repetía Daniel.
Esa noche, cuando se presentó en la casa de Roberto Fariñas, el amigo trató de ponerle los pies en la tierra. Roberto conocía desde hacía años algunos jirones de la historia de la herencia sefardí y, luego de haber sido testigo del hallazgo del cuadro de Rembrandt en la casa de Mejías, le resultó fácil realizar las conexiones mentales que le permitían imaginar el propósito de Daniel Kaminsky. Para empezar, argumentó Fariñas, el solo hecho de andar por las calles de La Habana con una pistola encima podía garantizarle al polaco un pasaje a las mazmorras de una estación de policía. Y si eso sucedía, el hecho de que fuese vecino de Tomás Sanabria lo pondría en la picota: si pensaban —y lo pensarían— que estaba armado porque iba a intentar algo contra aquel jerarca de la dictadura, y si lo relacionaban con José Manuel Bermúdez —y lo relacionarían—, no saldría con vida del trance. Pero incluso si no hacían ninguno de esos enlaces, habida cuenta de los tiempos que corrían, de seguro sufriría las violentas y hasta cobardes reacciones de unos policías que se hacían cada vez más sanguinarios, tal vez porque ya presentían la proximidad del fin de su reinado de terror y la posible revancha que le seguiría. Para terminar, Roberto no conocía a nadie peor preparado que Daniel Kaminsky para enfrentar a un tiburón como Román Mejías y, además, cobrarle lo que le debía (Roberto prefirió utilizar el eufemismo). Pero el polaco estaba decidido. Se trataba de un mandato más fuerte que su propia capacidad de raciocinio, dijo, de un llamado profundo de la justicia primaria que había venido a buscarlo y lo había encontrado cuando él menos lo esperaba, para colocarlo ante la evidencia de que alguna vez los culpables, con o sin rostro, deben pagar, había dicho esa noche, según le dijo a Elías, años después. Porque, pensaba Daniel, y así también se lo diría a su hijo, en aquel momento solo era capaz de sentir cómo en su alma profunda se movían los mecanismos de un tapiado origen primitivo, los del judío irredento que se rebelaba ante la sumisión, el nómada del desierto, vengativo, ajeno a la contención y menos aún al reclamo absurdo de colocar la otra mejilla, un principio que no conocían los de su estirpe milenaria. No, por algo así, no: Daniel se sentía más cerca de la judía Judit, daga en mano, segando sin piedad la garganta de Holofernes. Y Román Mejías se había convertido en su Holofernes.
Daniel Kaminsky tuvo una idea precisa del desafío al cual se enfrentaba cuando esa misma noche regresó a su casa de Santos Suárez con el Smith Wesson calibre 45 de Pepe Manuel oculto bajo el asiento del conductor de su Chevrolet. Al acercarse al ángulo por donde debía torcer hacia su casa, vio dos patrullas, en lugar del solitario aunque habitual carro oficial detenido frente a la mansión del jefe policial, y Daniel estuvo a punto de perder el control de su vehículo. El miedo le había engarrotado los músculos y solo lo salvó de una ráfaga de ametralladora el hecho de que el sargento ese día al mando del grupo de custodios reconoció su auto y lo identificó como el vecino de Tomás Sanabria y detuvo la intención del soldado. «Cuidado con el Bacardí», le gritó el sargento y, desde el volante, Daniel hizo un gesto que intentaba parecer de disculpa.
El miedo que lo invadió fue algo tan mezquino y visceral que, apenas entró en su casa, Daniel debió correr hacia el baño para soltar una prolongada diarrea. Mientras se recuperaba y se secaba el sudor que lo había bañado, pensó en cuál sería el mejor momento para contarle a su mujer la decisión tomada y no encontró ninguno que se le antojara propicio. Aquel era su problema y debía resolverlo a solas. ¿Y las consecuencias? ¿No podrían derivar sus actos en una tragedia que incluso llegase hasta Marta? Entendió que no tenía derecho a enfrentar a su mujer a esa posibilidad sin entregarle siquiera el más mínimo argumento y al fin creyó hallar la solución.
Mientras bebía el café con leche de la mañana, en el cual fue mojando las tiras de pan crujiente untado con mantequilla, se atrevió a decirle a su mujer lo que pensó debía decirle. Marta Arnáez conocía la historia del cuadro y lo que aquella pintura había significado como sueño para la salvación de los padres y la hermana de su marido, durante la estancia del Saint Louis en La Habana. Por eso a Daniel le resultó más fácil contarle solo que había descubierto que el cuadro no había vuelto a Europa con sus padres, pues había estado desde entonces en La Habana. Y ahora sabía quién lo tenía en sus manos. En verdad él pensaba que resultaría complicado, le dijo, pero iba a hacer lo posible por recuperarlo, pues le pertenecía a su familia masacrada por el odio más perverso. Marta, asombrada con la noticia, hizo las preguntas que no podía dejar de hacer, pero él apenas le respondió pidiéndole que no se preocupara. Aunque iba a ser complicado, como ya le había dicho, no sería nada peligroso, mintió. Mucho se cuidó, por supuesto, de mencionar dónde había visto el cuadro y menos aún el nombre de la persona que lo tenía. No obstante, la mujer insistió, movida por un presentimiento y por el conocimiento del ambiente cubano: «Daniel, ten cuidado, por Dios. Nosotros vivimos bien, cada vez vamos a vivir mejor… No nos hace falta ese cuadro para ser más felices… ¿Por qué no te olvidas de esa dichosa pintura?». «No es por el dinero que pueda darnos el cuadro, Marta. Si yo lo tuviera, jamás podría venderlo, pues más que a mí, le pertenece a mi tío Joseph. Es por justicia, solo por justicia», dijo, y la mujer no necesitó oír más: desde ese instante supo lo que pensaba hacer su marido. Y rezó a su Dios para que con su poder lo disuadiera. O al menos lo protegiera.
Daniel trató de preparar un plan. ¿Es lo habitual, no?, le preguntaría varias veces a su hijo cuando hablara del huracán en trance de cambiarles la vida.
Desde que su padre lo hiciera partícipe de aquella historia, Elías Kaminsky se preguntaría muchas veces si en realidad sus destinos hubieran sido o no muy diferentes de no haber salido al reencuentro de su padre aquella pintura con el rostro del joven sefardí holandés. Porque el hecho concreto de que Marta y Daniel partieran hacia los Estados Unidos en abril de 1958 quizás fue apenas una anticipación de lo que de cualquier manera iba a suceder. Por una u otra vía, ese era un camino marcado para su familia: porque, o bien como ocho de cada diez de los judíos recalados en Cuba habrían dejado la isla en 1959 o 1960, o, como su suegro gallego y muchos integrantes de la clase media, lo habría hecho en 1961, cuando se convencieron de que sus intereses y forma de vida estaban, no ya en peligro, sino condenados a muerte. ¿O Daniel el descreído se habría quedado en La Habana como su tío Joseph Kaminsky, creyente en su Dios y a la vez simpatizante de los conceptos de los socialistas judíos? ¿O, como su amigo Roberto, se habría entregado al trabajo revolucionario con el empeño de construir la nueva sociedad con la cual soñaban desde los días en que escuchaban las arengas radiofónicas y públicas del avasallante Eddy Chibás…? Teniendo en cuenta la aspiración de su padre al éxito económico, aquellas posibilidades le parecían a Elías las menos factibles.
Después de la torpe, sobresaltada y breve vigilancia a la cual sometió a Román Mejías, Daniel Kaminsky decidió que la mejor ocasión para realizar su propósito era esperarlo muy temprano en la mañana frente a su casa y acercarse a él en el momento en que abandonara el inmueble para abordar su auto, siempre acomodado en el carport, pues en el garaje cerrado solía dormir el brillante Aston Martin de su mujer, quizás adquirido a golpe de pasaportes falsos. En la casa vivían, además de Mejías y su mujer, sus dos hijas, todavía solteras, y la criada. La hermana, que había quedado inválida en un accidente de tránsito en el cual su marido resultó muerto, vivía en El Vedado con sus tres hijos —dos hembras y un varón—, y aunque lo visitaba con frecuencia, nunca pernoctaba en la casa de Mejías.
El joven se sintió listo para actuar cuando consiguió ver sus acciones como si estuviera ante la pantalla de un cine. Mejías, con su cara de cínico redomado, el maletín en una mano y las llaves del carro en la otra, abría la puerta. Las bombillas de las farolas de la calle recién se habrían apagado, pero el sol de marzo aún estaría por salir. Salvo la criada y el propio Mejías, el resto de los moradores de la casa seguirían durmiendo. Daniel, luego de haber detenido su auto en la cuadra del fondo, estaría esperando la coyuntura tras un flamboyán plantado en el parterre de la acera de enfrente. Entonces cruzaría la avenida protegido por la media luz justo cuando viera, tras el cristal nevado de la puerta, la figura del hombre, enfundado en su traje oscuro, ya dispuesto a salir. Segundos más tarde Mejías estaría fuera de la casa, con la puerta todavía sin cerrar, y él abriría la reja, a seis, siete metros del hombre. Sin hablar se acercaría a Mejías, quien, al verlo y, con toda probabilidad, reconocerlo, lo esperaría junto a la puerta, pensando que volvía a buscarlo para un nuevo negocio. Daniel avanzaría hacia él y, cuando lo separaran solo un par de metros, sacaría el revólver y tal vez le diría el motivo de su visita. En ese instante haría fuego (todavía dudaba dónde le dispararía, quería hacerlo sufrir y a la vez ser eficiente en su propósito, sin dejar ninguna posibilidad a la sabandija), y colocándose el pañuelo que llevaba atado al cuello sobre la cara, entraría en la casa pasando sobre el cadáver, tomaría la pintura y saldría corriendo, sin riesgo de ser reconocido por la criada si es que esta se presentaba en la sala, alarmada por las detonaciones. A esa hora temprana de la mañana —6:45—, en aquel barrio residencial y poco poblado no habría nadie en las calles. En cualquier caso, para evitar posibles reconocimientos, al abandonar la casa se bajaría el pañuelo pero se encasquetaría hasta las cejas la gorra de pelotero del Marianao. Si era preciso correr, correría, abordaría su auto y escaparía de inmediato. Por si las cosas se complicaban demasiado, llevaría consigo su pasaporte, pues siempre podría desmontar la tela y ocultarla. Compraría un billete de avión y saldría en el primer vuelo hacia cualquier destino: Miami, Caracas, México, Madrid, Panamá… El final previsible de aquella película montada con prisa y con poca pericia lo hacía verse en el asiento del avión, en el instante en que, ya en vuelo, abandonaba la isla de Cuba y comenzaba a flotar sobre el mar hacia la libertad y la paz de su espíritu.
Ocho días después de haber recibido el revólver de su amigo Pepe Manuel, Daniel Kaminsky abandonó la cama a las cuatro y seis minutos de la madrugada y desconectó la alarma del reloj, programado para sonar una hora más tarde. Era el 16 de marzo de 1958. Como ya lo imaginaba, apenas había podido dormir, presionado por la tensión, la ansiedad y el miedo. Dejó la cama procurando no despertar a Marta y fue a la cocina a hacerse un café. La madrugada era fresca, aunque no fría, y salió al pequeño patio de la casa para beber la infusión y esperar.
Cuarenta minutos después, anticipándose a la hora prevista, comenzó a vestirse, tratando de no olvidar ningún detalle. Había comprado un overol de mezclilla azul, con peto y tirantes, y una camisa del mismo tejido y color. Detrás del peto colocó el revólver y otra vez comprobó si lo podía sacar con suficiente facilidad. Con aquella ropa pretendía parecer un pintor o un mecánico, solo que con una muda de estreno. Volvió a colar café y retornó al patio, donde cerró los ojos para ver por enésima ocasión la película montada en su mente, y no sintió que debiera hacerle ninguna corrección, solo cambiar el final: no podía escaparse en un avión, salvar su vida, y dejar atrás a Marta a expensas de cualquier represalia. Debía afrontar, en todas sus consecuencias, el acto que iba a realizar y, si era necesario y posible, escapar, pero llevando consigo a su mujer.
A las seis en punto, tal como había planificado, se asomó en el cuarto, observó unos minutos a la joven todavía durmiente. A pesar de sus propósitos, ni un solo instante pensó en la posibilidad de que tal vez la estuviera viendo por última vez. Tampoco meditó en lo que podría ser su vida a partir de la ejecución del infame Mejías. Tomó la bolsa de papel donde guardaba un traje, una corbata y una camisa blanca, su ropa de faena en Minimax, y salió a la calle para abordar el Chevrolet.
Manejó con cuidado, respetando todas las luces y señales. A las seis y treinta y dos cerró el auto, que había parqueado en la casi desierta Quinta D, a unos ciento cincuenta metros de la casa de Mejías. Tenía ocho minutos para llegar hasta la Séptima Avenida y ocupar su puesto detrás del flamboyán. Luego todo debía ocurrir en apenas diez minutos. En aquel instante, hurtándose la parte más complicada de sus acciones, no pensaba en otra cosa más que en volver al auto con el cuadro. A partir de ahí el guión tenía diversas variantes que en muchos casos no dependían de él. Pero siempre que llegara al Chevrolet con la pintura de Rembrandt en las manos, después de haber ajusticiado al hijo de puta que había estafado a su familia y los había condenado a regresar a Europa y morir, de cualquiera de los modos terribles en que debieron de morir: famélicos, con miedo, la cabeza plagada de piojos, los ojos nublados de legañas y las piernas chorreadas de mierda. «Pagará vida por vida», se repitió a sí mismo para darse más argumentos y, por primera vez en muchos años, invocó al Sagrado: «No me quites la fuerza, oh, Señor», dijo, en voz baja.
La idea de que era mejor no dejar el auto cerrado con llave lo hizo regresar. Accionó el cierre y respiró varias veces para liberar la tensión. Comprobó otra vez que llevaba la gorra negra en el bolsillo y que podía subir con facilidad el pañuelo atado al cuello y cubrirse la cara. Al fin avanzó por la acera, a paso rápido, y cuando dobló la esquina para dirigirse a la casa de Román Mejías, el reflejo de unas luces rojas y azules provenientes de la Séptima Avenida lo congelaron. Aquellos flashazos circulares no podían emanar de otro sitio que no fueran los reflectores de un auto patrullero. Daniel Kaminsky sintió entonces el miedo más profundo y doloroso que lo abrazaría en su vida: un miedo paralizador, mezquino, total. No supo ni pudo hacer otra cosa que regresar al Chevrolet y, luego de esconder el revólver bajo el asiento, logró ponerlo en movimiento y hacerlo avanzar a trompicones, hasta que consiguió estabilizar la marcha y seguir por la calle Quinta D para salir a la Avenida 70 y alejarse del lugar.
La mezcla de miedo y frustración le empañó la vista. Por primera vez desde la tarde del 31 de mayo de 1939 en que a bordo de una lancha vio por última vez a sus padres y a su hermana Judit, asomados a la borda del Saint Louis, Daniel Kaminsky no había vuelto a llorar. Aquel día terrible era todavía un niño y el llanto le impidió decirles algo a sus padres, a su pequeña hermana, pero desde entonces cargaba aquella incapacidad verbal como una culpa. Ahora lloraba porque su miedo era en realidad más fuerte que todos sus deseos de justicia y porque se sentía aliviado, pues ese día había ocurrido algún hecho que le había impedido matar al hombre con rostro que había propiciado la muerte de sus seres queridos. Alejarse del peligro y llorar era lo único que Daniel Kaminsky podía hacer en ese instante.