8

La Habana, 1958–2007

LUEGO de ducharse para arrancarse de la piel la molesta sensación de la cercanía con la muerte que le provocaban los cementerios, Conde había decidido que, con los últimos pesos arrinconados en sus bolsillos, debía comprar al menos una media botella de ron en el Bar de los Desesperaos para pasar por la casa del flaco Carlos antes de dirigirse a la de Tamara. Pero ni siquiera la perspectiva de tomarse con el mayor sosiego posible un par de tragos, conversar con el amigo y reunirse luego con la mujer que lo soportaba desde hacía tantos años, lograron hacer que desapareciera la zozobra anímica que había empezado a adueñarse del ex policía con los últimos avances de la historia entregada con tanto esmero en los detalles y dosificación informativa por el hijo de Daniel Kaminsky. Esa tarde, al salir del camposanto asquenazí, cuando Conde había sentido que el relato empezaba a enrumbarse hacia una comprensión posible, en donde al fin aparecería la coyuntura oculta en el tiempo para cuyo pretendido develamiento lo habían contratado, el pintor había decidido regresar a su hotel pretextando que quizás la langosta del almuerzo no le había caído del todo bien. Conde tuvo entonces la certeza de que la visita a la necrópolis había tenido en el forastero un efecto mucho más profundo que el simple rechazo a la muerte y sus ritos que él mismo padecía. Y la sensación de zozobra lo había invadido.

Como era su hábito desde los tiempos prehistóricos en que fuese policía, al llegar a la casa de Carlos, servidos los primeros tragos del mofuco hirsuto como haitiano, Conde le contó al amigo inválido los detalles conocidos de la historia en que, a cien dólares por día, Andrés lo había enrollado. Toda la exasperación que se sentía incapaz de expresarle a Elías Kaminsky por la dilatada entrada en materia a la cual lo había sometido salió a flote en ese diálogo a través del cual perseguía un necesario desahogo.

—No sé qué coño puede haber sido… Pero algo pasó cuando el hombre leyó la lápida del tío de su padre.

—¿Cómo me dijiste que decía? —preguntó Carlos, metido de lleno en la historia.

—«Joseph Kaminsky. Creyó en el Sagrado. Violó la Ley. Murió sin sentir remordimientos.» Sí, era eso…

—¿Qué ley violó? ¿La de los judíos o la de los tribunales?

Conde meditó unos segundos antes de responder.

—Los judíos son tan complicados que han formado un rollo con eso y muchas veces esas dos leyes coinciden. Acuérdate: no matarás, no robarás… La religión como ética y como ley, ¿no? Pero te juro por Yahvé que no sé qué carajo fue lo que pudo hacer ese hombre y qué ley violó. ¿Fue porque dejó que el sobrino se convirtiera y se casara con una no judía? Tampoco sé muy bien todavía lo que hizo el padre de Elías, si por fin le cortó el cuello a un tipo, si es una sospecha o qué… Y menos sé para qué coño me quiere Elías. ¿Para que le oiga su cuento…?

El otro meditó unos instantes.

—Sí, está cabrón el tema… Pero cógelo con filosofía, salvaje. Ponte judío y saca cuentas: si al pintor le gusta hacerse el interesante y contarte la historia poco a poco, pero mientras te va pagando cien fulas…, negocio redondo… Con lo cabrón que está el panorama… Pero seguro quiere algo más. Nadie anda por ahí regalando dinero… y menos un judío… Para mí lo que está averiguando tiene que ver con algo que le va a servir para recuperar ese cuadro que vale como dos millones… ¡Cojones! —el Flaco se oprimió las sienes—: no me imagino cómo puede ser un millón, ni medio, ni un cuarto… ¡Dime tú dos!

Conde asintió: sí, en el fondo de todo estaba el cuadro, su destino en Cuba y, por supuesto, su recuperación, así que, como le proponía Carlos, debía asumir aquello con «filosofía». ¿Con cuál? ¿Marxista? Daba lo mismo. Al fin y al cabo, no tenía nada mejor que hacer, pues no se sentía con fuerzas ni deseos de volver a ponerse a patear la ciudad persiguiendo unos cuantos libros viejos con los que sacar, en el mejor de los casos, doscientos o trescientos pesos cubanos. Y con aquel calor de septiembre no resultaba rentable gastar horas y zapatos en unas búsquedas azarosas. Definitivamente debía empezar a considerar un cambio de actividad laboral. Pero ¿cómo coño podía ganarse la vida de una forma más o menos decente un inútil como él, negado por demás a buscar un trabajo en el cual tuviera que invertir ocho horas de cada día para a fin de mes ganar los cuatrocientos o quinientos pesos insuficientes para sostenerse? El panorama individual de Conde resultaba tan sombrío como el colectivo del país y cada vez se sentía más preocupado. El forastero enviado por Andrés, con su oferta de empleo bien retribuida, le había caído cuando estaba a punto de comenzar a pedir agua por señas. Nada, a coger todo aquello con la más materialista de las filosofías. ¿Así que Marx el judío le tenía roña a los judíos?

—El problema va a empezar cuando me diga todo y me exija que le encuentre una respuesta para algo que lo tiene obsesionado hace años. Algo relacionado con el cuadro, con su padre, o con los dos. Y ahora creo que también con el tío que violó la Ley y así y todo se murió más tranquilo que estate quieto. Y, la verdad, no estoy seguro de que eso que quiere saber el pintor tenga que ver con recuperar el cuadro de dos millones. Creo que es otra cosa…

—Tú siempre has sido un creyente… y un poco comemierda… ¡Son dos millones!

—Hay otra cosa además del dinero. Estoy seguro…

—Pues nada, tú sigue oyéndolo y cuando llegue lo que va a llegar, que llegue y a cagar… Date un trago y dale palante…

Conde negó con la cabeza. Había descubierto que en realidad ni siquiera tenía verdaderos deseos de anestesiarse a lingotazos. Tan extraño se sentía. Ante la tibieza etílica de Conde, Carlos se apropió de los restos del ron, los sirvió en su vaso y los bajó de un golpe.

—Conde, estás insoportable… Oye, lleva al judío a donde quiera ir, dile cuatro cosas que quiera oír y agarra el dinero. Total, a él parece que le sobra y a ti…

—Cojones, Flaco, deja la cantaleta. Las cosas no son así, salvaje… Ese hombre necesita saber algo que lo tiene jodido… Mira, mejor me voy pal carajo, ayer no fui a casa de Tamara y esa sí debe estar encendida.

Para relajarse, Conde decidió no pensar más en los Kaminsky mientras cubría a pie el trayecto de ocho cuadras hasta la casa de Tamara. Al llegar descubrió a la mujer en la sala de la televisión, en apariencia tranquila, concentrada en el disfrute de uno de aquellos episodios del Doctor House, abominables y repulsivos para el Conde. En su criterio, el tal doctor era el tipo más comemierda, petulante, imbécil e hijo de la grandísima puta que hubiera podido salir de la cabeza de un guionista, y nada más de oírle la voz, su ánimo se volvió a alterar.

Al verlo llegar, la mujer detuvo la proyección y, luego de recibir el beso más cariñoso que Conde guardaba en su repertorio de besos culpables, se quedó en silencio, observándolo.

—No jodas, Tamara —protestó el Conde—. Tú sacas muelas, yo compro y vendo libros o busco historias perdidas. Ahora ando en una ahí… Bueno, no importa, tú sabes que estaba trabajando.

—Está bien, está bien, no te pongas así, no he dicho nada —dijo ella como si se disculpara, aunque Conde pudo sentir cómo sus palabras chorreaban la más pastosa de las ironías—. ¿Pero el detective cubano con sabor a ron en la boca no podía ni siquiera llamar por teléfono?

—Ayer el detective cubano llegó a su casa hecho mierda y con la cabeza echando humo. Hoy, antes de venir para acá, pasé a ver al Flaco. Y tú sabes cómo yo soy…

—A veces sí, a veces no… A ver, ¿hoy te quedas a dormir aquí?

Descarada y velozmente Conde respondió:

—Claro que sí.

El rostro de la mujer se relajó. Recuperó el mando a distancia y apagó el reproductor y el televisor. Conde empezó a sentirse mejor cuando desapareció de la pantalla el rostro de House.

—¿Ya comiste?

—Almorcé tarde y Josefina me dio unas malangas con aceite y ajo que me había guardado. Estoy completo —dijo, tocándose el estómago—. Nada más me hace falta lavarme los dientes para empezar a comerme cualquier otra cosa. Pero que sepa rico y no suba el colesterol…

Media hora después Conde y Tamara ejecutaban su banquete sexual. Con aquella medicina, justo la que más necesitaba, durmió como un niño. Antes de que amaneciera, como un cazador furtivo, el hombre abandonó la cama. Coló café y dejó la casa, no sin antes redactar una nota de despedida. Tenía cacería programada para esa mañana.

A pesar de su profesado ateísmo de entonces y (aunque otra vez enmascarado) del resto de su vida, la suma de imprevisibles acontecimientos que llevaron a Daniel Kaminsky al reencuentro con la tela pintada por el maestro holandés siempre le pareció al hombre una verdadera manifestación de un plan cósmico.

Quizás todo aquel camino había comenzado a trazarse justo el día 13 de marzo de 1957, apenas un mes después de la grandiosa victoria del team Marianao. Ese había sido el día marcado por un grupo de compañeros de militancia política de Pepe Manuel, agrupados en el Directorio Universitario, para tomar por asalto el Palacio Presidencial y resolver los problemas políticos cubanos ejecutando revolucionariamente, como ellos mismos proclamaron, al dictador Fulgencio Batista. El fracaso de la acción, casi por pura mala suerte (o buena suerte del tirano), desencadenó una verdadera cacería que se convirtió en masacre. Pepe Manuel, convaleciente de una operación de apendicitis realizada de urgencia por un estrangulamiento de la tripa inútil, no participó de manera directa en la acción. Pero el joven conocía el plan y a sus gestores. Después Daniel y Roberto sabrían incluso que, de no haber sido por su condición física, Pepe Manuel habría participado de modo activo en los asaltos al Palacio y a la emisora Radio Reloj desde donde los estudiantes leyeron su proclama al pueblo. Y, pensaron, era muy posible que también hubiera terminado masacrado por la policía, como muchos de los miembros del Directorio Estudiantil enrolados en el intento de tiranicidio.

La persecución que desde ese instante se produjo de todas las figuras conocidas del grupo político universitario fue sistemática, brutal, encarnizada. Por fortuna, Pepe Manuel había logrado escapar de su casa y esconderse en un sitio desconocido incluso para los más allegados y confiables: una pequeña finca en la zona de Las Guásimas, en las afueras de La Habana, donde fue acogido por su padrino, un canario criador de gallos de lidia llamado Pedro Pérez. La única opción, en los primeros meses, fue que Pepe Manuel permaneciera oculto, y por ese tiempo nadie, ni siquiera su novia Olguita Salgado y sus dos mejores amigos, Daniel y Roberto, supieran su paradero. Aquella ignorancia era, y ellos lo sabían, la garantía de que Pepe Manuel no fuese descubierto. Pero constituía a la vez el mayor peligro para Olguita, Daniel, pero sobre todo para Roberto, pues su cercanía política con el prófugo resultaba pública y, si la policía decidía interrogarlos, serían ellos quienes con toda seguridad sufrirían las peores consecuencias, más incluso por no tener siquiera la terrible posibilidad de la delación. Por eso, desde ese día Daniel Kaminsky vivió con miedo: su propio y tangible miedo, dormido por años, y que ahora se hacía insoportable ciertas noches cuando, revolcándose en sus insomnios, escuchaba el sonido del silencio y su corazón saltaba cuando creía sentir unos pasos en el portal de la casita de Santos Suárez y el sudor lo bañaba mientras esperaba oír los golpes y el reclamo fatídico: «¡Policía! ¡Abran la puerta!».

Nueve meses después del fracasado asalto a Palacio, cuando el tiempo transcurrido sin que la policía lo reclamase había ayudado a Daniel a domesticar su miedo, Roberto Fariñas lo invitó a ver un partido de beisbol de la recién abierta temporada, y pasó por la casa de Santos Suárez a recogerlo. Como era ya habitual, en la esquina donde ahora se levantaba la lujosa mansión de los antiguos dueños de la casa de Daniel, una patrulla de uniformados montaba su guardia permanente para la protección del jefe policial. Al pasar junto a la patrulla Roberto les hizo, como siempre, un gesto de saludo e indicó la casa vecina, donde detuvo el auto para recoger a su amigo. Pero, en lugar de dirigirse hacia el Stadium, los hombres tomaron el rumbo del Vedado y se acomodaron a una mesa del restaurante-cafetería Potin, sitio frecuentado por los jóvenes de las familias burguesas. Roberto y Daniel consideraban que aquel era el sitio más seguro y alejado de sospechas para mantener una delicada conversación en la cual no debían participar sus mujeres.

Roberto le explicó al polaco la situación de Pepe Manuel y le reveló incluso su paradero. Luego de la masacre de los asaltantes al Palacio Presidencial sorprendidos en el apartamento de la calle Humboldt, para el amigo prófugo había en esos instantes dos alternativas: o irse a las montañas para unirse a alguna de las guerrillas en acción o, teniendo en cuenta su inexistente capacidad militar, salir del país hacia Estados Unidos, México o Venezuela, donde se habían refugiado otros opositores perseguidos, dedicados a recabar apoyos morales y económicos para los combatientes o a la espera de un desembarco en Cuba del que muchos hablaban. Entonces Daniel le preguntó por qué le contaba todo aquello y Roberto le respondió: «Porque yo creo que lo mejor es que Pepe se vaya de Cuba y para eso hace falta dinero».

Un amigo del hermano mayor de Roberto era el hijo de un tal Román Mejías, un alto funcionario de Inmigración que, desde hacía muchos años, sentía una fuerte animadversión hacia Batista. Y, con suficiente dinero, con toda seguridad aquel funcionario podría hacer una documentación lo más cercana posible a lo legal que, por supuesto, le permitiría a Pepe Manuel abordar con la mayor tranquilidad el ferry hacia Miami. ¿El precio? Como estaban las cosas, según el hermano de Roberto, nunca menos de la barbaridad de diez mil pesos. ¿Ponían cinco cada uno?, le preguntó entonces Roberto, y sin pensarlo un instante Daniel dijo que sí. Al fin y al cabo, se diría después, aunque aquella sangría lo dejaba en la inopia, él le debía a Pepe Manuel todas las entradas que, al precio de cinco centavos, le había regalado en los tiempos remotos en que iban juntos al palacio de los sueños del cine Ideal para darse un banquete de películas, documentales, noticiarios y hasta un par de dibujos animados.

El Conde no quería sonreír pero tuvo que hacerlo. Otra vez comprobaba cómo la historia y la vida eran una maraña de hilos en la cual nunca se sabía dónde se cruzaban y hasta se anudaban determinadas hebras, para darle forma a los destinos de las personas y hasta a las historias de los países. Cuando Elías Kaminsky le mencionó el nombre de Pedro Pérez, el gallero canario de Las Guásimas, la imagen del hombre a quien todos conocían como Perico Pérez cobró corporeidad en su memoria. Aquel personaje, ahora aparecido como figura de una historia tan lejana para él, había sido uno de los mejores amigos de su abuelo Rufino, gracias a la compartida afición por los gallos de pelea. El Conde recordaba con nitidez la finca de Perico Pérez, al final de un callejón sin asfaltar a la entrada del pueblo. El acceso a la propiedad era una simple talanquera de alambres, y el camino hacia la casa estaba flanqueado por oscurísimos y rugosos troncos de los tamarindos más dulces que Conde hubiera probado en su vida. Más allá de la casa, de paredes de ladrillos y techo de tejas criollas, estaban los establos de las vacas, la modesta caballeriza, y un largo cobertizo en forma de pasillo, techado con guano, bajo el cual corrían las hileras de las jaulas donde estaban los magníficos animales por los que el gallero solía cobrar pequeñas fortunas a los criadores y aficionados a las peleas, entre ellos, como bien sabía el Conde, el mismísimo Ernest Hemingway. Al fondo de la propiedad, más allá del pozo con su bomba de agua mecánica, se alzaba la valla donde el canario entrenaba sus gallos y, hacia la derecha, antes de los sembrados de malanga, yuca y maíz, un varaentierra, la resistente construcción de troncos clavados a la tierra en un ángulo de cuarenta y cinco grados, atados entre sí en el extremo superior y cubiertos con hojas de palma que hacían a la vez la función de paredes y techo: el varaentierra que muy bien recordaba el Conde y donde José Manuel Bermúdez había estado escondido durante once meses, hasta que sus amigos Daniel Kaminsky y Roberto Fariñas le consiguieron el pasaporte con el propósito de sacarlo de Cuba y, de momento, salvarle la vida.

Cuando Conde le contó a Elías Kaminsky aquella extraordinaria coincidencia, el otro la asumió como un favorable presagio.

—Si ya has descubierto dónde estuvo escondido Pepe Manuel, vas a descubrir qué fue lo que pasó con mi padre y con el cuadro de Rembrandt.

—¿Eres supersticioso?

—No, es una premonición —dijo Elías.

—El de las premoniciones aquí soy yo —protestó el Conde—. Y todavía no tengo ninguna de las buenas, de las que duelen aquí. —Y se tocó la tetilla izquierda.

Conde había esperado a Elías Kaminsky en el portal de la casa, con la cafetera ya preparada sobre el fogón. Sentados en los sillones de hierro, habían bebido el café recién colado, mientras disfrutaban del fresco de la mañana de septiembre, que muy pronto sería solo un recuerdo.

—Lo que sí tengo es un montón de preguntas.

—Me lo imagino —dijo el pintor, y Conde descubrió cómo Elías, siempre que buscaba una evasiva o se sentía agobiado, hacía el gesto de tirar con suavidad aunque con persistencia de la coleta recogida sobre el cuello—. Pero prefiero que me dejes terminar con toda la historia, tratar de entenderla mejor yo mismo, y que tú la tengas lo más completa posible.

—Llevamos tres días en esto… Por ahora, respóndeme una sola pregunta.

—Primero la haces y después decido —dijo el pintor, empecinado en su estrategia.

—¿Por qué te afectó tanto leer la lápida de Joseph Kaminsky? ¿A qué ley se refiere ese epitafio? ¿De qué remordimientos habla?

Elías sonrió.

—Pareces una ametralladora. Debes de estar desesperado.

—Estoy, sí.

—Voy a intentar responderte… Vamos a ver, lo más fácil. Siendo como era Pepe Cartera, lo más seguro es que hablara de la Ley judía. Lo de los remordimientos no sé qué significa, al menos todavía, aunque sospecho algo. Y me afectó porque de pronto sentí la soledad en la que debió de vivir aquel hombre que, hasta donde sé, fue alguien bueno y decente. Por suerte tuvo a Caridad con él hasta el final… Pero en todo lo demás estaba solo, y yo sé muy bien qué cosa es el desamparo del desarraigo. Yo mismo a veces siento que no pertenezco a ningún sitio, o pertenezco a varios, soy como un rompecabezas que siempre se puede desarmar. Supongo que soy norteamericano, hijo de un judío polaco que aquí se impuso ser cubano entre otras cosas para no sufrir de esos desarraigos y de otros dolores, y de una cubana católica, hija de gallegos, que en los momentos decisivos asumió el pragmatismo de su marido cuando él decidió que lo mejor era volver a ser judío y ella también se convirtió. Nací en Miami cuando Miami no era nada: porque, si acaso, a lo que más se parecía era a una mala réplica de una Cuba que había dejado de existir. Pero yo no me crié entre esos cubanos-cubanos, sino entre judíos cubanos y de otras mil partes del mundo, una comunidad donde todos éramos judíos, pero no iguales —e hizo la seña de dinero con los dedos— y ni siquiera nos sentíamos iguales. Al menos mis padres siempre se sintieron cubanos. Así que sé muy bien de lo que te estoy hablando. El tío Joseph, a diferencia de mi padre, quiso seguir siendo siempre lo que una vez había sido, pero todo a su alrededor había cambiado: el país donde vivía, la familia que alguna vez había tenido, la manera de practicar su religión… Al final, en Cuba no quedó ni un rabino, casi no quedaron judíos. Bueno, hasta escasearon los frijoles negros… Y él tiene que haberse sentido como un náufrago. No como el navegante que imaginaba mi padre cuando en sus sueños regresaba a Cracovia…, sino como un náufrago de verdad, sin brújula ni esperanzas de tocar alguna tierra, porque esa tierra se había esfumado, en realidad se había esfumado hacía muchos siglos, como bien lo saben todos los judíos. ¿Te imaginas lo que es vivir así, para siempre, hasta el final? Mi padre no solo no pudo estar con él cuando se murió: se enteró cuando llevaba un mes enterrado. Bueno, por suerte estaba Caridad…

—Me imagino esa sensación de que hablas y casi la entiendo —dijo Conde, con cierto reflujo de remordimiento por haber obligado a Elías Kaminsky a soltar aquella disquisición—. ¿Y aun así quieres ver la casa donde tu padre alguna vez creyó que era feliz?

El pintor le dio fuego a otro de sus Camel y se perdió en un largo silencio.

—Tengo que hacerlo —dijo al fin—. Vine a Cuba para entender algo, como mi padre volvió por una vez a Cracovia para encontrarse consigo mismo y, al final, descubrir lo peor de sí mismo… Y aunque sea lo peor, yo también lo necesito saber, tengo que saber.

Siguiendo las instrucciones del Conde, el auto conducido por Elías abandonó la siempre hostil Calzada del 10 de Octubre para penetrar las entrañas de Santos Suárez por la más amable Avenida de Santa Catalina. Mientras avanzaban por la calle flanqueada de viejos flamboyanes todavía florecidos, Conde le explicaba al forastero que aquella zona era uno de los territorios de su vida y sus nostalgias. Muy cerca vivían varios de sus viejos y mejores amigos (también amigos de Andrés: antes de irse, Elías debía conocerlos, le dijo) y la mujer que desde hacía casi veinte años era algo así como su novia.

Al llegar a la calle Mayía Rodríguez, Conde le indicó a Elías que torciera a la derecha y, dos cuadras más abajo, tomara a la izquierda y se detuviera ante la que, según la dirección anotada, debía de ser la casa donde vivieron Daniel y Marta Kaminsky hasta abril de 1958. Conde, que se había relajado hablando de amigos y amores, sintió en ese instante cómo algo recóndito comenzaba a chirriar en aquella búsqueda.

—¿Esa era la casa de mis padres? —preguntó entre atónito y abrumado Elías Kaminsky, pero Conde le respondió con una pregunta.

—¿Quién tú dices que vivía en la casa grande de la esquina?

—Un jefe de la policía de Batista.

—¿Pero quién?

—No me acuerdo del nombre —dijo el pintor, casi disculpándose, sin entender el interés del Conde por el dato.

—Es que… ¡Arrima el carro ahí y préstame tu teléfono! —dijo el Conde.

Cuando movió el auto y lo acercó al bordillo, bajo el manto refrescante de un ocuje de tronco maltratado, el pintor le extendió el celular a Conde. Sin dar más explicaciones, el ex policía marcó varias teclas hasta armar un número y oprimió el botón verde, confiado en que ese fuera el trámite necesario para hacer funcionar aquel aparato con el cual no tenía ni pretendía tener la menor familiaridad.

—¿Conejo? —preguntó y se enrumbó—. Sí, soy yo… Está bien, pero ahora cállate y dime una cosa… ¿De quién era la casa bonita de la esquina de Mayía y Buenavista que a ti te gusta tanto…? El dueño de antes… —Conde escuchó unos segundos—. Anjá, Tomás Sanabria… ¿Y era qué? —Volvió a escuchar—. Anjá, anjá… ¿Y antes? —Hizo otra pausa y casi gritó—: Yo lo sabía, claro que lo sabía. Nada, luego te llamo para explicarte —dijo y, como pudo, cortó la comunicación y le devolvió el teléfono a Elías, quien, detrás del volante, no había dejado de mirar con los ojos casi desorbitados, pretendiendo entender lo inteligible.

—¿Pero qué fue lo que pasó?

—El que vivía ahí al lado era Tomás Sanabria, el segundo jefe de la policía de La Habana. Ese era el vecino de tus padres que siempre tenía una patrulla en la calle para que lo protegieran.

Elías Kaminsky escuchaba y trataba de asimilar la información. Pero parecía incapaz de seguir el razonamiento de Conde.

—Ese hombre, Tomás Sanabria, era un hijo de puta asesino y sádico… ¿Tú sabes si tuvo algo que ver con tu padre o con el cuadro de tu padre?

El pintor encendió un cigarro. Pensaba.

—No, que yo sepa. Me habló del policía que vivía al lado de ellos, pero ahora mismo ni siquiera creo que me haya dicho su nombre.

—Ese Sanabria era íntimo del hijo de Manuel Benítez, que se llamaba como su padre, Manuel Benítez, y según algunos era el mejor amigo de Batista… Ya sabes, el viejo Benítez fue el que les vendió las visas falsas a los pasajeros del Saint Louis.

El asombro de Elías Kaminsky era patente, rotundo.

—¿Puede ser todo una casualidad? —preguntó Conde, en voz alta, pero hablando consigo mismo—. ¿Un jefe de la policía amigo del hijo de Benítez viviendo al lado del hijo de unos judíos que Benítez estafó con unas visas falsas? ¿Toda esa gente, o por lo menos alguno de ellos, no habrán estado relacionados con esa pintura de Rembrandt?

—Pues no lo sé —dijo Elías y parecía sincero, además de aturdido.

Ni aquella respuesta logró detener el crecimiento acelerado de la premonición que se iba adueñando de toda la anatomía y la conciencia de Mario Conde. Más de un camino podían estar cruzados en el fondo de aquella historia.

El palacete que se había construido Tomás Sanabria, ahora en manos de alguien con suficiente poder político o económico para haber accedido a él, había atravesado triunfal y bien maquillado el paso de las décadas. En cambio, la más modesta edificación vecina, donde vivieron cuatro años de su vida Daniel Kaminsky y su mujer Marta Arnáez, no había corrido igual suerte. No se debía, a primera vista, a problemas con la calidad de la construcción, pues columnas, arquitrabes y techos lucían todavía sólidos, a pesar de los años que cargaban. Se trataba de los efectos de la plaga: porque puertas y ventanas habían sufrido múltiples vejaciones, las paredes parecían haber sido mordidas por hormigas gigantes y pintadas por última vez cuando el club Marianao todavía existía como equipo de la socialistamente fumigada liga profesional cubana, varias de las losas del portal habían sido quebradas, mientras el muro bajo que la separaba de la calle había perdido todo el repello, parte de las rejas y hasta algunos ladrillos. Lo que fuera un jardín, por su parte, había involucionado hacia el estadio de simple matorral con serias aspiraciones a convertirse en basurero. Hasta el tronco del ocuje del parterre parecía carcomido con odio y alevosía…

—¿Estás seguro de que esta fue la casa de mis padres? —tuvo que preguntar Elías Kaminsky, recostado en el turismo para no caer de espaldas mientras contrastaba la amarga realidad del presente con la imagen mental de algunas fotos y de las evocaciones paternas de un pasado feliz, repentinamente enturbiado.

—Tiene que ser. —A Conde no le quedó más remedio que lastimar la herida.

—Yo quería entrar… —comenzó a decir Elías Kaminsky, y Conde aprovechó la pausa.

—Mejor ni lo intentes. Lo que buscas ya no está ahí. Esa ruina ya no es la casa de tus padres.

—Menos mal que nunca volvieron —se consoló el hombre.

—Hubiera sido igual que el regreso a Cracovia después de la guerra mundial, digo yo… No, no puede ser casualidad que ahí al lado viviera Tomás Sanabria.

El pintor no parecía muy interesado en el propietario original de la casa vecina, conmocionado por la que se relacionaba con su pasado, en realidad, el pasado de sus padres.

—¿Qué pasó cuando ellos se fueron en 1958? —Conde trató de enrumbar la conversación por el sendero que le interesaba.

—Mis abuelos gallegos lograron vender esta casa un poco después. Mi padre, que se había quedado corto de plata luego de dar los cinco mil pesos para comprar el pasaporte de Pepe Manuel, usó ese dinero para pagar la entrada de la casita que se compraron en Miami Beach y para dejarle algo de plata al tío Joseph. La universidad estaba cerrada, pero el tío Pepe estaba guardando dinero para los estudios de su entenado, el hijo de Caridad… Así era él. Como guardaba el dinero debajo del colchón, después lo perdió casi todo cuando aquí decretaron el cambio de moneda y nada más aceptaron cambiarle doscientos pesos a cada persona…

Conde asintió, conocía la historia. Un hito en el proceso de la pobreza generalizada.

—Por lo que me dices, tus padres no tuvieron tiempo ni para vender la casa. ¿Puedo pensar que por el problema de José Manuel Bermúdez ellos también tuvieron que salir huyendo?

—No, no fue por Pepe Manuel. Aunque tuvo mucho que ver con esa historia. Como te dije, tratando de resolver la salida de su amigo, mi padre volvió a toparse con el cuadro de Rembrandt.

—¿Cómo es que volvió a encontrarse con el cuadro?

—Porque estaba en casa de ese funcionario de Inmigración, el tal Mejías, al que Roberto y mi padre fueron a ver para comprarle el pasaporte a Pepe Manuel.

—¿Y Mejías no tenía nada que ver con Sanabria?

—No que yo sepa… O hasta donde me contó mi padre…

El Conde sintió en ese momento cómo el cruce de mundos hasta entonces paralelos, al menos desconocidos uno para el otro, habitados por galleros que resultaban ser uno solo, jefes de policía y revolucionarios perseguidos por esos policías, sumados a judíos renegados y no, formaban una tromba que colisionaba en su mente para generar una chispa. La misma o al menos muy parecida a las que, en sus tiempos de policía investigador, tanto lo habían ayudado a salir de atolladeros.

—Dime algo antes de seguir en esta historia interminable y para que yo pueda entender algo… —Empezó a hablarle a Elías con toda su amabilidad, pero no pudo evitar el salto hacia la más dura exigencia—. ¿Lo que tú quieres averiguar te va a servir para recuperar el cuadro de Rembrandt?

Elías se tiró un poco de la coleta. Pensaba.

—Tal vez, pero no especialmente. Creo.

—Estamos hablando de más de un millón de dólares… ¿Entonces qué carajo es lo que tú quieres que yo te ayude a averiguar? ¿Es lo que me estoy imaginando?

Elías Kaminsky no había perdido la calma. Ahora, sin apenas pensar, respondió con evidente conocimiento previo de la respuesta.

—Sí, creo que ya puedes imaginártelo. Aunque sea duro saberlo, quiero estar seguro de si fue mi padre quien mató a Román Mejías. El hombre apareció muerto en marzo de 1958, asesinado de una manera bastante horrible, y mis padres se largaron apenas un mes después… Pero sobre todo quiero saber por qué mi padre no recuperó el cuadro que le pertenecía, y más si hizo lo que parece haber hecho. Y dónde coño estuvo metido ese cuadro todos estos años…