FUE en la temporada de beisbol invernal de 1953-1954 cuando el gran Orestes Miñoso, «el Cometa Cubano», alma del team Marianao de la liga profesional de la isla y, por esa época, también de los White Sox de Chicago en las Grandes Ligas norteamericanas, conectó el batazo más largo que hasta entonces se diera en el Gran Stadium de La Habana, construido unos años atrás. El pitcher contrario era el yanqui Glenn Elliott, esa temporada al servicio del poderoso club Almendares, y lo que le soltó Miñoso fue un lineazo descomunal que pasó muy por encima de las cercas del jardín central, un toletazo inhumano en el que aquel negro de cinco pies y diez pulgadas de músculos compactos había descargado toda su fuerza y su increíble talento para darle a la pelota, con la belleza y perfección de sus aterradores swings. Cuando los comisarios de la liga intentaron medir las dimensiones de la conexión, se aburrieron de contar al sobrepasar los quinientos pies de distancia respecto al plato. Como recordación de aquella hazaña, por el sitio sobre el cual había volado la pelota, fue colocado un cartel con la advertencia: POR AQUÍ PASÓ MIÑOSO. A partir de la temporada siguiente, cuando la estrella del Marianao se acercaba al cajón de bateo, por la megafonía del mayor santuario de la pelota cubana se escuchaban los acordes del chachachá grabado en su honor por la Orquesta América y cuyo estribillo más popular decía: «Cuando Miñoso batea de verdad, la bola baila el chachachá».
Aquel día histórico, del que se hablaría por años y años entre los aficionados a la pelota, el polaco Daniel Kaminsky y sus amigos Pepe Manuel y Roberto eran tres de los dieciocho mil doscientos treinta y seis aficionados que ocupaban las gradas del Gran Stadium para disfrutar del partido entre los demoledores Alacranes del Almendares y los modestos pero aguerridos Tigres de Marianao. Y, como casi todos esos afortunados fanáticos, Daniel y sus amigos recordarían por el resto de sus días —muchos días para unos; pocos, en verdad, para otro— el batazo de aquel ángel negro matancero, descendiente de esclavos traídos desde el Calabar nigeriano.
Daniel había adquirido por contagio callejero el virus incurable de la pasión por el beisbol que dominaba a los cubanos. Y, por esa lógica absurda que a veces tienen los amores, desde el principio decantó su preferencia por el modesto team de Marianao, un equipo que en cincuenta años de historia apenas se alzó en cuatro ocasiones con la corona de campeones de la Liga de Invierno. Dos años antes de que Daniel llegara a Cuba, los Tigres habían alcanzado por segunda vez la gloria. Y no volverían a lograrlo hasta las fabulosas temporadas de 1956-1957 y de 1957-1958, cuando, guiados por el bate implacable de Miñoso y la alegría con que aquel hombre salía al terreno de juego, lo harían de manera aplastante. Daniel Kaminsky siempre pensaría que su opción de amor por un equipo perdedor formaba parte de un complicado plan de compensaciones, pues luego de un larguísimo período de frustraciones, fue justo en los dos últimos años que él viviría en Cuba, envuelto ya en las tensiones definitivas destinadas a cambiarle la vida, cuando el Marianao se hizo con aquellos campeonatos y Orestes Miñoso, el héroe más querido de toda su vida, alcanzaría una de las cúspides de su gloria, demostrando, como nunca, que «Cuando Miñoso batea de verdad, la bola baila el chachachá».
A pesar de que el Marianao perdiera temporada tras temporada durante casi toda la estancia cubana de Daniel Kaminsky, el joven que aquella tarde de 1953 había asistido al Stadium de La Habana tenía otras muchas razones para considerarse un hombre feliz. «¿Qué es la felicidad?», le preguntó en una ocasión a su hijo Elías, muchos años después, cuando ya era huésped del exclusivo hogar geriátrico de Coral Gables y, en su mesa de noche, seguía ocupando el lugar más visible aquella enorme foto en la que el judío polaco y el negro pelotero cubano se estrechaban las manos, sonrientes, aunque ya calvo el judío y punteado de canas el cubano. El pintor pensó la respuesta posible, acumuló evidencias, pero prefirió permanecer en silencio: en realidad le interesaba más el concepto de su padre que el suyo propio. «Dime tú.» «La felicidad es un estado frágil, a veces instantáneo, un chispazo», había comenzado a decirle Daniel a su vástago, mientras dirigía su mirada hacia la foto donde aparecía junto al gran Miñoso y, luego, al rostro de Marta Arnáez, cubierto de arrugas y ya muy lejos de la belleza que había exhibido durante años. «Pero si tienes suerte puede ser duradero. Yo tuve esa suerte. En la época en que se hacen los amigos de toda la vida, encontré a esos amigos. Y desde que conocí a tu madre fui, en los asuntos principales de la vida, un hombre feliz. Pero cuando me recuerdo de cosas como el privilegio de haber sido uno de los dieciocho mil habitantes de la tierra que estaba esa tarde en el estadio y pude gozar el jonronazo de Miñoso, sé que por momentos fui muy feliz… Por años, incluso, conseguí enterrar mis dolores del pasado y vivir mirando hacia delante, solo hacia delante. Lo jodido es que cuando menos lo esperas, hasta esos dolores que creías vencidos salen un día de sus fosas y te tocan en el hombro. Entonces todo se puede ir a la mierda, incluida la felicidad, y recuperarla después no es nada fácil.»
La casa de Santos Suárez que el joven matrimonio había logrado comprar en 1954 con la suma de los ahorros propios y de las generosas aportaciones de los suegros gallegos y el tío judío, era modesta y confortable. Tenía dos habitaciones, sala, comedor, cocina y, por supuesto, baño propio con todas sus piezas, un recinto brillante cubierto de azulejos negros donde podías cagar privadamente cuanto y cuando quisieras. Además, la casa contaba con un pequeño patio y el lujo de un portal por donde corría la brisa, incluso en los días más fogosos del verano. Había sido construida en la década de 1940 por los dueños de la más ostentosa, moderna y amplia casa vecina, cuyo cabeza de familia había tenido un rápido ascenso económico desde que su amigo Fulgencio Batista llegara al poder y lo convirtiera en uno de los jefes de la policía habanera y se pudiera permitir, gracias a las muchas coimas que recibía por su cargo policial, la inmediata fabricación de aquella mansión que hacía lucir diminuta la casa de los Kaminsky.
Una vez graduado y ya convertido en contador del lujoso Minimax de Brandon y Hyman, el salario de Daniel había ascendido a los doscientos pesos mensuales, más rentables por los descuentos con que podía adquirir los magníficos productos del mercado. Marta, por su parte, aun cuando no lo necesitaran para vivir, había insistido en ejercer su profesión y, siempre gracias al empuje de Brandon, obtenido una plaza en el recién abierto Instituto Edison, del vecino barrio de La Víbora. Para 1955, el matrimonio pudo darse el lujo de adquirir un Chevrolet del año y, para la Navidad, pasar las vacaciones en la Ciudad de México, donde vieron actuar a la orquesta de Dámaso Pérez Prado y bailar a María Antonieta Pons, justo en los días de furor mundial del mambo y las rumberas cubanas. La vida les sonreía y ellos le sonreían a la vida. Para coronar la perfección soñada, solo les faltaba que la naturaleza los premiara con la llegada del hijo o la hija que ambos deseaban, y para cuya gestación trabajaban con ahínco, frecuencia y amor.
El tío Pepe Cartera también había introducido cambios capaces de mejorar su cotidianidad. Sin dejar de ser el mismo de siempre, había optado por trasladarse a una muy modesta casita de la calle Zapotes, en Luyanó, un sitio independiente, con baño y cocina propias, donde como regalo por la mudada lo esperaba el lujo blanco brillante de un refrigerador Frigidaire comprado por Daniel y Marta… Desde mucho antes de que se concretara el matrimonio y la mudada, el peletero había permitido que se hiciese público su amorío con la mulata Caridad Sotolongo, aunque por razones de espacio cada uno había seguido ocupando su cuarto en el solar de Acosta y Compostela. El polaco cincuentón había asumido con gallardía el peso de los profundos prejuicios raciales existentes en Cuba y por eso, desde que hizo manifiesta su relación con Caridad, nunca se había dejado avasallar por las miradas indiscretas y hasta desdeñosas que los colocaban bajo el prisma del desprecio cuando, tomados del brazo, el judío cetrino y la mulata carnosa asistían al cine, al teatro Martí o, para sorpresa de todos los que conocían al polaco y su relación con el dinero, a los restaurantes kosher del antiguo barrio de Pepe Cartera.
El mayor motivo de preocupación que merodeaba la existencia de Daniel Kaminsky estaba vinculado con sus amigos Pepe Manuel Bermúdez y Roberto Fariñas. Pepe Manuel se había matriculado en la Universidad de La Habana, donde estudiaba Leyes —qué otra cosa podía haber estudiado, siempre decía Daniel— y había continuado su vocación de líder estudiantil. Ya para 1955, desde las filas del Directorio Universitario, participaba de modo activo en la oposición a Batista que crecía por días en el país. Roberto, por su lado, quien había decidido regresar al redil y trabajaba en los negocios familiares, militaba en un grupo clandestino de partidarios ortodoxos, radicalizados luego de los sucesos del cuartel Moncada y dispuestos a sacar del poder, incluso por la vía de las armas, al general y su pandilla de desaforados compinches. No obstante, las militancias de Pepe Manuel y Roberto nunca se enfrentaron al apoliticismo pragmático y permanente de Daniel, y la complicidad entre los amigos y sus parejas (Pepe Manuel había sorprendido a los otros con la noticia de que se separaba de Rita María, mientras procuraba incorporar a la cofradía a su nueva novia, Olguita Salgado, que llegaba al grupo con fama de ser comunista) siguió siendo tan compacta como en los tiempos del instituto, y cada uno de ellos disfrutaba de la compañía de los otros, los viajes a la playa, los bailes en los clubs sociales con las muchas y muy buenas orquestas de la época y las jornadas vespertinas o nocturnas en el Gran Stadium de La Habana.
Por lo que conversaba con sus amigos y lo que conseguía oír en la calle, Daniel fue sintiendo cómo la sombra mezquina del miedo, cada día más tangible y dañina, alteraba con una rapidez macabra aquel estado de gracia del que tanto disfrutaba. A ojos vista, la vida política del país se había ido tensando y eran cada vez más las fuerzas que, por una u otra vía, con respuestas pacíficas o belicosas, se oponían al Gobierno de facto del general Batista. Pero aquel hombre que en los días turbios de 1933 había dado el salto de sargento a general y regido desde las tribunas públicas o desde la oscuridad, e incluso desde la distancia, los destinos de Cuba, pretendía conservar a cualquier precio aquella jugosa posición. Aunque para ello debiera acudir a extremos métodos de represión y violencia: como todos los hombres adictos al poder y sus muchos beneficios, financieros o espirituales. Batista, por supuesto, había amasado una prodigiosa fortuna y creado a la vez una red de compromisos económicos a la cual se había sumado un grupo de jefes mafiosos norteamericanos, entre ellos el judío polaco Meyer Lansky, convertido en una presencia habitual en La Habana aunque, como decía el tío Joseph, por suerte aquella vergüenza para los judíos pasaba su tiempo en casinos, cabarets y conciliábulos con Batista y sus amanuenses, y no en la sinagoga.
Por primera vez desde que llegara a Cuba, Daniel Kaminsky sentía demasiados silencios. Y no solo porque se hubiera mudado de la proletaria y bullanguera Habana Vieja al más burgués y residencial Santos Suárez. Era quizás cierta capacidad innata, según le explicaría alguna vez a su hijo, una disposición genética, una experiencia histórica acumulada durante siglos por los de su estirpe para poder olfatear el peligro y el terror gracias a las más insólitas o imperceptibles señales. En este caso el silencio. Por ello, aunque su vida se desenvolviera del mejor de los modos posibles y él se mantuviera distanciado de la política todo cuanto resulta factible mantenerse al margen de algo tan ubicuo, tuvo la percepción de que la atmósfera se iba cargando de una manera muy peligrosa. Y los hechos, aislados primero, cotidianos después, le darían la razón. Aquella explosión del miedo ocurriría justo por la época en que, gracias a Miñoso, los Tigres de Marianao tuvieron su mayor momento de gloria. De un modo no del todo imprevisible, su onda expansiva llegó hasta la vida de Daniel, conducida por las acciones y necesidades de su amigo Pepe Manuel y de la mano de su también amigo Roberto Fariñas. La treta perfecta del azar fue que aquellos complicados y peligrosos juegos políticos serían los encargados de colocar otra vez a Daniel Kaminsky ante el retrato del joven judío demasiado parecido a la imagen del Jesús de la iconografía cristiana, el mismo retrato estampado en la apacible foto familiar que había cruzado el Atlántico con él, casi veinte años atrás.