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La Habana, 2007

COMO del añorado Moshé Pipik solo sobrevivían unas ruinas malolientes incapaces de evocarle a alguien que allí había brillado el restaurante kosher empeñado por años en cuquear el hambre de Daniel Kaminsky, Elías le propuso a Conde probar suerte en el Puerto de Sagua, donde, decía su padre, el pescado siempre solía ser excelente.

—Solía ser, en este caso, puede ser estrictamente solía —le advirtió el Conde—: tiempo pasado, imperfecto, pero pasado. Como la época de Moshé Pipik y otras cosas que has querido ver… Por cierto, ¿dijiste cuqueado?

—Sí —Elías Kaminsky afirmó, con las cejas arrugadas—. ¿Está mal dicho?

—No, que yo sepa no…

—Esa palabra la usaba mi madre. Desde hace años vivo hablando en inglés, pero cuando lo hago en español, sin pensarlo me conecto con la forma en que ella hablaba. Son como joyas viejas. Las limpias un poco y se vuelven brillantes. ¿Qué me dices, a ver, de la palabra zarrapastroso? Mi padre era un judío flaco y zarrapastroso… A lo mejor ya nadie dice eso.

—Era lo que se dice un habitante. Un habitantón… —remachó Conde.

Elías sonrió.

—¡Coñó! Hacía mil años que no oía eso. Mi padre también lo decía cuando hablaba con los cubanos de allá. ¡No seas habitante, Papito!, le decía a un cubano del que se hizo amigo en Miami…

Mientras recorrían los sitios de la vida, la memoria y las palabras extraviadas del polaco Daniel Kaminsky y su mujer, Mario Conde había tenido la agradable sensación de estar asomándose a un mundo cercano pero a la vez distante, difuminado desde que él tuviera uso de razón. La vida de aquellos judíos en La Habana era un episodio vencido, del cual apenas quedaban rastros y muy poca intención de evocarlos. La estampida masiva de los hebreos, tanto asquenazíes como sefardíes (por una vez puestos de acuerdo), se había producido con la sospecha, primero, y la confirmación, poco después, de que la revolución de los rebeldes optaría por el sistema socialista. El cambio había empujado al ochenta por ciento de la comunidad a un nuevo éxodo, al cual muchos se verían obligados a partir igual que como llegaron: apenas con una maleta de ropas. Por lo que aquellos hombres sabían del destino de los judíos en los inconmensurables territorios soviéticos, pocas de sus costumbres, creencias y negocios saldrían indemnes del encontronazo, y a pesar de la experiencia entrañable vivida en la isla, los judíos se fueron con su maleta, sus plegarias, comidas y música a otra parte. Y para la mayoría, incluidos el converso Daniel Kaminsky y su mujer Marta Arnáez, adelantados unos meses en aquella opción, fue Miami Beach, donde ya vivían otros judíos asentados en los Estados Unidos, el sitio en el cual tomaron la pendiente de construir una nueva vida y, con la experiencia milenaria acumulada, establecieron una comunidad otra vez cercana a la pegajosa cultura del gueto. La inquietante diferencia de fechas que alentaba las dudas del pintor radicaba en el hecho de que mientras el grueso de la comunidad abandonó la isla entre 1959 y 1961, Daniel Kaminsky y su mujer habían partido en abril de 1958, con una antelación y prisa empeñadas en delatar otras urgencias.

Encontraron casi vacío el espacioso salón del restaurante. Cuando Conde leyó los precios del menú, se reafirmó en las razones de aquella desolación. Un plato de langosta costaba lo que un cubano común y corriente ganaba en un mes. Aquel sitio era otro gueto: para extranjeros como Elías Kaminsky, para tigres criollos como Yoyi el Palomo y, por aquellos días, para un afortunado como él, contratado y con los gastos pagados al parecer solo para oír la novela de la vida de un judío empecinado en dejar de ser judío y que, en algún momento, hasta donde sabía Conde, al parecer había matado a un hombre.

La atmósfera refrigerada del restaurante olía a cerveza y a mar. Las luces atenuadas resultaron un alivio para las pupilas de los recién llegados, alteradas por el sol de septiembre. Los camareros, un verdadero escuadrón, aprovechaban el sosiego del salón para conversar recostados a la larga barra de madera pulida, quizás la misma en la que, cincuenta y cinco años antes, se habían acodado el recién convertido Daniel, su novia, amigos y parientes, para brindar por el ya expedito matrimonio católico.

Elías optó por el enchilado de langosta. Conde se decantó por un sopón de pez perro. Para beber, reclamaron las cervezas más frías que hubiera en el local.

—Mi padre nunca hubiera podido ser un lobo solitario. Él necesitaba pertenecer, ser parte de algo. Por eso los amigos fueron tan importantes para su vida. Cuando perdió a los más cercanos, fue como si se quedara sin brújula… También por eso volvió a hacerse judío. Aunque no pudiera creer en Dios. —Elías sonrió.

—Ahora que lo dices, hay una cosa que no te he preguntado… —Ante el asombro del pintor, Conde encendió su cigarro, cagándose olímpica y cubanamente en la supuesta prohibición anunciada por el cartel del círculo rojo—. ¿Tú practicas el judaísmo?

Elías Kaminsky levantó los hombros e imitó a Conde, dándole fuego a su Camel, luego de beber de un golpe más de la mitad de su alta copa de cerveza Bucanero.

—En puridad la condición de judío se transmite por la madre, y la mía no lo era de sangre. Pero desde que mis padres llegaron a Miami las cosas cogieron otros rumbos y como parte de esos rumbos, mi madre terminó convirtiéndose y resultó que automáticamente a mí me hicieron judío. Aunque soy de los que solo asisto a la sinagoga el día de Yom Kipur, porque es una fiesta hermosa, y como costillas de puerco a la barbacoa. Pero digamos que sí, lo soy.

—¿Y eso qué significa para ti?

—Es complicado, bastante… Mi padre tenía razón cuando decía que ser judío es algo escabroso. Por ejemplo, la condición de judío fue un problema hasta para los alemanes que mataron a seis millones de nosotros, incluidos mis abuelos y mi tía… Hace poco leí un libro que lo explica de una manera que me impresionó mucho. Decía el escritor cómo la decisión de aniquilar judíos era sobre todo una forma de autoaniquilación necesaria de los propios alemanes, o por lo menos de una parte de su propia imagen de la que se querían desprender para ser la raza superior… Aunque no lo reconocieran, y de hecho no lo reconocieron nunca, lo que los alemanes pretendieron con la eliminación de las actitudes de los judíos que ellos llamaron avaricia, cobardía y ambición, en realidad fue el intento de borrar unas cualidades propias de ellos, de los alemanes. Lo jodido de la historia es que cuando los judíos las practicaban al modo alemán, era porque soñaron con parecerse a los alemanes, porque muchos quisieron ser más alemanes que los propios alemanes, pues consideraron a esos hombres entre los que vivían como la imagen perfecta de cuanto hay de hermoso y bueno en el mundo de la burguesía ilustrada, de la cultura, la urbanidad a la cual muchos de ellos aspiraban a pertenecer para dejar de ser diferentes y para ser mejores… Ya algo así había pasado en Grecia cuando muchos judíos se helenizaron, y después en la Holanda del siglo XVII… O también es posible que los judíos quisieran parecerse a los alemanes para dejar atrás la imagen del comerciante barrigón, ahorrativo, mezquino, que cuenta cada moneda, y de ese modo ser aceptados por los alemanes… No es casual que muchos judíos alemanes se asimilaran totalmente, o casi, y algunos hasta abominaran del judaísmo, como Marx, un judío que incluso odiaba a los judíos… Lo terrible, dice este hombre con esos juicios tan inquietantes, es que, sin embargo, el sueño de los alemanes era justo lo inverso: parecerse a lo esencial de los judíos, o sea, ser puros de sangre y espíritu como decían ser los judíos, sentirse superiores, como los judíos, por su condición de pueblo de Dios, ser fieles a una Ley milenaria, ser un pueblo, un Volk, como decían los nacionalsocialistas, y gracias a todas esas posesiones maravillosas resultar indestructibles, como los judíos, quienes a pesar de no tener patria y de haber sido amenazados mil veces con la destrucción, siempre habían sobrevivido. En pocas palabras: ser diferentes, únicos, especiales, gracias al amparo de Dios.

—No entiendo bien —admitió el Conde—, pero suena lógico. Con una lógica perversa por todo lo que ocurrió en Alemania y en Europa…

—Pero hay más… Lo que llevó al desastre y el Holocausto fue que todos se equivocaron: los judíos queriendo ser alemanes sin dejar de ser judíos, y los alemanes aspirando a tomar el ejemplo de predestinación y singularidad de los judíos. Ya algo así, aunque por suerte no terminó en tragedia, había pasado en Ámsterdam cuando los holandeses calvinistas y puritanos hallaron en el libro judío el fundamento para mitificar su singularidad nacional, para explicar la historia de su mística nacional de pueblo elegido y próspero. Encontraron en los judíos un paralelo glorioso para sus éxodos y la fundación de una patria…, incluso la justificación para hacerse ricos sin prejuicios morales ni religiosos. Por eso aceptaron a los sefardíes expulsados de España y Portugal y hasta les permitieron practicar su religión y construir algo tan majestuoso e impresionante como la Sinagoga Portuguesa, que es una variación futurista del Templo de Salomón, encajada en el centro de Ámsterdam. ¿O por qué crees que Rembrandt y los demás pintores de esa época preferían las escenas del Antiguo Testamento para buscarse a sí mismos…? Mira, si algo ha conseguido significar el hecho de ser judío, es precisamente ser otro, una forma de ser otro que, a pesar de no haber funcionado muchas veces para los judíos, ha sobrevivido a tres milenios de asedio. Y eso era lo que más querían los nacionalsocialistas alemanes: ser otros y eternos, tener un sentimiento de pertenencia tan fuerte como el de los judíos… Y para lograrlo tenían que hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.

—La cosa se pone siniestra.

—Puede que lo sea, de hecho lo es —admitió Elías Kaminsky—. Todo lo que te he dicho puede encajar bastante bien si uno se detiene a pensarlo un rato…, ¿no? Mira, mi ventaja está en que soy un judío de la periferia, en todos los sentidos, y aunque pertenezco, no pertenezco, aunque conozco la Ley, no la practico, y eso me da una distancia y una perspectiva para ver ciertas cosas. Lo que hicieron los alemanes con seis millones de judíos, incluidos los que debieron haber sido mis abuelos, mis bisabuelos, mi tía, no tiene perdón. Aunque a la vez necesita tener una explicación, y el odio de razas y la muerte de Jesús en la cruz no puede abarcarlo todo en un proceso que resultó tan profundo y radical y que envolvió a todo un continente. Por eso me gusta esa explicación, casi me convence…

Los platos pusieron una pausa en aquella conversación que había derivado por caminos demasiado enrevesados para la fatiga mental de Mario Conde. Según Elías el enchilado era excelente; para Conde la salsa de perro resultó un remedo mediocre de la que alguna vez probara en una modesta fonda de Caibarién o la que preparaba Josefina con la sencillez rotunda implícita en una improvisada pero a la vez fabulosa combinación de ingredientes elementales al alcance de unos pobres pescadores que han puesto una olla con agua al fuego mientras limpian de escamas a un pez perro. Para mejorarla, el ex policía la había rociado con un chorro de picante que lo puso a sudar, a pesar del ambiente gélido del restaurante.

—Cuando te hablé del Saint Louis —Elías vertió una nueva cerveza en su vaso—, y me dijiste que te daba vergüenza oír esa historia… Bueno, hace unos años los Estados Unidos le dieron unas disculpas a los judíos, pero Cuba no.

—Normal —dijo Conde y pensó un instante el resto de su comentario—. Somos demasiado orgullosos como para pedir disculpas. Además, el pasado es cosa del pasado y a nadie ahora se le ocurriría disculparse por algo que otros hicieron, aunque también fueran cubanos… A mí me da vergüenza esa historia porque soy un comemierda con dos doctorados.

Elías Kaminsky sonrió, restándole dramatismo al momento.

—Por cierto, algo que no puedo dejar de hacer es visitar el cementerio donde está enterrado el tío Joseph —dijo Elías.

—Debe ser uno de los de Guanabacoa. Porque hay dos.

—Sí, uno para los asquenazíes y otro para los sefardíes.

—Nunca los he visitado —admitió Conde.

—¿Te embullas? —preguntó Elías Kaminsky acudiendo otra vez al léxico de su madre.

—Me embullo —dijo Conde—. Pero después del postre y el café. Eso también va en los gastos de trabajo —dijo y levantó el brazo para conseguir la difícil posibilidad de que alguno de los displicentes camareros se dignara prestarles atención.

Mal informados por un transeúnte para quien todos los judíos y todos los muertos eran la misma cosa, Conde y Elías Kaminsky fueron a dar primero al cementerio de los sefardíes. Lo que encontraron no resultaba para nada alentador. Lozas polvorientas, quebradas algunas, hierbajos por todas partes, un muro caído, sepulcros canibaleados por buscadores de huesos de judíos para completar los atributos de las cazuelas rituales de los paleros cubanos. Porque, eso sí lo sabía muy bien el Conde desde sus tiempos de policía, un hueso de un chino o de un judío potenciaba el poder de la «prenda» religiosa de los paleros, más si se quería para hacer el mal. Pero no se lo comentó a Elías Kaminsky.

Por fortuna, el cementerio asquenazí estaba a unas pocas cuadras, y como prefirieron cubrir el trayecto a pie, Conde aprovechó la caminata para seguir saciando su desvelada curiosidad.

—Tus padres se fueron, pero el tío Pepe se quedó. ¿Cómo fue eso?

—Después de la boda, mi padre se mudó para la casa de mis abuelos, hasta que compraron la casita de Santos Suárez. Pero el tío se quedó en el solar tres o cuatro años más. Hasta que se casó ante notario y se fue a vivir con Caridad y Ricardito a un barrio que se llama…, ahora no me acuerdo. Cuando mi padre se estableció en Miami, le preguntó al tío Joseph si él, Caridad y su hijo querían ir a vivir con ellos. Pero él le dijo que, a su edad, ya no tenía fuerzas para empezar de nuevo. Él no quería irse a ningún sitio, y menos a un país donde una negra no podía vivir como una persona normal… Él se quedaba en Luyanó. ¿Puede ser Luyanó?

—Anjá, sí, Luyanó.

—Bueno, pues alquiló una casita de dos habitaciones, una para él y Caridad, y la otra para Ricardito. En una caseta que había en el fondo de la casa puso su máquina de coser y sus herramientas, pero ya casi solo trabajaba en el taller de Brandon, hasta que llegó el comunismo, desapareció el taller, Brandon y casi todos los judíos… El tío murió aquí, en 1965, sin llegar a los setenta años. Al final se ganaba la vida remendando zapatos…

—¿Y Caridad?

—Mis padres mantuvieron correspondencia con ella hasta que murió, como en 1980, más o menos. Siempre que podía, mi padre le mandaba algún paquete con ropas, medicinas, algo de comer. En aquel tiempo era muy complicado.

—¿Y Ricardito?

—Hasta donde sé, se hizo médico. Pudo terminar el bachillerato antes de 1959 gracias al tío Joseph. Luego fue más fácil para él y entró en la universidad. Pero desde que mi padre salió de aquí, nunca tuvo contacto directo con Ricardito, solo sabían de él por Caridad. Ella le explicó a mi padre que para Ricardito, más siendo médico, no era conveniente tener relaciones con gentes que vivían en Miami.

—Conozco bien esa historia —apuntaló Conde la afirmación del otro.

—Yo también. Tu amigo Andrés me habló de eso. Estuvo años sin saber de su padre porque él vivía en Cuba y el padre en Estados Unidos. Eso los hacía casi enemigos… ¡Qué disparate!

—El hombre nuevo solo podía tener relaciones fraternales con los de su misma ideología. Un padre en Estados Unidos era una contaminación infecciosa. Había que matar la memoria del padre, de la madre y del hermano si no estaban en Cuba. Fue mucho más que un disparate… ¿Y qué sabes de Ricardito?

—Nada… Supongo que sigue aquí, ¿no?

Al llegar al cementerio de los asquenazíes el portero-sepulturero se disponía a cerrar las rejas, pero un billete de cinco dólares les abrió la cancela y les garantizó el servicio de guía y, si lo hubieran pedido y el hombre hubiera podido, hasta unos rezos funerarios en hebreo clásico o en arameo. Apenas traspusieron el umbral —¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!—, Conde constató que entre uno y otro camposanto mediaba una distancia impuesta no por diferencias doctrinales, sino por abismos económicos. Aunque el estado de abandono era similar al imperante en el cementerio sefardí, los túmulos, mármoles y los atributos mortuorios sobrevivientes advertían de que estos muertos asquenazíes habían sido vivos llegados al último trance con mucho más dinero que sus correligionarios sefardíes.

Del mismo modo que en la otra necrópolis, algunas tumbas estaban coronadas con pequeñas piedras puestas allí por algún pariente o amigo. Pero los efectos del tiempo y el abandono lo habían corroído casi todo. Aquellas moradas finales expresaban mejor que cualquier otro testimonio el destino último de una comunidad que, en sus tiempos, había sido activa y pujante. Hasta sus sepulcros estaban muertos. Conde notó las diferencias de apellidos existentes entre uno y otro cementerio, huellas de los caminos paralelos que por siglos habían seguido aquellos judíos, unos en España, la próspera Sefarad, y otros en el éxodo y la dispersión por las vastas regiones de la Europa oriental, los territorios donde cada una de las ramas del pueblo elegido había llegado incluso a forjar sus propias lenguas y a perfilar los apellidos capaces de advertir sobre su pertenencia a las dos culturas unidas por el Libro. Pero la prosperidad de los asquenazíes venidos a Cuba desde Polonia, Austria y Alemania contrastaba con la modestia de los sefardíes turcos, incluso después de la muerte.

El guía-sepulturero los condujo a la tumba de Joseph Kaminsky, cubierta con una losa de granito barato sobre la cual, con dificultad, se podía leer: CRACOVIA 1898-LA HABANA 1965, y unas enrevesadas letras hebreas que, era lo más posible, el propio tío había ordenado grabar como mensaje a la posteridad para que, si alguien aún se interesaba, se supiera quién había sido en vida. El eficiente sepulturero frotó con su pañuelo húmedo por el sudor la placa de granito, hasta que Elías logró leer: JOSEPH KAMINSKY. CREYÓ EN EL SAGRADO. VIOLÓ LA LEY. MURIÓ SIN SENTIR REMORDIMIENTOS.