A partir del instante en que el Saint Louis zarpó de La Habana, Daniel Kaminsky tardaría diecinueve años en volver a tener noticias de aquel retrato de un joven judío realizado por el más grande maestro holandés, la obra en la cual sus padres habían cifrado sus esperanzas de salvación. Para ese entonces ya apenas se acordaba de la existencia del cuadro y, sobre todo, de la presunta existencia de un dios.
En cada ocasión que Daniel recordaba el cuadro al parecer valioso y que al final no reportó ningún beneficio a la familia Kaminsky, sentía cómo lo invadía la frustración y trataba de imaginar en qué momento podía haber cambiado de manos o, mejor, pensaba, había sido destruido por sus padres, una drástica y terrible solución capaz de resultarle más justa para su adolorida memoria.
Según pudo ir conociendo, el Saint Louis, rechazado por los gobiernos de Cuba, Estados Unidos y Canadá, había recibido autorización para fondear en Amberes, Bélgica. Varios gobiernos europeos, menos mezquinos, decidieron repartirse a los refugiados: unos irían a Francia, otros a Inglaterra, unos más permanecerían en Bélgica y el resto, alrededor de ciento noventa, fueron enviados a Holanda. Años más tarde Daniel Kaminsky sabría que su familia había estado en ese último grupo. La mayoría de ellos habían sido confinados al campo de refugiados de Westerbrock, un pantano rodeado de alambres de púas y vigilado por perros guardianes, donde los sorprendió la expedita ocupación alemana de los Países Bajos. De inmediato los invasores comenzaron a limpiar el territorio de judíos y la solución fue enviarlos a los campos de trabajo y exterminio de los territorios del Este. Al parecer, los Kaminsky, luego de casi dos años pasados en un campo en Checoslovaquia (¿la niña Judit sobreviviría al hambre, las enfermedades, el horror?), fueron despachados en 1941 o 1942 a Auschwitz, en las afueras de la ciudad de Cracovia, justo de donde habían partido unos años antes buscando la salvación del terror que se cernía. Era un salto al principio de todo, el lazo macabro de un viaje a través del infierno de una familia y del retrato de un judío sin nombre, la vuelta en redondo que conduciría a algunos de los Kaminsky hacia los crematorios donde se convertirían en cenizas dispersadas por el viento. Y Daniel se preguntaría muchas veces si aquel retrato de un judío demasiado parecido a la más popular imagen de Cristo difundida en el Occidente católico había terminado en las manos de un Standartenführer o cualquier otro alto cargo de las SS, o si sus padres, ante aquel posible destino, lo habían destruido, como la tela inútil en que se había convertido.
Aquella infortunada historia, que vivió su momento más dramático en el puerto de La Habana apenas tres meses antes de la invasión fascista de Polonia, sumada a las sucesivas noticias de los acontecimientos relacionados con la comunidad judía europea que a partir de entonces llegarían de Alemania y de los países ocupados por sus tropas, impulsaron al adolescente Daniel Kaminsky a recorrer el camino que lo convertiría en un escéptico descreído. Si desde niño le habían parecido excesivas ciertas historias de la relación de Dios con su pueblo elegido (en especial la del sacrificio de su hijo Isaac exigido por Yahvé a su favorito Abraham), a partir de ese momento también se atrevió a preguntarse, de modo obsesivo, por qué el hecho de creer en un Dios y seguir sus mandamientos de no matar, no robar, no envidiar podía provocar que la historia de los judíos fuese una cadena de martirios. El colmo de aquella condena había sido, sin duda, el sufrimiento del más horripilante de los holocaustos, en el cual, aun sin tener la certeza alcanzada más tarde, estaba seguro de que habían perecido sus padres y su dulce hermana Judit, de quienes no habían vuelto a tener noticias.
Por ese camino el joven Daniel, con todos los nortes extraviados, empezó a cuestionarse incluso su identidad y el peso avasallante que representaba. ¿Qué tenía que ver él, Daniel Kaminsky, con todo aquello que se decía de los nacidos hebreos? ¿Por llevar el prepucio cortado, comer unas comidas y no otras, rezar a Dios en una lengua ancestral se merecían también él, también su hermana Judit, aquel destino? ¿Cómo era posible que algún pensador judío hubiera llegado a decir que todo aquel sufrimiento constituía una prueba más impuesta al pueblo de Dios por su condición y misión terrena en tanto rebaño escogido por el Santísimo? Como las respuestas se le escapaban pero las preguntas no desaparecían, Daniel Kaminsky decidiría (mucho antes de que su tío Joseph lo presentase en la sinagoga para realizarle la ceremonia iniciática del Bar Mitzvá y se convirtiese en un ser adulto y responsable) que, por decenas de lecciones históricas y razones prácticas, y aunque para los demás siguiera siéndolo, él no quería vivir como judío. Sobre todo, no quería asumir aquella pertenencia cultural porque había perdido la fe en el Dios que la marcaba. Y en todos los dioses. Por encima de los hombres solo flotaban nubes, aire, astros, había concluido el joven: porque en ningún plan cósmico y divino podía aparecer escrita u ordenada la perseverancia de tanta agonía y dolor como pago por el necesario tránsito por una amarga vida terrenal, plagada además de prohibiciones, una vida en pena cuya reparación no se produciría hasta que llegase el Mesías. No, no podía ser. Él no podía creer en la existencia de un dios capaz de permitir tales desmanes. Y si alguna vez había existido, resultaba evidente que era un dios demasiado cruel. O, más aún, que ese Dios no existía o había muerto… Y, se preguntó muchas veces el joven: sin la opresión de ese Dios y sin su tiranía, ¿qué cosa era ser judío?
Aquellos fueron años duros y a la vez llenos de revelaciones para Daniel Kaminsky. Al hambre que siempre estaba tocando a su puerta y a los ruidos citadinos empeñados en asediarlo, vino a sumarse el ubicuo y punzante sentimiento de la incertidumbre. Cuando el Saint Louis regresó a Europa y se supo que los refugiados iban a ser acogidos por Gran Bretaña, Francia, Holanda y Bélgica, la esperanza renació en su corazón y en el de su tío Joseph. Pero con el inicio de la guerra comenzaron a vivir en aquella zozobra empeñada en amargarles la vida a todos los judíos que tenían familias en Europa, y también a los que no la tenían, pues nadie sabía adónde podría ir a parar la avalancha de odio que se movía y crecía como una tenebrosa bola de nieve que nadie parecía capaz de detener.
Todo el tiempo andaban a la caza de noticias, siempre confusas, cada vez más terribles, leyendo cuanto informe caía en sus manos con el temor de encontrar el apellido Kaminsky en alguna lista de retenidos, trasladados o víctimas, con la ansiedad lacerante de no saber, más perversa incluso que la certeza de saber. El primer golpe demoledor había llegado con la noticia de la fácil ocupación nazi de Holanda y el confinamiento y traslado de los judíos allí radicados. Luego, cuando se comenzaron a conocer las primeras noticias de los fusilamientos colectivos de pueblos y comunidades enteras en Polonia, Ucrania, Turquía y los Balcanes, los detalles del para muchos increíble horror de los campos de exterminio, con los inverosímiles añadidos de aquellos trenes cargados de hombres, mujeres y niños famélicos y de los camiones diseñados para utilizar sus propios escapes como gas para asfixiar a los prisioneros, ocurrió en aquella pequeña familia un fenómeno curioso y explicable: mientras Joseph Kaminsky se fanatizaba, acudía con más frecuencia a la sinagoga, dedicaba más horas a las plegarias y clamaba por la llegada del Mesías y el fin de los tiempos, Daniel, cada vez en mejores condiciones de analizar y entender cuanto sucedía y lo que había sido y podría ser su vida, se volvía más escéptico, descreído, irreverente, rebelde ante un presunto plan divino tan rebosante de crueldad. Y, a la vez, se hacía más cubano y menos judío.
Daniel sabía que, para proclamar su liberación y lograr cualquier propósito, necesitaba tiempo y apoyo: y la única persona en el mundo capaz de brindárselos era su tío Joseph. Por eso, a los diez, doce años, el muchacho aprendió el arte de vivir con dos caras que tan útil le sería a lo largo de su vida. El rostro utilizado en la casa y en todo lo relacionado con el tío resultaba una caricatura dibujada con los rasgos imprescindibles para satisfacer (o al menos no irritar) a Pepe Cartera. En cambio, la faz que empezó a desarrollar en las calles de La Habana era pragmática, mundana, esencialmente callejera y cubana. Escudándose en las dificultades económicas en que vivían, había logrado convencer al tío de que lo pusiera en un colegio público cubano y dejaran el aprendizaje religioso para las lecciones del servicio de enseñanza gratuita de la Torá Vaddat de la sinagoga Adath Israel. La opción lo liberó de la escuela del Centro Israelita, le permitió relacionarse de manera más estrecha con los cubanos y empezar a hacer amistades entre los muchachos de su edad, como los mellizos Pedro y Pablo y la marimacho Eloína, e incluso con algunos que no vivían en el solar. Los que llegarían a ser sus dos mejores amigos de esos tiempos fueron compañeros de aula en la escuela pública: un mulato «lavado», como se les decía a los que parecían blancos sin serlo, llamado Antonio Rico, dueño de unos ojos de asombro de los que se enamoraban todas las muchachitas, y un pelirrojo hiperquinético, el más indisciplinado e inteligente de la clase, nombrado José Manuel Bermúdez, apodado «Calandraca», como la lombriz, por su color rojizo e intranquilidad permanente.
Con los gemelos Pedro y Pablo, Daniel aprendió a los once años el placer de frotarse el pito. El sitio de la iniciación y de las más numerosas masturbaciones fue un palomar construido por los mellizos en la azotea del solar. Desde aquella altura, mientras se derretían bajo el sol, era posible contemplar a través de una ventana abierta las nalgas rosadas, las tetas prodigiosas y la lacia pelambre púbica de la rusa Katerina, que, siempre agobiada por el calor, paseaba impávida la desnudez rotunda de sus treinta y cinco años por el cuarto donde vivía, del otro lado de la calle Acosta. Poco después, Pedro, Pablo y Daniel ascenderían un escalón en sus descubrimientos sexuales cuando la marimacho Eloína, a la que casi de un día para otro le habían brotado en el pecho unas tetas puntiagudas y excitantes, les demostró que, aun cuando era mejor que muchos varones jugando a la pelota, tenía muy definidas sus inclinaciones sexuales femeninas. Gracias a eso, como si apenas fuese otra expedición para empinar papalotes, en el mejor espíritu camaraderil la ex marimacho los inició (y se inició ella misma) en el sexo compartido, aunque con la condición de que las penetraciones solo se produjeran por la retaguardia, pues su Diamante Rojo (así le llamaba a su chochito pecoso con rizos azafranados) debía llegar sin ninguna fisura al matrimonio al cual aspiraba, pues, decía de sí misma, ella era «pobre, pero honrada».
Gracias a aquellos callejeros empedernidos Daniel también aprendió a hablar en habanero (le decía «negüe» a los amigos, «guaguas» a los autobuses, «jama» a la comida y «singar» al acto sexual), a escupir por un ángulo de la boca, a bailar danzón y luego mambo y chachachá, a soltarles piropos a las muchachas y, como una liberación disfrutada con profundidad y alevosía, a comer chicharrones de cerdo, pan con fritas y cuanta cosa calmara el hambre, sin mirar si era kosher o trefa, solo que fuese sabroso, abundante y barato.
Antonio y Calandraca, por su lado, le facilitaron las más grandes y definitorias revelaciones de La Habana, las que siempre permanecerían en su memoria como descubrimientos trascendentales, capaces de marcarlo por el resto de sus días. Con ellos, ambos miembros del team de la escuela, aprendió los infinitos secretos del increíble deporte llamado por los cubanos pelota, y adquirió el virus incurable de la pasión por aquel juego cuando se hizo fanático del club Marianao, de la liga profesional cubana, quizás motivado por el hecho de que aquel club era un eterno perdedor. Con esos amigos aprendió a pescar y a nadar en las aguas tibias de la bahía. Con ellos traspasó muchas noches la imaginaria frontera sur del barrio, marcada por las calles del Ejido y Montserrate —la vía por donde había corrido la muralla que envolvió a la vieja ciudad—, para asomarse a los largos portalones rebosantes de luces, anuncios, música y transeúntes del Paseo del Prado, donde la ciudad explotaba, se desbordaba, se hacía rica y prepotente, y donde era posible disfrutar desde cualquier esquina de las actuaciones de las orquestas femeninas encargadas de animar los cafés y restaurantes de la céntrica avenida, sitios que nunca cerraban sus puertas, si es que estas existían. (En voz siempre más baja, Daniel le confesaría después a su hijo que de aquellos espectáculos musicales protagonizados por mujeres había adquirido para siempre la magnética atracción que le provocaba ver a una hembra soplando una flauta o un saxo, tocando un contrabajo o unos timbales. Atracción febril si era una mulata.) Y con aquellos amigos se refugió cientos de veces en el cine Ideal, construido con las columnas propias del palacio de los sueños que en realidad era, para consumir sus películas preferidas, casi siempre gracias a la congénita generosidad de Calandraca, cuyo padre, chofer de la ruta 4, ganaba un salario fijo: Calandraca solía pagar la entrada de Daniel y Antonio, a cinco centavos por cabeza, para disfrutar el banquete de dos películas, un documental, un animado y un noticiero.
Mientras abría las puertas de una ciudad bulliciosa en la que no existían las tétricas oscuridades físicas y mentales que recordaba de Cracovia y Berlín, Daniel Kaminsky sentía como si saliera de sí mismo y habitara en otro Daniel Kaminsky que vivía sin pensar en rezos, prohibiciones, ordenanzas milenarias, pero sobre todo sin sentir el miedo pernicioso que había aprendido de sus padres (aunque siempre le tuvo un terror muy concreto al mulato Lazarito, el clásico guapo de barrio, dueño de una mítica navaja de resorte con la cual, decían, había cortado muchos culos). El muchacho disfrutaba su instante y era capaz de soltar unos cojones en el terreno de beisbol, nadar como un delfín entre los arrecifes del Malecón, simpatizar con los héroes de Hollywood y vivir enamorado de las nalgas de una mulata flautista de labios prometedores mientras se masturbaba observando los pelos lacios que pendían del pubis de la rusa: la combinación perfecta.
Si aquella hubiera sido toda su vida, si ese hubiese sido Daniel Kaminsky completo, quizás habría podido decir, años después, que, en medio de la pobreza, la mala alimentación y la ausencia de sus padres entre las cuales atravesó aquellos años, había tenido una adolescencia feliz, casi plena. Pero su otra mitad, donde estaba la zozobra por la guerra y la ansiedad por saber algo de sus padres y su hermana, transcurría dentro de una mentira que lo hacía sentir como si se asfixiara. Su meta, por ese entonces, era alcanzar la edad suficiente para proclamar su independencia, aunque sabía que debería hacerlo de un modo con el cual no hiriese la sensibilidad del tío Joseph, a quien tanto le debía y a quien, sin expresarlo física o verbalmente, quería como a un padre. Compraría su libertad con tiempo y con dinero.
Daniel el Polaco, como le llamaban sus compañeros de estudios y vagabundeos habaneros, pudo matricularse en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana con apenas un año de retraso respecto a los alumnos más jóvenes, como su futura novia Marta Arnáez y su cófrade de andanzas callejeras José Manuel «Calandraca». Ya para entonces había pasado por la ceremonia del Bar Mitzvá, había terminado la guerra y sufrido el doloroso y liberador trance de haber leído en una de las listas de víctimas del Holocausto gestionadas por el Centro Israelita de Cuba los nombres de su padre y su madre entre los judíos que, a lo largo de aquellos años infames, habían sido enviados a campos y crematorios, cuyos horrores al fin habían sido plenamente conocidos y malamente condenados en los juicios de Nürnberg. El nombre de su hermana Judit, en cambio, nunca apareció, como si la niña jamás hubiera existido, y Daniel albergó durante muchos años la tímida pero persistente esperanza de que Judit, por algún milagro, hubiese conservado la vida: tal vez adoptada por algún oficial soviético, quizás rescatada por unos partisanos, a lo mejor escondida en un bosque y acogida por unos campesinos…, pero viva. En sus imaginaciones Daniel había llegado a identificar a su hermana con la heroína a la cual debía el nombre y que, según uno de los libros considerados apócrifos por los compiladores bíblicos, había cortado el cuello del general Holofernes, enviado por el poderoso Nabucodonosor para someter a los díscolos israelitas. Gracias al recuerdo de uno de los muchos libros que existían en la casa de sus abuelos Kellerstein, Daniel podía ver a su hermana Judit transmutada en aquella bella y rebelde mujer, pintada por Artemisia Gentileschi, daga en mano, en el acto de la decapitación de un general babilonio, que en su mente aparecía como un oficial de las terribles SS hitlerianas de cuyas garras escapaba…
Si el fin de la niñez de Daniel podía estar marcado la mañana en que había visto zarpar el Saint Louis del puerto de La Habana, el inicio total de su adultez se produjo en octubre de 1945, a sus quince años, cuando sintió cómo caía sobre sus hombros la sensación de soledad sideral provocada por la confirmación de que sus padres habían sido masacrados por el odio más racional e intelectualizado. Y su primera decisión de adulto llegaría unos días después, cuando se había negado a complacer a su buen tío Pepe Cartera en el propósito de que continuase sus estudios medios en el Instituto Yavne, reconocido por su tendencia ortodoxa.
Daniel Kaminsky siempre recordaría aquella coyuntura como una de las más complicadas de su existencia, tan pletórica de complicaciones, pasadas y venideras. A lo largo de aquellos seis años tétricos de la guerra, el tío Joseph le había demostrado con creces su infinita bondad al acogerlo, protegerlo, alimentarlo (más o menos) y sostenerlo como estudiante, algo que resultaba un lujo para la mayoría de los jóvenes cubanos, muchos de los cuales apenas terminaban los estudios primarios, como le había ocurrido a su amigo Antonio Rico. Aunque en la vida cotidiana de los Kaminsky las cosas no habían cambiado demasiado, la economía de Pepe Cartera tenía que ser (supondría Daniel, y lo comprobaría con gratitud unos años después) mucho más desahogada desde que resultó ascendido a cortador principal y se convirtió en el alma del cada vez más próspero taller de confecciones de artículos de piel del magnate Jacob Brandon. Los negocios de aquel judío norteamericano se habían disparado en los años de guerra y escasez gracias a las mejoras que había introducido en todos ellos, incluido la talabartería, con la reinversión de las ganancias obtenidas con el muy productivo contrabando de manteca. La decisión del tío de enviarlo al instituto judío, sin embargo, venía asumida como una inversión, y constituía la práctica común incluso entre los hebreos más pobres de la comunidad, conscientes de que solo con una instrucción elevada se podrían abrir las muchas puertas de un país donde, desde la entrada de los Estados Unidos en la guerra como enemigo de Alemania, la relación con los judíos había vuelto a recuperar la afabilidad.
Conociendo la evidente incapacidad para mantenerse por sí mismo, el joven trató de ser lo más delicado posible cuando le comunicó al tutor su decisión de seguir estudiando como un cubano más y de limitar sus relaciones con la religión familiar al mínimo posible, pues no podía vivir más tiempo fingiendo lo que no sentía, y menos tratándose de una cuestión tan seria para los judíos.
La reacción de Joseph Kaminsky resultó violenta y visceral, previsible: acudiendo al yídish para poder expresar su decepción, lo calificó de hereje, de ingrato, de insensible y lo conminó a abandonar la casa. Con un pequeño zurrón en donde cabían todas sus pertenencias —unas pocas ropas, dos o tres libros y las fotos de sus padres que lo habían acompañado desde su salida de Cracovia—, Daniel salió a la calle Compostela para avanzar por Acosta y atravesar el Arco de Belén que, sin él quererlo, se le presentó en la mente como una puerta de salida de un bullanguero paraíso judío levantado en la parte más vetusta de La Habana. Pero paraíso al fin y al cabo.
Deshechos los sueños de poder continuar con normalidad sus estudios, Daniel tuvo la suerte de que su amigo Calandraca obtuviera autorización de sus padres para que, por unos días, le permitieran dormir sobre unas mantas tiradas en el piso de la diminuta sala del apartamento de la calle Ejido donde vivía la familia. Un enorme interrogante se abría ante el joven, sin oficio ni beneficio, pues sabía que incluso si conseguía conchabarse en cualquier faena, nunca ganaría lo suficiente para encontrar albergue y pagarse una comida diaria.
Una semana después apareció un paliativo, al menos para su sostenimiento alimentario y en parte físico, cuando el judío Sozna, dueño de la dulcería y panadería La Flor de Berlín, le ofreció de manera provisional la posibilidad del arduo turno de limpieza de la noche. El judío alemán lo responsabilizó con la higiene a fondo de los salones de trabajo y venta, el fregado de bandejas y utensilios, y hasta el acarreo de toneles de manteca vegetal y sacas de harina y azúcar, para dejar todo en la pulcritud, el orden preciso en que debían encontrarlo el maestro panadero y sus ayudantes al iniciar el primer turno de labor, a la una de la madrugada. Gracias a aquel trabajo de esclavo que realizaba con todo su esmero (en ocasiones con la ayuda de Calandraca, Antonio Rico y el gemelo Pedro, ya que Pablo, convicto de varios hurtos, había sido internado en Torrens, un famoso y tétrico reformatorio de menores), no solo recibía veinticinco centavos diarios, sino que podía comerse toda la recortería y piezas defectuosas con las que no hubiesen arramblado los operarios (y hasta el propietario mismo, no por gusto judío), raspar los fondos de las ollas de las jaleas y, ajeno a los ruidos propios del taller, dormir unas horas sobre las montañas de sacas de harina de Castilla. Aunque cada mañana se esforzaba por vencer sus cansancios y asistir a clases en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, lo peor de su situación era la oscuridad absoluta en que había caído su futuro, pues aunque todavía no sabía hacia dónde tiraría, nunca se había visto a sí mismo como ayudante de dulceros.
La mañana en que al salir de La Flor de Berlín se encontró con el tío Joseph sentado en el bordillo de la acera de enfrente, junto a una caja de cartón, supo de inmediato que la luz volvía. No, el tío no podía traer malas noticias porque la cuota de ese género se había agotado hasta la última molécula. Y no se equivocó… Pepe Cartera venía a buscarlo para que volviera a vivir con él en la habitación del solar de la calle Compostela y pudiera asistir como un estudiante normal al colegio escogido por Daniel. El hombre lo había pensado mucho y tomado la decisión de readmitir al sobrino, pues creía entender las razones de su decisión: él mismo, le confesó entonces, los ojos húmedos de miedo trascendente o de dolor por las pérdidas sufridas, más de una vez había sentido, como el muchacho, unos incontrolables deseos de mandarlo todo a la mierda, aburrido de cargar con un estigma ancestral por cuya persistencia él no había hecho nada, en ningún sentido. El precio pagado por aquella familia ya era demasiado grande para aumentarlo con divisiones y castigos, dijo, y Daniel tenía suficiente edad para poner en práctica el albedrío que el Sagrado le había dado con la existencia. Además, agregó el tío: la verdad era que lo echaba de menos y se sentía muy solo. Tan solo que había cometido un exceso, dijo el hombre señalando la caja de cartón, para luego pedirle a Daniel que la abriera. Entonces el joven estuvo a punto de caer fulminado de asombro en plena calle: ¡el tío se había vuelto loco y comprado una radio!
La providencial reconsideración del tutor y la liberación del peso de una doble vida convirtieron al joven Daniel Kaminsky, a sus dieciséis años, en un hombre pleno, que disfrutó entonces los mejores años de su vida, potenciados por el disfrute de los programas musicales, las narraciones de los partidos de pelota y las aventuras del detective chino Chan Li Po, que ahora podía disfrutar a su antojo en aquel brillante aparato de radio. La paz y concordia que se vivían en Cuba, donde ser judío o dejar de serlo no parecía importarle demasiado a nadie, donde habían venido a confluir polacos, alemanes, chinos, italianos, gallegos, libaneses, catalanes, haitianos, gentes de todos los confines, le entregó una plenitud que ni en sueños había imaginado ningún judío desde los tiempos remotos en que los sefardíes habían sido admitidos en Ámsterdam. Entre los judíos de Cuba, además, los había religiosos y escépticos, comunistas y sionistas, ricos y pobres, asquenazíes y sefardíes, unos días en guerra entre sí, otros en armonía, pero dispuestos casi todos y casi todo el tiempo a conseguir en aquel territorio propicio dos añoradas aspiraciones: tranquilidad y dinero. Lo que más enervaba a Daniel en los afanes de aquella comunidad a la cual cada vez pertenecía menos, de cuyas ortodoxias cada día se alejaba más, era su pretensión de aislarse y encerrarse, justo donde se les acogía y abrían puertas. El espíritu de gueto había calado en sus almas por siglos de experiencia y se empeñaba en perseguirlos incluso en la libertad. Para Daniel resultaba un absurdo la sostenida intención de vivir y progresar en cercanía endogámica, con negocios entre judíos, matrimonios entre judíos, ceremonias entre judíos, comidas para judíos (aunque siempre diferenciando a sefardíes de asquenazíes, a ricos de pobres), algo que su espíritu liberal y abierto rechazaba, a pesar de saber que su actitud era considerada integracionista por los rabinos y por cualquier creyente en el destino trascendental escogido por el plan divino como misión de los hijos de Israel. Por suerte para Daniel y para su alegría, a pesar de aquel empecinamiento, resultaban ser cada vez más los judíos asentados en Cuba que pensaban como él y, más aún, vivían de acuerdo con sus voluntades.
Cierto era que la prosperidad del país y su democracia republicana, que permitían el progreso de los hebreos, debía convivir por esos años con el repunte de una de las peores lacras sociales: la corrupción. Tan visceral resultaba el afán de enriquecerse en el menor tiempo posible que dominaba a políticos, comerciantes, inversores, jefes militares y a policías y figuras más o menos públicas, que hasta se producían con cierta frecuencia violentas guerras de facciones, como las escenificadas por unos llamados «gángsters» cubanos. Pero, tratándose de un estudiante muerto de hambre como Daniel, aquellos manejos apenas lo tocaban, o al menos eso creía él, en su inocencia de entonces, mientras disfrutaba de la amable sensación de vivir sin miedo (sin ningún miedo desde que a Lazarito lo confinaran en la cárcel del Castillo del Príncipe por su uso excesivo de la navaja con resorte). Con los años y las experiencias acumuladas en su vida cubana y como cubano, el joven judío rectificaría incluso muchas de sus impresiones iniciales sobre el carácter, la jovialidad y la levedad cubanas. Aprendería que, como parte de la condición humana, en aquella isla bendecida por el sol, con todos los beneficios físicos para generar riqueza, donde se mezclaban culturas y razas, y todo el mundo cantaba o bailaba, también podían germinar el odio y la crueldad, incluso la más sádica, brotar el arribismo y las siempre sórdidas diferencias sociales y raciales y, sobre todo, manifestarse un mal que parecía haberse metido en el corazón de mucha gente del país: la envidia. ¿Era la envidia permanente y mezquina una cualidad heredada o, por el contrario, un resultado patentable y propio como todas aquellas mixturas que conformaban al cubano? Muchos años después, un amigo le ofrecería una respuesta plausible…
No obstante su mejorada situación, Daniel Kaminsky decidió simultanear sus estudios en el instituto con su trabajo como mozo de limpieza en La Flor de Berlín para así poder manejar algún dinero con el cual satisfacer sus necesidades crecientes de ropa, materiales escolares, el lujo de una merienda o la posibilidad de gastar una tarde en el Gran Stadium de La Habana cuando jugaba su team favorito, los Tigres de Marianao. Durante el segundo curso y luego de varias semanas de ahorro, aquel salario le alcanzó incluso para invitar un día a almorzar en Moshé Pipik a la galleguita Marta Arnáez, de la que se había enamorado como un perro. En el restaurante de sus sueños, además de impresionar a la joven que no acababa de aceptarlo pero siempre le oía sus declaraciones amorosas, Daniel quería matar el persistente y viejo deseo de sentarse en una de las mesas cubiertas con manteles de tela a cuadros blancos y rojos, en cuyo centro reinaba el sifón azul con agua de Seltz, y degustar aquellas comidas que, de no haber estado embelesado observando a su casi novia (según pensaba él), quizás lo hubieran trasladado a su niñez polaca por los recurridos caminos que van de las papilas a la llamada memoria afectiva. Sobre todo si ese sendero es recorrido tras un plato de kneidlach en el que las bolas de huevo y harina flotan sobre el caldo de gallina y, al llevarlas a la boca, se deshacen con su amable suavidad, inundándolo todo con su sabor a gloria.
A Daniel Kaminsky le llevó un año de persecución, iniciada con miradas, sonrisas y quiebres de cabeza, y continuada con declaraciones amorosas, verbales y por escrito, obtener el sí de Marta Arnáez. Y no fue porque a la joven no le gustara, desde el principio, aquel polaco de crespos ingobernables, ojos más atónitos que grandes, flaco como vara de tumbar gatos aunque con todos los músculos definidos. Como muchas veces le contó a su hijo Elías, sentada bajo un enramado de buganvilias, en el patio de la casa de Miami Beach, o ya en un banco pintado de blanco a la sombra de las frondosas acacias de la exclusiva residencia de ancianos de Coral Gables, desde el principio ella sintió simpatía y, muy pronto, una definida atracción por Daniel. Pero se suponía obligada a responder a sus reclamos amorosos con una frase con la cual no lo rechazaba, pero tampoco lo aceptaba: «Tengo que pensarlo», le repetiría por meses a su empecinado pretendiente. «Eran los tiempos», le explicaría, años después y siempre sonriendo, a su hijo Elías Kaminsky.
Se hicieron novios a finales de la primavera de 1947, cuando terminaban el segundo curso del bachillerato, y, desde entonces, comenzaron a andar por la ciudad cogidos de la mano, al menos hasta llegar a las inmediaciones de la casa de la muchacha, en la esquina de Virtudes y San Nicolás, muy cerca de la populosa Galiano. Entonces se separaban, sin siquiera besarse en las mejillas, y ella seguía hacia su casa sin volver la vista y él regresaba ufano a la Habana Vieja con la esperanza de que la rusa Katerina, ayudada por el vodka, el ron o la ginebra, tuviera uno de sus días más calurosos y, como venía ocurriendo desde hacía un año, le hiciera la seña con el dedo que implicaba la invitación a subir a su apartamento, donde le ofrecería al joven otra lección de su curso práctico y gratuito de desenfreno eslavo.
Unas semanas después llegaron las vacaciones de verano y Marta, con sus padres, fue a pasarlas al remoto y decían que floreciente pueblo de Antilla, en el norte oriental de la isla, donde vivía y trabajaba un hermano de la madre. Aunque el gallego Arnáez regresó a la semana para volver a ponerse al frente de su bodega de ultramarinos, especializada en víveres y licores, la madre y la joven permanecieron la barbaridad de ocho semanas por aquellos lares: las ocho semanas más largas de la vida de Daniel Kaminsky, quien se sintió a punto de enloquecer mientras contaba los días y, a veces, hasta las horas que lo separaban del reencuentro, a imaginar cómo se iba hasta Antilla y raptaba a su amada para llevarla a cualquier otro punto remoto de la isla. Tanta era su desesperación que ni siquiera volvió a procurar una invitación de la rusa y, por pura falta de alternativas, regresó incluso a la sinagoga para aturdirse con los rezos y la lectura de los pasajes de la Torá. Dedicó también más horas al trabajo en la panadería del alemán Sozna con el propósito de reunir la suma necesaria para comprarse el traje con el cual, en algún momento, debería presentarse ante los futuros suegros para formalizar la relación amorosa con la petición de la mano de la novia.
Aunque ninguno de los dos jóvenes lo sabía, la prolongada estancia oriental de las mujeres formaba parte de una estrategia encaminada a provocar la separación y a alentar el olvido, pues ni para Manolo Arnáez ni para Adela Martínez el descubrimiento de que su hija noviaba con un judío polaco zarrapastroso había resultado una noticia agradable. Pero ambos padres, ya conocedores de los puntos que calzaba la joven, prefirieron utilizar tramas sutiles antes que un enfrentamiento frontal del cual, lo presentían, saldrían derrotados. Porque Martica era más terca que una mula, según su propio progenitor, experto productor de burradas en el mejor estilo gallego.
El remedio buscado por los padres surtió un efecto contrario al esperado. Al regresar a La Habana e incorporarse a sus estudios, Marta Arnáez, ya cumplidos los diecisiete, decidió permitir que su novio adelantara un paso más en el acercamiento y al fin se besaron por primera vez. Aunque a ambos la pasión les salía por los poros, desde entonces tuvieron suficiente comedimiento para mantener en el nivel de los besos y las caricias leves aquellos deseos que les llenaban las cabezas de malísimos pensamientos. «Claro, siempre los tiempos», le diría alguna vez Marta a su hijo. «Y para sus desahogos, el cabrón de tu padre tenía a Katerina, gratis y reputísima, pero yo…, nada más que besitos.»
De mala gana los padres de la joven aceptaron la formalización del noviazgo cuando los muchachos iban a terminar el tercer curso de sus estudios en el instituto. Daniel se había presentado con el traje barato de falsa muselina a cuadros comprado a los libaneses de la calle Monte y la corbata de franjas azules, obsequio del dueño de La Flor de Berlín. Sentado por primera vez en la sala de la casa de la calle Virtudes, luego de expresarles a los presuntos suegros sus muy serias intenciones, Manolo y Adela le pidieron que regresara al día siguiente para entregarle un veredicto. Ya a solas con Marta, sus padres le preguntaron a la muchacha qué pensaba de aquel reclamo: y ella les respondió con la frase que marcaría su vida y con una entonación tal que les hizo evidente a los progenitores que lo mejor era dejar libre aquella vía: «Daniel es el hombre de mi vida», fue la sentencia de la muchacha, y la cumplió hasta el final.
Justo mientras pretendía y al fin conseguía formalizar su noviazgo, Daniel Kaminsky tuvo una profunda crisis de identidad capaz de poner a temblar todas las convicciones que creía ya asentadas. A finales de aquel año 1947, en las tierras de Palestina había nacido el nuevo Estado de Israel, y el alumbramiento había sido caótico y doloroso, pero pletórico de esperanzas. Como casi todos los hebreos dispersos por el mundo, los judíos habaneros saludaron con júbilo el acontecimiento, aun cuando, como solía suceder en cada caso trascendente o intrascendente, lo asumieron a partir de la perspectiva de las diversas facciones, que corrían desde el sionismo militante hasta el desinterés expreso por aquella historia ya tan lejana de sus vidas actuales. Pero entre uno y otro extremo había numerosas posiciones, alentadas por comunistas, sionistas, socialistas, ortodoxos, reformistas, moderados, liberales, militaristas, pacifistas, sefardíes, asquenazíes, ateos o creyentes de impulsos mesiánicos, y cuanta mezcla de posiciones o sutileza identificativa pudiera imaginarse.
Daniel, que se creía tan ajeno a esos debates, sintió entonces el ingobernable llamado de la tradición, más profundo y dramático de lo que hubiera podido imaginar. Tras varios años de perseguido y benéfico distanciamiento respecto al judaísmo, ahora el destino de Eretz Israel y sus eternos problemas terrenos y celestiales habían regresado para conmoverlo. El tan ansiado como necesario nacimiento del Estado hebreo llegaba con la convicción de que solo teniendo su propio país, justo en las tierras que su Dios les había prometido, los israelitas podrían evitar el horror de otro Holocausto como el que acababan de sufrir y de cuyas dimensiones cada día tenían nuevas y más terribles revelaciones. Para obtener aquel refugio los judíos desplegaron todas sus pasiones, artimañas pacíficas y violentas y su capacidad de presión, económica y moral. Llegaron a contar con el apoyo de los mismos norteamericanos que nueve años antes impidieron el desembarco del Saint Louis y hasta de la poderosa Unión Soviética, interesada en una estratégica amistad con el Estado hebreo. Aunque el reconocimiento de Israel fue rechazado por el Gobierno cubano, todo aquel proceso que concentró el interés internacional tocó a Daniel Kaminsky de manera sibilina, como para recordarle que, al fin y al cabo, algo más que un prepucio cortado lo identificaba con aquellas gentes. También estaba ligado a ellos por la sangre y, más aún, por la muerte. Tanto lo asedió ese sentimiento de cercanía, que unos meses después, cuando la suerte del recién nacido Estado fue puesta en peligro por la respuesta militar de varios ejércitos árabes, llegó a pensar si, como otros jóvenes de la comunidad, en su mayoría hijos de sefardíes turcos, aguerridos y proletarios, no debía ofrecerse él también para ir a defender el resucitado país de los israelitas, perdido tantos siglos atrás.
La mañana de sábado en que, luego de una larga ausencia, asistió con el tío Joseph a la sinagoga Adath Israel para ponerse al día de los graves sucesos que ocurrían al otro lado del mundo, las palabras del rabino tocaron unas fibras remotas de su conciencia que Daniel Kaminsky creía desaparecidas. «Dios dio a cada nación su lugar, y a los judíos les dio Palestina», dijo el oficiante, de pie junto a los rollos de la Torá. «El Galut, el exilio en que hemos vivido por tantos siglos, significaba que nosotros los judíos habíamos perdido nuestro sitio natural. Y todo lo que deja su lugar natural pierde su apoyo hasta que regresa. Y bien lo sabemos nosotros. Ya que los judíos manifestamos desde los remotos tiempos de los patriarcas una unidad nacional incluso en un sentido más elevado que otras naciones, pues fue una voluntad del Santísimo, bendito sea Él, es necesario que los judíos regresemos a nuestro estado de unidad real, que solo podemos conseguir en el contacto con la tierra sagrada de Eretz Israel, allí donde todo comenzó, una tierra cuya propiedad está confirmada por el libro sagrado y la palabra divina.»
Quizás fue la perspectiva vital que le ofreció la formalización de sus relaciones amorosas lo que más influyó en su decisión final de alejarse de la tentación que lo rondaba y en la cual habían caído algunos de sus vecinos y ex condiscípulos del Centro Israelita y muchos de los jóvenes matriculados en el Instituto Yavne. O, al menos, eso fue lo que le dijo a su tío Joseph cuando hablaron el tema. Porque, en realidad, luego de la primera conmoción de sus instintos ancestrales, Daniel Kaminsky sintió que se hallaba demasiado lejos de aquel mundo de judíos en busca de una patria para arriesgar su vida en una contienda militar de proporciones impredecibles. Más que egoísmo, diría, lo que funcionó en su caso sería una falta absoluta de fe, de compromiso con una causa revestida de mesianismo y de rebeldía contra viejos y limitantes preceptos religiosos rescatados por el recién nacido país. Todo ello apoyado en un empecinamiento muy racional: su propósito dramático y casi infantil, en un principio, de dejar de ser judío, y su decisión, ahora más firme, de compartir su vida con una cubana que —Daniel se horrorizó al saberlo— nunca podría ser su esposa legal en un país que antes de nacer había proclamado la exclusión de los gentiles y, en nombre de las leyes de Dios, prohibido los matrimonios llamados mixtos. Sin que él advirtiera la profundidad del proceso, aquel sentimiento defensivo, de lejanía cultural y definitivamente insumiso había crecido más de lo que él mismo creía y dejado un espacio generoso a su decisión de no ser otra cosa que cubano, vivir y pensar como cubano, un deseo convertido en obsesión capaz de dominarlo consciente y hasta inconscientemente, tanto que no parecía haber dejado demasiados márgenes para que los entusiasmos hebraicos adquirieran otras proporciones.
Muchos años más tarde, Daniel Kaminsky retomaría el dilema de aquella decisión definitoria de lo que sería su vida en una carta enviada a su hijo Elías, ya asentado en Nueva York, donde el joven trataba de iniciar su carrera como pintor. Ocurrió a finales de la década de 1980, unos meses después de que Daniel fuera operado con éxito de cáncer de próstata. Empujado por aquella advertencia mortal, apenas se sintió recuperado sorprendió a la familia con la decisión de volver a la ciudad de Cracovia, adonde nunca había querido regresar. Además, contra toda previsión, Daniel Kaminsky optó por realizar aquel viaje a las raíces, como lo llamaban los judíos asquenazíes de todo el mundo, solo, sin su mujer ni su hijo. Al regresar de Polonia, donde pasó veinte días, el hombre, por lo general locuaz, apenas comentó algunas generalidades muy superficiales del periplo a su lugar de nacimiento: la belleza de la plaza medieval de la ciudad y la impactante memoria viva del horror sintetizada en Auschwitz-Birkenau, la visita al gueto donde habían sido confinados los judíos y la imposibilidad de encontrar la que pudo haber sido su casa en el barrio Kasimir, la visita a la Nueva Sinagoga, con sus candelabros sin velas, tétrica en la soledad de un país todavía despoblado de judíos y enfermo de antisemitismo. Pero la conmoción del reencuentro con aquel ombligo de su pasado que por años había intentado tapiar, del cual parecía incluso que se había logrado liberar desde hacía mucho tiempo, había tocado los rincones más oscuros de la conciencia de Daniel Kaminsky. Y varios meses después realizó al fin aquella imprevista confesión.
En la carta le decía a su hijo que, desde su regreso, no había podido dejar de pensar en la certeza de cómo, en toda la historia judía, el punto más lamentable, con el cual jamás podría ponerse de acuerdo, estaba relacionado con lo que él consideraba un profundo sentido de la obediencia, que muchas veces había derivado en la aceptación de la sumisión como estrategia de supervivencia. Hablaba, por supuesto, de su siempre polémica relación con el Dios de Abraham, pero, sobre todo, de aquellos episodios ocurridos durante el Holocausto, en los que tantos judíos asumieron como inapelable su suerte por considerarla una maldición divina o una decisión celestial. No podía concebir que, ya decretado su destino, muchos de ellos incluso colaboraran con sus verdugos, o se prepararan casi con parsimonia para recibir el castigo; que fueran por sus propios pies, sin intentar el menor gesto de rebeldía, hacia los fosos donde serían ejecutados; que abordaran los trenes en donde morirían de hambre y disentería, se organizaran para vivir en los campos en los cuales resultarían gaseados. Y hablaba del modo en que la esperanza de sobrevivir contribuía a la sumisión. La combinación de los poderes totalitarios de un Dios y de un Estado habían aplastado la voluntad de miles de personas, potenciado su sumisión y apagado, incluso, el ansia de libertad, que era, para él, la condición esencial del ser humano. Muchas personas, millones, habían aceptado su suerte como un mandato divino para que al fin, entre unos pocos miles de ellos, hubiera explosiones de rebeldía, partisanos en guerrillas antifascistas y rebeliones en guetos como el de Varsovia. «Aunque», decía en un punto de su carta, «también se debe tener en cuenta que tantísimos de esos hombres y mujeres sumisos llegaron a considerar la muerte casi como una alegría, en comparación con la vida de dolor y miedo que vivían. Si te colocas en ese plano, tal vez puedes ver las actitudes de muchos de ellos desde otra perspectiva. Incluso, me cago en Dios, incluso puedes justificar la sumisión, y yo me niego a justificarla… ¿O es mentira lo que nos repetían en las clases del Centro Israelita, lo que proclamaban los rabinos, los sionistas, los independentistas cuando nos decían que los judíos de hoy éramos los descendientes de Josué el Conquistador y sus indomables campesinos hebreos, del rey David, general victorioso, de los aguerridos príncipes asmoneos…? ¿Cómo fue posible que al final nos dominara la sumisión?» Tal vez aquella convicción, que en 1948 solo era una sombra sin forma precisa en su conciencia, fue la que con su peso oscuro lo había apartado de la idea de montarse en un barco e irse con algunos de sus amigos a Israel para participar en la guerra de independencia, le confesaba a su hijo. La marca de aquella conducta resignada, de la cual participaron sus abuelos y tíos Kellerstein y tal vez hasta sus padres, lo había lacerado tanto que había perdido no solo la fe en la política y en Dios, sino incluso en el espíritu de los hombres, y por ello prefirió permanecer al margen de aquella tardía rebelión, metido en su cada vez más cálida piel de cubano. Viviendo por elección y a gusto al margen de la tribu, aquel rincón donde había hallado la libertad.
Como era de esperar, por aquella época los amigos más entrañables del polaco Daniel eran todos cubanos, católicos a la heterodoxa manera practicada en la isla. Muy cercano a él seguía su viejo camarada José Manuel Bermúdez, a quien ya nadie le llamaba Calandraca, sino Pepe Manuel. El muchacho había crecido y se había fortalecido, mientras del color azafranado de su pelo sólo quedaban algunos reflejos, pues hasta las pecas habían desaparecido. Su inteligencia natural, cada vez mejor encausada, lo había convertido en uno de los estudiantes más destacados del Instituto de Segunda Enseñanza y, por su carácter expansivo y su desprendimiento de siempre, en uno de los líderes estudiantiles. Otro de sus amigos se llamaba Roberto Fariñas y era la oveja negra de una familia burguesa de La Habana, copropietarios de una pequeña fábrica de rones y de apartamentos en barrios de la periferia. Roberto se había negado a estudiar en un colegio privado y, mucho menos, de curas, a los que detestaba, por lo cual se había matriculado en el colegio público adonde acudían los menos favorecidos. Gracias a su desahogada economía, Roberto solía ser el amigo que con más frecuencia invitaba a helados, batidos, sándwiches y fritas en las cafeterías de la zona, sobre todo en la muy sofisticada recién abierta en los bajos del nuevo edificio del cine Payret. Las novias de Pepe Manuel —Rita María Alcántara— y de Roberto —Isabel Kindelán— también se habían hecho amigas de Marta Arnáez y los seis jóvenes habían formado una especie de cofradía, a pesar de sus disímiles orígenes, posibilidades económicas y relaciones familiares. Porque los unían cosas más importantes: la pasión por el baile, la afición al beisbol, el amor al mar y la comodidad de no guardarse demasiados secretos, esa agua clara en la que flota la verdadera amistad. Y más adelante, los intereses o al menos (en el caso de Daniel), las simpatías políticas.
Cuando Roberto Fariñas cumplió los dieciocho años y al fin pudo obtener la licencia de conducción, uno de sus hermanos mayores puso a su disposición un Studebaker de 1944 que se convirtió en el carro de guerra de los amigos. Con la venia de las familias de las muchachas pudieron comenzar a ir hasta la playa de Guanabo e, incluso, viajaron por primera vez a Varadero para conocer las finísimas arenas de aquel remanso prácticamente deshabitado. De las tres parejas, solo la de Roberto e Isabel había cruzado la complicada frontera de llegar a sostener relaciones sexuales prematrimoniales. Pepe Manuel, tan revolucionario en todo, resultó ser un conservador en aquel territorio específico, mientras Daniel, aunque se moría de deseos de pasar a mayores (incrementados por la decisión de Katerina de irse a vivir al remoto barrio de La Lisa, como concubina de un negro camionero), no se atrevió a pedírselo a Marta, quien años después le confesó que, de habérselo propuesto, ella habría aceptado, pues se moría de envidia al saber lo que hacían Roberto e Isabel. «Cinco años de noviazgo sin sexo, qué disparate», le diría alguna vez Marta a su hijo Elías.
Viviendo en aquel universo amable de novias, amigos, estudios, paseos, trabajo para ganarse algo propio, Daniel Kaminsky siguió su navegación por la vida, alejándose de sus ancestros y sus preocupaciones, hasta el punto de que se apartó tanto de la costa de la cual había partido, que un día incluso creyó haber olvidado la existencia de aquella referencia. Fue entonces cuando le salió al paso la cabeza de un joven judío pintada por Rembrandt, dispuesta a complicarle la vida y a advertirle que existen renuncias imposibles.
¿Qué había ocurrido con sus padres, a bordo del Saint Louis, durante los seis días que el transatlántico había estado fondeado en la bahía de La Habana? ¿Cuánto habían soñado con bajar a tierra gracias a las negociaciones montadas sobre aquellos escasos centímetros de lienzo manchados de óleo trescientos años atrás? ¿Cómo y a quién le habían entregado la pintura? A partir del instante en que volvió a tener la inesperada y conmovedora certeza de que la reliquia familiar se había quedado en la isla desde aquella amarga semana de mayo de 1939, esas y otras preguntas golpearon tanto y con tanta fuerza su mente que Daniel Kaminsky se sintió al borde del desvarío.
Cuando Daniel terminó sus estudios en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana sus opciones de futuro ya estaban decididas. Mientras sus suegros accedían a sostener a Marta en su empeño de estudiar magisterio en la Escuela Normalista de La Habana, él se buscaría un trabajo más apropiado y mejor remunerado que el de mozo de limpieza de una dulcería y, a la vez, matricularía en los cursos de la Escuela de Comercio para hacerse contador. El plan incluía la celebración del matrimonio, fijada para un año más tarde, con la aceptación por parte del gallego Arnáez de acogerlos en su casa hasta que Daniel se graduase y la pareja estuviera en condiciones de proclamar su independencia. Todo aquel proyecto se fraguaba en un país donde, otra vez, se vivía entre agudas tensiones desde que, en marzo de ese año de 1952, el general Fulgencio Batista sacara a los militares a la calle y se hiciera con el poder político para impedir la celebración de unas elecciones en las que, con toda seguridad y a pesar de la muerte de su líder, Eddy Chibás, habrían triunfado los cada vez más numerosos militantes y simpatizantes del Partido Ortodoxo del Pueblo de Cuba, bajo su lema y programa de «Vergüenza contra dinero».
El golpe militar había polarizado a la sociedad cubana y una mayoría importante de los jóvenes estudiantes, incluidos Pepe Manuel Bermúdez y Roberto Fariñas, militantes ortodoxos desde hacía varios años, y el propio Daniel, simpatizante del partido por influencia de los amigos y por la carismática atracción de su creador, el ya difunto Eduardo Chibás, acariciaban la ilusión de una renovación política del país. Los tres amigos, como muchísimos cubanos, sintieron la acción de Batista como una agresión contra una democracia defectuosa, pero democracia al fin y al cabo, que los ortodoxos hubieran podido mejorar con importantes cambios sociales y la lucha frontal contra la corrupción que había abanderado el malogrado Chibás con su prometedor programa de limpieza cívica y política.
Mientras Pepe Manuel y Roberto se metían más en el movimiento de oposición al general, Daniel, como era su tendencia vital, se concentró en su proyecto individual. Durante el primero de los dos años de estudios para hacerse contador, justo el plazo fijado para la celebración de su matrimonio, su vida entró en otra etapa. Gracias a la amistad del tío Pepe Cartera con el cada vez más poderoso Jacob Brandon, ahora codueño de los nacientes y revolucionarios supermercados bautizados como Minimax, el joven había conseguido un trabajo a tiempo parcial como dependiente del moderno establecimiento inaugurado en El Vedado, donde además llevaba la contabilidad diaria y se encargaba de gestionar pedidos a los suministradores. Daniel ya ganaba treinta pesos a la semana, una cantidad más que digna en un país donde una libra de carne costaba apenas diez centavos.
Aquella gestión salvadora del tío Joseph Kaminsky, en condiciones de obtener favores de uno de los judíos más ricos de Cuba, no dejaba de ser un misterio para Daniel. El joven no entendería los intersticios de la relación entre el peletero y el magnate hasta unos años después cuando, en una circunstancia muy delicada, el tío lo volviera a salvar con un sorpresivo regalo. Pepe Cartera, que hasta su intervención revolucionaria en 1960 fungió como cortador y maestro principal del taller de peletería de Brandon, se había convertido, además, en el fabricante de los zapatos especiales que los enormes juanetes del comerciante exigían, en el artífice de los cinturones que, como cinchas de caballo, rodeaban su vientre, y en cosedor de sus finísimas carteras, maletas, petacas para puros y hasta guantes para viajes a Nueva York y París, siempre trabajados con las mejores y más adecuadas pieles para cada destino y el más exquisito arte en el corte y la costura, aprendidos por Joseph años atrás con los artífices de Bohemia.
Sin duda Joseph Kaminsky debía de ganar unos salarios con los cuales cualquier otro hombre hubiera dejado la cada vez más tétrica cuartería de Compostela y Acosta y emigrado hacia un apartamento o incluso una pequeña casita independiente de algún barrio habanero, pensaba y diría su sobrino. Pero Pepe Cartera seguía rodeado de judíos, atrincherado en el promiscuo falansterio y viviendo con la rigidez económica de siempre. Daniel creyó detectar una razón de mayor peso para la insistencia del tío en permanecer en el solar cuando descubrió, con muchísima alegría, que aquel polaco cincuentón y conservador había encontrado un drenaje a su soledad gracias a la mulata Caridad Sotolongo, que un tiempo atrás se había hecho inquilina del ruinoso edificio. Treintona, viuda concubina, muy bien formada, Caridad era además madre de Ricardo, un mulatico bastante jodedor, por el que el tío Joseph siempre manifestó una especial debilidad, quizás nacida de la innata capacidad del muchacho para improvisar versos y recitarlos como si fuese una ametralladora.
La historia de Caridad pronto fue conocida por todos los vecinos. Su amante, un hombre blanco, padre nunca legalmente reconocido de Ricardito, había sido uno de los revolucionarios de la década de 1930 que, frustrado y decepcionado por la poca ganancia política y económica obtenida de sus luchas, muchas veces violentas, derivó con otros de sus camaradas hacia las bandas de gángsters que, cada vez con menos barniz político, buscaban a punta de pistola una recompensa política y económica que decían merecer. Aquel hombre había muerto en 1947 durante un enfrentamiento entre bandas de gángsters y policías no menos gángsters, y, de inmediato, la vida hasta cierto punto desahogada de Caridad se había esfumado, pues nunca había sido más que la amante del pistolero. Ella, de treinta y seis años, casi analfabeta pero todavía muy bella, y Ricardo, de siete años en ese instante, debieron abandonar la casita de Palatino cuyo alquiler no podían pagar y fueron a dar al solar de Compostela y Acosta, para dedicarse ella al muy mal retribuido oficio de lavar y planchar para la calle.
A diferencia de la mayoría de los hacinados en la cuartería, Caridad era discreta y silenciosa, por lo que muy pronto la catalogaron de mulata creída, orgullosa y luego de «capirra» —como les llaman los habaneros a los negros y mulatos que prefieren casarse con blancos—. En algún momento, gracias a algunos favores cruzados, se estableció cierta amistad entre la mujer y Joseph Kaminsky, por entonces recién entrado en sus cincuenta. Daniel tuvo un relámpago de intuición de lo que se cocinaba en otros fogones el día en que Caridad les llevó una olla de loza mediada de unos frijoles negros, espesos, dormidos como le llamaban en Cuba, olorosos a comino y laurel, aquellos granos que en su vida polaca nunca había visto Joseph Kaminsky pero que en su estadía cubana se habían convertido en su plato favorito… y en la perdición de su sobrino Daniel. La mirada cruzada en ese instante entre el polaco y la mulata fue más reveladora que un millón de palabras. Las palabras que el tío Pepe no le diría a su sobrino hasta unos años más tarde. Las palabras provocadas por la existencia de Caridad y los sentimientos que la mujer había despertado en el peletero y que mucho influyeron en la suerte de Daniel Kaminsky.
Gracias a su salario en el mercado de Brandon y compañía, Daniel se lanzó a los preparativos de la boda, que se celebró en el verano de 1953 y al final resultó mucho más fastuosa de lo que el joven hubiera podido costear y hasta hubiera deseado por su natural discreción. Pero los padres de Marta, reconciliados, primero, y encariñados, después, con el joven polaco en ascenso social y económico, y satisfechos por la felicidad exultante de su única y queridísima hija, lanzaron la casa por la ventana. La exigencia más difícil para Daniel había llegado en el momento de discutir el tipo de ceremonia a efectuar. Para los padres de su prometida constituía casi una cuestión de honor que, luego de formalizarse ante notario, el trámite se llevase frente a Dios y fuese santificado en un templo católico. Daniel invirtió semanas en discutir con Marta las opciones, partiendo de una posición que a él le parecía justa y clara: como él mismo sería incapaz de pedirle a ella que se casaran ante un rabino, ella no debía exigirle a él hacerlo ante un cura. Y su razón era simple: él no creía ni en el rabino de sus ancestros ni en el párroco de los católicos. Convencer a Marta no resultó tan difícil, pues la joven podía prescindir de la ceremonia religiosa, aunque no negaba que su alharaca le parecía atractiva, y contaba entre sus argumentos el hecho de que hasta el mismo Pepe Manuel Bermúdez, cada vez más rojo según todos comentaban, había accedido a casarse con Rita María en la muy falsamente gótica iglesia de la calle Reina, al ritmo de la marcha nupcial compuesta por un judío alemán… Ella entendía las razones de su novio. Quienes no las iban a entender serían Manolo Arnáez y Adela Martínez, sin cuyo apoyo el matrimonio no se podría realizar o se realizaría de otra manera, le dijo ella.
Daniel Kaminsky pensó mucho en sus posibilidades. La más fácil y a la vez complicada sería irse con Marta, casarse ante un notario, y olvidarse de los Arnáez. Para alguien que había vivido tantos años en una cuartería de la Habana Vieja, sin poder saciar del todo su apetito y con un par de camisas baratas, aquella parafernalia de trajes largos y fiestas concurridas le resultaba tan accesoria como innecesaria. Pero le parecía cruel con la muchacha, incluso con sus padres, sustraerles una ilusión con la cual coronaban un punto climático en el éxito social de sus vidas. La más difícil aunque a la vez menos turbulenta de sus posibilidades era aceptar la formalidad del bautismo católico exigido y la boda oficiada por un cura, pues ninguno de los dos actos tenían para él ningún significado. Muchos judíos creyentes y practicantes, a lo largo de los siglos, habían debido aceptar los sacramentos católicos en diversas circunstancias de sus vidas, aun sabiendo que nunca se salvarían luego de tal claudicación, pues lo ordenado por su Dios era incluso morir venerando Su nombre. ¿Por qué siempre había sido tan complicado ser judío?, se había preguntado muchas veces, antes de sentarse a conversar sobre aquel conflicto lacerante con su tío Pepe Cartera. Por aquellos días, como si fuese una anticipación de lo que poco después ocurriría, Daniel pensó en varias ocasiones en el retrato del joven judío parecido a la imagen católica de Cristo bajo cuya mirada había vivido sus primeros años, sin que significase —para él o para sus padres— nada más que eso: un bello retrato de un joven judío con la vista perdida en un ángulo del cuadro.
Según lo recordaría siempre, Daniel dilató por semanas el momento de sostener aquel diálogo que imaginaba el más espinoso de su vida, pues no implicaba solo una ruptura con sus orígenes y la religión de sus ancestros, sino conseguir el entendimiento o provocar el más desgarrador disgusto del hombre bueno que, sin expresar con un gesto o una palabra su cariño, le había permitido tener una vida digna en su pobreza, un apoyo estable del cual, pronto, Daniel Kaminsky obtendría los beneficios del ascenso económico y hasta de la respetabilidad social. Desde hacía varios años, siempre que podía, el tío Pepe solía hablarle, como de pasada, de alguna de las jóvenes judías del barrio, tratando de impulsar con todas las intenciones aunque con la mayor discreción el interés del muchacho por una mujer de su origen, para perpetuar con una unión de ese tipo lo que ellos eran y sus hijos deberían ser, por muchos más siglos.
«Usted sabe que yo soy ateo, tío Joseph», comenzó la conversación. Daniel había preferido sostener el diálogo en español, pues ya no confiaba en la profundidad de su polaco ni de su yídish para asuntos de mayor sutileza. Como la tarde primaveral era fresca, gracias a un compacto techo de nubes, había optado por hablar con el tío en la paz de la azotea del desvencijado palacete donde había vivido desde el día de 1938 en que recalara en La Habana y se sintiera alarmado con una algarabía en la cual hacía tiempo no reparaba. «No entiendo que alguien pueda ser ateo, pero si tú lo dices… Dios es más grande que tu desconfianza.» «Pues yo hace mucho dejé de creer. Usted sabe por qué. Lo importante es que soy incapaz de creer.» «No eres el primero que piensa algo así. Ya se te pasará…» «Tal vez, tío. Aunque no lo creo.» Daniel había hecho una pausa tras aquella afirmación con la cual, lo sabía, agredía algunos de los principios a los que se había aferrado el tío Joseph en su soledad de emigrante, hombre pobre y sin otra familia carnal en todo el mundo más que el propio Daniel. «Y debo tomar una decisión que para mí no es importante, pero sí para otras personas. Una decisión muy relacionada con su fe. Con la de usted y con la de ellos», agregó Daniel para ser más explícito.
Pepe Cartera, mirándolo a los ojos, se había permitido una ligerísima sonrisa. Más triste que feliz, en realidad. El polaco peletero, que había atravesado tantos momentos difíciles y conocido el horror más inconmensurable, difícilmente habría podido sentirse sorprendido o superado por nada. O al menos eso creía, según solía decirle a su sobrino. «Me imagino por dónde vas… Y voy a hacértelo todo más fácil. Solo te diré que cada hombre debe resolver él mismo sus cuestiones con Dios. Para los problemas mundanos, una ayuda es siempre bienvenida. Los del alma no son transferibles. Conmigo no tienes ningún compromiso en ese sentido. Yo te he dado lo que he podido darte. ¿Sabes por qué Sozna te dio trabajo y albergue en La Flor de Berlín? Yo no podía dejar que te murieras de hambre por ahí… Cuidar de ti era mi obligación moral, incluso, una obligación con mi fe y mi tradición. Y el resultado no ha sido del todo malo: eres un hombre honrado y tienes un buen trabajo, unos estudios que pueden ayudarte mucho, una vida buena, que va a ser mejor. Quizás algún día hasta seas un hombre rico… Por supuesto, lamento tu lejanía de Dios y de nuestras costumbres, pero incluso soy capaz de entenderlas. No serás el primer judío que renuncie a su fe… Hijo mío, haz lo que tienes que hacer y no te preocupes por mí, ni por nadie. Al fin y al cabo todos somos libres por voluntad divina, incluso para no creer en esa voluntad.»
Mientras lo escuchaba, Daniel había ido sintiendo cómo lo invadía una sensación indefinible, en la que se mezclaban la gratitud por la comprensión del tío, entregada como una verdadera liberación, y una punzante impresión de su debilidad, capaz de precipitarlo a una conveniente aceptación de algo rechazado por su espíritu. Como nunca en su vida, en ese instante se sintió miserable y mezquino, despojado de alma, identidad, de voluntad de luchar. Si el tío Joseph hubiese vociferado y reclamado su condenación, como el día en que el muchacho se negó a matricularse en la escuela para judíos, tal vez todo habría resultado menos humillante, pues él también podría haber gritado argumentos, haberse empecinado y optado por mostrarse incluso rebelde y ofendido. Pero al revelarle que incluso en su rebeldía lo había estado protegiendo y al sustraerle la posibilidad del enfrentamiento, Joseph lo había sorprendido, dejándolo a solas con su alma, con aquel vacío que la vida y su propio empeño habían creado en el sitio donde otros hombres, como su tío o su futuro suegro, llevan alojado el consuelo de sentirse acompañados por un Dios, su Dios, cualquier Dios. ¿El mismo Dios?, le preguntaría alguna vez al hijo nacido de aquel doloroso conflicto.
«Le agradezco su comprensión, tío. Para mí es lo más importante», apenas pudo decir Daniel. Joseph Kaminsky se quitó las gafas de aro redondo que usaba desde hacía unos años y las limpió con el faldón de su camisa. «Agradéceselo a Cuba. Aquí he trabajado, pasado penurias, sufrido decepciones, pero he conocido otra vida y de muchas maneras eso lo cambia a uno… Ya no soy el mismo polaco asustadizo y fanático que llegó hace más de veinte años. Aquí he vivido sin miedo al próximo pogromo, lo cual ya es bastante, y a nadie le ha importado mucho en qué idioma hago mis rezos. Por mucho que hayas oído, tú no puedes tener idea de lo que eso significa, porque no lo has vivido… Querer ser invisible, como llegó a pensar tu padre…» «¿Entonces no está molesto conmigo?» Pepe Cartera lo miró a los ojos, sin responder, como si su mente estuviera en otro sitio. «Por cierto», dijo al fin, «¿sabes por qué no me he casado con Caridad?» A Daniel le sorprendió la abrupta caída en un tema hasta ese momento nunca tocado por el tío, al menos con él, y al cual Daniel, por respeto, jamás se había referido. «Porque ella tiene unas creencias y yo tengo otras. Y no soy capaz de pedirle que renuncie a ellas. No tengo derecho, no sería justo, porque esa fe es una de las pocas cosas que le pertenecen de verdad y que más la han ayudado a vivir. Y yo no voy a renunciar a las mías. Ella es inculta, pero es una mujer buena e inteligente, y me ha entendido. Para los dos lo importante ahora es que nos sentimos bien cuando estamos juntos y eso nos ayuda a vivir. Sobre todo, ya no nos sentimos solos. Y eso es un regalo de Dios. No sé si el de ella o del mío, pero un don divino… En fin, haz lo que quieras. Tienes mi bendición. Bueno, es un decir, tú no crees en bendiciones…»
El cielo, asaltado por unas nubes tétricas, llegadas del mar del sur, se abrió entonces en un torrente de agua cruzado por los destellos de unas descargas eléctricas que, según el polaco Pepe Cartera, nunca solían ser tan retumbantes en su lejano país. Cuando los hombres volvieron al cuarto del solar, Joseph Kaminsky fue en busca del pequeño cofre de madera que lo había acompañado desde los días de su salida de Cracovia y en donde guardaba su ya obsoleto pasaporte, unas pocas fotos, y el talit que le había regalado su padre para su Bar Mitzvá, celebrado en la gran sinagoga de la ciudad. Lo abrió con la llave que siempre llevaba en el cuello y del interior tomó un sobre que le entregó a su sobrino. «¿Qué es esto, tío?» «Mi regalo de bodas.» «No hace falta…» «Sí hace falta. La dignidad hace mucha falta. Si tus suegros van a ayudarlos, tú tienes que contribuir. Esa contribución te hará más libre.» Daniel, sin entender muy bien por dónde iban las intenciones de su pariente, abrió el sobre y encontró el cheque. Leyó. No se lo creyó. Volvió a leer. Su tío lo hacía propietario de cuatro mil pesos. «Pero tío…» «Son casi todos mis ahorros de estos años. A ti te hace mucha más falta ahora que a mí… Sobre todo para eso hace falta el dinero: para comprar libertad.» Daniel negaba con la cabeza. «Pero con esto se puede mudar de aquí, vivir con Caridad, ayudar a Ricardito en la escuela…» «A partir de este momento ya no dependes económicamente de mí, y espero que de nadie. Con lo que gano, creo que Caridad y yo podremos mudarnos pronto. Y ya separé una cantidad para las necesidades de Ricardito. Tú sabes, con un plato de arroz, unos frijoles negros y unas albóndigas kosher yo tengo más de lo que necesito. Y ahora soy mejor peletero que nunca, así que no te preocupes, trabajo no me va a faltar, gracias al Sagrado.»
Daniel Kaminsky no podía apartar sus ojos de un papel que valía mucho más que la fortuna de cuatro mil pesos. Aquel dinero era el fruto de infinitas renuncias, privaciones y pobrezas entre las cuales el tío y él mismo habían vivido por años. Representaba también el pasaporte válido con el cual Pepe Cartera podría alegrar su vida. Y, Daniel lo sabía, había sido ahorrado para congratular al sobrino el día en que, en la sinagoga y ante el rabino, sellara su matrimonio según la Ley judía.
Invadido por el reflujo invasivo de su herejía, Daniel Kaminsky había comenzado a llorar: mientras el tío Joseph le entregaba comprensión y dinero, él le robaba la ilusión de verlo quebrar a pisotones las copas de cristal, para recordar con aquel acto la destrucción del Templo y el inicio de la interminable diáspora de los israelíes, y la necesidad de mantenerse unidos en la tradición y la Ley escritas en el Libro como única forma de supervivencia de una nación sin tierra. Sin poder contener el llanto, esa tarde, por primera vez en muchos años, Daniel se abrazó al tío y besó varias veces sus mejillas, siempre necesitadas de una afeitada más radical.
Tal vez por la liberadora actitud de Joseph Kaminsky, dos meses después, cuando Daniel asistió a la pequeña iglesia del Espíritu Santo para recibir el bautismo y el acta donde se certificaba su conversión y se le permitía pronunciar los votos matrimoniales ante un cura, el joven no pudo dejar de sentir que realizaba una impúdica renuncia, para la cual, a pesar de todas sus convicciones y rechazos, en realidad no estaba preparado. Acompañado por su prometida, sus futuros suegros y sus padrinos para la ocasión, Antonio Rico y Eloína la Pecosa, el todavía judío entró por primera vez en su vida en un templo católico con la intención de hacer algo más que curiosear. Aunque ya sabía lo que allí encontraría —imágenes pueriles de mártires y supuestos santos, cruces de diversos tamaños, incluida la imprescindible con el Cristo sangrante clavado a la madera, toda aquella imaginería exultante—, no pudo evitar la conmoción y el deseo visceral, más que racional, de salir corriendo. Ese no era su mundo. Pero aquella huida, de producirse, sería una fuga del paraíso terrenal al cual quería entrar, se merecía entrar. Después pensaría que lo que más le ayudó a contener sus impulsos fue el descubrimiento inesperado de la figura de Caridad Sotolongo, sentada con humildad en uno de los últimos bancos del pequeño templo, ataviada con un vestido blanco, sin duda el mejor de su ropero, y con un pañuelo cubriendo su cabeza.
Ya ante el párroco encargado de oficiar la ceremonia destinada a cambiarlo de fe, Daniel Kaminsky consiguió evadirse de su lamentable realidad concentrándose en la evocación de la fábula que muchas veces, de niño, le había contado su padre, en los días todavía apacibles de Cracovia y, luego, en los tensos de Leipzig y en los desesperados de Berlín. El joven pudo recordar cómo justo la noche anterior a su partida hacia La Habana, mientras gastaban la última ocasión en que el médico Isaías Kaminsky lo arroparía antes de dormir, su padre le había vuelto a narrar aquella historia mítica del tal Judá Abravanel, destacado descendiente del tronco predestinado de la casa del rey David, la estirpe cargada con la responsabilidad de engendrar al verdadero y todavía esperado Mesías… Según contaba su padre, y como luego Daniel le contaría a su hijo Elías en las noches vaporosas de Miami Beach, el real o ficticio personaje de Judá Abravanel, ya expulsado de España como todos los sefardíes que no aceptaron el bautismo católico, se había refugiado en Portugal donde, poco después, volvió a verse en la coyuntura terrible de enfrentarse a la elección entre el bautismo y la muerte de sus hijos, su mujer, sus cofrades de fe y destino, y la suya propia. En aquella catedral de Lisboa en donde un rey malvado había confinado a los judíos y los había colocado ante la disyuntiva de Cristo o la hoguera, el sabio sefardí, médico, filósofo, poeta, genio de las finanzas, había decidido dar el ejemplo y aceptar la conversión, condenadora de su alma pero preservadora no ya de su vida, sino de la vida de muchos de los suyos y, sobre todo, de los frutos de su estirpe predestinada a traer la salvación de su pueblo. Quizás Judá Abravanel —solía decir Isaías Kaminsky—, en el instante de sentir el agua bendita caer sobre su cabeza, había pensado que se sumergía en el Jordán para purificar su cuerpo antes de dirigirse al resurrecto Templo de Salomón para postrarse ante el Arca de la Alianza. Ahora, mientras el agua vertida por un cura caía en su cabeza, Daniel Kaminsky se refugiaba en la evocación de su padre. En ese desvarío protector lo sorprendió otra vez la visión de una familiar imagen del rostro de un joven judío demasiado parecido a Jesús de Nazaret y, lo pensaba por primera vez, también al Judá Abravanel de su imaginación. El abrazo y el beso de Marta, desbordada de felicidad por el regalo que le acababa de hacer el hombre de su vida, sacó al hereje de su laberinto interior y lo devolvió a la realidad del templo católico, que ni siquiera después de la conversión concretada dejó de parecerle una escenografía para niños fanáticos.
Daniel, todavía aturdido pero sintiéndose liberado, aceptó sin reparos la invitación de su suegro para ir todos a almorzar en el cercano restaurante Puerto de Sagua, donde, decían, se servía el mejor y más fresco pescado que se comía en La Habana. Solo cuando buscó la salida del templo, Daniel descubrió que Caridad Sotolongo había desaparecido. ¿Había estado allí o lo había imaginado?, se preguntó. ¿Cuánto había influido aquella mujer, devota de unos dioses negros y bullangueros, para que aquel acto recién finalizado no se hubiese convertido en un drama capaz de alejarlo para siempre del tío Joseph, el apacible y ahorrativo peletero que, mal que bien, lo había hecho el hombre que era? Daniel nunca se atrevería a preguntarlo, pero, anticipándose a la respuesta presentida, le profesó a la mujer una gratitud que se mantuvo inalterada a través de los años y las distancias. Hasta la muerte.