LO acompañaban una opresión física en el pecho y una extraña incomodidad en el alma. De modo mecánico, el Conde hurgó en el paquete de cigarros para comprobar que se los había fumado todos. Con un gesto señaló la cajetilla de Camel que reposaba en la mesita ubicada entre él y Elías Kaminsky, quien le hizo un gesto de aprobación. Necesitaba tanto aquel cigarro como para ser capaz de renunciar a uno de los principios más sagrados de su fe nicotínica. Aquella historia del barco cargado de judíos, de la cual apenas se había preocupado por conocer sus rasgos más generales, pero que ahora había visto desde dentro, lo había conmovido hasta la última fibra y espantado cualquier vestigio de sueño. Se sentía devastado, pero por obra de una fatiga más dañina que el agotamiento físico e incluso mental: se trataba de un desvanecimiento vergonzoso, visceral, nacido en lo más recóndito de su ser. Como la decisión de Daniel Kaminsky de apartarse de su tribu. Porque en aquel instante Mario Conde se avergonzaba de su condición de cubano. Y aunque él nada tuvo ni tenía que ver con lo ocurrido durante aquellas jornadas ominosas, el hecho de que unos compatriotas suyos se hubieran prestado por intereses políticos o económicos para de alguna manera facilitar a los nazis la comisión de una parte de sus crímenes, mínima, pero parte al fin, le dejaba aquel sentimiento de asco, agotamiento y un definido sabor a mierda en la boca, aquella sensación que el Camel, con sus fibras amarillentas, solo vino a potenciar.
—Le advertí que era una historia larga —dijo Elías Kaminsky, frotándose las manos con vehemencia, como si quisiera desprender una sustancia abrasiva—. Larga y terrible.
—Lo siento. —Conde soltó la disculpa pues, de veras, lo sentía. No se imaginaba si el forastero siquiera podría colegir la razón de su malestar.
—Y ese es solo el principio. Digamos que el prólogo… Mire, ya es muy tarde para que desayunemos dentro de un rato… Yo necesito dormir unas cuantas horas, los preparativos, el viaje…, este cuento. Estoy agotado. Pero podríamos almorzar. ¿Lo espero a la una en mi hotel y buscamos un lugar donde comer?
Conde observó que por la puerta de la casa salía en ese instante su perro. Basura II, con su andar de chulo de barrio, caminaba y aprovechaba cada paso para estirarse y desperezarse, dispuesto quizás a emprender su ronda nocturna de callejero empedernido. Conde recordó que había traído una bolsa de sobras de la casa del flaco Carlos pero que aún no le había dado de comer al animal y se sintió culpable.
—No te vayas, tú —le dijo a Basura II y lo palmeó en el lomo. Luego devolvió su interés al visitante—. Está bien, nos vemos a la una. Tenía cosas que hacer pero…
—No quisiera interrumpirlo…
—¿Puedes dejar de tratarme de usted?
—Puedo.
—Mejor así para los dos… ¿Y cómo te vas a estas horas? Son casi las tres de la madrugada.
—Tengo el carro que alquilé parqueado en la esquina. O, al menos, eso espero…
—Y yo tengo mil preguntas que hacerte. La verdad, no sé si voy a poder dormir —dijo y se puso de pie—. Pero antes de que te vayas necesito decirte algo… Lo que hicieron unos cubanos con esas novecientas personas me da vergüenza y…
—Mi padre entendió lo que había pasado y supo hacer algo que lo ayudó a vivir: no se llenó de resentimiento. Al contrario, ya te lo dije. Prefirió ser cubano y olvidarse de esas mezquindades que pueden aparecer en cualquier parte. Hubo muchas presiones políticas, de los americanos, de Batista. Yo mismo creo que quizás hasta pesaron más que el tema del dinero y la corrupción, no sé…
—Me alegro por él… —dijo Conde, pues en realidad lo sentía así—. Pero hay otra cosa que…
Elías Kaminsky sonrió.
—¿Quieres saber qué pasó con el Rembrandt?
—Anjá —aceptó Conde—. Estoy desesperado por saber cómo llegó a esa casa de subastas de Londres —añadió y se preparó para escuchar cualquier historia, por disparatada o lamentable que fuese.
—Pues no lo sé. También por eso me ves aquí. Todavía a esta historia le falta mucha tela. Pero si mi padre hizo lo que pienso que hizo, no puedo entender por qué no se llevó el cuadro. Hasta que apareció en Londres, yo no supe dónde había ido a parar. De lo que ahora estoy casi seguro es de que ese Rembrandt nunca volvió a las manos de mi padre…
—A ver, no entiendo nada… ¿Me estás diciendo que tu padre intentó recuperarlo?
—¿Esperas un poco? Si no te hago la historia completa no vas a poder ayudarme… ¿A la una de la tarde?
—A la una —aceptó el Conde al comprender que no tenía otra alternativa, y estrechó la manaza extendida de Elías Kaminsky.
Desde su perspectiva, Basura II los miraba como si entendiera lo que implicaba para él aquella despedida.
Casi todas las trazas de unas reminiscencias fabricadas con palabras se habían pervertido hasta mostrar sus entrañas más viles. Para acentuar las pérdidas y ausencias, algo parecía haber recibido la misión de salvarse dando un salto hacia el lado para dejar paso al desastre. Pero la mayoría de las referencias se habían esfumado, algunas sin dejar el menor indicio capaz de evocarlas, como si la vieja judería y la zona donde se había establecido hubiesen sido trituradas sin piedad en la máquina de moler accionada por un tiempo universal catalizado por la historia y la desidia nacionales. Por fortuna allí permanecía, retador, como una salvación de las malas memorias, el inaudito Arco de Belén, taladrado en los cimientos muy reales del convento por el discurrir de la calle Acosta que se arrastraba, sucia y agonizante, bajo la vieja arcada; estaban las ruinas irreconocibles de lo que fuera la dulcería La Flor de Berlín y los residuos de la ferretería de los polacos Weiss. Pero, sobre todo, allí seguía anclado aquel ruido que tanto había alterado a Daniel Kaminsky. Reconocible, intacto, pendenciero, exultante, habanero, el ruido corría por las calles como si desde siempre hubiera estado esperando la imprevisible llegada de un tal Elías Kaminsky para entregarle en el acto la clave capaz de abrir las compuertas del tiempo hacia la adolescencia y la juventud de su padre y, con ella, la posibilidad de encontrar el camino hacia la comprensión que el forastero perseguía.
Como un ciego necesitado de medir con exactitud y cautela cada paso, el sudoroso mastodonte con coleta comenzó el ascenso de la sórdida escalera de la casona decimonónica de la calle Compostela, antigua propiedad de unos condes apócrifos, donde había puesto cama, mesa, máquina de coser y chavetas el recién llegado Joseph Kaminsky y donde vivió, por casi catorce años, su sobrino Daniel. El palacete, abandonado a principios del siglo XX por los descendientes de sus propietarios originales y muy pronto reciclado como cuartería multifamiliar con cocina y baños colectivos, mostraba las marcas de la ascendente desidia y los efectos del uso excesivo y por un espacio de tiempo demasiado dilatado. En la segunda planta, donde había vivido la mulata Caridad Sotolongo, la mujer dulce que, andando el tiempo, se convertiría en la eterna y final amante de Joseph Kaminsky, la vida parecía haberse detenido en una perseverante y dolorosa pobreza de hacinados sin esperanzas. En cambio, la tercera planta, en su momento la más noble de la edificación, donde estuvieran las habitaciones de los primeros moradores y luego el cuarto de los polacos y los de otras seis familias de blancos y negros cubanos, además de la de unos catalanes republicanos, había perdido el techo y parte de los balcones, y advertía del destino irreversible que le esperaba al resto del inmueble. Realizando el más supremo de los esfuerzos, el forastero trató de imaginarse al niño judío ascendiendo aquellos tramos de escalera que él acababa de vencer, se impuso verlo asomado al ya inexistente muro del techo del tercer piso para desde allí presenciar, en el patio interior de aquella colmena, frente a la cocina colectiva, un asalto más de la mítica pelea entre la negra Petronila Pinilla y la siciliana María Perupatto, en la cual siempre había la golosa expectativa de poder ver una teta, dos, incluso cuatro los días de más encarnizados enfrentamientos, y luego se empeñó en verlo subir a la azotea con los gemelos Pedro y Pablo, negros como tizones, y la marimacho Eloína, rubia pecosa, para empinar papalotes o simples chiringas hechas con hojas de periódicos viejos. O para otros menesteres. Pero no lo consiguió.
Elías Kaminsky, secundado por el Conde, preguntó a varios vecinos si recordaban al polaco Pepe Cartera, a la mulata Caridad y a su hijo Ricardito, el que tenía el don de improvisar versos, pero el recuerdo de la prolongada estancia en el edificio de aquellos inquilinos también parecía haberse esfumado, como el piso superior del inmueble.
Bajaron a la acera para comprobar que el cine alguna vez en funciones del otro lado de la calle, donde Daniel Kaminsky había adquirido su incurable afición por los westerns y las historias de gángsters, ya no era cine, ni era nada. Y el celebrado Moshé Pipik, el más espléndido y visitado restaurante kosher de la ciudad, parecía cualquier cosa menos un palacio de sabores y aromas ancestrales: se había degradado a un casco de ladrillos oscurecidos por el moho, el orín y la mierda, donde cuatro hombres jóvenes con caras carcelarias y olfatos sin duda atrofiados jugaban sin pasión al dominó, mientras bebían de sus botellas de ron, esperando tal vez que el derrumbe inevitable pusiera fin a todo, incluso a la interminable partida en curso. Allí, en aquel sitio, animado y bien iluminado en el recuerdo, fue donde, luego de una comida para ella extravagante y para él soñada desde su llegada a la isla, Marta Arnáez y Daniel Kaminsky, los futuros padres de Elías, habían comenzado un noviazgo que, en puridad, solo terminaría la tarde de abril de 2006, cuando ella, con una mano temblorosa y arrugada, le cerró los ojos a Daniel.
—Se conocieron en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, cuando mi padre tenía diecisiete años y mi madre, hija de gallegos pero cubana, recién había cumplido los dieciséis. Para él no fue fácil decidirse a enfrentar las reticencias de su tío, que, por supuesto, esperaba que se casara con alguna joven judía para preservar la sangre y la tradición. Y mucho menos atreverse a desafiar la oposición de mis abuelos gallegos, a los que les iba bastante bien y, por supuesto, nos les hacía la menor gracia que su hija estuviese interesada en un judío polaco muerto de hambre. Pero cuando ella se enamoró de él, no hubo solución. Marta Arnáez era la dulzura hecha persona, pero también podía ser capaz de resistir cualquier cosa cuando se imponía una meta, tenía un deseo o guardaba un secreto. Casi gallega al fin y al cabo, ¿no?